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Los Bienaventurados - Maria Zambrano

Este documento presenta un resumen de tres oraciones o menos del libro "Los bienaventurados" de María Zambrano. El documento critica la racionalidad imperante en Occidente por inhibir la visión y la pasividad. También argumenta que la poesía es el único medio para recordar el orden sagrado que toca a los sentidos. Finalmente, señala que la simplicidad de los bienaventurados es lo que puede dar cuenta de la vida simple que ha quedado lejos para los modernos.
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Los Bienaventurados - Maria Zambrano

Este documento presenta un resumen de tres oraciones o menos del libro "Los bienaventurados" de María Zambrano. El documento critica la racionalidad imperante en Occidente por inhibir la visión y la pasividad. También argumenta que la poesía es el único medio para recordar el orden sagrado que toca a los sentidos. Finalmente, señala que la simplicidad de los bienaventurados es lo que puede dar cuenta de la vida simple que ha quedado lejos para los modernos.
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Este breve libro, soportando aun la cruz de la filosofía, compone en

sus fragmentos las islas de un logos sumergido, territorios


entresacados de los oscuros lugares ocultos al implacable imperio
de la razón discursiva. Más allá de la identidad de ser y pensar, más
allá de la filosofía, Zambrano establece un nuevo diálogo entre el
gnosticismo, la razón occidental y la poesía. De la vida a la muerte,
tejiendo sus confines, la «visión», ese otro modo de conocer,
descubre las prodigiosas heridas a través de las que el ser se abre y
revela.
Quizás en ninguna otra obra de Zambrano se aborden con mayor
penetración y belleza las raíces de la conciencia y su inhibición
frente al alma vegetativa librada a sí misma, a la materia suelta, a la
exasperación que ello conlleva de la humana esperanza… Este
libro, lejos de propiciar un decálogo de la felicidad, adentra,
interioriza, el desierto en el alma, y aguza el oído, y es también
propedéutico, para bien aprender a ser movido por y en la luz.
María Zambrano

Los bienaventurados
ePub r1.0
Titivillus 09.10.2021
Título original: Los bienaventurados
María Zambrano, 2004
 
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
A la Fundación que lleva mi nombre, que me permite
tiempo y para este mi escribir.
Introducción

Desde siempre, lo que se percibe por la visión y el haberla han sido


tenidos por máximamente sospechosos en el reino de la religión y
más todavía en el del pensamiento. Pues que la razón imperante en
este nuestro Occidente ha reproducido, y aun agravado, las
condenas de la religión. Nada más riguroso que el «imperativo
categórico» kantiano. Y si no más riguroso, más renunciador aún es
el positivismo en todas sus formas y naturalmente en la más
extrema: el método fenomenológico. El ascetismo filosófico, al
menos en su línea oficial, supera sin duda las condenas
intelectuales impuestas por el tribunal correspondiente —cuyo
nombre se resiste a pasar a esta página— de la Religión imperante.
Se entiende, naturalmente, que los medios de coacción dimanados
de la filosofía sólo tienen imperio allí donde nadie se atreve a mirar
cara a cara a la verdad que se le acerca o le llama, sin renegar ni
tan siquiera renunciar a la filosofía misma, a su imperecedera
tradición y a ese voto de pobreza virginal que la ha mantenido,
aunque a veces se enmascare tras el rigor, la nitidez y la claridad
que exige implacablemente y sobre todo en su manifestación
congénitamente profesoral en este Occidente.
Visión es imaginación o, aún peor, fantasía; y es en el sujeto en
quien se da la confusión en el doble sentido de serlo por sí misma y
de confusión entre el ver y el pensar, irrupción más bien, diríamos,
del ver en el pensar. Confusión en el primer sentido, es decir, en sí
misma, por arrastrar una carga de sensualidad, aunque el
sensualismo filosófico poca visión ha tenido o ninguna. El
sensualismo, ya desde los epicúreos en Grecia, renuncia
paradójicamente a la visión. Sólo el poeta Lucrecio transgredió los
límites filosóficos y nos dejó indeleble la visión del mundo, sólo él
nos ha ofrecido la danza en la ceguedad del sentido de los átomos.
Inevitablemente, tras del largo período racionalista había de
surgir en la filosofía el modo de abrazar y no de reducir la unidad al
conocimiento que nunca se ha dejado de apetecer, el conocimiento
poético en que la imaginación y el sentido íntimo tienen colaboración
y alimento. Durante la Edad Media la filosofía escolástica pudo
prescindir de él, teniendo al lado una cosmología y antes una
cosmogonía dada por la revelación del Génesis. La filosofía
moderna, origen de la física matemática, se queda en soledad para
dar una imagen del cosmos, y al desprenderse por completo de la
revelación queda librada a sí misma, como quería. Y el hombre que
a la filosofía o a la ciencia se acoge, aun el hombre común que
respira este clima, queda librado a su soledad humana, a la soledad
del género humano sin cosmos y sin revelación. Y aquellos que
vivían dentro aún de una religión determinada quedan escindidos,
separados del pensamiento filosófico-científico y del ambiente
intelectual y moral que de ellos emana, creyendo a medias y por
partida doble.
Queda la poesía, depositaria del mundo llamado de la fantasía, y
la fantasía, confinada a ser invención sin crédito alguno de que su
ofrenda de conocimiento sea aceptada cuando tímida o
encrespadamente la ofrece. En el Romanticismo nórdico,
especialmente el alemán y el inglés, la poesía a solas tiene que
rememorar el orden sagrado que toca a los sentidos, al sentir
todavía más, a la imaginación y a la misma memoria. Tiene que
rememorar a los dioses de Grecia, las almas, los personajes, los
sentires que buscan encarnarse en ellos. Nacen los grandes
personajes en el llamado período Barroco. No son ya procedentes
de los Autos Sacramentales, ni de los Misterios que delante de las
catedrales y aun en las catedrales mismas se representaban. Mas
los dos grandes personajes del teatro barroco español, El
condenado por desconfiado y El convidado de piedra, se han salido
de ese recinto. Y del último el autor tuvo que hacer la versión
profana, lo que es tan grandemente significativo acerca de lo que
andamos diciendo.
Es la pasividad la que no ha sido tenida en cuenta ni por el
pensamiento ni por la poesía apenas, ni mucho menos por la moral.
Todo es acción. Y, sin embargo, los preceptos religiosos
tradicionales siguen ahí, impasiblemente, sin ceder. «No, no», el
cogito ancestral está compuesto de prohibiciones. El Evangelio no
se sabe bien; pues que en esta lucha declarada y al par
inconsciente, lo creador ha quedado para los muchos y su moral
invisible.
Rescatar la pasividad despertándola. La pasividad, alma
vegetativa según este olvidado pensamiento aristotélico, había
quedado librada a sí misma, lo que ella menos apetece. Y la
materia, a su vez, suelta, lo que contraría a su condición, lo que
menos en su condición está, pues que apetece, como todo lo vivo,
ascender. Y la materia apetece ser sustancia, «está dotada de
privación», dice el joven Aristóteles. Y lo que le falta es ser
sustancia. Y cuando es sustancia primera, si es que esto puede
suceder, forma. Todo lo que nace y lo todavía no nacido está
prometido a una forma. Es el sentido primordialmente nupcial de la
vida aquí, aquí y ahora y desde un principio, y más no sabemos.
Cuándo cesarán estas promesas nupciales, esta apetencia de
forma, no lo sabemos. Y mientras tanto aquí mismo se da la
soledad. La soledad incompleta del ser a medias logrado, la soledad
que gime y se revuelve contra su suerte, exasperándose en su
esperanza, cegando la fuente misma de la esperanza por la
impaciencia que tampoco le es imputable porque le ha sido negado
el horizonte. El horizonte inmediato que remite al horizonte que
sigue y éste remitirá al horizonte otro o uno ya, al horizonte que la
unidad abre en la conciencia anulándola y en la mente uniéndola, el
horizonte que no podemos calificar pues que no somos iluminados
porque tampoco se nos iluminó. Más se nos dio por el Maestro que
descendió hasta nuestra histórica vida, hasta nuestra oscura, ciega
y absolutista —tratándose de esta civilización occidental—
condición, dándonos al par el absoluto y la relatividad pertinente.
Y en seguida aquí la acción surgió. Goethe lo manifestó tarde,
cuando ya estaba cumplida la humana acción oscurecedora, reacia
siempre a la gracia que es al par conocimiento; mas sin duda que él,
poeta, quería decir algo justo: la acción que dimana del Verbo, la
acción que es verbo. Y nada de eso modifica la revelación recibida,
en parte desatendida, en gran parte ignorada y a la que se ha hecho
oídos sordos, ávidos más que de acción de imperio. El Imperio,
pecado central de este hombre que aun en su extrema miseria lo
proclama, que arriesga proclamarlo hasta su último suspiro, que por
eso no será suspiro sino cese, cesación, tal como hoy se concibe
que sea la muerte. ¿Quién piensa ni sueña en ese último suspiro en
que se exhala el alma y se remite el espíritu? Lo que no quiere decir
que así no suceda, mas sucede porque ha de suceder sin vigencia,
sin dejar huella válida, sin validez o, en términos hoy en día
mayormente usados, sin establecimiento. El suspiro sigue, seguirá,
mas ¿quién lo recoge?, ¿quién lo sabe?, ¿quién lo espera? En el
secreto del ser sí, el suspiro último en que se exhalan alma, espíritu
y vida física sigue, seguirá. Mas ¿quién, entre los cultos al menos,
osa referirse a él? La conciencia le es adversa, la conciencia lo
inhibe. Lo más penoso y fácil para un ser humano en su versión
occidental, es abstenerse. Y la inhibición ha llegado a sustituir en él,
en su mente y hasta en sus reflejos anteriormente, a la abstención,
ocultando virtudes, gracias, la castidad, la pobreza de espíritu, la
limpieza de corazón. Que la conciencia inhibe un sabio de raza
hebrea lo recordó, mas, timorato e irreligioso, no pudo divisar la
extensión efectiva de esta inhibición. La mirada de un psicólogo
metafísico ya, no perteneciente a la raza elegida pero deudor de ella
como todos somos, divisó la extensión abordando honesta e
inteligentemente las raíces de la conciencia, como era de rigor, mas
sin tomar a su cargo enteramente la simplicidad. Y sólo la
simplicidad puede dar cuenta, sólo la simplicidad del santo simple y
aún antes y siempre y sobre todo la simplicidad dada por el Maestro
divino-humano, divino en su humana pasión sin desdecirse aun en
su cólera. La simplicidad única del bienaventurado. Simplicidad que
lo aleja de nosotros, que tan complejos hemos llegado a ser. Seres,
vida y ser unidos. Están ahí, son inmediatos. Y hoy la conciencia y
sus análisis alejan de lo inmediato la vida, la simple vida. La sola
vida ha quedado lejos también para los vitalistas del pensamiento y
para los pensantes de la vitalidad, aun para todos aquellos
infinitamente respetables, amables, predispuestos al amor, que en
esta nuestra amenazada cultura, y amenazante allí donde llega, se
aparecen. Indignos casi de la vida, de la vida inmediata, nos
presentamos hoy con técnicas, razones técnicas también, análisis
igualmente técnicos del alma reducida a psique, a máquina;
invasores siempre, ayer todavía y aún hoy guerreramente y en
seguida pacíficamente, industrialmente, donde no nos llaman. Todo
es color de imperio, de comercial imposición.
Y allí donde llegamos la danza cesa, el canto enmudece, la
ronda se deshace. Bien es cierto que una cinta magnetofónica lo
recoge todo en su último suspiro sin que se estremezca la
conciencia por esto.
El árbol de la vida. La sierpe

La vida se arrastra desde el comienzo. Se derrama, tiende a irse


más allá, a irse desde la raíz oscura, repitiendo sobre la faz de la
tierra —suelo para lo que se yergue sobre ella— el desparramarse
de las raíces y su laberinto. La vida, cuanto más se da a crecer,
prometida como es al crecimiento, más interpone su cuerpo, el
cuerpo que al fin ha logrado, entre su ansia de crecimiento y el
espacio que la llama. Busca espacio en ansia de desplegarse y
todos los puntos cardinales parecen atraerla por igual hasta que
encuentra el obstáculo para proseguir su despliegue. En principio no
tiene límite y los ignora hasta que los encuentra en forma de
obstáculo infranqueable, primera moral que el hombre entiende
llamándola prohibición. Mas busca la vida ante todo su cuerpo, el
despliegue del cuerpo que ya alcanzó, el cuerpo indispensable. Y
busca otro cuerpo desconocido. Y así el primer ímpetu vital
subsistente en el hombre a través de todas las edades le conduce a
la búsqueda de otro cuerpo propiamente suyo, el cuerpo
desconocido. Cuando inventa aparatos mecánicos que se lo
proporcionen gracias a una cierta ciencia se llama a esta
consecución progreso técnico. Y no es más que el ciego ímpetu de
la vida que se arrastra por un cuerpo, por su cuerpo, por sus
cuerpos, ya que ninguno le basta.
Y esta ansia corre ciegamente en un primer plano muy cerca de
la raíz, mas diferenciándose de ella por sostenerse sobre ella, por
reptar sobre la faz de la tierra y sobre las espaldas de los inferos.
Entre los profundos abismos que rodean el centro y el inmediato
subsuelo, patria de las raíces, están los yacimientos del agua y de la
luz cuajada y sepultada.
Ciega va la vida derramándose, dándose en sobreabundancia.
Buscando en su indigencia —tiene sobre todo sed— se cruza a sí
misma, interpone su cuerpo habido al derramarlo. Cada rama
aquejada de la misma ansia que la primera se interpone con mayor
ahínco ante el cuerpo buscado, el «cuerpo perseguido» —según la
expresión clave de la poesía de Emilio Prados—. Mas este
entrecruzamiento le inflige y le ofrece una nueva dirección. Una
dirección inédita repite el reptar de las raíces bajo la luz al seguir la
dirección hacia arriba, hacia la luz contraria a las raíces que ahora
soportan ya algo también inédito para ellas: un peso.
Un peso, una carga —en términos humanos una invisible
responsabilidad, tributo de lo escondido bajo la luz a lo que va hacia
ella—. ¿Podrá ocurrir esta transformación sin que el soportar
encuentre resistencia, sin que la inédita, revolucionaria, dirección
hacia la luz despierte en las adormidas, somnolientas sierpes de
abajo ansia alguna de erguirse ellas a su vez o de sacudirse el peso
para seguir yaciendo en la libertad de su somnolencia, sepulcro
primero de libertad?
Y en esta encrucijada se establecerá una diferencia decisiva
entre los cuerpos de la vida a quienes sus raíces se negaron a
soportar, a quienes se les negó el cuerpo nuevo, y aquellos otros
que de modo y manera más o menos cumplida lograron o pudieron
al menos mantener su pretensión.
Queda el tallo blando, viscoso siempre, que por un momento se
yergue o se disfraza de lo que se puede erguir: impotencia que se
resuelve en falacia aspirante a ese mimetismo que se logra al fin en
la planta parásita.
Las raíces negadas a la función de soportar peso, pierden el ser
fundamento. Ávidas ellas, por mimetismo, arrastradas por el vicio de
la repetición, devoran el cuerpo que habían dejado salir, se enredan
en él, se confunden con él, son él. Y siguen, prosiguen su reptar
apegándose hasta penetrar a un cuerpo nuevo, al cuerpo prometido
que se alza sostenido por la docilidad de su raíz, que se hace así
como madre, pues sólo hay propiamente madre cuando nace un
cuerpo nuevo, un cuerpo hacia la luz que cumple su promesa. Sólo
hay madre en el cumplimiento de una promesa de la vida a la luz.
¿Depende todo ello del sueño, del sueño de las raíces sierpes?
La sierpe de la vida, la sierpe vida —¿alguna otra sierpe habrá
enroscada en este universo?— acecha, irrumpe y desaparece como
la primera insuficiente materialización de un sueño. Sombra de un
cuerpo en busca de un lugar, a punto de borrarse pero indestructible
en su levedad y, como los sueños, sin nacimiento. La sierpe de la
vida ha salido a la luz como una firma imborrable, como una
inadvertencia de alguien a quien le costará muy caro, pues que
tendrá que dejarla proseguir e irla dotando incansablemente, pues
eso es lo que la sierpe pide: dote. Y más tarde esposo y ya desde el
comienzo algo así como amor, amor que repare el descuido y que lo
eleve. Si todos los cuerpos celestes giran, si el universo astro gira,
ella, la sierpe de la vida aparecida aquí, obedece, sigue este
movimiento y se enredará siempre en su movimiento originario,
anillo desprendido de la frente de algún astro o de algún ser más
alto, más luciente y oculto que todos los astros imaginarios y
habidos.
Y al serle negado el avanzar a la sierpe moviéndose
circularmente, va sinuosa enroscándose en la recta que debería
seguir, enroscándose a un tronco imaginario sin despegarse del
suelo todavía. ¿Sueña subir? No puede quedarse quieta,
concéntrica, punto de una órbita, órbita recogida sobre sí misma
guardando su centro. Tiene que avanzar. Y este tener que ir
avanzando parece provenir de un movimiento circular en que no
existe avance ni retroceso, que manifiesta la condena primera que
pesa sobre la sierpe vida, su segundo desprendimiento: el
desprenderse ahora de su modo de movimiento originario. Y de ahí
un carácter de fragmento desprendido de, y de ahí su condición
indigente, incompleta y dada a perderse, perdidiza y aun pordiosera.
Proseguirá siempre así su suerte, la suerte de la vida, de esta
vida; tener que ir desprendiéndose de todo, el todo que es por el
pronto cuerpo y movimiento, de aquello que por el momento la vida
posee. Y no posee desde el comienzo de su carrera sino aquello
que es poseído. El punto en que las dos formas de la posesión,
activa y pasiva, se encuentran y anulan, marca el punto invisible del
ser. El punto inviolable del ser. Eternidad de la vida que se muestra
ya en su aparecer primero, como si ser y vida fueran
congénitamente unidos. La vida que en la sierpe va tan suelta como
puede ir la vida, atada únicamente por su condena que la obliga a
no derramarse ciegamente, que la prepara a ver y a ser vista, lo que
logrará tan sólo cuando ese punto de equilibrio entre las dos formas
de la posesión sea tal que el sujeto viviente aparezca a fuer de
perder y perderse: desposeyéndose, desposeído. Largo el camino.
Proclama la vida su condición de espejo en alteración constante,
ondulado por la vibración, desigualmente capaz de reflejar,
tornasolado en su relucir. Lleva la sierpe, además de la luz reflejada,
la luz impresa portadora del estigma de la luz y de la sombra, luz
impresa como mancha, cuerpo que es a la vez su sombra, su
imagen, cargado con lo que menos debería pesar, el reflejo. Y es
cuando más hace ver su condición terrestre, su autonomía de algo
que si cayó aquí ha acabado por nacer también aquí, o por
apropiarse la ciudadanía de la tierra, el ser su habitante. Lo que
quiere decir el no salir de ella hasta haberla llenado. Va solitaria, va
pobre, ciega y sola, reflejando la luz que no tiene, la luz prometida
que por el momento sólo reluce como una llamada, como un signo
impreso en un ser ciego.
Y la tierra le servirá de soporte, de lugar ilimitado. Mas la
superficie, el plano, no le basta a la vida que ya tiene cuerpo, por
asimilado que esté a la planicie, a la desolación de la simple
superficie. Vuelve al hueco de la cueva inicial defendida de la luz y
de todo elemento que no sea ella, vuelve a la tierra, a la sola tierra,
a la entraña terrestre. El cuerpo vivo ganará luego el llevar dentro de
sí esta entraña. Y la magnitud de las entrañas, su multiplicidad, su
riqueza, su rigor también, señalarán la escala de la vida, la escala
en que el ser viviente muestra ya su faz. El rostro del ser vivo se
corresponde con la oscuridad de las entrañas; el esclarecido rostro
del mamífero y la luminosa faz responden a la entraña viva, tesoro
que ya la caverna terrestre no podrá contener privilegiadamente.
Entrañas tiene la tierra en que la luz está guardada centelleante,
indeleble. La luz formada de agua y de fuego, de aire y de sal. La
sal de la tierra que absorbe y fija la luz.
II

Se hunde la sierpe en el suelo como absorbida por alguna


hendidura, por alguna de esas grietas por las que la tierra muestra
ser al par ávida y madre; una madre que no siempre deja salir lo que
traga. La tierra tiene bocas, gargantas, hondonadas y desfiladeros
que solamente cuando se les ve allá abajo el oscuro fondo se
sienten como abismo, lugar de caída y de despeñamiento; si no, lo
que por ella desaparece parece haya sido llamado para ser
guardado y, en último término, regenerado. Y si es eso que repta,
parece que vaya a salir por algún otro lugar, irguiéndose
irreconociblemente blanco y consistente, logrando al salir
nuevamente de la tierra el cuerpo nuevo que en su reptar andaba
buscando, extenuándose en ello, dejando la piel, su valía después
de todo, su piel manchada, estigmatizada por sombra y luz.
Arroja su piel la sierpe en un ataque de desesperación, de furia
contra sí misma, extenuada, escuálida, pues que no le sirve para
alcanzar lo que ansía. Mas también ocurre que en su carrera, en
esa condena a avanzar que ha de cumplir arrastrándose, la sierpe
se deja la piel, su escudo, su tesoro, por ser su signo, emblema
primero de la vida que de tantos se irá revistiendo al desplegarse. Y
cuando esto sucede análogamente en el ser que más erguido está
sobre la escala de la vida —y que con la sierpe tantas analogías
guarda— será sin el menor anhelo que le sirva de estímulo, sin
asistencia de ese estímulo que llega desde la piel nueva que ya está
ahí, como lo están ya en la vida histórica las nuevas generaciones
que estimulan a la dejación del que al fin tuvo su piel para que la
deje intacta lo más pronto posible.
III

¿Busca la sierpe las entrañas, raíces de la tierra, en anhelo de


renovarse o exhausta, acabada ya, anhela borrarse, embeberse?
¿Tiene acaso la tierra sed de beber vida? La sierpe, desprendida de
la tierra sólo metafóricamente, afirma que viene de la Tierra Madre,
que la Tierra es Madre. De su parte, la sierpe vegetal y todo lo que
se sostiene sobre su propio nacimiento, todo lo nacido por alto que
vaya y distinto que sea, sin ruptura ni separación, afirma la materna
condición de la tierra, la ostenta y la corona llegando a glorificarla.
Balada de la yerba, canto de ciertas enramadas, himno de los
concertados árboles.
Y en estas sierpes vegetales se ve y se siente que todas un día,
y aún más aquellas en que el cuerpo nuevo ha sido alcanzado,
todas un día, por sequedad o por abatimiento, por abandono de no
se sabe qué, aunque se presienta, irán a parar a la tierra. Mas
raramente irán a hundirse dentro de ella, tan sólo el prado florido
que cuando llega el invierno no ha dejado ni rastro, tal si hubiese
sido retirado por la tierra que lo guarda para sacarlo a la hora justa
un tanto imprevisible. Caerá todo sobre la tierra sin adentrarse en
ella. Y como ello sucede por violencia, esa violencia de los
elementos que parecen venir a barrer la gala de la Madre Tierra —
¿envidia, furia ante su ostentación?, condena también—, o por la
violencia de la mano humana, ofrece un cierto carácter de sacrificio;
de un sacrificio no exigido por la tierra, por la madre, sino de
sacrificio primario y primero de la vida. La violencia que envuelve
una oscura, indescifrable finalidad de que todo lo vivo que la Madre
Muerte da a la luz sea abatido, desnudado bajo la luz. Y al ser
desnudado se queda en corteza, en polvo, en tierra, en otra vez sólo
tierra.
Mas la Tierra bebe, embebe porque tiene sed; se concreta en
sed si se la deja sin el agua ansiada. Mas el agua no le basta. La
esterilidad de sus arenales que de agua ya no necesitan para
engendrar seres vivos, embeben lo vivo por irresistible mandato,
fatal como el de la muerte, quedándose como estaban, áridas y sin
huella de lo viviente trasegado. Como si el dar la vida fuera
exclusivo de la tierra, astro muerto que al fin logra fabricar vida por
un privilegio que es al par un «sobrehumano» trabajo, obra de algo
divino, chispa de divino fuego ávido de la luz perdida allá en lo
hondo. Y que desde allí a fuerza de esforzarse la ha sacudido un día
torciéndola sobre sí misma, encorvándola, tendiendo a enroscarse,
a ser sierpe ella también, buscando beber la luz, ofreciéndole un
hueco para guardarla, queriendo encerrar luz dentro de sí en ansia
de tener un dentro, unas entrañas para la lluvia de la luz primera a la
que en humilde y desesperado modo se adhiere así torcida, como
sea, sin recato y sin cuidar de su compostura, al borde del abismo
de los espacios, inclinándose ante ellos, retorciéndose en ellos
como pobre entraña de la luz celeste.
Como una pobre entraña de la luz celeste, color de la pobreza
misma, cenicienta de los astros la tierra bebe la luz y se alza y
retuerce, repta por la órbita que al fin le han dado sin ella saberlo ni
buscarlo. Buscaba, sigue buscando alzarse y beber. Y bajarse,
redondearse y ser; ser firme, consistente. Y así atrae creando peso,
produciendo gravitación que imanta y fija la luz misma que
irresistiblemente ha de bajar hasta ella. Y de estas dos ansias
proviene su inclinación, que todo en ella se deslice hacia abajo o se
alce hacia arriba, que se encarame, que suba por su órbita. No es
horizontal la tierra ni se mueve horizontalmente siguiendo un plano
de reposo. Criatura de pasión, como cuerpo planetario condensada
palpitación del cosmos que si hubiera de ser concebido según ella
habría de ser una inmensa pasión, una ardiente, multiencendida
pasión; fuego sostenido rodeado por las aguas, por el Agua primera,
la criatura primera que no se desprendió, y el aliento del fuego, el
silbido del fuego preanuncio de la palabra. La luz entrañada es
fuego, respiración, aliento que procede hacia la palabra.
Pues que todo el universo cayó un día separándose y que la vida
es la respuesta que atestigua el origen, y que le responde. La vida
es una respuesta al origen y de él guarda el soplo. Y la caída inicial
se sostiene como muerte; la muerte que sostiene a la vida, que va
proporcionando materia, cuerpo al soplo de la vida que renace, que
insiste en reproducirse ilimitadamente, sin más límite que el cuerpo
mortal que la materia, a causa de la caída, le va dando. Un cuerpo
que ella, la Madre, tiene que retirar un día. Entre vida y muerte
media mientras tanto el tiempo.
IV

Implica el sacro relato del Génesis la generación del tiempo que


no se hace explícita. ¿Coetáneo de la palabra creadora o su
consecuencia, condición que el acto creador puso en todo lo
creado? Separación y juntura, quicio el tiempo. Quicio del girar de la
creación ya en el proceder mismo de la creación: un día, otro… seis
y uno más, reposo divino dejada ya la obra de sus manos. Y dos
modalidades del tiempo cualitativas ya marcadas: tiempo sucesivo
en que unas cosas, unas criaturas surgen y después otras, la
procesión primera que acaba, finitud; y un día distinto de retorno: la
quietud, retirada del creador sobre sí mismo, subsistencia del ser
tras de la entrega. Un día ¿o simplemente el día más allá de la
procesión del tiempo?
El tiempo eje, quicio, mediador, guardará la huella de esta vuelta,
de este retirarse hacia dentro, diríamos los mortales. Y así, la vida,
toda la vida, seguiría la procesión del tiempo creador, sucesión de
fatigas en la vida de acá que conocemos, para acabar. Y luego esa
retirada, esa calma del creador en lo creado, sería, a través de la
muerte, entrada en la quietud primera. Mas eso si se mira solamente
al cesar de las fatigas del viviente. Hay otra versión vital: el salirse
de la procesión, el derramar el tiempo en que todavía se está
durante el ciclo de la vida, el salirse para derramarse y encontrarse
en la vida sin más, en la vida toda. El gozo de la vida y su canto.
La corona de los seres

Esta corona de los seres lo es en el sentido de la corona visible que


forman las cimas de una cordillera sumergida, islas de un logos no
encontrado y todavía por encontrar. Corona de lo visible, de lo que
ha logrado llegar a ser y a tener un nombre, es decir, un ser
completo; no como un mortal, un ser apenas nacido, un ser aún por
nacer como algunos gnósticos han creído. Porque ese ir más allá
para entrar en la corona, en lo que la corona es en la obra del
pensamiento, es lo que pertenece al autor directamente. Sin negar
que sea corona aquello creado con especial ejemplaridad por el
autor —total, se entiende, por el autor de todo—, y que su obra no
sea simplemente la del Dios que es, sino la del Dios que se da, que
se derrama en círculos —que sin negarse los unos a los otros son
diferentes—. Pero si el autor nos regala una obra en espiral
entonces hay esperanza todavía, el círculo no la da porque está
cerrado para siempre.
La espiral del ser. Los gnósticos se darán en espiral, en la que
no hay reiteración; el círculo da la pobreza del ser, su economía
indispensable. En el círculo no hay lugar para que los
bienaventurados abran sus alas, ellos que son como pájaros
impensables. Tampoco puede haber lugar para otros universos,
otros pájaros, otras almas hijas del creador además de las que ya
conocemos.
La fatiga del creador es impensable, pero sí su afán de poder y
su descansar cuando ya estuvo creado lo que se nos ha dicho que
había en el Arca de Noé, ¿y lo que no había todavía?, ¿y lo que aún
nos aguarda?, ¿y el logos subterráneo? Y las llamadas
heterodoxias, ¿no son sino signos, señales de un Arca de Noé
perdida, aun geográficamente, entre la vida y la muerte, en algo que
no sea muerte pero tampoco vida en el sentido en que lo es ahora?
El santo, con sus salidas fuera del tiempo, sus éxtasis, vuelve al
lugar donde estaba. El santo no es un bienaventurado, aquél está
con las manos abiertas, éste es la multiplicidad, impensable ahora,
del ser y de la vida, pero nada más que eso. El bienaventurado está
condenado a no descansar, pues si se instala en la aventura será el
cierre, la felicidad, lo que no es admisible pues que limita la obra
inmensa, infinita, la infinitud de los tiempos y su originalidad.
Y los sueños, ¿los vamos también a limitar? ¿Cómo quedaría
este Universo que conocemos sin los sueños que lo han sacudido a
veces con pasión insondable?
El exiliado

LAS REVELACIONES DEL EXILIO

¿Resultará excesivo este término, «revelación», aplicado al exilio?


Hay ese riesgo cuando el tener algo por revelado se rechaza
constantemente. Ha estado confinada la revelación a lo
específicamente religioso; y como sobre ella o cerca de ella siglo
tras siglo se ha edificado una teología en simbiosis con una
determinada filosofía, lo que no era ella quedaba arrojado al «brazo
secular» de la dialéctica, del análisis, en suma de los métodos
disponibles por la razón en un cierto momento histórico. Y así la
historia ha venido a constituir un cerco que por otra parte y sin
salirse de ella se intenta traspasar. Afortunadamente las
investigaciones de otras historias, de otras culturas vivientes o
sepultadas por el tiempo, la arqueología misma, la filosofía, la
historia de las religiones sobre todo, ofrecen conocimientos y más
aún atisbos, vislumbres entre visiones no reductibles al análisis,
revelaciones, pues. Mas revelaciones que saltan por sí mismas en el
recinto de la razón occidental. Siguen estando encerradas dentro de
las categorías vigentes: situación, circunstancia…, y todas ellas bajo
la categoría suprema de lo explicable —y si se trata de una humana
vida, de lo justificable—. Toda revelación ha de justificarse, ha de
probar su derecho de ciudadanía.
Sucede todo ello a causa de la incompatibilidad que llega a una
especie de repugnancia de discernir el ser en la vida humana, en la
Vida. Y es en el ser y desde el ser como se reciben revelaciones. Es
la visión la que se da al ser. Una teoría del conocimiento de la
revelación se hace cada día más necesaria y no se deja de echar de
menos en la «nueva teología», de la que parecen existir pocas
noticias de que haya emprendido esta tarea indispensable, si es que
en las Iglesias se quiere salvar la existencia de la revelación, a no
ser que, a imagen y semejanza de la mente occidental declarada en
crisis o en bancarrota, no se haya renunciado a ella con un
disimulado vade retro.
Ligada está íntimamente la visión al ser. Y si se cayera en la
cuenta de que la verdadera experiencia de la vida personal y de la
historia no puede prescindir de esas fuentes, se comenzaría a
admitir la revelación y el ser como sujeto de ella. Pues que no hay
experiencia de la vida sin ser, tal como se asiente
incontrovertiblemente. La experiencia es desde un ser, este que es
el hombre, este que soy yo, que voy siendo en virtud de lo que veo y
padezco y no de lo que razono y pienso. Porque el hombre se
padece a sí mismo y por lo que ve. Lo que ve le hiere, le puede herir
aún prodigiosamente para que su ser se le abra y se le revele, para
que vaya saliendo de la congénita oscuridad a la luz, esa que ya
hirió sus ojos —heridas— cuando los abrió por primera vez, cuando
salió de su sueño o vio su sueño. El hombre ve su sueño y llega a
ver su soñar mismo, su soñarse en la historia; pero no siempre en la
historia, si más allá o más acá, en esos dos campos de la vida
divididos por la historia —tal como Afrodita quedó dividida por el
tiempo entre cielo y tierra, teniendo de cerca, mas del otro lado, a
las Furias— y, por un extraño paralelismo, el ser humano se
encuentra dividido entre su simple vivir terrestre y su origen.
Gravísima es la situación cuando a la visión se ha renunciado,
cuando la revelación mítica o legendaria, ya que no divina, se ha
cercenado. Entonces perdido entre la historia se anda.
Mas la historia es la rebelde por antonomasia, la rebelde contra
el ser y la vida. ¿Para más ser y más vida? Respondan de ello
aquellas sepultadas culturas en las que el hombre y sus signos, sus
palabras mismas, nacían en el universo. La historia universal se ha
establecido a costa del hombre universal, del ser hijo del universo.
Exilio ya, pues; exilio del universo, confinamiento en la Historia
Universal a la que Hegel tuvo que conferir el ser sagrada toda ella,
al ser abolido —y no por él precisamente—, lo sagrado en cuanto a
tal.
LOS PASOS DEL EXILIO

Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el


sentirse abandonado; lo que al refugiado no le sucede ni al
desterrado tampoco. El refugiado se ve acogido más o menos
amorosamente en un lugar donde se le hace hueco, que se le ofrece
y aún concede y, en el más hiriente de los casos, donde se le tolera.
Algo encuentra dentro de lo cual depositar su cuerpo que fue
expulsado de ese su lugar primero, patria se le llama, casa propia,
de lo propio, aunque fuese el lagar de la propia miseria. Y en el
destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda
sustituirla. Patria, casa, tierra no son exactamente lo mismo.
Recintos diferentes o modos diferentes en que el lugar inicial
perdido se configura y presenta.
El encontrarse en el destierro no hace sentir el exilio, sino ante
todo la expulsión. Y luego, luego la insalvable distancia y la incierta
presencia física del país perdido. Y aquí empieza el exilio, el
sentirse ya al borde del exilio. Y así en el poema que suponemos sin
duda inmortal de Luis Cernuda, Ser de Sansueña, se encuentra el
apurar el destierro y el iniciarse del exilio en un instante único, sin
separación, al modo como en las tragedias se realiza
prodigiosamente este imposible dar un instante único en varias de
sus vertientes o dimensiones.
Mas la tragedia humana sucede bajo la mirada de los dioses y su
sentencia. Y en el abandono no se siente esa mirada ni la sentencia,
como por momentos se querría. En el abandono sólo lo propio de
que se está desposeído aparece, sólo lo que no se puede llegar a
ser como ser propio. Lo propio es solamente en tanto que negación,
imposibilidad. Imposibilidad de vivir que, cuando se cae en la
cuenta, es imposibilidad de morir. El filo entre vida y muerte que
igualmente se rechazan. Sostenerse en ese filo es la primera
exigencia que al exiliado se le presenta como ineludible.
Peregrinación entre las entrañas esparcidas de una historia
trágica. Nudos múltiples, oscuridad y algo más grave: la identidad
perdida que reclama rescate. Y todo rescate tiene un precio.

El exiliado es él mismo ya su paso, una especie de revelación


que él mismo puede ignorar, e ignora casi siempre como todo ser
humano que es conducido para ser visto cuando él lo que quiere es
ver. Pues que el exiliado es objeto de mirada antes que de
conocimiento. Al objeto de conocimiento se contrapone el objeto de
visión, que es tanto como decir de escándalo.
El que llegó en el mejor de los casos para dar a conocer algo
muy íntimo, tan de dentro que el no exiliado, el que está en su casa,
sentía sin ver necesitándolo tanto. Y así el exiliado revela sin saber,
y cuando sabe, mira y calla. Se calla, se refugia en el silencio
necesitando al fin refugiarse en algo, adentrarse en algo. Y es que
anda fuera de sí al andar sin patria ni casa. Al salir de ellas se
quedó para siempre fuera, librado a la visión, proponiendo el ver
para verse; porque aquel que lo vea acaba viéndose, lo que tan
imposible resulta, en su casa, en su propia casa, en su propia
geografía e historia, verse en sus raíces sin haberse desprendido de
ellas, sin haber sido de ellas arrancado. El exiliado regala a su paso,
que por ello anda tan despacio, la visión prometida al que se quedó
fuera, fuera y en vilo, tanto en lo alto como en lo bajo, hundiéndose,
a medio hundirse, siempre a pique. A pique en el borde de su
abismo llano, allí donde no hay camino, donde la amenaza de ser
devorado por la tierra no se hace sentir tan siquiera, donde nadie le
pide ni le llama, extravagante como un ciego sin norte, un ciego que
se ha quedado sin vista por no tener adonde ir.
SER EXILIADO

Es el devorado, devorado por la historia. Mas la historia no opera


nunca limpiamente y al devorar no arranca como el sacerdote
azteca —todo un arte— el corazón para ofrecerlo al sol, al sol de la
historia. Eso sólo sucede cuando una religión asume el papel de la
historia, de la historia cruenta, dándole a cambio el sol, astro único,
pretendido dios que ilumina las entrañas que devora. Mas nunca se
logra, pues que el tiempo, ambiguo dios de imprevisibles efectos,
está detrás siempre en acecho y ríe, o peor aún: sonríe.
El Tiempo, un dios sin máscara. ¿Alguien ha reflexionado sobre
el extraño modo de divinidad del Tiempo que aun en la figura de
Cronos, hijo de Urano y de Gea, no tiene figura ni máscara?
Dionisos, máscara solitaria entre los viñedos, se multiplica y se
diversifica en máscaras de teatro, el dios que no tiene figura propia
para darla. El Tiempo ni la tiene ni la ofrece, ¿qué ofrece pues?, ¿en
virtud de qué actúa?, ¿cuál es su mira? Dios de la visión: esto se
verá con el tiempo, se me verá, se verá mi razón con el tiempo, dice
entre sí y a veces balbucea el exiliado. Y mientras tanto, el tiempo le
devora a él, que como el tiempo —¿a imagen y semejanza del
tiempo?— no tiene figura, rostro ni máscara alguna. Él, el
desenmascarado apto para ser devorado por cuanto pájaro pida y
necesite, el pájaro que en principio es agorero, ¿será él, el exiliado,
su augurio? Algo nuevo que se reitera, un aviso resulta ser a la
altura de la moral más vieja, de la que avisa al verse en lo que más
se aparta del campo de la visión: en el estorbo, en lo que se
arrojaría de la fiesta cívica, en lo que se relegaría al cuarto oscuro
de los trastos o allá en el palomar vacío o en el abejar, lejos, para ir
—eso sí— de vez en cuando a la chita callando a llevarle algo, un
pedazo de carne que no come, un botón para la camisa que lleva
desgarrada ya, o un espejo, mejor aún, para que vea su cabeza
marchita, sus pupilas, peces sin respiración, para que se vea en el
agua turbia del pasado, para que se vea en el presente cuando él
presente ya no tiene.
O quizá tiene lo que primero dejó de tener, presente; y al parecer
iba ganando en presencia, y todo en virtud de una renuncia sin
formulación al porvenir. Corre entonces el riesgo de entregarse al
futuro, dios desconocido, fondo o trasfondo del Tiempo.
Y el exiliado, a fuerza de pasmos y desvalimientos, de estar a
punto de desfallecer al borde del camino por el que todos pasan,
vislumbra, va vislumbrando la ciudad que busca y que le mantiene
fuera, fuera de la suya, la ciudad no habida, la historia que desde el
principio quedó borrada, ¿acumulada?, quizá no.
¿Cabe la existencia de la historia verdadera del hombre sobre la
tierra? Sería, habría de ser la historia ante todo sufrida, padecida y
pensada, más allá de todo utópico ensueño del hombre que no se
sueña a sí mismo, que no se representa ni se reviste, que no se
esconde para mejor saltar a cobrar su presa, y que ha dejado de ser
presa, el hombre en quien el ser verdadero es más que el ser.
EL DESCONOCIDO

El exiliado es el que más se asemeja al desconocido, el que


llega, a fuerza de apurar su condición, a ser ese desconocido que
hay en todo hombre y al que el poeta y el artista no logran sino muy
raramente llegar a descubrir. El filósofo, de tan rara aparición
integral, lo manifiesta en la ausencia de su yo y de su persona, en el
acallamiento de las pasiones que por algo es presupuesto del
filosofar desde el origen. Mas queda la pasión como en el santo.
Mientras que en el desconocido no hay pasión, a fuerza tal vez
de la aceptación no de las circunstancias ni de su situación en
medio de ellas, sino de su orfandad. Y de eso que la caracteriza
más que nada: no tener lugar en el mundo, ni geográfico, ni social,
ni político, ni —lo que decide en extremo para que salga de él ese
desconocido— ontológico. No ser nadie, ni un mendigo: no ser
nada. Ser tan sólo lo que no puede dejarse ni perderse, y en el
exiliado más que en nadie. Haberlo dejado de ser todo para seguir
manteniéndose en el punto sin apoyo ninguno, el perderse en el
fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en
un sólo instante, sobrenadándolas todas. La historia se le ha hecho
como agua que no lo sostiene ciertamente. Por el contrario, por no
sostenerse en la historia se le ha hecho agua nada amenazadora.
No es ya piélago, ni menos océano que pide siempre ser surcado,
es más bien agua a punto de ser tragada.
LA SEQUEDAD. EL LLANTO

No se sabe si es del destierro o del exilio que en él se va


ganando de donde proviene esa sequedad. Sequedad de tierra sin
agua, desierto sin fronteras y sin espejismos. El espejismo de la
fuente que permite beber en sueños. Y no hay tampoco sueños del
presente en los que se realice algo en compensación. El suceso es
tan real, de un modo de realidad que tiende a lo absoluto y como tal
tiene ya carácter de sueño del que sólo se puede escapar
despertando. Mas el desterrado en su sequedad está tan despierto
como se pueda estar. Y no sueña. En tanto que refugiado proyecta,
idea y hasta maquina: «hay que rehacerse la vida» o «hay que
hacerse una vida diferente que quizá sea mejor», «me equivoqué de
camino». Y la danza de la posibilidad ronda en torno suyo; de las
posibilidades allá en la patria, en «su País» y que desperdició por
esa obstinación en seguir un derrotero común, con todos «ésos» o
con «aquéllos», «una equivocación que ahora puedo rescatar si me
decido».
Al propiamente refugiado, al únicamente refugiado, el destierro
no le absorbe. Alguna ráfaga de sentimiento, o más bien de
sentimentalidad que le hace asomar lágrimas a los ojos, un
consuelo en la debilidad y hasta una especie de ofrenda aplacatoria
a los Lares que a medida que abandona se jura mantener en alto
siempre. Y se siente así más fiel a su tierra que nunca, más que
nadie, más que los demás. Pues que la comparación se va
apoderando de su mente y del inagotable cálculo que podríamos
llamar «existencial».
Y mientras el desterrado mira, sueña con los ojos abiertos, se ha
quedado atónito sin llanto y sin palabra, como en estado de pasmo.
Y si atiende a su oficio, sea el mismo o diferente de aquel que tenía,
no le saca de esa mudez, aunque para cumplirlo haya de hablar.
Ningún quehacer le hace salir de ese estado en que todo se ve fijo,
nítido, presente, mas sin relación.
EL EXILIADO Y SUS DESTIERROS

De destierro en destierro, en cada uno de ellos el exiliado va


muriendo, desposeyéndose, desenraizándose. Y así se encamina,
se reitera su salida del lugar inicial, de su patria y de cada posible
patria, dejándose a veces la capa al huir de la seducción de una
patria que se le ofrece, corriendo delante de su sombra tentadora;
entonces inevitablemente es acusado de eso, de irse, de irse sin
tener ni tan siquiera adonde. Pues que de lo que huye el prometido
al exilio, marcado ya por él desde antes, es de un dónde, de un
lugar que sea el suyo. Y puede quedarse tan sólo allí donde pueda
agonizar libremente, ir meciéndose al mar que se revive, estar
despierto sólo cuando el amor que le llena se lo permite, en soledad
y libertad.
LA INMENSIDAD DEL EXILIO

El desamparo
En el exilio verdadero pronto se abre la inmensidad que puede
no ser notada al principio. Es lo que queda, en lo que se resuelve, si
llega a suceder, el desamparo. Sin desamparo la inmensidad no
aparece, sin el abandono a lo menos, sin haber sentido en modo
suficiente, es decir, en forma de duración, el abandono. Del
abandono llegan esos vacíos que en la vida de todos los hombres,
en cualquier situación, aparecen y desaparecen. Y así también esas
centellas de desamparo, esas saetas que en la piel del ser produce
el quedarse a la intemperie, es decir, desnudo ante los elementos,
que entonces muestran toda su fuerza. Y así el firmamento mismo
se retira, desaparece su firmeza, su mediación. Pues que es la
mediación la que hacen sentir la presencia del Padre cuando se
oculta y la que sostiene su presencia cuando se aparece. La
mediación que comienza en forma inmediata e insensible, cuando
no se ha perdido sino por breves momentos que la memoria guarda
celosamente en su seno insondable y que sólo da a conocer cuando
llegan otros de mayor duración o de más acentuada amenaza.
El firmamento, el horizonte familiar, la ciudad y aun el lugar que
en él se habita son mediadores. La casa y los objetos tenidos por
preciosos, todo lo que en ella se enciende, hasta la cólera del padre
inmediato si no se excede en su autoridad, si no aplasta ocupando
todo espacio de vida; todo lo que en ella arde, el fuego mismo
siempre símbolo del hogar, si no impide respirar y moverse es
mediador. Y lo será más cuanto más permita la circulación de los
elementos y de ese elemento primero para el hombre que es la
palabra.

La tentación de la existencia
A medida que se aminora la agonía del desamparo, cuando la
esperanza se ha acallado y por tanto no ha lugar para la
desesperación, y menos todavía para la exasperación, la
inmensidad se va haciendo presente. La inmensidad, el ilimitado
desierto, la inexistencia del horizonte y el cielo fluido. La existencia
del ser humano a quien esto acontece ha entrado ya en el exilio,
como en un océano sin isla alguna a la vista, sin norte real, punto de
llegada, meta. Las circunstancias que nunca deja de haber pueden
avanzar devoradas. Si no se entiende esta situación, la tentación de
la existencia, de ser el existente en medio de esa soledad dejada
por el desamparo y aun simplemente por el abandono, por andar
así, sin mediación, puede ser tomada por libertad.
La libertad así aceptada se establece como realidad que
necesita ser constantemente verificada con la acción, una acción
cualquiera, una pseudoacción correspondiente a la pseudolibertad.
Y el Yo entonces emerge sustituyendo a la mediación, tomando la
inmensidad como campo disponible para su unicidad. Es el único y
todo puede ser su propiedad. La inmensidad queda así reducida a
ser todo y más aún según se avanza en este camino, la totalidad
que admite sumandos, la totalidad formada de sumandos a la que
quedan reducidos los seres que inexorablemente se presentan, que
son sentidos como «los otros», los opositores, los contendientes.
Todo contiende y se opone ante el único que se ha instalado en
el desierto. Un desierto que ya no es la inmensidad. Y se ha perdido
así para siempre, se le ha perdido así al existente aquel haber ido
sólo entre las sombras. Ahora la soledad es distancia, se hace
distancia entre el Yo y «los otros», insalvable distancia. Las sombras
se hacen opacas y consistentes, acechan enemigas, réplicas de la
inmensa sombra que arroja ese su Yo que lo posee. Tiene que
hacerse limitada e infatigablemente poderoso. Ha caído, y más
cuanto más se encumbre, en ser poseído por su propio yo. ¿Cómo
podrá reconocerlo antes de estarlo por la muerte, sombra invencible,
poder? La infinitud del tiempo por sí misma a solas y sin más no le
bastaría.

La inmensidad de la vida
Y mientras tanto el que se ha encontrado sólo bajo la sombra
inmensa del desamparo ante la inmensidad de la vida, sin sentir
siquiera que la vida ande en esa inmensidad, se ha quedado así, así
simplemente, no podría decir cómo ni por qué, ni el punto de partida
en el forzado arranque de lo que fue patria, ciudad, casa, horizonte,
paisaje familiar. Deja propiamente de ser desterrado para entrar a
ser un exiliado.
Entra a ser tan sólo, desposeído de toda pretensión de
existencia. Una desconocida confianza le gana, le ha ganado ya en
cuanto cae en la cuenta de ese calor, de ese acompañamiento
desconocido que le deja así, que deja su soledad intacta y a todo él
como en estado naciente. Tampoco esto lo sabe, si lo supiera se
volcaría en la esperanza, ardería quizá en ella, cosa que puede
ciertamente sucederle. Y si sucede, entonces el nuevo o reciente
exiliado moriría. Puede que sea el morir y no la muerte lo que
acecha en este ser que despierta desposeído, librado a su ser
apenas señalado, sin figura.
EL LUGAR DEL EXILIO. EL DESIERTO

Para no perderse, enajenarse, en el desierto hay que encerrar


dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en
el alma, en la mente, en los sentidos mismos, aguzando el oído en
detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las
voces.
Mas ¿y la ciudad soñada, la entrevista allá en el horizonte? ¿Y lo
inaccesible, lo ilimitado, vivir en la ilimitación? Hay que aprender a
ser movido por la luz, a los largos ayunos de calor y a salvarse de él
cuando llega como una irrupción, a las presencias sin figura y sin
engaño, a la convención de las imágenes y a las palabras que dan
frío.
El vivir dentro del desierto el encuentro con patrias que lo
pudieran ser, fragmentos, aspectos de la patria perdida, una única
para todos antes de la separación del sentido y de la belleza.
Las Islas, lugar propio del exiliado que las hace sin saberlo allí
donde no aparecen. Las hace o las revela dejándolas flotar en la
ilimitación de las aguas posadas sobre ellas, sostenidas por el
aliento que viene de lejos remotamente, aun del firmamento mismo,
del parpadear de sus estrellas, movidas ellas por invisible brisa. Y la
brisa traerá con ella algo del soplo de la creación.
EL EXILIO LOGRADO

Camina el refugiado entre escombros. Y en ellos, entre ellos, los


escombros de la historia. La Patria es una categoría histórica, no así
la tierra ni el lugar. La Patria es lugar de historia, tierra donde una
historia fue sembrada un día. Y cuyo crecimiento más que el de
ninguna otra historia ha sido atropellado. La sepultura sin cadáver
es una de las «arquitecturas» de la historia, mientras que los
cadáveres vivientes, sombras animadas por la sangre, vagan unas,
quedándose otras en inverosímiles emparedamientos, palpitando
todavía —y si es, todavía lo es de por siempre mientras haya
historia—, reapareciendo un día extrañamente puras, cuanto pueda
ser pura una figura humana de la historia.
Y aquello que apenas nacía o lo que ni pudo asomar
mínimamente su rostro, lo que no llegó al vacío, lo que no arrojó
sombra alguna en la historia —como es inevitable que arroje toda
aparición histórica por límpida y bien nacida que sea—, reaparece.
Es el aliento que aún sin llegar a la palabra enuncia un Incipit vita
nuova. Pues que quizá desapareció hacia la fuente de la vida
inextinguible que reitera en la tiniebla y aún en el día, «Ahora
comienza una vida nueva. Ven».
El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra,
para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de
buscarla. Ya sin sed su mirada no la vislumbra en el hueco dejado
por el último rayo de sol, ni en el árbol caído que se obstina en
verdecer, ni en el guijarro que todos apartan sin mirarlo, aunque
brilla un poco, ni en parte alguna. Cuando ya se sabe sin ella, sin
padecer alguno, cuando ya no se recibe nada, nada de la patria,
entonces se le aparece. No la puede definir, pues que tan siquiera la
reconoce. ¿Sale acaso del fondo de su ser, de ese mismo fondo
inaccesible que irónicamente despide alguna centella para no ser
olvidado? Podría. Mas es reconocible en una sola palabra de su
idioma, de su propio idioma, la que le da esa presencia impositiva,
imperante, inesquivable.
Tiene la patria verdadera por virtud crear el exilio. Es su signo
inequívoco. Y así, en cuanto aurorea en la historia, en cuanto se da
a ver mínimamente, en verdad basta con que se anuncie, crea el
exilio de aquellos que por haberla visto y servido aun mínimamente
han de irse de ella. Y luego en la historia apócrifa sigue, en los que
dentro y bajo ella más bien se despiertan un día exiliados. No hay
opción para ellos: o no se despiertan o se despiertan ya en el exilio.
Y así revela igualmente esa patria verdadera siempre incipiente,
siempre al nacer, lo apócrifo de la Historia. Sólo en algunas islas
emerge la verdadera y ella crea el exilio.
Es ante todo ser creyente ser exiliado. Creyentes hay muchos,
se puede serlo de diferentes maneras. Mas en el exiliado el creyente
lo va tomando todo para sí. De ahí sin duda el que se vea acusado o
al menos señalado con cierta frecuencia como místico, sin que él,
no admitiendo serlo, pueda dar cumplida razón de no serlo. Pues
¿qué es genéricamente ser místico sino este modo de existir en que
el ser creyente o el ser del creyente va tomándolo todo para sí, para
un sí mismo que está siempre más allá? Un sí mismo que no es
trasunto del yo, sino más bien su acabamiento y aun su aniquilación
progresiva, que de haber sido percibida desde el principio del
proceso de ir siendo exiliado habría inspirado invencible horror. Y,
sin embargo, hubo un instante de lucidez dado en una suerte de
impasibilidad del absoluto, de la irreversibilidad del paso de la
frontera. Ya nunca más se repararía, o se repararía sin volver nunca
a recuperar la situación que se perdía en ese momento: ya no
habría más eso que por adversión a la retórica se había dicho tan
poco, eso, una patria.
El filósofo

A la memoria de mi padre, filósofo y guía.

Hay una experiencia a priori que permite y pide las experiencias


múltiples, en la multiplicidad relativa. Esta experiencia a priori se da
en el campo religioso y en el campo poético, mas en la filosofía es
diferente a causa de su vacío. Sólo filosóficamente la experiencia a
priori está inicialmente vacía. En el campo religioso llega a estarlo
sólo en el confín, no se sabe si logrado. El místico se propone,
busca el vacío; pero la experiencia religiosa se excede porque es
terror, temor y amor entrelazados.
La experiencia poética es un lleno y un vacío de insuficiencia. La
poesía no es nunca suficiente aunque exceda. Y de ahí el padecer,
su padecer del tiempo y de la palabra, su ansia de aniquilación y a
la par de resplandor. Su constitutivo gozo, hedonista siempre,
siempre con rostros de hedonismo: su cabellera suelta, sus estrellas
lucientes, su cielo movible. El cielo de la presencia es móvil y de ahí
su apasionado buscar la estrella fija, Sirio más que la Polar, el otro
polo.
Mientras que la experiencia filosófica se alza in medio coeli y en
la bóveda. Inmóvil. Es la experiencia de la inmovilidad desde la cual
se mira lo móvil —es lo que de Aristóteles quedará siempre: la
experiencia o la propuesta de experimentar—, pues que la
respuesta adecuada al vacío es siempre un punto: la identidad en
Parménides, el a priori kantiano igualmente y hasta la cartesiana
evidencia. Platón y Plotino ofrecen experiencia religiosa y filosófica
al par: un imposible real. (Mas sólo el amor rompe el ser: el del ser
mismo y el del propio hombre).
LA PROMESA

Todo modo de ser hombre responde a la promesa original de la


impar criatura. No podría darse y caso de haberse dado no podría
haberse mantenido de no contener una promesa. «Todo es relativo»
se ha repetido infatigablemente hasta perderse de vista que lo
relativo siempre lo es respecto a un absoluto, a un eje inmóvil, ya
que tratándose de lo humano no podría ser un mero punto.
Únicamente las series relativas pueden seguir metro y ritmo y
aparecer dentro de una órbita, aun creándola ellas mismas,
elevando así lo relativo a la continuidad sin confusión, a una
continuidad que no borra sus diferencias, esas diferencias propias
de lo relativo y que si las pierde cae de seguido en la masa
indiferenciada que fue llamada apeiron en el inicio del pensar
filosófico. Y así lo relativo, las relaciones se establecen por esta su
ascensión que las encadena y sostiene, que las alza. Una ascensión
que solamente se verifica si el encadenamiento surge según
medida, ritmo, indispensablemente.
Y aun lo relativo queda en fragmento, viene a destacarse como
un pequeño astro que luce por sí mismo. Alude más inmediatamente
todavía que a la órbita de las relatividades a la unidad no relativa —
unidad o uno, según las estaciones del pensar— a la unidad
derivada del uno o de lo uno —que aun aquí el pensar introduce,
como por una fatalidad o ley ineludible, diferencias—. Y así la
unidad que abraza todo puede designar también, según las lenguas,
la unidad que sirve para medir, revelando así el sentido práctico de
la sacra y originaria noción de lo uno, su cotidiana aplicación.
Mientras que el Uno alude a alguien, personifica, por muy abstracta
que sea su aparición, por muy alta que se la sitúe. Y no es por azar
que el Uno aparezca como lo absoluto que sostiene la multiplicidad
de las Ideas y aun la Idea ella misma como tal. Ya que las ideas
tienden, en esa especie de espacio celeste desplegado por Platón
en el Parménides, a ser seres, casi sustancias, hasta sugerir una
cierta corporeidad. El uno, ya que no puede absorberlas, es la
distancia insalvable que les permite ser al Uno y a ellas. Distancia
que en principio habría de ser mensurable, según número.
Todo espacio pensable, o a lo menos colonizado por el
pensamiento, ha de ser mensurable, numérico, rítmico y aun
melodioso. La tradicional música de las esferas no hace más que
ofrecer el clavo de este hermético pensamiento, de la totalidad de la
promesa que se despertó un día en la mente y en el corazón del
sabio Tales. Una tal promesa no puede despertarse más que en la
juntura de los dos polos que presiden, a veces hasta desgarrarlo, al
ser humano: la inteligencia y el corazón, sede del sentir originario,
albergue seguro y quieto de las promesas que cela en su oscuridad
de caverna, hasta que un día, en un instante increíble, lo da a la
claridad y a la intemperie al par, allí donde un instante antes no
hubiera podido alentar.
Y el tiempo, él mismo, anda en cada promesa que aflora a la
claridad desde la oscuridad, que sale con cauta frecuencia sin ser
notado, atravesando la puerta tan herméticamente cerrada que ni
tan siquiera se señalaba en la lisa oscuridad.
EL CUERPO DE LA PALABRA

La ley de la corporeidad en este planeta, en este modo de ser


hombre, es lo que rige sobre todo. Todo ha de corporeizarse y la
palabra ante todo. Por eso el poema desde la noche de los tiempos
o la luz de los tiempos perdidos hubo de tomar cuerpo en la poesía,
con su vacío inclusive. A la poesía se le ha dado la mayor
concesión, que luego, siempre que se concede tanto, es para
acabar en un semidesprecio. Mientras que a la filosofía, salvo en la
lógica, no se le concede nada, se la condena a la soledad y, si no, a
la tautología. La filosofía queda encerrada en sí misma y si quiere
desbordarse tiene que ir más allá. ¿Más allá de qué? Del ser y de la
esencia, que diría Plotino, es decir, más allá de sí misma. A no ser
que se encuentre ese maravilloso equilibrio de la física aristotélica
donde está la verdadera unión de física, metafísica y ciencia.
Y cuando esta ley de la corporeización no se cumple, en su
vacío demoníaco surge la materialización, azote de nuestros días
que la poesía, la primera antes que ninguna forma de pensamiento,
ha de atajar con su cuerpo, dando el cuerpo de la palabra en el
poema. Es su primer imperativo, su empeño congénito,
consustancial, hacer sustancia de la palabra.
La filosofía propiamente dicha, tan pálida o esquiva de presencia
hoy, no obedece de igual modo al imperativo de la corporeización de
la palabra pensamiento. Es más fluida y líquida, en ella se da el
pensar abriendo felizmente cauce, órbita, línea. La órbita que aloja
no puede ser un cuerpo. A la filosofía le ha estado confiado, exigido,
lo no corpóreo ni corporeizable de la palabra. Y así dio, hubo de
conformarse con dar, los cuerpos del Ser: agua, aire, fuego, tierra y
la luz, que no es cuerpo mas que germina. De común tiene pues con
la mística de los Misterios, y con la subsiguiente fiel a su origen,
ofrecer aunque sea levemente el germinar de la luz en la luz. Luz de
luz su máximo don —Plotino ya místico del entendimiento, de la
inteligencia—. La poesía más apegada, profética en cierto modo de
la encarnación, hubo de darnos el cuerpo de la palabra. Y esta
necesidad es inmediata y no perdona: o la poesía lo sigue haciendo
o la palabra se materializa y con ella la mente.
El materialismo no deja de ser una doctrina, un ismo, y como tal,
pobre como todo ismo. El gran peligro es hoy la materialización. La
poesía, la primera, ha de atajarlo aun sin saberlo. Pues que la virtus
operante no depende de la conciencia y menos todavía de la
premeditación, sino solamente de la lealtad, de la fidelidad a la ley
originaria. El palpitar que discontinuamente sigue, edifica, consolida,
la mariposa que con su vuelo traza orbes y destruye lo compacto del
aire, la mariposa pneuma, o la abeja, melisa que con su dorada
dulzura disuelve y habita, da a gustar una gota diferente,
impensable, una gota imposible que abre la posibilidad de la vida.
Fuego la dulzura del fruto de la abeja, fuego asimilable. La poesía
fue asimilable pero no pensable ni cognoscible. La poesía alimento
impensable, inesperado y necesario, indispensable.
La poesía es el encanto hasta de la fisis. Por eso, al perderse la
noción de la fisis sagrada hubo de surgir la idea del encanto, del
charme, y hasta del sagrado desorden de los sentidos en vez del
orden sacro, mas que al fin lo invoca. A ella le pertenece el restituir
la comunión entre los hombres, errabundos en su perdición.
El pensamiento filosófico puede restituir la comunión entre los
hombres si subsiste la inocencia de la mirada hacia lo Uno, lo uno y
la unidad, su derivada que se reparte según número y medida. El
peso queda para la poesía. La poesía carga entonces con lo pesado
de la cruz del hombre y con su flaqueza. La cruz del hombre es la
cruz de San Andrés, aspa, hélice, historia.
¿La filosofía ha de cargar con la historia o ha de ser ella misma
historia aparte, la historia de lo innato, la historia del ser del hombre
que sólo historiándose, ofreciéndose también, se manifiesta? ¿La
historia del enquiciamiento de la totalidad del ser humano con su
soledad, con su disparidad del Universo, la historia de la pasión del
ser del hombre mantenida en la soledad hasta el límite del Reino de
Dios?
Lo mucho se hace de todos sólo a través del uno, del individuo
errante y solo. Así ahora a través de la muchedumbre pasando por
la soledad específica del poeta hacia todos. Y en el filósofo de la
multiplicidad de las almas y dioses, pasando por la soledad del
hombre apurada hasta el fin a lo divino trascendente, no lo divino
concreto, ¿lo divino sin figura ni idea, pues?
Como todo lo humano, la poesía une vida y existencia, a menudo
la una a costa de la otra y rara vez unidas en venturosa unidad. Y
entonces, cuando esto se realiza, algo es verdaderamente.
La existencia de la poesía está entrelazada con la historia,
subyugada por ella, amenazada siempre hasta cuando contra ella
se rebela para rescatarse. Para rescatarse de tanta servidumbre.
Mas si se retira a su sola vida no se le da en ello tampoco el agua
límpida, el aliento, el hálito, el aire. Se diría que sometida a la ley de
esta cruz entre vida y existencia ha de estarse rescatando en ella
continuamente, teniendo que respirar sin darse respiro.
La servidumbre arriesga ser cautividad. Y la poesía ha estado
cautiva casi siempre, mientras que la filosofía, más defendida en su
autonomía inicial, ha acabado por darse casi por completo a ella, a
la historia, historizándose a sí misma, negándose. Y así aparece
gracias al más renombrado de los filósofos de este siglo —
Heidegger— que le es necesario volverse a la poesía, seguir los
lugares del ser por ella señalados y visitados, para recobrarse, sin la
certeza de lograrlo tal como lo lograron los presocráticos, en
quienes la filosofía no se había desprendido aún de la poesía.
Gracias a Heidegger, ya que sin ese su justo renombre el tal suceso
no habría sido reconocido ni tan siquiera vislumbrado, aunque en
otros textos aparezca. Las situaciones, por esenciales que sean,
han de estar sostenidas, apuradas, por un protagonista que
aparezca con caracteres de credibilidad. Ni tan siquiera Nietzsche
hubiera bastado, alemán como él y más paciente que él en soportar
la cruz de la filosofía al borde de que se entregue totalmente, de que
salga de las manos del hombre occidental, único, que sepamos, en
llevar la cruz del pensamiento filosófico.
EL FILÓSOFO

El ser del filósofo parte de no tener un ser determinado y si lo


tiene debe abandonarlo, es el que lo deja todo. No puede ser
sacerdote, poeta, sabio, legislador, porque no se puede ser ni esto
ni aquello. Así va a parar a ese limbo, a esa tierra de nadie, tierra
virgen. Luego, cuando aparece, su figura es indecisa y confusa,
despierta sospechas.
El filósofo ha ido en busca del ser. No eran solamente los dioses
quienes no tenían ser, era él mismo el que no lo tenía. Y al ir en
busca del ser lo iba cobrando, mas en modo diferente, inédito,
nuevo, originario. De manera que el ser se arraigara en él, que su
vida se conformara por él, que su vida se fuera llenando de ser,
confundiéndose con él y borrándose como vida, oscureciéndose a
medida que la luz del ser le ganaba.
Buscando el ser atravesaba el no-ser, el suyo propio y el de todo
lo que se le mostraba. Descubridor del no-ser, de la carencia en
todas sus formas: del no-ser de la verdad, del no-ser del
conocimiento, del no-ser del amor. Pues que de esto se trataba, allá
en la profundidad última de su ser no empeñado, no entregado a
nadie, ni a los dioses, para que la verdad y el ser penetraran en la
vida suya y en la de todos, en la del hombre.
Como la filosofía obedece a su interna ley constitutiva de la
visibilidad, de la visibilidad en el modo de la diafanidad, pide al
filósofo, su sostenedor y artífice, que borre su presencia, no que la
oculte. La ocultación queda para el que vive o se dispone a vivir él
mismo y, si es preciso, él solo, en la completa manifestación,
ubicuidad, no diferenciación de las dimensiones de la temporalidad,
igualación entre vida y muerte, tal como a los iniciados se les ofrece
vivir. Y lo han de pagar callando y ocultándose al menos en tanto
que individuos, perdiendo su nombre o no dándose a conocer. La
filosofía es para todos, para el hombre en cuanto tal. «Todos los
hombres tienen por naturaleza deseo de saber». Un saber diáfano
por inequívoco, por transmisible sin recurrir a nada más que a él
mismo. Y así, el filósofo ha de borrar su presencia, al propio tiempo
que la mantiene para corroborar lo que dice, para responder si le
preguntan, para comparecer ante la ciudad cuando ya haya
celebrado su simbiosis con ella. Con la ciudad propia, realidad y
representación de la ciudad de todos los hombres.
Anónimamente transitará el filósofo, mezclado con todos los
hombres a partir de su ingreso en la ciudad tras haber pagado la
prenda con Anaxágoras y el sacrificio con Sócrates. Un maestro a lo
más. Un simple profesor en la tardía Europa. Un monje que enseña.
Uno siempre. Uno y sin más. Y más que la persecución, el
desconocimiento será su séquito. El desconocimiento, hasta llegar a
la soledad de Nietzsche, en quien se proclama la imposibilidad del
maestro de filosofía. Muerte que rozará a todos los que después de
él vinieron. Pues o bien apartarán de sí la sombra del discípulo
(aunque no la colaboración, el hacer común que no borra la
soledad) como Benedetto Croce, que tuvo ciudad y patria, o se
verterán en la nación entera como Ortega, sin soñar tan siquiera con
la llegada del discípulo. Era la sociedad entera y de ella su factora,
la elite, la verdadera receptora del quehacer filosófico. Más apegado
a la enseñanza universitaria, el alemán Heidegger señala a su modo
el término del discipulado. Pues en Filosofía, y quizás en todo, la
existencia del discípulo se hace vigente con la fundación de la
Escuela. Sin la Escuela el discípulo tiene carácter de adventicio,
voluntario, ambiguo.
El filósofo, lejos de ser un bienaventurado que vive sin cautela,
está siempre rodeado de cautelas como las que acabo de citar. No
le bastan los discípulos, por el contrario huye de ellos. Y el final de
Nietzsche lo sabemos: loco, escuchando de su madre la Ética de
Spinoza o la música que para él interpretan sus hermanas; solo, con
un aire feliz únicamente interrumpido por alguna desesperación que
la madre sabe apaciguar. Qué carrera ésta del filósofo que nació
para enseñar en continuidad y acaba así, más allá del bien y del
mal, que no puede dejarnos de recordar más allá del ser y de la
esencia de Plotino; quién lo diría, más allá siempre de ella misma o
en otro lugar inasequible. ¿Cuál acaba siendo entonces, para el
futuro, el lugar de la filosofía? Tal vez uno de sus lugares
privilegiados no haya sido el estoicismo sino el cinismo, el
inquietante y desconocido cinismo.
LA REVELACIÓN DEL SER

La revelación del ser a solas, del ser sin sujeto, le fue dada a
Parménides. Una plenitud que ningún sabio había obtenido. Y por
ser plenitud no permitía movimiento alguno, ni de la vida ni del ser
de quienes la recibieran. Sólo el desasimiento del propio ser, de esa
exigencia de ser del hombre, podía hacer posible la presencia del
Ser uno y único, sin poros, sin vacíos. Una respuesta dada por sí
misma sin pregunta que la precediera; como toda revelación, un
exceso y, más que ninguna otra, un absoluto, el absoluto mismo. La
revelación del Dios que es, de la infinitud, la apertura del tiempo al
par que su anulación y con ella la de un espacio cualitativo, la de un
lugar, un más allá. La zarza que sin consumirse es imagen de vida
inextinguible, de eternidad viviente. El ser revelado a Parménides,
pura identidad, ofrece y exige del hombre la identidad del pensar
con el ser. Se trataría de una identificación total dada tan sólo a la
mente.
Y la vida quedaba anulada sin que ni tan siquiera le fuese dada
al hombre esta enunciación. El ser será entonces el equivalente de
la renuncia a ser del hombre, la respuesta total a la anulación de
este pretender ser dado, recibido. Recibida la pretensión de ser,
recibida la revelación del ser Uno como respuesta a este no-ser que
distingue al filósofo primero del resto de los hombres y que le
convierte en testigo único y en asistente a ese ser a través de un
punto, un solo punto que es la identidad del ser con el pensar. Y
este pensar es lo único que no se le quita. Mas el pensar sin
discurrir, sin movimiento de la mente, la mente humana entonces
asimilada al ser uno, convertida ella misma en ser.
Y así el filósofo venía a ser un absoluto, por su renuncia había
obtenido la revelación de lo absoluto. Y no podía hacer más que
cantar. Poema, canto, himno sacro que en un punto había tocado a
lo divino. Había dejado de ser sujeto el filósofo y aun por las
respuestas habidas hasta entonces, había escindido el sujeto del
objeto, lo había creado por la pregunta o por el definir el ser de las
cosas, simplemente por haber enunciado que las hubiera. Él era
distinto de las cosas, de cada una y aun de todas juntas. Y ahora las
cosas y por tanto su distinción desaparecían en el ser, desaparecían
los huecos entre una y otra por Unas que fuesen todas —agua, aire,
fuego y apeiron—. Sólo el Ser es.
Como una aparición el ser había llegado, presencia única la
unidad escondida. Nada oculto podía subsistir. Y de que algo oculto
haya procede la vida, de algo oculto que alienta, y que al alentar
crea, da la respiración. ¿Será el fuego revelado por Heráclito «el
oscuro»? Mas la presencia una y única no se borra jamás de la
mente del filósofo. ¿Será acaso la revelación de la mente divina?
Entre todos los modos de ser hombre, el que menos lugar
encuentra aquí parece sea el filósofo, siendo el hombre el ser que
no encuentra lugar que lo reciba, ¿mas que lo espera acaso, que no
lo teme más bien como a un irruptor? Extraño en todo caso, ¿a qué
viene? El hombre es el que llega y, entre nosotros, las figuras
divinas privilegiadas son las de un Dios o ser divino que llega, que
viene: Apolo, Cristo, a los que corresponde un oscuro dios que de la
tierra se levanta en llamas —Dionisos— para hermanarse con él sin
conseguirlo, pues recae en la tierra, su lecho de muerte, para luego
renacer siempre de la misma manera.
Y el Cristo caído, a solas en el abismo de la divinidad
impenetrable, del abismo que se ahonda y que no le ahorra el lugar
de la muerte para que haya de resucitar ya sabiendo o sin saber
todavía. ¿Qué le fue concedido saber? Padeció. Padeció ser el
Verbo, la palabra divina total Ante omnia secula, según enuncia
Plotino —el filósofo antes que el Símbolo de la Iglesia—. Per quem
omnia facta sunt. ¿Y cómo lo supo el filósofo? El acaso ante todo,
desde ante omnia secula, lo estuvo padeciendo.
Y si el Verbo se hizo carne, ¿a qué la filosofía? ¿En qué
quedaba su posibilidad —su necesidad— cumplida ya la función tan
poco adjudicada a ella que es la de profetizar? ¿Quedó libre,
entregado sólo al hombre algo? ¿Quedó acaso el hombre solo, a
solas cumplida la encarnación? ¿Quedó el hombre al fin en su
soledad como en su reino? ¿Iría a encontrarse con algo en esta
soledad ahora ya pura, con alguien? O era acaso ese su reino la
parte que se le otorgaba al fin del Reino único, indivisible, y ya no
habría que seguir aguzando el oído para oír y a ciegas obedecer,
como se le había exigido, y con tanta irónica crueldad a veces, por
sus dioses, y el de la Luz el que más. ¿Y las criaturas? ¿Los
animales guías le seguirían enseñando, le hablarían las plantas, le
dejaría la tierra sin su voz oscura, aterradora, sin sepultura tal vez?
Los primeros filósofos iban errantes. Iban aquellos filósofos
solos, separados de los dioses mas no de la poesía. ¿Qué nuevo
género de poetizar era éste? Y el nombre de filósofos antes había
sido dado por los pitagóricos que iban solos como un animal
desconocido, con una meta desconocida o sin meta alguna, en una
especie de presente inicial, único.
Eran una especie de comunidad los llamados «pitagóricos».
Aristóteles nombra a Arquitas y a Filolao con sus nombres propios,
los demás quedan únicamente señalados de una forma que no
significa la duda acerca de su existencia sino una descalificación
personal que todavía en las entrañas de la vida mediterránea
subsiste; la máxima descalificación se refiere al sujeto mismo que
no entra en el recinto de lo nombrable, que vaga fuera del logos que
le da nombre, existencia como ser.
¿Les consideraba acaso una secta, nacida de un misterio y no
de la develación que era ya la filosofía? ¿Eran pues la ocultación y
los grados que en la comunidad se manifestaban? ¿Era también él
la mira del poder que la ocultación supone y que lo sustenta? Se
habían establecido, habían ejercido por un tiempo grande influencia
política en el contorno. Se presentaban como hombres, como seres
diferentes, singulares, mientras que el filósofo tenía que comparecer
simplemente ante la ciudad sin grado ni jerarquía alguna. Sócrates
lo había pagado en modo trasparente. Era como todos y su Daimon
le decía —según él— únicamente no, le avisaba dejándole la
libertad, la soledad del hacer, del sentir y del pensar. No obedecía.
Fijo en medio de su ciudad única estaba solo. No iba, se había
fijado. Y no era ya un poeta. El entusiasmo era en él inspiración,
aparece inspirado especialmente en el Simposio, ¿por cuál
divinidad? Una suerte de entusiasmo que rezumaba hasta de sus
silencios, de su incoercible modo de conducirse. Sócrates en medio
de la calle y entre las gentes era él, Sócrates, él siempre y sin igual.
¿Quiénes eran los que iban solos habiendo dejado atrás a los
dioses, haciendo imposible su ser y aun su vida? ¿Qué podían los
dioses ante el ser uno, sin poros, idéntico al pensar, total, esférico?
O ante el logos físico también, fuego que se enciende y se extingue
con medida, ante esta medida que sólo por serlo sería ya, sin
discurso, algún logos. Y antes los elementos, agua, aire y los cuatro
que Empédocles denominó raíces del ser —¿sus entrañas
trasparentes?
En su vagar errante o en su retiro casero —domus y no ciudad
vemos en el vivir de Heráclito, hogar como ningún otro— los
hombres que se acercaban a ellos, los que harían corro para
escuchar el canto del eleático, no aparecen, no cuentan, nada dicen
y su mirada no se deja sentir en el canto.
Es el Universo, el Cosmos —orden, armonía—, lo que aparece
sin gobierno alguno de los dioses, que en caso de existir no se
ocuparían para nada ni del orden ni del hombre; extraños
huéspedes habían de ser, elementos quizá, nubes o sombras del
ser o sueños del logos si es que existían. Iban solos aquellos
filósofos. Mas ¿solos enteramente? ¿No irían entre las sombras de
los dioses y las del inmediato, visible, sensibilismo disputador de la
vida, el animal y la enigmática planta, entre los dones reales que
ofrecen y que no son palabra? Y si no son palabra son sombras ¿de
qué? Seres en sí mismos, planta y animal. Seres ensimismados.
Habitantes de este universo común para todos —antes de que
apareciese el hombre sapiente—, sin esfuerzo y sin vacilación, sin
pausa ni singularidad entre ellos, como si entre ellos el vacío no se
abriera nunca.
EL GUÍA

El Guía, así escrito con mayúscula, es solamente una mínima


parte de una inmensidad, en verdad de una infinitud. No es más que
la presencia en diversas formas de ese transitar infinito que aquí en
la tierra sólo podemos llamar ilimitado. Y por eso el Guía ha de
cambiar dé aspecto permaneciendo él mismo, haciéndose
mayormente él mismo a medida que cambia. Sólo si se muda de
aspecto para ser cada vez más y cada vez más inexorablemente él
mismo, es el Guía verdadero. Se expande, se multiplica, se esconde
y reaparece. Cuesta pena a veces reconocerle y se experimenta
entonces el temor de la infidelidad. Es otro, las circunstancias, se
diría cuando se le reconoce.
Mas el Guía atraviesa las circunstancias y se aviene al par a
ellas. Signo de su mediación benéfica. La mediación adversa —la
que ejerce y ejercita infatigablemente el adversario— es puramente
circunstancial, circunstancial de ablativo se diría en términos
gramaticales. Las circunstancias ineludibles aceptadas como Guía
son decadencia, como decadente es el caso de la declinación. En
ella, en la declinación, sólo el nombre tiene plenitud de valor cuando
es invocación, respuesta, llamada y el acusativo —hacer recaer
sobre alguien una acusación o un modo de ser para bien y más
frecuentemente para mal—, sólo estos dos casos sitúan al sujeto en
sí mismo. El circunstancial de ablativo sitúa al sujeto entre lo que le
rodea; si a él se va a parar para en él confinarse, es el caso de la
disolución del ser, de su responsabilidad, de su autonomía, también
y antes de su genialidad.
El Guía esclarece las circunstancias y las hace transitables.
Llega a iluminarlas de tanto hacerlas desvanecerse en esa su luz.
Entonces por el momento se las ve en toda su magnitud, en sistema
—sea dicho en honor del pensamiento de Ortega y Gasset, si la
vida, ella, es sistema sólo ha de ser visible y cierto si las
circunstancias se iluminan por el amor que va a «salvarlas», según
se dice en las Meditaciones del Quijote, el libro que debió ser su
Guía—. Mas seguidamente las tales circunstancias se subsumen en
las circunstancias universales de la vida humana, inmediatamente
sin dejar aliento en nada, en la nada que antecedió y antecede a la
creación.
El modo pleno de ver las circunstancias, el que haría innecesario
hacer sobre ellas lo que se llama pensar o lo que sería el resultado
del pensar, que lo dejaría atrás, sería el verlas del otro lado, el
darlas la vuelta invirtiendo así la situación entre ellas y el sujeto, que
en vez de estar por ellas cercado las rodearía él. Es el movimiento
de circunambulación prescrito ritualmente en ciertos lugares sacros,
quizá sea una indicación o signo de ello. Una cierta indicación
solamente, pues que el rodearlas sería hacer de ellas centro,
encontrándose así el sujeto fuera de su lugar propio: el ser él mismo
el centro al que las circunstancias rodean ya que es natural al dar
vueltas a algo hacer de ello centro en su conjunto o sentir el centro
encerrado en ese recinto. El sentir del centro vive dentro de la
conciencia y más allá de ella, más adentro.
Tratándose del conocimiento, y antes aún, en lo que precede a
su búsqueda, el Yo, el sujeto, se hace a sí mismo centro. Y al
declararlo nombrándose a sí mismo chose pensant o «sujeto del
conocimiento» se objetiva a sí mismo. En la Razón Vital el Yo está
simplemente enunciado como un dato del que se parte, como el
punto de partida dado radicalmente en la realidad que es su vida,
dentro de ella. Mas está ahí como una afirmación ¿como
resistencia? ¿Podría el sujeto del conocimiento que antes aun de
obtenerlo trata con la realidad sintiéndola y sintiéndose despojarse
de su afirmación para permitirle a lo que le rodea que se muestre y
quizá que no lo circunde, que las circunstancias dejen de aparecer
como un cerco? ¿Podría de este modo ir más allá de ellas sin
abandonarlas?
Más allá de las circunstancias que circundan el horizonte se
llama al que busca el conocimiento, que es simplemente el que no
abandona, el que no suspende el sentir originario, el que no desoye
ni desatiende la presencia no objetiva de algo, de un centro que a sí
mismo y a su contorno trasciende.
Los bienaventurados

Desde el fondo de la soledad y aún más de la desdicha, si es dado


que una ventana se abra, se puede, asomándose a ella, ver, pues
que andan lejos e intangibles, a los bienaventurados. Siendo los
seres perfectamente dichosos solamente en la hondura de la
desdicha se hacen presentes, se aparecen. Y no en una desdicha
sin más sino en una cierta y determinada, en aquella que envuelve
el ser casi por entero, en la que afecta y pone en entredicho al ser
mismo que se siente a la merced de todo y de cualquier adversario,
a punto de sumergirse en la adversidad misma, en la ilimitación de
algo que debía aparecer únicamente como una isla identificable no
como un mar sin límites y de fuerza y duración incalculables. La
ilimitación de la réplica, la plenitud de lo concreto contrario, del
conflicto que pierde sus caracteres de tal al extenderse sin dar
señales de pasar. Ante la extensión ilimitada de la contrariedad y del
desmentido de cualquier pequeña esperanza la desdicha se hace
desconocida. Y si no se consigue quedar en la pasividad flotando
sobre esta amenaza, acogiéndose a día, la amenaza de extinción
del ser andaría a punto de cumplirse o se cumpliría quizás. Es lo
inteligible del destino envolviendo la vida, retirando con ella todo
posible asidero o punto de referencia. Sólo se logra la plenitud del
ser bajo una total carencia o una continua sed; un sufrimiento
inacabable puede ofrecer vida y verdad, única posible vía de
rescate.
Y aparecen así en ronda, en una especie singular de danza que
es al par quietud, los bienaventurados según nos han sido dados.
Hombres sin duda, seres humanos habitantes de nuestro mundo,
nuestro mismo mundo y de otro ya al par; corona de la condición
humana que al quedarse sólo en lo esencial de ella, en su identidad
invulnerable, se aparecen como criaturas de las aguas misteriosas
de la creación a salvo de la amenaza del medio y de la desposesión
del propio ser.
Los bienaventurados son seres de silencio, envueltos, retraídos
de la palabra. Salivados de la palabra camino van de la palabra
única, recibida y dada, sida, camino de ser palabra sola ellos.
Envueltos como capullos, irreconocibles, lentos. Mas su lentitud
resulta engañosa para quien desde fuera los mira, y todos los miran
desde fuera en principio. Es necesario darse cuenta de estos seres
sin más, formas, figuras del ser, categorías, pues, del ser en el
hombre camino de atravesar la última frontera. Seres de silencio,
sufrientes todos, pasivos pero no herméticos. Blandamente están
ahí, tan inmediatos y remotos al par. Para acercarse a ellos hay que
participar en algo de la simplicidad que es su condición, de la
simplicidad que los ha tomado para sí.
Sufrientes, padecedores y terribles cuando se les quiere abordar
y entrar en discusión con ellos; cuando alguien se lanza ciegamente
ha de ser a tratarlos según su uso y manera, se le muestran como
fuego, como lisa hoja de frío acero, como algo intangible. Son
intangibles, inaccesibles, porque son. Seres ya idénticos a sí
mismos, en lo que se distinguen del santo, pues que el santo
padece y alumbra para ser un bienaventurado, ya invisiblemente
algunos a lo menos, algunos: los heroicos. El bienaventurado carece
de virtudes heroicas, y carece de virtudes como carece de palabras
porque ya no está en el reino de lo discernible.
Apenas se le discierne al bienaventurado, en verdad nunca
puede ser discernido por humano intelecto. Es bienaventurado por
eso, o eso es lo que resulta de su bienaventuranza, el no ser
discernido. Y si es sometido a juicio, como suele serlo, apenas se
hace visible es juzgado por otra cosa. Siempre por otra cosa, ya que
hay que envolverlo de alguna manera, encerrarlo, encerrarlo dentro
de una cárcel de conceptos por lo menos; eso si no se le puede
encerrar en una cárcel de espesos muros, de materia densa, porque
entonces el razonamiento y los juicios aunque sean teológicos o
filosóficos, ahora psicológicos, funcionan como materia material:
espesor, impenetrabilidad, sordez. Que el respirar del
bienaventurado, su fuego sutil impalpable no se oiga; que su
mansedumbre no trascienda. Ni el perfume, la indescriptible
fragancia que se expande suavemente de ese su ser. Ni ese su
modo de moverse, de avanzar sin alteración, de retroceder sin
cautela, ese su movimiento libre de alteración, su consustancial
quietud. Ni su sufrimiento, que es padecer escondido aunque sea de
persecuciones por la justicia. Tan escandaloso y visible a lo menos
como suele ser este padecer persecución, cuando de ellos se trata
no es oído ni atendido, es ignorado en el más razonable de los
casos. Ellos, los imputados siempre, aun cuando sufran
persecuciones por una justicia estatal-política que tratándose de
otros levantaría clamor.
Los bienaventurados están en medio del mundo como rehenes,
retenidos bajo cualquier aparente causa sufren. Y el sufrimiento está
en ellos distribuido según su especie, pues que se está tentado de
creerlos al modo de los ángeles, individuo y especie unidamente.
Mas son hombres en quienes la condición humana se especifica
desde la lograda identidad. Son lo que son sin contradicción alguna.
Y así vienen a parecernos como personajes o actores de un drama
constante: la unidad del ser del hombre prisionera de las
contradicciones del mundo, ya que el mundo es eso ante todo y
hasta el fin, sede de la contradicción. De la contradicción asentada,
consolidada, persistente, enemigo de por sí de todo ser simple o
criatura insobornable. Y así la contradicción congénita del mundo se
siente fascinada por todo aquello que transita por él insobornable,
donde sus alusiones no prenden. Ya que la contradicción mundanal
se hace reflejo, eco, alusión, incidentes, causas ocasionales en
suma, pues la razón y la verdad se esconden entre las
circunstancias. Y la vida misma se embosca acobardada.
Se despierta así eso que se podría llamar en términos
contradictorios «espíritu del mundo», suplantación del espíritu
alusivo también, se despierta y se alza, y al alzarse se abaja y
enreda y captura al bienaventurado y, aunque no haya llegado a
serlo, al insobornable, y lo retiene con una avidez que sólo
entendiéndolo de este modo puede explicarse.
Y en el conocimiento el drama se repite, la contradicción que se
resiste a disolverse, a ser diluida o absorbida por la unidad, la
aprisiona en una contradicción exasperada pues que le cierra la vida
de su manifestación, de su acción en la mente humana al par,
inexorablemente. La dialéctica con Zenón responde ingenuamente a
este peligro, mostrando las contradicciones del movimiento,
cerrándole el paso, privándole del contacto con el ser, lo que como
se sabe Platón rehizo mirando desde el ser el mundo que así se
aparece más que como contradicción como apariencia.
Seres que han logrado la identidad y que la llevan
ostensiblemente a modo de un sello que les hace discernibles,
haciendo asequible así su misteriosa vida. Intangibles y capaces de
una comunicación que apenas hacen sentir, comunicación que sin
ofrecerla dan, pues que parte de ese reconocimiento del ser que
configura a la vida y que en los seres que no son ellos o dentro de
los cuales ellos no alientan crea una distancia insalvable. Aquellos
humanos que han llegado a la identidad o la bordean, si no llevan
dentro de sí un bienaventurado, crean soledad en quien pretenden
obtener de ellos una noticia, por leve que sea, de esa vida que
escondida llevan en sí; son todavía y quizá más verdaderamente
que nadie propietarios de su vida o, al menos, celosos guardianes
de ello. Así, algunos seres de profunda meditación, algunos ascetas
a medio camino, algunos poetas en busca de la palabra o poseídos
por ella y sin duda algunos filósofos que fueron así librando tan sólo
a la escritura su diáfano pensamiento sin haber irradiado diafanidad
en torno a su persona viviente, han de ser poseídos por ella. El
tesoro que recelan se expande de algún modo, mas siempre
contenido en una forma, en una figura, en una obra. Entre ellos han
de estar los autores de veras, condenados así a no darse más que
en su obra, a cruzar la vida anónimos, reacios y hasta tacaños de su
ser. Mas ellos tocan ya la bienaventuranza de la pobreza de espíritu,
de esa pobreza que se recoge para darse en forma duradera y que
ha de hacer sufrir al ser en quien se da continuo padecer y hasta
hacer el sufrimiento de los perseguidos por la implacable justicia, a
veces de la tierra y del ser mismo que les manda no dar sino en
cierto modo, que les impide darse, darse a sí mismos directa e
inmediatamente.
Y los no autores de nada, de esquirla de obra alguna, los que en
silencio meditan para sí, han de andar camino de la depresión y en
ella, cogidos por ella, en lucha todavía por la posesión. Ya que en
ciertas zonas de la vida el camino se abre a partir de un centro que
llama y que una vez que lo ha hecho no dejará de seguir llamando,
por eso aparece la lucha y aquél en que se da no puede por menos
de sentirse perseguido.
Mas ellos, los bienaventurados, han salido ya de toda antinomia.
La primera es, ya que así se nos muestra, la que proviene del
poseer que inevitablemente y por perfecta e inocente que sea su
forma trae el ser poseído. Del perfectamente pobre que careciendo
de todo no carece de nada. Mas ¿qué podrán poseer el pacífico y el
que llora? En el primero se da la paz que excluye toda lucha;
mientras el que llora se ha hecho claro manantial de todo el dolor,
del dolor sin calificación alguna. Ya que en el dolor que se llora
puede existir el sentir de algo propio imparticipable que se ha
perdido, de un bien que no se compartía ni podía compartirse. En
este caso es también el llanto el modo de comunicación, el llanto
que, él sí, puede compartirse, que llama a ser compartido.
Hay viajes interterrestres que no se cumplen o verifican más que
en las cimas o en los espacios habitados casi invisiblemente por los
bienaventurados. Hay lugares, lugares recónditos, que solamente
aquéllos conocen o vislumbran, lugares al filo del silencio, del ser y
del no ser. Se podrían dar pero el no ser es más fácil que el ser, en
el ser hay siempre un esfuerzo, una tensión que los
bienaventurados apenas se permiten romper. Sólo el silencio del
Espíritu sería la expresión más afortunada de su presencia. Silencio
propio, cualitativo, incanjeable, que no puede ser confundido por
ninguno de los dos polos del silencio, el mutismo y el pasmo, que ha
de producirse cuando pasa el Espíritu como si fuera lo más puro de
la doncellez de una niña verdadera. En la pintura española se ha
logrado ese silencio en los ojos de la niña entregada a una labor
doméstica, la niña aprendiendo a coser de Zurbarán, en la luna de
muchas inmaculadas, en esos cielos que en ninguna otra pintura
hemos visto.
Los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco. Esa
blancura del pensamiento que sería, quizás el posible lector se
extrañe, propio de un Nietzsche cristiano o a punto de serlo, esa
cima más allá de todo y más allá del Todo igualmente, que se
detuvo en la misma locura cuando tenía que comenzar a escribir él.
Los bienaventurados se detienen por sí mismos, no han empezado
ni siquiera a soñarse ni a ensoñarse a sí mismos, a su propio
pensamiento. Están como alojados en el orden divino que abraza
sin tocarlas todas las cosas y todos los seres, todas las almas
también, como una posesión amorosa que ni necesita ser
sospechada en quien la recibe, si alguien siente la tentación de
hacerlo por escrito, como una carta que se escribe anónima pero
muy delicadamente para uno mismo.
Están rondando en silencio en una danza que cuando se hace
visible es orden, armonía geométrica. Mas de una geometría no
inventada, de una geometría dada como en regalo por el Señor de
los números y de las danzas, por tanto invisible, insensible, es decir,
con un mínimo de «materia sensorial». La danza de lo acabado de
nacer o de lo que no ha nacido todavía, o de lo que nunca nacerá,
pero la danza que es danza para siempre.
El místico

SAN JUAN DE LA CRUZ:

FIGURAS DE SU FIRMA Y TRES PALABRAS

Sin duda alguna que debemos el esplendor de la firma de San Juan


de la Cruz al siglo en que vivió, e igualmente así hubiera sido en los
siglos que siguieron hasta llegar a ese momento difícilmente
señalable del siglo XIX en que las firmas se simplifican y hasta se
anihilan. Se diría que a medida que la presencia y exigencia del
individuo crece, la manifestación de su nombre propio se va
reduciendo, desencarnando diríamos. Mas es de un ser humano
como Fray Juan de la Cruz el que al firmar obedeciese a los
dictados de la época. Y más bien cabe agradecérsele a esta riqueza
usual de aquel entonces que diera la posibilidad de que una tal firma
se diese sin deliberación, ingenuamente, sin que se parase en ello
ni un solo instante como cabe pensar de su autor. Ha de verse así
en estas figuras que la firma nos libra algo positivo, un signo
revelador. Bien pudo irla reduciendo hasta prescindir de ella como le
sucedió a Santa Teresa, que en tantas de sus cartas la deja sola,
deja su nombre solo, en el aire. Con lo cual vemos que resulta tan
fácil el sostener lo dicho al comienzo acerca del crecimiento del yo
individual que va desencarnando la firma. Teresa de Jesús anduvo
siempre muy lejos de cualquier forma o tentación tan siquiera de
tendencia hacia la desencarnación. Todo lo contrario, según aparece
con evidencia en su obra y en sus Fundaciones.
Aparece la firma irradiante de belleza y de firmeza, y aun de una
cierta complicada figuración. Sorprende un tanto en este poeta y
santo, maestro también de mística. Sorprende y maravilla porque en
su vida se dibuja sin color la figura del «pobre de espíritu». Y en ello
colaboró cuanto pudo. Limpio de corazón que no se conformó con
serlo porque sí, por ventura. Recorrió y nos tiende el camino de la
purificación que llegó a la mortificación de los sentidos en acecho
siempre del apetito, hasta llegar a la Subida al Monte Carmelo, obra
doctrinal, a la modificación de las potencias del ánima. Nada le
detenía y nada le llegaba a su íntimo dentro más que la llama de
amor y a nada acudía más que a la fuente que mana en la Noche.
La presencia del bienaventurado se deja ver y sentir más todavía en
lo que explica y comenta, hasta el punto de que nos sugiera —
aunque no sea él sólo entre los santos y especialmente los místicos
— si es conditio sine qua non el que se cumplan algunas
bienaventuranzas en el santo, algunas o todas si es que en cada
una no están todas de alguna manera, como en la figura de una
danza perfecta está toda la danza y cada uno de sus pasos. De si el
santo es, en suma, un bienaventurado, de si es su condición la
materia preparatoria o, a la inversa, que haga falta estar tocado de
santidad para llegar a reposar idéntico al fin en sí mismo en el
estado de bienaventuranza, cualquiera que sea su específico
nombre, de si proviene del bienaventurado o del santo la inmediatez
de su acción. Mas no es éste el lugar señalado para el pobre de
espíritu. Limpio de corazón se le ve a Fray Juan bajo la belleza
impar de su cántico, bajo la sutileza de su prosa y el no fácil de
seguir encadenamiento de su discurso. Contraste entre un ser y su
manifestación por la palabra que igualmente se revela libre de la
vigilia que el uso de la palabra le imponía, en la firmeza, nitidez,
belleza y sobreabundancia de figuras con que su nombre, tan
insignificante entonces, se nos da como significativo regalo.
Aparece ostensiblemente la figura de un corazón a la izquierda,
en el límite mismo. Firme y delicadamente está formado por la línea
vertical erguida y combada en su extremo de la F y el trazo de forma
inesperada de la de su nombre. El trazo que formaría propiamente
la inicial de su nombre, el trazo necesario, tiene mayor fuerza y
espesor y está curvado hacia dentro y se junta abajo con dos líneas
que pueden ser una sola: una línea horizontal que de este punto
crucial parte modulada sin temblor y que podría ser la continuación,
en una forma violenta en ángulo de cuarenta y cinco grados, de la
línea ascendente que nítidamente dibuja la mitad izquierda del
corazón hasta la altura misma en que iría a juntarse con el trazo de
la J sin llegar a tocarla. Dejando, pues, una apertura se vuelca otra
vez en un ángulo curvilíneo, pues que sube más arriba, y en la cima
se curva hacia dentro como protegiendo con su fino trazo todo el
corazón y aun toda la escritura. Y vemos aparecer otra línea
innecesaria, curva en su parte superior, muy breve, que corta el
ángulo superior, atraviesa la parte superior izquierda del corazón
mismo, lo que sería el lóbulo, formando un triángulo y al descender
forma otro mayor rectángulo exterior al corazón; y aún sigue hacia
abajo, cortando la línea horizontal ya señalada y a punto de cortar o
cortando la otra línea horizontal que va más allá viniendo desde el
trazo final de la última letra y que sería propiamente la firma.
El corazón, pues, queda abierto en su parte superior hacia la
derecha y dentro del lóbulo izquierdo aparece esta menuda figura
llena de vida, un signo creado por la F que haría soñar en una
especie de embrión de otro corazón, quizás, o de otro centro que en
él se iría formando.
Las letras todas bien trabadas, respirando al par cada una de
ellas las tres palabras que se extienden y se limitan. Quedan dentro
de un espacio formado por la figura inicial y por la final, la que forma
la Z al salirse de sí con una nueva violencia, alzándose,
descendiendo después hasta sugerir la cabeza de un pájaro o la
proa de un navío. La línea de la firma propiamente dicha nace de lo
que podría ser la garganta de este pájaro o la hendidura de la proa
navegante, no nace recta sino combada, como formando un pecho
de paloma del que salen dos alas o patas que igualmente sugiriesen
el cortar las aguas como una hélice esencial. Van mandadas así, en
la firma toda, las palabras, como empujadas por el corazón que las
gobierna y preside, como un signo, como una bandera con algo de
lábaro, como una preciosa presencia, y su mandato se trasmite o se
acuerda con la figura final donde acaban las letras y se inserta la
firma.
Todo su nombre, pues, navega custodiado dentro de algo, sin
defensa defendido, sin defensa alguna erigida hacia arriba; y se
mueve, transita, trasciende conteniendo este corazón y su
misterioso signo, contenido todo ello sobre el vacío que bien podría
ser el de la inmensidad de las aguas. O la ilimitación simplemente.
No se diría ante la ingravidez de la obra de San Juan de la Cruz,
prosa incluida, ni tampoco ante esa mínima vida que llevó, y que
para él era ancha, que construyera esa manifestación de su nombre
terrestre al fin, que no se remitiera enteramente a ese nombre
secreto y único que se recibe del Padre, que confiere a quien lo
recibe el total nacimiento. Al hacerlo se da a ver naciendo aquí, sin
saberlo, porque sí, indeclinablemente. Como indeclinablemente se
declaró en su poesía y en modo más renunciable en sus
comentarios. No ciertamente en su tratado Subida al Monte Carmelo
ni en sus Avisos y Sentencias, obra de guía más que de maestro, de
conductor que sin imperio llama a ser seguido, obra de voluntad sin
duda, de esa voluntad que es querer sin condiciones.
No tuvo, pues, defensa, aunque sí cautela en la manifestación de
su ser, de lo que en su ser hacía y conformaba. Su firma es un
poema revelador de su darse enteramente sin saber sabiendo. Un
poema revelador esta firma, ninguna jactancia hay en ella, ningún
narcisismo. No se mira mas se da a ver, que es el don del que no se
detiene a mirarse en agua ni espejo alguno aunque sea de cristalina
fuente. No mira en ella para verse sino para «los ojos de mi Amado
que tengo en las entrañas dibujado». Y así, sus entrañas mismas se
revelan hasta en esa firma donde se figura inequívocamente un
corazón firme que resiste visión y unión de amor, un corazón que es
un vaso que recibe sin deshacerse. Un vaso donde la unión se
hace, ese misterioso embrión tan firmemente trazado. Signo de lo
inconcebible. Y el enigmático pájaro distintamente señala sólo lo
suficiente, avanza sin moverse. Todo el conjunto parece un
movimiento de algo inmóvil y quieto, aristotélicamente el motor
inmóvil, pensamiento de pensamientos. Y un pensamiento parece
ser este corazón, un solo pensamiento que poseyendo ya una forma
alberga otra desconocida que dentro le germina. Un solo
pensamiento que en vez de discurrir transita. Lo que aparece en su
poesía y aun en su razonamiento en la prosa de los Comentarios,
aún en ellos ese algo que pasa trasciende los razonamientos,
suceso que se da no sólo en las obras espirituales sino en las
filosóficas. No hay filosofía propiamente si en ella no se da algo que
sostiene y abandona al par a la arquitectura de la razón.
Aquí la arquitectura se encuentra en lo que podía ser la nave
pájaro preservada del agua o del vacío, de «lo otro» que se piensa o
imagina que pudiera, llegado el momento, desprenderse de las
figuras de la firma, corazón, signo naciente y pájaro, y del nombre
tan firmemente declarado, para dejarlos ya librados a sí mismos, a
su movimiento propio impartido por el enigmático y débil pájaro. Y
aún que las figuras unificadas hechas una sola se separen del
nombre y que el nombre vaya así a parar a otro reino, el de lo
claramente visible y discernible para humanos ojos. O bien que el
nombre mismo se haga uno, un solo nombre llevado junto con las
figuras que lo gobiernan y encuadran en la firma, llevado junto a
ellas hacia el reino de la identidad, de lo indiscernible. A lo que no
se opondría que el nombre visible y discernible quede al mismo
tiempo aquí, en este lugar de la visibilidad y del pensamiento que
necesita siempre discernimiento. Y la poesía, donde se realiza
visiblemente la unión vivificante, ya que sólo lo vivificante es prenda
de la identificación verdadera.
La respuesta de la filosofía

No hay método ni dialéctica, sólo tránsito, transmutación de la


Tierra y la Luz al Agua y al Fuego. La filosofía es el fuego
incesantemente encendido hasta lograr la continuidad, la línea
invulnerable que surca el agua ya en parte purificada. Pues que el
fuego no surca el agua oscura primaria, sino el agua segunda o
tercera ya especificada en su cuerpo, última operación que precede
necesariamente a que se encienda el agua. En la filosofía el fuego
no ha de verse, el agua ha de sentirse como corriente, casta flor de
visibilidad. La respuesta de la Filosofía: un torpe arroyo.
La pintura, escribí, sale de la Tierra y de la Luz. Sí, todo lo
primariamente visible. La filosofía —posesa de la visión y de la
visibilidad, eidos, morfé, forma— es la visibilidad de segundo grado.
Hoy la visión —mística o iniciática— nos prepara, apetece, persigue
algo más amplio y universal —para todos— que la visión del iniciado
o místico no pretende, y aun la del místico la ofrece en ansia, en
afonía. De ahí que el místico haya de ser por fuerza filósofo o
pensante.
Guénon no ha visto que en el pensamiento filosófico haya algo
irrenunciable por universal, por anhelo de Universo —el Todo y el
Uno—. La manifestación del Reino, su visión, a veces a punto de
ser lograda, es la parte del pensamiento de la Filosofía, la
manifestación no de Dios sino de su Reino. Adveniant regnum tuum.
¿Hubo alguna vez un lenguaje al que las cosas nombradas
dieran de algún modo su consenso? Objetos, animales, plantas,
astros, distancias… Las cosas mudas, impenetrables, cargadas de
mudez —no de silencio—, resistentes, han ido apareciendo ante el
modo de lenguaje que conocemos y que nos pre-existe. Reconocer
esto último no es gran novedad. Las cosas no aparecerían como
tales cosas si al nombrarlas y al referirnos a ellas (al relacionarlas, al
pensarlas) esperáramos de ellas una respuesta, o al menos la
anheláramos. Si nombrarlas equivaliese a llamarlas para obligarlas
a levantarse de la inercia en que están sepultadas. Si el ser o
aparecer como cosas no fuera el resultado de una condena que las
vuelve disponibles para que nuestra mente las utilice, o siquiera las
movilice. Así es como surge en ellas la exterioridad respecto al
sujeto que exige para sí, sólo para sí, la condición de interioridad. La
historia del sujeto, de esa noción de sujeto que anda errante en
busca de autor, constituiría la historia verdadera de la cultura
occidental: su yerro inicial, su humilde y fecundo origen tan
rápidamente olvidado.
Nombrar las cosas como lo hacemos inveteradamente,
aceradamente (aún con el idealismo voluntarista cartesiano) es
despertarlas: despertar su resistencia. De este modo, el intento de
Ortega de rescatar la realidad —los objetos reales—
caracterizándola por su resistencia al sujeto, aparece como punto
final de un proceso.
La relación sujeto-objeto, inaugurada en Grecia por la actitud
filosófica de Tales de Mileto al preguntar por el ser de las cosas, las
desaloja de la vida y, más que de la vida, del ser del sujeto. Con
esto, desde luego, no reprochamos a Tales de Mileto, ni a ningún
otro filósofo griego, que entienda al sujeto como una interioridad
privilegiada, o siquiera como sujeto. Tan sólo le reprochamos (y más
aún nos lo reprochamos a nosotros mismos, a nuestra interpretación
occidental) que haya formulado una pregunta que sólo responderá
quien la formula, sin escuchar. Sin escuchar y sin oír, mas no sin
mirar. Paso a paso irá apareciendo el ser de las cosas que son
como figura, como morfé, como eidos, mas sin voz. El silencio cae o
ha caído ya sobre las cosas y sobre su ser, o sobre el ser. La
develación será en función del ver. Será un ver, mas no un oír. Y sin
embargo el diálogo… El diálogo, el paso del logos —razón, palabra
— a través de varios hombres, en principio de todos los hombres
que aman la verdad, denota que el sujeto entonces no estaba
constituido, propuesto. Que lo que después se llamó sujeto era el
lugar privilegiado donde el logos se manifestaba y se concebía.
Sócrates, nos dicen, descubrió el concepto, es decir, el logos en el
hombre, en cada hombre; primer paso del proceso de
interiorización, de descubrimiento con carácter de revelación. ¿Pues
cómo negar que el concepto —resultado, y no el único, de la
concepción intelectual— existe y es palabra? Concepto es palabra
que la mente concibe servida por los sentidos. Un paso más y
aparecerá la idea platónica, concebida por la mente aun sin la ayuda
de los sentidos, de cara al logos del universo, al logos universal, a la
inteligencia, a la inteligencia con sus inteligibles. Pero ¿cómo?
Sin duda, como respuesta de la humana inteligencia, o de la
inteligencia en el lugar humano, o de la inteligencia en trance de
humanizarse. El primer nombrar, el que la tradición judeocristiana
consideró primero, el nombrar de Adán, se ha invertido. En la
filosofía griega, ese nombrar se invierte también respecto a la
pregunta, a la célebre pregunta con que, según entienden los
modernos, se inicia el pensar filosófico con Tales de Mileto. Y el
hecho de que la filosofía se alce hasta la plenitud, hasta la madurez
que no pasa, en el Diálogo platónico, favorece la obviedad con que
se impone en la mente la creencia de que en efecto fue preguntando
cómo el pensamiento puramente humano salió al mundo y con él
una nueva luz, una humana o humanizada luz: la claridad.
Mas no es precisamente claridad lo que encontramos en el
Diálogo platónico. Y una elemental lealtad a las cosas tal como se
presentan en su aparición, en su fainomenon, nos impone reconocer
que en estos diálogos la luz brilla por momentos, especialmente en
algunos pasajes, y que la sombra cae sobre otros y casi cubre
diálogos enteros. El Parménides es un avanzar, un querer avanzar
que en verdad es tanto un retroceder como un avanzar, mientras se
miran con ejemplar impavidez todas las caras de la unidad, del uno
y de lo uno, de la multiplicidad de lo uno y del uno, de la
multiplicidad en la mente del hombre. Girar alrededor de algo es un
movimiento sacro, ya se sabe —se supo siempre y se había
olvidado—. Y sería cosa de reparar en los giros que en el
Parménides se hacen en torno a lo uno y al uno, si son nueve o
cuántos. En verdad, el número no sería indiferente. Es preciso
reconocer que Platón no gira en la claridad —en esa claridad que se
tiene por paradigmática y aún exclusiva virtud filosófica—, sino entre
unas tinieblas que mucho tienen de sagradas. Unas tinieblas que
prometen y a veces amenazan abrirse. Y es difícil creer que quien
recorre tal camino no se vea acometido por el temor y un temblor
casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que
el hombre emprendía asomándose al lado de allá, a ese lado al cual
se supuso, cada vez con mayor ligereza, que sólo se asoman los
místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz que
hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde
perderse parece inevitable, y que hiere con un rayo que despierta
más allá de lo sostenible, llamando a la completa vigilia, ésa donde
la mente se incendiaría toda.
Y la conclusión que surge es que tal luz y tal movimiento no son
lo que al preguntar corresponde. Es más bien la luz de la respuesta,
aunque haya tantas preguntas y a través de ellas se descubra algo
que no suele identificarse con una respuesta, porque no es clara
precisamente, porque no es, sobre todo, concluyente. Y se entiende
que toda respuesta ha de ser concluyente y evidente. Las dos notas,
evidencia, y en su defecto claridad, y ser concluyente, dan a la
respuesta —cualquiera que sea— un carácter imperante, la
convierten en imperativo. Lo que se espera y exige en los tiempos
modernos, y cada vez más obviamente, de una respuesta. Si una
respuesta no ofrece estos caracteres que la elevan a la categoría de
imperativo no es reconocida como tal y acaba —o empieza— por
ser desechada simplemente. El culto de la pregunta lleva consigo
como indefectible, insoslayable corolario el que la respuesta venga a
ser su sombra, que se acerque lo más posible a ser una réplica. Una
réplica a la pregunta que la suscita como una sombra, y una réplica
también a otras respuestas y a las preguntas de cuyo cuerpo son la
sombra.
Y lo que en toda pregunta hay de tenaz acaba sujetando el
pensamiento. Bien es verdad que ha habido y hay esa idea de la
filosofía —no la única, por fortuna—. Más que una idea, es una
cierta imposición que se ejerce sobre la filosofía, una encomienda
que se deposita sobre ella: la de sujetar el pensamiento. Pueden
distinguirse en ello dos etapas. La primera es la de reducir el
pensamiento o, por lo menos, verlo paradigmáticamente en su forma
discursiva, razonante. Entonces la filosofía, en la cual el discurrir
razonante aguza su forma, tiende una especie de rieles, de
paralelas —de coordenadas, ¿por qué no?— por donde el
pensamiento se vierte sujetándose, reduciéndose, si es preciso.
Etapa cartesiana, nacida de una respuesta evidente, concluyente,
imperante, pues, en grado sumo.
La segunda etapa había de ser por fuerza la correspondiente a
todo positivismo y a todo pragmatismo en lo que ambos tienen en
común: ceñirse a los hechos, entendiendo en modo evidente y
concluyente que la realidad es los hechos y las cosas; las cosas
como hechos condensados, fijados, ya sin posibilidad de
desbordamiento, la cosa que no se derrama ya de sí, suceso que se
reitera sin variar. Inercia y obstinación en la pretensión de ser y que
sólo ha logrado del ser la permanencia, una cierta forma y la virtud
de subyugar el ánimo del que lo mira, ocupando espacio y tiempo
sin remedio, irremediablemente.
En cuanto a los hechos, aparecen como el resultado concluyente
del suceso que fueron un día, tan sólo durante un instante. Y así el
espacio exterior invade el de la mente humana. Y el horizonte en
que engarza a los dos se condensa y hasta se materializa.
Pues que a las cosas y a los hechos responden, cada vez más
cosificados, los conceptos. Feliz hallazgo liberador en un principio al
que el hombre occidental se ha ido entregando tal como suele
entregarse a todo, obligándolo a servir y a dejarse usar.
Cuando ello sucede, la pregunta nacida de la actitud filosófica —
la actitud, único terreno perennemente válido— no puede, sea cual
sea su contenido, despejar el horizonte y disolver cosas y hechos.
Parece que el universo esté fatalmente conformado, configurado por
los hábitos mentales que un día fueron descubrimientos. Si algo es
el descubrimiento, es expresión de libertad y encuentro de una
realidad prometida que al fin accede a hacerse presente, a dar la
cara, tal como los dioses en un principio. El instante del
descubrimiento es impar, irremplazable como lo es toda coincidentia
opositorum.

***

Sin duda, la pregunta abre una pausa, una suspensión en el


tiempo que comporta un ensanche del espacio: crea un cierto vacío.
Un vacío en grado eminente, cuando se trata de la pregunta nacida
de la actitud filosófica. Pues el vacío en el tiempo es ese átomo que
permite que el tiempo corra propiamente y no sea un correr continuo
análogo a la inmovilidad. Los instantes de vacío en la conciencia
son los que permiten que la conciencia resurja agudizada y los que
más hondamente, más en lo profundo del ser, apagan el tumulto,
sedimentan. Más aún, el vacío es una extinción, una muerte. Una
muerte indispensable para el trascurrir de la vida, para el logro de su
trascender: la muerte preparatoria. Si el hombre encontrara el medio
de inmortalizarse en esta tierra, en esta vida, se agarraría
desesperadamente a este instante de vacío que le pasa
desapercibido y caería en él.
Aun donde no se ha dado la actitud filosófica —que tan pocas
veces se ha dado— la pregunta alza este vacío llenándolo al mismo
tiempo. Quiere decirse que lo aprovecha, lo potencia, lo actualiza, y
al actualizarlo lo ensancha indefinidamente. Quizá Josué hizo una
pregunta al sol para detenerlo; y si no a él, a quienes lo veían,
puesto que la luz se fija y se detiene cuando alguien pregunta o se
pregunta. Y de ahí la expresión «lanzar una pregunta»: lanzarla no
como un cuerpo sino como un vacío más denso, cargado de
atemporalidad y de muerte.

***
La actitud filosófica es lo más parecido a un abandono, a la
partida del hijo pródigo de la casa del Padre; desde la tradición
recibida, los dioses encontrados, la familiaridad y aun del simple
trato con las cosas, tal como ha ido fabricándolo la costumbre. Es lo
más parecido a arrancarse de todo lo recibido, según aparece en
algunas resplandecientes vocaciones religiosas que tanto tendrían
de demoníaco a los ojos del mundo si fuera capaz de advertirlas
cuando se producen, en lugar de conocerlas después, ya como
historia. Pues que la historia cubre los escándalos de la vida.
Y si fuera cierto que la pregunta es lo propio de la filosofía hasta
el punto de constituirla —de darle para siempre y desde siempre
una constitución—, este que sale de la casa del Padre y que será
llamado filósofo, así como otros han sido llamados santos, podría
verificarlo no sólo aprovechando el vacío, un hueco de la mansión
del Padre o una puerta que se dejó abierta o que se abrió por el
ímpetu de la salida. Y si la pregunta es tan radical como parece, el
abandono habría de ser total; el que sale así de la casa del padre,
del padre siempre aunque sea ya la propia, habría de dejarlo todo
dentro de ella; tendría que haber salido sin nada propio, sin nada
más que la pregunta. En la noche oscura. Mas ¿quién lo llama para
que salga así? El ser, el ser de las cosas que son, la verdad, la
razón, se contesta después, muy fácilmente. «El saber que se
busca». Mas en verdad ¿puede ser así, tan de verdad, tan de
razón? Esa pregunta desgarradora ¿fue alguna vez así?
Pues cuesta escasa fatiga aceptar una situación tal cuando se
encuentra uno ya en ella y, sobre todo, si la situación ha llegado a
ser tierra de todos, lugar común; cuando es un estar y no un suceso
verídico. «La del alba sería cuando Don Quijote salió al camino»: es
lo que produce más pasmo de toda la historia de Don Quijote. Salió
a un camino que él sólo sabía, mas sin siquiera tener conciencia de
ello, sin saber. Lo guiaba Dulcinea, la inexistente, que había que
hacer existir a fuerza de gloria ganada por el empeño de un querer
que se derramaba. Por lo cual Alonso Quijano dejaba de ser el
conocido, el ya visto, el inalterable y dejaba de parecerse a una
cosa tanto como sus hazañas dejarían de parecerse a los hechos
cotidianos.
***

¿Puede darse una noche oscura sin una previa iluminación de


esas que convierten la claridad habitual en oscuridad? Tampoco
puede producirse un desasimiento sin algo que se tiende a la mano
vacía, ni un vaciarse de la mente sin alguna palabra que apunta, ni
un silencio total, un silencio que se hace por atender a un rumor,
siquiera a un susurro. Un silencio que no se ha creado así es
mudez, caída en la sombra.
Y el desarraigo del pensamiento filosófico que tan evidente
parece, no puede ni tiene por qué ser una excepción a esta ley del
alma y de la mente toda —inclusive del llamado corazón—. Un
silencio ha debido siempre preceder y aun originar la actitud
filosófica y establecerla hasta convertirla en una actitud
determinante. Pues que lo que caracteriza al filósofo no es ya que
se haya dado en él la actitud, sino su mantenimiento, análogamente
a lo que sucede con cualquier otra actitud (poética, política). «Todos
los hombres tienen por naturaleza deseo de saber» —apetencia
diríamos—, se lee en Aristóteles. Mas no todos sustentan y
formalizan esa apetencia.
En el desarraigo del lugar común que una actitud filosófica lleva
consigo, ha de haber un remitirse a algo en el sujeto
correspondiente. Un desprenderse no se da sin un remitirse. Mas
cuando se trata de algo que se busca, del saber que se busca,
remitirse a él, a lo que se busca, es ya una forma muy específica del
trascender propio del ser humano y en el punto de partida hay sin
duda una incompatibilidad.
Una incompatibilidad, forma suave de expresar la imposibilidad
de seguir viviendo, si se sigue así, en la comunidad encontrada.
Mas ¿se podría resolver yendo en busca de otra comunidad o
sociedad, como en efecto han hecho tantos aventureros,
conquistadores y guerreros? Esto sería simplemente espíritu de
aventura. Aunque no sea tan simple, puesto que se entra en el
espíritu de aventura cuando la aventura vale la pena, cuando se
espera lograr lo maravilloso.
Mas la respuesta al supuesto de que el pensar filosóficamente
arranque de una pregunta, y de su inevitable e inevitada
consecuencia, de que este preguntar lo constituya y siga siendo en
resumidas cuentas todo su saber, la ofrece el mismo Platón sin que
Aristóteles ni Plotino, sin que tampoco los estoicos hayan
presentado réplica ni planteado duda alguna. Sólo Sócrates, en la
filosofía griega, parece obstinarse en la pregunta, y con él los
«reaccionarios cínicos». La reacción se da siempre así, atrincherada
en preguntas.
La filosofía mediadora, como el amor, nacida de la ignorancia y
del saber, originada del entusiasmo, es un delirio, una inspiración,
una posesión irreprimible, nos dice Platón. Una pasión por tanto,
una pasión que conduce a la muerte, a una vida, a un conocimiento.
Una obediencia. Y el «apetito» que enuncia Aristóteles para nada
rompe esta obediencia, pues desemboca en el mayor logro de lo
apetecido: en un orden, conjugación de movimiento e inmovilidad,
circulación sin trabas de la luz.
Es, pues, mucho más que el remitirse de que hablábamos lo que
Platón nos ofrece; es una posesión inspirada que puede hasta hacer
olvidar que se abandone la casa del Padre. Pues que esa
inspiración y ese saber que se rebasa a sí mismo, esa ignorancia
que acoge y que está dispuesta a recibir ese saber están más allá
de toda justificación. Y es claro que sólo lo que está más allá de
toda justificación justifica. Según esto, aparece como pena perdida
toda la moderna justificación del filosofar y aun del pensar. ¿Se
perdieron de vista, acaso, la inspiración y el saber que se derrama
sobre la ignorancia y la ignorancia que acoge al saber? Y quedó
solamente algo que quizá no se justifique, ni lo pretenda. Pues que
el caso es ése: el justificar se hace siempre desde algo que no se
justifica, ni se presenta siquiera para ello. La pregunta, justificativa y
justificadora, justificación ella misma, cela algo que la mueve, la
presenta y aún más: que la origina. Algo que se oculta, aunque se
declare; un punto fijo. Un solo punto, al comienzo, que va
ensanchándose, creciendo, representándose hasta convertirse en
un verdadero personaje. En este caso el Yo, el Yo. El Yo que se
declara en toda duda metódica. El Yo que actúa en toda duda
obstinada, aunque carezca de método, aunque, por el contrario, con
su obstinación obstruya la vía, tape el horizonte.

***

Tiene la duda figura de balanza. Mas ¿dónde, cuál es el punto


que la mantiene en equilibrio? Si es sensible acusa por el
movimiento de los platillos —vasos, receptáculos— la más ligera
variación; discierne. Instrumento que mide proporciones, razones,
es analítica; mas que sea eso, sólo depende del punto que la
mantiene en equilibrio; del punto inmóvil. Todo depende de él: cuál
sea el lugar donde la inmovilidad se sitúe y, si un ser viviente es
quien la mantiene quizás en vilo, quién sea ese que lo decide todo
acerca de su funcionamiento y, precedentemente, de su función, de
su legitimidad. Si el lugar que mantiene la inmovilidad es neutro, o
pretende serlo —la conciencia, ejemplo perfecto de pretendida
neutralidad de la duda cartesiana que marcará la suerte de la
modernidad, del hombre moderno—, la balanza será un instrumento
de análisis, de discernimiento, y la extensión, la cantidad, la
homogeneidad, la analogía, caen bajo su dominio y, por tanto, los
razonamientos por analogía, por comparación, serán su inmediato
resultado. Y la explicación el instantáneo fruto, el codiciado fruto que
guarda cada vez más escondidamente la incógnita que se resiste a
ser explicitada, a lo menos así, por este uso de la balanza. Y bien
pronto la balanza servirá para pesar y medir «lo otro», lo exterior al
sujeto y lo exterior a ello mismo. La relación será, así, de pura
exterioridad, de contraposición de semejanzas. Y las analogías
recaerán sobre el más y el menos y aun sobre el aproximadamente.
Y el número que la balanza arroja se irá vaciando. Mas no, se había
vaciado ya desde el comienzo de toda cualidad, de todo contenido
simbólico; de todo significado para la mente, si es que la mente es
algo así como un espacio donde «lo humano» puede entrar sin
escindirse.
Mas no quiere ello decir que la balanza pueda ni deba ser
recusada como instrumento y menos aún como símbolo. Por el
contrario, sólo si no se pierde el sentido del símbolo primordial que
es la Balanza, su uso se irá dando a conocer por sí mismo, se irá
revelando ella misma en sus profundas analogías. Analogías,
podemos decir, en tanto que se han ido dando paso a paso para la
mente atenta —si esta expresión «mente atenta» no es un ejemplo
de explicitación innecesaria—. Pues que un símbolo ha de ser
captado en la pluralidad de sus significaciones, en un solo acto de
pensamiento. Cosa que no es posible que suceda si el sentir no
acompaña al entender; si el sentir no precede como guía al
entendimiento y no sigue luego guiado por él. El sentir y el entender
no debieron estar separados en un principio, en ese principio del
conocimiento que es un tanto indiferente situar o no en un
determinado tiempo, en un illo tempore más o menos preciso, pues
que todo principio es a la par una meta: allí donde se da en toda su
pureza activa es el lugar del «conocimiento que se busca».
En el principio del conocimiento, el entender y el sentir no
podrían vivir separados; y el contraponerlos, aprovechando la
separación habida después, mide la distancia que de ese
conocimiento que se busca —y que está desde un principio—
separa a quien en ello incurre. Unirlos, reunirlos, requiere ya un
cierto saber y arte basados en la confianza en la no-irracionalidad
del sentir y ayudados por la docilidad del entendimiento: esa
docilidad que rescata al par del orgullo y de la servidumbre, tan
emparentados por su común ceguera.
El sentir y el entender no pueden reunirse sino, como todo lo
viviente o en vía de serlo, por una especie de simbiosis. Simbiosis,
danza en un comienzo y durante un tiempo en el cual los que van a
reunirse ocupan el uno el lugar del otro. Cambios de lugar,
entrecruzamiento según ritmo. El sentir despierta, aviva y es fuego
reanimado por el entender; el sentir que guía velando sólo en largas
noches oscuras, luego es sostenido, custodiado. La Balanza, como
símbolo, se forma así. Se forma, puesto que tratándose de este
símbolo por sí mismo y como símbolo del pensar —pensar, pensar
como medida, pensar como sentimiento— ha de hacerse en el
«sujeto» pensante que no puede acotarla sin más, aunque sea en
una de sus más modestas y fecundas formas: la de unas
coordenadas. La mano debería colaborar, sin duda, dibujando, en
esta simbiosis del sentir y del entender; la mano y el cuerpo,
aquietándose al par que se mueve o sin dejar de moverse; la
respiración, el oído. El cuerpo no puede quedarse aparte de la
concentración que es pensar sin que acarree inenarrables
consecuencias, por ejemplo: dejar la imaginación a su albedrío para
que fantasee, ya que la imaginación es la facultad más corpórea o
corporal de la mente humana. La imaginación andando por su
cuenta es el triste lujo nacido del abandono, como tantos otros.
No se puede usar la balanza sino en la misma medida en que se
hace, en que se forma por aquel que se conforma a ella y por ella. Y
el hecho de que su imagen se presente no es más que una
proposición, esa proposición que llevan consigo todos los símbolos,
no sin carga de ironía, por cierto: piden en tanto que dan, y
preguntan con su respuesta. Pregunta y respuesta se encuentran en
ellos unidas. El entendimiento las discierne, discerniéndose él
mismo a la vez, las separa, separándose, desentrañándolas
mientras se desentraña. Proceso inevitable, por lo que sabemos,
parte del proceso mismo de la filosofía que luego ha de reunirlas;
sentido último de su quête, de su andar en busca.
Pensar propiamente es arrancar algo de las entrañas a la
realidad en cualquiera de sus aspectos y modalidades. Pues que si
la realidad, plural y una en último término, según el a priori del ser
humano, fuera enteramente visible, quiere decirse
homogéneamente visible, sería tan sólo cuestión de tiempo y de
atención el irla viendo según se fuera presentando, sin necesidad
alguna de adentrarse en ella, pues que no tendría un dentro
propiamente. El dentro no es lo mismo que interior, pero uno y otro
tienen de común ser algo que no aparece a la vista, algo que está
tras de lo que a primera vista se manifiesta. La interioridad da idea
de un espacio encerrado, el dentro de algo escondido, apresado y
hasta prisionero en este espacio. Y aun de algo sin espacio propio,
prisionero, recluso, apresado, enredado, cautivo. Algo vivo, pues.
Una entraña es algo que no puede en principio vivir manifestándose
en la visibilidad, impensable, ya que el campo de lo pensable se ha
hecho coincidir sin más con el campo de la visibilidad, de la
manifestación, según la metáfora inicial del pensamiento griego, de
la luz intelectual o de la luz inteligible, extremada y decaída, como
hemos de ver más detenidamente por la tradición filosófica
occidental —incluida la de la filosofía islámica—. Mas lo que el
pensar tiene de violencia y de amor —que pueden, claro está,
contraponerse hasta imposibilitar la acción del pensar, la acción que
es pensar— no nacería ni hubiera, por tanto, exaltado en unas
ocasiones y atropellado en otras la delicada operación del pensar
que se adentra en la realidad. Si la realidad tuviese entrañas y si
algo de esas entrañas no clamara por la visibilidad o no tuviera que
hacer algo con la luz y hacia ella o por ella, pensar habría sido
siempre departir, discurrir y la razón discursiva sería la razón sin
más.
Y todo ha sido como si la realidad tuviese entrañas, y entrañas
que tienen que dar de alguna manera tributo a la luz, lo que significa
que la luz en su forma más apetecida por el pensamiento, la
claridad, ha de nutrirse de algo que al par la reclama y se la opone.
La condenación de las entrañas ha sido el escollo del
racionalismo que se enseñoreó de la filosofía griega y más todavía
de la recepción de ella. El realismo posterior, del mundo cristiano,
reiteró y reitera el presupuesto que Hegel hace explícito de que todo
lo racional es real y a la inversa. La historia misma queda
desentrañada, visible entera toda ella discurriendo por el campo de
lo visible.
La sierpe se desenvuelve, se enrolla y desenrolla sin nudos.
Entre sus nudos no se apresa nada y el logos discurre sin más
oposición que la que él, para mejor mostrarse, se hace a sí mismo.
Y todo ciego acontecer se resuelve, queda en un momento de
tránsito, y la historia toda entera transitable para la razón discursiva.
Las entrañas, si las hay, se deslían, se desenrollan al pasar a la
claridad uniforme de la razón.
Mas no es posible arrancar algo de las entrañas de la realidad
más que a alguien, a un ser humano sin duda, que no ha renunciado
a ellas, que no las ha destituido en su luz propia, que no cree
justificado —y el justificarlo sería ya mucho— el desatender a su
parpadear, a su centellear, a sus signos. Sólo si no se desatiende a
los signos emanados de las propias entrañas puede un
entendimiento ir con ellas hacia la realidad. Y claro está que quien
esto realice irá hacia la realidad de diverso modo y manera,
siguiendo una vía diferente de la vía racional en sentido obvio —de
la obvia vía racional—. Y esto no basta; basta sólo para imprimir
unas ciertas, inesperadas, variaciones en la trayectoria que sigue un
pensamiento, que pueden llegar hasta abrir una brecha en un
método y que por ella haga acto de presentación una verdad o una
esquirla de verdad, o una fulgurante centella, que hacen olvidar el
discurso del método en cuestión, ese discurso que suele ser todo
método; variaciones que, depositadas en la mente de alguien que
no discurra tan dócilmente, que no siga el discurso con entera
docilidad, le dejan en suspenso ya, invalidadas sus claridades.
Y así, en medio de un claro discurso, entre los entresijos de un
sistema, aparecen verdades entrañables, poéticas verdades. «Y a
veces es preciso que estalle el corazón del mundo para que
aparezca un destino más alto», dice Hegel. Claro que el que haya
de estallar el corazón del mundo para que aparezca el destino más
alto, para que el destino se dé a la luz, el que haya de estallar bien
puede ser consecuencia de no haber atendido —y no sólo el
filósofo, por cierto— a ese corazón cifra de las entrañas, lugar
privilegiado donde las entrañas envían su sentir, su gemir, su aviso,
donde se enciende la luz que entre todas alumbran, la llama que
entre todas encienden, que si se la atiende llega a ser, fiel a su ser,
el corazón inmóvil de la claridad de la razón, el centro oscuro de
donde la claridad brota y que la mantiene viva.
No basta, aunque por fortuna se producen estas interpolaciones,
estas apariciones, con que la brecha se abra y el salto se dé en
virtud, ciertamente, de esa última honestidad, que es docilidad por
fuerza, que el filósofo no puede dejar de mantener, conditio sine qua
non de su actitud, su bienaventuranza diríamos, pues que le
sumerge en esa especie de felicidad, inconmovible en cuanto se da,
fundamento verdadero de todo su discurso por discursivo y
discurrente. Esa felicidad que es la respuesta que su entrega sin
reservas —ha de ser así, sin reservas a la verdad que se busca—
recibe; el sí del dios benévolo que le deja seguir su camino, que se
hace esquivo y huidizo, que no responde a sus preguntas más que
así: dándole una felicidad, prueba extrema quizás a la que la
divinidad somete a un hombre, darle la felicidad a solas para ver qué
hace sin él y con ella. Peligro de un estado paradisíaco fuera del
paraíso, por tanto inverso en cierto modo, pues que en el paraíso la
presencia y la palabra, la respuesta adelantaba a la pregunta —
¿qué fruto es ése, qué árbol, por qué…?— y la felicidad estaba así
dispuesta a turbarse, a salir más allá. Mientras que al honesto
filósofo se le da la felicidad sin presencia ni signo, la felicidad sólo al
solo. Y si entiende que es ésa la respuesta, el comienzo inacabable
de ella, no irá más allá. No irá más allá con tal de que no estalle su
mente, ya que el corazón no estalla por la felicidad que sabe,
lámpara escondida, destilar gota a gota incesante, hecho como está
para la continuidad del encenderse y apagarse, del extinguirse y
renacer, de ir, péndulo sabio, de la vida a la muerte tejiendo sus
confines. Mas la conciencia que va discontinua, la conciencia que se
alza imperante, y la razón no hecha a perderse y a recobrarse, a
extinguirse y renacer, y hecha, sí, a la discriminación de la marcha,
al límite puede extraviarse en la inmensidad sin límites del campo de
la felicidad y no saber volver; puede desarticularse en el acto mismo
de encontrar su error y su verdad y no encontrar luego el modo de
enquiciarse. Pues que la razón tendría que convertirse por la
felicidad en riesgo del salvado de la Caverna, riesgo del solo, arriba
en un espacio apacible, mientras abajo gimen los hombres, sus
semejantes, que siguen en la caverna. Y entonces, estos hombres
en la caverna son sus entrañas, sus propias entrañas, y ha de bajar
a arrancarlos de allí, a rescatarlos.
Es el suceso que acecha al feliz en cualquier forma en que la
felicidad le haya llegado, la necesidad de descender a los inferos a
derramar el agua de la felicidad sobre la sequedad y aun a darse en
pasto a la autofagia que en los inferos inacabablemente campea,
pues que hay algo en él allí confinado que resiste, que subsiste,
algo indestructible. Mas el modo en el que el filósofo que ha recibido
a solas la respuesta de la felicidad se siente atraído por la entraña
de la caverna es específico: él baja declarando, enunciando, baja
con la palabra, con la razón, con el logos. Puede en la bajada
desprenderse de él por darlo, por no saberlo dar, por no estar quizá
mandado hasta ese punto. El poeta que procede igualmente no se
diferencia, claro está, del filósofo, que, al fin, en esa acción son el
mismo. Sólo que el poeta sabe más del silencio que el filósofo, su
palabra ha querido romper el silencio apenas o no romperlo. El
amigo del silencio, sea poeta o filósofo, que también los hubo —
Heráclito por caso—, desciende por los corredores mientras
duermen los oscuros de la caverna. Y se introducen sigilosamente
en el sueño de los hombres, en las entrañas dormidas, depositando
en ellas un germen de palabra, y no una palabra total o que
pretende serlo. El filósofo-poeta entra en las entrañas del sueño
salvándolo, por el pronto, de que sea mortal inspirando con un soplo
de luz visiones verdaderas, abriendo un átomo de tiempo en la
atemporalidad del sueño y haciendo surgir una imagen de realidad
—imagen, mas de realidad— que queda en la conciencia del
durmiente cuando despierta.
Feliz del todo sería, bienaventurado, el que supiera conducir en
la caverna, en sus entrañas, el suelo de la humana historia sin
enunciar siquiera el decálogo de la felicidad, sin insinuar siquiera el
logos de la felicidad. Lo cual sería ya más que la felicidad como
respuesta, sería la bendición. Lejos se está de ella, es la réplica que
inmediatamente una tal idea suscita. Y la respuesta a la réplica, que
quizá sea eso lo que se anda con mayor ahínco desde Hegel
buscando, quizá sea eso «lo que se busca»: acción y saber, razón
de nuevo, nuevamente quiciada, lo que desde la filosofía y desde la
poesía se busca, la respuesta de la filosofía con la acción de la
poesía. Y el acecho está desde el lado de la filosofía, el enquistarse
de la pregunta en vez del enquiciarse de la respuesta; del lado de la
palabra poética la impasibilidad inoperante, pago de su seguridad en
el reino de la razón, asomada a su borde, mirando los inferos
entrañables sin descender a ellos. Abandonado de este modo por
las dos el logos embrionario.
Las raíces de la esperanza

Las raíces de la esperanza, más bien la tierra donde esas raíces se


anidan y sustentan, es lo que querríamos considerar.
Aparece la esperanza en diversos modos; en algunos de ellos
resulta aveces irrecognoscible. Confina, como se sabe, con la fe, es
su aliada; mas la fe a veces se presenta como un querer puro y en
su caída como impura, imposición. La caridad, la gracia, la ofrenda
parecen estarle condicionadas en ocasiones, mientras se derrama
por sí misma; hay una generosidad desesperada. Y hay la
esperanza, el esperar más bien de algo concreto: un
acontecimiento, la acción de una persona, y aun la existencia de
una persona de la que la esperanza pende, pues que se ha
concentrado allí como su objeto definitivo o transitorio. Y hay que
aguardar que se acerque al esperar y que se refiera a algo más
cercano, inmediato y que no tiene por qué ser tan definitivo, tan
decisivo.
La esperanza se presenta en ocasiones desasida, como flotando
sobre todo acontecimiento, sobre todo ser concreto, visible, ella
sola, la esperanza sin más. Escapa entonces de todo razonamiento,
de todo discurrir más o menos dialéctico: no se alimenta, al parecer,
de nada y puede sostener la vida de quien así la siente y sustraerse
—ella que tanto tiene que ver con el tiempo— al transcurrir temporal
y sumir el tiempo mismo —para esa persona que la siente— en una
especie de supratemporalidad de instante único: un punto sólo que
posee la capacidad de albergar en su inextensión la extensión del
tiempo todo en su fluir indefinido. Todas las contradicciones quedan
entonces abolidas y la historia no cuenta. Se produce raras veces,
individualmente en personas que todo lo han perdido y que nada en
concreto esperan; tal parece que la esperanza se haya convertido
en sustancia de la vida y que la vida adquiera en virtud de ello los
caracteres de la sustancia: identidad, permanencia a través del
tiempo, consistencia, individualidad en grado extremo.
En la vida histórica tal modo de esperanza pura, desasida,
librada a sí misma o entregada a la inmensidad, se produce a veces
por larguísimo tiempo en pueblos o razas oprimidas, y más que
oprimidas desamparadas. Los civilizados de este Occidente ¿nos
hemos preocupado mucho, en general, de estos pueblos que en
otras latitudes han vivido durante siglos en este desamparo? Y más
aún: cuando de ellos nos hemos acordado ¿ha sido para otra cosa
que para someterlos hasta la esclavitud si necesario se juzgaba?
Pueblos, razas enteras en estado de tribulación, de hambre, de
humillación, pueblan el planeta amenazados de aniquilación por la
miseria —según las estadísticas de los organismos
correspondientes—, continúan ahí, sobre el mismo planeta que
nosotros. Y si han resistido y si resisten ha de ser, forzosamente,
por la fuerza sobrehumana —la palabra llega por sí misma— de
esta esperanza que los mantiene suspendidos sobre el tiempo,
sobre la vida, generación tras generación; mientras en el occidente
civilizado el creciente bienestar —siempre un tanto limitado—
coexiste con la angustia, con la desocupación de alma y mente, con
el deporte intelectual de la desesperación estetizante y literaria, con
el uso de la inteligencia que pretende regir la realidad sin tener
contacto con ella; con la fragilidad ante el sufrimiento, con el estupor
que se despierta ante la constatación de que la felicidad no es fruto
que se recoja por sí mismo, de que hay que hacerla, sostenerla,
crearla y, aún más difícilmente, saberla recibir y recoger cuando
llega.
Cuando el hombre civilizado o simplemente perteneciente a las
culturas de mayor prosperidad se enfrenta con estos pueblos, con
estas razas, lo primero que se produce es un choque de
esperanzas. Un choque en el mejor de los casos, pues que
apuntado queda el abuso de la esperanza que con ellos se ha
practicado tantas veces.
La esperanza, fuera de este caso único, se presenta con un
argumento. Válida es la sentencia de San Pablo: «La fe es el
argumento de las cosas que se esperan». Presentando así a la
esperanza como un continente, como una envoltura o forma a priori
en términos filosóficos. Irresistiblemente nos preguntamos ¿la forma
depende del argumento, el continente del contenido? Y no somos,
ciertamente, los primeros en preguntárnoslo, pues que tal cuestión
ha dado lugar a profundas diferencias dentro del área religiosa a la
que en primer término se aplica la sentencia. La cuestión de si la fe,
el argumento, es inmediata y eficazmente recibida determinando
con ello el nacimiento de la viva esperanza, o bien si la esperanza
como vida despierta, intimidad humana en estado de vigilia, la llama,
recibe y alberga como a su formulada promesa. Si la esperanza al
encontrar su argumento se encuentra a sí misma y sólo entonces se
revela como un hambre oculta que al encontrar el alimento se da a
conocer; si la esperanza revelada en el ayuno, en la angustia, en el
desierto, es una llamada que al fin obtiene respuesta. Fuera del
ámbito estrictamente religioso, haciendo el esfuerzo para considerar
la vida humana no tocada por esperanza alguna total, la cuestión se
plantea igualmente. Y se plantea de raíz, pues que la realidad, la
simple realidad con la que contamos ineludiblemente a diario, se
nos presenta en términos de esperanza: como una realización de su
demanda o como una negación de ella. La realidad que el hombre
encuentra en su conjunto no es neutra.
El problema de la realidad en términos filosóficos no tiene en
cuenta sino la realidad despojada de su significación vital, de su
carácter de respuesta a la humana demanda; olvida que el hombre
no se dirige a la realidad para conocerla mejor o peor, sino después
y a partir de sentirla como una promesa, como una patria de la que
en principio todo se espera, donde se cree posible encontrarlo todo;
como un lugar desconocido también donde toda amenaza puede ser
desatada.
La esperanza, antes de manifestarse como tal en las diversas
formas en que hemos señalado, es el fondo último de la vida, la vida
misma —diríamos— que en el ser humano se dirige
inexorablemente hacia una finalidad, hacia un más allá, la vida que
encerrada en la forma de un individuo la desborda, la trasciende. La
esperanza es la trascendencia misma de la vida que
incesantemente mana y mantiene el ser individual abierto. Según
Leibniz, el individuo es mónada sin ventanas, sin aperturas,
situación que desde el punto de vista del conocimiento queda
resuelta porque la mónada refleja el universo en su totalidad. Mas la
verdad es que el ser entero del individuo humano por una parte es
más que la mónada, pues que anhela infinitamente, siente
indefiniblemente, ama, espera. Y de otra parte es menos ya que sin
más no encuentra en sí mismo, ni como reflejo, el Universo. Pues
cierto es que la filosofía, absorbiendo su atención y su cuidado en el
conocimiento, ha descuidado esa intimidad del ser oscura y
palpitante, uno de cuyos símbolos es el corazón, donde alienta
infatigablemente, sin detenerse, la esperanza.
Y así, todo lo que el hombre busca conocer, y todo sentir ante la
realidad, toda acción que proyecta, todo padecer que sobre él cae,
toda verdad que le sale al encuentro es acogido primariamente por
la esperanza sin que ella siquiera se dé a ver.
Y en el fondo de esta esperanza genérica, absoluta, podemos
discernir algo que la sostiene: la confianza. La esperanza sostiene
todo acto de la vida; la confianza sostiene a la esperanza.
La esperanza se deja ver como todo lo que alienta
constantemente en sus desfallecimientos, en sus atonías. El
conocimiento que el ser humano tiene de sí mismo proviene de lo
negativo: de aquello que siente que le falta o de la falla que lo
sostiene. Y así, la esperanza salta visible en la desesperanza, en la
desesperanza y en la exasperación que advienen por un suceso
habido en la intimidad del ser entregado a sí mismo, o encerrado
dentro de una situación sin salida.
La situación sin salida ofrece una variedad indefinida de
modalidades, de grados; mas por absoluta que sea, como humana
que es, puede ser relativa. Y esto, que toda situación sin salida
puede ser relativizada, es lo que se descubre a la luz de la
esperanza. Y la esperanza tiene que ir acrecentándose,
ahondándose, vivificándose para lograr que el entendimiento se
afine y descubra la salida donde no se presenta. Y en el extremo,
cuando la vida misma va en ella y salida no hay, la esperanza puede
saltar el absoluto obstáculo.
Es en lo negativo donde la esperanza encuentra su campo, su
lugar. Cuando simbólica o realmente la vida falta, la tierra es el lugar
que nos sostiene. El símbolo de la tierra abarca todo aquello que
continuamente nos sostiene, sin que nos demos mucha cuenta fuera
de nosotros y dentro de ese «contar con» que según Ortega y
Gasset es el referimiento continuo a lo que está ahí sin más, lo que
forma el estrato de los supuestos, esos supuestos que están
depositados en las creencias sobre las cuales se alzan las ideas.
El otro lugar real, simbólico en ocasiones, donde la esperanza se
muestra, es la caverna cerrada, o la galería subterránea, el
laberinto; los lugares de inmovilidad y encierro o los lugares donde
habiendo salida en principio se anda perdido.
La oscura y cerrada galería, el laberinto, la caverna o la estancia
enmurada son símbolos diversos, modulaciones de la situación sin
salida; la situación límite en que la vida humana puede encontrarse,
ya que la muerte no es más que su cumplimiento, lo que adviene si
una apertura salvadora no se manifiesta. Pero lo típico de la
situación sin salida es que la muerte parece tan inalcanzable como
el seguir viviendo, que la muerte no constituye la salida liberadora.
La salida ha de encontrarse en la vida misma, es decir, en el tiempo.
Mas el tiempo se ha cerrado justamente en la llamada situación
sin salida, de lo que da tan diáfana imagen el símbolo del laberinto.
El tiempo se ha vuelto y revuelto sobre sí mismo; sus dimensiones,
que normalmente se presentan extendidas —pasado, presente,
porvenir—, se encuentran implicadas, entrañadas las unas en las
otras. Y esto sucede porque el pasado se sobrepone al presente y al
porvenir, cerrando el futuro. Puede suceder así desde dentro de la
persona misma sin causa alguna de afuera; puede suceder también
en virtud de unas determinadas circunstancias que paralizan el fluir
del tiempo en la persona humana. Se trata entonces de abrir el
tiempo, de desentrañarlo.
Este suceso de desentrañar el tiempo, o de que un día aparezca
desentrañado, se verifica sin duda en virtud de una acción
determinada del sujeto que padece esta situación llamada sin salida.
No puede tratarse de una acción cualquiera, sino de una cierta
acción de una cierta especie, diríamos la más actuante. Mas si el
sujeto puede llegar a efectuarla, liberándose así del cerco que lo
rodea, es llevado por la esperanza que como un puente se alza
sobre toda situación sin salida, pertenezca a la clase simbolizada
por la caverna, por la del laberinto a través del que se anda errante
o por la celda donde se está inmovilizado. Todas tienen en común
que el tiempo ha dejado de servir, que corre sin desembocar en
parte alguna. Y todas son al par desierto sin fronteras. La esperanza
como un puente marca el camino al señalar la otra orilla.
EL PUENTE DE LA ESPERANZA

La esperanza inasible es un puente entre la pasividad, por


extrema que sea, y la acción, entre la indiferencia que linda con el
aniquilamiento de la persona humana y la plena actualización de su
finalidad. Un puente también que atraviesa la corriente del tiempo,
según la metáfora de que el tiempo es un río que fluye
incesantemente. Mas es un puente también sobre el tiempo pues
que al llegar a anularlo casi trasportándonos desde la orilla del
pasado al futuro, opera así, ya en esta vida, una especie de
resurrección.
En cuanto al tiempo, la esperanza es quien lo abre rescatando la
memoria de su pasividad, como acabamos de ver, encontrando la
salida. Y en esta acción es agente de conocimiento, al ser la
esperanza el modo más adecuado, el arma más eficaz, de tratar con
el tiempo. Y el tiempo, antes que objeto de conocimiento, es medio,
el verdadero medio donde la persona humana tiene que andar en
modo tal que logre no ser por él sumergida. De la metáfora del río
que fluye de la temporalidad se desprende una amenaza, pues que
el agua no es el medio natural del hombre. Y sin embargo,
acabamos de decir que el tiempo es el medio natural inmediato,
propio de la persona humana viviente, tanto que el tiempo puede
confundirse con la vida misma. Entonces tenemos la extraña y
paradójica situación de que el tiempo, medio natural del hombre
según la metáfora perennemente usada, valedera, sea un medio del
que se desprende una amenaza constante. ¿Cómo es posible? La
idea que tenemos de lo natural y más aún después de la creencia
firme de la moderna biología, que parte del supuesto de que el
medio de un ser vivo ha de ser para éste el más favorable, es que
cada especie busque y obtenga su medio propio. El medio temporal,
pues, ¿no será acaso, si de él proviene amenaza y angustia, el más
desfavorable para el ser humano?
Mas ¿por qué no aceptar que el medio propio de un ser como el
hombre sea justamente este que contiene una constante amenaza
que lo obliga a despertar a una superior vigilia? Pues que el tiempo,
al par que es el medio donde el hombre se encuentra viviendo,
siendo, es el obstáculo que se opone a su anhelo de vivir siempre,
de ser enteramente. Un anhelo que yace en lo más hondo de toda
persona, encubierto a menudo, ofreciendo por ello mismo una
resistencia inexplicable a todo logro, descalificando todo lo que a su
voluntad se le cumple pasado el momento.
El fluir del tiempo hace saltar, despertarse al ansia de eternidad
de la vida. Un anhelo que implica la unidad, la unificación del tiempo
mismo y de los sucesos que lo llenan, siempre fragmentarios. Y es
que el tiempo considerado como medio propio del hombre ofrece
una doble faz: la posibilidad de que aquello que es originariamente
uno se relativice, es decir, el ser de la persona que siendo una
desde el principio ha de irse integrando y desplegando, que estando
oculta ha de irse manifestando, que siendo tiene que realizarse
entre la realidad. En el ser humano ello no es posible sino en el
pasar del tiempo, en esa contextura analítica, divisoria, que el
tiempo tiene, ya que por sí mismo separa y divide, con lo cual
muestra las cosas y hace posibles los sucesos. Y la humana acción.
El tiempo no está dispuesto en principio como medio propio del
hombre sólo para el conocimiento, sino para la acción.
La otra faz del tiempo es la que lo muestra como obstáculo para
el anhelo de ser, ya que el ser en el hombre está como exigencia,
como absoluta exigencia; es un ser que tiene que realizarse. La
vida, paralelamente, tiene que unificarse, ser rescatada de su
dispersión. Los sucesos que la integran han de formar, por lo pronto,
una historia coherente que arroje un sentido. No le basta vivir al ser
humano, solamente de verdad vive cuando está viviendo una
historia, individual y colectiva, que manifieste tener un sentido. Es en
función de la esperanza como el sentido de la personal historia se
alcanza ya, a pesar de todas las diferencias que puedan discernirse
entre la historia personal y la llamada historia propiamente, la de la
colectividad a que se pertenece, la de la humanidad toda en último
término, la esperanza depositada en ella; lo que la historia tiene de
promesa que a pesar de todos los avatares se va cumpliendo es lo
que le da su carácter de humana historia, lo que permite que sea
contada. Una historia sin esperanza es inenarrable.
La esperanza al proporcionar el sentido de la historia, de toda
historia, construye la continuidad en la vida. Ese soplo tantas veces
apenas perceptible resulta ser constructor. Y tanto es así que toda
construcción es símbolo y realidad de una esperanza que al
concretarse en voluntad se llama voto. La piedra de fundación que
desde tiempo inmemorial es depositada ritualmente con al menos
una cierta ceremonia solemne es la expresión de un voto al que
corresponde el edificio en cuestión, de la finalidad a que se dedica,
de la voluntad de que permanezca. Nada se edifica sin que la
voluntad de que permanezca sobre el tiempo lo acompañe. Y así, el
edificar ya desde el principio, aun en aquella forma más elemental
que es poner en pie una sola piedra, forma parte de esta
construcción del puente de la humana historia: de un puente que
pasa sobre el río del tiempo y que al par conduce agua, diríamos de
un acueducto.
Se ha dicho —Ortega— que vivir es anhelar; anhelar, decimos,
es el aliento mínimo, signo de vida tan sólo si no se convierte en
esperanza, que es continuidad en la vida y en la historia. Y la
continuidad en las cosas humanas se logra por trasmisión. Sólo se
vive verdaderamente cuando se trasmite algo. Vivir humanamente
es trasmitir, ofrecer, raíz de la trascendencia y su cumplimiento al
par.
LOS ARCOS DEL PUENTE

Cuando una metáfora es válida lo es en sus diferentes aspectos.


El puente tiene sus arcos llamados también ojos. Arcos que se
sostienen y dejan pasar, abierta arquitectura. Ojos no porque vean,
sino porque dejan ver. Lo que se ve entre los ojos de un puente
aparece destacado y recogido, como un trozo de tierra, cielo,
piedras de elección. Los arcos son también a modo de pasos,
ciertos puentes parece que andan o que se hayan quedado quietos
un instante para seguir; el puente es como la inmovilidad de un
movimiento o como un tránsito que por cumplido no tiene que
proseguir.
La esperanza tiene sus pasos, y sus ojos que dan a ver y que
ven ellos mismos. Ojos de elección pues que descubren y revelan. Y
aun aquello que ven los demás ojos, al ser vistos por los ojos de la
esperanza, se trasmite en su significación y hasta en su forma y
figura. Son pasos también que cuando la esperanza se manifiesta
entera no se anulan el uno al otro, como los arcos del puente forman
una procesión.
El puente es camino, y además une caminos que sin él no
conducirían sino a un abismo o a un lugar intransitable. Un puente
es el paradigma, el mejor ejemplo de lo que es un camino; quieto y
extendido, tiene algo de alas que se abren. La corriente del río
queda dividida por los arcos del puente. Así la corriente de los
sentires, de los pensamientos, de los deseos, queda dividida por los
arcos de la esperanza para luego juntarse en la corriente ancha
domeñada, sobre la cual el hombre puede caminar. Pues que
sucede que, por virtud y obra de la esperanza, el hombre puede
realizar ese imposible que es caminar sobre su propio tumulto
interior, sobre el tiempo que se le pasa y puede en cierto modo
elevarse y sostenerse sobre su propia hondura.
Muchos han de ser estos pasos de la esperanza, mas aquí
vamos a señalar solamente aquellos que nos parecen esenciales,
aquéllos sin los cuales la esperanza no estaría completamente
desplegada. Y nos parece que sean la aceptación de la realidad que
asciende a esperanza de verdad: la llamada que asciende a
invocación del bien; la ofrenda que puede llegar al sacrificio de lo
mejor de uno mismo en que se cumple la acción de trasmitir, el
trascender.
En todos estos pasos se verifica ya una ascensión. Pues que los
pasos del puente son arcos, son pasos en dos dimensiones por lo
menos. Y el primer paso de la esperanza es aquél en que el trato
con la realidad para todo hombre, cosa ineludible, asciende a ser
aceptación de realidad como tal, lo que obliga a mirarla a la luz de la
verdad. Pues que la realidad se presenta confusamente, mezclada;
todo lo que parece real no lo es, o no lo es en igual grado. La
sensibilidad no es buen juez de esta diferencia ya que puede
conferir realidad a lo superficial y pasajero, mientras que en otras
ocasiones en que la inteligencia nada discierne, ella, la sensibilidad,
avisa de la realidad de algo que se esconde.
Ya que la realidad no se muestra por entero, el hombre está sin
saberlo partiendo siempre a su encuentro, a su descubrimiento. Y
nada le es más fácil que el error en esta indeclinable empresa; nada
más fácil que andar errante entre la realidad sin reconocer cuál es la
realidad verdadera, de los trás de qué apariencia se esconde, cuál
de entre las voces es la del verídico destino.
La esperanza en este su primer paso guía a la sensibilidad, la
orienta hacia aquellos aspectos de la realidad que se extiende para
que encuentre en ella la verdad. Y hasta los mismos sentidos se
agudizan en virtud de esta búsqueda de la verdad guiada por la
esperanza. Las situaciones en las que tal acción tiene lugar se
escalonan en una gama inmensa, pues lo mismo sucede en los
casos en que el peligro reside únicamente en la suerte de la vida
individual o colectiva, en función del destino entendido no como
ciega fatalidad sino como realización, como cumplimiento de la
promesa que anida en el fondo del ser humano y de su historia. La
libertad no es otra cosa que la transformación del destino fatal y
ciego en cumplimiento, en realización llena de sentido. Y la
esperanza es el motor agente de esta transformación ascensional.
El segundo paso que se nos presenta en este alto camino de la
esperanza nos parece sea la actualización de esa llamada que
alienta en el fondo de lo que llamamos corazón —usando esa
metáfora, símbolo en verdad del corazón, que nos viene de las más
antiguas tradiciones de la India, de Egipto, del Antiguo Testamento y
aun de la Tragedia griega, vivificado, ya en nuestra tradición, por
San Agustín, de cuyas Confesiones es el verdadero protagonista, y
que penetrando en el recinto de la poesía, de la literatura y de las
artes figurativas, llega hasta nosotros dotado de perenne vitalidad—.
Alienta en el fondo del corazón de cada ser viviente una llamada
que envuelta en el silencio necesita de voz y de palabra. Hay seres
que atraviesan su vida mudos, pues que al no ser proferida esta
llamada retiene las palabras más verdaderas, las más decisivas, las
que podrían cambiar la suerte de estos seres. Es una suerte de
esclavitud esta de estar preso de la palabra no dicha, del gemido
que se acalla, de la súplica que no alcanza a salir, del don que
vuelve como piedra sin darse: el silencio de lo que no se pide y de lo
que no se ofrece.
Todo es correlativo en la vida: el ver es correlato del ser visto; el
hablar del escuchar; el pedir del dar. Y el privado de esperanza no
deja de vivir por ello entre estas parejas de vitales funciones. Mas
las padece en angustia, en este caso. En la angustia, pues que se
trata de una verdadera y gravísima inhibición. El psicoanálisis de
Freud, extendido más allá del ámbito de su escuela, se dirige a la
liberación del instinto de las fuerzas que lo mantienen inhibido, como
es bien sabido. Sería más exacto decir, en vez de instinto, deseo,
que en griego aparece con mayor claridad: la orexis, el apetito sin
término. Mas nos resulta sumamente extraño que no se haya
hablado de las inhibiciones causadas por el amortiguamiento de la
esperanza o por su extinción. Que no haya surgido ningún Método
encaminado abiertamente a liberar a la esperanza aprisionada en el
fondo del corazón para que ella a su vez libere al corazón mismo
donde yace como en un sepulcro. Que no otra cosa parece que sea
el «corazón empedernido» del que el profeta Ezequiel anuncia que
será arrancado a cambio de un «corazón nuevo», de un «corazón
de carne». La «carne» en este lenguaje quiere decir la vida: se trata,
pues, de un corazón viviente que sustituye al corazón de piedra.
Y se entiende fácilmente que un corazón sin esperanza se haga
mudo y sordo; gravitando sobre sí mismo pesa más que ningún otro
peso, es duro para fuera y para dentro; no cumple su función
comunicante, vivificante. La esperanza encendida como fuego y
como lámpara en el corazón hace de él el centro donde el
entendimiento y la sensibilidad se comunican; es el centro donde se
verifica esa operación vital tan indispensable que es la fusión de los
deseos y de los sentimientos, donde los deseos se purifican y los
sentimientos se afinan, el vaso de la unificación de todo el ser.
Y así, movimientos que parecen contrarios, como el pedir y el
ofrecer, el llamar y el escuchar, vienen a ser como la sístole y la
diástole del corazón. Se descubre también que son convertibles:
que el que pide muchas veces da, que el que ofrece recibe. Se
establece la circulación de los bienes, desde los bienes llamados
materiales hasta los más invisibles, sutiles y luminosos bienes. La
circulación que el movimiento del corazón establece trasciende por
la esperanza todos los dominios de la humana vida.
Llevados por la metáfora del corazón hemos pasado del segundo
paso, el de la llamada y la invocación, al tercero, el del don, ofrenda
y, si llega el caso, sacrificio. De la palabra no dicha hemos pasado al
ruego no formulado por falta de esperanza, al gemido que se acalla,
al don que no se ofrece. Es como un paso más que se da
insensiblemente sin grande esfuerzo. Pues que la esperanza va in
crescendo, se alimenta de su propia labor y se recrea en sus
propias obras. Y su más cierta obra es la del ser que vive; prueba
verídica del no-engaño de la esperanza.
La esperanza, y en sentencias bien clásicas, ha sido calificada
de engañosa, de ciega. Mas los textos donde originalmente así se la
presenta corresponden al pesimismo griego más acentuado, en que
la esperanza se confunde con la hybris, con la arrogancia, ella sí, en
verdad, ciega.
La esperanza puede aliarse también con la ilusión, puede
dejarse vencer, apenas nacida, por la avidez de logro, por la
impaciencia, y decaer convirtiéndose en ilusión, en la ilusión que se
alimenta de espejismos en los que la propia ansia se refleja. Lo cual
sucede cuando ese segundo paso que hemos señalado tiene una
sola dimensión, la del recibir. Cuando de verdad la esperanza se
dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común
presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad —
en la noche oscura— o en la luz directa de la verdad no aparente. Y
no esclava de la luz refleja.
Pues que hay una esperanza que nada espera, que se alimenta
de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae del
vacío, de la adversidad, de la oposición, su propia fuerza sin por eso
oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la
esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla,
la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la
esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos
señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio
que nada espera de inmediato mas que sabe gozosamente de su
cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el
desierto que se libra de esperamos por no esperar nada a tiempo
fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y
atraviesa toda la longitud de las edades.

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