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El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11)
El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11)
El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11)
Libro electrónico412 páginas5 horasComisario Montalbano

El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11)

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Información de este libro electrónico

Tres piezas casi perfectas componen esta entrega de Andrea Camilleri, una irresistible mirada al pasado de Salvo Montalbano, en la que se rememora su llegada a Vigàta y su estreno como comisario.
Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri -uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años- ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano.
Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco.
Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen... Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.
La crítica ha dicho...

«Camilleri ha sabido ocupar un vacío endémico en la literatura italiana contemporánea, la de una narrativa de entretenimiento de alto nivel que favorezca el placer de la lectura sin recurrir a lo banal ni a lo simple.»
L'Espresso
«Si hay autores cuyos libros suscitan admiración, sorpresa, emoción, los de Andrea Camilleri suscitan eso [...] y lo hacen gracias a una combinación infalible: una sabiduría de zorro viejo, un humor socarrón del que nadie se libra y una enorme comprensión hacia las debilidades humanas.»
ABC Cultural
IdiomaEspañol
EditorialSALAMANDRA
Fecha de lanzamiento17 jun 2012
ISBN9788415470977
El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11)
Autor

Andrea Camilleri

Andrea Camilleri nació en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento, Sicilia, y murió en Roma en 2019. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión e impartió clases en la Academia de Arte Dramático y en el Centro Experimental de Cine. En 1994 creó el personaje de Salvo Montalbano, el entrañable comisario siciliano protagonista de una serie que consta de treinta y cuatro entregas. También publicó otras tantas novelas de tema histórico, y todos sus libros han ocupado siempre el primer puesto en las principales listas de éxitos italianas. Andrea Camilleri, traducido a treinta y seis idiomas y con más de treinta millones de ejemplares vendidos, es uno de los escritores más leídos de Europa. En 2014 fue galardonado con el IX Premio Pepe Carvalho.

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3.5/5

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  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Aug 17, 2015

    Just like every novel with Montalbano: succinct, with Salvo on the verge of breaking the law but honest to himself, and an absolutely fascinating story. A must for every Camilleri's fan.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5

    Sep 15, 2014

    Inspector Montalbano is promoted to his dream assignment, Vigata by the sea. Ready to enjoy his posting, he runs head on into one of the powerful "families" in the area. Will he cave and work with them, not make waves? Or will he buck against them until he is brought down by them? The reader really isn't sure until the end.

    I'm thinking that the fact that it was translated is what made it a bit stiff in the reading. I laughed out loud at least twice, and the seafood meals described had me salivating. Oh to live by the Sicilian seashore! The mystery itself was different, again, cultures. Not a murder mystery, more an introduction to Inspector Montalbano and the way he gets the job done (not by the book).

    The last chapter describes the law as Montalbano sees it. Similar to a sweater his aunt knitted for him, the sweater not fitting well, to short in some places, too long in others, too loose or too tight, but he still wore it and it fit OK with a little tugging, because it was made of wool, not iron. Kind of like pirate guidelines. It works well if the person who is doing the tugging is pure of heart, but not so well if they are a pirate. All in all, I enjoyed this, and will try another if it comes my way.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Jan 23, 2014

    If you've never encountered Inspector Salvo Montalbano, the acerbic, smart-ass detective from Vigata Sicily, you have missed one of mystery writing's joys. Andrea Camillieri is still going strong at 88 and now gives us a true prequel to the amazing series. It's only 100 scant pages, reads very quickly, but gives the new reader a good deal to look forward to, and the veteran series lovers another piece of the wonderful Montalbano story. Perfect Christmas gift for anyone who loves Sicily, good detective stories and/or Italian food.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Oct 26, 2013

    This prequel to the wonderful Inspector Montalbano mystery series by Andrea Camilleri will be read eagerly by all his fans, and is a great starting point for those who have yet to read any of the books. In it, we see a young Montalbano when he first arrives in Vigata. We get to see him choosing his home. We get to see him finding all the best restaurants in which to eat and learning to work with the rest of the staff in the police station and a journalist at the local television station. We watch him take his first tentative steps as an inspector with lawyers, Mafia families, and witnesses who don't want to talk (or who want to talk too much). All the pieces are there, except for two. Montalbano has yet to meet Livia... and we get no chance to meet the delightful Catarella ("personally in person").

    As a story, I rate it highly. I loved seeing Montalbano in the early stages of his career, yet there was something that bothered me, and I didn't pinpoint what it was until I'd finished reading the first chapter. The book just didn't "sound" right, and that is because it has not been translated by Stephen Sartarelli. After eleven books, Sartarelli's translation has become Camilleri's voice to me, and the difference is quite noticeable. Of course, it won't be obvious to anyone who has not read any of the other books in the series, and I will hasten to say that Gianluca Rizzo and Dominic Siracusa have done an excellent translation of Montalbano's First Case. It's just different and took me a while to become accustomed to it.

    At roughly 100 pages in length, it's also disappointingly slim, even for a concise stylist like Camilleri. I do value it, however, for its brief look into the earliest case of Montalbano's marvelous career, and I do recommend it to anyone who has yet to sample one of the best mystery series going.

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El primer caso de Montalbano (Comisario Montalbano 11) - Andrea Camilleri

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Siete lunes

1

Los dos hombres que se resguardaban bajo la marquesina de la parada, esperando con más paciencia que un santo la llegada del autobús nocturno de circunvalación, intercambiaron una sonrisita a pesar de no conocerse, pues del interior de una enorme caja de cartón puesta boca abajo en una esquina surgían unos ronquidos tan fuertes y persistentes que ni que aquello fuera una sierra eléctrica. Un pobre desgraciado, un mendigo sin duda, que había encontrado una protección transitoria contra el frío y la lluvia, y que, reconfortado por el poco calor de su propio cuerpo que el cartón retenía, había decidido que lo mejor era cerrar los ojos, mandar al carajo todo el universo y aquí paz y después gloria. Al final llegó el autobús, los dos hombres subieron y el vehículo reanudó la marcha. De pronto apareció un sujeto corriendo:

—¡Pare! ¡Pare!

El conductor lo vio, pero pasó de largo. El tipo soltó un reniego y consultó el reloj. El siguiente vehículo tardaría una hora en pasar, a las cuatro de la madrugada. El hombre lo pensó un poco y, tras una sarta de maldiciones, decidió recorrer el camino a pie. Encendió un pitillo y echó a andar.

De repente cesaron los ronquidos, la caja de cartón se tambaleó y lentamente asomó la cabeza de un mendigo con un raído gorro encasquetado hasta los ojos. Tumbado en el suelo, volvió la cabeza y escudriñó los alrededores. Cuando tuvo la certeza de que por allí no había ni un alma y las ventanas de las casas de enfrente estaban todas a oscuras, salió a rastras de la caja. Parecía una serpiente mudando la piel. De pie, no daba la impresión de ser tan desgraciado; era de complexión menuda, iba bien afeitado y llevaba un traje gastado pero de buena calidad. Del bolsillo de la chaqueta sacó unas gafas, se las puso, salió de debajo de la marquesina, giró a mano derecha y, tras haber recorrido menos de diez pasos, se detuvo delante de una verja cerrada con una cadena y un abultado candado. Por encima de la verja, un gran rótulo de neón ahora apagado ponía: «Restaurante La Sirenetta - Especialidad en toda clase de pescados.» Empezó a llover. El agua no era muy intensa, pero bastaba para dejarlo a uno calado. El hombre forcejeó con el candado, que tenía más apariencia que sustancia y, en efecto, no opuso una seria resistencia a la ganzúa. Abrió media hoja de la verja, justo lo suficiente para entrar, la cerró a su espalda y volvió a colocar en su sitio la cadena y el candado. El corto sendero que llegaba hasta la entrada del restaurante estaba bien cuidado. Pero el hombre no lo recorrió en su totalidad; a la mitad giró a la derecha y se dirigió al jardín de la parte trasera del local, donde, en cuanto comenzaba a hacer buen tiempo, se colocaban como mínimo treinta mesas. A pesar de la densa oscuridad, el hombre se movía con soltura sin encender la linterna que llevaba. La lluvia lo estaba empapando, pero él no le prestaba atención. Es más, experimentaba un calor tan fuerte como en pleno verano y sentía deseos de quitarse la chaqueta, la camisa y los pantalones para quedarse desnudo bajo la refrescante agua. Seguramente le habían subido unas décimas de fiebre.

El estanque de los peces, orgullo del local, estaba al fondo del jardín, a mano izquierda. Los clientes podían acercarse y elegir personalmente el pescado que les apeteciera comer: provistos de una nasa, tenían que pescarlo ellos mismos. La tarea no siempre resultaba fácil, y entonces se convertía en cosa de risa, una gran diversión; se iniciaba un juego de alusiones y dobles sentidos, sobre todo si en el grupo figuraba alguna mujer. Una diversión que quedaba atenuada en parte cuando les presentaban la cuenta, pues era bien sabido que en aquel restaurante no gastaban bromas con los precios.

De pie junto al borde del estanque, el hombre empezó a murmurar en una especie de susurro irritado y lastimero. La noche era tan cerrada que no veía nada, ni siquiera si el estanque estaba lleno o vacío. Introdujo poco a poco una mano, temiendo absurdamente que un pez, si es que todavía quedaba alguno, pudiera atacarlo y comérsele un dedo. Decidió encender un instante la linterna: apenas un fogonazo, pero bastó para ver el brillo plateado de los peces bajo el agua. Había muchísimos; estaba claro que la víspera habían abastecido el estanque. Eso le facilitaría la tarea, puesto que tendría que atrapar los peces con la nasa prácticamente a ciegas, ya que no le convenía utilizar la linterna. Al otro lado de la calle se elevaba un enorme edificio de unos diez pisos, y era probable que algún imbécil que padeciese de insomnio se asomara por casualidad y, al ver el haz de la linterna, tuviera la ocurrencia de dar la voz de alarma. Estaba completamente sudado. Se quitó la chaqueta, que en cualquier caso le habría obstaculizado los movimientos, la dejó encima de una silla de plástico y lanzó otra ráfaga con la linterna.

En el borde del estanque había por lo menos tres nasas; los muy cabrones de los clientes a veces se dedicaban a competir entre sí, en plan «el que pierde paga por todos». Cogió una, se arrodilló contra el borde, introdujo la nasa sujetándola con ambas manos, describió un amplio semicírculo y la sacó. El peso le indicó que no había pescado nada, pero quiso cerciorarse y buscó a tientas en su interior. Sólo palpó gotas de agua residual. Probó varias veces más, sin éxito alguno.

Se puso en cuclillas muerto de cansancio, respirando tan afanosamente que temió que lo oyeran desde el maldito edificio de enfrente. No podía perder tanto tiempo, tenía que estar fuera del restaurante por lo menos diez minutos antes de que llegara el autobús de circunvalación de las cuatro, habitualmente atestado de personas todavía medio dormidas, claro, pero en condiciones de reconocer a alguien. Se le ocurrió una idea. Agarró la nasa con la mano izquierda, la metió en el agua y trazó un rápido semicírculo, pero antes de terminarlo encendió la linterna con la mano derecha. Tal como suponía: los peces se habían concentrado en la parte del estanque a la que no llegaba la red. Entonces se levantó, cogió otra nasa, se situó en equilibrio en el borde del estanque y esperó cinco minutos para que los peces se calmaran y volvieran a diseminarse por el agua. Contuvo incluso la respiración. Después entró en acción. Mientras describía el consabido semicírculo con la primera nasa, introdujo de golpe la segunda para cortar la huida de los peces.

Lo consiguió, notó que en la red habían entrado por lo menos tres. Arrojó la nasa vacía bajando del borde del estanque, depositó en el suelo la de los peces y los alumbró con la linterna. Distinguió de inmediato un mújol de gran tamaño. Sonrió, se sentó en el reborde y esperó a que los peces dejaran de luchar en vano contra la muerte. Cuando estuvo seguro de que ya no se movían, echó al agua los dos que no le servían y extendió el mújol sobre la orilla del estanque. Luego sacó del bolsillo posterior de los pantalones una pistola, a la que puso silenciador, se colocó la linterna encendida entre los dientes e, inmovilizando el cuerpo del pez con una mano, le pegó un tiro con la otra apuntando en sentido vertical, de tal manera que la bala no lo decapitara pero le hiciera picadillo la cabeza. Apagó la linterna y permaneció inmóvil porque le pareció que, a pesar del silenciador, el disparo había despertado a media Vigàta. Pero no ocurrió nada, no se abrió ninguna ventana, ninguna voz preguntó qué pasaba.

Sacó de otro bolsillo la nota que ya llevaba escrita y la colocó debajo del pez tiroteado.

El autobús de las cuatro se hizo esperar un buen rato y llegó con diez minutos de retraso. Cuando se puso en marcha, entre los adormilados pasajeros se encontraba también el hombre que acababa de asesinar un mújol.

Dottore, ¿conoce usted el restaurante La Sirenetta, el que hay por la parte del monumento a Luigi Pirandello? —preguntó Fazio aquella mañana del lunes 22 de septiembre, cuando entraba en el despacho de Montalbano.

El comisario estaba de buen humor. La víspera habían tenido frío y lluvia, pero por la mañana había salido un sol todavía agosteño, atemperado por una refrescante brisa. Incluso Fazio daba la impresión de no tener pensamientos muy sombríos.

—Pues claro que lo conozco. Pero no hay por qué presumir de conocerlo. Fui una vez con Livia, simplemente para probar, y me bastó y sobró. Mucho ruido y pocas nueces. Camareros elegantes, servicio aceptable, incluso impecable, cubertería de lujo y cuenta de infarto, pero si vamos al grano, a la sustancia, te diré que sirven unos platos que parecen preparados por un cocinero en coma irreversible.

—Yo jamás he comido allí.

—Y muy bien que has hecho. Pero ¿por qué lo mencionas?

—Porque esta mañana a primera hora el señor Ennicello, el propietario, que además es pariente lejano de mi mujer, me ha llamado aquí para contarme una historia tan rara que ha despertado mi curiosidad. Y he ido al lugar. ¿Sabe que en ese restaurante hay un estanque lleno de peces que...?

—Lo sé, lo sé. Sigue. ¿Qué ha ocurrido?

—Que anoche alguien entró en el restaurante tras forzar el cerrojo, sacó un pez del estanque y le pegó un tiro en la cabeza.

Montalbano lo miró, sorprendido.

—¡¿Que alguien le disparó a un pez?!

—Sí, señor. Y después, debajo del cadáver... no, del difunto... bueno, de lo que sea, dejó una nota en una cuartilla cuadriculada.

—¿Y qué ponía?

—Ahí está el busilis. Entre la lluvia, el agua y la sangre del pez, la tinta se disolvió. Y la nota estaba tan empapada que cuando la cogí, medio se desintegró.

—Pero ¿quieres explicarme por qué alguien querría divertirse haciendo esas sandeces, corriendo el riesgo de que lo detengan?

—Con el debido respeto, señor, jerárquicamente es usted quien tendría que explicármelo a mí.

—¿Estáis seguros de que le pegó un tiro?

—Y tan seguros, incluso encontré la bala en el suelo. La he traído.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta, la sacó y se la tendió al comisario, que la examinó.

—No es necesario enviarla a la policía científica —dijo Montalbano—; nos tomarían por imbéciles. Es una siete sesenta y cinco. —La arrojó al interior de un cajón del escritorio.

—Exactamente. En mi opinión, dottore, ha sido un aviso. Será que nuestro amigo Ennicello se ha saltado algún plazo del impuesto.

Montalbano lo miró con escepticismo.

—Con la experiencia que tienes, ¿todavía dices esas chorradas? Si no hubiera pagado el impuesto, le habrían matado todos los peces y, para remachar la cosa, habrían quemado incluso el restaurante.

—Pues entonces, ¿qué puede ser?

—Todo y nada. A lo mejor una apuesta estúpida entre dos clientes, una bobada...

—¿Y nosotros qué hacemos ahora? —preguntó Fazio tras una pausa.

—¿Qué pez era?

—Un muletto tan grande como medio brazo mío.

—¿Un muletto? A ver si nos aclaramos, Fazio. El muletto, mientras no se demuestre lo contrario, ¿no es el mújol?

—Sí, señor dottore.

—¿Y no es un pez marino?

—Hay también un mújol de agua dulce, pero no es tan sabroso como el de mar.

—No lo sabía.

—Pues claro, dottore. Usted desprecia el pescado de agua dulce. ¿Qué tengo que hacer con Ennicello?

—Muy sencillo. Vuelve al restaurante y di que te entreguen el muletto, que lo necesitas para profundizar en la investigación.

—¿Y después?

—Te lo llevas a casa y pides que te lo guisen. Te lo aconsejo a la parrilla, pero el fuego no tiene que ser fuerte. Lo rellenas de romero y un poquito de ajo. Aderézalo con salmuera. Tendría que ser comible.

En los días sucesivos hubo en la comisaría la monótona rutina de siempre, exceptuando tres hechos un poco más serios que los demás.

El primero ocurrió cuando el contable Pancrazio Schepis, al regresar a su casa a una hora insólita, descubrió a su mujer, la señora Maria Matildina, tumbada enteramente desnuda en la cama, mientras el famoso Mago de Bagdad, en el mundo civil Salvatore Minnulicchia de Trapani, también desnudo, utilizaba «su sexo a modo de aspersorio», tal como hizo constar Galluzzo en su diligente informe. Superado el primer estupor, el contable sacó el revólver y efectuó cinco disparos contra el mago, al que por suerte alcanzó sólo en el muslo izquierdo.

El segundo, cuando la casa de la nonagenaria Lucia Balduino fue totalmente desvalijada por unos ladrones. Una fulminante investigación de Fazio estableció de manera inequívoca que el ladrón había sido sólo uno: el nieto de la señora Balduino, Filippuzzo Dimora, de dieciséis años, a quien la abuela había negado el dinero para comprarse un ciclomotor.

El tercero, cuando tres almacenes pertenecientes al primer teniente de alcalde Giangiacomo Bartolotta fueron incendiados durante la misma noche; el hecho fue considerado una clara advertencia contra ciertas iniciativas del primer teniente de alcalde, que pasaba por ser un decidido enemigo de la mafia. Bastaron doce horas para establecer que la gasolina utilizada para prender fuego a los almacenes la había adquirido el propio primer teniente de alcalde.

En resumen, entre una cosa y otra transcurrió una semana.

La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.

Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.

El lunes 29 de septiembre, Fazio se presentó en la comisaría hacia el mediodía con una bolsa de supermercado.

—¿Has ido a hacer la compra?

—No, señor dottore. Traigo un pollo. Cómaselo usted, que yo ya me zampé el muletto la otra semana.

—A ver si te explicas mejor.

Dottore, al pollo que llevo aquí dentro le han pegado un tiro. En la cabeza, como al pez del lunes pasado.

—¿Dónde ha ocurrido?

—En la granja de Masino Contrera, en el campo, hacia Montereale, a una media hora por carretera desde aquí. Pero es un lugar solitario. Aquí tiene la bala. —Montalbano abrió el cajón, buscó la otra y las comparó. Idénticas—. Y también ha dejado una nota —añadió Fazio, sacándosela del bolsillo y entregándosela al comisario.

Estaba escrita en bolígrafo en un trozo de papel cuadriculado con letras mayúsculas: «Me sigo contrayendo.»

—¿Y esto qué quiere decir? —preguntó Montalbano.

—¿Me permite?

—Pues claro.

—Yo he pensado que, a lo mejor, este señor se ha equivocado al escribir.

—Ah, ¿sí?

—Pues sí, dottore. Quizá quería poner: «Me sigo contrariando.» A lo mejor está contrariado por algún motivo, qué sé yo, los impuestos, la mujer que le pone los cuernos, un hijo drogata, cosas por el estilo. Y entonces va y se desahoga.

—¿Disparando contra peces y pollos? No, Fazio; aquí dice exactamente «contrayendo». Pero a partir de esta nota podemos intuir el contenido de la primera, la que no pudiste leer porque se había mojado. Aquí pone «sigo».

—¿Y entonces?

—Significa que en la primera usaba un verbo del tipo «empezar» o «comenzar». «Empiezo a contraerme» o algo así.

—¿Y eso qué significa?

—Vete tú a saber.

—¿Qué hacemos, dottore? —preguntó Fazio, inquieto.

—¿Esta historia te pone nervioso?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

—Porque es un asunto sin pies ni cabeza. Y a mí las cosas que no tienen explicación lógica me impresionan.

—No podemos hacer nada, Fazio. Esperaremos a que este señor termine de contraerse y entonces ya veremos. Pero ¿seguro seguro que el pollo no te apetece?

2

Había dormido bien; durante toda la noche, una ligera, saltarina y refrescante brisa que penetraba por la ventana abierta le había limpiado los pulmones y los sueños. Se levantó y fue a la cocina a prepararse un café. Mientras esperaba a que se filtrara, salió a la galería. El cielo estaba despejado y el mar, en calma y tan reluciente como si acabaran de darle una mano de pintura. Alguien lo saludó desde una barca y él contestó levantando un brazo. Entró de nuevo en la casa, se sirvió un tazón de café con leche y se lo bebió. Encendió el primer cigarrillo del día sin pensar en nada, lo apuró y luego se metió bajo la ducha. Se enjabonó a conciencia. Y en cuanto lo hubo hecho, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo: se terminó el agua del depósito y sonó el teléfono. Soltando maldiciones y con riesgo de resbalar a cada paso debido al agua jabonosa que le chorreaba, corrió al aparato.

Dotori, ¿es usted personalmente en persona?

—No.

—Pido pirdón, ¿no estoy hablando con el domicilio del dotori y comisario Montalbano?

—Sí.

—Pues intonces, ¿quién ha ocupado su lugar?

—Soy Arturo, su hermano gemelo.

—¿De verdad?

—Espere que llamo a Salvo.

Era mejor tomarle el pelo de aquella manera a Catarella que tener un berrinche por la repentina falta de agua. Entretanto, al secarse, el jabón empezaba a provocarle escozor en la piel.

—Montalbano al habla.

—¿Sabe una cosa, dotori? ¡Tiene justo la misma voz que su hirmano gemelo Arturo!

—Suele ocurrir entre gemelos, Catarè. Pero ¿por qué hablas de esa manera?

—¿De esa manera cómo, dotori?

—Por ejemplo, dices dotori en lugar de dottori.

—Anoche mi dijo un milanís de Turín que aquí tiníamos la jodida costumbre de hablar poniendo dos cosas, ¿cómo se llaman?, ah, sí, consonantaciones.

—Muy cierto. Pero ¿a ti qué coño te importa, Catarè? Los milaneses de Turín también cometen errores.

—¡María Santísima, dottori, qué peso me ha quitado de encima! ¡Me costaba mucho hablar así!

—¿Qué querías decirme, Catarè?

—Ha llamado Fazio que mi ha dicho que llamara, que han disparado contra el siñor Piero. Él ya viene para acá.

—¿Lo han matado?

—Sí, siñor dottori.

—¿Y quién es ese Piero?

—No sabría decírselo, dottori.

—¿Dónde ha sucedido?

—No lo sé, dottori.

En el cuarto de baño guardaba una reserva de agua en un bidón. Vertió la mitad en el lavabo, mejor no gastarla toda, quién sabía cuando se dignarían volver a darla, y consiguió con dificultad arrancarse el jabón vitrificado. Dejó el cuarto de baño hecho un asco, una auténtica porquería; seguramente la asistenta Adelina le dedicaría mortales maldiciones y sentidos augurios de mal año.

Llegó a la comisaría al mismo tiempo que Fazio.

—¿Dónde se ha producido el homicidio?

Fazio lo miró perplejo.

—¿Qué homicidio?

—El de un tal Piero.

—¿Eso le ha dicho Catarella?

—Sí.

Fazio se echó a reír, primero bajito y después cada vez más fuerte. Montalbano se inquietó, entre otras cosas porque experimentaba un persistente prurito en aquella parte del cuerpo sobre la cual se había sentado para conducir. Y no le parecía decente darle a la parte en cuestión un furioso rascado. Se ve que no había logrado librarse del todo del jabón pegado a la piel.

—Si fueras tan amable de ponerme al corriente de...

—¡Disculpe, dottore, pero es que la cosa tiene su gracia! ¡Pero qué Piero ni qué leches! ¡Yo le he dicho a Catarella que le dijera que habían matado un perro!

—¿Un pistoletazo y listo?

—Sí, señor.

—Hoy estamos a seis de octubre, ¿no? Esa persona trabaja siguiendo un ritmo semanal y siempre durante la noche del domingo al lunes —señaló el comisario entrando en su despacho. Fazio se sentó en una de las dos sillas situadas delante del escritorio—. ¿El perro tenía dueño?

—Sí, señor, un jubilado, Carlo Contino, ex funcionario del ayuntamiento. Tiene una casita en el campo con un huerto y algunos animales. Unas diez gallinas, algún conejo. Él estaba durmiendo, lo despertó el disparo. Entonces cogió su arma y...

—¿De qué tipo?

—Un fusil de caza. Tiene licencia. Vio el perro muerto y un instante después oyó un automóvil que se ponía en marcha.

—¿Comprobó qué hora era?

—Sí, señor. Eran las doce de la noche y treinta y cinco minutos. Me contó que se pasó el resto de la noche llorando. Quería mucho al perro. Después, en cuanto se hizo de día, vino aquí. Y yo lo acompañé a ver el lugar de los hechos.

—¿Y tiene alguna teoría?

—Ninguna. Dice que no consigue comprender por qué le han matado al perro. Asegura no tener enemigos y no haber hecho jamás daño a nadie.

—¿La casa de ese Contino se encuentra en la zona de la granja de la otra vez?

—No, señor, está justo al otro lado.

—¿Y con respecto al restaurante?

—También queda lejos del restaurante.

—¿Has encontrado la bala?

—Sí, señor, aquí está. —Era idéntica a las otras dos—. Pero esta vez he tardado bastante más en encontrar la nota. El vientecito de anoche se la había llevado lejos.

Se la entregó al comisario. La habitual cuartilla cuadriculada, el habitual bolígrafo: «Me sigo contrayendo.»

—Vaya, menuda lata —exclamó Montalbano—, ¿cuánto tiempo tardará este cabrón en acabar de contraerse?

En ese momento entró Mimì Augello más fresco que una rosa, afeitado, hecho un pincel. Se había tomado un mes de vacaciones en Alemania, como huésped de una joven de Hamburgo a la que había conocido el verano anterior en la playa.

—¿Alguna novedad? —preguntó tomando asiento.

—Sí —contestó en tono desabrido Montalbano—. Tres homicidios. —Cuando veía a Mimì tan descansado y sonriente, se ponía nervioso y le cobraba antipatía.

—¡Coño! —reaccionó Augello ante la noticia, saltando literalmente de la silla. Después, viendo la cara de los otros dos, comprendió que había algo raro—. ¿Me estáis tomando el pelo?

Fazio se puso a mirar al techo.

—En parte sí y en parte no —dijo el comisario. Y le contó toda la historia.

—Esto no es una broma —afirmó Mimì a modo de comentario, y se quedó taciturno y pensativo.

—Lo único que me molesta es que esta vez haya matado un animal que ni Fazio ni yo podemos comernos —repuso Montalbano.

Augello lo miró.

—Ah, ¿conque te lo tomas así?

—¿Y cómo tendría que tomármelo?

—Salvo, esto va en aumento.

—No te entiendo, Mimì.

—Me refiero al tamaño de las... —Se detuvo, confundido. No le parecía correcto decir «víctimas»—. De los animales. Un pez, un pollo, un perro. La próxima vez ya veréis como mata una oveja.

El viernes 10 de octubre, tras haber saboreado una exquisita caponatina a base de berenjenas, apio frito, aceitunas, tomate y otros ingredientes de primerísima calidad, el comisario estaba sentado en la galería. Sonó el teléfono. Eran las diez de la noche; Livia, como de costumbre, llamaba exactamente a la hora convenida.

—Hola, amor mío, aquí estoy tan puntual como siempre. ¿A qué hora llegas mañana?

El mes anterior le había prometido a Livia que en octubre podría pasar un sábado y un domingo con ella en Boccadasse. Es más, en la llamada de la víspera le había dicho que, puesto que Mimì ya había regresado de sus vacaciones, podría quedarse hasta el lunes. Entonces, ¿por qué experimentó el impulso de contestar tal como contestó?

—Livia, tendrás que perdonarme, pero mucho me temo que no voy a estar libre. Ha ocurrido...

—¡Calla!

Se hizo un silencio como cortado con la cuchilla de una guillotina.

—No es por una cuestión de trabajo, puedes creerme —añadió él valerosamente al cabo de un momento.

Voz de Livia procedente de allá por el norte de Groenlandia:

—¿Qué te ha pasado?

—¿Recuerdas aquella muela que me dolía? Pues bien, me ha vuelto de repente un dolor que...

—Yo soy la muela que te duele —replicó Livia. Y colgó.

Montalbano se enfureció. Vale, le había contado un embuste, pero suponiendo que la muela le hubiera dolido de verdad, ¿era ésa la forma de responder de una mujer enamorada? ¿A uno que se muere de dolor? ¡Por lo menos una palabra de compasión, santo Dios! Se sentó de nuevo en la galería preguntándose por qué le había dicho a Livia que no iría a verla. Hasta un segundo antes estaba decidido a ir, pero después aquellas palabras le habían salido de la boca, así, sin control, sin que él se diera cuenta. ¿Un ataque incontrolado de pereza, es decir, un deseo irresistible de no hacer nada de nada, de quedarse en casa dando vueltas en calzoncillos?

No; él experimentaba realmente el deseo de tener a Livia a su lado, de sentirla respirar dormida en la cama, oírla trajinar por la casa, oírla reír, oír su voz llamándolo desde la playa o desde la otra habitación.

Pues entonces ¿por qué? ¿Un arrebato de sadismo tal como sucede a menudo entre enamorados? No, no

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