El comisario Montalbano: Tres nuevos casos
Por Andrea Camilleri
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LA VOZ DEL VIOLÍN - LA EXCURSIÓN A TINDARI - EL OLOR DE LA NOCHE
Melancólico y algo fatalista, soltero y con una novia en Génova a quien ve muy de vez en cuando, y amante de la buena mesa, Salvo Montalbano es comisario de policía en Vigàta, un pequeño pueblo siciliano que, pese a no figurar en ningún mapa, encarna la esencia de la cultura mediterránea.
Los seguidores de la serie negra europea más aclamada encontrarán en esta edición tres casos en los que el entrañable comisario, sabio intérprete del arte de vivir, se supera a sí mismo y vuelve a emocionar a los lectores con su infalible perspicacia y su implacable sentido de la justicia. En La voz del violín, Montalbano no se da por vencido ni por convencido cuando muere el principal sospechoso del asesinato de una hermosa joven, esposa de un médico boloñés, cuyo cadáver aparece desnudo en el chalet de ambos. En La excursión a Tindari, el santuario de la localidad se convierte en el escenario clave para resolver el triple crimen de un joven y el de un matrimonio de ancianos que no parecen tener ningún tipo de relación. Y finalmente, en El olor de la noche, la curiosidad irrefrenable de nuestro héroe y su innato sentido de la sospecha lo inducen a investigar la desaparición de un financiero y su ayudante, que han desvalijado a los habitantes de medio pueblo y alrededores.
Andrea Camilleri
Andrea Camilleri was one of Italy’s most famous contemporary writers. The Inspector Montalbano series, which has sold over sixty-five million copies worldwide, has been translated into thirty-two languages and was adapted for Italian television, screened on BBC4. The Potter’s Field, the thirteenth book in the series, was awarded the Crime Writers’ Association’s International Dagger for the best crime novel translated into English. In addition to his phenomenally successful Inspector Montalbano series, he was also the author of the historical comic mysteries Hunting Season and The Brewer of Preston. He died in Rome in July 2019.
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El comisario Montalbano - Andrea Camilleri
Tres nuevos casos del comisario Montalbano por ANDREA CAMILLERI
Mucho antes de empezar a escribir la cuarta novela centrada en un caso del comisario Montalbano, que se titularía La voz del violín, me di cuenta de que iba a tener que afrontar, y en cierto modo tratar de resolver, un grave problema que me resultaba completamente nuevo: la serialidad.
Debía resignarme a los hechos consumados: el personaje, que según mis intenciones iniciales iba a aparecer tan sólo en dos novelas para luego esfumarse por completo para siempre, había escapado de forma definitiva a mi control por voluntad de los lectores y amenazaba con tener una existencia larga y exitosa.
El peligro de la serialidad prolongada reside, como resulta fácil comprender, en la repetitividad.
Ni siquiera un maestro como Simenon había logrado esquivar ese peligro, como se observa al leer íntegramente las setenta y cinco novelas centradas en la figura del comisario Maigret.
En consecuencia, se hacía necesaria una estrategia que permitiera que el personaje se prolongara en el tiempo evitando en la medida de lo posible las duplicaciones y las clonaciones.
Me convencí entonces de que en primer lugar resultaba imprescindible que el protagonista tuviera a su disposición muchas más posibilidades dialécticas de las que le había concedido en las tres primeras entregas.
Por eso en La voz del violín introduje como mínimo tres grandes novedades, lo que supuso una especie de revolución que me permitía volver a arrancar casi de cero.
La primera fue la jubilación del antiguo jefe superior Burlando (ni siquiera me había percatado, lo confieso, de que le había asignado el mismo apellido típicamente genovés que a Livia) y su sustitución en el cargo por parte del joven Bonetti-Alderighi.
Con el antiguo jefe superior, Montalbano se llevaba mejor que bien: mantenía con él una relación de amistad e iba a cenar a su casa.
Con Bonetti-Alderighi, la situación cambia radicalmente.
El nuevo jefe superior, de ascendencia noble, es joven y despierto, y procede de Bérgamo, en Lombardía. Ha llegado con la firme voluntad de renovar, cortar las ramas secas, desmantelar.
Queda clarísima su intención de desmantelar también a Montalbano, al que considera un policía anticuado y superado. La antipatía entre los dos es recíproca y radical.
La segunda novedad es la sustitución del fiscal Lo Bianco, que se ha tomado una larga excedencia para proseguir sus investigaciones histórico-genealógicas, por el veneciano Nicolò Tommaseo.
Pronto se descubrirá que es un apasionado de los delitos de trasfondo sexual, de modo que podrá aplicársele lo que escribió Alessandro Manzoni sobre su homónimo Nicolò Tommaseo, es decir, que tenía un pie en la sacristía y el otro en un burdel.
La tercera novedad viene dada por la sustitución del jefe de la policía científica, Jacomuzzi, con el que el comisario mantenía a grandes rasgos una buena relación, por el florentino Vanni Arquà, experto en las técnicas de investigación más avanzadas. En esta novela nace entre ambos una enemistad destinada a durar.
Cambia también el jefe del gabinete y llega el meloso dottor Lattes, apodado «Leches y Mieles», que está firmemente convencido de que Montalbano tiene mujer e hijos.
Por último, cabe señalar que también ha cambiado el jefe de la policía judicial, claro que los jefes de la judicial estarán destinados a rapidísimas rotaciones.
Así pues, la llegada de un bergamasco, un veneciano y un florentino permitirá al intolerante Montalbano moverse en un campo mucho más amplio, plagado de confrontaciones debidas también a cuestiones de mentalidad, de método, de cumplimiento de las reglas al pie de la letra y de respeto a las «prerrogativas perentorias», como le gusta decir al fiscal Tommaseo.
En La excursión a Tindari, Montalbano ha cumplido cincuenta años y empieza a tener miedo a envejecer.
Me gustaría aclarar, llegados a este punto, el motivo por el que el comisario siente con tanta intensidad el paso de los años.
Más que de un hecho físico, se trata de un profundo malestar debido a la impresión de no saber seguir haciendo frente a los vertiginosos cambios de nuestro tiempo, a las novedades que se suceden casi superponiéndose unas a otras.
El anuncio de la posible boda de Mimì Augello lo deprime hasta las lágrimas. El asesinato a sangre fría del matrimonio de ancianos le revela un grado de crueldad que intuye cada vez más atroz hasta resultarle insoportable.
Y, sobre todo, tiene una sensación de inadecuación ante las nuevas realidades delictivas. Antes, los casos se basaban principalmente en su conocimiento del territorio y de los hombres que lo habitaban. Por eso no ha aceptado nunca un ascenso, que habría comportado un traslado.
Sin embargo, ahora que el territorio ya no existe, puesto que delincuentes que ni siquiera se conocen pueden perpetrar actos horripilantes como el tráfico de órganos por internet, el comisario tiene miedo de no estar a la altura de las circunstancias.
El territorio puede desvanecerse de un momento a otro y transformarse en un espacio tan grande como el mundo entero. Ésa es su angustia.
Y también por ese motivo introduje en la novela una especie de monólogo interior que podía expresar mejor los sentimientos más íntimos de Montalbano.
El olor de la noche nace de un propósito completamente literario, una suerte de desafío a mí mismo.
Se trataba de ver si era capaz de insertar un relato mío dentro de uno de William Faulkner, el gran autor estadounidense, ganador del Premio Nobel, del que con frecuencia aparecen rastros en mis escritos. Es uno de los autores que, junto con Pirandello, Joyce, Gógol, Sterne, Sciascia, Savinio y, naturalmente, Simenon, conservo en un estante aparte, al alcance de la mano.
No sé si lo logré, pero para mí valía la pena intentarlo.
En esa novela aparece también un episodio que agrava la angustia de Montalbano ante el cambio: la tala del olivo centenario entre cuyas ramas iba a refugiarse y a pensar con frecuencia.
Al verlo abatido por el hacha, porque obstaculizaba la construcción de un pretencioso chalet, el comisario tiene la sensación de que el espacio de su existencia se ha reducido de repente.
Ese olivo no sólo era un lugar del alma, sino también el lugar de la memoria.
Y cuando no hay memoria es inevitable que el espacio vital de cualquier hombre se reduzca.
ANDREA CAMILLERI
LA VOZ DEL VIOLÍN
1
En cuanto abrió las persianas del dormitorio, el comisario Salvo Montalbano comprendió que el día no iba a ser gran cosa. Era todavía de noche y faltaba por lo menos una hora para el amanecer, pero la oscuridad ya parecía menos espesa, lo suficiente para dejar ver el cielo cubierto por unas densas nubes de lluvia y, más allá de la franja clara de la playa, un mar con aspecto de perro pequinés. Desde el día en que un minúsculo perro de aquella raza, todo lleno de adornos y lacitos, tras soltarle un enfurecido gargajeo a modo de ladrido, le había propinado una dolorosa dentellada en la pantorrilla, Montalbano llamaba así al mar cada vez que lo veía agitado por breves y frías ventoleras que provocaban miríadas de pequeñas olas rematadas por ridículos penachos de espuma. Se puso de peor humor al recordar la desagradable tarea que tenía por delante aquella mañana: ir a un entierro.
La víspera, tras sacar del frigorífico las frescas anchoas que le había comprado su asistenta Adelina, se las había zampado con una ensalada, aliñadas con mucho zumo de limón, aceite de oliva y pimienta negra recién molida. Había disfrutado de lo lindo, pero una llamada telefónica le había estropeado el placer.
—Oiga, dottori. ¿Está usted en persona al teléfono, dottori?
—Estoy yo en persona, Catarè. Habla con toda tranquilidad.
En la comisaría habían encomendado a Catarella la misión de atender las llamadas telefónicas en la errónea creencia de que allí podría causar menos estropicios que en otro lugar. Montalbano, tras varios solemnes enfados, había comprendido que la única manera de mantener con él un diálogo que no rebasara los límites tolerables del delirio consistía en adoptar su mismo lenguaje.
—Pido perdón y comprensión, dottori.
Ay. Pedía perdón y comprensión. Montalbano enderezó las orejas, pues cuando el supuesto italiano de Catarella adquiría un tono ceremonioso y grandilocuente, significaba que el asunto no era de poca monta.
—Habla sin temor, Catarè.
—Hace tres días lo llamaron, dottori, usted no estaba, pero yo me olvidé de decírselo.
—¿De dónde llamaron?
—De Florida, dottori.
Montalbano se quedó literalmente petrificado. Se vio de golpe enfundado en un chándal, haciendo footing en compañía de unos esforzados y atléticos agentes norteamericanos de la lucha antidroga, ocupados con él en una complicada investigación sobre tráfico de estupefacientes.
—Tengo una curiosidad, ¿cómo os hablasteis?
—¿Y cómo nos teníamos que hablar? En italiano, dottori.
—¿Te dijeron qué querían?
—Pues claro, me lo dijeron todo. Me dijeron que había muerto la mujer del subjefe de policía Tamburrano.
Montalbano lanzó un suspiro de alivio sin poderlo evitar. No le habían llamado desde Florida sino de la comisaría de Floridia, en la misma Sicilia, cerca de Siracusa. Caterina Tamburrano estaba muy enferma desde hacía tiempo y la noticia no lo sorprendió.
—Dottori, ¿de verdad es usted en persona?
—Soy yo, Catarè, no he cambiado.
—También dijeron que el funeral se celebraría el jueves a las nueve de la mañana.
—¿El jueves? ¿Mañana por la mañana quieres decir?
—Sí, dottori.
Era demasiado amigo de Michele Tamburrano para no asistir y reparar con ello la negligencia de no haberse puesto en contacto con él ni siquiera con una llamada telefónica. De Vigàta a Floridia había por lo menos tres horas y media de coche.
—Oye, Catarè, tengo el coche en el taller. Necesito un automóvil de servicio para mañana a las cinco en punto en mi casa de Marinella. Dile al doctor Augello que no estaré en la comisaría y que regresaré a primera hora de la tarde, después de comer. ¿Me has entendido bien?
Salió de la ducha con la piel de color langosta: para equilibrar la sensación de frío que le había causado la contemplación del mar, había abusado del agua caliente. Cuando estaba empezando a afeitarse, oyó llegar el automóvil de servicio. ¿Quién no lo habría oído en un radio de diez kilómetros? El vehículo llegó zumbando, frenó en medio de un fuerte chirrido que disparó ráfagas de gravilla en todas direcciones y, a continuación, se oyó un desesperado rugido de motor embalado, un desgarrador cambio de marcha, un violento derrapaje y otra ráfaga de gravilla. El conductor había efectuado una maniobra para colocarse en posición de regreso.
Cuando salió de casa, listo para la partida, vio a Gallo, el chófer oficial de la comisaría, exultante de gozo.
—¡Mire aquí, dottore! ¡Fíjese en las huellas! ¡Qué maniobra! ¡He girado el vehículo en redondo!
—Te felicito —le dijo Montalbano en tono sombrío.
—¿Pongo la sirena? —preguntó Gallo en el momento de iniciar la marcha.
—Sí, en el culo —contestó Montalbano con expresión enfurruñada. Y cerró los ojos, pues no le apetecía hablar.
Gallo, que padecía de complejo de Indianápolis, en cuanto vio que su jefe cerraba los ojos, empezó a aumentar la velocidad para alcanzar un kilometraje por hora digno de las dotes de conductor que creía poseer. Y de esta manera, cuando no llevaban ni siquiera un cuarto de hora de camino, se dieron el batacazo. Al percibir el chirrido del frenazo, Montalbano abrió de nuevo los ojos, pero no vio nada de nada, pues el cinturón de seguridad proyectó violentamente su cabeza primero hacia delante y después hacia atrás. A continuación, se produjo un aterrador estruendo de plancha contra plancha, seguido de un silencio de cuento de hadas, con gorjeo de pajarillos y ladridos de perros.
—¿Te has hecho daño? —preguntó el comisario a Gallo, al ver que éste se aplicaba masaje al pecho.
—No. ¿Y usted?
—Nada. ¿Cómo ha sido?
—Una gallina se ha cruzado en mi camino.
—Jamás he visto una gallina atravesar la carretera cuando se acerca un vehículo. Vamos a ver los daños.
Bajaron. No pasaba ni un alma. Las huellas del largo frenazo habían quedado grabadas en el asfalto: justo en el lugar donde éstas empezaban se distinguía un montoncito de color oscuro. Gallo se acercó y se dirigió con aire triunfal al comisario.
—¿Qué le había dicho? ¡Era una gallina!
Un suicidio, estaba clarísimo. El coche contra el que habían chocado, y cuya parte posterior habían destrozado por completo, debía de estar debidamente aparcado en el arcén, pero el golpe lo había colocado ligeramente de través. El Renault Twingo verde botella cerraba un sendero que, unos treinta metros más allá, conducía hasta un chalet de dos pisos, con la puerta y las ventanas cerradas. El vehículo de servicio se había roto un faro y tenía el guardabarros derecho abollado.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Gallo, desolado.
—Nos vamos. A tu juicio, ¿nuestro coche funciona?
—Voy a probar.
Haciendo marcha atrás y chirriando, el vehículo de servicio se desenganchó del otro automóvil. Tampoco esta vez se asomó nadie a ninguna de las ventanas del chalet. Debían de estar durmiendo como troncos, pues era evidente que el Twingo pertenecía a alguien de la casa, dado que no había ningún otro edificio en las inmediaciones. Montalbano anotó en un trozo de papel el número de teléfono de la comisaría y lo metió bajo el limpiaparabrisas.
Cuando no se puede, no se puede. Media hora después de reanudar la marcha, Gallo empezó a darse nuevamente masajes en el pecho y, de vez en cuando, el rostro se le contraía en una mueca de dolor.
—Yo conduciré —dijo el comisario, y Gallo no protestó.
Al llegar a la altura de Fela, en lugar de seguir adelante por la autovía, Montalbano se adentró por un desvío que conducía al centro del pueblo. Gallo no se dio cuenta, pues tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla.
—¿Dónde estamos? —preguntó, abriendo los ojos al percibir que el automóvil se detenía.
—Te llevo al hospital de Fela. Baja.
—Pero si no es nada, comisario.
—Baja. Quiero que te echen un vistazo.
—Déjeme aquí y siga su camino. Ya me recogerá a la vuelta.
—No digas bobadas. Camina.
El vistazo que le echaron a Gallo, entre auscultaciones, triple medición de la presión arterial, radiografías y demás, duró más de dos horas. Al final decretaron que Gallo no se había roto nada, que el dolor se debía al golpe que se había dado contra el volante y que su estado de debilidad era consecuencia del susto que se había llevado.
—¿Y ahora qué hacemos? —volvió a preguntar Gallo con creciente desconsuelo.
—¿Qué quieres que hagamos? Seguir adelante. Pero conduzco yo.
Ya había estado dos o tres veces en Floridia y recordaba incluso dónde vivía Tamburrano. Se dirigió por tanto a la iglesia de la Madonna delle Grazie, que estaba casi pegada a la casa de su compañero. Al llegar a la plaza, vio la iglesia con ornamentos de luto y a varias personas entrando a toda prisa en el templo. La ceremonia debía de haber empezado con retraso y él no era el único que sufría contratiempos.
—Voy al garaje de la comisaría para que revisen el coche y después volveré para recogerlo —dijo Gallo.
Montalbano entró en la iglesia abarrotada de gente; la ceremonia acababa de empezar. Miró a su alrededor y no reconoció a nadie. Tamburrano debía de estar en la primera fila, cerca del féretro y delante del altar mayor. Decidió quedarse donde estaba, junto al pórtico: le estrecharía la mano a Tamburrano cuando sacaran el féretro de la iglesia. Al oír las primeras palabras del cura, con la misa ya muy adelantada, experimentó un sobresalto. Había oído bien, estaba seguro.
El cura había empezado diciendo:
—Nuestro queridísimo Nicola ha abandonado este valle de lágrimas...
Haciendo acopio de todo el valor que pudo, tocó en el hombro a una ancianita.
—Perdone, señora, ¿por quién es la ceremonia?
—Por el pobre contable Pecoraro. ¿Por qué?
—Creía que era por la señora Tamburrano.
—Ah, eso es en la iglesia de Santa Anna.
En llegar a la iglesia de Santa Anna tardó un cuarto de hora a pie, casi corriendo. Entró jadeando y sudoroso, y encontró al párroco en la nave desierta.
—Disculpe, ¿el funeral de la señora Tamburrano?
—Ha terminado hace casi dos horas —contestó el párroco, mirándolo severamente.
—¿Sabe si la enterrarán aquí? —preguntó Montalbano, evitando los ojos del cura.
—¡No, hombre! Una vez finalizada la ceremonia se la han llevado a Vibo Valentia. Allí la enterrarán en el panteón familiar. Su marido, el viudo, la ha seguido en coche.
O sea que todo había sido inútil. Había visto en la plaza de la Madonna delle Grazie un café con terraza. Cuando llegó Gallo con el vehículo arreglado hasta donde se había podido, Montalbano le contó lo ocurrido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Gallo por tercera vez aquella mañana, sumido en un profundo desconsuelo.
—Te comes un brioche con un granizado, que aquí lo hacen muy bueno, y volvemos a casa. Si el Señor nos ayuda y la Virgen nos acompaña, a las seis de la tarde estamos en Vigàta.
La plegaria fue escuchada y circularon de maravilla.
—El coche sigue todavía allí —dijo Gallo cuando ya se veía Vigàta.
—Ya habrán llamado a la comisaría —contestó Montalbano.
Mentía: la contemplación del vehículo y del chalet con las ventanas cerradas le había causado una cierta desazón.
—Vuelve atrás —le ordenó de repente a Gallo.
Gallo efectuó una temeraria y cerrada curva que desencadenó un coro de cláxones, al llegar a la altura del Twingo efectuó otra todavía más temeraria y frenó detrás del cochecito dañado.
Montalbano bajó rápidamente. Antes, al pasar por allí, lo había visto perfectamente bien a través del espejo retrovisor: el trozo de papel con el número de teléfono de la comisaría aún estaba bajo el limpiaparabrisas, nadie lo había tocado.
—No me gusta ni un pelo —le dijo el comisario a Gallo, que se había acercado a él.
Echó a andar por el sendero. El chalet se debía de haber construido recientemente, pues delante de la puerta principal la hierba aún estaba quemada por la cal. Y, además, había unas tejas nuevas amontonadas en un rincón de la explanada. El comisario estudió atentamente las ventanas: no se filtraba ni un rayo de luz.
Se acercó a la puerta y llamó al timbre. Esperó un poco y volvió a llamar.
—¿Tú sabes quién es el propietario? —le preguntó a Gallo.
—No, señor.
¿Qué hacer? Estaba oscureciendo, se notaba un poco cansado y experimentaba sobre sus hombros el peso de aquella inútil y agotadora jornada.
—Vámonos —dijo. Y añadió, en un vano intento de convencerse—: Seguro que han llamado.
Gallo lo miró con expresión dubitativa, pero no abrió la boca.
El comisario no permitió que Gallo entrara ni siquiera en el despacho y lo envió inmediatamente a casa para que descansara. El subcomisario Mimì Augello no estaba, pues lo había llamado el nuevo jefe superior de policía de Montelusa Luca Bonetti-Alderighi, un joven e inteligente bergamasco que, en un mes, había conseguido despertar odios asesinos por doquier.
—El jefe superior —le comunicó Fazio, el agente con quien Montalbano tenía más confianza— se ha molestado por no haberle encontrado en Vigàta. Y por eso ha tenido que ir el doctor Augello.
—¿Que ha tenido que ir? —replicó el comisario—. ¡Quita, hombre, ése lo que ha hecho es aprovechar la ocasión para exhibirse!
Le contó a Fazio el accidente de aquella mañana y le preguntó si sabía quiénes eran los propietarios del chalet. Fazio lo ignoraba, pero le aseguró a su superior que a la mañana siguiente iría al Ayuntamiento para averiguarlo.
—Por cierto, su coche está en nuestro garaje.
Antes de regresar a casa, el comisario interrogó a Catarella.
—Procura hacer memoria. ¿No habrán llamado por casualidad acerca de un coche al que hemos embestido?
No había llamado nadie.
—A ver si lo entiendo —dijo Livia en tono alterado a través del teléfono desde Boccadasse, Génova.
—Pero ¿qué quieres entender, Livia? Te lo he dicho y te lo repito. Los documentos para la adopción de François todavía no están listos, han surgido dificultades imprevistas y yo ya no tengo a mi espalda a mi viejo jefe superior que siempre estaba dispuesto a allanar todos los obstáculos. Hay que tener paciencia.
—Yo no estaba hablando de la adopción —dijo fríamente Livia.
—Ah, ¿no? ¿Y de qué hablabas entonces?
—Hablaba de nuestra boda. Podemos casarnos mientras se resuelven las dificultades de la adopción. Ambas cosas no son interdependientes.
—Por supuesto que no lo son —dijo Montalbano, que ya estaba empezando a sentirse acosado y acorralado.
—Quiero una respuesta clara a la pregunta que ahora te voy a hacer —añadió implacablemente Livia—. Supongamos que la adopción es imposible. ¿Qué hacemos según tú?, ¿nos casamos de todos modos o no?
Un fragoroso y repentino trueno le facilitó la solución.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Livia.
—Un trueno. Hace una tormenta trem... Colgó y desenchufó.
No conseguía pegar ojo. Daba vueltas y más vueltas en la cama, enredándose con las sábanas. Hacia las dos de la madrugada comprendió que era inútil intentar dormir. Se levantó, se vistió, tomó una bolsa de piel que le había regalado mucho tiempo atrás un ladrón de viviendas que posteriormente se había hecho amigo suyo, subió a su automóvil y se puso en marcha. La tormenta era cada vez más fuerte y los relámpagos iluminaban como si fuera de día. Al llegar a la altura del Twingo, ocultó su vehículo bajo los árboles y encendió los faros. Sacó la pistola de la guantera, unos guantes y una linterna. Esperó a que amainara un poco la lluvia, cruzó la carretera de un salto, subió por el sendero y se pegó a la puerta. Tocó un buen rato el timbre y no obtuvo respuesta. Se puso los guantes y sacó de la bolsa de cuero un llavero de gran tamaño en forma de anillo del que colgaban unos diez objetos de hierro de distintas formas.
Al tercer intento, la puerta se abrió, pues sólo estaba cerrada con el pestillo y no bajo llave. Entró y cerró la puerta a su espalda. En medio de la oscuridad se agachó, se quitó los zapatos mojados y se quedó en calcetines. Después encendió la linterna, apuntando el haz de luz hacia el suelo. Se encontraba en un espacioso comedor con salón anexo. Los muebles olían a barniz, todo era nuevo y estaba limpio y en orden. Una puerta daba acceso a una cocina tan resplandeciente como la de un anuncio. Otra daba a un cuarto de baño tan pulcro y reluciente que parecía que nadie hubiera entrado jamás en él. Subió muy despacio por la escalera que conducía al piso de arriba. Vio tres puertas cerradas. La primera que abrió le permitió ver un pequeño y ordenado dormitorio de invitados; la segunda le mostró un cuarto de baño más grande que el de la planta baja, pero en el que, a diferencia del otro, reinaba un considerable desorden. En el suelo había un albornoz de rizo de color de rosa, como si la persona que lo llevaba se lo hubiera quitado a toda prisa. La tercera puerta correspondía al dormitorio principal. Y estaba claro que el cuerpo desnudo y casi arrodillado pertenecía a la joven y rubia propietaria que, con el vientre apoyado en el borde de la cama, permanecía con los brazos extendidos y el rostro enterrado en la sábana reducida a jirones por las uñas que la habían agarrado con fuerza en medio de los espasmos de la muerte por asfixia. Montalbano se acercó al cadáver, se quitó un guante y lo tocó ligeramente: estaba frío y rígido. Debía de haber sido muy guapa. El comisario volvió a bajar, se puso nuevamente los zapatos, secó con el pañuelo la mancha húmeda que éstos habían dejado en el suelo, salió de la casa, cerró la puerta, cruzó la carretera, subió a su automóvil y se alejó del lugar. Se pasó el rato pensando vertiginosamente mientras regresaba a Marinella. ¿Qué hacer para que otros descubrieran el delito? No podía ir a decirle al juez lo que acababa de hacer. El juez sustituto del doctor Lo Bianco, que había pedido la excedencia para poder profundizar en sus interminables investigaciones históricas acerca de sus presuntos antepasados, era un veneciano llamado Nicolò y apellidado Tommaseo como el célebre escritor y patriota del siglo XIX, que a cada momento sacaba a relucir sus «irrenunciables prerrogativas». Tenía una carita de chiquillo tísico que ocultaba bajo una barba y unos bigotes de mártir de Belfiore, los célebres patriotas ahorcados en aquella localidad mantuana. Mientras abría la puerta de su casa, Montalbano dio finalmente con la solución del problema. Y, de esta manera, consiguió dormir como Dios.
2
Llegó al despacho a las ocho y media, descansado y dulcificado.
—¿Sabes que el jefe superior es un noble? —fue lo primero que le dijo Mimì Augello al verlo.
—¿Es un juicio moral o un hecho heráldico?
—Heráldico.
—Ya lo había comprendido por el guión entre los dos apellidos. Y tú, ¿qué has hecho, Mimì? ¿Lo has llamado conde?, ¿barón?, ¿marqués? ¿Lo has adulado como Dios manda?
—¡Vamos, Salvo, qué manía la tuya!
—¿La mía? Fazio me ha dicho que meneabas el rabo mientras hablabas por teléfono con el jefe y que después has salido disparado para ir a verlo.
—Mira, el jefe superior me ha dicho textualmente: «Si el comisario Montalbano no está localizable, venga usted inmediatamente.» ¿Qué querías que hiciera? ¿Contestarle que no podía porque, en caso contrario, mi superior se cabrearía?
—¿Qué quería?
—No estaba yo solo. Se encontraba presente media provincia. Nos ha comunicado su intención de renovar y poner al día las cosas. Ha dicho que el que no esté en condiciones de seguirlo en esta aceleración, mejor que se vaya al desguace. Ha dicho literalmente «desguace». Todos hemos comprendido que se refería a ti y a Sandro Turri de Calascibetta.
—Explícame mejor cómo lo habéis comprendido.
—Porque, cuando ha dicho «desguace», ha mirado un buen rato primero a Turri y después a mí.
—¿Y por qué no es posible que se refiriera precisamente a ti?
—Vamos, Salvo, todos sabemos lo mal que le caes.
—¿Qué quería el señor príncipe?
—Decirnos que dentro de unos días llegarán unos supermodernos ordenadores y que los habrá en todas las comisarías. Nos ha pedido a cada uno el nombre del agente más experto en informática. Y yo se lo he dado.
—Pero ¿tú estás loco? Aquí nadie sabe ni torta de estas cosas. ¿Qué nombre le has dado?
—Catarella —contestó muy serio e impasible Mimì Augello.
Un acto de saboteador nato. Montalbano se levantó de un salto y corrió a abrazar a su subcomisario.
—Lo sé todo sobre el chalet que le interesa —dijo Fazio, sentándose en la silla delante del escritorio del comisario—. He hablado con el secretario del Ayuntamiento que conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Vigàta.
—Dime.
—Bueno pues, el terreno en el que se levanta la casa pertenecía al doctor Rosario Licalzi.
—¿Doctor en qué?
—Doctor de verdad, médico. Murió hace unos quince años y se lo dejó en herencia a su hijo mayor Emanuele, también médico.
—¿Vive en Vigàta?
—No, señor. Vive y trabaja en Bolonia. Hace dos años este Emanuele Licalzi se casó con una chica de allí. Vinieron a Sicilia en viaje de luna de miel. La mujer vio el terreno y, a partir de aquel momento, se le metió en la cabeza construir un chalet. Y eso es lo que hicieron.
—¿Sabes dónde están en este momento los Licalzi?
—El marido está en Bolonia y a ella se la vio hace tres días en el pueblo buscando cosas para amueblar el chalet. Tiene un Twingo verde botella.
—El que Gallo embistió.
—Ya. El secretario me ha dicho que no puede pasar inadvertida. Por lo visto, es guapísima.
—No entiendo por qué razón la señora no ha llamado todavía —dijo Montalbano que, cuando se lo proponía, sabía actuar como un consumado actor.
—Yo tengo una teoría —dijo Fazio—. El secretario me ha dicho que la señora es, ¿cómo diría?, muy aficionada a las amistades.
—¿Femeninas?
—Y masculinas —subrayó Fazio con intención—. Puede que la señora sea huésped de alguna familia que, a lo mejor, la vino a recoger con su coche. Sólo cuando regrese se dará cuenta de los daños que ha sufrido el vehículo.
—Es posible —concluyó Montalbano, siguiendo con su teatro.
En cuanto Fazio se retiró, el comisario llamó a la señora Clementina Vasile Cozzo.
—Mi querida señora, ¿cómo está?
—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! Voy tirando, a Dios gracias.
—¿Podría pasar a saludarla un momentito?
—Usted es bien recibido en cualquier momento.
La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana paralítica, una ex maestra de escuela primaria extremadamente inteligente y dotada de una natural y comedida dignidad. El comisario la había conocido en el transcurso de unas complicadas investigaciones tres meses atrás y había quedado filialmente unido a ella. Montalbano no se lo confesaba abiertamente a sí mismo, pero aquélla era la mujer que habría querido tener por madre, pues a la suya la había perdido siendo muy chico y sólo conservaba de ella el recuerdo de una dorada luminiscencia.
—¿Mamá era rubia? —le había preguntado una vez a su padre en un intento de comprender por qué el recuerdo de su madre consistía sólo en una borrosa luminosidad.
—Trigo bajo el sol —fue la seca respuesta de su padre.
Montalbano había adquirido la costumbre de ir a ver a la señora Clementina por lo menos una vez a la semana, le hablaba de alguna investigación que tenía entre manos, y la mujer, agradeciéndole la visita que interrumpía la monotonía de sus jornadas, lo invitaba a comer. Pina, la asistenta, era un personaje arisco que, por si fuera poco, no le tenía la menor simpatía a Montalbano, pero preparaba unos platitos de exquisita y cautivadora simplicidad.
La señora Clementina, elegantemente vestida y con un pequeño chal de seda indio sobre los hombros, lo recibió en el salón.
—Hoy tenemos concierto —le dijo en un susurro—, pero ya está a punto de terminar.
Cuatro años atrás la señora Clementina había averiguado a través de la asistenta Pina, que a su vez se había enterado por medio de Jolanda, el ama de llaves del maestro Cataldo Barbera, de que el ilustre violinista que vivía en el apartamento situado justo encima del suyo, estaba teniendo serias dificultades con los impuestos. Entonces ella se lo había dicho a su hijo que trabajaba en la delegación de Hacienda de Montelusa, y el problema, que esencialmente se debía a un equívoco, se había resuelto. Diez días más tarde la asistenta Jolanda le había entregado una nota: «Distinguida señora, para corresponder aunque sólo sea en parte, cada viernes por la mañana, desde las nueve y media hasta las diez y media, tocaré para usted. Suyo afectísimo, Cataldo Barbera.»
Y, de esta manera, todos los viernes por la mañana la señora se vestía de punta en blanco para rendir a su vez homenaje al maestro y se sentaba en una especie de cuartito-salón, donde el sonido de la música le llegaba mejor. Y el maestro, a las nueve y media en punto, iniciaba su concierto de violín.
En Vigàta todos sabían de la existencia del maestro Cataldo Barbera, pero muy pocos lo habían visto personalmente. Hijo de un ferroviario, el futuro maestro había visto la luz en Vigàta sesenta y cinco años atrás, pero había abandonado el pueblo antes de cumplir los diez años debido al traslado de su padre a Catania. Los vigateses se habían enterado de su carrera por la prensa: tras haber estudiado violín, Cataldo Barbera no había tardado en convertirse en un violinista de fama internacional. Pero de una forma inexplicable, una vez alcanzado el punto culminante de la notoriedad, se había retirado a Vigàta, donde se había comprado un apartamento en el que vivía voluntariamente recluido.
—¿Qué está tocando? —preguntó Montalbano.
La señora Clementina le pasó una hoja de papel cuadriculado. La víspera del concierto el maestro solía enviarle a la señora el programa escrito a lápiz. Las piezas de aquel día eran la Danza española de Sarasate y el Scherzo-Tarantela op. 16 de Wieniawski. Al finalizar el concierto, la señora Vasile Cozzo enchufó el teléfono, marcó un número, apoyó el auricular en la repisa y empezó a aplaudir. Montalbano se unió a ella de todo corazón: no entendía nada de música, pero estaba seguro de que Cataldo Barbera era un gran artista.
—Señora —empezó diciendo el comisario—, mi visita es interesada, necesito que me haga usted un favor.
A continuación le contó todo lo ocurrido la víspera, el accidente, su equivocación de funeral, la clandestina visita nocturna a la casita y el descubrimiento del cadáver. Al final del relato, el comisario titubeó, pues no sabía cómo formular la petición.
La señora Clementina, que se había divertido y emocionado progresivamente a medida que avanzaba el relato, lo animó:
—Adelante, comisario, no tenga reparo. ¿Qué desea de mí?
—Quisiera que efectuara usted una llamada anónima —contestó Montalbano de carrerilla.
Hacía diez minutos que había regresado al despacho cuando Catarella le pasó una llamada del doctor Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía.
—Mi querido Montalbano, ¿cómo está? ¿Cómo está?
—Bien —contestó secamente Montalbano.
—Me complace saber que goza usted de buena salud —dijo el jefe del gabinete para no dejar en mal lugar el apodo de «Leches y Mieles» que alguien le había aplicado por su meliflua peligrosidad.
—A sus órdenes —lo espoleó Montalbano.
—Verá. Hace menos de un cuarto de hora ha llamado una mujer a la centralita de Jefatura, pidiendo hablar personalmente con el señor jefe superior. Ha insistido mucho. Pero el jefe superior estaba ocupado y me ha rogado que atendiera yo la llamada. La mujer estaba medio histérica y gritaba que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un delito. Después ha colgado. El jefe superior le ruega que acuda allí por si acaso y le informe. La señora ha dicho también que la casita no tiene pérdida porque delante de ella hay un Twingo verde botella aparcado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Montalbano, dando comienzo a la interpretación de su papel en el segundo acto, en vista de la perfección con la cual la señora Clementina Vasile Cozzo había interpretado el suyo.
—¿Qué ocurre? —preguntó con curiosidad el doctor Lattes.
—¡Una coincidencia extraordinaria! —contestó Montalbano en tono de asombro—. Luego le cuento.
—¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. ¿Hablo con el juez Tommaseo?
—Sí. Buenos días. Dígame.
—Doctor Tommaseo, el jefe de gabinete del jefe superior me acaba de comunicar la recepción de una llamada anónima, en la que se denunciaba un delito cometido en una casita del distrito de Vigàta. Me ha ordenado ir a echar un vistazo y me estoy dirigiendo allí.
—¿No podría ser una broma de mal gusto?
—Todo es posible. Se lo he querido comunicar por respeto a sus irrenunciables prerrogativas.
—Claro —dijo complacido el juez Tommaseo.
—¿Cuento con su autorización para seguir adelante?
—Naturalmente. Y, en caso de que se haya cometido efectivamente un delito en aquel lugar, avíseme de inmediato y aguarde mi llegada.
Llamó a Fazio, Gallo y Galluzzo y les dijo que tenían que ir con él a la localidad de Tre Fontane para comprobar si se había cometido un homicidio.
—¿Es el mismo chalet sobre el que usted me pidió información? —preguntó Fazio, perplejo.
—¿El mismo donde nos cargamos el Twingo? —inquirió Gallo, contemplando con asombro a su jefe.
—Sí —les contestó a ambos el comisario con humilde expresión.
—¡Menudo olfato tiene usted! —exclamó Fazio, admirado.
Cuando acababan de ponerse en marcha, Montalbano se hartó de la farsa que tendría que interpretar, simulando asombro ante la contemplación del cadáver, y del tiempo que le harían perder el juez, el forense y los de la Policía Científica, los cuales eran capaces de tardar varias horas en acudir al lugar. Decidió abreviar.
—Pásame el móvil —le dijo a Galluzzo, sentado delante de él. Al volante se sentaba naturalmente Gallo.
Marcó el número del juez Tommaseo.
—Soy Montalbano. Señor juez, la llamada anónima no era una broma. Por desgracia, hemos encontrado en el chalet el cadáver de una mujer.
Las reacciones de los ocupantes del vehículo fueron muy variadas. Gallo derrapó, invadió el carril contrario, rozó un camión cargado de barras de hierro, soltó un taco y regresó a su carril. Galluzzo experimentó un sobresalto, abrió unos ojos como platos y se volvió a mirar boquiabierto de asombro a su superior por encima del respaldo. Fazio contrajo visiblemente los músculos y miró inexpresivamente hacia delante.
—Voy enseguida para allá —dijo el juez Tommaseo—. Dígame exactamente dónde está el chalet.
Cada vez más harto, Montalbano le pasó el móvil a Gallo.
—Explícale bien dónde está. Y después avisa al doctor Pasquano y a la Científica.
Fazio sólo abrió la boca cuando el vehículo se detuvo detrás del Twingo verde botella.
—¿Se puso usted guantes?
—Sí —contestó Montalbano.
—De todos modos y para más seguridad, ahora cuando entremos, tóquelo todo con las manos y deje todas las huellas que pueda.
—Ya lo había pensado —dijo el comisario.
De la nota introducida bajo el limpiaparabrisas, después de la tormenta de la noche anterior, no quedaba apenas nada, el agua había borrado el número de teléfono. Montalbano no la retiró.
—Vosotros dos mirad aquí abajo —les dijo el comisario a Gallo y a Galluzzo.
Por su parte, él subió al piso de arriba, seguido de Fazio. Bajo la luz eléctrica, el cuerpo de la muerta causaba menos impresión que la víspera, cuando él lo había entrevisto bajo la luz de la linterna: parecía menos auténtico, aunque no falso. El rígido cadáver de lívida blancura parecía una copia en yeso de las víctimas de la erupción del Vesubio en Pompeya. Boca abajo tal como estaba, no se le podía ver el rostro, pero su resistencia a la muerte debía de haber sido muy violenta, pues en los hombros justo bajo la nuca destacaban unas azuladas señales de equimosis, lo cual significaba que el asesino debía de haber utilizado toda su fuerza para hundirle el rostro en el colchón hasta el punto de que no pudiera pasar ni un hilillo de aire.
Gallo y Galluzzo llamaron desde la planta baja.
—Aquí abajo parece que todo está en orden —dijo Gallo.
De acuerdo, parecía una copia en yeso, pero no por ello dejaba de ser una joven asesinada, desnuda y en una posición que, de repente, se le antojó insoportablemente obscena, una cerrada intimidad profanada y abierta por ocho ojos de policías. En un intento de devolverle un mínimo de personalidad y dignidad, le preguntó a Fazio:
—¿Te han dicho cómo se llamaba?
—Sí. Si es la señora Licalzi, se llamaba Michela.
Fue al cuarto de baño, recogió del suelo el albornoz de color de rosa, lo llevó al dormitorio y cubrió el cuerpo.
Fue a la planta baja. Si no hubiera muerto, a Michela Licalzi le habrían quedado todavía muchas cosas que hacer para terminar de arreglar el chalet.
Apoyadas en un rincón del salón había dos alfombras enrolladas; el sofá y los sillones estaban envueltos en el papel de celofán de la fábrica y, sobre una caja de gran tamaño todavía cerrada, había una mesita patas arriba. Lo único que parecía encontrarse en su sitio era una pequeña vitrina, en cuyo interior se habían colocado en perfecto orden los consabidos objetos: dos abanicos antiguos, unas figuritas de loza, un estuche de violín cerrado y unas preciosas caracolas de colección.
Los primeros en llegar fueron los de la Científica. El jefe superior Bonetti-Alderighi había sustituido a Jacomuzzi, el viejo jefe de la brigada, por el joven doctor Arquà, trasladado desde Florencia. Jacomuzzi, ya antes de ocupar el cargo de jefe de la Científica, era un exhibicionista incurable, siempre el primero en posar ante los fotógrafos, los cámaras y los periodistas. Montalbano, burlándose de él, tal como solía hacer siempre, lo llamaba «Pippo Baudo» como el célebre presentador de la televisión. En el fondo, Jacomuzzi creía más bien poco en las aportaciones que pudiera hacer la Científica a una investigación: decía que antes o después la intuición y la razón llegarían a la solución incluso sin ayuda de microscopios ni análisis. Una herejía para Bonetti-Alderighi, que rápidamente se había librado de él. Vanni Arquà era el vivo retrato de Harold Lloyd, perennemente despeinado, vestido como los sabios distraídos de los años treinta y fiel adepto al culto de la ciencia. A Montalbano no le caía bien y Arquà le correspondía con análoga antipatía. Los de la Científica se presentaron en pleno, haciendo sonar a tope las sirenas de sus dos automóviles casi como si estuvieran en Texas. Eran ocho, todos vestidos de paisano, y lo primero que hicieron fue sacar de los maleteros toda una serie de cajas y cajitas cual si fueran un equipo de cineastas a punto de efectuar una filmación. Cuando Arquà entró en el salón, Montalbano ni siquiera lo saludó y se limitó a señalarle con el pulgar que lo que les interesaba se encontraba en el piso de arriba.
Mientras los hombres aún estaban subiendo, Montalbano oyó la voz de Arquà.
—Disculpe, comisario, ¿quiere subir un momento?
Se lo tomó con calma. Nada más entrar en el dormitorio, se sintió traspasado por la mirada del jefe de la Científica.
—Cuando usted lo ha descubierto, ¿el cadáver estaba así?
—No —contestó Montalbano más fresco que una lechuga—. Estaba desnudo.
—¿Y de dónde ha sacado el albornoz?
—Del cuarto de baño.
—¡Vuelva a dejarlo todo tal como estaba, por Dios bendito! ¡Usted ha alterado la disposición del conjunto! ¡Y eso es gravísimo!
Sin decir nada, Montalbano se acercó al cadáver, tomó el albornoz y se lo colgó del brazo.
—¡Menudo culo, tíos!
El que había hablado era el fotógrafo de la Científica, una especie de feo reportero de la prensa rosa con los faldones de la camisa por fuera de los pantalones.
—Sírvete a tu gusto, si quieres —le dijo pausadamente el comisario—. Ya lo tienes a punto.
Fazio, que conocía el peligro que a menudo representaba la controlada calma de Montalbano, se acercó a él. El comisario miró a Arquà directamente a los ojos:
—¿Comprendes ahora por qué lo he hecho, capullo?
Y abandonó la estancia. En el cuarto de baño, se echó rápidamente agua a la cara, arrojó el albornoz aproximadamente en el mismo lugar donde lo había encontrado y regresó al dormitorio.
—Me veré obligado a informar al jefe superior —dijo fríamente Arquà.
La voz de Montalbano sonó diez grados más fría.
—Os comprenderéis muy bien.
—Dottore, yo, Gallo y Galluzzo vamos a salir fuera a fumarnos un cigarrillo. A los de la Científica los molestamos.
Montalbano no contestó, estaba absorto en un pensamiento. Desde el salón volvió a subir al piso de arriba e inspeccionó la pequeña estancia y el cuarto de baño.
En la planta baja ya había mirado y no había encontrado lo que le interesaba. Para más seguridad, se asomó un momento al dormitorio invadido y revuelto de arriba abajo por la Científica y echó un vistazo a lo que le parecía haber visto antes.
Fuera de la casa él también encendió un cigarrillo. Fazio acababa de hablar a través del móvil.
—He pedido el número de teléfono y la dirección del marido en Bolonia —explicó.
—Dottore —dijo Galluzzo—. Estábamos comentando los tres una cosa muy rara...
—El armario del dormitorio aún está embalado. Y yo he mirado incluso debajo de la cama —añadió Gallo.
—Y yo he mirado en todas las demás habitaciones. Pero...
Fazio, que estaba a punto de llegar a la conclusión, se detuvo al ver el gesto de la mano de su superior.
—...pero los vestidos de la señora no están en ningún sitio —terminó Montalbano.
3
Llegó la ambulancia, seguida del vehículo del forense doctor Pasquano.
—Ve a ver si la Científica ha terminado en el dormitorio —le dijo Montalbano a Galluzzo.
—Gracias —dijo el doctor Pasquano.
Su lema era «o ellos o yo», donde «ellos» eran los de la Científica. Si ya no soportaba a Jacomuzzi y su banda de desmandados, cabe imaginar lo poco que podía aguantar al doctor Arquà y a sus visiblemente eficientes colaboradores.
—¿Mucho trabajo? —preguntó el comisario.
—Poca cosa. Cinco cadáveres en una semana. ¿Cuándo se ha visto eso? Estamos en un período de estancamiento.
Regresó Galluzzo y les comunicó que la Científica se había desplazado al cuarto de baño y al cuartito y que tenían vía libre.
—Acompaña al doctor y después vuelve a bajar —dijo Montalbano, esta vez a Gallo.
Pasquano le dirigió una mirada de gratitud, pues le gustaba sinceramente trabajar solo.
Al cabo de una media hora larga apareció el abollado vehículo del juez, el cual sólo decidió frenar tras haber golpeado uno de los dos automóviles de servicio de la Científica.
Nicolò Tommaseo bajó con el rostro congestionado.
Su cuello de ahorcado parecía el de un pavo.
—¡Es una carretera tremenda! ¡He sufrido dos accidentes! —anunció a la urbe y al orbe.
Todo el mundo sabía que conducía como un perro drogado.
Montalbano buscó un pretexto para evitar que subiera enseguida a tocarle los cojones a Pasquano.
—Señor juez, le quiero contar una historia muy curiosa.
Y le contó una parte de lo que le había ocurrido la víspera, le indicó el efecto del golpe en el Twingo, le enseñó lo que quedaba de la nota del limpiaparabrisas y le explicó de qué manera había empezado a sospechar algo. La llamada anónima a la Jefatura de Montelusa había sido la guinda.
—¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó el juez Tommaseo sin desconcertarse demasiado.
En cuanto vio el cuerpo desnudo de la mujer asesinada, el juez se quedó petrificado. El doctor Pasquano había conseguido ladear la cabeza de la mujer y ahora se le veía el rostro, oculto hasta aquel momento. Los ojos estaban inverosímilmente abiertos y expresaban un dolor y un horror insoportables. De la boca le había salido un hilillo de sangre; se debía de haber mordido la lengua en medio de los espasmos de la asfixia.
El doctor Pasquano se anticipó a la pregunta que tanto aborrecía.
—Murió sin la menor duda durante la noche entre el miércoles y el jueves. Podré ser más exacto después de la autopsia.
—¿Y cómo murió? —preguntó Tommaseo.
—¿Es que no lo ve? El asesino la colocó boca abajo contra el colchón y la mantuvo en esta posición hasta causarle la muerte.
—Debía de tener una fuerza excepcional.
—No necesariamente.
—¿Cree que tuvo relaciones antes o después?
—No puedo decirlo.
Algo en el tono de voz del juez indujo al comisario a levantar los ojos hacia él. Estaba enteramente bañado en sudor.
—Es posible que también la hayan sodomizado —insistió en decir el juez con un extraño brillo en los ojos.
Fue como un relámpago. Estaba claro que el doctor Tommaseo debía de ser secretamente aficionado a aquel tipo de cosas. Le vino a la mente una frase de Manzoni que había leído en algún sitio acerca del otro y más célebre Nicolò Tommaseo: «Este Tommaseo tiene un pie en la sacristía y el otro en el burdel.»
Debía de ser un vicio de la familia.
—Se lo haré saber. Buenos días —contestó el doctor Pasquano, despidiéndose rápidamente para evitar otras preguntas.
—En mi opinión, se trata del delito de un desequilibrado que sorprendió a la señora cuando estaba a punto de acostarse —dijo firmemente el doctor Tommaseo sin apartar los ojos de la muerta.
—Recuerde, señor juez, que no hubo allanamiento de morada. Es bastante insólito que una mujer desnuda le abra la puerta de su casa a un desequilibrado y lo reciba en su dormitorio.
—¡Qué razonamiento! A lo mejor se dio cuenta de que aquel hombre era un desequilibrado sólo cuando... ¿Me explico?
—Yo me inclino más bien por un delito pasional —dijo Montalbano, que estaba empezando a divertirse.
—¿Y por qué no? ¿Y por qué no? —dijo Tommaseo, rascándose la barba mientras picaba el anzuelo—. Tengamos en cuenta que la llamada anónima la hizo una mujer. La mujer traicionada. Por cierto, ¿ya sabe cómo ponerse en contacto con el marido de la víctima?
—Sí, el sargento Fazio ya tiene el número de teléfono —contestó el comisario con el corazón encogido por la angustia. Aborrecía dar malas noticias.
—Que me lo faciliten. Yo me encargaré de hablar con él —dijo el juez.
A Nicolò Tommaseo todo aquello le encantaba. Era todo un cuervo.
—¿Nos la podemos llevar? —preguntaron los de la ambulancia, entrando en la estancia.
Transcurrió otra hora antes de que los de la Científica terminaran su trabajo y se fueran.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Gallo como si se hubiera quedado atascado en aquella pregunta.
—Cierra la puerta y regresemos a Vigàta. Me muero de hambre —dijo el comisario.
La asistenta Adelina le había dejado en el frigorífico una auténtica exquisitez: una salsa rosa, hecha con huevas de langosta y erizos de mar, para condimentar los espaguetis. Montalbano puso agua a calentar y, mientras esperaba, llamó a su amigo Nicolò Zito, periodista de Retelibera, una de las dos emisoras privadas de televisión con sede en Montelusa. La otra, Televigàta, de cuyo telediario era responsable el cuñado de Galluzzo, era de tendencias filogubernamentales, cualquiera que fuera el gobierno. De tal manera que, con el gobierno que tenían en aquel momento y dado que Retelibera se inclinaba desde siempre hacia la izquierda, las dos emisoras locales habrían parecido tediosamente iguales de no haber sido por la lúcida e irónica inteligencia del rojo, de cabello y de ideas, Nicolò Zito.
—¿Nicolò? Soy Montalbano. Se ha cometido un homicidio, pero...
—...no tengo que decir que me has avisado tú.
—Una llamada anónima. Una voz femenina ha llamado esta mañana a la Jefatura de Montelusa, diciendo que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un homicidio. Era cierto, una bella joven, desnuda.
—¡Coño!
—Se llamaba Michela Licalzi.
—¿Tienes alguna foto?
—No. El asesino se ha llevado el bolso y los vestidos.
—¿Y eso por qué?
—No
