Una insensatez de dibujo animado. Las
formas del nonsense en Viaje olvidado, de
Silvina Ocampo*
Fecha de recepción: 29 de septiembre de 2017
Fecha de aprobación: 15 de enero de 2018
Natalia Biancotto
Resumen
Este trabajo se propone analizar las formas del nonsense en Viaje
olvidado, el primer libro de cuentos de Silvina Ocampo. En estas
narraciones, una radical indiferencia por el sentido conduce a la aparición en el discurso de un mundo disparatado, en el que se ligan
infancia y sinsentido. La superficialidad, la falta de emoción o la
displicencia con que se cuentan determinados sucesos, le imprimen
al relato un giro humorístico por el que la narración se precipita
hacia la lógica del dibujo animado. En cuanto lo inaudito irrumpe,
trastornando la relación con la lengua, el humor marca el paso del
sentido al nonsense.
Palabras clave: Viaje olvidado; Silvina Ocampo; nonsense; infancia, dibujo animado.
Profesora en Instituto de Estudios Críticos en Humanidades
UNR – CONICET. Doctora
en Humanidades y Artes con
mención en Literatura (FHyA,
U.N.R.) y Magíster en Literatura Argentina (FHyA, U.N.R.).
Becaria posdoctoral del CONICET.
biancotto@iech-conicet.gob.ar
* Artículo de reflexión producto
de investigación doctoral.
Citar: Biancotto, N. (enero-junio de 2018). Una insensatez de dibujo animado. Las
formas del nonsense en Viaje olvidado, de Silvina Ocampo. La Palabra, (32), 85–98.
doi: https://doi.org/10.19053/01218530.n32.2018.8166.
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Cartoon-style Foolishness. Nonsense
Forms in Viaje olvidado [Forgotten
Journey] by Silvina Ocampo.
Abstract
This paper analyzes nonsense forms in Viaje olvidado [Forgotten Journey], Silvina Ocampo´s first book.
In these stories, a radical disregard for rational and common sense leads to the appearance of a insane
world in which childhood and nonsense are linked. Certain events are narrated with a superficiality,
lack of emotion and indifference that introduce a humorous twist to the story, bursting into the logic of
cartoon. Humor marks the passage from sense to nonsense, as these unprecedented bursts disrupt the
relationship with language.
Key words: Viaje olvidado; Silvina Ocampo; Nonsense; Childhood; Cartoon.
Un délire de bande désinée. Les formes du
non-sens dans Viaje olvidado [Le voyage
oublié] de Silvina Ocampo.
Resúmè
Dans ce travail nous analyserons les formes du non-sens dans Viaje olvidado, le premier recueil de
nouvelles de Silvina Ocampo. Dans ces récits, l’indifférence radicale à la production de sens permet
l’apparition d’un monde absurde au sein du discours dans lequel l’enfance et le non-sens sont liés. La
superficialité, le manque d’émotion ou l’indifférence avec laquelle certains événements sont racontés, marquent une tournure humoristique dans l’histoire à travers laquelle le récit se précipite vers la
logique de la bande déssinée. Lorsque l’absurde fait irruption il bouleverse la rapport à la langue. L’humour met en évidence le passage du sens au non-sens.
Mots-clés: Viaje olvidado; Silvina Ocampo; enfance; non-sens; bande déssinée.
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Una insensatez de dibujo animado. Las formas del nonsense en Viaje olvidado, de Silvina Ocampo
Natalia Biancotto
A cualquiera que lea los relatos
de Viaje olvidado le sobreviene,
con mayor o menor intensidad,
la sensación de estar ante un
librito de viñetas. A ese mismo lector, cualquiera podría
sobrevenirle también, en algún
momento, la confusa idea de
haberse encontrado con una serie de dibujos, en un libro sin
dibujos. Porque en muchos de
los cuentos la narración asume formas plásticas y trazos
infantiles, cuando no recuerda,
lisa y llanamente, a los dibujos
animados. A esa cualidad “emparentada con los dibujos animados, pero en un territorio que
depende de otra jurisdicción”,
se refirió la reseña de Victoria
Ocampo (1937, pp. 119-120)
–una precisión interesantísima
que extrañamente ninguna de
las lecturas posteriores retomó
para extender, ni siquiera para
interrogar–, en una dirección
que buscaba pensar las implicancias narrativas que se derivan de la peculiaridad con que
en estos cuentos “los personajes
son cosas y las cosas personajes, como en la infancia” (p.
120).
haya comenzado a escribir con
esta pregunta. Aunque nunca
lo comprobaremos (después
de todo, ¿acaso importa?),
saber que Ocampo dibujaba y
que nunca dejó de hacerlo, es
apenas un dato más para sumar
a la contundente evidencia de
la asociación feliz que ocurre
entre la narración y los modos
del dibujo en los relatos de Viaje olvidado.
¿Cómo es narrar con la lógica
de los dibujos animados? Parece
verosímil que una escritora
que se inicia tardíamente en la
literatura, luego de abandonar,
o soslayar, su vocación por
el dibujo –su interés siempre
fue dibujar antes que pintar–,
A la superficialidad, la falta de
emoción o la displicencia con
que se cuentan determinados
sucesos hacia los que uno esperaría un tratamiento “profundo”, remite la reseña de José
Bianco (1937) cuando asocia la
singularidad de estos cuentos,
1
Noemí Ulla (1989) vinculó
ciertos rasgos de estos cuentos
con la pintura impresionista,
al proponer la posibilidad de
que la autora “haya enlazado
sus propias experiencias con
la plástica, anterior a su decisión de escribir” (p. 389)1. Pero,
nos preguntamos algo diferente
cuando decimos «¿cómo es narrar con la lógica de los dibujos?». Nos preguntamos por el
atributo plástico de la narración,
y por el modo en que su plasticidad deviene en, o viene junto
con, una indiferencia por el sentido. Plasticidad e indiferencia
son los avatares de un relato
que esquiva la profundidad del
sentido.
no ya con el dibujo animado,
como Victoria, sino con un pariente cercano: el relato infantil.
Esta atmósfera propicia a la
magia –señala Bianco– surte
efecto desde el primer relato. El lector se habitúa a ella
sin violencia, y poco después
siente el mismo asombro de
los niños ante las peripecias
comunes narradas en los
cuentos, en tanto que los sucesos milagrosos le parecen
el colmo de la naturalidad.
Nada más natural que Eponina abandone la lectura de
“la moda elegante”, suba al
altillo de su casa, encuentre
a su hijo muerto en un baúl,
y murmure abrazada a su sirvienta: “Niño de cuatro años,
vestido de raso de algodón
color encarnado. Esclavina
cubierta de un plegado que
figura como olas ribeteadas
con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color
marrón, verde mirto o carmín.” Nada más natural […]
que Clodomira sienta deseos
de aplaudir y sonría recordando sus primeras angustias
en el circo, cuando sus dos
hijos acróbatas se arrojan
desde un tercer piso y caen
aplastados contra el suelo del
patio: “ahora estaba acostumbrada a esas cosas”. (p. 148).
Que una madre sobreviva a su
hijo es, se suele decir, antinatural. Que una madre presencie la
muerte de su hijo resulta, además de antinatural, el colmo del
horror. Al menos, esto dicta el
Matilde Sánchez (1991), por su parte, anota: “Viaje olvidado es una colección de cuentos de marcado tono impresionista” (p.
13).
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sentido común2. Pero, que una
madre presencie la muerte de su
hijo y, con absoluta naturalidad,
sonría, aplauda o hable de moda
es, a todas luces, el colmo del
disparate. Un sinsentido, algo
que el sentido común no puede entender. Se podrá objetar,
por ejemplo, que Eponina detestaba a sus hijos y que, por lo
tanto, encontrar muerto a uno
de ellos no es, en su caso, necesariamente una desgracia. De
acuerdo, pero de cualquier manera el sinsentido no desaparece: antes bien, se exacerba. Una
madre que detesta a sus hijos
al punto de regocijarse con su
muerte es un planteo que, con
lógica feroz, lleva el disparate
al extremo de lo impensable. Y
sin embargo, se trata justamente
del hijo “al que más había ambicionado subir sobre sus faldas”
(Ocampo, 2005, p. 62).
Si volvemos al punto cero, entendemos que es en la muerte
del hijo donde radica el verdadero sinsentido, y que cualquier
cosa que se haga después, reír,
aplaudir, incluso llorar o desesperarse, no esclarece ningún
sentido. La desgracia pertenece al orden del sinsentido de
la vida. Reír ante la muerte podría ser entonces un modo de
responder al sinsentido con el
sinsentido, lo cual, dicho así,
2
suena estrictamente lógico. La
lógica extrema, que en efecto tiene esa consigna, define la
ética del sinsentido: el ejercicio
de la extravagancia en medio de
la desgracia. Ejercer con desatino el desatino del mundo: nada
más coherente y, por lo tanto,
nada más loco. Lo dice mejor
un poema de Emily Dickinson
(2011): “Much Madness is divinest Sense— / To a discerning
Eye— / Much Sense— the starkest Madness—” (p. 116); en la
traducción de Silvina Ocampo
(2013): “Mucha locura es juicio
divino— / para el ojo más sagaz— / mucho juicio— la más
estricta locura” (p. 125).
¿En qué consiste la locura o
el desatino de los personajes
de Viaje olvidado? ¿Está loca
la narradora de “Cielo de claraboyas” cuando al ver “una
cabeza partida en dos” habla
de flores, moños y soldaditos
(Ocampo, 2005, p. 9)? ¿Qué
clase de locura es la que lleva
a Eponina, de “El retrato mal
hecho”, a ver a su hijo muerto
como un modelito en una revista de costura? ¿Cuál, la que
hace sonreír a Clodomira ante
“el gesto maravilloso” de sus
hijos, “Los funámbulos”, al
dar el “salto glorioso” por el
que caen aplastados contra las
baldosas (p. 83)? ¿Qué loca en-
fermedad afecta al paciente de
“Diorama”, cuando cree ver en
un cuarto vacío a una amante
que lo cuida? ¿Qué falta o qué
exceso de juicio hace que Aurelia, la hija díscola de “La familia Linio Milagro”, se interne
entre las llamas sólo para tocar
el piano “imperturbable en la
noche” (p. 167)?
En una primera aproximación,
lo que opera en estos casos es
un abandono del sentido común,
dada su incompetencia para una
vida que se ha sumido en la
desgracia. Cuando el infortunio
irrumpe, el sentido común ya
no sirve para nada: no se puede seguir viviendo de acuerdo
con sus pautas. El sentido común permite habitar el mundo
de las cosas razonables; resulta
útil siempre que la vida muestre
su cara comprensible, siempre
que el mundo sea mundo. Pero
cuando el infortunio aparece, el
mundo se vuelve inhabitable,
revela su sinrazón, su otra cara
incomprensible. Es decir, se
vuelve real. Con frecuencia esa
otra cara es la de la muerte –lo
otro por excelencia–, pero no es
la única. Cada vez que irrumpe
lo inquietante, en cualquiera de
sus formas –la enemistad de las
cosas, los terribles ojos sueltos
de la muñeca ciega (“Día de
santo”), la enfermedad como
El estudio de Susan Stewart (1989) sobre el nonsense, se fundamenta en una problematización del vínculo entre lo que consideramos «sentido común» y «sinsentido» en el plano del discurso. Stewart considera el sentido común [common sense]
como “una organización del mundo, un modelo de orden, integridad y coherencia lograda en la vida social. Y el sinsentido
[nonsense] es considerado como “una actividad por la que el mundo se desorganiza y reorganiza”. Aclara, además, que no
ve el sentido común “como un terreno estable para el proceso social, sino como una realización continuamente en curso de
ese proceso—los actos del sentido común darán forma a los actos del sinsentido y éstos a su vez darán forma a los actos
del sentido común” (p. vii.) (La traducción es mía).
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Una insensatez de dibujo animado. Las formas del nonsense en Viaje olvidado, de Silvina Ocampo
Natalia Biancotto
extrañeza de la vida (“Diorama”, “El corredor ancho de
sol”)– el mundo amenaza con
caerse del otro lado de la razón. Sobre ese delgado límite
caminan los cuentos de Viaje
olvidado, bordeando la frontera
imposible entre sentido y sinsentido, razón y locura, lenguaje y mudez. De este movimiento
acrobático invisible habla Alejandra Pizarnik (1994), cuando
dice que los cuentos de Silvina
Ocampo se trasladan “al plano
de la realidad sin haberlo dejado nunca” y, al mismo tiempo,
“al plano de la irrealidad sin haberlo dejado nunca” (p. 415).
Sin dejarnos confundir por las
resonancias del término “irrealidad”, por el reenvío que propicia hacia la extranjería de “lo
fantástico”, sabemos que ese
lado “otro” no es más que la
sinrazón de lo real. “También el
mundo trivial permanece reconocible –puntualiza Pizarnik–,
aunque extraño y transfigurado:
de súbito se abre y es otro, o revela lo otro, pero el pasaje de la
frontera es enteramente imperceptible” (p. 415). Despegado
de su sentido habitual, el mundo desnaturalizado conlleva la
desnaturalización del discurso.
Aunque no se trata de una relación de causa-consecuencia,
sino de fenómenos concomitantes: el mundo loco se crea cada
vez que el discurso se enloquece.
La voz de “Cielo de claraboyas” resulta particularmente
elocuente de la aparición en el
discurso de un mundo disparatado. No parece haber modo más
apropiado de comentar este relato que referirse a las imágenes
del mundo “patas arriba” cuando lo que se cuenta es precisamente la breve historia de “una
familia de pies” que alguien ve
“vivir a través de los vidrios” de
la claraboya (Ocampo, 2005, p.
7). Desde luego que, el recurso
al punto de vista y la figura de
la metonimia tiene aquí una importancia insoslayable, pero de
ningún modo se agota en ellos
la extrañeza involucrada en la
construcción de las imágenes ni
en la narración de los hechos.
Es evidente el juego retórico
puesto en marcha al hablar de
serpientes en referencia a los
cables del ascensor, o de “voces
que rebotan como pelotas” (p.
7), o de “pies aureolados como
santos” (p. 7). No obstante, en
medio de esa proliferación de
imágenes intensas aparece, de
pronto, un detalle que nos hace
desconfiar: Celestina en camisón “saltando con un caramelo
guardado en la boca” (p. 8). Si
hasta el momento quedaba claro
que se describía lo ocurrido en
la “casa misteriosa” (p. 7) según
podía percibirlo alguien desde
el hall “con cielo de claraboyas” de la casa de abajo, ¿cómo
supo ese alguien que la nena
cuyos pies veía saltar la cuerda
tenía un caramelo en la boca?
¿Cuánto más imaginó esa voz
narradora? En adelante, sospechamos en ella algún incierto
deseo que, como la tentación
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de esconder un caramelo en su
relato, llevar a contar que un
reloj crece “como un árbol a la
hora de acostarse” (p. 7), o que
la “pollera disfrazada de tía” es
“un diablo negro” con “garras”
y “alas de demonio” (p. 8). Lo
que sucede entonces es la aparición en el lenguaje de un mundo
extravagante, empapado de los
términos del cuento infantil y
del dibujo animado.
Cuando los niños inventan cuentos –dice Benjamin
(1989) sobre los modos de
relación de la sensibilidad
infantil (la que está operando acá, más allá de que sea o
no un niño quien narra) con
las imágenes visuales del relato–, son escenógrafos que
no admiten la censura del
‘sentido’ […] la fantasía del
niño se hunde en sus propios
ensueños… lo hace salir de sí
mismo. (p. 54).
Ese mundo insensato aparece
incluso antes de que se precipiten los acontecimientos que
rodean a “la cabeza muerta”
(Ocampo, 2005, p. 9). Las que
se precipitan son, en rigor, las
imágenes que, como señala Judith Podlubne (2013), ahuecan,
enmudecen el sentido:
Como muchas veces en Silvina Ocampo, aunque con
una estridencia y una proliferación particulares en esta
oportunidad, el torrente tropológico del lenguaje estalla
y arrastra la claridad del sentido hacia el límite de sus posibilidades. La precipitación
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de las imágenes sobreactúa
lo dicho y esa sobreactuación
hueca, que es marca del hundimiento subjetivo de quien
narra, da lugar al retorno de
un resto perdido de infancia,
deja que ese resto se escuche
en el enmudecimiento del
sentido que provoca la coexistencia fugaz e indeterminada del horror y el goce. (p.
102).
Esa coexistencia de horror y
goce provoca una cierta incomodidad que, no en pocas ocasiones, se ha caracterizado en
términos de crueldad (Balderston, 1983). Pero, ¿son en verdad incompatibles las imágenes
felices con el horror? Aun haciendo a un lado la posibilidad,
para nada remota, de encontrar
belleza en las imágenes más terribles, lo que ve la voz narradora es un dibujo sin moral, que
no sabe de las incompatibilidades que censura el buen sentido.
El aluvión de formas radiantes
que estalla “como un trueno
que rompe un vidrio” (Ocampo,
2005, p. 9) se lleva consigo el
sentido y entonces ocurre que:
Despacito fue dibujándose
en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde
florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha
se agrandaba. De una rotura
del vidrio empezaron a caer
anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de
lluvia sobre las baldosas del
patio. (p. 9).
Allí donde, con mayor intensidad que nunca, la narración
acopia superficies sensibles
capturadas por una sensación
ocurre el olvido del sentido, la
suspensión del juicio: la epifanía del dibujo. Porque lo que
maravilla a la voz narradora es
lo que, a través de la transparencia de la claraboya, se dibuja
en el vidrio, la mancha que se
agranda, la forma petrificada de
la gota. Le sobreviene la aprehensión por los colores y las
formas que, según Benjamin
(1989), es propia de la fantasía
infantil (p. 59), y que se interesa más por el brillo que estas
destellan y las resonancias de
sentido que emanan que por
aquello que pasa. Es el momento en el que, como definió
Podlubne (2011), los personajes y las voces narrativas caen
en el “olvido de sí mismos” (p.
290) que les trae un resto perdido de infancia. Ese resto, que
por definición es mudo, puede,
sin embargo, brillar en la superficie de un dibujo nonsensical,
que no dice nada y no sirve para
nada. Ver, como en el famoso
cuadro de Magritte, “soldaditos
de lluvia” en las gotas de sangre que caen del techo no dice
nada sobre la muerte de la nena,
no sirve para entenderla, sencillamente porque no sabe nada
de esa muerte. “Allí donde la
pulsión invade e imprime la
relación con la lengua –escribe
Julia Kristeva–, el humor [da el]
paso del sentido al [non-sens]”
(citado en Pollock, 2003, p. 51).
El disparate estremece la len-
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gua narrativa con el humor que
supone pasar la tragedia por un
tamiz insensato. En ese giro humorístico hacia el sinsentido,
que remonta todos los sentidos
para suspenderlos en la superficie, consiste la lógica del juego
infantil y del dibujo animado.
Los niños son duros y están
alejados del mundo –dice
Benjamin (1989), y a continuación cita a Mynona–: “…
Los pequeños se ríen de todo,
aun de los lados sombríos de
la vida; precisamente, esa
hermosa extensión de la alegría hace que su luz alcance
zonas por lo general privadas
de ella […] Logrados atentados terroristas en miniatura, contra príncipes que se
parten en dos, pero pueden
curarse: grandes tiendas que
sufren incendios, robos y
hurtos,
muñecos-víctimas
que pueden sufrir las muertes
más diversas, y sus correspondientes muñecos-verdugo, con todos los instrumentos especiales, la guillotina y
la horca…” (p. 66).
Así es como se manifiesta lo
otro, inquietante y desatinado,
con humor de dibujo animado.
Quien observa se desentiende del sentido y se aboca, no a
cualquiera de los actos que se
juzgarían coherentes en el testigo de una tragedia (correr a socorrerla, llamar a alguien, desesperarse de alguna manera),
sino a perder el tiempo, a dejarse atravesar por ese hueco en el
tiempo del mundo habitual que
abre la infancia. Perder el tiem-
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Natalia Biancotto
po, perder la coherencia, perder
el sentido, no como acto de la
voluntad, sino como producto
de un deslizamiento imperceptible hacia la pura indiferencia. Si
esa pérdida es inimputable a su
voluntad, ¿será posible amonestarla en nombre de la crueldad?
Ese “perderse en sí mismas”
(Podlubne, 2013) que afecta a
las voces narrativas, se manifiesta como una salida del sentido común, imprevista y fugaz.
Una suerte de súbito regocijo,
una alegría triste que destella
en la superficie, sobre un fondo
de angustia. ¿Tiene algo que ver
este regocijo con el de quien, al
observar cómo tropieza el payaso, ríe sin preocuparse por si
se habrá lastimado? Es precisamente en la despreocupación
del –llamémosle por ahora– «regocijo» que esa indiferencia del
sentido, que de pronto irrumpe,
se parece a la risa: sale, irresistible y repentina, como un espasmo involuntario. Pero, no es
regocijo sino tal vez «arrebato»
la palabra que estamos buscando. La súbita e involuntaria aparición de la falta de razón, de la
insensatez. La fugaz ocurrencia
de un arrebato que deja al personaje indiferente a la razón, al
logos, al lenguaje. ¿Será por eso
que en estos cuentos la infancia
tiene un destino nonsensical?
“¿La voz de quién –se pregunta Podlubne (2011)– vería en
una muerte atroz las imágenes
gozosas de un dibujo y un florecimiento?” (p. 101). Esa voz
es, ciertamente, la del sinsentido en tanto “locura inimputable”, como la llama Sergio
Cueto (2008), y que consiste en
la “salida sin retorno como pura
pérdida de sí” (p. 24). Salirse de
sí para ver desde el otro lado,
donde las cosas no tienen profundidad. La mentada reunión
de crueldad e inocencia solo es
tal a fuerza de indiferencia. En
rigor, lo que ocurre en esa salida
sin retorno no puede juzgarse ni
cruel ni inocente: a ella le compete el desatino de suspender
en el aire todo tipo de juicios.
No hay justificación intelectual
para el gozo insensato de esas
imágenes que brotan como un
instante de gracia en medio de
la desgracia.
Ahora bien, si la respuesta gozosa ante el espectáculo de una
cabeza partida en dos resulta
desconcertante, vale preguntarse también, en cualquier caso,
qué palabra, qué gesto, qué reacción, sería capaz de reflejar o,
al menos, de estar a tono con lo
que acaba de ocurrir. En esa encrucijada irremediable, una voz
infantil traza un dibujo. Narra,
así, el movimiento tenso de la
escena con la inmovilidad y discontinuidad de la viñeta, y, de
alguna manera, insiste en contar
aquello que ocurre en un fuera
del tiempo.
Esa voz hace “gárgaras de risa”,
como dice Ocampo en otro
cuento, y así convierte lo que
no puede ser dicho en dibujo:
una flor, un color, un soldadito
91
de lluvia. El sinsentido irrumpe
entonces con la inocencia, solo
aparente, del dibujo animado.
El grado de irrealidad e insensatez de la escena, se dirime de
acuerdo con la verosimilitud del
dibujo animado, donde lo terrible no deja de ocurrir bajo la
forma hechizante de la imagen.
Lo que no hace más que aumentar, paradójicamente, la convencionalidad del registro discursivo. Quiero decir, esa voz parece
convencionalmente aniñada y
feminizada. Me pregunto si la
sucesión de diminutivos, mezclados con nubes, moños y flores, es lo que lleva, por la fuerza de los estereotipos, a pensar
que posiblemente sea una niña
la dueña de esa voz. Si el poder
de los discursos cristalizados es
aplastante, parece que el peso
más fuerte lo tiene, no obstante, el registro melodramático y
el campo semántico del cuento
de hadas y el relato infantil (de
los dibujos y no). Las “alas de
demonio”, las “garras”, los botines de “diablo” negro, la “voz
negra”, la pollera negra: figuras
del miedo y colores oscuros –el
negro y las sombras– para delinear, prototípicamente, a la
“mala de la película” (la clásica
madrastra malvada, la “institutriz perversa”, [Ocampo, 2005,
p. 8]), en contraste con las nubes
y moños que rodean a Celestina, los colores verdes, la “risa
de pelo suelto” (p. 9) y los pies
desnudos, siempre al compás de
la caja de música. La semblanza
del cuento de hadas y el dibujo
animado opera bajo esas for-
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mas, esos dibujos, esos colores,
sus movimientos y contrastes.
Ellos protagonizan la acción.
Pura plasticidad, chispazos de
luces, colores y sombras, formas blandas y cambiantes: la
narración danza en la sintonía
de los dibujos y no se demora
en juicios, no se sale de la superficie del baile.
Si, apartando los prejuicios, no
podemos afirmar que sea una
niña la que narra, es porque la
narración está a cargo de una
voz sin edad, sin emoción, casi
diríamos, sin humanidad. Una
voz sin atributos, o con los atributos negativos de la infancia:
imprecisión, inseguridad, indeterminación. En relación con
ellos, Jeanne Marie Gagnebin
(2004) define el modo de la
percepción infantil a partir de
“tudo o que a torna, aos olhares
dos adultos, ingênua, crédula,
incompleta e canhestra.” (p. 82)
[“todo lo que la torna, a los ojos
de los adultos, ingenua, crédula, incompleta, torpe.” (Traducción mía)]. Se refiere, además,
a dicha “incompetencia infantil” como “reveladora de uma
verdade que os adultos não podem nem querem ouvir […] e
que é reforçada por uma outra
incapacidade infantil: a de não
entender ‘certo’ as palavras, estes mal-entendidos infantis que
nem sempre são engraçados”
[“reveladora de una verdad que
los adultos no pueden ni quie3
ren oír […] y que es reforzada
por otra incapacidad infantil: la
de no entender correctamente
las palabras, estos mal-entendidos infantiles que no siempre son graciosos”] (p. 82). La
“inhabilidad”, junto con “todo
lo que escapa a la soberanía del
sujeto consciente”, dice Gagnebin, marca “profundamente
al niño que no adquirió la ‘seguridad’ del adulto” (p. 83). En
un sentido muy afín al de estas
afirmaciones, Susan Stewart
(1989) caracteriza al nonsense
como un lenguaje negativo:
Nonsense becomes a negative language, the language
of an experience that does
not count in the eyes of common-sense discourse. Nonsense is an impediment, an
infirmity, to such discourse,
for nonsense confuses the
proper schedule for “time’s
marching on”. Nonsense
wastes our time. It trips us up.
It gets in the way. It makes a
mess of things. (p. 5) [El nonsense se vuelve un lenguaje
negativo, el lenguaje de una
experiencia que no cuenta a
los ojos del discurso del sentido común. El nonsense es
un impedimento, una debilidad, para tal discurso, puesto que el nonsense confunde
el cronograma adecuado de
‘la marcha del tiempo’. El
nonsense nos hace perder el
tiempo. Nos hace tropezar.
Se mete en el camino. Crea
un desorden. (Traducción
mía)
El lenguaje del nonsense es,
para el sentido común, una pérdida de tiempo que, como tal,
irrumpe, igual que el espasmo
involuntario de la risa, cuando
el tiempo y el sentido se ahuecan en indiferencia. Tal vez el
nonsense, el dibujo animado y
el juego infantil se junten en ese
lugar de la inutilidad que es el
de la infancia.
Como lectores, esa narración
insensata nos hace perder el
tiempo, nos hace perder el hilo
de la historia. ¿Qué pasó, a fin
de cuentas, con Celestina? Si a
la voz que narra esto le es indiferente, ¿por qué no intentar
leer en la clave de la indiferencia? Como afirma Jacques Lacan a propósito de Lewis Carroll, la estructura es la que domina
la historia3. Esta última permanece indefinida, como se constata, por ejemplo, en el “¡Voy
a matarte!” (Ocampo, 2005, p.
9) que grita la voz negra: ¿es
en verdad una amenaza asesina
o simplemente un lugar común
del enojo, de esos que usamos
livianamente, confiados en el
valor retórico que el discurso
cotidiano le atribuye? Asimismo, ¿a qué atribuir, junto a la
pollera que vuela en torno de la
cabeza muerta, la presencia de
“un fierro [que] golpeaba con
ritmo de saltar a la cuerda” (p.
9)? No se nos dice quién lo golpea (¿será la “institutriz perversa”?), ni adónde ni contra qué.
En su “Homenaje a Lewis Carroll”, Lacan escribe: “la historia es dominante, pero no es la única dimensión: la estructura la
domina. Se hacen mejores críticas literarias cuando se sabe eso.” (1966).
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Una insensatez de dibujo animado. Las formas del nonsense en Viaje olvidado, de Silvina Ocampo
Natalia Biancotto
La estructura del relato impone,
por sobre la historia, la fuerza
de la incompletud y la impasibilidad. Lo que falla, lo que está
dislocado, lo que no encuentra
su lugar propio es el sentido común. Pero eso no significa subversión: no es una inversión ni
voluntaria, ni provocadora, ni
irónica del sentido. Se trata de
permanecer en la superficie del
sentido, de permanecer indiferente a la profundidad. De percibir las situaciones sin hacerlas
pasar por la “luz” de la razón,
que las organizaría, les conferiría coherencia, las llenaría de
relaciones de causas y consecuencias. O bien: la tía le pegó
con el florero, en consecuencia
está muerta; por ende: la tía la
mató4. O bien: la nena se cayó
mientras jugaba, a causa de la
caída se golpeó la cabeza, y el
golpe le ocasionó la muerte.
El personaje, sin edad, habla
de lo que ve sin hacer conexiones causales, sin pensar en las
consecuencias de lo ocurrido,
sin atender a las implicancias:
como si fuera un habla sin razón, como si no tuviera o no
prestara atención al logos ordenador, un habla imposible, en
definitiva, tan imposible como
pensar en un habla infantil, el
habla del que no habla. Pero la
que no habla allí es la razón: ha-
4
5
bla la sin-razón, el sin-logos, el
sin-sentido.5
Celestina muere pero, al final,
queda de ella la viñeta que la
congela para siempre en un instante de gracia:
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los
árboles de la plaza, alrededor
de la estatua de San Martín.
Tenía un vestido marinero y
un miedo horrible de morirse
al cruzar las calles. (Ocampo,
2005, p. 9).
En cierto modo, no puede morir. De acuerdo con la impasibilidad y el afán de reiteración
de esa imagen final, al menos,
no le es dado morir. Repitiendo
movimientos circulares (“alrededor de la estatua de San Martín”) al compás de los acordes
de Les Cloches de Corneville,
que son los de las viejas cajas
musicales, el dibujo final de Celestina queda superpuesto a su
última imagen previa al desastre: “Los pies desnudos saltaban
siempre sobre la cuerda ovalada
bailando mientras cantaba una
caja de música con una muñeca encima” (p. 8). Celestina
se muñequiza y queda girando eternamente imperturbable,
como la bailarina sobre la caja
de música. En el final, triunfa la
repetición de la inutilidad, que
es la ley común al juego, a la
infancia y al dibujo animado.
Benjamin (1989) se refiere a
esta “gran ley” que,
[…] por encima de todas las
reglas y ritmos aislados, rige
sobre el conjunto del mundo de los juegos: la ley de
la repetición. Sabemos que
para el niño esto es el alma
del juego, que nada lo hace
más feliz que el “otra vez”.
El oscuro afán de reiteración
no es menos poderoso ni menos astuto en el juego, que el
impulso sexual en el amor.
No es vano creía Freud haber descubierto en él un “más
allá del principio del placer”.
En efecto, toda vivencia profunda busca insaciablemente,
hasta el final, repetición y
retorno, busca el restablecimiento de la situación primitiva en la cual se originó. […]
no han de ser dos veces, sino
una y otra vez, cien, mil veces. Esto no sólo es la manera de reelaborar experiencias
primitivamente terroríficas
mediante el embotamiento,
la provocación traviesa, la
parodia, sino también la de
gozar una y otra vez, y del
modo más intenso, de triunfos y victorias. El adulto libera su corazón del temor y
disfruta nuevamente de su
dicha, cuando habla de ellos.
El niño los recrea, vuelve a
empezar. La esencia del ju-
Otra perspectiva de lectura, como la de Graciela Tomassini (1995), anula toda vacilación e interpreta, no solo que se trata
de “un crimen: la victimización de una niña por su tía”, sino que además establece las razones que movilizarían a la tía en
tanto victimaria: “exasperada por el alboroto de los juegos o por una presunta desobediencia” (p. 33).
En relación con la infancia como una de las formas de la insensatez, Pollock (2003) anota que el término “insania” en latín
designaba “toda forma de insensatez” y se aplicaba “tanto al hombre maduro, esclavo de sus pasiones y lleno de vicios,
como al infante, infans (‘el que no habla’).” (p. 22).
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gar no es un “hacer de cuenta
que…”, sino un “hacer una y
otra vez”, la transformación
de la vivencia más emocionante en un hábito”. (pp. 7879).
En estos cuentos no solo es la
ley del “una y otra vez” la que
vincula al juego con el dibujo
animado, sino además el paso
de la desgracia al humor por la
vía del disparate.
La alegría singular que se desprende de estos relatos, es la
que nace del irremediable fracaso, una alegría que no puede
sino levantarse sobre un fondo
de angustia. La lógica que los
emparenta con el juego y con el
dibujo animado, es aquella por
la que recrean una y otra vez el
“radical fracaso en que consiste
lo cómico y en que consiste la
vida” (Foix, 1965, p. 45). El humor de las expectativas frustradas es el del extravagante, el de
aquel que sigue su camino con
humildad, en el ejercicio de la
paciencia, con el fracaso a cuestas. Si los personajes de estos
cuentos son inocentes, lo son
únicamente en el sentido en que
Carlos Foix dice que “sin inocencia no hay comicidad; para
ello es preciso buena fe, ánimo
ingenuo, cierta pueril confianza,
credulidad, inagotable esperanza” (p. 48). En la inagotable esperanza que nace del fracaso se
dirime el carácter ingenuo o hu-
6
milde, por lo tanto, humorístico, de estos seres extravagantes.
Ese destino nonsensical como
ejercicio de la extravagancia en
medio de la desgracia los vuelve de algún modo más reales, si
entendemos la forma cómica de
la vida como una sucesión de
“esperanzas seguidas de cerca
o de lejos por la frustración”,
como “una cadena de expectativas que concluyen en nada (en
la nada cómica)” (Foix, 1965,
p. 44). Por eso es que la tragedia no los lleva a hundirse en la
profundidad del sentido sino a
remontar el fracaso con humor,
con desatino: habitan el sinsentido que les depara la desgracia en el extremo de la locura.
Como haciendo de la desgracia
un juego, no ven en la muerte
más que una nada cómica, de
la que siempre nace una nueva
actualización de la esperanza:
volver a hacer una y otra vez la
gracia. Como un niño que inventa historias con sus juguetes,
como en los dibujos animados,
la muerte nunca es el final: el
juego continúa. No importa lo
que pasa, lo que interesa es la
continuidad del relato, así esto
signifique que los personajes se
vuelvan muñecos.
En el final que no es el fin, Celestina sigue dando vueltas al
compás de la música; Clodomira sigue planchando en tanto sus
hijos, que ahora son muñecos,
podrán lanzarse una y otra vez
por la ventana; Eponina juega
a vestir a su hijo-muñeco según recomiendan las revistas de
moda (¿no hay ya en esos nombres un sesgo de irrealidad, una
impronta de humor, una huella
del juguete?6). Como si dijeran:
la vida (cómica) sigue. «¡Qué
risa!» podría ser, como en el relato “El vestido de terciopelo”,
de La furia y otros cuentos, el
latiguillo final de cada una de
ellas, semejante al «eso es todo,
amigos» de aquellos dibujitos
animados: una frase que, sin decir nada, junta un destello de felicidad con una cierta angustia,
la esencial mezcla de desazón
y alegría que anuncia el final,
cada vez que el pretendido cierre no es otra cosa que la promesa de un recomienzo. ¿No tiene
acaso nuestra vida la forma de
ese «todo» del dibujo animado,
esa actualización permanente
de una espera y un fracaso que,
indefectiblemente, no dejará de
hacernos reír?
Ese «qué risa» no es el de la
diversión; acarrea un cierto sabor amargo, una cierta resignación o impavidez: un modo de
abrazar un destino que no puede
sino ser humorístico, a fuerza
de fracaso.
La muñeca cifra la impasibilidad sin emoción que caracteriza al relato. Habría que leer esa
indiferencia del sentido según
Desde una perspectiva diferente sobre el humor, Noemí Ulla (1989) –entre otros– se refirió al carácter chistoso, irónico o
paródico de los nombres en Silvina Ocampo (p. 391).
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la consigna de no buscar, ni encontrar, sólo perder el sentido.
Signo de una salida extrema,
la muñequización condensa el
acto involuntario de perderse
en el instante de gracia: salida
del sentido, salida del tiempo,
salida de la humanidad. La coda
cristaliza en un dibujo perpetuo
el perder, sólo perder como destino del cuento-viñeta. Abandonado por el tiempo, el instante
de gracia es el de la pura pérdida, donde nada pasa, más que el
puro pasar de la muñeca sobre
la caja de música.
A la pregunta por la insensatez
de la aparición de un dibujo risueño junto a la trágica muerte
de la nena, se añade ahora esta
otra: ¿cómo es posible que de
Celestina perdure la imagen, en
apariencia feliz, de la muñeca y
su danza? La gracia por la que
las formas se vuelven plásticas
hace que en esas imágenes destelle, aún en medio de la desgracia, una alegría singular. El
estremecimiento sin emoción
que afecta a los cuentos de Viaje olvidado se define bien según
la fórmula que usa Lacan para
hablar de lo que ocurre en la
obra de Carroll: “Allí se discierne –dice– que sin valerse
de ninguna perturbación, puede
producirse malestar, pero que
de este malestar se desprende
una alegría singular” (1966).
Tanto el dibujo de los moños,
florecimientos y soldaditos,
como el del mero estar ahí, imperturbable, de la muñeca, producen un efecto de inquietud
por el que no sin incomodidad
uno llamaría a estas: «imágenes
felices». En todo caso, no se
trata de una alegría cualquiera;
si se desprende de ellas, es innegable, un cierto brillo, también arrastran una densidad incómoda: una alegría singular,
que es como decir, una alegría
inquietante. En la superficie de
la insensatez, desentendido de
la razón, destella un dibujo, un
color, una forma, con la gracia
del sinsentido.
Los personajes y las voces de
Viaje olvidado, sustraídos del
sentido y de sí mismos, ven el
mundo de cabeza y juegan con
sus formas como con una plastilina. Así es como su «alegría
singular» es la de la sinrazón, la
locura de hacer con la desgracia
un juego. Así, sin perturbación,
sin emoción, miran las madres
a sus hijos muertos como si
fueran muñecos de trapo. De la
caída de sus hijos por la ventana, Clodomira ve la plasticidad
del salto acrobático, lo mismo
que si viera papelitos de colores
tirados al viento, pero no ve su
humanidad a punto de estrellarse contra el suelo.
Un día no sentían ya el frío
de la tarde sobre los brazos
desnudos. Parados en el borde de una ventana del tercer
piso, dieron un salto glorioso y envueltos en un saludo
cayeron aplastados contra las
baldosas del patio. Clodomira, que estaba planchando
en el cuarto de al lado, vio
el gesto maravilloso y sintió,
95
con una sonrisa, que de todas
las ventanas se asomaban
millones de gritos y de brazos aplaudiendo, pero siguió
planchando. (Ocampo, 2005,
pp. 83-84).
Esa salida del ser, del sentido,
los congela en un instante de
gracia que les confiere un atributo plástico. «Volverse otros»
es aquí volverse muñecos, por
obra del traslado sin movimiento hacia el lado de lo imposible,
que de pronto se torna lo real.
Asimismo, el hijo de Eponina
se vuelve un muñeco vestido de
raso, guardado en un cajón:
Eponina abrió el cajón y vio
a su hijo muerto, al que más
había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba
dormido sobre el pecho de
uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de
horror en el umbral de la
puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando
por la policía. Habían oído
todo, habían visto todo; los
que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de
horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de
Eponina se movían en una
lenta ebullición: “Niño de
cuatro años vestido de raso
de algodón color encarnado…”. (pp. 62-63).
En el instante en el que les sobreviene la desgracia, los personajes se salen de sí al extremo
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de volverse criaturas sin humanidad, sin edad, sin emoción,
aunque conserven todavía su
semejanza con las personas de
carne y hueso. Con frecuencia,
en los cuentos de Silvina Ocampo –y no sólo los de Viaje olvidado– hay muñecos que cobran
vida y personas que parecen
muñecos. Además de Celestina,
que se vuelve muñeca de cajita
musical y del hijo de Eponina,
vuelto muñeco de raso; la protagonista de “Paisaje de trapecios”, Charlotte, es descripta
como una muñeca de trapo,
de piel rosada, brazos de algodón y cuerpo endeble, siempre
cayéndose (que parece cobrar
vida momentáneamente cuando alguien se enamora de ella);
la nena Fulgencia, de “Día de
santo”, es perseguida por una
muñeca sin ojos; el nene de “El
vendedor de estatuas”, Tirso,
recuerda a un muñeco maldito
que atormenta al hombre de las
estatuas; el enfermo de “Diorama” “juega” a que una mujer
inexistente lo cuida, y se dirige
a ella como a una muñeca invisible. En los muñecos se cifra
el encuentro de persona y cosa:
son cosas que parecen personas.
La muñequización de los personajes cifra el gesto por el que la
narración se precipita hacia la
lógica del dibujo animado. Es
que su «locura inimputable» reside en el dibujo, en el modo en
que pintan de gracia la desgracia para sacarla de quicio. Ese
dibujo es indiferente al sentido:
ven la gracia de la imagen, sin
preocuparse por el sentido. Tal
ecuación parece jugar a invertir
aquel chiste de Carroll: “cuida
del sentido, y el sonido se cuidará de sí mismo” (en el capítulo VI de Alicia en el país…).
Se trataría, en estos cuentos de
Ocampo, de atender al dibujo,
a la superficie, y dejar el sentido librado a sí mismo. “Ni
el texto ni la intriga recurren a
resonancias de significaciones
llamadas profundas. No se evoca allí ni génesis, ni tragedia, ni
destino –reflexiona Lacan sobre
el nonsense de Carroll, aunque
bien podría pensarse lo mismo
sobre estos cuentos de Ocampo,
y luego se pregunta–, entonces
¿cómo esta obra hace tanta mella?” (1966). De los relatos que
nos ocupan, hace mella el mero
despropósito nunca escindido
de la potencia de las imágenes,
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la salida hacia lo real por obra
del dibujo. Luego de arriesgar
que Carroll anticipa las tiras de
historietas, Lacan (1966) afirma:
De las imágenes, se hace un
puro juego de combinaciones, pero, ¿qué efectos de
vértigo se logran entonces?
Combinaciones en las que se
traza el plano de todo tipo de
dimensiones virtuales, pero
que son aquellas que dan acceso a la realidad, finalmente
la más segura, la de lo imposible que de pronto se vuelve
familiar.
¿Cómo acceder a la sinrazón
de lo real, al sentido sin juicio,
sin moral? En el instante en que
la vida se torna una cuerda floja, habitar el mundo equivale,
irremediablemente, a hacerse
funámbulo. Esto es, volverse
ajeno al sentido y residir sobre
la superficie de las cosas como
sobre una cuerda floja. Salirse
de sí (del sentido) para ocuparse
en la pirueta y habitar la plasticidad de las formas: el hacer
una y otra vez del juego.
Una insensatez de dibujo animado. Las formas del nonsense en Viaje olvidado, de Silvina Ocampo
Natalia Biancotto
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