Ejercicios de memoria
Por Andrea Camilleri
3.5/5
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A pesar de haberse quedado ciego a los noventa y un años, Andrea Camilleri no se dejó amedrentar por la oscuridad, igual que nunca tuvo miedo a la página en blanco. El autor siciliano escribió dictando hasta el final de sus días, y con la oralidad encontró una nueva forma de contar historias. Desde el principio de su ceguera, se aplicó al ejercicio de la memoria con la misma disciplina férrea con la que había trabajado toda su vida. Con persistente lucidez, se dedicó a hilvanar los recuerdos de una vida larga y prolífica, haciendo gala de una agudeza mental única y su particular visión del mundo.
Este libro nació como un ejercicio para practicar esta nueva forma de escritura, una especie de cuadernillo de vacaciones: veintitrés relatos concebidos en veintitrés días. En ellas, el autor rememora episodios clave de su vida, retrata a los artistas que tuvo en más estima y repasa la historia reciente de Italia, la que ha vivido en primera persona. Un juego literario donde se entrelazan sonidos, conversaciones e imágenes que nunca podrá sacarse de la cabeza.
«Me gustaría que este libro fuera como la pirueta de un acróbata que vuela de un trapecio a otro, tal vez haciendo un triple salto mortal, siempre con la sonrisa en los labios, sin exteriorizar la fatiga, el compromiso diario o la sensación constante de riesgo que ha hecho posible ese progreso. Si el trapecista mostrara el esfuerzo que le ha costado ejecutar esa cabriola, el espectador ciertamente no disfrutaría del espectáculo.»
La crítica ha dicho...
«A pesar de haber sido dictados a Isabella Dessalvi, estos ejercicios resuenan en el lector con la voz fuerte, hueca e irónica de su autor. Uno casi puede sentir las entonaciones, las pausas, la cadencia, su estado de ánimo. En todos se percibe un amargor nostálgico y divertido.»
IlMessaggero
Andrea Camilleri
Andrea Camilleri nació en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento, Sicilia, y murió en Roma en 2019. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión e impartió clases en la Academia de Arte Dramático y en el Centro Experimental de Cine. En 1994 creó el personaje de Salvo Montalbano, el entrañable comisario siciliano protagonista de una serie que consta de treinta y cuatro entregas. También publicó otras tantas novelas de tema histórico, y todos sus libros han ocupado siempre el primer puesto en las principales listas de éxitos italianas. Andrea Camilleri, traducido a treinta y seis idiomas y con más de treinta millones de ejemplares vendidos, es uno de los escritores más leídos de Europa. En 2014 fue galardonado con el IX Premio Pepe Carvalho.
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Comentarios para Ejercicios de memoria
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jan 1, 2021 En este libro de relatos aparecen veintitrés "ejercicios de memoria" del maestro Camilleri, que rememoran los momentos claves de su vida familiar y cuentan anécdotas sobre personas de su lugar de nacimiento.
 El libro está ilustrado por artistas italianos, y Camilleri, tal como dice en el prólogo, accedió a escribirlo (dictándolo) en el verano de 2016 en el monte Amiata.
Vista previa del libro
Ejercicios de memoria - Andrea Camilleri
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imagenA Silvia, mi nieta
Este libro nació como un ejercicio, casi como un cuaderno escolar de vacaciones.
En el verano de 2016, a punto de cumplir noventa y un años, me llevé trabajo al monte Amiata, donde paso las vacaciones de agosto desde siempre. Al no poder dictar en vigatés, contraté los servicios de la amable Isabella Dessalvi, que se prestó a acudir todas las mañanas a escribir mis recuerdos.
Lo cierto es que la publicación de este libro no entraba en mis planes, y no porque no me gustaran los relatos que lo componen, sino porque tenía ya cierta edad, acababa de celebrar mi centésimo libro, me había quedado ciego (¿y cómo escribe uno así?) y recibía a diario acusaciones de haber reclutado a «negros» para que escribieran en mi lugar. Por todo ello, había decidido dejarlo en un cajón, y santas pascuas.
Entonces me propusieron la idea de hacer algo distinto: ¿por qué no les pedíamos a seis de los ilustradores italianos de más renombre y de distintas generaciones que colaborasen con un dibujo que pudiera representar el «sentimiento» de mi libro? Y se preguntarán: ¿cómo es posible que, estando ciego, la idea de contar con unas ilustraciones que jamás llegaría a ver me convenciera para publicar mis ejercicios? La respuesta es que siempre me ha gustado el arte y que, cuando ya no soporto la oscuridad a la que estoy condenado, me reconforta recordar, pincelada a pincelada, los cuadros que más he apreciado en mi vida, y de ese modo vuelven a mi mente los colores.
Así pues, aunque yo no las viera, pedí que me describieran con todo detalle las ilustraciones de mis compañeros de libro, que reconstruí en mi imaginación y que, lo confieso, me gustaron mucho. Por ello les doy las gracias a Gipi, Alessandro Gottardo, Lorenzo Mattotti, Guido Scarabottolo y Olimpia Zagnoli. Y le agradezco en especial a Tullio Pericoli la ilustración de la cubierta.
A. C.
Las cenizas de Pirandello
Un breve preámbulo necesario. En diciembre de 1936, cuando Luigi Pirandello falleció en su casa de Roma, sus familiares hallaron en un cajón un papel con unas pocas líneas escritas a mano: eran sus últimas voluntades. Pirandello deseaba que su cuerpo fuera incinerado y que las cenizas se llevaran a Agrigento, al barrio de Caos, donde tenía una pequeña parcela en la que se alzaba su casa natal junto a un gran pino, en una loma desde la que se divisaba el mar. Quería que sus cenizas se enterraran entre las raíces del pino o, en caso de que no fuera posible, se echaran al «gran mar africano». Si no podían incinerarlo (en aquellos tiempos la Iglesia era sumamente hostil a esa práctica), solicitaba que las exequias se hicieran con un coche fúnebre de tercera categoría, que nadie más que sus familiares siguiera al féretro y que después lo sepultaran envuelto en una sábana directamente en la tierra.
Cuando un alto jerarca fascista leyó aquel papel se quedó lívido. Era la época en que muchísimos intelectuales pedían que los enterraran vestidos con la camisa negra fascista.
—Se ha ido dándonos un portazo en las narices —murmuró el jerarca.
Acertaba y se equivocaba al mismo tiempo. Pirandello se había ido dando un portazo en las narices, sí, pero no al fascismo, sino a la propia vida. Tras superar infinitas dificultades, sus hijos lograron incinerarlo y las cenizas se guardaron en un ánfora griega preciosa que se encontraba en casa del escritor desde tiempo inmemorial y que posteriormente se depositó en el cementerio de Campo Verano. Fin del preámbulo.
Pasamos a 1942, cuando cinco bachilleres de Agrigento (Gaspare, Luigi, Carmelo, Mimmo y yo mismo) solicitamos una audiencia con el secretario federal de los grupos de combate fascistas de la época, un hombre rudo y expeditivo. Nos presentamos de uniforme, hicimos el saludo romano y nos quedamos clavados delante de su mesa en posición de firmes. El secretario federal contestó someramente a nuestro saludo con la mano izquierda, puesto que en la derecha tenía una hoja que leía con suma atención. Siguió leyendo un buen rato, luego dejó el papel, nos miró y nos preguntó:
—¿Qué queréis?
Habló Gaspare en nombre de todos:
—Camarada secretario federal, hemos venido a solicitar que las cenizas de Pirandello, actualmente en Roma, sean trasladadas aquí, a Agrigento, como era su voluntad. No queremos que Pirandello...
El secretario federal lo interrumpió dando un manotazo en la mesa y se levantó.
—¡No os atreváis a hablarme de Pirandello, tarugos! ¡Pirandello era un antifascista asqueroso! ¡Largo de aquí, dejad de tocarme los cojones!
Ejecutamos un saludo romano perfecto, dimos media vuelta y salimos de allí humillados y abatidos.
En 1945, una vez liberada Italia del fascismo, los mismos cinco, ya universitarios, nos presentamos, esa vez de paisano, ante el delegado provincial de Agrigento, que nos recibió con cordialidad.
—¿En qué puedo ayudaros, queridos muchachos?
Una vez más, Gaspare tomó la palabra:
—Señor delegado provincial, nos gustaría que las cenizas de Pirandello, actualmente en Roma, fueran trasladadas a Agrigento para...
—Huy, no —lo interrumpió el delegado provincial—. ¡De ninguna de las maneras!
—¿Por qué? —me atreví a preguntar yo.
—Porque Pirandello fue un fascista convencido, mi querido muchacho. Ni hablar del asunto.
Nos estrechó la mano y se despidió de nosotros.
Lo mejor era que los dos tenían razón, tanto el secretario federal como el delegado provincial; a decir verdad, la relación de Pirandello con el fascismo había sido cuando menos irregular.
En 1924, justo después del secuestro y asesinato del político socialista Giacomo Matteotti, Pirandello solicitó directamente a Mussolini el carnet del Partido Fascista, un gesto a contracorriente que suscitó el desdén de muchos antifascistas, si bien cuatro años después tuvo una violenta discusión con el secretario nacional del partido, al término de la cual rompió el carnet y se lo tiró encima del escritorio. No contento con eso, se arrancó la insignia del ojal, la tiró al suelo y la pisoteó. Transcurridos unos años, sin embargo, no rechazó su nombramiento como miembro de la Real Academia de Italia, aunque poco después ya iba por ahí hablando mal de Mussolini y calificándolo de «hombre vulgar». Cuando en 1934 recibió el premio Nobel, el duce ni siquiera le mandó un telegrama de felicitación. La relación entre ambos parecía ya completamente rota, si bien en 1935, en un discurso de celebración de la campaña de Etiopía, Pirandello no dudó en referirse a Mussolini como «un poeta de la política». Aun así, al año siguiente volvía a ser de nuevo antifascista.
Pero volvamos a la posguerra. En 1946, en las primeras elecciones generales, salió elegido diputado por la Democracia Cristiana un siciliano de gran valía, el profesor Gaspare Ambrosini, que daba clase de Derecho Constitucional en la Universidad de Roma. Su competencia lo llevó a ser uno de los padres de la Constitución, de modo que decidimos mandarle una carta en la que explicábamos nuestras intenciones, esto es, trasladar las cenizas de Pirandello a Agrigento para cumplir así sus últimas voluntades. A fin de darnos importancia, escribimos la carta en una hoja que mi amigo Gaspare había encontrado por casualidad y que llevaba un membrete que rezaba «Corda Fratres – Asociación Universitaria». Después de haberla enviado, nos enteramos de que la Corda Fratres había sido una asociación universitaria muy próxima a la masonería y que el fascismo la había abolido. Gaspare Ambrosini nos contestó de inmediato aceptando nuestra petición, nos tuvo constantemente informados de sus progresos y, en cuestión de unos diez días, logró que localizaran el ánfora en el cementerio de Campo Verano y se la entregaran, para lo que tuvo que superar infinidad de obstáculos burocráticos. Transcurridos diez días más, nos anunció que iba a llegar a Palermo en un avión que había puesto a su disposición el ejército estadounidense. Sin embargo, el avión no llegó, ya que, cuando el piloto se enteró de que, además de al pasajero, tenía que transportar las cenizas de un difunto, se negó a despegar. Ni corto ni perezoso, el pobre Ambrosini consiguió que le hicieran una caja de madera para guardar la urna, donde la protegió con papel de periódico arrugado y emprendió el largo viaje en tren de Roma a Palermo, que duraba como mínimo dos días. Antes de salir, nos comunicó que en cuanto llegara daría señales de vida.
En un momento dado del viaje, Ambrosini tuvo que ausentarse para ir al servicio y cuando volvió a su asiento no vio la caja: había desaparecido. Desesperado, se puso a buscar por todos los compartimentos, abarrotados de gente, hasta que por fin dio con tres individuos que habían puesto la caja en el suelo y estaban echando una partida de cartas encima del muerto. Consiguió recuperarla y a partir de entonces la llevó bien agarrada sobre el regazo. Mientras tanto, nosotros fuimos a hablar con el director del Museo Cívico, que se mostró dispuesto a acoger la urna funeraria hasta que concluyeran los trámites para enterrarla debajo del pino. Todo aquello lo habíamos organizado nosotros sin pedirle nada ni al alcalde de Agrigento ni a ningún otro representante institucional y sin difundir la noticia del traslado de las cenizas. No obstante, la mañana en que llegó el vagón automotor que Ambrosini había solicitado en Palermo, la gran explanada de delante de la estación estaba absolutamente abarrotada.
De acuerdo con nuestras previsiones, el cortejo de la estación al museo debía estar compuesto por Mimmo y Carmelo en cabeza, seguidos por Gaspare y por mí, que llevaríamos el ánfora sosteniéndola cada uno de un asa, y detrás podía sumarse quien lo deseara.
Ambrosini nos esperaba en el vagón automotor. Sin embargo, cuando yo iba a subir, junto con los demás, me detuvo el comisario de Seguridad Pública y me dijo:
—Este cortejo no se puede llevar a cabo. Su Excelencia el obispo ha telefoneado hecho una furia al jefe superior de la policía, así que, mientras no me den vía libre, no podéis moveros.
Yo conocía al obispo Giovanni Battista Peruzzo, así que, ni corto ni perezoso, me fui a verlo. Discutimos un poco, pero siguió en sus trece. Y entonces se me ocurrió una gran idea.
—¿Y si metemos la urna en un féretro normal y corriente?
—En ese caso, no tendría nada que objetar —contestó el obispo.
Me fui corriendo a ver a un fabricante de ataúdes.
—Necesitaría alquilar un féretro —le dije.
Me miró completamente perplejo.
—Pero es que los féretros no se alquilan...
Le expliqué de qué se trataba y me contestó que sólo tenía disponible un ataúd infantil. Me lo enseñó. A simple vista calculé que el ánfora entraba sin problemas. Me acompañó a la estación con la camioneta en la que transportaba el féretro. Una vez dentro del vagón automotor, abrimos la caja de madera; el ánfora estaba intacta y la traspasamos al pequeño ataúd. Y así el cortejo pudo llegar por fin al museo.
Entre aquellas cuatro paredes, las cenizas de Pirandello pasaron años y años, olvidadas.
Posteriormente, un nuevo comité decidió convocar un concurso nacional para erigir un monumento fúnebre al pie del pino. El ganador fue el escultor Marino Mazzacurati, que hizo una obra bellísima limitándose a recoger una gran roca que había en las inmediaciones y darle cuatro golpes de cincel para adecuarla. En la parte delantera colocó una pieza de bronce con dos máscaras pequeñas, la trágica y la cómica, el nombre de Luigi Pirandello y las fechas de su nacimiento y su muerte. Por detrás hizo un hueco profundo en el que introdujo un gran cilindro de cobre con una tapa. En una ceremonia solemne, las cenizas del ánfora se traspasaron al interior del cilindro, y el hueco se cubrió con una piedra que después se selló con cemento.
El asunto parecía
