SÓCRATES1
Hacia principios del siglo iv a. C, Platón escribe la Apología de Sócrates, un discurso sencillo y lleno de
orgullo en el que trata de defender a su maestro de las acusaciones de impiedad y corrupción a la
juventud que amenazan con condenarlo a muerte. Estamos en el año 399 a. C, en la ciudad de Atenas.
Sócrates se defiende, sin rodeos ni artificios, dispuesto a decir la verdad y a exponer su inocencia ante
el tribunal formado por los ciudadanos. Ahora ya no se representa ninguna comedia. El filósofo se ha
hecho insoportable en un grado máximo y se le debe castigar con la muerte. Hace tiempo que le tienen
ganas a Sócrates: por fin va a ser juzgado, por fin han encontrado la excusa perfecta... Se dice que es un
sabiondo, un maestro de la oratoria, un experto en el dominio del lenguaje, capaz de conocer los
múltiples significados de las palabras, de destacarlas y ocultarlas en un juego cuyas reglas maneja a la
perfección. Se comporta como el líder de una secta, persuade en pro de su propio interés, se aprovecha
de los jóvenes... En Las nubes, Aristófanes podía aún ridiculizar al filósofo porque no se lo tomaba en
serio. Pero el Sócrates que nos describe Platón se ha convertido en un personaje peligroso para el orden
de la ciudad. (...)
Pero ¿qué es lo que hace Sócrates para suscitar esta reacción tan airada? Sócrates molesta porque
pregunta, pero no acerca de las cosas del cielo, sino sobre las cosas de la ciudad. Pone así de manifiesto
hasta qué punto nuestras convicciones son contradictorias y nuestras creencias, insostenibles. Con
Sócrates al lado, todas esas opiniones que creemos tener bien arraigadas se desvanecen con sólo
ponerlas en duda. Su pasión por la pregunta nos deja inermes, desposeídos de nuestros puntos cardinales,
sin anclas ni rumbo. Eso es lo que hace Sócrates cuando se pone a interrogarnos: nos hace pasar por el
duro trance de perder nuestras certezas más firmes, como si nos arrebatasen todo lo que nos proporciona
seguridad. No es extraño que la relación entre el filósofo y la ciudad se haya tensado. Sócrates no se
limita a aceptar las cosas como son: es un tipo irritante que no deja de preguntar y de ponernos en
evidencia. Se comporta de la única manera que sabe. Así lo cuenta Platón en la Apología:
En efecto, atenienses, yo he adquirido el renombre de sabio por una razón distinta a la que se me atribuye. De mi sabiduría, si
hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Una vez Querefonte estuvo allí y tuvo la audacia
de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. Apolo le respondió que nadie era más sabio. Así pues, tras oír yo estas
palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco
ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente, no le es lícito». Y durante mucho
tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la
idea de que, si en alguna parte era posible, allí demostraría que el oráculo no era verdadero. Ahora bien, cuando lo hice,
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Carrasco, Nemrod. Viaje al centro de la filosofía. Ed. Ediciones Paidos.
experimenté lo siguiente: me pareció que otros muchos atenienses creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él
mismo, pero no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me
gané la enemistad de él y de muchos de los presentes.
Apolo le dijo a Sócrates que era el hombre más sabio de la ciudad. Aunque en ningún momento se
plantea la posibilidad de que el dios mienta, nada resulta más oscuro que sus palabras. De ahí que, para
Sócrates, el único modo de descifrar el mensaje de Apolo sea el de confrontar su propia sabiduría con la de
quienes, en un aspecto u otro, son reconocidos como sabios por la ciudad. Si Sócrates quiere saber si es
sabio, tiene que interrogar a los que supuestamente saben. De entrada, resulta obvio que muchos
atenienses saben más que Sócrates: hay artesanos que dominan con maestría su oficio, poetas que
disponen de una extraordinaria capacidad lírica, políticos sumamente hábiles en dirigir los asuntos de la
ciudad. Muchos de ellos se creen sabios. Ahora bien, todo eso que dicen saber, ¿tiene algo que ver con la
sabiduría?
Esto es precisamente lo que va descubriendo Sócrates. A medida que pregunta a los artesanos, a los
poetas y a los políticos, se da cuenta de que aquellos que se creen más sabios, no lo son. Y al mismo
tiempo, parece comprender mejor el mensaje de Apolo: en el fondo, los sabiondos son ellos. Esos hombres
se las dan de sabios, pero jamás se han preguntado qué significa saber. No tienen idea de lo que hablan
cuando dicen que saben; en cambio, Sócrates dice: «Sólo sé que no sé nada». Esto es lo que diferencia
la sabiduría de Sócrates de la del resto de los ciudadanos, lo que hace que se describa una y otra vez
como «ignorante», recordando en todo momento que el único conocimiento que le caracteriza es su
propia ignorancia. (…)
Lejos de impartir un conocimiento verdadero, la interrogación socrática nos enfrenta con la incoherencia
de nuestros propios saberes, cuestiona aquellas creencias compartidas que usamos cada día sin pensar y
sacude todas nuestras contradicciones hasta el punto de hacernos estremecer. Como un tábano para una
manada de caballos poderosa pero indolente, así es Sócrates para la ciudad:
En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en
la ciudad por el dios como un tábano a un caballo que, aunque grande y noble pero un poco lento por su tamaño, necesita ser
despertado con aguijón. Según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad para una función semejante, y como tal,
despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, me posaré en todas partes durante todo el día.
Sócrates ataca a los que creen que saben y lo hace sin ofrecer a cambio ninguna creencia u opinión
alternativa. No puede descartarse que esta sea una de las principales razones por las cuales Sócrates no
dejó en vida ningún escrito. Al fin y al cabo, Sócrates no tiene nada que explicar, no tiene teorías que
presentar. Es el tábano que arroja sobre la ciudad la manzana de la discordia. Su aguijón provoca el
estallido de una ira salvaje. Pero también puede despertar a la ciudad de su largo letargo, del
embotamiento en que se encuentra sumida, y envolverla en ese deseo tan irresistible y acuciante por
volver a alcanzar la sabiduría.
Lo que Platón nos enseña con el símil del tábano es que las cosas no son tan simples. La filosofía
puede ser una cuestión de amor o de ira. No hay modo alguno de resolver esa ambivalencia. Su carácter
puramente destructivo convierte a Sócrates en el mejor amante de la ciudad, pero también en su peor
rival. Al filósofo se le ama o se le odia hasta la muerte. Para la mayoría de sus conciudadanos, Sócrates
era una dificultad que debían eliminar. Optaron por la vía más directa y lo condenaron a muerte. El famoso
pozo del que nos hablaron Esopo y Platón se ha convertido en una fosa. No deja de ser triste que, sólo
después de la muerte de Sócrates, algunos de sus amigos y seguidores inventasen un nombre en el
que albergar lo que había significado su figura. La ciudad podía matar a Sócrates, pero algo había nacido
con él y ya no iba a morir. A eso le dieron el nombre de filosofía.
LA REPÚBLICA: LA SALIDA DE LA CAVERNA
Como era previsible, la condena a muerte de Sócrates constituyó, a juicio de Platón, un escándalo
supremo para los propios atenienses. Ver morir al hombre más sabio por orden de aquellos que se
hacían pasar por sabios supuso un duro golpe para su joven discípulo. Podría haberlo interpretado como
una señal de que, en adelante, la filosofía deberá alejarse de la ciudad y dedicarse nuevamente a mirar
los cielos, tratando de adoptar una posición que resulte lo más contemplativa y menos incómoda posible. No
deja de ser irónico que Platón extraiga la lección radicalmente opuesta: si la filosofía quiere seguir haciendo
lo que hace, no puede prescindir de la ciudad. Esto es lo que Platón escenifica en el libro Vil de La
república, mediante la famosa alegoría de la caverna. Un mito decisivo por dos rasgos esenciales.
Primero, porque nos permite ver el modo en que Platón funda la teoría de los dos mundos; y segundo,
porque descubrimos que la actividad del filósofo sólo tiene sentido en la ciudad.
En este mito, Sócrates comienza describiéndonos a unos «extraños prisioneros» que son «parecidos
a nosotros». Desde su infancia, están encadenados en el interior de una caverna oscura y miran al frente,
sin poder volver la cabeza. A su espalda, bien lejos, arde un fuego que hace de proyector luminoso. Lo
que están obligados a mirar en la pared de la caverna es una proyección. Como si estuviéramos en una
sala de cine, los prisioneros son los espectadores de una película que toman por la realidad. Estos
habitantes subterráneos, en el relato de Platón, no parecen preguntarse jamás de dónde vienen las
imágenes, cómo se forman, por qué están allí y se ven obligados a mirarlas. No tienen necesidad de saber
dónde se encuentra la verdad. Ahora bien, en un momento dado, uno de esos prisioneros es desatado.
Sin saber muy bien adonde dirigirse, logra encontrar la salida de la caverna y subir hacia el exterior. Una
vez fuera, un sol cegador le deslumhra completamente. Cuando sus ojos logran acostumbrarse a la luz,
contempla las realidades (y no sólo su reflejo sobre una pared) y así descubre que lo que hasta entonces
había conocido no eran más que simples sombras.
En este primer momento del mito, el de la ascensión, Platón da a entender que este mundo en el que
estamos es el reflejo de otro, mucho más real. Para comprender qué quiere decir Platón con el mundo
de las ideas, podemos partir de la geometría. Cuando pensamos en un círculo, por ejemplo, no
necesitamos saber si es azul o rojo, de qué material está compuesto o sobre qué superficie se ha
representado. Lo único que importa ahí es la idea de círculo, tener la forma perfectamente clara y
delimitada que podamos asociar a cualquier círculo: en este caso, una curva plana, cerrada, cuyos puntos
son equidistantes al centro. Es evidente que esa idea no podemos verla con nuestros ojos. Pero si
logramos percibir cosas circulares es porque vemos en ellas una correspondencia con esta «forma» de la
que tenemos conocimiento (hay que recordar que para un griego «forma» se designa con la palabra eidos,
vocablo del que se deriva justamente lo que hoy llamamos «idea»).
Cuando en geometría hablamos de círculos, lo habitual es que tengamos en mente una cierta forma y que
la definición de círculo sea lo más clara posible para todos. Pues bien, lo que nos dice Platón es que
debemos conseguir una certeza similar cuando hablamos del resto de las ideas. Lo que ocurre con el
círculo tiene que poder extrapolarse a las ideas de belleza, de valor o de justicia. Para ello, es preciso un
cambio de actitud, una auténtica conversión de la mirada. En nuestra vida cotidiana podemos percibir
cuerpos bellos, comportamientos valerosos o decisiones justas. Pero lo que habitualmente pasamos por
alto es que detrás de esos cuerpos bellos y esas acciones valerosas o justas se encuentra una idea (la
belleza, la valentía, la justicia) y, lo que es más importante, solemos olvidar que para poder discernir qué
cuerpos son bellos o qué acciones son valerosas o justas, es necesario saber previamente en qué consiste
la belleza, el valor o la justicia. Si no conociéramos de antemano esas ideas-forma, difícilmente podríamos
hallar en esos cuerpos concretos o en esas acciones reales las cualidades que les atribuimos.
EL REGRESO AL REINO DE LAS SOMBRAS
El ascenso al mundo de las ideas es extraordinariamente duro y repleto de penalidades. Sin embargo,
una vez que el filósofo se ha acostumbrado a él, debe volver a bajar a la caverna. Es un retorno no
deseable porque sabe que lo de abajo es mentira y que los prisioneros no saben de lo que hablan. Para
el filósofo, supone abandonar un lugar en el que las almas «tienden a permanecer siempre en las
alturas», cuando ya se han habituado a vivir en compañía de la verdad. Además, el regreso no está
exento de riesgos: nada impide que al filósofo lo tomen por loco y sea castigado por la ciudad. ¿Por qué
dejar entonces la vida contemplativa y embarcarse en un regreso incierto que no le importa a nadie? ¿Por
qué abandonar la teoría, la pura visión de lo que es, para adentrarse de nuevo en las tinieblas de la
caverna, en el mundo de la opinión? No hay ningún motivo para emprender la vuelta a la prisión. Y, pese a
todo, el filósofo sabe que hay que bajar y sospecha que debe hacerlo por razones semejantes a las que le
empujaron a subir.
Uno por uno, como dice Platón, tienen que bajar a la morada de los demás. No es en el monte de las
ideas donde hay que situar el observatorio filosófico. Hay que volver a situarlo en el centro mismo de la
ciudad, en el agora, el mercado. Hay que azuzar a los que creen que saben, hacerles ver que no tienen
ni idea de aquello de lo que hablan. Hay que repetir el gesto de Sócrates, pero sabiendo ahora que
detrás de las opiniones, de las creencias infundadas, de los saberes ficticios, se perfila otro mundo que
está por descubrir y al que hay que encaminarse. El filósofo no puede enseñarle a la ciudad qué es la
verdad. A lo sumo, puede hacerla consciente de su propia ignorancia. La antorcha que porta el filósofo es
radiante. Algunos de sus seguidores creen que la lleva para iluminarlos a ellos y obligarlos a compartir su
viaje; muchos de sus detractores sospechan que lo hace para confundir a la ciudad. Sin embargo, la
verdadera tarea del filósofo no es acceder a los lugares iluminados, ni a los que están excesivamente
alumbrados: lo suyo es iluminar la ciudad. Este es el único modo de hacer que la ciudad pueda pensar las
sombras y de esta manera «viva a la luz del día, y no entre sueños, como viven ahora». El trayecto
filosófico no acaba en el monte de las ideas, sino en la caverna iluminada.