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El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9)
El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9)
El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9)
Libro electrónico328 páginas4 horasComisario Montalbano

El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9)

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Información de este libro electrónico

Seis irresistibles narraciones nos devuelven el universo del comisario Montalbano en toda su riqueza y esplendor, para deleite de los lectores adictos a su particular manera de entender la vida.
A plena luz del despiadado sol siciliano, con un humor no exento del realismo más implacable, surge un caudal de sentimientos irrefrenables: el odio que provoca una venganza cuyas consecuencias han de durar décadas en Mejor la oscuridad; o los resquemores que despierta en todo el cuerpo de policía de Vigàta el comportamiento aparentemente ingenuo, pero cargado de miradas salvajes, de la joven Grazia Giangrasso, en Herido de muerte.
Y para arropar al comisario en su ardua tarea, no faltan los elementos de siempre: los desencuentros telefónicos con su novia Livia, las entrañables broncas con Mimì Augello, la perplejidad que siempre consigue producirle Catarella, el inefable telefonista de la comisaría. En esta ocasión, a los personajes conocidos se añaden otros nuevos, como el formal y distante comandante Verruso, antítesis de un Montalbano que descubrirá, con sorpresa y admiración, la dignidad y valentía con las que su nuevo aliado custodia un terrible secreto. Como es habitual en él, Montalbano aprovecha la resolución de los casos para exponer el contraluz de las cosas, de los acontecimientos y circunstancias que rodean los hechos, como si éstos fueran consecuencia de una condición colectiva, de otros dramas y otros padecimientos largamente sufridos, que escapan al control del individuo. Y todas esas dudas, miedos, tentaciones y contradicciones no hacen más que subrayar, si cabe, la profunda dimensión humana que ha hecho de este personaje el favorito de millones de lectores en todo el mundo.
La crítica ha dicho...

«Algunos de los cuentos más interesantes y divertidos del comisario Montalbano.»
Messagero Veneto
«Hay autores cuyos libros suscitan admiración, sorpresa, emoción; los de Andrea Camilleri suscitan todo eso [...].»
ABC Cultural
«Camilleri ha demostrado que se puede conciliar armoniosamente lo serio con lo humorístico, lo grave y lo ligero, con comprensión hacia las debilidades humanas.»
Babelia
IdiomaEspañol
EditorialSALAMANDRA
Fecha de lanzamiento26 may 2012
ISBN9788415470922
El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9)
Autor

Andrea Camilleri

Andrea Camilleri nació en 1925 en Porto Empedocle, provincia de Agrigento, Sicilia, y murió en Roma en 2019. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión e impartió clases en la Academia de Arte Dramático y en el Centro Experimental de Cine. En 1994 creó el personaje de Salvo Montalbano, el entrañable comisario siciliano protagonista de una serie que consta de treinta y cuatro entregas. También publicó otras tantas novelas de tema histórico, y todos sus libros han ocupado siempre el primer puesto en las principales listas de éxitos italianas. Andrea Camilleri, traducido a treinta y seis idiomas y con más de treinta millones de ejemplares vendidos, es uno de los escritores más leídos de Europa. En 2014 fue galardonado con el IX Premio Pepe Carvalho.

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    4/5

    Feb 15, 2020

    This was Camilleri's fourth collection of short stories featuring Commissario Montalbano, falling about a quarter of the way through the series. There are three short pieces and three novella-length stories. The short pieces all feel rather slight, less like stories than extended jokes navigating their way to a predetermined punchline, but they are quite fun because two of them take Montalbano out of his normal environment, one on a business trip to Rome and another on a holiday (at Livia's insistence) in the Alps.

    The longer pieces give us all the elements we look for in a Montalbano story — Sicilian scenery, good food, pretty girls, bizarre conversations with policeman Catarella, in-fighting between different police and justice departments, and a hint of organised crime and political corruption. Unlike the TV series, we don't get to see Montalbano taking his shirt off in every episode, but there is a little bit of male nudity to enjoy here and there.

    "Ferito a morte" has the Commissario investigating the murder of a moneylender. The man's plucky young niece has managed to fire a shot at the escaping assassin with her uncle's revolver, and the wounded man is found dead a short way from the scene, so it looks like an open-and-shut case, but Montalbano isn't so sure.

    In "Il quarto segreto" an anonymous letter makes Montalbano take an interest in a building-site accident, where there seems to be a Mafia connection. But the construction site isn't in his jurisdiction: his police colleagues are dismayed and horrified to see him working together — apparently quite amicably — with an officer of the Carabinieri. There's clearly something fishy going on. Catarella gets more than his usual walk-on part in this one, and we start to see him as a more rounded character — slightly autistic and not so much the village-idiot role he has in the earlier books.

    "Meglio lo scuro" is a cold-case story: a priest takes Montalbano to see a dying elderly woman, but she doesn't survive long enough to repeat to him what she's already told the priest under the seal of the confessional. He has to work out for himself what exactly it was that she was involved in fifty years ago, and whether any further action from the police is needed, or it's better to leave the whole thing in the dark.

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El miedo de Montalbano (Comisario Montalbano 9) - Andrea Camilleri

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Día de fiebre

1

En cuanto se despertó decidió llamar a la comisaría para decir que aquel día no se encontraba con ánimo para nada, que no iría al despacho, pues durante la noche un acceso de gripe lo había asaltado de golpe, como uno de esos perros que se acercan sin ladrar y sólo los ves cuando ya te han mordido la yugular. Hizo ademán de incorporarse, pero se detuvo a medio camino. Le dolían los huesos y le chirriaban las articulaciones. Tuvo que repetir el movimiento con cuidado, alargó el brazo hacia el auricular y justo en ese instante sonó el teléfono.

—Oiga, dottori, ¿hablo con usted en persona personalmente? ¿Me reconoce? Soy Catarella.

—Sí, te reconozco, Catarella. ¿Qué quieres?

—No quiero nada, dottori.

—Entonces ¿por qué me llamas?

—Ahora mismo me explico, dottori. Yo personalmente en persona no quiero nada de usted, pero está aquí el dottori Augello que quiere decirle una cosa. ¿Qué hago, se lo paso o no?

—Está bien, pásamelo.

—Quédese al aparato, que le pongo con él.

Transcurrió medio minuto de silencio total. Montalbano sintió la sacudida de un escalofrío. Mala señal. Empezó a dar voces a través del auricular.

—Pero ¿qué pasa ahí? ¿Es que os habéis muerto todos?

—Perdone, dottori, pero es que el dottori Augello no se pone al aparato. Si tiene un poco de paciencia, voy yo personalmente en persona a llamarlo a su despacho.

Justo en ese momento se oyó la apurada voz de Augello.

—Perdona que te moleste, Salvo, pero es que...

—No, Mimì, no te perdono —replicó Montalbano—. Estaba a punto de llamarte para decirte que no me siento con ánimos para salir de casa. Voy a tomarme una aspirina y a quedarme en la cama. Así que arréglatelas tú, cualquiera que sea el asunto del que querías hablarme. Adiós.

Colgó el teléfono y sopesó durante un segundo la posibilidad de dejarlo descolgado, pero decidió no hacerlo. Se dirigió a la cocina, se tomó una aspirina, sintió otro escalofrío, lo pensó un poco, se tomó una segunda aspirina, volvió a acostarse, cogió el libro que tenía en la mesilla y que había empezado a leer la víspera con sumo placer, Un día tras otro, de Carlo Lucarelli, lo abrió y, ya en las primeras líneas, comprendió que no podría leer. Notaba como un aro de hierro que le oprimía la cabeza y los ojos se le cerraban.

—¿Qué te apuestas a que tengo fiebre? —se preguntó.

Se tocó la frente con la palma de una mano, pero no sabía decir si la tenía caliente o no, cosa por otra parte que le ocurría siempre; lo de tocarse la frente era un gesto meramente simbólico que por alguna razón inexplicable hacía de manera instintiva. Lo más sensato era ponerse el termómetro. Se incorporó, abrió el cajón de la mesilla y rebuscó en su interior. Como era de esperar, el termómetro no estaba allí. ¿Dónde lo habría metido? ¿Cuándo había sido la última vez que se lo había puesto? Debía de haber sido aproximadamente en diciembre del año anterior, que para él era el mes más peligroso, no el que decía el poeta... ¿Qué mes era el más cruel para Eliot? Sí, ahora lo recordaba, «abril es el mes más cruel»... ¿O tal vez era marzo? Pero, divagaciones poéticas aparte, ¿dónde coño estaba el termómetro? Se levantó, se dirigió a la habitación de al lado, miró en todos los cajones, en las estanterías, en todos los rincones. Detrás de un montón de libros que se mantenían en inestable equilibrio sobre una tambaleante mesita apareció una fotografía suya con Livia. La contempló sin conseguir recordar dónde se la habían hecho. Parecía verano, a juzgar por la ropa. En segundo plano se veía el perfil de un hombre vestido de uniforme, aunque no parecía un militar, sino más bien un portero de hotel. O un jefe de estación. Dejó la fotografía y reanudó la búsqueda. Ni rastro del termómetro. Volvió a sentir un escalofrío, esta vez más fuerte, seguido de un ligero mareo. Empezó a renegar. Era absolutamente necesario encontrar el termómetro. El resultado de la subsiguiente búsqueda fue que, al poco rato, la casa daba la impresión de haber sido asolada por una banda de desvalijadores. Decidió calmarse: ¿qué coño le importaba a él el termómetro? El hecho de conocer los grados de fiebre no se traduciría en una mejoría. Lo único seguro era que se encontraba mal, y punto. Volvió a acostarse. Oyó el girar de una llave en la cerradura y, a continuación, un grito extremadamente agudo de su asistenta Adelina.

—¡Virgen santísima! ¡Aquí han entrado ladrones! —El comisario se levantó y corrió a tranquilizar a la mujer, la cual, en el transcurso de su inconexa explicación, no le quitó ni un momento los ojos de encima—. Tuttori, usía está enfermo.

Montalbano contestó con una pregunta que era al mismo tiempo una afirmación.

—¿¡Tú sabes dónde está el termómetro!?

—¿No lo encuentra?

—Si lo hubiera encontrado, no te lo preguntaría.

La respuesta molestó a Adelina, que se vengó replicando en tono belicoso:

—Si no lo ha encontrado usía después de dejar la habitación que parece que haya habido un terremoto, ¿cómo quiere que lo encuentre yo?

Y se fue a la cocina, ofendida e indignada. Montalbano se sintió perdido y confuso. De repente, por el mero hecho de haber sacado el tema, se le volvió a meter en la cabeza la idea de tener a mano un termómetro. Era una necesidad imperiosa. No tendría más remedio que vestirse, coger el coche e ir a comprar uno a la farmacia. Se movió con cautela para que no lo oyera Adelina, la cual sin duda le habría echado la bronca y lo habría atado a la cama para impedir que saliera a la calle. La primera farmacia que encontró estaba cerrada. Siguió adelante, hacia el centro de Vigàta, y aparcó delante de la Farmacia Centrale. Hizo ademán de bajar, pero un fuerte mareo lo obligó a sentarse de nuevo en el asiento. Experimentó una sensación de náusea. Luego consiguió salir del coche, entró en la farmacia y vio que tendría que esperar, pues, con la epidemia de gripe que había, al parecer medio pueblo se había puesto enfermo.

Finalmente le tocó el turno, y estaba ya a punto de abrir la boca cuando resonaron en la calle, muy cerca de allí, dos disparos de pistola. A pesar del atontamiento que le provocaba la fiebre, el comisario salió en un santiamén y sus ojos se convirtieron en una cámara que grababa nítidos fotogramas en su mente. A su izquierda, un ciclomotor con dos muchachos se alejaba a toda velocidad; el que iba detrás llevaba en la mano un bolso evidentemente robado por el procedimiento del tirón a una anciana que gritaba desesperada desde el suelo. En la acera de enfrente, el señor Saverio Di Manzo, titular de la homónima agencia de viajes, estaba siendo desarmado por un guardia urbano. El señor Di Manzo, imbécil notorio, se había percatado del robo y había reaccionado efectuando dos disparos contra los muchachos del ciclomotor. Naturalmente, no les había dado a ellos, pero sí a una niña de diez años que en esos momentos rodaba por el suelo, llorando y cogiéndose la pierna derecha con las manos. Montalbano echó a correr hacia ella, pero entonces un sujeto que lo esquivó se le adelantó y se arrodilló al lado de la niña. El comisario lo reconoció: era un vagabundo que había llegado al pueblo hacía un año y vivía de limosnas. Todos lo llamaban Farola, tal vez porque era muy alto y extremadamente delgado. En un abrir y cerrar de ojos, Farola se desanudó la cuerda con la que se sujetaba los pantalones, la ató con fuerza alrededor del muslo de la pequeña y levantó levemente la vista hacia el comisario para ordenarle:

—Sujétela fuerte.

Montalbano obedeció, fascinado por la calma y la precisión del vagabundo.

—¿Tiene un pañuelo limpio? Démelo y llame a una ambulancia.

No fue necesario. Un coche que pasaba por allí recogió a la niña y la llevó al hospital de Montelusa. En ese momento llegaron cuatro carabineros y Montalbano se largó. Subió a su coche y regresó a toda prisa a Marinella.

En cuanto abrió la puerta de su casa fue arrollado por Adelina.

—¿Qué es toda esa sangre?

Montalbano se miró las manos y la ropa: se había manchado con la sangre de la niña.

—Ha ocurrido un..., un accidente y yo...

—Váyase ahora mismo a la cama, y quítese esa ropa, la llevaré a la lavandería. Pero ¿cómo se le ocurre salir estando enfermo? ¿No sabe que la «cripe» mal curada se puede convertir en «purmonía»? ¿Y que la «purmonía» mal curada lleva a la muerte?

Montalbano había oído a Adelina recitar la letanía de la gripe mal curada y la pulmonía por lo menos otras dos veces. Fue al cuarto de baño, se desnudó, se lavó y se deslizó entre las sábanas de la cama recién hecha. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando la asistenta entró con un tazón humeante.

—Le he preparado un poco de caldo de pollo muy ligero.

—No tengo apetito.

—Pues se lo dejo en la mesilla. Yo me voy. ¿Necesita algo?

—No, nada, gracias.

A pesar de que tenía la nariz obstruida, percibió los efluvios del caldo. Se incorporó ligeramente, cogió el tazón y tomó un sorbo. Era como se lo imaginaba, espeso y ligero al mismo tiempo, lleno de ecos de hierbas extrañas; se lo bebió todo, se tumbó con un suspiro de satisfacción y se quedó dormido.

Le parecía que acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Mientras se incorporaba para contestar, miró casualmente el despertador de la mesilla. ¡Las siete! ¿Eran las siete de la tarde? Pero ¿cuántas horas había dormido? Sorprendido, levantó el auricular y oyó un pitido continuo. Habían colgado. Estaba volviendo a acostarse cuando se reanudaron los timbrazos, pero esta vez no era el teléfono, sino la puerta. Fue a abrir y vio a Fazio, que tenía un semblante preocupado.

—¿Cómo está, dottore?

—Un poco pachucho —contestó Montalbano, franqueándole la entrada y volviendo a acostarse.

Fazio se acomodó en una silla a su lado.

—Le brillan los ojos —dijo—. ¿Se ha tomado la temperatura?

En ese momento el comisario recordó que aquella mañana, distraído por el tiroteo, había olvidado regresar a la farmacia para comprar el termómetro.

—Sí —mintió—. Esta mañana tenía treinta y ocho.

—¿Y ahora?

—No sé. Luego me pondré el termómetro. ¿Hay alguna novedad?

—Ha habido un tiroteo. El cabrón de Di Manzo, el de la agencia de viajes, ha disparado a dos tironeros, pero no les ha acertado a ellos, sino a la pierna de una pobre niña que pasaba por allí.

—¿Lo habéis arrestado?

—Lo han detenido los carabineros. Han intervenido ellos.

—¿Tenéis noticias de la niña?

—Está fuera de peligro. Ha perdido mucha sangre, pero, por suerte, andaba por allí el Farola. Seguro que usted lo ha visto alguna vez, el vagabundo ese que...

—Sí, lo conozco —dijo Montalbano—. Sigue.

—Bueno, pues que ha conseguido detener la hemorragia. Puede decirse que la ha salvado él. Se ha corrido la voz por todo el pueblo y el alcalde ha organizado para mañana una gran fiesta... Ya sabe, estamos en plena campaña electoral y cualquier cagada de mosca sirve para el caldo... En el transcurso del homenaje le entregará las llaves de un apartamento municipal.

—¿Sabes cómo se llama?

—Bueno..., no tiene ningún documento que lo identifique. Y él jamás ha revelado su nombre.

—Por cierto, Fazio, esta mañana me ha llamado Augello. ¿Sabes qué quería?

—Sí, el jefe superior quería una respuesta sobre un asunto y el dottor Augello quería comentarlo con usted. Pero creo que ya lo ha resuelto.

Menos mal. Podría quedarse tranquilamente en casa hasta que se le curara la gripe sin que nadie le tocara los cojones. Fazio se quedó charlando cosa de media hora y se fue.

Ya eran más de las ocho. Montalbano se levantó y, nada más ponerse de pie, la cabeza empezó a darle vueltas. Las molestias aún no habían desaparecido. Marcó el número de Livia en Boccadasse, pero no obtuvo respuesta. Demasiado pronto. Por regla general, las conversaciones telefónicas entre él y su novia solían tener lugar pasada la medianoche. Abrió el frigorífico: pollo hervido y una serie de guarniciones para hacerlo más apetecible. Dudó un instante y después optó por un plato de pimientos en salsa agridulce y unas cebollitas en vinagre. Se acomodó en el sillón delante del televisor y, mientras comía con desgana, se puso a ver una película que se titulaba Los cazadores del Edén. Ya en las primeras escenas comprendió que se trataba de una historia absurda, pero la estupidez de las imágenes y de los diálogos lo fascinó de tal modo que siguió toda la película con religiosa atención hasta el fatídico The End. Y a continuación ¿qué? Sintonizó un canal nacional donde acababa de empezar un debate con el título «¿Tiene valor hoy en día la fidelidad?». El conductor del espacio, de perenne sonrisa pretendidamente irónica que, sin embargo, resultaba opresivamente servil, presentó a los invitados: una duquesa casada con un empresario, pero famosa por su interminable colección de amantes tanto del sexo masculino como del femenino; hablaría de la fidelidad en el matrimonio. Un político que, desde la izquierda más radical, había ido pirueteando progresivamente hacia la derecha más extremada; éste defendería el valor de la coherencia en la actividad política. Un ex cura que se había hecho hippy, luego budista y más tarde integrista islámico; hablaría sobre la necesidad de la fidelidad a la propia religión. La diversión estaba asegurada. Montalbano siguió el programa hasta el final, soltando de vez en cuando sonoras carcajadas. Apagó el televisor y comprobó que la fiebre le había vuelto a subir. Fue a acostarse, pero ni siquiera intentó abrir la novela de Lucarelli. Estaba empezando a notar el doloroso aro alrededor de la cabeza. Apagó la lámpara de la mesilla y, después de dar innumerables vueltas en la cama, el piadoso sueño lo tomó de la mano y se lo llevó consigo.

Abrió los ojos a las tres y media de la madrugada y enseguida advirtió que la fiebre estaba cociéndolo vivo. Pero no sólo la fiebre, sino también un pensamiento que se le había ocurrido antes de quedarse dormido y que lo había acompañado en el sueño impidiéndole descansar debidamente. No, no era un pensamiento, sino más bien una secuencia de imágenes y una pregunta. Le habían vuelto a la mente los gestos del Farola mientras atendía a la niña herida, penetrantes y contenidos, solícitos y distantes a un tiempo, en una palabra, «profesionales»... Ni él mismo habría sabido hacerlos. Y la pregunta se podía resumir de la siguiente manera: ¿quién era realmente el Farola? Fue entonces cuando, en medio del delirio provocado por la enfermedad, la cabeza lo indujo a pensar que si no se medía la fiebre con el termómetro, jamás le bajaría. Se dirigió a la cocina, bebió tres vasos de agua, se vistió de cualquier manera, salió, subió al coche y se puso en marcha. No se daba cuenta de que iba conduciendo en zigzag, pero por suerte pasaban muy pocos vehículos. La primera farmacia seguía estando cerrada; la Farmacia Centrale también, pero un cartelito que había colgado en la persiana metálica invitaba a acudir a la Farmacia Lopresti, cerca de la estación. Soltando maldiciones, volvió a subir al coche. La farmacia se encontraba en la misma manzana que la estación. La persiana estaba bajada, pero dentro había luz. Le dijo al adormilado farmacéutico que quería un termómetro y el hombre regresó al cabo de unos minutos.

—Se han terminado —dijo, y cerró violentamente la ventanilla.

A Montalbano se le hizo en la garganta un nudo de angustia. Se vio perdido: si no se tomaba la temperatura, la fiebre adquiriría carácter crónico. Justo en ese instante vio al Farola, quien, con un saco a la espalda, se acercaba a la taquilla de la estación. Con la rapidez de un relámpago, el comisario comprendió que el vagabundo tenía intención de largarse, de escapar: quería evitar la ceremonia organizada por el alcalde que inevitablemente habría llevado a su identificación, cosa que, cualquiera sabía desde hacía cuánto tiempo, él trataba de evitar.

—¡Doctor! —gritó sin saber por qué razón había llamado con aquel título al vagabundo, pero el impulso le salió de dentro, de lo más profundo de su condición de hombre nacido con instinto de caza.

El Farola se detuvo en seco y se dio lentamente la vuelta mientras Montalbano se le acercaba. Cuando llegó hasta él, el comisario comprendió que aquel viejo que tenía delante estaba aterrorizado.

—No tenga miedo —le dijo.

—Sé quién es usted —replicó el Farola—. Usted es comisario. Y me ha reconocido. Tenga compasión de mí, he pagado mi error y sigo pagándolo. Yo era un médico apreciado y ahora sólo soy un desperdicio humano. Pero, aun así, no soportaría la vergüenza, no podría resistir que la vieja historia volviera a aflorar a la superficie. Tenga compasión de mí y deje que me vaya.

Unas gruesas lágrimas le caían sobre la raída chaqueta.

—No se preocupe, doctor —dijo Montalbano—. No tengo ningún motivo para retenerlo. Pero antes tengo que pedirle un favor.

—¿A mí? —preguntó extrañado el vagabundo.

—Sí, a usted. ¿Puede decirme cuánta fiebre tengo?

Herido de muerte

1

Toda la culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama hasta casi estrangularse con la sábana, no podía ser atribuida en modo alguno a la cena de la víspera, que había sido muy ligera. No, parte de la culpa la tenía probablemente el libro que se había llevado a la cama, el nerviosismo que le habían provocado ciertas páginas insulsas y deslavazadas de aquella novela aclamada por los críticos como una de las cumbres más altas de la literatura mundial de los últimos cincuenta años. El descubrimiento de la cumbre de turno se producía por término medio una vez cada seis meses, y el grito de júbilo solía lanzarlo algún periódico un tanto esnob al que los demás se sumaban de inmediato. Bien mirado, el panorama de la literatura mundial de los últimos cincuenta años se parecía mucho a la cordillera del Himalaya fotografiada desde un satélite. Pero la verdadera culpa, reflexionó, no la tenía el libro. Nada más adormilarse habría podido cerrarlo, arrojarlo al suelo, apagar la luz y santas pascuas. Pero Montalbano estaba mal hecho, tenía un defecto: cuando empezaba a leer algo, cualquier cosa que fuera, un artículo, un ensayo o una novela, era absolutamente incapaz de dejarlo a medias. Tenía que seguir hasta el final.

El timbre del teléfono fue como una liberación. Arrojó el libro contra la pared y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada.

—¿Diga?

—¿Oiga?

—¡Catarè!

¡Dottori!

—¿Qué hay?

—Han disparado.

—¿Contra quién?

—Contra uno.

—¿Ha muerto?

—Sí.

La concisión del espléndido diálogo habría sido digna del ínclito poeta Vittorio Alfieri.

—A ese señor «difungo» que se llamaba Gerlando Piccolo le han pegado un tiro en su casa —añadió prosaicamente Catarella.

—Dame la dirección.

—Es un sitio muy difícil de encontrar, dottori. Pásese por aquí. Gallo conoce el camino.

—¿Has avisado al dottor Augello?

—Lo he intentado, pero no lo he encontrado.

—¿Y Fazio?

—Ya ha ido al escenario del delito.

—Muy bien, voy para allá.

La oscuridad era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. La casa del «difungo», como decía Catarella, estaba en pleno campo, por lo que Montalbano había podido comprender. Las luces de su coche iluminaron el vehículo de servicio de la comisaría, que estaba aparcado delante de la puerta de entrada, abierta de par en par. Entró, seguido por Gallo, en un espacioso salón que servía a un tiempo de sala de estar y comedor. Todo se veía muy pulcro y ordenado. De una de las tres puertas que daban acceso al salón salió Galluzzo con un vaso de agua en la mano. A su espalda, el comisario entrevió una cocina.

—¿Adónde vas?

Galluzzo señaló la puerta que tenía delante.

—A la habitación de la sobrina. ¡Pobrecita! Le he dicho que se tumbe en la cama.

—¿Dónde está Fazio? —Galluzzo indicó por señas la escalera que conducía al piso de arriba—. Tú quédate aquí —le dijo Montalbano a Gallo.

—¿Y qué hago?

—Repasa las tablas de multiplicar.

El dormitorio en el que se había producido el homicidio presentaba un

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