[go: up one dir, main page]

100% encontró este documento útil (6 votos)
7K vistas274 páginas

Delirio y Destino - Maria Zambrano

Escrito en 1952 pero publicado en 1989, Delirio y destino es un relato autobiográfico de María Zambrano que abarca desde su infancia hasta 1931. Combina su biografía con los acontecimientos históricos de España que vivió, sirviendo como una 'confesión del siglo' sobre ese período crucial.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
100% encontró este documento útil (6 votos)
7K vistas274 páginas

Delirio y Destino - Maria Zambrano

Escrito en 1952 pero publicado en 1989, Delirio y destino es un relato autobiográfico de María Zambrano que abarca desde su infancia hasta 1931. Combina su biografía con los acontecimientos históricos de España que vivió, sirviendo como una 'confesión del siglo' sobre ese período crucial.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 274

Escrita

en La Habana en 1952, pero publicada de manera tardía en 1989,


cuando la autora ya había regresado a España, «Delirio y destino» rememora,
en clave de confesión iluminadora, a través de reflexiones históricas primero
y de fragmentos intensos al cierre, una breve franja autobiográfica de la vida
de María Zambrano, la que abarca desde 1929 hasta la proclamación de la
Segunda República en 1931, corto pero fundacional período de tiempo en
cuyo transcurso la filósofa cifra las raíces tanto de su biografía personal como
de una entidad colectiva: la formada por todos aquellos coetáneos que, como
ella, vivieron similares circunstancias y se vieron abocados, una vez
concluida la guerra civil española, al desamparo, la soledad, la nostalgia y el
exilio.

Página 2
María Zambrano

Delirio y destino
ePub r1.0
Titivillus 01.09.2021

Página 3
Título original: Delirio y destino
María Zambrano, 1989

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Estoy aquí todavía…

«Estoy aquí en el lugar donde me dejó mi Angel»…


(seguía en el semisueño). Y —mas ¿es así?, ¿en este
lugar puede mi Angel haberme dejado? Abandonada,
pues.

M. Zambrano
El lugar. El Encuentro (diciembre de 1968)

Como respondiendo a una llamada misteriosa del viejo continente… —así


fue como en su exilio cubano María Zambrano decidió ponerse a escribir
Delirio y destino, durante los meses de agosto y setiembre de 1952. El papel
desencadenante, como la propia Zambrano comenta en la «Presentación»,
había de jugarlo la convocatoria del Prix Littéraire Européen para una novela
o biografía, que debía otorgar un jurado internacional compuesto por
Gottfried Benn, Hagmund Hanson, Gabriel Marcel, Hans Oprecht, Denis de
Rougemont e Ignazio Silone, bajo la presidencia de Salvador de Madariaga.
Pero probablemente lo que le permitió cumplir con el exigente plazo de
entrega fue la fuerza que proviene de saber que se está cumpliendo con una
tarea largamente pospuesta. A día de hoy ya es posible situar su punto de
origen veinte años antes, en Horizonte del liberalismo (1930), en la necesidad
de responder a los problemas allí denunciados, y de hacerlo por medio de una
«confesión del siglo[1]». De lo que se trata ahora es de retomar y reconsiderar
lo que de fundamental se ha vivido y se ha pensado durante los primeros
veinte años de vida adulta.
Se ha destacado que, junto con Horizonte del liberalismo y la Tumba de
Antígona, Delirio y destino «son los únicos libros unitarios de nuestra autora;

Página 5
el resto […] son recopilaciones de artículos y breves ensayos, notas y
esquemas, proyectos y presentaciones…, —restos de un naufragio en
definitiva—, como, por lo demás reconoció la propia Zambrano en varios de
sus textos[2]». Lo cual, si bien caben matices respecto de la segunda parte del
libro («Delirios»), es rigurosamente cierto respecto de la primera («Un
destino soñado»), «Un destino soñado» se compone de dieciséis capítulos, en
los que María Zambrano narra sus avatares biográficos (desde su infancia
hasta el reencuentro con su hermana, en París, en 1946; pero silenciando el
periodo que va desde el 14 de abril de 1931 hasta enero de 1939, cuando se ve
forzada a abandonar España), entremezclándolos con los acontecimientos más
significativos de la historia de España que vivió en primera persona.
El primero de ellos, «Adsum», como su mismo título señala (adsum: «aquí
estoy», «comparezco»), constituye una presentación de la autora, que va a
comenzar su relato recordando la primera infancia, principalmente en Vélez-
Málaga (1904-1908), para pasar luego a evocar los años de sus estudios
universitarios en Madrid (1924-1928), sobre los que volverá más adelante, así
como su larga enfermedad y convalecencia (1927-1929), tiempo en el que
trabajará en un proyecto de novela titulado La espera. Desde entonces (a la
que María Zambrano se referirá como «la novela de la confusión de los
tiempos»). Abandonará el proyecto cuando recupere la salud, pero la relación
íntima que guardan aquellas páginas con Delirio y destino se hará patente y
explícita más adelante, en diversas ocasiones. Así pues, «Adsum» cumple la
función de un preludio, da el tono de lo que se va a narrar, y da también fe de
vida de la propia Zambrano (fe de vida cuyo sentido se renueva con la
publicación tan tardía del libro, como ella misma manifiesta en la
«Presentación», 1988), en un acto ceremonial de comparecencia; comparece
para avisar que quien aquí habla es alguien que «se había decidido a nacer,
pero [que] tendría que ir naciendo. Vivía, en realidad, un estado prenatal en el
que inevitablemente había de ser presa de delirios y recorrería galerías
oscuras empujando puertas semiabiertas; su pequeño ser inmóvil se
desplegaba»… Comparece constatando una primera revelación, que «siempre
el recuerdo; la memoria aparece como viniendo de un olvido, de un oscuro
fondo que ofrece una resistencia, inexpugnable. Y somos así, opacos a
nosotros mismos en esa primera, espontánea forma de conocimiento en que ni
siquiera pretendemos conocernos, que es la memoria. La memoria, primera
revelación ineludible de la persona. ¿Por qué este tener presente nuestra vida
pasada, aunque los recuerdos concretos desaparezcan? La memoria está

Página 6
siempre ahí, viviente; no descansa». Comparece aquí, en el umbral, como una
oficiante que dijera: «Voy a comenzar a recordar…».
Sabemos lo duro que fue para Zambrano abandonar España; las primeras
palabras con las que comienza Adsum parecen traernos el eco de ese recuerdo.
Luego vendrán los primeros tiempos de exilio, en México, difíciles; aunque
sea allí, en Morelia, donde finalice Filosofía y poesía, pero serán tiempos
llenos de tensiones. Hasta que finalmente Cuba le ofrezca una «patria
prenatal» en la que cicatrizar sus heridas y renacer a la vida, también Puerto
Rico pero sobre todo La Habana le regalará la ocasión para hacer las paces y
encontrar la paz, también con su condición de exilada. Allí, entre agosto y
septiembre de 1952, escribirá la primera versión de Delirio y destino, como
relato de los veinte años de la vida de una española, y como trabajo de
renacimiento también.

II

Que Delirio y destino es un libro confesional es algo que no se discute, parece


evidente; lo que sí es motivo de una cierta controversia es si el texto puede ser
calificado de confesión, en sentido estricto, como género literario, tal como
fue caracterizado por la propia Zambrano una década antes[3]. Y es cierto que
caben al respecto discrepancias y matices. A lo que hay que añadir que no se
recuerda que Zambrano se refiriera al texto calificándolo de confesión, más
bien parece que para ella el género que se le suponía era la biografía. Lo cual
no es obstáculo para que, de hecho, el libro venga a ocupar el lugar (a cumplir
la función) que se esperaba que asumiera esa «confesión del siglo» a la que el
conflicto descrito en Horizonte del liberalismo abocaba, y para el que no
parecía haber otra respuesta sino «toda nuestra biografía[4]».
Con todo, en Delirio y destino se habla muy poco de la confesión, apenas
aparece la palabra. Pero aun así, una de sus escasas apariciones resulta bien
reveladora. En «España despierta soñándose», recordando sus años de
estudiante, escribe: «Despertar, sin dejar de soñarnos, sería tener un sueño
lúcido. Es el ansia que se padece y que se está a punto de lograr en ciertos
momentos de la historia —individual o colectiva— cuando un pueblo
despierta soñándose, cuando despierta porque su ensueño —su proyecto— se
lo exige, le exige conocerse; conocer su pasado, liquidar las amarguras que

Página 7
guarda en su memoria, poner al descubierto las llagas escondidas, realizar una
acción que es al par una confesión, —purificarse—, haciendo[5]». Y sí, aquí
hace referencia al acto (necesario) de la confesión, pero se trata de la
confesión de un pueblo, de la España que despierta. Lo autobiográfico viene a
inmiscuirse en esta confesión de un pueblo (y de un modo eminente, hasta
erigirse en única voz narrativa del relato, el portavoz del sentido) en virtud de
la participación de esta biografía singular en los hechos que se narran. El
haber formado parte (en ocasiones activa, apasionada siempre) de ese destino
común que comenzaba a dibujarse concede a los acontecimientos íntimos de
quien habla la relevancia suficiente como para que resulten pertinentes de
cara a esclarecer la forma espiritual de lo que estaba en juego. Entonces, en
caso de que se adscribiera Delirio y destino al género de la confesión, habría
que matizar a renglón seguido que se trata de una confesión por lo menos
peculiar, una forma compleja del «saber de experiencia». Porque aquí se trata
del relato que María Zambrano realiza de sus años de formación, en los que se
vio embarcada en un proceso de transformación colectiva de grandes
alcances. Aquí se trataría entonces de una confesión autobiográfica que se
articula plegándose sobre una confesión colectiva, circulando la trama del
libro en el entredós entre ambas confesiones (y si introdujéramos además la
diferencia temporal existente entre los hechos que se narran y el momento en
el que se lleva a cabo la narración, la complejidad de esta forma de confesión
no haría sino aumentar). Aunque debe decirse que, ya en su libro sobre la
confesión, Zambrano la caracteriza a menudo de un modo que puede aplicarse
indistintamente a un sujeto personal o colectivo, como percibiendo un espacio
común. Valga un ejemplo:

Pues al fin una de las funciones de la confesión es abrir sitio para una
realidad que corre riesgo de asfixiarse. El pensamiento abre lugar a ciertas
realidades, librándolas de su contradicción, mostrando su objetividad. La
confesión conquista este lugar para las realidades íntimas no reductibles a
objeto, realidades que necesitan de un respaldo vivo, de una existencia
singular que las sostenga, pues ellas no quieren ser transformadas en
objeto. Son las entrañas que quieren vivir como tales^entrañas. El corazón
que aspira a la vida que le corresponde como tal, corazón que no quiere ser
trasmutado en objeto de condición distinta, ser asimilado por la razón, por
ejemplo, o disuelto por ella[6].

Página 8
Debe recordarse sin embargo que en la consideración de Zambrano, la
confesión no es solo un género literario, es también un método.

La Confesión no es sino un método de que la vida se libre de sus paradojas


y llegue a coincidir consigo misma. No es el único, pero sí tal vez el más
inmediato, el más directo. Y tal vez no sea suficiente; no sea sino
preparación, método en sentido estricto para algo que venga después,
método en que la vida muestre, precisamente al ponerse en movimiento, su
figura esencial y su peculiaridad más extrema[7].

En tanto que método, la confesión quedará atestada como productora de


evidencia, entendiendo por tal «el punto en que la verdad, una verdad de la
mente y de la vida, se tocan». Las evidencias que importan en el juego
metódico de la confesión, son las propias a una «verdad de la que puede
vivirse». Y lo que juega a nuestro favor es que sabemos que «en el comienzo
de toda época, en la salida de toda crisis, aparece una evidencia y sólo por ella
se sale», que eso es lo que tienen de valioso las evidencias, su capacidad de
darle un giro intempestivo al presente.

La verdad de la evidencia se impone y al imponerse produce seguridad,


certidumbre. Es a la vez firme y transparente. La evidencia es el nombre
filosófico de algo que en la mística se llama «revelación». Es la presencia
indudable de una realidad; una aparición. Mas la realidad es de tal manera,
que produce una huella o modificación en quien la recibe[8].

Se diría que estamos muy cerca de las convicciones que laten en Delirio y
destino.

III

María Zambrano comienza el relato evocando sus años de carrera y los


primeros tiempos como licenciada (1924-1929), muy atenta a la vida política
y cultural de por entonces en Madrid. Este tramo ocupará cinco capítulos y se

Página 9
suelen destacar como los momentos más relevantes: el relato de las
actividades de la Federación Universitaria Escolar (F.U.E.), la fundación de la
Liga de Educación Social (L.E.S.), y el surgimiento de un movimiento
estudiantil e intelectual de oposición a Primo de Rivera… Todo este recorrido
aparecerá tachonado con una serie de pequeñas evidencias y revelaciones que
irán puntuando el movimiento confesional del relato, tanto el personal como
el colectivo. Tendrán su inicio en «Recordando el futuro», con la constatación
de la importancia irreductible de la evidencia misma (porque «para quien no
resultase evidente su querer no había explicación posible»), y también de su
necesidad presente, la de «llevar su vida a su fundamento; su fundamento que
llama a la evidencia, ponerse su vida a sí misma en evidencia,
evidenciarse…». Seguirá en «España despierta soñándose», preguntándose
por las condiciones que permitirían desentrañar la vida española, «algo así
como recibir en común una revelación». Luego, en «La vuelta a la tierra», la
evidencia primera que se impondría sería el desacuerdo de los estudiantes con
la dictadura de Primo de Rivera, y la raíz profunda de ese descuerdo, en cuyo
origen está la decisión de no aceptar otra evidencia sino la vida: «la vida aquí
y ahora… y el deber de vivirla enteramente, más todavía, claramente; una
vida clara y adecuada a nuestra condición actual». El capítulo siguiente, «La
multiplicidad de los tiempos» podría decirse que trata enteramente de
caracterizar la revelación a la que alude su título, y de ponerla a prueba como
analizador del presente, como un revelador de evidencias. Finalmente, en «La
vuelta a la ciudad», la evidencia que se le impondrá será la de una verdad
«que se le había ido revelando a medida que había ido abriendo los ojos de la
razón a la vida que la rodeaba»: que el rey no era sino un hombre como los
demás…
En «La multiplicidad de los tiempos» la propia Zambrano señalará que era
ésta una revelación que ya había comenzado a hacérsele evidente con ocasión
de su proyecto de novela, La espera. Desde entonces, estableciendo así un
nexo claro entre Delirio y destino y ese proyecto. El que de la novela no
quede otro rastro sino una colección de textos breves, todos ellos posteriores
al presunto abandono del proyecto (con la única excepción tal vez de «Ciudad
ausente»), dificulta considerablemente poder llevar más allá este
emparejamiento[9]. Sin embargo, dada la voluntad de renacimiento que se
propone Delirio y destino, y que le exige a su autora retomar y reconsiderar la
vida vivida y lo que se ha alcanzado a pensar en ella, no parece descabellado
imaginar esta relación como una operación de asimilación, en términos casi
fisiológicos. El estado presente de edición de sus textos autobiográficos nos

Página 10
permite ver una amplia zona de vecindad, en ocasiones de indiscernibilidad
incluso, entre los textos que cabe atribuir a su proyecto de novela y los que
deberían ser ordenados como «delirios», entendiendo por tal una forma
literaria específica (véase nota 1); y también que ambas derivas encuentran su
punto de origen en «Ciudad ausente». Cabe añadir que, leídos ahora, desde
Delirio y destino, es muy difícil resistirse a la impresión de que lo
fundamental de aquellos ejercicios, la lección que cabía aprender de ellos ha
quedado plenamente incorporada y asimilada en este texto.
Esta impresión se extiende más allá de esta zona de vecindad entre el
delirio y los fragmentos de La espera. Desde entonces. Hemos visto ya que,
en tanto que confesión del siglo, cabía poner en relación a Delirio y destino
con la problemática denunciada en Horizonte del liberalismo[10], a lo que
habría que añadir, en lo que tienen de tentativas de aproximación a una
historia esencial de España, sus dos siguientes publicaciones Los intelectuales
en el drama de España (1936-1939) y Pensamiento y poesía en la vida
española (1939), por aspectos muy concretos también, como la reflexión
sobre la generación del 98. (Y merece la pena recordar además que en el
primero de estos dos textos formula por vez primera, en 1937, su «Razón
poética, de honda raíz de amor»). Hemos visto también que en Delirio y
destino se ponían en obra los resultados de lo aprendido en La Confesión:
Género literario y método (1943), lo cual viene a implicar directamente a otro
texto suyo, Hacia un saber sobre el alma (1950), empezando por el primero de
los artículos recogidos, «Hacia un saber sobre el alma» (1934), y la noción de
saber de experiencia que allí defiende (una noción que parece convenirle
singularmente bien a Delirio y destino), y siguiendo con la soledad letrada de
«Por qué se escribe» (1934), y de ahí en adelante… Aun sin hilar muy fino,
probablemente no debería dejar de mencionarse además el modo en que los
delirios de Antígona (1947-1948) sobrevuelan el texto… En cualquier caso, el
carácter de encrucijada que en tanto que libro le corresponde a Delirio y
destino viene a completarse con las publicaciones inmediatas que seguirán su
rumbo. La primera de ellas, El hombre y lo divino (1955; 1973), guarda una
relación estrecha incluso por motivos físicos, podría decirse; Zambrano
escribe Delirio y destino mientras está escribiendo este texto (hace una pausa,
le abre un espacio), y esta proximidad física se delata desde su mismo punto
de partida: «En el principio era el delirio; quiere decir que el hombre se sentía
mirado sin ver…». A menudo da la impresión de que Delirio y destino está
escrito en el interior de un espacio cognoscitivo en el que esta afirmación de
El hombre y lo divino reina como su primer axioma. Igualmente obvia viene a

Página 11
ser su relación con La tumba de Antígona (1967), ni que sea por la
cristalización que ahí tiene lugar de todo lo ensayado hasta entonces bajo la
forma del delirio; y desde este punto se nos abriría entonces un camino
complicado que nos acabaría llevando hasta Claros del bosque (1977),
invitándonos a entrarle por el capítulo dedicado a «El delirio – El dios
oscuro»: «Brota el delirio, al parecer sin límites, no sólo del corazón humano,
sino de la vida toda[11]…».
Resultan previsibles también las resonancias que se levantarán siempre
que en adelante escriba sobre España o Europa… Y en cambio, son mucho
menos evidentes sus vínculos con el giro que tiene lugar en su indagación
sobre los sueños a partir de 1955[12]. Y sin embargo resulta
sorprendentemente esclarecedor leer esa serie de textos como una
prolongación de lo aprendido en Delirio y destino, donde la cuestión de la
«España [que] despierta soñándose» se elevaría a pregunta por los sentidos
del sueño (personal, colectivo); y la vía de escape fuera de las monotonías
previsibles de la conciencia ya no se presentaría como una modalidad
patológica (delirar) sino que se pacificaría en clave fisiológica (soñar) de un
modo mucho más manejable.

IV

Luego viene el año de 1930, al que se consagran los dos capítulos siguientes;
en el primero, «La coyuntura histórica», evoca la caída de Primo de Rivera
(«…la acusación era evidente y somera como la evidencia lo es siempre; a
aquella evidencia nos ateníamos. Evidencia que se presentaba a diario,
puntualmente, a recitar su parte. La evidencia estaba presentada por la figura
del Dictador de entonces…»). En el segundo se dedica «Un minuto de
silencio» a las ejecuciones con las que se puso fin a la Sublevación de Jaca
(«Las entrañas enfriadas, ¿las sentirá así el condenado a muerte desde que
conoce su fin y sabe la hora, el momento?»), es un lamento, una queja.
Y es cierto que desde La Confesión… sabemos que la queja es precursora
de la confesión, y que la figura del paciente Job será la que vendría a
encarnarla: «Es Job el antecedente de la confesión, y decir Job es tanto como
decir queja: es la queja. Es Job quien habla en primera persona; sus palabras
son plañidos que nos llegan en el mismo tiempo en que fueron pronunciados;

Página 12
es como si los oyéramos; suenan a viva voz. Y esto es la confesión: palabra a
viva voz[13]». Y sí, lo sabíamos, pero lo que ocurre es que, al recordar ahora
sus palabras, se hace evidente una incomodidad que no habíamos tomado en
consideración: y es que Delirio y destino está escrito prácticamente por entero
en tercera persona (con apariciones muy escasas de la primera). Entonces, de
quien habla en Delirio y destino no puede decirse que es «quien habla en
primera persona», gramaticalmente hablando. Esta constatación abre de por sí
una buena colección de preguntas, comenzando por cuáles son las razones
que mueven a realizar una confesión en tercera persona; y ofrece además un
campo a la especulación diegética sumamente generoso. Con objeto tan solo
de desbrozar un poco las lindes de ese campo de juego me permito hacer dos
observaciones al respecto. En primer lugar, que el uso de la tercera persona es
una característica de Delirio y destino que no comparte con ninguno de los
fragmentos de su novela que se conservan (en los que predomina la primera
persona del singular o del plural). Si retenemos que cuando hace novela usa la
primera persona y cuando escribe su confesión usa la tercera, la pregunta que
parece imponerse es si no habrá en la diferencia entre confesión y novela
alguna particularidad que justifique la elección. Dicho lo cual, el aviso que
nos llegaría al respecto de María Zambrano podría muy bien ser el siguiente:

El que se novela, el que hace una novela autobiográfica, revela una cierta
complacencia sobre sí mismo, al menos una aceptación de su ser, una
aceptación de su fracaso, que el que ejecuta la confesión no hace de modo
alguno. El que se autonovela objetiva su fracaso, su ser a medias, y se
recrea en él, sin trascenderlo más que en el tiempo virtual del arte, lo cual
lleva mucho peligro. […] Todo narcisismo es juego con la muerte[14].

Habida cuenta del proceso de maduración emprendido por María


Zambrano en Delirio y destino, parece natural suponerle a su relato una
prevención radical contra cualquier forma de narcisismo, lo que sugeriría la
necesidad de marcar distancias con la novela, y apoyaría la decisión de
adoptar la tercera persona como lugar desde el que proyectar la voz literaria y
a la vez como marcador de la distancia para con el lector también.
La segunda observación pretende recordar tan solo un hecho bien sabido,
y es que es normal que los niños, entre los dieciocho meses y los tres años,
hablen de sí mismos en tercera persona (utilizando como sujeto el nombre
propio o simplemente «el niño» o «la niña»). Aunque en caso de prolongarse

Página 13
más allá de los tres años, suele decirse que podría ser un síntoma de autismo,
ecolalia o psicosis. Y tal vez haya que añadir que, en términos psicoanalíticos,
a partir de los tres años se inicia la fase fálica en la evolución libidinal del
niño, en la que deberá resolver el complejo de Edipo para poder pasar a la
fase de latencia, lo que acarreará la aparición de la función paterna, la
aceptación de la Ley y el acceso al pleno dominio del lenguaje. Y que cuando
se rompe ese marco, lo que queda del otro lado pertenece a un mundo oscuro
en regresión, con sus locuras y sus delirios.
A lo que vendría a sumarse el que, desde muy pronto, la medicina
decimonónica haya constatado la sustitución de la primera persona por la
tercera en los procesos delirantes, operación que tanto podía servir al enfermo
para señalar la propia extrañeza ante lo que le estaba ocurriendo en su interior
como para elevarle a una grandeza inalcanzable para el resto de los mortales.
Pongo un ejemplo, de los más tempranos:

Una mujer joven, que estaba ya en el último grado de una tisis pulmonar, a
menudo hablaba de ella misma en tercera persona y en masculino. Gritaba:
«¡Cómo sufre, su respiración es horriblemente difícil, va a ahogarse!». [Ah
comme il soufre, sa respiration est horriblement gênée, il va étouffer], etc.
Primeramente se le hizo reparar en su error, y ella lo aceptó con gran
sorpresa; pero en los últimos días de su vida, volvía a caer en él
continuamente, y no hablaba de lo que sentía si no era de esta manera[15].

Así pues, de este lado también nos encontramos con la asociación entre
quien habla de sí mismo en tercera persona y el hablar delirante. Y sí me
parecía de interés recordar este hecho no era evidentemente para sugerir una
reducción clínica del relato de Zambrano y sí en cambio, para mostrar la
profunda adecuación entre el título de la obra, Delirio y destino, y el
protocolo adoptado para su escritura, el cuerpo que le da la voz.
Aunque bien podría ser que las cosas fuera más sencillas o más
transparentes, y que María Zambrano, aquel verano de 1952, en Cuba, se
hubiera recogido en su soledad de escritor para proyectar su sombra sobre los
acontecimientos vividos y todo lo conversado, pensado y escrito a lo largo de
sus primeros veinte años de vida adulta, volviéndolo a traer a la luz de la
memoria. Y que su tarea de escritura hubiera sido relatar simplemente lo que
le había ido sucediendo a aquella joven que ella era entonces, a la que ahora
veía deambular en su recuerdo —desde ese alejamiento…

Página 14
V

El siguiente tramo cubrirá el año 1931, evocado en cuatro pasos: el fin del
Gabinete Berenguer y las iniciativas para una constitución del Gobierno
Provisional de la República («La inspiración»)[16]; le seguirá la crónica («La
hora») de las múltiples actividades que se desarrollaron en favor de la
República:
España, la España entrañable, la de los pueblos anónimos, hambrientos de
todas las hambres, salía de su infierno —esperanza palpitante—; y ellos, los
del limbo de la vida ciudadana, iban a su encuentro.
Y los dos capítulos que restan se dedicarán a dos fechas señaladas:
«Domingo 12 de abril» al día de la votación, y «Aquel 14 de abril» a la
proclamación de la República, día del que María Zambrano retiene tres gritos:
«¡Viva la República! ¡Viva España!» —gritos unánimes, reiterados, y
finalmente uno solitario—, «¡Viva todo el mundo!», que viene a cerrar el
capítulo.
Sabemos que, en el proyecto original, el relato hubiera debido acabar
aquí; éste era el final que había primeramente imaginado Zambrano para «Un
destino soñado», un final en alto, cerrando lo dicho con un grito de amor y
una camisa blanca en la que estalla la luz. Y qué duda cabe que, de haber sido
así, el peso del libro hubiera cambiado notablemente, si se hubiera detenido
en ese momento mágico en el que cristaliza el sueño, la República. No
sabemos las razones que la llevaron a prolongar esta primera parte con cuatro
capítulos más, ni sabemos con certeza cuándo lo llevó a cabo. En la primera
edición, al cuidado de la propia Zambrano, el libro ya incluye estos capítulos
al final de la primera parte, pero la edición es muy tardía (1988), por lo que
saberlo no nos ayuda gran cosa. Suele citarse un comentario de Gabriel
Marcel, miembro del jurado del premio, sobre lo mucho que le habían
gustado los capítulos que venían después de «Aquel 14 de abril», lo que
apoyaría la suposición de que ya formaban parte de la versión de 1952 que se
presentó al premio[17]. Lo que no queda claro es la posición que ocupaban, si
estaban al final de la primera parte, o si por el contrario con ellos comenzaba
la segunda.
A favor de esta opción está la tonalidad de los textos, que se aleja de la
que se ha mantenido a lo largo de toda la primera parte y se aproxima en
cambio a la que ponen en obra sus delirios en la segunda. A favor de la
primera opción juega lo fuertemente marcada que va la fecha de cada uno de

Página 15
los textos, y la trabazón entre ellos, cubriendo el periodo que media desde la
derrota republicana y el principio del exilio hasta el final de la Segunda
Guerra Mundial y su reencuentro en París con su hermana Araceli. Esa
presencia explícita de la historia vivida, y el encaje entre los diferentes
episodios es algo que por lo general no es característico de los delirios que
forman la segunda parte.
En total, son cuatro estampas: la primera evoca el comienzo de su
destierro, en 1939 («Hacia el Nuevo Mundo»); la segunda, su estancia en
Puerto Rico («13 de junio de 1940»), mientras los alemanes entran en París,
emblema de la agonía de Europa; luego, su viaje de 1946, («Desde La Habana
a París»), concluida la Segunda Guerra Mundial, cuando «Europa era de
nuevo visible…»; y finalmente el reencuentro con su hermana en París, ese
mismo año («La hermana»), cuya figura quedará emparejada de ahora en
adelante con la Antígona de Sófocles: «La había llamado Antígona durante
todo este tiempo en que el destino las había separado, apartándola a ella del
lugar de la tragedia mientras su hermana —Antígona— la arrostraba».

VI

La segunda parte consta de nueve delirios, muy heterogéneos, tanto en su


forma como por su asunto. El primero de ellos, el «Delirio de la paloma»,
podría resultar a primera vista un tanto incómodo para el razonamiento que se
ha seguido antes, tanto porque relata una historia vivida relacionada con el
asunto de Delirio y destino, como por estar fechado y encajar también
cronológicamente. En realidad lo que aquí se narra ocurre en el periodo de
tiempo al que se remite en «Hacia el Nuevo Mundo», durante su estancia en
París con su marido, aguardando para embarcarse hacia América, y tanto en
uno como en otro texto la raya fronteriza se constituye en la dominante del
relato. A la luz de lo dicho, podría haber dudas al respecto de qué hace aquí
este delirio, separado de aquellos capítulos anteriores con los que parece estar
perfectamente trabado. Y sin embargo, comenzar la segunda parte en
resonancia con lo que antes se ha relatado, pero modulándolo ahora como un
delirio de amor, puede ser una manera de empezar perfectamente congruente
con lo que va a venir a continuación. El siguiente delirio se titula «La loca», y
es una evocación familiar, de una tía materna de María Zambrano, quien la

Página 16
cuidó cuando era niña durante unas fiebres que le causaban delirios. Luego,
«La del dulce nombre» evoca a Dulcinea del Toboso (con Cervantes,
oficiando de alcabalero). Y en «La reina» trae a la memoria la figura de Isabel
la Católica. Hasta aquí todos los delirios han sido protagonizados por figuras
femeninas: ella misma, un familiar, un personaje literario, un personaje
histórico… Ahora parece que viene a quebrarse la norma, en los dos delirios
siguientes. En el primero, «Voy a hablar de mí mismo (Fragmento filosófico
del segundo tercio del siglo XX)», aunque el género sea el masculino caben
sus dudas, si se tienen presentes las particularidades al respecto de la prosa de
Zambrano. En cualquier caso su formato es muy distinto del resto, figura un
manuscrito hallado oculto en un pozo tras un apocalipsis atómico, al que el/ la
descubridor/a le añade un comentario. En el segundo caso, la masculinidad es
evidente, se trata de Aristóteles («La condenación de Aristóteles»), y el texto
se empareja por el asunto y por la fecha (1952) con el capítulo «La
condenación aristotélica de los pitagóricos», de El hombre y lo divino.
Cerrado este paréntesis, los protagonistas volverán a ser femeninos en los tres
delirios restantes. «Corpus en Florencia» rememora una visita que hicieron
Araceli y ella a Florencia, el 12 de junio de 1950, día de Corpus Christi. Y en
«El cáliz» se da un enigmático diálogo entre dos mujeres a propósito del
traspaso de un cáliz que la más joven carga[18]… Finalmente, el delirio que
viene a echar el cierre es «De vuelta al Nuevo Mundo», que relata la mañana
en que pisan tierra, su hermana y ella, en La Guaira (Venezuela), camino de
La Habana, en marzo de 1951. Con esta estampa concluirá el libro, rindiendo
homenaje a la llamada misteriosa del viejo continente que había sido su
origen, y cerrando el círculo que abría con su comparecencia primera,
«Adsum», repitiéndolo ahora una última vez:

Sonreía porque, desde lo más adentro de su ser, una voz suya y ajena
contestaba a una llamada, a alguien que la había llamado desde muy lejos,
insensible mas imperativamente, y le contestó desde adentro: «Sí, estoy
aquí; sí, estoy aquí… todavía en este mundo[19]».

VII

Página 17
«El extraño género literario llamado Confesión se ha esforzado por mostrar el
camino en que la vida se acerca a la verdad —saliendo de sí sin ser notada
—», escribía Zambrano en su libro sobre la confesión[20]. En las páginas
precedentes hemos intentado señalar en qué medida esto es aplicable a Delirio
y destino. Ahora bien, sabemos que lo que verifica la confesión así entendida
es la conversión («lo que hace que nos sintamos desprendidos de aquel que
éramos, del traje usado y gastado…»); el modelo agustiniano de confesión
impera en una buena parte de la reflexión de Zambrano sobre el tema. Hasta
el punto de que, sin aceptar el postulado del «hombre interior», no hay
diálogo posible con sus escritos, que se dirigen precisamente a la interioridad
letrada de un lector anónimo del que solo sabe que los leerá en lectura privada
y silenciosa, para sí mismo. ¿Diríamos entonces que la prosa confesional de
Zambrano se mueve buscando que en el lector se produzca también alguna
suerte de conversión? En su caso podría decirse que así fue, el umbral claro
que señala la escritura de Delirio y destino en su desarrollo espiritual así
parece indicarlo. ¿En el caso del lector? ¿Se espera que él también dé un paso
al frente y diga: adsum? Aquí, como tantas veces, probablemente no haya otra
manera de tratar de responder si no es dando un rodeo. Situémonos en el
lector que permite que un libro acceda a su interioridad lectora, en una zona
vecina a aquella en la que sostiene su monologo interior consigo mismo.
Supongamos que la lectura apela precisamente a ese monólogo interior del
lector, como espacio en el que poner (se) a prueba (en) lo que va leyendo.
¿Cómo calibrar la distancia entre «tomar conciencia de una realidad» y
«asimilar una verdad»? ¿Servirá de ayuda si nos imaginamos diciendo: «no
me cabe en la cabeza», o si decimos en cambio: «no lo trago»? Los
minúsculos ejercicios continuos que la prosa de Zambrano dispone y
mediante los que emplaza al lector a poner algo de su parte, en este caso
concreto, podría decirse que están encaminados hacia la conversión, o mejor,
guiados por una conversión que se busca. El o la comentador/a de «Voy a
hablar de mí mismo» replica así a la cuestión de si tiene remedio la historia:
«En suma, ¿a partir de qué conversión? Si osamos usar esta palabra…». Su
forma no se precisa, se intuyen algunos rasgos, pero sobre todo se hace
manifiesta su necesidad, la necesidad de una conversión interior, en ocasiones
dándose a la vez que su imposibilidad, en tensión propiamente trágica. Sin
embargo, sabemos que Delirio y destino está lleno de pequeñas evidencias y
pequeñas revelaciones, muchas sin pretensiones, pero en las que se ponen a
jugar siempre a la vida y la verdad en el mismo bando. Son momentos que
invitan a levantar la vista del libro, o a cerrar los ojos quizá. Podría

Página 18
imaginarse fácilmente que fuera de este tipo la conversión que el libro espera
de su lector, que levante la vista del libro y se encuentre pensando lo que de
otro modo nunca se habría parado a pensar. Y es que sus palabras además de
lo que dicen hacen algo más, construyen un espacio, un lugar desde el que
acaso sea posible mirar lo que nos rodea de otro modo o dejar de sentirlo de la
misma manera, ni que sea por unos instantes…

Miguel Morey
L’Escala, otoño de 2019

Página 19
Delirio y destino
Los veinte años de una española

Página 20
Aunque escribí este libro a principios de los años
cincuenta, quiero mostrar mi gratitud a la
Fundación María Zambrano, de Vélez-Málaga, por
haberme dado serenidad y tiempo para sacarlo
ahora a la luz debidamente actualizado.

Página 21
Presentación

Parece imposible presentar este libro, inédito en su mayor parte, cerca de


cuarenta años después de que fuera escrito, y más imposible y prodigioso aún
el que se publique ahora. ¿A qué razón obedece el que en este momento lo
saque a la luz cuando tantas ocasiones y tan largo tiempo he tenido para
hacerlo?, me pregunto. ¿Acaso me mueve el afán de poner en claro mi vida o,
quizá, se esconde en él algún secreto que yo quería celar? No, no hay nada
que yo haya deseado ocultar. Tal vez sea necesario para personas que yo no
conozco, de otras generaciones ya, para que se miren en una perspectiva
histórica, para que lleven el latido de la vida en el que estoy todavía, en el
anhelo de revivir el texto y no dejarlo abandonado a conjeturas y posibles
investigadores históricos. Estoy aquí y ahora todavía para responder de lo por
mí escrito.
Mas el que no haya actualmente tropezado con demasiada resistencia su
publicación por mi parte me obliga, en cierto modo, a declarar por qué y
cómo lo escribí en La Habana al comienzo de los años cincuenta. Alguien me
avisó de la convocatoria en la prensa de un premio literario de la cultura
europea de una institución con sede en Ginebra (Institut Européen
Universitaire de la Culture) para una novela o biografía. Sólo quedaban unas
semanas de plazo y, sin saber por qué, empecé a escribirlo de seguido hasta
terminarlo. Puede que inconscientemente respondiera a una llamada
misteriosa del viejo continente. Sólo he efectuado ahora unas correcciones
mínimas en los tiempos verbales para actualizar el texto y evitar así
confusiones en el posible lector. No he cultivado el género de la novela,
aunque sí algo la biografía, tratándose de otros, nunca de la mía. Mas tenía
que ser la por mí vivida realmente, incluidos los delirios, que con la biografía
forman una cierta unidad. ¿Por qué no ha de contener también una
autobiografía verdadera delirios que no son una falacia de falso

Página 22
ensoñamiento? La misma voz, que me pidió entonces salir de mí misma y dar
testimonio, tal vez sea la que ahora me pide que lo publique espontánea y
precipitadamente antes de morir.
La convocatoria del premio exigía la presentación anónima de las obras.
Concedido que fue ex aequo a otros dos autores por el jurado, del cual era
presidente don Salvador de Madariaga, tomó la palabra el escritor católico y
miembro francés del jurado Gabriel Marcel para expresar su disentimiento
con su decisión porque el texto que merecía el premio era Delirio y destino,
no sólo por su calidad sino también porque era la historia de Europa y de lo
que significaba la universalidad de España. Mereció, pues, Mención de Honor
y se recomendó su publicación a la Guilde du Livre.

Madrid, 25 de septiembre de 1988

Página 23
Primera parte

Un destino soñado

Página 24
Obrar bien que ni aún en sueños se pierde.

Calderón de la Barca

Página 25
Adsum

Porque el delito peor del hombre es haber nacido

Calderón

Había querido morir, no al modo en que se quiere cuando se está lejos de la


muerte, sino yendo hacia ella. No la había llamado, simplemente debió
ponerse en marcha, elegir el camino que a ella lleva o quizá equivocarse;
quizá fue una trampa o un espejismo; un error. Y el error se paga con la
muerte; por eso es inexorable morir para todos. También porque nunca se ha
estado vivo del todo, y porque no es posible estarlo enteramente; cuando
alguien aprisionado y ávido que va en nosotros sale a la luz no encuentra casi
nunca aquello que lo hizo salir. Al salirse de sí, nadie aparece, aquello amado
se ha ido y sólo encontramos el vacío, la negación. El «no», cualquier no
sabemos lo que significa sólo cuando hemos pasado por esta experiencia de lo
negativo.
Sabemos que él, ello, lo esperado no está ahí, ni cerca ni lejos. Y entonces
nos damos cuenta de que vivimos enteramente solos. Y vivir a solas es vivir a

Página 26
medias, es estar recluido, condenado, cegado también; es estar en reserva y a
la defensiva.
Se puede morir aún estando vivo; se muere de muchas maneras; en ciertas
enfermedades, en la muerte del prójimo, y más en la muerte de lo que se ama
y en la soledad que produce la total incomprensión, la ausencia de posibilidad
de comunicarse; cuando a nadie le podemos contar nuestra historia. Eso es
muerte; muerte por juicio. El juicio de quien debía de oír y entrar sin más en
el dentro de la propia vida es la muerte. «Vivir es convivir», había dicho
Ortega, y cuando la convivencia es imposible porque el que convive se
interpone y echa su juicio sobre la persona, sobre aquello que nace solamente
cuando se comparte, es la muerte. Se muere juzgado, sentenciado a
aislamiento por «el otro».
Y entonces se llama al ancho espacio de la conciencia divina. Y como
intermediario el pensamiento, la poesía de algunos hombres que llegaron a
eso: abrir su conciencia de modo tal que todo secreto pueda ser acogido; son
los autores clásicos: Sófocles, Cervantes. Es el saber trágico el que ha
descubierto que «la vida es sueño», y Píndaro lo dice mejor: «Somos sombras
de sueño». ¿«Sombras de sueño»?
Sombras del sueño de Dios. Mi vida no es mi sueño, y si la sueño es
porque yo que la sueño soy soñado. Dios nos sueña y entonces hay que hacer
que su sueño sea lo más transparente posible, reducir la sombra a lo menos,
adelgazarla.
¿Dios me sueña? ¿Será posible realizar su sueño? ¿O, por el contrario,
desnacer? Si lo primero, afronto el juicio, su juicio; el proyecto de mi ser
queda sometido a su justicia y ha de pasar por ella, ante ella. Si quiero sólo
desnacer puedo traicionarlo, puedo borrar lo que él quiso que fuera.
Somos hijos del sueño, nacemos de un sueño, del sueño de nuestros
padres, del sueño de la naturaleza toda, del sueño de Dios. La tragedia de
Edipo, el «complejo», no es la exposición de un suceso real, sino tan sólo de
una posibilidad esencial de la condición humana, de la tragedia inicial de
haber nacido. Y de ese conflicto inicial que siempre amenaza presentarse, que
es no conocer al Padre.
La tragedia única es haber nacido. Pues nacer es pretender hacer real el
sueño. Nacer es realizar o pretender realizar el sueño de nuestros padres; el
sueño de Dios inicialmente. Quizá Dios soñó con una criatura, su predilecta;
quizá el Universo nos sueña como su cumplimiento y estamos ya soñados,
pre-soñados en la flor y en el árbol que se yergue, en la misma materia
extensa, soñada también, ella que aspira a la realidad y sirve para alcanzarla;

Página 27
sirve incansablemente como la criada que es del Universo, la sierva, la madre
que sirve hasta ver erguido sobre sí, aplastándola, al hombre que la olvida.
Porque la extensión, puro ensueño primero de Dios, esbozo del ser, sombra
del ser, tiene que ir haciéndose real. Y todo lo que la sobrepasa la rompe.
Nacer es proyectarse en un ser que aspira a la posesión del universo. Si no
hubiera esta toma de posesión inicial no sería el peor cielito el haber nacido y
seríamos inocentes. La posesión que está ya al principio es el delito, el robo.
Anaximandro vio claro cuando habló de la injusticia del Ser, injusticia
transitoria, porque todo ser es efímero. Sólo la armonía final, equivalente de
la extensión, de la indiferencia originaria. Y ahora, al no haber podido morir,
sentía que tenía que nacer por sí misma. Del primer nacimiento nadie
recuerda nada. No hay conciencia que recoja ese temblor del ser arrojado
afuera, expuesto repentinamente a la intemperie, sin asidero. La conciencia,
ésta que ahora envolvía su soledad, debió de empezar a formarse entonces, en
ese instante terrible en que hubo de abrir los ojos y respirar. Qué diferencia
pudo medir, ella y todos, entre el abrigo de la caverna maternal, donde ningún
esfuerzo era necesario ni posible, y eso que adviene de pronto: imágenes
quietas, fijas sobre un negro vacío; lo puramente irreconocible.
Un ímpetu, una avidez. Vivir es anhelar y bajo el anhelar la avidez, el
apetito desde lo más adentro, el hambre originaria. Hambre de todo, hambre
indiferenciada. Quizá haya minúsculos animales, quizás los haya habido que
nazcan devorando el cuerpo de la madre que los alberga, por devorar la propia
envoltura. Ahora la envoltura es la conciencia, algo incorpóreo, invisible,
donde todo lo que llega se refleja y aparece así como a distancia,
rodeándonos. ¿Cómo será el mundo mirado desde más adentro de la
conciencia? Pero desde allí no se mira. Para mirar hay que dejarse algo
invisible adentro, encerrado, y salir hasta la superficie, hasta donde es
imposible avanzar más. Es el primer ímpetu del mirar; después se aprende a
retroceder, para poder ver mejor. Se descubre la distancia inexorable que nos
ha de separar siempre de todo; hasta de nosotros mismos. Pues ese punto
donde nos quedamos —hambrientos de ver— es un centro intermedio entre
las dos realidades, la propia y la total. Es irreal, por tanto, punto matemático
que señala un abismo y lo ahonda. Pues a fuerza de mirar, todo se vuelve más
distante, y «eso» que alienta dentro, que querría salir a ser visto, y a respirar
también, va hundiéndose, retrocediendo a esa tiniebla, más allá quizá de
donde estaba cuando no había mirado nunca. La mirada empuja hacia atrás a
algo que querría manifestarse, pero el mirar le hace retroceder primero. Al

Página 28
mirar prescindimos de lo más hondo de nosotros mismos, de ese alguien
innominado; la víctima, el sacrificado a la luz.
¿Nacer es un sacrificio a la luz? Y por eso Edipo se arrancó los ojos por
haber vuelto al lugar del nacimiento, en vez de seguir naciendo, aceptando el
sacrificio de sentirse cada vez más hundido en las tinieblas, a medida que se
ve más y con mayor claridad.
Y cada vez que se nace o renace, y aun en el ir naciendo de cada día, hay
que aceptar esa herida en el ser, esta escisión entre el que mira que puede
identificarse con lo mirado —y así lo anhela— y el otro; el que siente a
oscuras y en silencio, entre la noche del sentido donde ningún sentido lleva
ningún mensaje. Y hay que aprender a soportarlo.
La noche: siempre la había esperado; desde niña le pasaba así. Se
despertaba lenta, trabajosamente, siempre sentía que no podía con el día que
llegaba; y violentamente, como cuchilladas, se le iban entrando en el cerebro
algunos esfuerzos de los que la esperaban; tendría que comer, a mediodía un
plato de sopa y lo más peor, un trozo de carne; tendría que hacerse mil veces
la lazada de las cintas de los zapatos, y pasar delante de aquella niña
hambrienta a la que no podía traer a su casa, y a la tarde jugar con «ellas» en
medio de un aire frío que corría, aburrido él también, por la Plaza de Oriente
o en la de la Armería, aplastada por la piedra gris de aquel Palacio
impenetrable y árido; de vez en cuando un coche bonito pasaba corriendo.
Regresaban los Reyes, decían que de alguna parte, y casi los compadecía por
tener que entrar allí. La Escuela era lo mejor, en ella no tenía frío; estaba
cerca de Palacio, y se abría al sol un patio donde andaba entre sus
compañeras; un calorcillo le ablandaba el alma también y las miraba sin la
hostilidad que a las otras, a las señoritas con las que iba a jugar. Sabían más
que ellas, andaban con libros y algunas hasta escribían ya, y todo eso era
atrayente, cálido; ella también entraría en aquel secreto abierto de las letras y
en el misterio de los números que había que cantar. La maestra era bonita,
morena y sonriente; su voz le daba ánimo. Y a la salida, la madre joven con
un ramo de violetas casi siempre en el manguito, con el velillo moteado
recogido tras del sombrero, la llevaba de la mano, dándole calor con su mano,
de la que no la aislaban los guantes suaves. Y así, andaba sobre el asfalto
duro, pasaba sobre el Viaducto; subía el rumor de la calle de Segovia, un
árbol tendía sus ramas que casi podía tocar y podía hundir los ojos sintiendo
que se le iban, en aquella lejanía azulada, casi blanca algunas tardes, franjeada
del verde oscuro de la Casa de Campo: el horizonte; eso, el horizonte lleno de
luz; quería detenerse, pararse a beberla, como el mejor alimento, el ansiado;

Página 29
se embebía un instante. Y alguna china se clavaba en la planta del pie, a
través del zapato, algo inoportuno, hiriente, o se soltaba los cordones o
alguien empujaba su hombro… y volvía a sentir que era débil. Pero no iba
sola. Y si no había que jugar, en el invierno, una confitería con las luces ya
encendidas aguardaba. Y enseguida la casa, con el fuego encendido, y afuera
la noche.
Y ya el sobresalto del día había desaparecido. La noche era el silencio, la
ilusión de entrar en un lugar secreto de donde bruscamente nos habían
despertado en algún momento, escapar de la violencia que la obligaba a estar
presente, allí, aquí, aquí, ante todos, siendo vista, sintiéndose juzgada. Pues
todas las cosas, especialmente algunas, ciertos edificios y la mirada
escrutadora de la gente y las distraídas de quien querríamos ser mirados,
acariciados, hacen sentir el juicio implacable que ya en la luz de la mañana se
siente. Todos los días despertamos a ser juzgados, a enfrentarnos con una ley
desconocida y que sigue siéndolo por mucho que nos la formulen, nos la
aclaren, y aún nos la justifiquen. Sabemos de antemano que hemos faltado a
ella alguna vez. Pero es inútil hacer memoria; nunca lograba recordarlo. Los
recuerdos se hundían entonces en la primera infancia, en un fondo oscuro,
fluido, de donde luchaban por aparecer. Pero entonces, y siempre el recuerdo;
la memoria aparece como viniendo de un olvido, de un oscuro fondo que
ofrece una resistencia, inexpugnable. Y somos así, opacos a nosotros mismos
en esa primera, espontánea forma de conocimiento en que ni siquiera
pretendemos conocernos, que es la memoria. La memoria, primera revelación
ineludible de la persona. ¿Por qué este tener presente nuestra vida pasada,
aunque los recuerdos concretos desaparezcan? La memoria está siempre ahí,
viviente; no descansa. Y si fuera posible que en algún instante ningún
recuerdo pasara por la mente, está ahí continua la referencia al pasado, la
imposibilidad de acoger ningún suceso por esperado que sea, ninguna persona
por mucho amor que nos traiga desde un alma limpia y desprovista de
inscripciones; de huellas, de sombras.
Haber vivido ya; comenzar la vida desde algo… Siempre lo había sentido,
lamentándolo, y ahora comprendía el sentido —un fragmento del sentido—
de aquella cita en la noche hacia la que corría desde niña, y más de niña;
porque entonces era la noche pura, tan larga. Quería deshacer lo vivido, visto,
acumulado en el día, caído sobre ella intempestivamente, como la vida
misma, el hecho de haber nacido, de estar ahí, aquí.
Estaba aquí de nuevo, después de haberse alejado de todos, de todo, hasta
que se vio a sí misma. Vivos vemos a los otros, estamos en comercio continuo

Página 30
con la realidad o con sus sombras, llenos de ideas, imágenes, anhelos.
Y ahora ya conocía aquel desierto, aquella blancura sin fronteras. A lo
primero era trabajo el subir aquella cuesta, y luego cesó el trabajo; sólo algo
llamado «simisma», yo, algo que no era; todo había ido cayendo; lo que se
creía ser; su «ser». Ya sabía que no era, que aquello no era apenas nada. Allá,
una claridad sin foco, sin semejanza a ninguna otra, se extendía, sin límite; no
era el horizonte o quizá era sólo horizonte. Y no había podido… Una invisible
resistencia la rechazó.
Y ahora estaba aquí; ahora y aquí, resentida como cuando nació; sabía, sí,
que era eso lo primero: el resentimiento de estar aquí; la desnudez muda del
«ser» en la que nada puede valernos; estar sin valimiento, como si sólo
estuviésemos en la vida, aquí, por haber sido despedidos y aun aherrojados,
rechazados porque «él», «ello», ¿quién? no nos quiere.
El horror del nacimiento: Job pidiendo cuentas a su autor. Y aquellos
otros personajes de tragedia, en busca de su autor para que ponga en orden su
fábula, un horror… ¿Que nadie nace inocente? Nacer sin pasado, sin nada
previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben de
sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo;
bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida. ¡Qué hermosura! No
siendo nada o apenas nada, ¿por qué no sonreír al universo, al día que
avanza? Aceptar el tiempo como un regalo espléndido, un regalo de un Dios
que nos sabe, que sabe nuestro secreto, nuestra inanidad, y no le importa, que
no nos guarda rencor por no ser…
… Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente,
soltaré esa imagen que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde, y
todas, cualquier obligación de las que vienen de ser yo, o del querer serlo.
Y ya sé que «el otro», el prójimo, está solo en su fondo como yo, y
tampoco puede valerse. Todos están solos, cada uno está solo. No tendré,
pues, enemigo, ni creeré que nadie me ama especialmente, ni menos lo
desearé. Que antes me devoraba este anhelo de que me quisieran, de ser
amada. ¿Y no era esto una barrera? Y hasta una trampa.
Ir hacia el otro sin gesto y sin ofrenda; tan sólo manteniéndose en la
simple verdad de estar aquí, sabiéndose tan poca cosa, habiéndose visto,
desde la falta de recursos ante «eso». ¿Cómo llamarlo? La máxima resistencia
que encierra vida y muerte; lo que nos hizo nacer y nos mantiene aquí,
haciéndonos nacer cuantas veces haga falta; lo que nos dejará un día morir; a
todos, a cada uno le pasa también eso, hermanos en la verdad de estar aquí, en
la realidad primera. Hubiera estado mal marcharse sin saberlo, sin haberlo

Página 31
aceptado, más allá del gozo de vivir que a veces había sentido y de la
embriaguez de la esperanza, y del dolor, más allá de todos los sentimientos,
estados y situaciones que pueden enumerarse, sin saberse aquí, sin haberlo
aceptado, simplemente, como una brizna de ser, un poco de polvo, ávido de
entrar en la luz, de recibirla, en su pobreza, de vibrar de acuerdo aun a costa
de un largo trabajo de nacer innumerables días, del orden de todo. Había
pensado deshacerse de los libros de filosofía, darlos, no verlos más, y ahora se
le venía a la memoria de nuevo, ya estaba en la vida. Le vino a la memoria:
Ordo et conexio rerum idem esse ac ordo et conexio idearum. Y comenzando
a vivir simplemente, sin pretensión ni proyecto, sin esperanza ni temor, podría
ser así, viviendo desde la verdad, de no ser, de no ser apenas nada. Desde la
verdad; esto es, ser pobre. No pretender que nada nos cubra de esplendor, ni
aparecer de ninguna manera ante nadie, apreciar sólo lo necesario sin darle
importancia; ir rectamente hacia el corazón de las cosas; tratar al prójimo sin
temor, ni vanidad, porque, ya lo había visto, eran eso: el prójimo sin más, el
hermano. Pobres y solos, todos, sin saberlo aunque algunos lo sabrían, lo
habían debido saber antes que ella. Y algunos, muchos, no sólo pobres en su
falta de ser, sino heridos por la pobreza, heridos… por tantas cosas. Porque
tenemos el ser suficiente para que en él se abran heridas. ¿Era ella acaso otra
cosa hasta hace poco? Una herida. Había llorado tanto por querer lo que no
querían darle, por querer a quien no la quería, y porque sí, había llorado desde
niña reprochándole a la vida, envolviéndolo todo en su reproche, y todo había
nacido de sí misma, por haber sido demasiado rica y colmada de ternura y
amor; de los padres, de otras gentes; por haber vivido en aquellos jardines
maravillosos con la nostalgia siempre de otro lugar más encantado, su
Andalucía natal quizá, dejada atrás tan pronto; por nostalgia de una felicidad
perdida y de la que sólo recordaba el perderla, el estarla perdiendo siempre,
por horror de ser juzgada. Y sólo encontraba la calma cuando, a solas en su
cuarto o en el jardín o entre la gente, sentía aquella presencia no sabía de qué;
se sentía mirada, vista desde lo alto, esto es, lo más cerca a la verdad, más
libre de interpretación. La filosofía le había dado muchas cosas; pero la
principal, la que nunca podría pagar era todo lo que le había enseñado a
rechazar, a mantener en suspenso, como si no fuera, y hasta a destruir todas
las posibilidades de su vida; eso que algunos de los que la querían más
lamentaban; había podido, hubiera podido hacer varias cosas, a qué
enumerarlas, si al fin eran ya ilusorias y formaban parte de aquella imagen
que, como todas las que las gentes se forman de sí mismas, está formada de
los «habría», los «hubiese», los «si no fuera por…». Si no fuera por la

Página 32
filosofía, por aquella tonta ambición, ella —pensaban algunos que la querían
— hubiera sido o hecho esto, aquello, lo otro, estaría casada por lo menos, y
en eso podía ser verdad… Sí, esto que no había dependido enteramente de
ella, como el hacer o el ser. Pero… estaba bien, todo había pasado y ahora
sólo le quedaba este ansia de verdad y de justicia, de vivir adecuadamente a
su pobreza íntima, de no sobrepasarse. Pero esto, irrumpía con toda su fuerza
la verdad, esto tampoco era suyo, ni nacido ahora, eso… estaba ahí. Entraba
su padre en la habitación clara, por la luz de la mañana, de un día de invierno,
de claro invierno madrileño, de esa luz que parece venir de la nieve de la
sierra, con el olor de los pinos, del tomillo siempre verde, de la sierra pobre,
desnuda, bajo la luz azul.
Y sintió entonces el crimen de haberse ido sola hacia aquella claridad sin
sombras, sola y sin haber todavía nacido. Por eso, no pudo. Porque no había
nacido del todo, por eso la habían rechazado. Como velos opacos con pálidas
membranas había visto desprenderse de su ser lo que creía ser, de lo que
estaba imbuida. Y había quedado aquello insignificante, desvalido, impotente
ante la luz, la claridad sin fronteras más bien, pues no se sentía el foco, ni
vibración de ninguna clase, y el frío era absoluto. No tenía derecho, no había
podido. Por una vez la legitimidad, lo debido, se cumplía inexorable,
simplemente, se cumplía sin dar señal siquiera de que se estaba cumpliendo;
de tal modo era simple. La pura simplicidad que para los que de verdad han
nacido debe de ser el ser, y para ella, escapada del tiempo y la paciencia —
también de la humildad—, era la simple negación, el no que, de tan cierto, no
se dice, pues ya no hay palabras por allí; pura extensión, desierto. Estaba viva
ahora, comprendida. Tenía que rescatar todo lo que no había sabido hacer
suyo, su alimento. Y meterse dentro, dentro del sueño que la había
engendrado. Su padre la miraba en silencio. Es que él sabía, lo sabía todo,
como siempre. Le vio, como de niña, en aquellas imágenes que su memoria
había guardado, puro misterio; se acordaba de cuando aún no sabía lo que es
esto, padre. Y era «aquel» que la llamaba y la hacía despertar de sus
embebecimientos, que debían de ser continuos, pues todos los instantes que
recordaba eran así: ella mirando algo en el cielo, especie de signos negros —
las golondrinas; «¡mira las golondrinas!», le dijo él—. En realidad ella no
miraba golondrinas, ni siquiera miraba, pues estaba pegada a ellas, ni cerca ni
lejos, sólo que estaban quietas, fijas como ella estaba fija, y la voz del padre y
su presencia la hacía moverse por dentro, dejar de estar quieta, pegada a
aquella imagen escrita en el cielo. Y aquel otro momento bajo la oblicua luz
de la tarde, en lo que debía de ser el patio de su casa natal de Vélez-Málaga,

Página 33
mirando la rama combada muy por encima, con un limón que él le cortó y le
puso en la mano de donde escapó rodando. Aquello no era mirada, aunque
siempre la sorprendían mirando, pero no era mirada, sino estar pegada,
prendida, como si fuese apenas distinta de lo mirado. Y el padre la llamaba, la
despegaba de aquello y la hacía sentir que era distinta, la extrañeza de ser
algo. Y no sólo su voz y su palabra que no siempre entendía, sino él, su rostro
desde tan alto mirándola, aquello que era terrible, que la iba a hacer temblar,
pero que enseguida, antes de temblar ya le enviaba la sonrisa, la mirada que
antes que los brazos la levantaba del suelo.
El suelo que era su sitio, lo que estaba para ella, y para el gato, por donde
andaba sin acabar de erguirse, donde siempre volvía a caer. Y él la alzaba, la
levantaba en alto y se encontraba al lado de su cabeza, que se atrevía a tocar
y, a fuerza de ser levantada y puesta a la altura de su frente y de atreverse a
tocarla, debió de ir aprendiendo qué era eso, padre. Y en aquellos viajes del
suelo a tan alto, debió de aprender también la distancia, y el estar arriba, ver
el suelo desde arriba, mirar desde lo alto hacia la cabeza de su padre, las
cosas, las ramas, las paredes se movían, iban cambiando; y eso, atender a lo
que cambia, ver el cambio y ver mientras nos movemos, es el comienzo del
mirar de verdad, del mirar que es vida.
Y ahora era ella la que se alzaba hacia su frente, levantando
trabajosamente los débiles hombros que tiraban de aquella herida de dentro,
que se abría al respirar. A mitad del viaje encontró la frente guardadora del
secreto, la frente cuyo sueño la había engendrado, su origen del que había
huido y también la ley, la verdad, no sólo porque estaba en él, en el padre,
sino porque le había enseñado desde siempre a amarla, a deponerlo todo ante
ella, a buscarla sabiéndose invisible, porque todo podía ser perdonado allá en
los años de la infancia, disimulado en la adolescencia acabada de pasar, todo
menos la mentira, el engaño: «¿Dices la verdad?». Y ahora, por eso, no le
preguntaba nada; le ayudaba a reclinarse, a hundirse más bien, a quedarse
pegada, quieta, fija en el lecho blanco. Pero ella le dijo simplemente la
verdad, la verdad acabada de descubrir: sí; estoy aquí. «¡Quiero ser tu hija,
nacida de tu sueño!».
Comenzaba a darse cuenta de todo lo que eso significaba; entrar en la
vida. Y desde esta situación en la que toda convivencia era imposible, situada
al margen de la vida y por mucho tiempo, el veredicto era claro, más de un
año de quietud, de «reposo»; por lo demás nada o casi nada; reposo total;
nada más. «Tú tienes que elegir entre tres años de reposo y tres meses de
vida», le había dicho exabrupta la voz ya fraternal de un muchacho de su

Página 34
«generación» —Carlos— que así entraba a ser también su médico, el
guardián inexorable que se había encontrado en la frontera. Entraba ahora con
su sonrisa llena de vida, animándola burlonamente.
—Ahora ya no te nos vas, te han cogido en la esquina, no vuelvas a
escaparte más del «colegio», mira qué hermosa mañana, tienes toda la vida.
—Sí, toda la vida… Pero ¿podré?
—Y ahora sonríete, que viene tu hermana.
Algo le impedía decir que no, que no viniera, que estuviera siempre lejos,
ella que tenía, sí, toda la vida. Tan llena de hermosura.
Toda la vida. Reapareció aquella extensión, tendría que ir atravesándola y
estaría poblada, pero más tarde. Ahora tendría que deslizarse en el silencio de
días iguales a sí mismos. Tenía toda la vida, pero no podía empezar a vivirla;
estaba aquí, pero «aquí» era un cuarto blanco y desnudo, sin un libro, donde
estaban prohibidas las visitas y hasta el moverse en la cama; quieta, mirando
hacía arriba o hacia la ventana ladeando un poco la cabeza. Y lo que veía eran
las nubes blancas e inmóviles, escritura gigantesca en el cielo de esa vida que
se proyectaba a sí misma, que los hombres todos proyectaban y luego, como
la veían sobre sus cabezas y descargaba sobre ellas, la llamaban destino, y
también Historia. El cielo azul de Madrid estaba lleno de blancas, azuladas y
semidoradas nubes; de pronto habían cobrado figura; caballos, reyes antiguos,
ejércitos, peleas de monstruos, allá abajo a ras del horizonte, una guirnalda de
gloria, una promesa que parecía enmarcarlo todo, sujetar cielo y tierra,
comenzaba también a moverse, a ir cobrando forma, a entrar en lo alto del
cielo cóncavo donde se movían sus mayores. Era la historia de España que se
despertaba en aquella hora precisa, que se ponía en movimiento, desde el
corazón y el ánimo esperanzado; y enigmática se proyectaba sobre el cielo
implacablemente azul de Madrid, 1929. Sí, toda la vida, y también la historia
parecía aguardarla. Le daba tiempo, le darían tiempo, para todo: sí; estoy
aquí.

II

Vivía hacia el futuro o más bien en el futuro, al no tener presente. Había


estado a punto de caer en el pasado. Pero el mismo pasado fragmentario
doloroso la rechazaba. Y no tenía pasado propiamente; lo tendría tan sólo

Página 35
cuando hubiese vivido ya algo de ese futuro, pues ese futuro vivido sería el
pasado recognoscible, suyo. Porque todo lo vivido se le aparecía doliéndole,
como una sola herida; no renegaba, era que no le servía; le serviría más tarde,
a partir de esta decisión de ahora. Se había decidido a nacer, pero tendría que
ir naciendo. Vivía, en realidad, un estado prenatal en el que inevitablemente
había de ser presa de delirios, y recorrería galerías oscuras empujando puertas
semiabiertas; su pequeño ser inmóvil se desplegaba. Tenía que llevarse en
alto a sí misma a través del desierto, desfalleciendo de vez en cuando,
cayendo en pozos de silencio, en negaciones. Vivir es un trabajo que parece
en instantes imposible de cumplir; el trabajo de recorrer la larga procesión de
los instantes, de oponer una resistencia al tiempo; resistir al tiempo es la
primera acción que requiere el estar vivo; luego saber que el «aquí» es muy
concreto, muy determinado y no se le conoce. Si supiera dónde estoy
exactamente sabría lo que tengo que hacer. Pero «las circunstancias» no
fuerzan sino al que ya ha elegido. En esta especie de estado prenatal en que se
encontraba, las circunstancias eran como ese semicírculo de nubes que veía
desde la cama; según se las mire significan una cosa o apenas significan nada
determinado, como si fueran receptoras, moldeables. Sólo cuando se hubiese
internado de verdad en ese futuro y anduviese por él, las circunstancias la
forzarían. Ahora todo estaba en suspenso; el «aquí» era muy amplio, todo lo
que había hecho a nada la forzaba. Ningún hilo la ataba al pasado tan cercano,
a la vida recién quitada, salvo algunos compañeros que ya no podían venir a
verla sino en alguna visita breve y espaciada, que cada vez le traían menos
noticias de lo que se estaba haciendo, de lo que hacían ellos. ¿Qué pasaba
afuera? Cada vez lo sabría menos, pues ¿qué era para ella «pasar»? Lo que
contaban los periódicos no pasaba propiamente; era la superficie tranquila sin
visos de actividad. ¿Contaban los periódicos algo acaso de lo que se movía,
como ella misma, en un estado prenatal?
Sólo le quedaba adentrarse, encerrarse como en un capullo, en su sueño, y
dejar que se formara. Su vida, toda la vida que tenía ante sí, ¿por qué sueño
estaría formada? Como no tenía proyecto y sí tan sólo su pobreza, a la que
quería ser fiel —no edificaría nada sobre sí misma, no esperaría nada de sí
misma, nada para sí misma—, el sueño de España se le fue entrando y
comenzó a vivir sola ese sueño. Y el sueño del mundo, de Europa, que parecía
encontrarse también como ella, sin obligaciones, sin empeños, sin
circunstancias constrictoras, en anchura de elegir; con toda la vida. Nada la
obligaba a esta Europa de la paz, diríase.

Página 36
III

Se había vaciado de sí misma y ya no se dolía; había perdido su imagen y


esto era un gran descanso. Esa imagen que sin darnos cuenta elaboramos, que
puede ser pálida, casi impalpable; y entonces atrae, y da eso que se llama
ligereza, buen aire, pues hace que la persona esté un poco ausente, como
conviene para enterarse bien de las cosas. Pero hay una imagen de sí, densa,
cargada de sentimientos, casi corpórea, y si sus contornos son muy fijos, ya la
imagen está en trance de convertirse en «personaje», más real que la persona
misma, alimentado a su costa. Y mientras el «personaje» crece y toma
posesión de cuanto espacio vital le dejan sus semejantes, la persona que lo
sustenta se vuelve como un fantasma.
Lo había descubierto así: quería ser fiel a aquella desnudez en que se vio;
su verdad. Había cobrado horror de su imagen; pues, salvo en esa imagen
impalpable, donante de ligereza, que sólo algunos, muy pocos, han debido de
lograr tener, la imagen es un maleficio; no por ser creada a nuestras expensas
se nos hace visible en modo grato; la humillación que sufrimos, cuán a
menudo proviene de esa imagen, pues esa imagen es la que se enfrenta en
realidad con el prójimo, la que quisiéramos fuese reconocida temiéndolo
también. Y hay además la imagen que los demás arrojan sobre nosotros, su
propia sombra, si no viene del amor.
Mas el amor, ¿acaso la imagen que el amor crea es la verdadera? ¿Acaso
hay imagen verdadera, adecuada a la persona? ¿No es la persona eso
intangible, indestructible? Mientras que toda imagen puede ser destruida y es
por esencia transitoria.
Y, sin embargo, no hay amor que no cree una imagen, que no se alimente
de ella y no se dé al mismo tiempo como en sacrificio. Ella bien lo sabía. Una
imagen esquemática, casi una cifra o un número, una imagen sumamente
abstracta, pero una imagen. El amor se descubre en la abstracción que es
capaz de forjar. La imagen de Dulcinea, ¿tenía algo que ver ya con ella
misma? Por eso Cervantes, que debió de amar mucho —llegando en su
desgracia quizá hasta a ser correspondido— la hizo inexistente y la sustituyó
por su contradicción o desmentido más tosco en Aldonza Lorenzo. No era en
verdad necesario; hubiera sido lo mismo y más doloroso siendo Dulcinea, la
mujer que correspondiese como corresponde el ser real, que se ama a la
imagen sagrada abstraída de él. Y el que Cervantes se dejara llevar de ese
extremismo, él, maestro en medir sutilmente, denuncia cuán fuerte debió de

Página 37
ser su dolor para dejarse ir a tan fiera venganza, esa saña que le impidió
mostrar la verdad más dolorosa y sin ventura; que basta simplemente con
haber forjado la imagen, llevándola cuanto es posible al topos uranios de lo
incorruptible —desencarnándola para lograr esa incorruptibilidad—, para que
la persona que la ha hecho nacer en nuestra alma la desmienta y aparezca
como más corruptible, más presa en los grillos de la condición carnal y
temporal que ninguna otra. Basta amar de verdad a alguien para que sepamos
de lo corruptible de nuestra condición.
Porque el amor busca la identidad, la crea. Y su imagen, la imagen
inevitable, se hace por eso abstracta como un jeroglífico, como un signo
sagrado o una cifra indescifrable; algo que entra más bien ya en el reino de lo
numérico. ¿Qué hay como el número para albergar estas dos condiciones que
lo amado tiene para el que ama: pureza y enigma?
Y si el amor va a ser compartido, vivido, hay que soportar la vida de lo
que se ama. Y si no, todo se hace más fácil como lo fue al fin para Don
Quijote, para Dante, para todos los grandes estrategas del amor que supieron
ser esclavos siendo en verdad libres, es decir: ganar voluntad.
Pero la imagen de sí mismo no suele tener pureza; sólo si nos viniera de
un lugar puro, lejano, invisible, sólo si nos viniera de Dios como una sombra
apenas visible que corrigiese nuestros yerros, nuestros falsos movimientos, y
fuese pauta, modelo que se revela en tanto que se realiza en nosotros; no
obsesivo ejemplo que corrige como a los niños hacer solían el pedagogo o los
padres torpes en nombre del «niño modelo». Dios, supremo educador. Y así,
descansaba de su imagen, que se le había ido llenando de dolor. Ahora notaba
ese dolor vago que es señal de ausencia, una especie de vacío que se hace
presente. Y no era tanto de su propia imagen, sino aquella otra enigmática,
cifra de lo inaccesible. ¿Habría de ser siempre así todo lo que se ame,
jeroglífico, cifra sagrada e incomprensible? ¿No habría de existir un género
de amor que no tropezara con la resistencia de lo amado; un amor en el cual
entender o querer entender se acreciente con el amor mismo y lleguen a ser la
misma cosa, entender y amar; amar y entender? Y el corazón no tenga que
someterse ciego y hambriento; hambriento también de razones, pues que las
necesita. Mas cuando se ha querido entender al otro, a los otros, los otros
creen que son razones para «la razón» lo que se les pide; y si no bastan, si no
llegan a tocar siquiera el fondo de la cuestión, sobreviene la acusación de
irracionalidad, cuando lo que se pide y se ha esperado, lo que el corazón
espera, siempre sin atreverse a decirlo, es una luz que le ilumine aun a trueque

Página 38
de consumirlo. ¿Qué le importa a él la consunción? Todo lo daría por ver, un
instante, pues despertó como despierta todo lo que nace, por hambre.
Pero todo lo que se ama se hace enigmático, se vuelve incomprensible. Y
basta con atender demasiado intensamente a algo para que se produzca una
especie de mezcla, de confusión, como si quisiéramos entrar en ello
demasiado directamente, como si hasta las criaturas naturales se defendiesen
de este interés humano. En la misma naturaleza, cuando se espera ver un
paisaje y se lo mira, se convierte en algo como pintado, opaco; la atención
excesiva rompe esa comunicación espontánea que se acrecienta la simpatía y
que es comprensión sin análisis. Y el paisaje entrevisto al despertar, y la
persona ajena, cuando todavía no sabemos lo que nos trae, y hasta nosotros
mismos, nuestra alma, cuando la dejamos salir, todo, cuando estamos
desasidos, cobra una luz de primavera, clara, y se aligera y llega a rondar la
transparencia.
¿Y es nuestra entonces, parte de nosotros, esa sombra en que todo anda
envuelto, esa opacidad en que las cosas y las personas se retiran como
defendiéndose? Entonces sólo queda el camino de la acción o ese
pensamiento «apriorístico» que sólo se descubre a sí mismo, su propia
estructura, como hizo Manuel Kant en un arranque histórico de honradez, por
hambre también, sin duda, de romper la crisálida. Y descubrió la voluntad, la
buena voluntad que es no tenerla… lo que ya supo Spinoza.
Trabajosamente había asistido, sin perder apenas una, a las clases de
Metafísica con Ortega, de tan deslumbrante claridad. Era tan claro y, sin
embargo, apenas había entendido alguna cosa. Un curso, todo un curso sobre
la Crítica de la razón pura. Había asistido más angustiosamente aún al curso
sobre la Metafísica de Aristóteles del joven maestro Xavier Zubiri. Y sólo se
encontraba ahora con haber entendido eso, eso que le había pasado, y aún no
sabía ponerlo bien en relación, «sistematizarlo»: que la inteligencia destruye,
al querer ver por dentro, por dentro de sí misma. ¿Sería eso el Motor Inmóvil?
La total visión interna de la realidad, el ser que se es al pensarse o
pensándose, y, desde él, nada tendría sombra. Y si me colocara en su luz, sin
tener pretensiones propias, si me «redujese» como individuo, fiel a mi
vivencia, entonces haría de ella quizá una «experiencia», una verdadera
experiencia de esas de donde proviene el conocimiento, una de esas limpias
experiencias como Kant prescribió más que analizó. Pues, ¿no hay ya algo del
«imperativo categórico» en la Crítica de la razón pura? Obedecer a la
experiencia y sólo a ella, vivir a partir de algo cierto, sería legitimar la vida, el
hecho de haber nacido, de aceptarlo. Pues esto también creía haberlo sacado

Página 39
de su laberinto filosófico: que sólo el saber asumido, que puede dar cuenta de
su origen; el saber transparente, en el doble sentido de serlo como saber de
alguien, es legítimo. Y es saber; el resto debe ser destruido. Pero se daba
cuenta de que esa destrucción le había sucedido, ya le había pasado, y, en la
medida en que había colaborado a ella, quemándose en actividades
apresuradas, en ansias de apurar la vida deprisa, se sentía orgullosa.
¡Cuidado! ¡Cuidado! Porque lo que andaba buscando, lo que se atrevería a
querer, si pudiera, era fundar la vida, en una adecuación a su falta de ser, de
entidad: ser pequeña y transparente.
Y ya «amar» en el sentido que se da a esa palabra no volvería a hacerlo.
No es necesario. Y como la Filosofía —que también había sido su obstinado
amor— la sobrepasaba por completo, como apenas nada entendía… Habían
pasado ante ella tantas horas de clase, regalos de claridad y precisión. ¿Qué
sabía ella de los pitagóricos? ¿Y qué de la deducción trascendental de las
categorías? «Esquemas del ser», pero eso era en Aristóteles, y tanta oscuridad
y confusión como habían dejado en su cabeza aquella procesión de rigores y
claridades. Era pequeña y no podía; cuando al fin pudiese leer ya no leería
más aquellos libros, ni los apuntes mal tomados. No se lo decía a su padre por
no hacerlo sufrir, ya que todavía no había llegado el tomento, pero era cierto:
no volvería a estudiar Filosofía; si acaso la Ética de Spinoza, ese diamante de
pura luz… Lo amaba, amaba, sí, esa claridad destructora.

Página 40
Recordando el futuro

Ciertos personajes desconocidos y otros conocidos a medias, como si los


hubiese tenido olvidados ahí, en un rincón mientras agachaba la cabeza sobre
los apuntes, noche tras noche, «personajes» —por llamarlos de algún modo—
que la acompañaban desde la infancia; quizá alguno de ellos era quien la
llamaba cuando de pronto, desde niña, sonaba en su oído su propio nombre,
mientras otras veces parecía venir desde muy lejos. Su solo nombre
pronunciado con claridad y nunca con odio; a veces parecía una advertencia o
menos aún; una simple llamada que nunca le produjo sobresalto. Pero la
dejaba suspensa y como despegada de lo que la rodeaba y sin conocerlo; y en
algún momento la hacía hasta sonreír porque alguna vez se lo habían
preguntado: «¿Por qué sonríes?». No sabía nada. Y era feliz cuando se
quedaba así, sin saber, merodeando entre las plantas del jardín en acecho de
las mariquitas rojas de alas moteadas de negro, o en busca de las piedrecillas
tan lavadas por el agua de la acequia que corría, jugando pero muy seria, iba a
algo o huía, pero era la misma y se podían ver los recovecos del fondo, pues
el agua corría no en recta, sino dando vueltas, como un caracol; el agua es
redonda como se ve en las gotas, y tiende a lo redondo, como el cielo. Pues
que la tierra es redonda había tardado mucho tiempo en creerlo, siempre la
veía desplegarse plano tras plano o, si no, alzarse en montaña buscando la
vertical que era su trabajo; la tierra era el lugar del trabajo, mientras el agua y
la luz eran cosa distinta, recreo, gozo, alegría. Y somos de la tierra, eso creía
comprenderlo de todo lo que le decían los mayores; también las plantas y no
trabajan; algunos animales sí, y los que no trabajan se crían para el sacrificio.
O andan como pagando el no hacer lo uno, ni servir para lo otro. Y los
hombres, los mayores, trabajan; y algunos se ve que temen, que están siempre
temiendo morir como si su vida fuese ir acercándose a la muerte; animales de
la muerte, criados para ella que los aguardaba; y aquellas voces que no venían

Página 41
de ninguna parte, nunca vio a nadie que la llamara así, aquellas voces sueltas
le daban alegría… no estaban propiamente en ningún cuerpo. Ahora parece
que iban a salir estos personajes apenas dibujados, impalpables. Sin
esforzarse quiso buscarles el rostro; no lo tenían aún. Ni podía ponérselo ella
porque no estaban ávidos. Tenían apenas más presencia que lo que había
sentido, durante su adolescencia, cuando estudiaba por las noches, en su
cuarto, tarde ya: no estaba sola.
No había estado casi nunca sola, salvo en aquel momento en que no pudo
morir. Sólo ciertas compañías humanas la dejaban aislada más que sola, y por
eso le resultaban insoportables. Y se quedaba sin habla. En el jardín,
merodeando, no estaba nunca sola, ni en su cuarto de niña, ni cuando
estudiaba y hacía los problemas de Física; sólo la habían dejado sola
entonces, y antes en dos o tres momentos, cuando se había equivocado de
verdad, en aquellos momentos que podía llamar decisivos; era como si
hubiera salido, si se hubiera escapado de casa. Y ahora estaban allí;
dibujarlos, captar sus vidas sería escribir literatura. Una novela; podría hacer
eso, irlo haciendo en ese tiempo vacío que se le regalaba, mientras llegaba la
vida, esa vida que tenía ante sí.
Pero se dio cuenta a tiempo; seguir su historia, la de ésos, sería proseguir
la suya o inventarla. Inventarse a sí misma, proyectarse en lo posible. Y no
quería hacer proyectos. Sólo la vida; la vida con la que se quería reconciliar
hasta el fondo. Y reconciliarse con lo que nos sobrepasa es confiar en ello
enteramente; en su razón, en su verdad.
La vida en la verdad; vivir en la verdad. En una verdad viviente que nos
invade y está en nosotros. La había dejado a un lado, fascinada por lo
inaccesible, o quizá nunca la había aceptado sin reservas; y ahora sabía que
basta descrearse, desinventarse, para que la vida nos invada sin tumulto. El
médico, con su voz de hermano, le reprochaba severamente haber despreciado
su cuerpo; «y eso no se puede; todo lo has dado a la inteligencia y a no sé
qué». Mas no era del todo cierto: el cuerpo, es verdad que no lo había tenido
en mucho, el suyo, y le había pedido ilimitadamente como se pide a todo lo
que nos sostiene, pero no le guardaba ningún rencor; no se le despertó
ninguna protesta cuando en la Estación del Ferrocarril, en la hora más densa
de la noche, el compañero de entonces, su médico y ahora casi su hermano, le
había anunciado bruscamente, con la autoridad del que ve, su verdadera
situación; era casi un esqueleto y el cuerpo ya apenas le obedecía. En la
«charla» habida en el Ateneo de aquella ciudad de provincia, donde fue
delegada por el grupo de Madrid, había hablado con voz opaca, y no había

Página 42
podido comer en todo el día. Como casi todos los días. Pero ella no le había
dado importancia aunque ocultaba de sus padres su estado febril continuo,
buscando tan sólo darse enteramente, sin saber que lo hacía quemándose en
una pasión de conocimiento y de acción, atraída hacia un foco: España. No
estaba sola tampoco aquí. Al acabar el curso anterior encontró, como por azar,
una mañana en la terraza de la Residencia de Estudiantes, al ir al Instituto
Escuela, a un compañero de las clases de Filosofía estudiante de otra
Facultad. Solamente habían hablado de pasada, a retazos; él andaba siempre
deprisa, era miembro fundador de la Federación Universitaria Escolar, con la
que ella, aislada en el rincón de «los filósofos», apenas había tenido contacto.
Los «filósofos» apenas formaban parte de la vida estudiantil; eran muy pocos
y no formaban grupo entre sí ni ligaban con nadie, eran cada uno, con su
pequeña, a veces grotesca individualidad que llamaba la atención a los
alumnos de las vecinas Facultades; no siendo infrecuente que se congregasen
a verlos salir de una de las clases de Estética, que tenía lugar en una especie
de cripta de donde subían en procesión por la estrecha escalera; eran tipos
raros, y a ella —como no despegaba los labios y era tan delgada— la creyeron
mucho tiempo inglesa…
Bastaron unas palabras cruzadas “como signos” rápidamente para que
algo nuevo surgiese entre ellos: un entendimiento fraternal. Se encontró
esperándola cuando salía y allí, bajo el aire de los altos chopos, sentados en el
pretil de la terraza, le leyó unas cuartillas; el cielo cóncavo bajaba a abrazar la
ciudad, y en su aire se sentía la respiración de la ciudad, una respiración
humana, plena de vida; los dos encaramados en el pretil de ladrillo eran dos
pájaros que se entendían con la música de las palabras, con la música del
sentido… y rápidamente él aludió a unos compañeros de diversas Facultades,
que tenían en común el haber acabado sus estudios en aquellos días y
pertenecer a la F.U.E., que, como ya ella sabía, era «apolítica». Sí; ellos lo
seguirían siendo; no se trataba de hacer política, sino de abrir paso o hacer
que se abriera esa vida de España, recubierta por la falsedad oficial, por una
continuidad inexistente; se había roto felizmente esa continuidad mortecina de
la España de la Restauración, «sin pulso». «Nosotros, los jóvenes, hemos
crecido atraídos por esas generaciones de hombres ya “maduros” de quienes
hemos aprendido muchas cosas, pero esperamos de ellos más y hemos de
acercarnos a pedírselo, hemos de despertarlos a la tarea común que no
parecen advertir, hemos de llamarlos, simplemente; en cada Universidad de
provincias hay ya grupos, gente nuestra, de nuestro estilo, y, más allá de la
Universidad y de las ciudades, la España campesina a la que hay que llevar

Página 43
pan y presencia; no podemos dispersarnos ahora para hundirnos cada uno en
nuestra profesión; hay que hacerse presentes, es una cuestión de moral; de
renovación de la convivencia, de renovación de la sociedad; hay que construir
la vida española que viene arrastrándose desde siglos de inercia. Ellos, “los
maduros” de hoy, han recogido la disconformidad y la fe escondida en la
crítica desde el siglo XIX, en escritores como Larra, Ganivet, en
“movimientos” como la Institución Libre de Enseñanza a la que debemos
esto, este espacio de clara vida estudiantil, europea y ancestralmente
española; tendríamos que unir definitivamente estas dos cosas, salvar el
divorcio habido desde tan largo en la vida española entre lo europeo y lo
español». España, cuando existió, ¿no fue universal? Era el momento de que
entrara enteramente en «Nuestro Tiempo». Sí, iríamos a hablar a estos
mayores, maestros todos ellos de la juventud, más allá de las asignaturas y
aun de la vida universitaria. Eran… simplemente aquellos a los cuales
tendíamos espontáneamente por sentirlos en el futuro de España, en nuestro
futuro. ¿No eran todos juntos algo así como el rostro visible de España? Y
había que lograr que este rostro, estas cabezas, no siguieran en ese modo
sueltas, desprendidas del tronco del cuerpo paradójicamente invisible aún de
España; pues España no era todavía visible, la sentíamos más que la veíamos
y teníamos ansia de verla, era necesario, absolutamente necesario, que se
hiciera de nuevo visible al mundo, recobrada, entera, dueña de sí; joven,
despertada desde su sueño de siglos; intacta a pesar de su historia, más allá de
su historia, real, presente.
Y las palabras iban cayendo en el aire de la mañana como cuentas de
cristal, como agua, y sintió el idioma castellano sonar, como los ríos de la
vecina sierra, agua, agua rebotando en las piedras; el agua líquida contra la
piedra más pétrea del Planeta, y así toda España, antigua y lavada de su
historia.
Cuando ya bajaban de su alero, llegó otro muchacho al que reconoció por
haberlo visto en los cursos de Ortega y Gasset; era uno del «grupo». Nunca
habían cruzado palabra, mas sucedió que todo lo que habían escuchado al
mismo tiempo comenzó a hablar en ellos naturalmente. De las palabras de
Ortega y de sus libros se había desprendido para ellos —ella que se afanaba
en estudiar Filosofía, ellos que nunca la habían formalmente estudiado— una
limpia lección que era vida. Y algo así como una fuente, como un arroyo de
los que a esa hora bajaban saltando de la Sierra por el deshielo, irrumpió
incontenible en sus palabras, un arroyo, apenas un hilo de agua, nacido entre
las piedras más viejas de la tierra y de la nieve intacta de un pensamiento

Página 44
cristalino; hielo fundido al sol de sus almas juveniles. Y ellos sólo querían
que siguiera corriendo, vida recién estrenada por todo el cuerpo de España. Se
referían por alusiones a los libros del Maestro que más hondo les habían
llegado… El tema de nuestro tiempo, Ni vitalismo ni racionalismo, y todo
aquel estilo, hasta la propia voz extremadamente joven y pura del hombre que
parecía salido del centro mismo del Guadarrama, signo esperado desde siglos
para despertar a la dormida España. Él, Ortega, se iba en esos días para la
Argentina, así que no podrían hablarle, hablarían a los otros, a todos, y harían
un máximo esfuerzo para hacerse entender de sus mayores; y tenían que
reunirse al día siguiente para revisar, rehacer, si hacía falta, esas cuartillas.
Lo hicieron. Conoció a los demás compañeros del grupo, desconocidas
enteramente y repentinamente identificados; había dos muchachas. La reunión
debió de ser algo así como cuando una bandada de pájaros se encuentran por
haber seguido fielmente desde distintos lugares las mismas órdenes de la luz,
de la temperatura, «del tiempo». Hijos del tiempo, de la misma generación,
adivinaba que en todos ellos, un tanto solitarios hasta ese momento como lo
había sido ella, estaba abierto su ánimo al contorno, pero metidos en sus
estudios, en sus cuartos de estudiante, aleros de donde habían acudido como a
una cita mágica. Y mágicamente se formó una bandada, un grupo, una unidad
fraternal. Vagamente sintió —mirando desde el cuarto de la Residencia de
Estudiantes donde estaban reunidos, la sierra azul, oyendo cantar los pájaros
enzarzados en los chopos— que tenían algo que ver con alguna tribu quizá;
con algún grupo primigenio de los íberos, remotos, del indígena de aquella
Meseta que hizo a España; aquellos primeros habitantes, que nada sabían de
nada, y que ante nada habían de ceder. Se dividieron en grupos de dos o tres,
para ir a ver uno por uno a los mayores. Alguno de los jóvenes tenía alguna
relación con alguno de «los maduros», pero en general no tenían ninguna y
les hicieron la generosidad de recibirlos y de escucharlos franca, noblemente,
una sobria cortesía adecuada a la distancia vital, y equivalente a la fraternidad
reinante entre los jóvenes, instantánea, mágicamente. Y todos acudieron a la
reunión que habían preparado en un «Merendero» de los alrededores de
Madrid, pues el dueño tenía una cierta relación con alguno de los muchachos
y prestaba su casa y discreción absoluta, aunque en verdad no se trataba de
una conspiración. Pero instintivamente lo habían llevado todo en reserva,
como se lleva la primera cita de un amor honesto que será legitimado a su
debido tiempo enteramente. Nadie tuvo el sabor de lo clandestino, sino de lo
secreto, de lo que comienza a nacer como los manantiales silenciosos
cubiertos por las piedras. Todos acudieron, como lo hizo notar un prestigioso

Página 45
catedrático de los más jóvenes y de los más serios, tanto que no habló palabra
durante la reunión, y a la demanda que le formularon de que dijera algo
contestó: «¿Les parece poco que haya venido yo, que hayamos venido
todos?».
No eran todos profesores; había políticos, escritores entre éstos, sino en el
que francamente no habían pensado… Resultó un poco áspera la entrevista y
a ella le había tocado ir a verlo junto con dos compañeros más. Les indicó que
fuesen insistentemente Don Ramón del Valle-Inclán: «Vayan a ver a Manuel
Azaña, tiene mucho talento político». Fueron… y él mismo les abrió la puerta
de un piso más bien modesto de la calle de Hermosilla; la habitación donde
los recibió estaba llena de libros con apenas unas sillas; despedía un cierto
olor a celda conventual:
—Sí, ya sé por qué han venido ustedes a verme. Don Ramón se empeña
en que tengo talento político, pero la verdad es que no me interesa la política,
ni creo tener el menor talento para ella, ni que me dedique a ella nunca. Pero
hablen…
—Justamente no venimos a hablarle exactamente de política, sino de algo
más amplio, previo.
Pero él quería precisar o hacerles precisar, y ellos no podían, ni querían
precisar en aquel momento: no era un partido político lo que querían hacer.
—Entonces ingresen ustedes en algunos de los que ya hay, en uno de los
partidos republicanos, porque me imagino que es la República lo que ustedes
quieren.
Se miraron un tanto cortados, lo cual él tomó por vacilación:
—Pero ¿qué quieren ustedes entonces?
—Pues eso ha de decirlo España, nosotros sólo queremos que despierte,
porque ya está despierta, que entre en la vida porque ya ha dejado de estar
muerta, queremos… una moral, una vida para todos.
Impaciente saltó:
—Pero todo eso hay que definirlo, concretarlo, y es por medio de una
Institución, de un cambio de régimen.
—Sí, pero antes… Ese cambio de régimen ha de estar sustentado en una
base humana, en una integración, en un entendimiento y en una voluntad que
es la que hay que descubrir, ayudar a que se manifieste puesto que la hay.
Y salieron de la entrevista con la impresión de haber tropezado con una
mente lógica, escolástica, llena de aristas, alguien así como un Definidor o un
Secretario de Felipe II. Un cierto malestar los mantuvo en silencio mientras
bajaban la calle… En verdad que no habían pensado en aquellas cuestiones

Página 46
tan precisas. Claro que sí, querían la República sin duda alguna, pero antes…
había que hacerla —¿no?— antes de que se hiciera. Ellos se entendían sin
precisiones. Y rechazaban un tanto la coacción de la voluntad que exige al
pensamiento que aboque en definiciones; querían respirar ancha,
profundamente, al unísono; no sólo el pulso sino el ritmo, el ritmo de una
común respiración, pero ¿sabrían decirlo al día siguiente, si todos los demás
pensaban así, en ese modo? Sí, les exigían definirse, es decir, convertirse en
algo que ya había.
El personaje más brillante, quizá, de todos les esperaba, a esa única hora,
libre, pasada ya la «consulta».
Pero yo trabajo sin tregua. Sólo soy francotirador.
Pues tendrá usted que bajar de su árbol al llano. Para marchar juntos, hay
que estar juntos —se atrevió a decirle el joven que lo conocía.
—¿Y cómo? Cómo, sí, nosotros nos lo preguntamos también. Ya lo
encontraremos.
—Pero ustedes son unos niños y quieren estrenar la historia de España.
—¿Por qué no Don G.?
Y en verdad que en su pasión a la defensiva había un joven todavía
viviente, casi un compañero, pues que se había justificado ante ellos,
anónimos mozos de veinte años.
Pero entre aquellos «mayores» había alguien intermediario: joven,
apasionado, más entusiasta aún que los jóvenes, pues el entusiasmo que
traspasa la primera juventud es más intenso que el de la propia juventud, que
busca, por el contrario, la conciencia en el que se acerca a los cuarenta años;
el entusiasmo rebasa ya de la conciencia como un fuego que vuelve a brotar
después de haber sido refrenado; es la edad en que la llama, en quienes han
sido capaces de mantenerla a través de los desiertos y los vendavales, brota
más luciente, más cálida también. Habían tenido ellos la fortuna inmensa —
según le dijo el iniciador del grupo aquella mañana en la explanada de la
«Residencia»— de contar con él desde un principio: era un catedrático de la
Facultad de Derecho, de esa «materia» en que los juristas tocados de poesía,
es decir, de vida, vierten sus ansias incontenibles de justicia y aun de
ensueños redentores: el Derecho Penal de los que se inclinan sobre el crimen
buscando al criminal, y en él su posible redención, el «hombre», la «persona»,
que a pesar de todo existe o haya que creer que exista siempre. Ella no
conocía a este joven catedrático, lo conoció personalmente como a tantos
otros de aquellos hombres un tanto «mitológicos» en la reunión. Pero a éste
ya se sabía que habían de seguirlo viendo después, contaban con él aunque sin

Página 47
dejar signos manifiestos en sus vidas; pues sólo cuando las notas suenan tal
como ellas son, se integra una melodía. Era entre todos el que ya se había
puesto en marcha, el que se había movido moviendo a los demás.
Y había un escritor joven también y más joven aún por su actitud de
«disponibilidad», por no haber ingresado en la retórica ni haber quizá
concluido en aquella hora ninguna de esas obras que sitúan lejos y aparte a su
autor. En sus novelas y ensayos se había mostrado siempre una conciencia
inquieta; es decir, una conciencia que no es inquieta no es literaria; tenía
mucho de «examen de conciencia» de la realidad nacional y de sí mismo, era
en aquel momento quien más continuaba a la Generación del 98. Con él, la
proximidad se establecía en sentido inverso que con el profesor penalista; por
la inquietud que a él no le había permitido reposar en sus obras, aunque había
logrado algunas, y que a ellos, jóvenes, no les permitía dirigirse al logro de su
futuro individual. No tenía entusiasmo, y con el tiempo su conciencia se iría
tranquilizando, mas no era sensible en aquel momento.
También seguirían viendo con cierta frecuencia al brillante doctor y
escritor; en él parecían unirse conciencia y entusiasmo, sobre una cierta
vacilación que a veces los desconcertaba. Por el momento, la entrevista había
sido una polémica, directa, casi un cuerpo a cuerpo. Y les había gustado que
fuera así.
Se celebró la reunión y los jóvenes fueron escuchados, pero entendidos de
verdad sólo por unos cuantos de los mayores. Lo decisivo de aquella hora fue
que «ellos» formaban una especie de constelación en la vida, en el horizonte
de España, no estaban juntos, no lo habían estado quizás nunca y algunos
desde hacía mucho tiempo. Aquellos muchachos supieron comprender esa
situación que nunca se da en la juventud: el estar separado de aquellos con
quienes se forma una unidad de sentido. En los años juveniles la comunidad
tiene siempre una vida, una expresión viviente; hasta la solitaria tarea de
estudiar y meditar se hace a menudo en común o se cree hacer. Claro que
aquel grupo de jóvenes estaba compuesto de muchachos y de tres muchachas
que hasta el momento estaban solos. Pero era simplemente porque no se
habían encontrado y porque lo que hacían no tenía una especial significación.
Y en eso se marcaba la diferencia; en la juventud, cualquier tarea significativa
es vivida en comunidad; en la madurez, la significación del grupo, del
destino, no es vivida necesariamente en comunidad; aquellos que aparecen
significando lo mismo, como un solo signo escrito sobre el cielo de la
historia, en realidad están aislados entre sí, y apenas nunca se dirigen la
palabra. Aquella noche por virtud de los muchachos, los mayores que se

Página 48
integran en esa constelación de la vida española intercambiaron no muchas,
pero algunas significativas palabras; nació un acuerdo y un compromiso sin
definición, especie de voto a medias formulado, mas prestado ante la juventud
de su patria.
Y cada uno había sido el que era. El «notable escritor y extravagante
ciudadano» —Don Ramón del Valle-Inclán— se refirió como a la más pura
actualidad a un episodio de los tiempos de Isabel II. El político socialista de
raigambre liberal pronunció un pequeño gran discurso parlamentario, especie
de ensayo genérico y abreviado, como si afilase su palabra a ver si servía, y
todos debieron tener la misma impresión: que estaba en excelente estado,
aunque la cuestión estaba todavía muy lejos. Otros observaban casi como
jóvenes, humildes y contentos. Hosco, reservado, «quien no tenía vocación de
político», callaba casi ausente, como encerrado en un espacio aparte.
En un espacio diferente se sentía habitar ahora a partir de su fusión en este
grupo de gentes de su edad, pues que era el encuentro con los de su
generación, cosa que antes no había tenido, aunque hubiese habido
compañeros, amigos, al lado suyo, pues no les había unido ningún propósito
en si comportaban alguna novedad en su manera de afrontar la vida, no eran
conscientes de ello. Y lo más bello de este grupo, germen —no único— de
una generación, era que —¿después de cuánto tiempo?— no se habían unido
a partir de un sentimiento de rebeldía, de rebelión contra «los mayores»; no
habían partido «al derrocamiento de los viejos valores» para instaurar los
propios, en busca de «nuevos derroteros». Cierto que la palabra «nuevo»
acudía con mucha frecuencia a sus labios. Pero este «nuevo» debía de querer
decir otra cosa, no el «nuevo» que tantas generaciones anteriores a ellos
oponían a «los viejos». En todo caso se habían dirigido a los «maduros», que
en otro momento hubieran sido llamados «viejos», pues «viejos» son, han
sido para algunas generaciones los hombres apenas entrados en la madurez
que la precedieron. Para ellos, en cambio, eran «los maduros», los frutos
logrados de un ímpetu que venía de muy lejos en la vida española, y aún este
mismo ímpetu, esta tradición crítica, disconforme, era sentido por ellos no
como disidencia sino persistencia de una España antigua, universal, ancha,
donde la vida había sido posible en todas sus dimensiones; una España donde
el alma y la voluntad no se habían sentido asfixiadas, como en esa España
última que querían, más que derrocar, convertir; pues lo que se llama ímpetu
revolucionario no lo sentían en gran medida, quizá en ninguna. Ímpetu de
vivir, sí, de vivir con los mayores, con los iguales, con los analfabetos, con los
campesinos, con los obreros… «Vivir es convivir».

Página 49
Y esto era, debía de ser lo nuevo. Esta ansia de convivencia profunda, de
integración, de orden. Este dar la cara a las «circunstancias»: España,
«nuestro tiempo», nuestro deber: conocerlo, cumplirlo… No se habían
fundido al calor de una utopía, de un absoluto; de justicia, de felicidad
perfecta, de grandeza sin más. No sentían, pues, la necesidad de la violencia.
¿O sería utopía, en España, esta voluntad de convivir?
Por eso les era tan difícil definirse. No partían de un programa
revolucionario ni en política, ni en moral, ni en estética, que no parecía
preocuparles mucho. Estudiante de arte uno de los muchachos más
inteligentes del grupo, y asiduos todos a los conciertos y al Museo del Prado,
no eran una generación estetizante, aunque sentían el arte con pasión. Había
un estilo, eso sí, una voluntad de estilo que ni siquiera era nombrado así. Una
de las muchachas había escrito: «preferimos el dibujo al color»; y otra:
«vamos a ser serios del modo más alegre». Esto era no un código pero sí una
clave para quien quisiera entenderlos: marchaban hacia un modo de vida
simple, de una sinceridad tan pura que no había necesidad de ser formulada,
con una renuncia y aun repugnancia a lo «literario» y a lo «artístico», con un
amor a la simplicidad que se relacionaba sin duda con el espíritu deportivo de
la juventud última salida del Instituto-Escuela y de la F.U.E. Y algo
importante, especie de credo inicial, de promesa más bien no formulada, pues
formulaban muy pocas cosas, era el modo de relación entre los dos sexos:
había horror y repugnancia de la coquetería, de la conquista; se burlaban ellos
del donjuanismo, ellas de las remilgadas, de la hostilidad y separación entre
los dos sexos engendradora de tantas tergiversaciones. Y estaba entendido que
si llegaba el enamorarse, para bien o para mal, no se rompería la lealtad
primaria, la lealtad, primer mandamiento. Y era difícil que surgieran
«amoríos» en esta atmósfera tan objetiva, esencialmente casta.
No era esta «ética» exclusiva del pequeño grupo. Era el modo de vida
universitario, lo que había surgido enseguida, pues hacía muy poco tiempo
que las mujeres habían comenzado a asistir «naturalmente» a la Universidad;
sin lucha, ni vacilación alguna, la convivencia entre los compañeros de ambos
sexos se había ido dibujando, clara, nítidamente y sin definición. Y todo lo
que les unía era así; el espíritu universitario, el ambiente moral de una
Universidad que sin efectismos, mas sin tregua, se había ido renovando,
superando. Y ellos eran simplemente una expresión de lo que la Universidad
podía ofrecer a la vida española toda. Por eso no sólo no tenían, sino que
huían de tener un programa; era una actitud, un cambio de actitud lo que
tomaba cuerpo al tomar conciencia. Y querían ser vehículo de esta actitud tan

Página 50
simple, tan escueta hasta en lo intelectual, especie de ascetismo de la
imaginación; sin saberlo renunciaban al delirio que devoró la vida de los
españoles en el siglo XIX. Huían del delirio y de la consiguiente asfixia;
querían encontrar la medida justa, la proporción según la cual la convivencia
fuese efectiva, viviente, según la cual España fuese un país habitable para
todos los españoles. Y como daban por sabido que un cambio de régimen era
inevitable, no insistían en ello, tenían la vocación de ser transmisores de esta
nueva actitud, el hilo de agua nacido, al fin, en las alturas pétreas del
Guadarrama, del deshielo que bajase hecho cascada, arroyos, ríos, a vivificar
toda España. Vocación de ser pulso, respiración profunda que enseñase a
respirar libre, confiadamente. Agua que corre, y pulso, es la sangre. Una
sangre nueva, purificada por el aire libre que acabase de liberar a los
españoles de sus obsesiones, de su pereza y de su orgullo, una sangre que
moviera el corazón y la mente a realidad. Sí; no se daban cuenta del todo,
pero todos los vocablos que empleaban con mayor reiteración, todos los que
acentuaban, diseñaban una metáfora; la metáfora de una sangre limpia que no
habría de tardar mucho en derramarse.

El pensamiento, por lo visto, tiende a hacerse sangre. Por eso pensar es cosa
tan grave, o quizá es que la sangre ha de responder del pensamiento. Durante
tiempos enteros, varias generaciones, el pensamiento prosigue su camino
silencioso. Mas cuando un pensamiento se formula cristalinamente, encuentra
enseguida la sangre que ha de responder de su transparencia, como si lo más
«puro», libre, desinteresado que hace el hombre hubiera de ser pagado, o a lo
menos autorizado, por aquella «materia» preciosa entre todas, esencia de la
vida, vida misma que corre escondida. Revelar un secreto, hacer accesible una
parte del «ser escondido», de la realidad que se nos ofrece en resistencia, mas
no en presencia, lleva consigo inexorablemente que la sangre de algún modo
entre en función, y una de sus funciones, la máxima, es ser el vehículo del
alimento entre todos, el oxígeno traído a ella por la respiración, función
primaria de la vida, de toda vida. Y respirar requiere un medio adecuado, un
aire respirable.
El pensamiento que revela la realidad crea un espacio vital, respirable.
Una de las funciones vitales del pensamiento es hacer respirable el ambiente,
librar a los seres humanos de la asfixia que proviene de la falta de espacio
interior, cuando la conciencia se llena de sombras, de incertidumbre, cuando
la sombra de los demás y la nuestra misma ha hecho demasiado opaco ese
nuestro interior que es el primer espacio en que nos movemos y somos. Y

Página 51
cuando así dispuestos vamos a tratar con el prójimo que anda en parejo
estado… entonces convivir es simplemente imposible y el vivir por ende
también.
Y así sucede que el pensamiento se hace sangre; entra en la sangre y la
obliga a derramarse, porque no se le puede negar simplemente. No se puede
negar al pensamiento que nos hace vivir, que nos crea un espacio donde
respirar, un horizonte donde nuestra vida, hasta la más personal, entra a
formar parte de la realidad, se encuentra con las vidas de los demás, se
articula con ellas. No lo podemos negar, ni aun queriendo.
Y España en aquella hora de 1929 no podía negar ya por más tiempo el
pensamiento que sobre ella se había ido vertiendo. España, que ha tenido
siempre sangre en demasía, exceso de sangre. El pensamiento que le devolvía
la respiración había ido tomando aliento al par en obras y en palabras. En
pocos lugares del planeta el pensamiento se hace vida tan rápidamente como
en España porque brota de la vida y apenas nos está permitido lujo alguno de
abstracción. Diríase que una creencia fundamental no explícita limita el vuelo
del pensamiento entre españoles. Hemos pensado sobriamente siempre; de
ahí, quizá, esa nuestra proverbial «sobriedad», nuestro ascetismo… Pensar
por pensar no está bien visto en España. Y así Ortega y Gasset, al arrancar su
Razón Vital de la crítica de la idea «del saber desinteresado» de Aristóteles,
lleva al pensamiento filosófico esta creencia española.

Creencia que lleva a ver en el pensamiento una acción vital entre todas, el que
vivíamos hasta el extremo en que humanamente es factible, la unidad del
pensar con la vida, «el acto del pensamiento es vida» de Aristóteles. Y de ahí,
también, el terror a la inteligencia, el odio, el querer matarla, por ser vida. El
crimen que siempre se dirige a lo real revela lo que es real y en qué grado
para alguien. El crimen es la prueba más fehaciente de la realidad que algo
tiene para alguien. Mas, al mismo tiempo, el que hace el crimen nunca sabe lo
que hace, pues al hacerlo se ha olvidado de su propia realidad. Ni sabe del
todo lo que hace el que piensa en un acto de fe, ni el que se decide a querer
algo, ni nadie sabe del todo lo que se hace, para bien o para mal. Y la
diferencia entre la acción criminal y la honesta o la heroica es por querer la
realidad de algo, en el amor que es querer la existencia de algo con alegría. Y
aquel grupo de muchachos, sin haber leído a Spinoza, querían a España así;
con alegría; querían que existiese, que acabase de existir. ¿Era, fue un
crimen? Como tal habrían de pagarlo; con su sangre y con su muerte; y con su
vida.

Página 52
Nada de eso podían presentir ellos entonces. Ningún sabor amargo se
mezclaba a sus palabras, ni el más leve matiz de amargura o de resentimiento,
que con el más ligero brote de violencia se hubiera enturbiado aquella
transparencia en que respiraban; por eso les era tan difícil formular programa
alguno, y el que no los entendiesen inmediatamente… Para quien no resultase
evidente su querer no había explicación posible. En realidad, no hicieron
propaganda; lo advertirían quizá cuando la propaganda desatara su clamor,
espontáneo a veces, por el suelo de España.
Se formó instantáneamente una red de grupos con las universidades de
provincias, proyectaron hacer algunos viajes, no para convencerse, sino para
verse, para… ¡a qué precisar! Y cuando ella les había encontrado, ya hacía
algún tiempo que tenían dos pequeñas secciones en dos periódicos
madrileños, una vez por semana.

La adscribieron a una de ellas. Y firmaban, porque era imprescindible; lo


exigía así el periódico. «Tendrás que firmar», le habían dicho. Todos habían
procurado buscarle la vuelta a la cuestión de la firma estampando sólo sus
iniciales, pero tampoco fue posible. Y, sin embargo, nada subversivo había en
aquellas líneas en aquellos tiempos de censura; el lápiz rojo les tachó apenas
unas líneas, en realidad no había por qué. El poco gusto de firmar no procedía
de un deseo de clandestinidad, sino de impersonalidad, porque nada tenía que
ver aquel «escribir» con el deseo de hacer literatura, de entrar en las letras
españolas en aquel momento tan floreciente… Miraban con vehemente interés
la joven literatura cuya expresión más brillante era La Gaceta Literaria,
núcleo de renovación, no sólo en las letras, sino en el cine, en la pintura, en
las artes todas, en todo un estilo deportivo, aséptico, alegre y
«antigaldosiano» hubieran dicho si entonces hubieran leído a Galdós —ante
la España de Galdós…— Había una afinidad consabida, cierta actitud común,
mas sentían una diferencia y, sobre todo, no era eso lo que ellos sentían tener
que hacer. Estaba bien que lo hiciesen otros… Tenían cierta aprensión de que
todo ese movimiento literario extensivo a las artes se consumiría tal vez antes,
antes de llegar a la meta por ellos querida de que era una etapa que por haber
logrado expresión, por estarla logrando, se consumiese como hoguera
encendida demasiado aprisa. Y algunos del grupo, ella también, han de haber
escrito siempre por necesidad íntima; a pesar de considerarse allá dentro
escritores en potencia no habían pensado ni por un instante enviar ningún
original a algunos de los colaboradores de La Gaceta, con quienes no tenían
relación. Ni se les pasó por mientes hacerlo. Lo de escribir «personalmente»
era una actividad diferida por ahora, y siendo algunos de ellos presuntos

Página 53
escritores huían de aparecer así. No; querían escribir impersonalmente,
porque se sentían vehículo, instrumento de un pensamiento que no era suyo
«personalmente», que venía de lejos precisándose, que se había manifestado
no sólo en libros sino en actividades, en reformas, en cambios de actitud
moral, en grupos de escritores como la llamada «Generación del 98», en
movimientos reformadores de la enseñanza y del modo de vivir, como la
Institución Libre de Enseñanza; un proyecto de vida, en suma. Una clara
voluntad que había tenido al fin que precisarse en pensamiento filosófico que
resumía y superaba todo ello, y que añadía algo jamás habido en España.
Filosofía, pura, auténtica filosofía, mas española, señal inequívoca de que
España había recobrado, y por el camino más seguro —con un método, con
un sistema—, su universalidad. Ninguno apetecía, antes huía de tener lo que
se llama «personalidad»; a veces se burlaban de ella, de la posible
personalidad, de su búsqueda, de los que habían consumido su vida en
perseguirla. Era lo que más los apartaba de la «literatura» y lo que a ella
misma le alegraba de su pretendida actividad filosófica; que en ella nunca
tendría personalidad.
Querían servir, servir como la conciencia sirve a la vida; recogiéndola,
unificándola. Por eso habían pensado ir a los centros obreros a hablarles con
simpatía y respeto hacia los socialistas, con anhelo de comprender hacia los
anarquistas, a los que querían «convertir». Convertir, sacarlos de su
mentalidad romántica de lectores de novelas históricas, trasnochadas; sacarlos
del culto de la violencia, rescatar su autenticidad ancestral, pues adivinaban
escondido en ellos un tesoro de hombría, de salud, de ingenuidad, de fe tan
preciosa. Y en cuanto a los comunistas… no los había en España; entonces no
había «partido comunista»; en el año 29, propiamente hablando, había unos
cuantos «aficionados» de buena fe, románticos… residentes en la benigna
cárcel de aquella Dictadura tan irritante.
Y cuando llegó la hora de preparar las charlas —ya en el otoño— surgió
insoluble el problema, anunciarían sus nombres en unos carteles que uno de
los más jóvenes y audaces dibujantes les había diseñado. ¿Qué hacer, si no?
¿No irían a hablar, como se achacaba a los antiguos pitagóricos, detrás de una
cortina?
Estaba lleno el salón de las cigarreras; a ella le había tocado hablar la
última. Antes habían hablado dos compañeros; estaban allí casi todos los
maduros de la reunión. No fue un meeting. ¿Qué fue? Quizá nunca se volverá
a repetir; hablaron sin apenas tema, como se hablaban entre sí, en su estilo, y
ellas… entendieron perfectamente; serias, escuchaban con los ojos brillantes.

Página 54
Sabían por qué habían elegido ese gremio, corazón del casticismo madrileño,
temible por sus burlas, sus desplantes, por todo lo «chulapo» de su estampa
típica. Quizá por eso; para «agarrar el toro por los cuernos». Y no hubo lucha,
ni imposición, ni «pedagogía»; fue un momento de «armonía preestablecida»,
a la manera musical; el tono estaba dado ya desde el principio, existía, la
consonancia fue perfecta entre la presencia de aquellos hombres, los más
ilustres de la ciencia, de la universidad española, de las letras, las cigarreras y
ellos, los jóvenes; las palabras habían sido solamente la cadencia en aquel
concierto improvisado por un músico a lo Mozart.
Salieron alegres de la Casa de las cigarreras. Ella, con una alegría pareja a
la que le había llenado el alma las pocas veces que había entendido algo en
Filosofía. Pero la alegría de entender era como un rayo que iluminase la
mente, y el alma toda quedaba removida, no podía durar; después lentamente
«lo entendido» se iba difundiendo y aun manifestando, pues le hacía falta
mucho tiempo para ver las implicaciones y las consecuencias; el «orden y
conexión» que establecía el pensamiento; una idea, una sola idea, entre
pensamientos hasta entonces antagónicos, impresiones confusas, sensaciones
dispares y hasta «hechos» que cobraban, al ordenarse, significación. Mas esta
alegría del «concierto», en las cigarreras, de la armonía no preparada, salía del
corazón, del fondo más oscuro de la vida. No es que les hubiesen hablado a
ellas, sino con ellas, con… el corazón de Madrid. O era como si no hubiera
clases; el pulso de España, su latir había creado aquella armonía, aquel
silencio viviente donde caían las palabras, como música; el sentido se
ensanchaba, el horizonte se abría, respiraba. Los mayores les estrecharon la
mano, penetrados de este contento desde su sitio; nadie había «cedido» y se
sintieron, allá en el fondo, iguales, porque obedecían sin ceder.
Y fue este pulso, este latir sereno y apasionado de una vida transcendente
a la suya, lo que la tomó, la envolvió y la condujo hasta el umbral de su
propia vida, Porque no había soñado en dejar nada la Filosofía, ni aquellas
clases en que se estrenaba como profesora en el Instituto Escuela, ese rudo,
difícil entrenamiento que es dar clase a apenas muchachos, en el umbral de la
adolescencia. Todo era difícil en esa su nueva actividad; la hora en que se
daba la clase, el grupo de jóvenes, la materia misma que había de enseñar, la
más ajena del grupo «filosófico». Pero esto es otra historia… otro argumento,
al cual se entregó con… fiebre, con esa fiebre que le subía justamente a la
hora en que había de entrar en el aula en las sombras del crepúsculo, cuando
los muchachos impacientes esperaban el momento de la salida… y no tenía
apenas voz. Había seguido así, desolada, a través de la vida, entregándose a

Página 55
ella con frenesí. No; no había «despreciado su cuerpo», según le habían dicho,
no lo había tenido en horror; era que había amado demasiado, que había
andado enamorada y se hizo perdidiza. Se perdió empujada por el amor,
llevada por el pulso cada vez más frenéticamente acelerado que ella no podía
aminorar.
Y de repente se encontraba ahora «aquí», sin «discípulos» ni maestros, sin
compañeros de grupo, ni de nada, sintiendo su pulso, el suyo solamente como
un pájaro que quiere derribar los barrotes de la jaula en trance de asfixia. El
haber respirado tan ancha, profundamente, en el puro oxígeno de la vida
naciente, la prisa de llevar a su sangre, a la sangre de todos, ese pensamiento.
Caía así, empero, para vislumbrar algo nuevo.
Comprendió con temor, temblando en su soledad, que aquel volcarse a la
vida, en la vida de todos pretendía —quizá había sido sólo un sucedáneo.
Algo vivido en lugar de…
No temblaba por temor a que quedase en entredicho la verdad de lo
vivido; era la legitimidad de su vida lo que buscaba. Por eso buscaba vaciarse
de todo, verse… como se había visto en «aquel momento», pero con los ojos
del entendimiento ya «desde aquí».
Y comenzaba a entrever que de «aquel imposible», de aquello había
brotado ese ansia, ese volcarse en la vida, esa prisa por quemarse, ese
«entusiasmo» que se podía confundir tan fácilmente con la fe. Y la fe, ¿tendrá
otra raíz acaso? ¿No nacerá ella también de un «no», de un imposible? De un
imposible, de algo que nos rechaza inexorablemente, como ella tenía la
impresión de haber sido rechazada siempre, de todo lo que quería, de todo y
de algo sin nombre, o, sí no era así, era ella la que decía «no» cuando no se lo
decían. Había vivido siempre bajo un «no» que tomaba las más diversas y
hasta banales formas: el color de un traje, cuando le había importado, una
excursión o una fiesta, si había querido ir… El primer «no» concreto fue
aquel árbol de lilas que no pudo ver florecer en una agria primavera, no lejos
de Madrid, niña muy niña. Nunca había visto un árbol de lilas, ni las lilas
mismas, y día a día vigilaba el árbol que le habían dicho que iba a darlas
pronto en su jardín. Mas cayó enferma de unas fiebres y recordaba haber
perseguido en sueños aquel árbol de lilas, el árbol que iba a cubrirse de unas
flores desconocidas que olían muy bien. Cuando ya pudo hablar despierta le
extrañó que su madre rehuyera contestar a sus preguntas por el árbol ni traerle
a la cama un ramo de flores y, cuando ya la estaban vistiendo para que saliera
al jardín, le dijo: «No ha habido flores en el árbol, es muy pequeño aún, al año

Página 56
que viene». Eso le dijo la madre, pero una criada, después, ignorante de la
crueldad que en ello había, le dijo que sí, pero que ya se habían secado.
Pero ella vio el árbol y lo miró siempre como algo precioso y aparte de las
demás plantas del jardín; por esas flores invisibles para ella. Creyó siempre
que el árbol había florecido; prefirió la crueldad de esas flores que nunca más
vería —aquellas precisamente— a que el árbol no hubiese florecido. No se
quiso consolar; prefirió la existencia de la flor al consuelo.
Así sería siempre. A cada no, «no es la hora», o «ya pasó», o simplemente
«no está para ti», sentía renacer el amor a lo que se le negaba, el amor ya
despojado de toda ilusión posesoria, el simple amor a la existencia del objeto;
que sea así, que exista, aunque yo no me consuele nunca de no haberlo
habido. Y esto acababa por ser más que consuelo: certidumbre, afirmación…
Y así, quedando medio muerta, luego venía a brotar en la vida; la vida… Y en
el vacío del amor no cumplido, del árbol no visto, surgía algo; el árbol cada
día más real que se había formado en su mente de niña y que no la dejaría ya
nunca; la cifra de una existencia invulnerable. Y todo lo que no había podido
ofrecer de sí misma, surgía quizá acrecentando, sin la merma del choque con
«la realidad», el árbol florecido, pero no tanto; la cifra, mas no enteramente.
Y ahora lo veía así, pensando, preguntándose. Pues que, en la vida, todo lo
que se hace de verdad, ¿no es a falta de otra cosa? Sí; en toda la vida, salvo
quizá en los santos o, más bien, en los que simplemente obedecen sin haber
sido jamás elegidos, nacidos sino para obedecer desde el principio; los que no
necesitan conciencia y por ello no la han; santos —algunos—, labradores, o
madres sin más. Pues la vocación, ¿de dónde viene? La vocación o el amor; la
vocación y el amor… ¿Por qué había estudiado Filosofía? ¿Qué «no» quería
llenar? ¿Qué vacío inicial o rápidamente sufrido en su primera juventud? La
Filosofía, ¿no había nacido —y no sólo en su afición, en el mundo— a falta
de otra cosa? ¿Qué se ha perdido cuando se busca implacablemente el
conocimiento? Un conocimiento sin consuelo, que acepta la negativa del
objeto al mismo tiempo que descubre su necesidad, que descubre la «aporía».
¿Por qué esa crueldad, esa renuncia al consuelo —el árbol existe, pero no es
posible verlo en sí mismo—? Renunciemos, pues, aun a eso, digamos tan sólo
que se nos aparece así, que «la idea existe, pero no sabemos dónde ni en qué
manera» y, en último término, quizá tampoco exista. Pero hay que seguir
pensando en ella. Descubrió Parménides que «el ser existe» o, más bien, ¿no
descubriría que el ser es, aunque no exista, o que no es y… entonces vamos a
pensarlo? Y vio después que, al pensarlo, existía.

Página 57
Y si se piensa que el Ser no existe, que no hay ser, ¿no se está haciendo lo
mismo en provecho de una realidad radical? ¿No ha partido todo
conocimiento de aceptar la negación sin consolarse? Por eso no podremos
seguir al Buda nosotros los occidentales; pues aceptamos la negación sin
movernos de «aquí», sin añadir otra negación por nuestra cuenta. Y aun el
amor.
¿De qué amor no habido ni en sueños viene el amor a un ser concreto?
¿No es un invento? Y por ser invento mueve a hacer. Don Quijote salió al
mundo a llenarlo de sus hazañas porque no hubo a Dulcinea, mas, si la
hubiera habido, ¿no hubiera hecho lo mismo en lo que ella le había fallado? Y
Dante, que no se acercó a Beatriz, por temor de que le dijese que sí —sin
duda—, hubo de escribir su poema a falta del Paraíso no gozado; pero aquel
paraíso le hubiera resultado imposible de gozar sí no hubiera hecho algo para
merecerlo. Por ejemplo: descender a los infiernos… La vida humana es de por
sí irónica; donde comienza lo humano, comienza la ironía. A mayor
humanización, mayor juego de reflejos entre el ser y el no-ser. Lo humano es
la actualización del no-ser.
Se esforzaba en demostrarlo. El no que la perseguía, la duda de que su
actividad apasionada hubiera sido sólo «a falta de otra cosa», de la
imposibilidad de vivir con una cifra, un ser humano que era para ella algo así
como un objeto matemático; una cifra. Y su inoriginada afición por la
Filosofía, ¿cómo saber cuándo comenzó? Se iba vaciando ahora en la vida
para corresponder a lo que le había sucedido «allí», en el umbral. Era su única
tarea ahora: reducirse, vaciarse de todo; llevar su vida a su fundamento; su
fundamento que llama a la evidencia, ponerse su vida a sí misma en
evidencia, evidenciarse… Y a partir de ahí quedaba libre. Tenía tiempo. Este
era el sí: la riqueza, el regalo y la imposición.
El tiempo, quieto como en la marea alta, la sostenía durante horas enteras
comienzo ni fin, horas en blanco en las que ningún pensamiento se aventuraba
a entrar, y menos emoción, imagen. Alzada sobre sí misma, sobre el «río de
su conciencia», apenas algún rápido pensamiento le llegaba de ella, si tal se
puede llamar un conato de ruptura en tal equilibrio. Desatendía y se
desentendía de sí misma y de las circunstancias reducidas a la presencia
vigilante de aquellos seres inseparables a los que con sólo mirar bastaba para
no creerse muerta. No estaba muerta, pero tampoco en la vida, pues vivir es
inseguridad, sobresalto, «vivir es anhelar». Y aquella situación de indiferencia
venía a ser, era de nuevo una situación prenatal. Porque todo lo que la

Página 58
rodeaba, el inmediato contorno, era una intimidad sin poros y sin opresión.
Respiraba dentro del cariño de los suyos.
Y el «afuera» no estaba presente; el mundo se había convertido en un
lleno inasequible. Presentía, imaginaba y hasta los sentidos se le iban
afinando, como queriéndose desprender de su centro para traer noticias.
Aparecían sensaciones sutiles que antes estaban englobadas; apenas ya veía
objetos, sino sombras, luces, reflejos, al principio flotando en un vacío que los
hacía irreales como si lo que entendemos por realidad, por «mundo», fuese un
hueco. Mas lentamente el hueco se fue llenando, muy lentamente. Era difícil
de soportar ese doble no-ser; el no-ser de uno mismo en el vacío del «afuera».
Había rechazado a las sombras de sus personajes, a sus sombras, conatos
de ser que le hacían presente lo que ella era, un conato. Un conato que no
había podido deshacerse y que ahora tenía que proseguir su vida de larva, en
busca del ser, una avidez de ser; vivir sería eso, proseguir esta pasión que no
deja tregua, padecer esta avidez, aceptarse no siendo y, al aceptarse, ir siendo,
ir hacia el ser, afrontar el riesgo de ser en falso, de ser otra cosa que lo
entrevisto y presentido, de ser «el otro», uno de los múltiples otros que la
posibilidad ofrece en sus espejos, y uno, uno mismo…
Pero llegar a ser «uno mismo» y no «el otro», ¿cómo podrá lograrse?
Habría que conocerse ya y desde un principio. ¿Cómo despejar la
«autenticidad», si cada acción nos crea o nos deforma, si aquello que hemos
vivido arroja su sombra? ¿Quién mide nuestra autenticidad? Sólo alguien que
nos viese haciendo que su visión nos penetrara hasta el fondo del alma, y nos
llegara desde su fondo como si naciera en ella, espontánea; precisa y clara
como si nos fuera dada. Sólo si fuésemos formas naturales de una inteligencia
que concibe engendrando, que se conocerá íntegra en cada una de sus
imágenes distintas; sólo si fuésemos «unidos», aun siendo tantos.
Vivir es errar, andar a la deriva tras de ese «único» que nos persigue sin
tregua, en el seno sin fin de esa realidad que no nos deja, que tampoco
permite que nos hundamos en ella, resistencia última que nos obliga a salir, a
sostenernos. La cifra de esa resistencia, amor o vocación, nos obliga a ser él,
porque nos descubre el no ser.
Y aquel vacío del mundo, aquel hueco, se fue llenando de… poesía,
acción primera unitiva. La realidad penetra en nosotros poética e indistinta.
La palabra, la nuestra, ¿nace del no-ser, resonancia en el hueco de lo que
llamamos persona? La palabra humana es eco, inicialmente, como nuestra luz
es refleja. Hablar espontáneamente es «mentir» en cierto modo, desbordarse y
dejar que «las cosas» se desborden; palabra enajenada. Para hacer filosofía

Página 59
hay que ser sí mismo, habría que serlo; la poesía no exige tanto. Y por más
enajenada y vacía, aquella palabra poética no era siquiera suya. Resonaban en
su tiempo vacío los poemas retenidos en la memoria, de libros casi eternos de
los poetas de su tiempo; de aquellos poetas recogía el eco y la resonancia
antigua, la memoria del ser y el no-ser de España.

Había sido un irrumpir luminoso éste de la poesía. Juan Ramón Jiménez la


había anunciado, pero a la misma poesía de Juan Ramón Jiménez se la sintió
más claramente cuando aparecieron los poetas jóvenes: García Lorca y
enseguida, como la estrella gemela, Rafael Alberti. ¡Qué alegría pura, como
del alba, cuando apareció Marinero en tierra, premiado al mismo tiempo con
el Premio Nacional de Literatura que un libro de Gerardo Diego! Y Jorge
Guillén y Pedro Salinas —«Entrada en Sevilla»— en prosa publicada en los
primeros números de la Revista de Occidente, tan clara, tan nítida, tan precisa.
El idioma castellano se adelgazaba, se convertía en cristal, y dejaba ver sus
puras entrañas; ¡qué idioma tan bien nacido! Y el alba del idioma alumbró
otra vez, traído por Rafael Alberti en La amante, tan frágiles cancioncillas, y
en el contenido misterio de Emilio Prados, poeta del desvelo y la memoria, y
en Luis Cernuda, de quien sólo conocía una referencia leída en un artículo de
un ilustre escritor en El Sol de Madrid, y en el esplendor transparente como
una gruta de fantásticas estalactitas de Aleixandre.
Y habían surgido aquí y allá por las provincias, y hasta en pueblos,
revistas de poesía, alegres, múltiples, de diversas voces una sola música
acordada: Litoral, Mediodía, Alfar, Parábola, Meseta, palomas mensajeras de
un antiguo palomar medio cegado hacía tiempo. Y el romance traído por la
guitarra clásica de Federico García Lorca, a quien todos querían. Hacía poco
que saliera a la luz Sobre los ángeles, el libro último de Alberti, quien de una
manera angélica había consumido etapa tras etapa de su poesía a la manera de
un Mozart, sin insistir en el logro.
Y las revistas Carmen y Lola, precedidas por el Gallo que Federico
hiciera en Granada. «Apriesa cantan los gallos e quieren quebrar albores»,
palabras de Mío Cid que parecieron tan ciertas.
Y esta poesía de «los gallos» quebrando albores tenía la virtud y la gracia
de hacer visibles las voces poéticas ya conocidas; en lugar de acallar hacían
resonar las voces ya ahí hacía tiempo como la de Miguel de Unamuno y
Antonio Machado, el hondo, claro, enumerador de los paisajes del alma
—Soledades, Galerías— y de los campos castellanos, de las encinas, los
chopos, los tomillos de la sierra, el paisaje lunar de Soria pura. El y
Unamuno, poetas de la pureza ancestral de España y del verbo castellano,

Página 60
mantenedores de la perenne virginidad de la temible España. Poesía, palabra
brotando pura de la caverna de España, allí donde comenzó la vida, el primer
latido, memoria y olvido, saber hecho de olvido y de adivinación. Conciencia
sin juicio, inocente justicia como es siempre la poesía no-voluntaria, la que
nace en obediencia a la hora histórica, no a la enajenación «personal», lujo
cultivado de unos cuantos.
Poesía que es inocente justicia como lo es el alba, pues la conciencia que
no se propone serlo es la que más delata; desprovista de la intención de
juzgar, muestra y canta la realidad, que tendría que ser proponer sin definir; lo
que no debería jamás ser aplastado, lo que ha gemido sin voz, lo condenado al
silencio, a una muerte que es medio vida, vida latente: el traje corto y largo
del «niño pobre» y su vergüenza; la alegría y la tristeza del pescador sin
dinero, del labrador mudo, del campo yerto… y el derecho, todos los derechos
de la menuda realidad en la que nadie separa, la realidad no sola. Y los dioses;
el dios íbero, el Dios desconocido y el no-existente. Todo ello es comunión.
¿Dónde si no la poesía? Don Miguel de Unamuno, ensayista, rector de
Salamanca, avisador de la conciencia nacional, removedor de las almas
resecas del largo invierno de España, en el destierro desde hacía años, había
dado a la luz hacía muchos años El Cristo de Velázquez, el poema de
comunión en la blanca forma del Cristo sin sangre, del Cristo luz palabra, el
que nos podía salvar de la cólera de nuestro Dios desconocido. Porque de esa
ira de los dioses primarios que piden sangre, sangre de sacrificio humano,
sólo puede salvarnos el Dios que trae, porque es luz, palabra, pan.

Y en aquellas horas de tan difícil distinción entre el sueño y la vigilia, en el


vacío de su cuarto, desde una memoria vacía de imágenes, venían las palabras
que enumeran, que conjuran al dios más antiguo de todos, al Cronos
devorador, dios del tiempo, del olvido y de la memoria. Y leyendo, quizá en
sueños, Sobre los ángeles, se detuvo en un poema que luego no encontraría,
«El ángel del olvido», del eterno olvido donde nace el alba; «olvido, raíz del
alba», «desierto anterior y no violado», «allí donde todo llega nada pasa»,
«imperturbable olvido, raíz del alma»… Y aprendió a despertarse a la hora
primera del día para ver un instante, por el balcón abierto a la nieve, el alba, la
luz sin memoria que bendice nuestro sueño.

Despertar es renacer cada día. Y ya la luz nos aguarda. Ya está ahí,


comenzada, la historia que haya que proseguir. Despertar es entrar en un
sueño ya en marcha; venir desde el desierto puro del olvido y entrar lo
primero en nuestro propio cuerpo, recordarlo sin rencor, entrar a habitarlo y

Página 61
recuperar nuestra alma con su memoria y nuestra vida con su quehacer. Entrar
como en un capullo tejido por innumerables gusanos afanosos; retomar
nuestro hilo en el capullo fabricado incansablemente por el gusano-hombre,
hacedor de ensueños que se objetivan, fabricador de historia.

Página 62
España despierta soñándose

La historia es sueño; el sueño del hombre. Si la vida humana es sueño, sueño


de alguien, debemos tener con él alguna semejanza, puesto que soñamos
también, soñamos nuestro inacabado ser de muchas maneras, en la poesía ante
todo, en todo arte, y en la acción, hasta en la técnica hay ensueño. Y si en
todo lo hay, es porque lo hay en la acción entre todas, en la acción genérica
del hombre «en cuanto tal», que es la historia. La filosofía nació, sin duda, de
eso otro que el sueño, de eso que llama a despertar; por eso la filosofía nació
contraria a la historia, con la pretensión de una historia distinta; de hombres
despiertos, y no pudo evitar hacer utopías; la utopía de la razón haciendo la
historia. La «razón histórica» que la filosofía hoy se dispone a desplegar será
despertar del sueño utópico, del ensueño de la razón; mas, al ponernos ante la
razón, insiste en la historia al mandato de aquella voz antigua con que
Heráclito llamaba a despertar a los hombres de su tiempo; a despertar
viéndonos en nuestro sueño, a despertar sin dejar de soñarnos.
Despertar, sin dejar de soñarnos, sería tener un sueño lúcido. Es el ansia
que se padece y que se está a punto de lograr en ciertos momentos de la
historia —individual o colectiva— cuando un pueblo despierta soñándose,
cuando despierta porque su ensueño —su proyecto— se lo exige, le exige
conocerse; conocer su pasado, liquidar las amarguras que guarda en su
memoria, poner al descubierto las llagas escondidas, realizar una acción que
es al par una confesión, «purificarse», haciendo. En aquella hora histórica en
que estaba al nacer la República del 14 de abril, los españoles se disponían a
hacerlo, a curarse de sus llagas. Teníamos una, dolorosa, que, por virtud de
muchos médicos, no llegaba a ser enconada: la «decadencia», la famosa
decadencia. Pero en ese punto no eran ya las palabras, sino la acción, una
historia nueva que tenía que curar definitivamente.

Página 63
Porque los españoles, especialmente los que habían asistido a las Escuelas,
Institutos y Universidades, los españoles letrados, habían crecido con el
amargo sabor de la decadencia española mezclado al orgullo ancestral de la
grandeza y a un cierto vislumbre de que esta grandeza había sido malbaratada.
Las explicaciones propuestas eran diversas. España es un enigma, especie de
esfinge en el desierto que atrae y hechiza a cientos de viajeros y ante la que
muy pocos sienten el amor suficiente para acercarse a dialogar. ¿Quién se
atreve a dialogar con una Esfinge? Y la Esfinge está condenada a serlo hasta
que alguien no entre de verdad en diálogo con ella. Esta situación de estar
condenados al aislamiento producía un sentimiento de ser víctima de una
injusticia histórica, de ser los condenados de Europa; esa víctima que hay
siempre encerrada en la mazmorra mientras la fiesta brilla allá en lo alto;
condenada a la oscuridad y desoída, mientras los demás se prodigan lujos de
palabras y de atención. Hambre de ser escuchado es lo que siente la víctima,
el condenado que, aunque todo lo tuviera, padecería la humillación más
terrible que a un humano puede darse: no ser escuchado. De ahí que todos los
españoles hablen deprisa y no se escuchen demasiado los unos a los otros, y
supongan lo que va a decir el adversario, es decir, el interlocutor. De ahí
también que se hable a gritos —en España—, cosa que debió de ocurrir a
partir de cierta época, pues no se encuentran tan fácilmente las palabras
cuando se ha estado tan largo tiempo apartado del diálogo común y se teme
no usar las mismas categorías, las mismas tablas de valores que ellos, los del
mundo. Los mismos problemas no son inteligibles, porque han sido ya
planteados por otros. Y ¿cabe mayor vencimiento que no haber lugar para
plantearse uno mismo los problemas y haberse por fuerza de enterar primero
de «cómo está el problema planteado», antes de hablar, antes de pensar y aun
de sentir? Tal ha debido de suceder siempre a los vencidos.
Pero España no estaba vencida propiamente. No era ésa la conciencia ni el
sentir de los españoles en general, sino algo más sutil y complicado; de una
parte, el sobresalto de haber cometido algún error —esto era ya en términos
intelectualizados— o, más bien, un «pecado» de dejadez o de exceso de
generosidad o de ingenuidad; y, de otra, el ser víctimas de incomprensión.
Nada alegraba más a un español ni le alegra todavía que una muestra de
comprensión por parte de alguien de otras tierras; diríase que la pérdida del
poder político, de la riqueza, la falta de prosperidad, no nos ha atormentado
nunca tanto como el no ser entendidos. Era esto lo que más dolía y lo que más
contaba: «¿Qué dirán?». «¿Qué dicen?». «¡Ah, si ya nos van entendiendo!
Hay un escritor inglés que dice…». Y esto nos ponía contentos.

Página 64
Pero ¿qué había pasado en verdad en España? Desde el siglo XIX se fue
intensificando y ensanchando la conciencia de España, del conflicto de ser
español. Individuos aislados, escritores, conciencias solitarias como Larra,
que se suicidó a los veintinueve años de mal de amores, dicen, mas en verdad
de mal de España. Angel Ganivet se suicida también en la lejana Finlandia,
medio siglo más tarde, en el momento histórico de 1898, por enfermedad,
dicen; sí, por enfermedad de España. Ser español era tan doloroso, una herida
abierta que algunos no podían soportar. Y después de la mitad del siglo XIX
dos hombres de inmensa capacidad creadora enfrentaron, sin proponérselo en
su obra, su mirada, nacida de contraria perspectiva. Menéndez y Pelayo, el
historiador católico à outrance, enumerador en una especie de «libro sagrado»
de la ciencia y la filosofía española, como réplica a la acusación, lanzada
contra España desde los cuatro puntos cardinales del mundo civilizado, de ser
país reacio o contrario a las luces del pensamiento, dado sólo a la pasión.
Historiador fervoroso y objetivo de los heterodoxos, de todos los heterodoxos
habidos en España desde Priscilla —no hasta el día mismo en que muriera en
1912, con lo cual no llegó a enumerar la Iglesia de Swedenborg, establecida
no sé con qué continuidad en Valencia en el año siguiente. Y frente a él,
coincidiendo en la pasión por España y sobrepasándole en conocimiento
viviente, el novelista Pérez Galdós, enumerador de la España subhistórica, de
las entrañas que quedan bajo el vivir histórico, de la vida cotidiana, y aun de
la historia misma, reflejada en la vida diaria, en esa su gigantesca obra de los
Episodios nacionales. Se enfrentaban porque sus diagnósticos sobre el «mal
español» eran opuestos: Menéndez y Pelayo no admitía siquiera el mal, sino
que cargaba sobre «el mundo moderno» la incomprensión denigrante de
España, intacta y recia en su centro invulnerable a todas las heterodoxias;
católica, humanista, ecléctica en el pensamiento; el espíritu español
esencialmente armónico había huido de los extremismos de los grandes
sistemas filosóficos, por amor a una sabiduría mesurada y humana, bajo la
sombra de la verdad revelada. La historia de Menéndez y Pelayo es una visión
poética de España asistida naturalmente de la ciencia. Dilthey quizá no la
hubiera desdeñado enteramente. Galdós, más genial y profundo en el examen
de la vida española que en la formulación del problema y de la solución,
auscultó, miró, con esa impasibilidad de los grandes autores, los recovecos
más secretos del corazón y sus laberintos; su «tesis» era de las de
«izquierdas»: España tendría que aprender a tolerar, a practicar una mesurada
libertad enriquecida por las reformas sociales; el ejemplo naturalmente era
Inglaterra. Todo ello partiendo del «supuesto» de una renuncia a la pretendida

Página 65
grandeza, a la novelería. Cervantino en cierto modo y flaubertiano —del
Flaubert de Madame Bovary—, noveló la «novelería» de la vida española, su
inventarse a sí misma en el delirio, su irrealidad en las clases sociales
elevadas, en la clase media, donde toda novelería tiene su asiento. El pueblo
es en Galdós como es en realidad, verdadero, como una palabra de Dios.
De sus innumerables personajes se destacan dos figuras geniales,
marcadas por el sello de la creación poética, trágica: dos mujeres del pueblo.
Fortunata, hija del pueblo de Madrid, Madrid mismo, que muere «yéndose en
sangre»; inocente, primaria, magna mater, especie de encarnación de la diosa
Cibeles que preside la Villa desde su carro triunfal. La otra es la protagonista
de Misericordia, la mejor novela que se haya escrito, quizá, después del
Quijote en España, criada de servir, llegada a la Villa desde un pueblo de La
Alcarria, de esa Meseta Central que, junto con La Mancha, parecen ser las
tierras sagradas de España, vida anónima, alma de la misma familia que la
Felicité de Un coeur simple de Flaubert. En ella descansa y se sustenta el
frágil mundo de los noveleros personajes de esta novela «ejemplar» y su ama,
señora venida a menos, para la que ha de pedir «de incógnito» limosna a la
puerta de las Iglesias. Ella tiene su verdad, como Fortunata tiene «su idea»
entre sí; tiene su Evangelio, que resulta ser… el Evangelio. En una discusión
con su señora, que le habla de orgullos y dignidades, de «cosas que no se
pueden soportar», ella le responde, queriendo despegarla al par de la realidad
y de su novelería, hacia la poética verdad de la «razón vital»: «La verdad —le
dice—, las verdades han sido antes mentiras muy gordas», para concluir
enunciándole la razón última que hace soportar todas las sinrazones.

EL HAMBRE Y LA ESPERANZA

«El hambre y la esperanza»… En esos pensamientos andaba ella en sus


soledades. Había recibido del médico hermano permiso para leer —al fin—
unas pocas páginas al día y, por un misterioso azar que resultó formar parte de
la «armonía preestablecida», se encontró leyendo a Galdós, a quien
totalmente desconocía. Algunos escritores de la «Generación del 98» lo
habían desahuciado por falta de estilo, y la generación literaria entonces
joven, el gusto literario vigente en aquel momento, lo repudiaba como
símbolo de esa España que tan implacablemente había retratado —la clase

Página 66
media asfixiada en su «novelería»—, confundiendo al espejo con la imagen
por él reflejada. No se trataba sino de uno de esos vaivenes normales en el
curso de la apreciación de un escritor; a su muerte en plena gloria sucede
inexorablemente una condenación a la que seguirá, no menos
implacablemente, una «revisión» entusiasta. El caso es que leía a Galdós por
primera vez; y se dio cuenta de que leía a España por dentro, de que era la
manera de entrar desde su aislamiento en la realidad española, de que se ponía
en presencia de aquella triste España que habían olvidado los jóvenes nacidos
ya en la nueva; de que se reintegraba también a la de siempre, a la sustantiva
y eterna, si algo eterno hay en la historia, al hontanar fresco y puro de donde
nace el ensueño de la historia, que las minorías llevan a cabo cuando lo
llevan. Hontanar y sustancia íntima de la historia, de toda historia, su razón
primera: el hambre y la esperanza.
Y España, su pueblo, tenía el hambre y la esperanza contenidas,
aguantadas desde siglos, los siglos de esa famosa «decadencia»; hambre… En
la literatura, se ve desde el XVI, es el tema obsesivo de la novela picaresca; el
hambre que roe las tripas y agusana la sangre y agudiza también el
entendimiento; es verdad, el hambre que ha afilado el perfil de los españoles,
madrileños, andaluces, castellanos, haciéndolos de medalla. Los españoles
suelen tener perfil, lo cual es muestra de gran categoría plástica y espiritual; y
ello quizá sea cosa del hambre, en parte. El hambre del no tener y del
abstenerse una vez que se tiene, del no poder acostumbrarse o aceptar que se
puede vivir sin tener hambre. Y recordaba, recordó a aquella muchacha
venida de un pueblo de la áspera sierra segoviana para servir a su casa, a
quien había sorprendido llorando delante de un trozo de carne porque no
podía comérselo, ella, que tanto lo había soñado y esperado, confesó que se
había «alimentado» de niña de cebollas; su madre salía al campo y les dejaba
un cuarto de arroba para todo el día, de donde iban comiendo según tenían
hambre, acompañándola con algo de pan, ella y sus hermanitos; algunas
patatas guisadas, no todas las noches, los tomates en verano y las sandías,
pero la carne… Ella sabía que se comía, pero nunca la había comido y su
rojez le repugnaba; no había comido más cosas rojas que tomates y sandías;
como el blanco del pescado le repugnaba también, distinto como es del blanco
de la cebolla. Tardaron mucho en enseñarla a comer. Y este caso extremo le
hacía pensar en esa sobriedad española, esa especie de orgullo de no necesitar
o de necesitar poco para sustentarse, en lo que en verdad se advierten otros
orígenes que el simple hecho de no haber tenido. La expresión «matar el
hambre», ¿quién la acuñaría? Decía mucho de esta actitud de hostilidad hacia

Página 67
ella, considerándola enemiga a quien matar, no señal de la naturaleza que
satisfacer placenteramente. Todo ello válido para la Meseta Central y
Andalucía, Extremadura… Los vascos son tan distintos, parecidos a los
franceses o a belgas, sin duda porque comen y les gusta, les parece bien tener
que comer. En Andalucía es casi una vergüenza, especialmente para las
mujeres, que se alimentan de fruslerías, tacitas de café, ensaladillas, algún
dulcecito… Una mujer comiendo carne es casi un espectáculo poco digno de
la feminidad y que envuelve un cierto reto al hombre, que es quien, si acaso,
debe de comerla, porque era así.
Y los veía, a sus andaluces, delgados, como agujas, de perfil siempre, con
más perfil que nadie, delgados de cintura —«tengo los ojos puestos en un
muchacho; delgado de cintura, / moreno y alto», rezaba la canción remota que
le llegaba de su infancia malagueña, y su abuelo el andaluz, cultivador de
uvas, de las espléndidas uvas de Almería, manjar de las mesas exquisitas, allá
en Inglaterra, con la que solamente tuvo relaciones comerciales, las libras
esterlinas que habían nutrido la infancia de su madre; pero todo se le había
ido entre las manos en una especulación de minas, de unas fantásticas minas
que habían de ir también a los ingleses.

Estaban allí con sus presencias esquemáticas, cifras de España y su sustancia


viviente, el andaluz vareador de aceituna, el que se encorva a diario para dejar
el campo tan luciente que se pudiera comer en él, las parras alzándose sobre la
tierra esponjosa, morena, acariciada a fuer de cuidada con la ternura diaria. El
trabajador sin trabajo, vergonzoso, deslizándose como una sombra lamiendo
las esquinas, huyendo hasta de su sombra, «requemao» por la vergüenza de
gravitar sobre sus hermanos, de no llevar a su mujer lo que ella se merece; «le
daría hasta mi sangre y no le puedo llevar ná»: pasando por la cerca de las
tierras que el señorito, que vive allá en Madrid desde hace siglos, dedica a la
cría de toros o a «ná, y uno aquí, pudriéndose». El hambre y la vergüenza, sí,
no todos tenían la libertad de Benigna, la protagonista de Misericordia, de
echarse a pedir por los caminos un pedazo de pan. Un hombre es distinto y
joven. Y el que viene de trabajar todo el día también tiene vergüenza,
«fatiga», como allí se dice, de exhibirlo. Porque hay pudor de no trabajar y de
trabajar en exceso, y, si se encuentra con alguien cuando vuelve por el
camino, dice: «sí, vengo de dar un paseíllo», o «de dar una vuelta por la tierra,
que no conviene que se quede mucho tiempo sola». Pudor de todas las
demasías de la dependencia de la persona, del hombre a su cuerpo; el cuerpo
no debe de pesar, ni hacerse nunca ostensible, ni en su presencia, ni en sus

Página 68
necesidades. «En mi jambre mando yo», había contestado aquel sin trabajo,
cuando le fueron a proponer que hiciese algo que no era de su agrado.
«En mi jambre mando yo»… Ese pensamiento había ayudado, sin duda, a
soportar la vida, a no hacer un disparate el día menos pensado; ese sentido de
que al fin no importa, de que todo hay que saberlo soportar y vencer, que sólo
así se es un hombre; y eso, sí, es lo que cuenta. «El hombre es la medida de
todas las cosas», especialmente de las que más le afectan, que no deben llegar
a avasallarle, a avasallar su intangible soledad, esa «soledad sin descanso» del
poeta: «Voy como si fuera preso: / detrás camina mi sombra, / delante mi
pensamiento». El andaluz dice en coplas su metafísica de la soledad, de la
angustia, de la libertad. Los extremeños son también así, sólo que más
secretos, menos dados a expresarse si no es con acciones; acciones de hombre
virginal, de Adán dispuesto a descubrir el mundo y a poblarlo, allá tras los
mares que nunca vio, donde esté, que pasó el mar por atracción hacia tierra
virgen y redonda. Extremadura es el país del silencio, donde todo el silencio
de España ha quedado recogido, intacto, llevado hasta la pintura por ese
pintor, el más misterioso del misterio de la pintura española, que es Zurbarán,
su blanco quieto, su blanco silencioso. Tierra de quietismo y de acción, la
llevaba en su sangre. De sus antepasados por línea paterna, extremeños desde
siempre, le llegaba sin duda, porque lo entendía desde adentro, el «quietismo»
y el estar dispuesto a partir «quemando las naves». ¿No sería, en esencia, la
misma cosa, la misma actitud? Quemar las naves con la realidad del mundo,
con toda la realidad, para buscar a Dios en la nada; arrancarse de todo lo
conocido y lo «sido» por ansia de nacer o renacer en país virgen para
marchar, deshaciendo la vida, al encuentro del alba.
Andaluces, extremeños, valencianos, también levantinos, establecidos
muchos en Barcelona, integraban el anarquismo español. Tan peculiar; en
verdad, no se los podía tomar por su «ideología» sino por su sustancia; eran
ya desde hacía muchos años, finales del siglo, el caos poético, trágico, de la
vida social y política de España que podía permanecer quieto años y aun
décadas para irrumpir un día; en una sangrienta semana explotan en atentados
extemporáneos y desacertados que costaron a España víctimas irreparables
como los políticos Canalejas y Dato, factor de las leyes sociales. Paraban en
ser carne de cañón, en fin, para la Guardia Civil, espanto para los pudientes
que se sobresaltaban… Mas lo primero, antes que nada, antes que darles el
jornal, las horas de trabajo —les interesaban en verdad las leyes sociales—,
hubiera sido hablarles y hacerles hablar. Ahora, en este momento, habría que
hacerlo, hacer que salieran de su aislamiento de condenados, pues no todas

Página 69
«las víctimas» resisten su situación sin enloquecerse en la violencia, sin pasar
a ser verdugo. ¿No es eso lo que espera del condenado quien de verdad
condena? Si se pudiera rescatar a estos heterodoxos. ¿Tendrá que ver el
anarquismo con el quietismo, con el iluminismo, aquellas herejías que, con
tan recóndita pasión de comprender, con tan honda simpatía, a pesar de todo
había escrutado el historiador católico? Ahora comprendía, sentía que el
ortodoxo historiador estudió los heterodoxos por estudiarlos a ellos quizá, a
los anarquistas de todos los siglos de la historia de España; llegar a
entenderlos sería desentrañar la vida española. Y si el entenderlos fuese
activo, acción y no sólo estudio teórico, ¿cómo podía ser? Pues, ¿cabe
entender las entrañas, desentrañar sin entrañarse al mismo tiempo? Entonces
sería convertirlos y convertirse, convertirse todos juntos; algo así como recibir
en común una revelación. ¿Y un país no necesita, para serlo, pasar por eso y
renovarlo? ¿Francia no fue Francia de verdad sino a partir de Juana de Arco,
que les reveló a los franceses, solita desde su hoguera, su alma ancestral y su
destino, que ellos debieron ir recibiendo todos juntos generación tras
generación, hasta llegar a entenderlo, a entenderse?
España tuvo a Isabel de Castilla, y su imagen evoca a las gentes de su
tierra, y más allá hacia el norte, con algo de su sangre goda, ojos azules y
vocación de mando. Los que mandan, son del Norte o vienen del Norte. Y por
eso el hambre de los castellanos era más enjuta, más impenetrable que la de
los del sur, pero, cuando rompía la expresión, o del hambre o de alguna otra
necesidad, quería decir algo muy grave. Pues los que mandan no se expresan,
ni se confiesan nunca. Rara vez en un pueblo o en una cultura han coincidido
los que se expresan con los que mandan o, si esto ha sucedido, ha sido en
estaciones distintas, cuando han dejado de mandar. Los que mandan, mientras
lo hacen, ni se expresan, ni miran con simpatía que otros lo hagan por ellos;
de ahí que, en todos los momentos de su grandeza, el Estado tienda a una
inhibición, se mire con recelo al poeta; que los poetas sean considerados,
sentidos, más bien como enemigos en toda República bien constituida, pues
ellos declaran lo que hay que celar y contener a veces. El poder tiende a ser
taciturno.
Y cuando, al fin, los nacidos para mandar y participar del mando aunque
sea obedeciendo —que es un modo de participar—, rompen a expresarse,
suele ser en una ola de cinismo, como aconteció en España con la
«picaresca», cinismo tras de la contención en el poder… el cinismo
castellano. El cinismo mira también la realidad desde el poder, sin tenerlo. Y
de ahí su insolencia, su mayor insolencia, que quien está en el poder no puede

Página 70
ostentar, por elegancia y cautela. El cinismo es una actitud típica de las que
delatan una crisis histórica, pero sólo afecta la crisis a los protagonistas de la
historia, al menos en grado eminente. El resto sigue su vida, su poética vida
en la expresión, como en los andaluces, en la poesía continua que hacen sólo
hablando, en la que han vertido sobre España para acuñar su imagen con
rasgos universales. Y Extremadura, la romántica, la que dio a España casi
todos los pocos románticos que hubo, en su silencio más hondamente poético
aún. De Extremadura no han surgido los mejores poetas de España
ciertamente, pero ella es, quizá entre todas las regiones, la poesía.
Entonces, en aquel momento, contaban los catalanes y los vascos, unidos
tan sólo por analogía; por la analogía de sus reivindicaciones frente a la ley, a
la vieja ley castellana que ellos decían sentir como opresión. Y es que ellos,
por más próximos a Europa, tienen su romanticismo, en distintos sentidos que
los extremeños: romanticismo político, vertido en anhelo nacionalista… en
ansias quizá de hacer su grande hazaña; con más vitalidad de la que la España
«decadente» permitía encauzar, como si a ellos la tal decadencia les hubiera
afectado menos que al resto del país; más intactos o menos solidarios de la
tragedia, si la hubo; en nada conformes con sentirse «vencidos», ni víctimas
de la injusticia del mundo contra España. Y así, para escapar de esta situación
de «víctimas» de Europa, «de los tiempos modernos», tenían que revolverse
contra España y contra su autor responsable, Castilla; que cargara ella, que
mandó, con las consecuencias derivadas de sus yerros históricos. Ellos
estaban «al día» con una ética actual, nacida del trabajo. ¿Habían trabajado en
verdad más que el resto de los españoles? ¿O habían trabajado mejor con
nuevos métodos, resultado de su riqueza y de una actitud diferente frente al
trabajo? Habían aceptado la industria y el comercio a diferencia de la España
rural, de los campesinos de la árida meseta y de la riente Andalucía.
Mas era innegable que los catalanes estaban mucho más trabados entre sí,
más que por un sentimiento o propósito político, por ser así su sociedad, de
mayor intimidad entre todas las clases. El grupo de intelectuales, poetas desde
Maragall, pintores, profesores, músicos, eran más atendidos y escuchados por
su burguesía que los del resto de España, y a su vez recogían y se les
adivinaba en ligazón con el pueblo tan ancestralmente campesino. Pues si
Cataluña era la zona más industrializada de España, había conservado su
riqueza y su sustancia campesina; de un campo cultivado desde antiguo, lleno
de canciones y de poesía. La música en la vida de Cataluña denotaba esa
unidad de su sociedad. Los «orfeones» habidos en cada pueblo, las coblas, y
hasta la sardana, esa danza antigua que se baila en corro, danza en que se

Página 71
revive la unidad originaria de aquellos que, cogidos de la mano, miraban
juntos al mismo cielo, delimitación primera de un pueblo en su tierra.
Y ellos, los vascos, tenían además el orgullo de su raza (inmemorial), «no
databan», mudos más que silenciosos; muchos hablaban un castellano
aprendido o se jactaban de ello; sanos, trabajadores y practicando la moral de
la eficacia, acercándose al espíritu y mentalidad tanto como un español
enigmático puede colectivamente serlo a pesar de San Ignacio de Loyola, este
genio enigmático, descubridor de un método «moderno» eficacísimo de
conducir la voluntad, el que supo reducir, esquematizar la voluntad, las ganas
originarias, parejo a aquel otro genio de la voluntad y del amor que fue
nuestro Don Quijote, según el paralelo hecho por Miguel de Unamuno. ¿Qué
cabía esperar de ellos para la España del hambre y de la esperanza? Pues no
habían sufrido la una, ni estado a la espera de la otra. Estaban más
adelantados en el camino de la esperanza; su esperanza se había hecho ya
exigencia.
Y el pueblo español, antes que a exigir, tenía que atreverse a esperar, y la
esperanza se estaba ya desatando.
La esperanza se la habían ido desatando, sobre todo, aquellos, los
disidentes, los inconformes de la España oficial, los que buscaron la cura y el
remedio a ese su sentir de «víctima de la historia», del yerro propio y de la
injusticia ajena. Los que buscaron entendimiento con el mundo. Había que
curar la herida saliendo afuera, al mundo, para ver de comprender, para salir
del resentimiento provincial; tal debió de ser el verdadero sentir que a un Sanz
del Río le hizo ir por el año cuarenta del siglo pasado a Alemania en busca de
la filosofía. Y trajo una filosofía secundaria, el krausismo, de tan difícil
expresión que llegaba hasta lo ininteligible al ser traducida al castellano, lo
cual provocó no pocas burlas, entre ellas las del guardián de la tradición
Menéndez y Pelayo. Resultaba ser una especie de resumen o de precipitado
del Idealismo alemán, una de esas «doctrinas» que nacen como réplica del
lujo de los grandes sistemas, como surgieron contra Platón y Aristóteles el
estoicismo, el epicureísmo, el mismo cinismo; simplificación, reducciones por
las que se pretende poner al alcance de la conciencia común, convertir en
«vigencia» —diría Ortega— las nociones más fundamentales y necesarias, es
decir, una moral. Y moral, ante todo, era el krausismo, y, más moral aún, lo
que de él dedujeron los españoles que se decidieron a seguir tan laberíntico
camino. Le faltaba ante todo el «estilo» que el «estoicismo» lograra con
máximo esplendor; el estilo, que es lo que hace asimilable un pensamiento;
una de las condiciones para que alcance verdadera vigencia. Si concordaba

Página 72
con el «carácter español» la sustancia fundamentalmente ética del «sistema»,
disonaba profundamente su ausencia total de estilo, la otra nota característica
de lo que el español apetece y es capaz de aceptar con entusiasmo. Fue una
lástima.
Pero el gesto de un Sanz del Río tuvo consecuencias de más largo alcance,
porque su motivo era más hondo aún que el expresado. La filosofía como tal
era secundaria; se había ido a buscar el pensamiento, sí, y también, y sobre
todo, ciertas formas de vida correspondientes a esa clase tan exigua siempre
en la vida española: la burguesía intelectual, la alta burguesía… España, como
detenida que quedó en el siglo XVII, no ha sido nunca un país de burguesía; la
«clase media» es otra cosa. Y así nos ha faltado fuerza creadora en la ciencia,
en la industria, en los modos de vivir que alcanzaron su auge en el siglo XIX
de Europa, en Francia, sobre todo en Inglaterra, en la misma Alemania,
aunque de matiz un tanto diferente. Lo sabíamos, lo supieron aquellos
hombres que quisieron con el krausismo, como instrumento moral, elevar el
nivel de la vida española, crear esta clase nueva o casi nueva: profesores,
científicos, intelectuales, artistas que formaban parte de la sociedad viviente y
que encontraron en ella su acicate y en el Estado su sostén. Y avivar, en la
escasa burguesía industrial, el amor y la atención hacia las cosas de la
inteligencia. Pero todavía había más. Un fondo religioso, algo así como un
rebote de la fracasada Reforma religiosa del XVI; un cierto renacer, bajo la
distinta doctrina, de un día espléndido o «erasmismo» español.
Nació así la Institución Libre de Enseñanza en este ambiente espiritual del
krausismo pasado el medio siglo XIX y de la conciencia del anacronismo de la
vida española, conciencia que subrayaba enérgicamente lo imputable a
España, decidida la Institución a reconciliarse con el mundo llevando la vida
española a la altura de los tiempos históricos. Su fundador, Don Francisco
Giner de los Ríos, es uno de los más singulares de todos los tiempos de
España, y, como ante casi todos los españoles extraordinarios de esta época,
resulta inevitable preguntarse: ¿qué hubiera sido en otra época? Y la
contestación parece venir por sí misma: hubiera sido fundador de una orden
religiosa; tiene todo el misterio, la eficacia, la inasibilidad de los fundadores,
que quedan siempre un tanto ocultos tras de su obra, aunque se sospeche que
sean ellos, su persona, lo más interesante. Lo que España le debía era
incalculable; una serie de instituciones culturales creadas directamente bajo su
influjo, o bajo el de sus discípulos, el más directo, Don Manuel B. Cossío,
descubridor de El Greco, profesor de Pedagogía en la Universidad, director
del Museo Pedagógico… y el «Sr. Cossío», por encima de todo; enigmático,

Página 73
elegante de espíritu y presencia, guardador de algún secreto último de su
sabiduría que no entregó. Y era difícil que en una universidad cualquiera no
se encontrasen catedráticos que, más o menos, hubiesen pasado por la
Institución, directa o indirectamente, y, en la plana mayor del profesorado,
formaban toda una constelación. Algunos intervinieron concretamente en la
política y, dentro de sus respectivos partidos, lograban crear una cierta
atmósfera; algo más que un contenido ideológico, era un estilo.
Pues lo español había prevalecido también dentro de la misma Institución.
La «filosofía» de Krause se había ido desvaneciendo hasta desaparecer y
había aparecido, en cambio, lo que ella nunca tuvo: el estilo. Visible era esto
en las dos figuras más destacadas: el Sr. Cossío y Don Fernando de los Ríos,
cifras las dos del más verídico estilo español; las manos de Cossío, que
dibujaban en el aire los mismos signos de las manos pintadas por El Greco; la
sonrisa de Don Fernando, la misma de mi padre, la del Marqués de Spinola de
Las lanzas de Velázquez. Un estilo y algunos ritos; las excursiones a la Sierra
del Guadarrama, que vino a cobrar una cierta significación de un lugar
sagrado, fuente de energías, de salud, cuyo aire oscuro, su nieve, los pinos y
las peladas piedras diseñaban la imagen de una cierta vida: pobre, diáfana,
alegre. Excursiones a lugares poco conocidos de España, abandonados de los
tópicos del turismo: Castilla se llevó la palma. Era el paisaje castellano el que
inspiró al andaluz Giner su ideal y estilo de vida «franciscana», como se
decía. Y la resurrección de las canciones populares: cantar en común estas
canciones vino a formar parte de los ritos entre la gente joven. No era sólo el
contacto con el extranjero, con «el mundo», el que se necesitaba, sino consigo
mismo; el entrañarse.
Pero con todo lo que se le debía a la voluntad de este hombre que, si bien
escribió, conservó ese carácter de los que han pasado por las vías de la
historia sin haber escrito, influyendo con la palabra y con una acción casi
invisible cuando se realiza; con todo, se lo hubiera querido conocer a él, a él
mismo. Debió de ser un andaluz de tradición estoica y un tanto pitagórico;
también él había dejado una estirpe de la que muy a menudo se decía:
«Algunos institucionistas dicen», «Los de la Institución Libre lo han decidido
así»… Debió de tener una mística recóndita, centro de su actividad vertida
enteramente hacia el mundo, del que permaneció siempre apartado.
Era un movimiento nacido, más que de la esperanza, de eso que la
antecede: de la necesidad. La necesidad no permite que haya esperanza sino
cuando anda en vías de satisfacer al muy necesitado, como el hambriento
llega a no saber de qué padece; y es preciso que alguien le ofrezca el alimento

Página 74
adecuado para que comience a sentir lo que le falta. Y, aun entonces, ha de
transcurrir algún tiempo antes de que se le desate esa hambre total, esa
hambre transcendente que es la esperanza. La esperanza, que es el hambre
total; el no-ser que se manifiesta a sí mismo de modo positivo porque se sitúa
en el futuro. Pero, en las situaciones de extrema indigencia, el futuro se borra,
los pobres del todo no tienen futuro y es una acción, la más necesaria entre
todas las que haya de realizar quien quiera levantar a un ser viviente de su
postración, el hacerle sentir lo que él mismo sienta; en esto, las
demostraciones objetivas no bastan para alentar dentro de sí el futuro.
Y quizá, de todas las eficaces realidades institucionales creadas por la
inspiración de aquel andaluz enigmático, lo más eficaz de todo fuese hacer
sentir al español de cierta clase que tenía un futuro, despertárselo.
Es lo que había realizado por su parte el Partido Socialista Obrero
Español, factor muy decisivo en esta dialéctica de la esperanza. Su fundador,
el obrero Pablo Iglesias, había sido un hombre austero, que vivió en la misma
pobreza, incluso mayor, de donde viniera. Había sabido imprimir un carácter,
si no un estilo, en las masas que lo seguían. Y le pasaba en aquel momento lo
que a Galdós; se lo nombraba con un tanto de ironía como cifra de algo que se
había de superar, o superado ya por su mismo Partido, donde se destacaban
políticos de radio nacional que habían saltado la cerca del redil obrerista. Fiel
a la tradición de Pablo Iglesias estaba Julián Besteiro, catedrático de Lógica
de la Universidad de Madrid, «institucionista», de cuya persona emanaba una
profunda bondad; bastaba hablar con él un minuto para sentir en viviente la
«buena voluntad» kantiana que él había estudiado tan a fondo; había
comenzado su carrera con unos breves estudios de filosofía kantiana.
Elegante, con esa prestancia añeja del que viene de caballeros y ha meditado
mucho, representaba la continuidad de la tradición del obrero Pablo Iglesias,
que había encontrado ese continuador con quien no pudo soñar en sus largos
años de lucha. No era nada «marxista» el Partido Socialista. Habían luchado,
y tenazmente, por las leyes sociales, sin presentar oposición frente a la
monarquía, salvo en aquel momento del año 1917, que parecía que iba a ser
decisivo, mas que pasó.
Mas el Partido Socialista se había convertido en una fuerza nacional. Pero,
antes que nada, había sido y era aún una especie de España, que marcaba con
su sello a los trabajadores, exigiéndoles y dándoles una moral. Su sustancia
era moral también y llegó a adquirir un estilo: el estilo sobrio y recortado del
«indígena» madrileño, del «honrado cajista que gana cuatro pesetas y no debe
ná», Julián el de La verbena de La Paloma, el que canta «También la gente

Página 75
del pueblo tiene su corazoncito» y deja oír el grito viril de su pecho: «A la
cara me sale el coraje que llevo escondido»; el hombre de temple, dispuesto a
todo, a morir todos los días, en cualquier momento, si alguien toca su
dignidad, gravemente alegre, mirándolo todo, todo lo que le pasa por delante,
rápido en el entender y seguro en su juicio sobre un hombre público, sobre un
acontecimiento de política extranjera, sobre una moza que cruce la calle; un
tanto sobre aviso siempre de que lo engañasen, y la sola sospecha era lo que
le ponía fuera de sí, dispuesto a todo, a matar quizá, a matarse, nada amigo de
la violencia, que era de brutos, no de hombres, sólo que no lo provocaran ni
quisieran pisotear su hombría… Y para eso está la muerte, puerta siempre
abierta, y solución de la dignidad imposible de mantener con su perfil
velazqueño, tan igual en porte y en figura al bueno de Felipe IV y al III, reyes
ya de Madrid, los primeros madrileños, con conciencia del lugar que había
asumido el ser el centro y la capital de las Españas; con esa misma elegancia
sobria y natural que fijara Velázquez; ese algo madrileño; una cierta línea
visible, sólo lo preciso, como la luz de su cielo, derramando claridad y gracia,
skyiesbordamiento… Y en todo eran así los indígenas madrileños; en el
piropo —¡los temibles albañiles atisbándolo todo desde su andamio!—,
rápido y al límite de quemar un poquito la piel, pero no llegaba; los había
visto a veces sonreír con una mezcla de sorna y respeto.
¿Esperaban, creían en algo? Difícil. Eran como reyes sin trono, gente a la
antigua que lleva en sí su propia ley, tan dentro que ni se dan cuenta de que
sea así. Algunos había torvos disidentes, se los veía alejados del grupo liando
su cigarro aparte; miraban de través y no se apartaban de la acera para dejar
paso, mientras los demás: «Apártate, hombre. ¿No ves que va a pasar la reina
de España?». O, con un dejo de ironía: «La señorita, que puede tropezar». Y
se hacían a un lado para evitar el tropiezo. Así habían hecho hasta ahora en la
vida pública; se habían echado a un lado dejando paso a todo, pero se los iba
viendo serios, cada vez más serios, y eso que ya no había desfiles el primero
de mayo, como aquel de Segovia en que iba su padre, traje oscuro y corbata,
en medio de hombres de blusa y chaqueta de pana. Pronto lo dejó.
Lo dejó, dejó de ser socialista su padre, y no entró ya a formar parte jamás
de ningún partido, y eso lo llevaría dentro también en Segovia porque…
porque no había nacido para político, claro; pero lo que pasó es lo siguiente:
había sucedido un crimen, un tonto crimen; el hijo mayor de un cacique
conservador y paternal, que era lo que se llama un señorito, se pasaba la vida
de juerga, de trabajar ni se diga… Jugaba a todo, y una noche ya tarde apostó
con unos amigos que saldría a la calle a disparar sobre el primero que pasase,

Página 76
y acertó a pasar una pareja de recién casados que habían venido de un pueblo,
de viaje de luna de miel. Disparó matando a la mujer. Era un momento un
tanto agitado, allá por el filo del armisticio o de la paz, y todo el mundo,
especialmente las gentes del pueblo, se revolucionaron; los obreros de la
agrupación socialista quisieron ir al entierro y así se lo dijeron a su padre, que
la presidía; aceptó ir exigiendo un orden absoluto. Y, en marcha el cortejo tras
el cadáver, surgió la «idea» de desviar el itinerario para pasar delante de la
casa del matador, la casa del cacique. Y el Presidente se opuso y, como no
consiguiera imponerse, se apartó del cortejo seguido de un grupo que fueron
hasta el cementerio. Dimitió irrevocablemente y no hubo arreglo; jamás
volvió a intervenir en política. «Había que educar a la gente primero», decía y
hacía.
Sí; había que educar «a los de abajo y a los de arriba… juntos», había
oído decir siempre a su padre, hasta llegar a un hondo entendimiento,
equivalente al que hubo en la Edad Media; tolerancia moderna no basta,
tolerarse es soportarse y, aunque ya es algo, no es creador ni caritativo;
convivir más es que las pasiones fundamentales, los anhelos, marchen de
acuerdo; es compartir el pan y la esperanza, se decía ella ahora.
Y la esperanza en activo requiere y busca conocimiento; un conocimiento
hondo: poesía, filosofía. Una meditación previa, más que ciencia. La filosofía
como tal necesita de ella también; si no, se marchita como planta importada.
Meditación que es adentramiento. Pensar no es sólo captar los objetos, las
realidades que están frente al «sujeto» y a distancia. El pensar tiene un
movimiento interno, que se verifica dentro del propio sujeto, por así decir. Si
el pensar no barre la casa por dentro… no es pensar, sería simple clarificación
lógica en que se repite lo ya pensado desde afuera. Quien piensa se clarifica,
se pone de manifiesto ante sí mismo, entra en sí, al mirarse, buscando su
unidad; mirará, se mira siempre bajo la unidad y en función de ella, en su
búsqueda. Quien se mira, aunque se objetive, lo hace él mismo, así que se
adentra en sí. Y cuando se ha perdido el contacto con la realidad, o se tiene a
través del delirio, cuando nos hemos «enajenado», meditar es el remedio. El
enajenado no tiene esperanza, no la puede tener, pues que está al par
prisionero y fuera de sí mismo; deshacer la enajenación es condición para que
la esperanza se muestre coetánea de lo que surge, aflorando a veces invisible,
padeciendo. Sufre el enajenado delirio persecutorio porque vaga fuera y no
sabe, no puede situarse, no tiene propiamente sede.
El pensar fija la sede del que piensa, lo adentra en sí mismo y lo pensado.
Y la separación entre el sujeto y el objeto se da en realidad sobre un

Página 77
entendimiento logrado, la solución de un conflicto que hubiera podido llevar a
la enajenación extrema. Es situarse de manera que haya distancias, que nada
nos enajene, ni nos arrastre, que no nos quedemos tampoco sin realidad. Y al
entrar así al par en razón y en realidad, se recupera el sentido del semejante.
Históricamente se ve ser así en la misma historia de la filosofía; cuando se
perdió la realidad de los objetos, el prójimo quedó flotante.
Y los españoles habíamos andado al borde de la enajenación en el siglo
XIX, abocados al «delirio persecutorio» en que hemos visto incurrir después a
ciertos pueblos —no sin cierto fundamento objetivo, como sucede siempre—,
pero había que atajarlo. El pensamiento tiene siempre una función medicinal.
Medicina a veces amarga que la poesía endulza, aunque no sea más que por ir
mezclada con algo de delirio. La poesía es un orden del delirio.
Médicos antes que nada fueron los escritores de la llamada «Generación
del 98», año en que España pierde la «última joya» de sus colonias: Cuba y
Puerto Rico. Siempre se había dicho, como muestra de la inconsciencia de
aquel momento, que el mismo día el pueblo había acudido, así fue, entusiasta
a los toros, indiferente a la noticia; pero en la inconsciencia popular suele
ocultarse un tesoro de sabiduría; la indiferencia era una sanción a la política
arrebatada de Cánovas, «el último hombre y la última peseta», para «salvar el
honor de la Corona», una sanción a las «fazañas» de algún general y la mala
administración de los últimos tiempos; a lo menos nos habíamos quitado una
vergüenza.
España se quedaba sola. Nunca lo había estado, pues que el mismo año
que lograra su unidad nacional descubrió las primeras tierras de Ultramar; en
un día pasó de mermada nación a Imperio. Ahora, pues, por primera vez se
quedaba sola consigo misma como la madre cuando todas las hijas se han
casado. ¿No era el momento de meditar? Sola e incomprendida, sola y mal
dentro de sí, como una madre pobre y medio loca. Había que sanarla.
Y los hombres del 98 fueron meditadores, antes que por el contenido de
su obra, por la actitud. Hay en todos ellos una retirada, una especie de epojé
llevada a la historia y a todo, un quedarse en lo menos, y con lo menos.
Meditaron sobre la menuda realidad minuciosamente y con una voluntad de
conocimiento; había en ellos una intención que quizá no hubo en Galdós, más
épico, más grandioso; una conciencia sin amargura, un ajuste de cuentas, mas
por la sensibilidad, no por la razón, que no serviría en esos momentos.
Meditar es también reconquistar el sentir originario de las cosas, del paisaje,
de las gentes, de los hombres y de los pueblos, el sentir de la realidad
inmediata, que nos abre a la realidad del mundo.

Página 78
Hay en casi todos algo raro en la literatura; eran tímidos, tuvieron la
delicadeza de la timidez literaria; lo dijeron todo a medias, siempre era más lo
que insinuaban: así Azorín, Baroja… Para saber que Unamuno no pertenecía
a esta generación propiamente —les llevaba personal y literariamente como
diez años— bastaría sólo eso: Unamuno siempre lo dijo, todo entraba en la
mente del lector, de frente sin deslizarse, antes presentando batalla.
Don Ramón María del Valle-Inclán no pertenece tampoco al grupo del 98.
Más joven que Unamuno, mayor que ellos, diferente en estilo, volcado en la
fábula y en la expresión; sin embargo, sobre él también pesó esa timidez, en
él, que todo lo decía; decirlo así, pero escribir lo hubiera hecho más aún en
otro momento. Luego se le desató la lengua con sus geniales Esperpentos.
Gran señor en quien, al verle caminar, se sentía que caminaba con él toda la
historia de España.
El más meditador del grupo fue Ramiro de Maeztu, vasco, andariego en
su juventud en Inglaterra y Estados Unidos. Nos quiso traer la comprensión y
el entendimiento con la mentalidad protestante, él católico in crescendo, en
tradicionalismo. Su libro La crisis del humanismo respondía enteramente a las
preocupaciones europeas y con anticipación; décadas después, entró ese tema
en un vigor no decaído.
La acción de meditar sobre España —los del 98 más bien lo hicieron en
España— comenzó en Unamuno, quien inició su serie de ensayos allá en los
años ochenta; lo siguió Ángel Ganivet, de su misma generación y en tantas
cosas su complementario, la otra cara de la medalla: Ganivet, la del suicidio;
Unamuno, el ansia, todas las ansias posibles de afirmarse en la vida, en el más
allá.
Nace y se intensifica la meditación sobre España porque España es
conflicto, o anida una proposición ante el mundo, una propuesta, una tesis
metafísica. Ángel Ganivet la aborda como lo primero; Unamuno, como lo
segundo.
El Idearium español de Ángel Ganivet muestra a España como conflicto,
sin precisarlo; no transforma el conflicto en problema. Dibuja el paradójico
«ser» de España bajo la imagen de la Inmaculada Concepción, una mujer que,
tras de haberse casado contra su voluntad y haber tenido muchos hijos, viene
a quedar en su vejez enteramente virgen… Y ésa era la situación de España
en aquella hora en que lo escribiera al desprenderse de su historia de Imperio;
quedaba enteramente virginal, como si nunca hubiese entrado en la historia,
como si nunca la acción la hubiese sacado de sí, quieta, indiferente…
prenatal.

Página 79
Mas la historia seguía ahí y sigue siempre y no perdona; de todo limbo se
ha de volver, como del infierno, como del paraíso.
Mientras que Unamuno había propuesto, y ya antes de que Ganivet diera a
luz su meditación, una metarritmisis, una conversión de la sociedad española
según la cual los mismos elementos Constituyesen un cuerpo nuevo por un
cambio de situación, de ritmo.
Había ella comenzado a leer a Unamuno muy joven. Una tarde,
husmeando en la biblioteca de su padre, descubrió una conferencia titulada
«¡Adentro!», pronunciada en Málaga por el tiempo en que ella naciera y, sin
levantarse del suelo, la leyó ávidamente, le pareció beberla. El ejemplar
estaba dedicado a su padre, lo que acrecentó su interés por sentirlo dentro de
aquel misterio que para ella era la juventud de su padre, el tiempo en que él
había vivido sin que ella estuviera; misterio que se extendería a la España de
aquel período que sentía ahora como esas horas oscuras, quietas y misteriosas
que anteceden al alba, que parecen contener el secreto del nuevo día y que tan
bien conocía por sus desvelos desde niña; por ese insomnio pertinaz que las
medicinas no podían curar. Creía saber por qué: según avanzaba la noche, se
acrecía una especie de anhelo, de esperanza en algún secreto que iba a
desvelarse, en algún misterio cuyo rostro iba a perder si se dormía. Y porque
sentía esa especie de gestación que la noche alta padece de alba, como si el
nuevo día estuviera ya allí, oculto, latente, y hubiera que aguardar a que la
noche diese a luz el día. El primer rayo de sol era la señal de que ya podía
dormirse; y entonces la igualdad, el que ya todo hubiera sucedido conforme a
como lo había visto otras veces, la hundía en el sueño, tranquila de haber
velado la noche. Y así entendió muy bien, aunque era pequeña, cuando le
explicaron en aquella iglesia distinta de todas, de los Templarios en Segovia,
que allí en el centro, en aquella especie de cripta, los caballeros pasaban la
noche velando las armas. Si no hay quien vele cuando todos duermen
equivale a decir que no hay quien ame, quien de verdad espere. Unamuno
había sido uno de aquellos templarios que en las altas horas cerradas de la
noche había velado, en el centro del laberinto español, las armas, el latir
oscuro de la promesa del día que se incubaba.
En aquella hora de la «Restauración», la voz de Unamuno se había ido
elevando de tono y siendo cada vez más la voz que clama y, aunque se dirigía
a los hombres, antes y sobre ellos se dirigía al Dios desconocido a quien
quería despertar. Nadie había clamado así en España nunca, y nadie desde
Quevedo, quizá, hablaba de ese modo, sin inhibición, casi sin pudor. Era en
esto un europeo como en tantos aspectos de su personalidad. Se lo veía en una

Página 80
universidad de una pequeña ciudad alemana, profesor de Teología a vueltas
con el Dios vivo. Y era cada día más un Job, pidiéndole a su Dios razones, o
Jacob luchando con su ángel. Hubiera querido ser padre de todos los
españoles, del «cada uno» de todos o de todos como si fueran uno. Y no se
cansaba de sacar criaturas, personajes, cuya independencia sintió y descubrió
antes o al mismo tiempo que Pirandello; él tuvo sus personajes que clamaban
ante él como él clamaba a su Dios. Y, como padecía hambre de autor, cayó
sobre Don Quijote queriendo rescatarlo de la novela cervantina, de la ironía y
de la impasibilidad de la mirada de Cervantes; quiso hacerlo suyo
convirtiéndolo en personaje de tragedia; en protagonista de la tragedia, de la
fe. «¡Señor, creo! ¡Ayuda mi incredulidad!», repetía incansablemente a lo
largo de su poesía y de su prosa; debía de ser su continua, insistente
jaculatoria.
Se había enfrentado, más que con el régimen, con la persona del General
Primo de Rivera como el pastor máximo de España, como su patriarca, aquel
que se comunica directamente y a solas con Dios y ha recibido el mandato de
conducirlo hacia el nuevo día. No pudo tolerar esa interferencia. Y se fue de
España; lo confinaron en un islote canario, y después se desterró. Vivió en
París algún tiempo, mas la tierra le atraía y se plantó en Hendaya; todas las
tardes, contaban, iba hasta la raya misma de la frontera y a voces insultaba al
dictador, decían. Nos llegaban sus libros, sus mensajes, «hojas libres» en
colaboración con su compañero de exilio, el político y escritor Eduardo
Ortega y Gasset. Su ausencia era más activa de lo que hubiera sido su
presencia. Y él debía de saberlo.
José Ortega y Gasset, por el contrario, había permanecido en su puesto sin
dar grandes señales hasta el momento de inquietud ante el fenómeno de la
dictadura, como quien está absorbido en su tarea. Su pensamiento llegaba a la
madurez y había publicado en el 27 La rebelión de las masas, primeramente
en folletones en el periódico El Sol, de quien era inspirador y donde
colaboraba asiduamente, y era una alegría, un regalo para sus lectores, el ver
aparecer sus folletones, su firma bajo una columna. Leerlo daba ganas de
vivir.
Su pensamiento era esperanza en ejercicio, caridad intelectual. Y todos,
cada uno, sentía que había pensado, para él, las cosas que más le
preocupaban. Lo que se hubiera querido pensar, lo que se formaba en el alma
sin llegar a cobrar forma. Uno de esos raros escritores que permiten creer que
uno ha escrito lo que lee. Creo que era eso lo que muchos españoles sentían al
leerle, que eran ellos los autores. «Vitalidad, alma, espíritu», ¿no lo había

Página 81
escrito yo misma? ¿Acaso no era mío? ¿No había escrito yo también El tema
de nuestro tiempo? Y no era yo sola; creo que lo habíamos escrito cada uno
de nosotros, los jóvenes.
Sí; daban ganas de vivir leyéndolo; se veía que la vida es cosa buena,
inteligente de por sí, que la vida es inteligente tanto o más que la
«inteligencia», lo que se había creído era la inteligencia; la razón; que la vida
es razón y la lleva consigo, su profunda razón; y eso era amar la vida, querer
vivirla con fe, esperanza y alegría.
Y, aunque fuese amargo lo que dijese en ocasiones, advertencias serias en
las que se entreabría un futuro nada grato; aunque sonase a reprimenda su voz
y nos llamase, como Heráclito hizo en su tiempo, a despertar, según hacen los
filósofos cuando se dirigen a todos, no quitaba la alegría ni la confianza. Era
una razón maternal, alumbradora de un alma nueva, de lo mejor de nuestra
alma que se abría paso. Y eso no para sus discípulos de la Universidad —yo
había tenido la fortuna de serlo «oficialmente» el año anterior— sino para
todos, para cualquier español. No hacía falta estudiar filosofía para ser su
discípulo, para deberle algo muy hondo e imborrable. Se sentía así, se sabía y
nunca nadie en España desplegó un pensamiento que llegara tan directamente
al corazón de tantos, de tantas gentes diferentes en cultura, clase, oficio y
condición, que bien podía decirse de todos.
Y El Sol recogía para esos «todos» casi todas las mejores firmas de
escritores, en primer término, pero también de especialistas que tuvieran algo
que decir. Ramón Pérez de Ayala, Gómez de la Serna —«Ramón»
simplemente—, Madariaga, que dio allí «Ingleses, franceses y españoles»,
Machado, Gabriel Miró… Y la información internacional neta, límpida, una
visión del mundo, resultado de una mirada clara, de un sentir perspicaz. Se
sentía el futuro y el tiempo en marcha leyendo este periódico ejemplar.
El aire era transparente en España; había visibilidad y quien mirase. Por
eso, de repente se atravesaba en el ánimo una congoja; más por lo de afuera
que por lo de dentro. Mas Europa ya no era el «afuera» de España, ni siquiera
había que ir a ella para estar en ella. La polémica de Unamuno contra el
«progresismo» europeo había quedado rezagada, ni él mismo se acordaba ya.
El pensamiento había curado la herida de la incomprensión. Y había, seguía
habiendo heridas, eran las nuestras propias y también las de Europa, porque
sus heridas eran nuestras y, sobre todo, su preocupación.

Página 82
La vuelta a la tierra

Habían ocurrido «cosas» aquella primavera; el ritmo de la vida española se


aceleraba. Los estudiantes habían dado signos evidentes del profundo
desacuerdo en que estaban con la dictadura del General, que en verdad no era
ni muy dictadura ni del general, sino simplemente el régimen monárquico
anacrónico ya con la realidad viviente de España. El paréntesis de la
Restauración debía cerrarse para que España se abriera enteramente al aire
libre de una historia renovada. Llegaba la hora de que se vertiera en historia la
profunda renovación, más bien renacer. Una monarquía flexible, viviente,
cifra de la realidad nacional, hubiera podido seguir… pero no era ésa la
nuestra. Más que de revolución se trataba de una necesidad «natural», tan
cerca de lo natural como puede ser algo en la historia. La historia tiene una
especie de «naturalidad»… en ciertos cambios que responden a esa idea que
tenemos de la naturaleza hace siglos: «naturaleza» es el orden espontáneo, lo
contrario a lo violento; lo más contrario a lo «natural» —a la idea de lo
natural— es una revolución. Y lo más «natural», ese desbordamiento del
ímpetu vital de la forma que la contiene. Y la forma cae por sí misma,
entelequia gastada para dejar paso a la que se ha ido formando, lentamente,
con la paciencia invisible de la vida, aun de la vida histórica. Pues vivir exige
y es una larga paciencia, un hacerse en el tiempo, experiencia, parto de la
historia.
Y, de repente, un día el protagonista de una historia es otro siendo el
mismo. La imagen histórica de una nación o de una persona en su vida
particular hace pensar a quien desde afuera la contempla, o a los que la aman
«condicionalmente», que es aquella imagen y nada más, ni siquiera porque no
la sienten como imagen, al no tener el presentimiento o el sentir de que la
realidad es mucho más. Y sólo se ama en verdad algo cuando se sabe, porque
se siente, que su realidad desborda de la imagen que se nos ha manifestado; a

Página 83
la manera en que Spinoza concibe a su Deus sive Natura, de quien espacio y
causalidad, que constituyen nuestro mundo, son solamente los dos atributos
que conocemos, solamente, pero que él y ella son infinitamente más.
Por eso, cuando se ama algo de contextura humana, persona viviente,
nación, o «cultura», no se puede dejar de sentir una «naturaleza» subsistente
bajo su historia, y se acepta su historia realizada como superficie de la historia
verdadera. Y ésta tan sólo es aparición fragmentaria de su último fondo
inagotable. Y se esperan los cambios, las mutaciones, no con resignación sino
con el asombro con que esperamos el alba, esperando siempre que sea
diferente, que sea del sol, mas también de algo más, de un sol diferente, de
algo nunca visto que, nada más sentir asomar, saludaríamos.
La vida… Ahora la aceptaba y amaba, viendo en ella todo lo que el Deus
sive Natura había recogido no sólo del pensamiento sino del anhelo,
esperanza originaria del alma humana, pues acaso la Filosofía, la Metafísica,
la Filosofía poética no han ido pensando lo que el anhelo exige.
Pues se daba cuenta de que el pensamiento filosófico nos permite
atrevernos a sentir lo que de todas maneras sentiríamos mas sin atrevernos, y
entonces quedaría, como casi siempre quedan nuestros sentires, a medio
nacer. Y por eso la vida de tantas gentes no pasa de ser un conato, conato de
vida; y es grave, porque la vida ha de ser de alguna manera plena en este
conato del ser que somos; en este no-ser que no puede renunciar a ser, ni
puede quedarse así.
Pues vivir humanamente debe de ser ir sacando a la luz el sentir, el
principio oscuro y confuso; ir llevando el sentir a la inteligencia. Si la
inteligencia no rescata, ¿entiende en verdad? Si es necesario entender, si
«todos los hombres tienen por naturaleza deseo de saber» —según Aristóteles
— es porque lo que sienten los oprime, y porque no pueden dejar de sentir, ni
fiarse de su sentir tan sólo. Para el que fía está la amarga experiencia de
Edipo, que, sabiendo, se dejó llevar de su sentir confiado. Si se pudiese lograr
que sentir y pensar fuesen la misma «cosa», el mismo acto, entonces sí, con
Aristóteles, «el acto del pensamiento es vida». Y Aristóteles no se equivocó;
no, ésta es la vida, acto del pensamiento, sólo que el nuestro es estrecho,
oscuro, disperso; el nuestro no es pensamiento de verdad.
De las lecciones de Ortega creía haber sacado de verdad una cosa tan sólo.
Había sido él tan benévolo en el «examen» de Metafísica, se había mostrado
sensible, ella lo había visto, a toda la pasión que ella había sentido, al padecer
por entender. Los maestros de verdad son así, sí, lo ven a uno mejor que uno
mismo, lo entienden mejor porque lo piensan mejor de lo que es. Y recordaba

Página 84
aquellas palabras de Hamlet, repetidas una y otra vez por su padre, a
propósito siempre de algún conflicto, en la relación con el prójimo, cuando
Horacio le dice: «Señor, han anunciado la visita de los comediantes; habrá
que recibirles como merecen». Y Hamlet, el Príncipe, el Príncipe de verdad:
«No, mucho mejor de lo que se merecen». Esa era la acción obligatoria que su
padre le había exigido desde niña: hacer como Hamlet, tratar a todos, a
cualquiera, mejor de lo que se merece, y añadía: «A veces es la única manera
de tratar a alguien como de verdad se merece. ¿Sabía acaso Hamlet si entre
los comediantes venía Shakespeare?». Y concluía: «En toda forma de señorío
—y el enseñar lo es— hay que proceder así».
Y «así» había sido tratada por Ortega cuando fue su alumna. No es que le
hiciera sentir que ella valía gran cosa, pues hay algo más importante para el
joven que el valer y el ser. Y nos sentimos ser de jóvenes, y tal vez siempre,
cuando nos sentimos mirados y escuchados; cuando alguien a quien miramos,
identificando su persona con la inteligencia y la verdad, nos mira; pues no se
puede dejar de creer que aquella mirada que descubre la realidad le confiera
en cierto modo lo que mira. Tarde tras tarde, había ido viendo aparecer trozos
de la realidad que en su mente andaban vagando, sin conexión, a modo de
fantasmas, cobrar realidad y vida; había sentido que aquellos sus
pensamientos parecidos a obsesiones se hacían líquidos, entraban a formar
parte de ese sistema circulatorio que es un sistema de pensamiento, y sistema
es, ha de ser aquello que constituye nuestra mente, aunque no se objetive
jamás en un «sistema» ni esbozo de sistema filosófico. Para vivir
simplemente, para andar por la vida en cualquier oficio y condición, para…
nada, para poder soportarse a sí mismo y aceptar el hecho de haber nacido, es
necesario haber en la mente un cierto orden. Orden en nada semejante a un
mosaico, a una quieta geometría, sino ese orden que emana de una acción
unitaria. Porque la unidad, la nuestra, se hace, y ése es el orden; a la acción de
ese algo uno que unifica los pensamientos, que descifra los sentires de los que
ella se había sentido en tanta esclavitud. Sí, entender lo que se siente, sin
anularlo, sin dejar de sentirlo; sí, una inteligencia que rescata a lo más alejado
de ella. Y quien no puede intentar siquiera hacerlo con la realidad total que
nos rodea, necesita igualmente hacerlo en su vida. Hubiera querido decírselo
así, ofrecerle ese testimonio, en lugar de aquel «esquema» del Curso que él
les había pedido que hiciesen, un testimonio también; quizá en el que ella
hizo fueran las dos cosas, quizá él lo hubiera entendido.
Y en virtud de aquella «unidad» que sentía crecer en su mente, se había
sentido libre, libre… hasta para dejar de estudiar Filosofía, libre para afrontar

Página 85
la vida, el quehacer que en ella se mostrara ser el suyo, si alguno tenía. El ser
discípulo de aquel maestro no dependía de seguir los estudios filosóficos; por
eso tantos en España sentían serlo; por eso la vida española había cambiado
indudablemente al ir impregnándose de su pensamiento. Pues ésa es la clase
de inteligencia que puede transformar a un pueblo, influir en un momento de
la historia, hacerla sin proponérselo. La que nos confiere libertad para ser lo
que hayamos de ser, para obedecer libremente a la necesidad.
Y veía cuánta parte había tenido aquella libertad así ganada en haber
podido seguir «naturalmente» el sentir apasionado que la ligaba a aquellos
jóvenes —sus compañeros— de aquel movimiento, casi sin forma, y que ya
sin forma enteramente seguía brotando su decisión de no seguir estudiando
filosofía, de no hacer de ella su oficio, como pensaba; de ir, cuando volviera a
la vida, simplemente a entrar en convivencia con los que trabajan, con ellos
que son en la sociedad lo que el oscuro sentir es en nosotros; lo pasivo, lo que
padece, y también donde se gesta el secreto del futuro; donde el futuro padece
antes de nacer; donde se encuentran mezcladas la verdad, ésa que viene de
vivir cara a la necesidad, y la verdad de la esperanza, de donde nace el gesto
inesperado que un día todo lo afronta, punto algo débil que hay que cuidar, la
fragilidad del hombre común que puede en un instante también negarse a su
destino.
Pues cosa tan delicada como la esperanza del humilde no la hay; como la
fe de Sancho y aquel Pedro, la piedra inquebrantable sólo después de haberse
rajado tres veces. No era necesaria ninguna comparación con el Señor Don
Quijote y menos aún con el Cristo. ¿No tendrían algunos que estar cerca de
ellos, a su lado, de verdad: quienes creyeran tener la continuidad que da el
pensar, el estar un poco entrenado en tratar con la duda, con la vacilación y
hasta con la angustia? Pero, al hacerlo así, se le figuró demasiado para sus
fuerzas, que había ido demasiado lejos otra vez en su ambición, más lejos
quizá que cuando quería seguir estudiando Filosofía. Y sintió que la angustia
comenzaba a anegarla con su marea. Sí; seguir estudiando Filosofía era
aceptar, reconocer que aquella unidad insinuada era eso solamente, insinuada,
algo en esbozo, una debilidad que cuidar dentro de sí misma, de su propia
vida, no hecha aún para combatir fuera, para regalar a los otros al par que
recibía de ellos; era saber que estaba aún haciéndose, naciendo; pues aquella
acción con la que había soñado era propia más bien de un ser entero, de un ser
«idéntico a sí mismo» en esa forma de identidad viviente. Era la lucha entre
querer ser y querer ofrecerse por entero, como si por entero fuera.

Página 86
No podía resolverlo. Y comprendió que la vida, la suya, habría de ser las
dos cosas; ir entre lo uno y lo otro, saltando de lo uno a lo otro, ir haciéndose
al mismo tiempo que se acercaba al ir haciéndose de los demás; de aquello
que no era «lo demás» para ella, que no lo podría ser nunca, su
«circunstancia» irrenunciable en trance de transformación: España.
Y en medio de la angustia sintió que despertaba, que iba a despertar de
nuevo, a despertar… ensoñándose. Y entonces tenía que disponerse a vigilar
su sueño. El suyo, sólo, del que sólo podría responder. Pero ¿era posible?
Nuestro sueño no va en el sueño común cuando lo hay y vivimos de él
rodeados, cuando vivimos entre… ¿Cómo estar seguro de no ser sonámbulo?
¿Sonámbulo de la historia? ¿Y cómo estar seguro de no haberse «negado»?
Porque o se es de los que vigilan el sueño, o se es de los que sueñan
simplemente, de los soñados, se es «piedra». Y la piedra no puede «rajarse»
más de lo preciso.
Quería servir; eso era cierto.
La angustia dejaba paso al despertar entre el despertar de aquella
primavera madrileña, leve; el aire era ligero, el sol era claro y estimulante,
brotaban las hojas, como si una inteligencia circulara entre todo, había
insectos, se oían de nuevo los pájaros. Los elementos y sus criaturas formaban
también un «sistema», una unidad circulaba a su través, una inteligencia
viviente que está en todo, más allá de los límites que parecen mantener
separados los seres en otras horas; un ritmo común que abarca desde el
movimiento de los astros a la yerba que brota en el resquicio de las piedras;
que hace girar dentro del mismo círculo a las constelaciones lejanas de
diamantes y al jaramago de oro que había florecido en el alero del vecino
tejado. «Caminad cuando el eje del Planeta / se vence hacia el solsticio del
verano / verde el almendro, mustia la violeta», había escrito el poeta Antonio
Machado, el cantor de la humilde primavera de los campos castellanos. La
primavera, que es más verdad en la pobreza. Diosa del despertar más visible
en las criaturas sin brillo, en las tierras casi áridas, en el olmo seco que
reverdece en tres hojas, en los que apenas respiran. Despertar es respirar, ir
respirando en el ritmo común de todo lo que respira.
Y ahora ya podía recibir alguna visita; se levantaba algunas horas al día y
en ellas venían algunos de sus compañeros; la sonrisa ancha, las palabras sin
peso; esas pocas palabras que con un poco de cuerpo transmiten un inmenso
sentido, como los pájaros. ¿No se comunicarán así ellos? Unas cuantas notas
y ya basta. Unas cuantas palabras dichas con ligereza y ya basta. ¿No es a eso
a lo que se llama estar en inteligencia?

Página 87
Venían a verla casi siempre juntos, el historiador del arte en ciernes,
escritor oficial de la F.U.E. Comenzaba a publicarse una literatura
clandestina, pues en aquel tiempo breve la actividad de los estudiantes había
entrado ya en la clandestinidad, en parte. Le contaban algunas cosas, entre
risas, aunque era muy serio.
Y, sin que ella lo hubiese merecido, quizá por las visitas de estos
muchachos que venían a verla, un día le fue ordenado un registro policíaco en
su casa de Madrid. Llegaron a las dos de la tarde una pareja de policías de la
«secreta» que pidieron ver a su padre; le dijeron que «con su permiso»
vendrían tres horas más tarde a hacer un registro, a causa de su hija,
«muchacha seria, pero un poco inquieta». Muy respetuosos, fueron creciendo
en asombro al examinar sus libros, que, al estar además confundidos en la
biblioteca familiar, les parecieron abrumadores en número y «materia».
«¡Pero qué cosas lee usted, señorita!». Y entre todos eligieron para llevarse
como ejemplar sospechoso un libro propiedad de su padre llamado La
cuestión social. Contenía las Encíclicas papales que a esa materia se refieren,
y fue una lástima porque no lo volvió a ver más. Eso fue todo; se despidieron
correctos, dándole un consejo amistoso: «Señorita, no se meta en esas cosas.
¡Cuídese!». Eran buena gente, y el que dictaba también. La historia seguía un
curso «natural»; apuntaban en los árboles los botones de la primavera. En ese
momento nadie es malo. Perseguidos y persecutores, sonreían.
Se habían ido acercando al grupo ya desde el otoño, atraídos más por su
esencia que por sus manifestaciones, algunos muchachos más y dos
muchachas singulares; habían llegado juntas a su casa al comienzo del otoño,
a poco de la charla en el local de las cigarreras. Una muy joven, en el
esplendor de una juventud que no parecía carecer de nada, cubana que había
crecido en España, hija de un escritor, cónsul de su país, amigo de muchos de
aquellos hombres «maduros». Sin participar activamente en el grupo, trajo en
su presencia toda la generosidad de su juventud, una vibración de las que
forman una atmósfera, un eco inteligente, es decir, algo necesario y precioso
—cuando se está solo, bien que se sabe—. La otra era una muchacha
andaluza, muy singular, que tenía su historia. Había sufrido un desengaño de
amor en su adolescencia, allá en su tierra de rejas y claveles; un novio, ese
novio que de pronto un día desaparece para casarse con «otra». Y la novia
muere al poco tiempo de misterioso e inatajable mal, o se marchita tras su reja
sola, o… se mete a monja. Esto último es lo que aquella muchacha hizo a su
manera. Se arrancó de su casa y llegó a Madrid; aprendió un oficio manual y
duro para manos de mujer, y como obrera vivía, trabajando ocho horas,

Página 88
borrada aunque no destruida su belleza y su indestructible elegancia en un
suéter cerrado hasta el cuello, como el de los hombres, y un eterno traje
sastre; su cabeza de un dibujo perfecto repetía el gesto y la mirada de algunas
santas de Zurbarán o de Murillo; estudiaba además en la Universidad; asistía
a las clases de mañana y trabajaba en su oficio la tarde y la noche; estudiaba
¿cuándo? Sus ojos espléndidos y toda su figura se resentía de aquella fatiga;
hablaba apenas y, cuando se la veía a solas, dejaba escapar una especie de
monólogo. Parecía andar por una vereda innaccesible, escarpada y estrecha,
como deben de andar los que han hecho voto renunciando a todo. Nunca
habló de incorporarse al grupo por falta de tiempo y por aquella soledad que
no podía romper. Ella lo quiso intentar un día, pero no encontró palabras. No
era cosa de palabras.
También se les había acercado un muchacho un poco escritor, un poco de
todo, y de vida difícil; había recorrido varios oficios y ocupaciones, como en
una peregrinación a través de diversas capas sociales y aun de países
diferentes, y al llegar a ellos se encontró como en un puerto seguro, como si
hubiera encontrado su casa, y se veía cómo iba desapareciendo de junto a su
boca el pliegue de la amargura. Pues no todos los jóvenes carecían de historia,
y otros, aunque no la tuviesen propiamente, tenían un padecer, por algo
indefinible; ese padecer fino, continuo, que procede del exceso de
sensibilidad, de traer un alma delicada que no puede expresarse, por pudor, o
porque falta ese desgarramiento último que incita a la expresión. Porque sólo
se expresa la inocencia que ha sufrido hasta el límite; la inocencia desgarrada,
la bondad que ha pasado por las mil y una noches de dolor, cuando se es
bueno. Porque se espera, se está esperando que llegue el amigo, el amado,
algo cierto y viviente, en fin, y se teme que el decir una palabra, una sola
palabra que delate el martirio, lo ahuyente para siempre o sea una especie de
merma en la virginidad, que se le quiere entregar intacta. Y eso les sucede a
menudo a las muchachas. El hombre es otra cosa, aunque también los hay así,
de los que han necesitado pasar por esos mil y un suplicios —el uno es el que
desata— para llegar a escribir el Quijote, por ejemplo. Otros no aguardaron
tanto porque tuvieron menos paciencia; la paciencia retarda la expresión.
Fe, la muchacha que quedó en el grupo junto a ella, se expresaba poco;
buena, fragante en toda su persona moral y física, debía de sufrir, haber
sufrido siempre, como sufren ciertas plantas sensitivas. Nunca se quejaba, no
había tampoco de qué; en concreto tenía una familia buena, había sido
educada en el Instituto Escuela, lo cual quiere decir que había tenido juegos,
risa y compañeros, en el mejor ambiente, y quizá ni ella misma sabía —a fuer

Página 89
de inocente— que siempre había sufrido, que había estado sufriendo de la
vida; ahora se sonreía feliz —¡tan menudita!—, con sus ojos melancólicos.
Y ya, a lo menos para ella, el grupo cambió de significado, o se acentuó
algo que siempre tuvo; al desprenderse además de su «forma» oficial, tan
breve, eran un ambiente, una atmósfera, una inteligencia que circulaba.
Ninguno hacía gala de una especial inteligencia, era mucho más maravilloso;
la inteligencia circulaba entre ellos, en cada gesto, en cada acción; en la
comunidad que los unía, hecha de intimidad y de distancia; esa distancia que
necesita el ser persona, aun en la juventud.
Por eso, a ellos les era también difícil expresarse como a Fe, la de menos
palabras y más clara presencia, porque no eran sino eso, una presencia, algo
que sin todo el pensamiento habido en España no hubiera sido posible; no
podían expresarse ni obrar por su cuenta, porque eran hijos, los hijos de
aquella hermosa España a la que sólo exigían obedecer. Y por eso eran más
inocentes de lo que a su edad y condición correspondía. Cuando los humanos
obedecen o piden obedecer, tienden a hacerse mudos, como las criaturas de la
naturaleza. Y todas las reglas y disciplinas que piden obediencia exigen
también silencio. Hablar, hablar sobre todo en nombre propio es ya revelar.
Los obedientes necesitan mandar, aun para hablar, o ser mandados; haber
recibido un mandato. ¡El trabajo que le costó a Santa Teresa, de habla tan
suelta y expresión tan clara, hablar de sí! Sólo si se cree que se va a morir y
que se pierde algo que fue alma; un alma que nos contuvo, dentro de la cual
hubimos la nuestra, respiramos, nos movimos y fuimos; si hay que dar de ella
testimonio y ya no va quedando tiempo, o es ya el tiempo para ella. Por eso,
no por otra razón, se escriben ciertos libros. En aquel entonces sólo
escribíamos, aun «los escritores», para aquellas secciones semanales que se
extinguieron, porque… pues ya no era necesario. ¿Quién lo dijo? Nadie,
quizá… pero quedó entendido.
El verano la volvió a apartar de sus compañeros; ellos se dispersaron en
sus veraneos, y ella con su familia fueron no lejos de Madrid, a una casa de
árboles y una especie de piscina circular donde nadaba un solo pez rojo.
Madrid tiene de todo, aunque no lo parezca; tiene un paisaje norteño
siempre verde, sus umbrías por el Manzanares y la carretera de Irún, la Casa
de Campo; tiene el desierto al sur y al este, desde ese lado de la capital de La
Mancha y de Castilla la Nueva, y aún más de La Mancha, porque es plano,
pero no tiene viñas ni trigales; árido, desierto, como conviene a la capital que
fue de un Imperio tan antiguo, tan moderno, pero que ha recibido por no se
sabe qué secreta vía histórica algo de los Imperios asiáticos, de Egipto

Página 90
también, anterior a Roma, como el hijo que sale parecido a los abuelos. Así
fuimos. Hijos de Roma, mas pareciéndonos a los que fueron antes y para los
cuales Roma fue la «modernidad». España, hija de Roma, es más vieja que
ella.
Madrid tenía todavía ese aspecto desastrado que han de tener las ciudades
orientales que guardan un esplendor dentro, aunque luego el esplendor no se
encuentre ya en él; sólo en la luz y en la pintura que encierra. Y en el pueblo
que ofrece todos los caracteres de ser un pueblo de ciudad, de primer orden,
ingenuo y capaz de grandes cóleras, de cóleras que hacen época, capaz de
espontaneidad histórica.
Había ido a pasar el verano a un lugar en ese lado de Madrid que da al
desierto, en esa «Ciudad Lineal», intento de principios de siglo. Los árboles
habían crecido en ella no muy frondosos por el aire tórrido del verano, por los
fríos del invierno. El propósito fue, sin duda, edificar un barrio burgués,
cómodo y amable, mas había quedado en algo así como una pequeña ciudad
por la que había pasado alguna catástrofe, alguna revolución. Evocaban sus
«Quintas» de estilo novecentista, con jardines abandonados, sus calles
descuidadas, su amplitud de otro siglo, con su falta de brillo actual, a alguna
ciudad rusa, cerca de Moscú. No sabía por qué, se sentía una revolución que
había dejado a las gentes propietarias de todo aquello en la ruina o teniéndose
que ganar la vida; de modo que la «Quinta» de dos pisos apenas tenía unas
cuantas habitaciones habitadas, y en el jardín se habían plantado berzas,
patatas, en contraste con las frambuesas, el estanque, las enredaderas, la
cochera amplia y las cuadras para los caballos. Se sentía el estilo de la alta
burguesía de fin de siglo sirviendo de marco a una vida diferente, un tanto
«proletaria», como debía de ocurrir allá en Rusia, en tantos lugares que fueron
«amables».
El paisaje por allí es horizonte, casi exclusivamente; no hay otra cosa sino
horizonte, la tierra es plana y sin color, el cielo alto y puro; la línea del
horizonte inmensa. Y era lo que más amaba de Madrid; más que su lado norte
de capital de la sierra, con río y verdura, y vida actual, esta estepa, este
desierto. ¿Cómo Felipe II no edificó por aquí el Monasterio de El Escorial?
Hubiera sido aún más majestuoso, más visible su significación teocrática,
pues los desiertos son lugares donde surge una historia teocrática, una historia
nacida como todas las de la tierra, pero en vista del horizonte. Señor del
horizonte, ¿no es uno de los títulos de Amon Ra? Y en un desierto Moisés dio
la Ley a su pueblo, que Dios puso en sus manos. En el desierto es imposible
el politeísmo, ni siquiera la creencia en un Dios por encima de todos, sólo es

Página 91
aceptable la fe en el Dios uno y único. Y es difícil que de esta fe sentida,
recibida en la luz implacable que campea única sobre la tierra sin sombras, no
se derive una teocracia; es difícil que la historia hecha por los hombres que
viven bajo esta luz, ante este horizonte puro, subsistente, encuentre otro
camino.
¡Qué difícil debió de ser para la Iglesia en sus primeros tiempos no
plantearse a sí misma teocráticamente, no plantearse así ante la historia! ¡Qué
línea sutil, apenas visible a veces, de separación entre el poder espiritual y el
temporal, qué trecho angosto para el Emperador, para el Sacro Romano
Imperio, pero qué imposible de formalizar la teocracia desde el cristianismo!
Por el contrario, la marcha de la historia europea ha ido en sentido contrario,
dejando a la religión libre de las responsabilidades del poder aunque no libre
de la responsabilidad histórica. Fue Felipe II quizá el único monarca
seriamente teocrático, el único teócrata desde el poder temporal; para él, el
Papa debía de ser «el otro» a quien debía, sin embargo, obediencia y
sumisión. ¡Cuánta lucha debió de existir en su alma, lucha escondida que no
osaba declararse a sí mismo! ¡Cuánto insomnio debió de sufrir en ese
monasterio tan lejano! Porque del otro lado, cara a la Sierra o más bien de
espaldas a ella, paseando sus secretos por interminables galerías, hablándose a
sí mismo, como Hamlet, entre cortadas razones que no podía dejar salir hasta
sus propios labios, él llevó la historia de España hasta los límites de lo
humano en que ya la historia desemboca en sueño, en tesis metafísica, que de
consumarse traería la inmovilidad: un monarca, una espada y una cruz. Mas
él, ¿era el representante único de esa cruz? El vicario de su Cristo. Un
monarca y un imperio en su nombre. Había recibido el reino de manos de
Dios, de eso estaba seguro, y había de entregárselo íntegro. Por eso el
Monasterio de El Escorial hubiera estado mejor aquí, en este desierto del Este
de Madrid, hubiera sido aún más visible que El Escorial. La «piedra», que,
junto con el libro, es la cifra de España, es una piedra de sacrificio, un ara
donde un sacerdote ordenado por sí mismo ofreció España, a toda España de
una vez y para siempre. ¿Y fue aceptado acaso el sacrificio?
Quizá sí, quizá España, su historia de nación, había sido devorada por la
historia universal; y por eso habían quedado así, así, como Grecia, como
Egipto, como los sumerios habían quedado así incorporados a esa historia
que, según Hegel, es toda sagrada. Mas si la historia, toda la historia, es
sagrada según Hegel, será porque sólo es historia la historia universal… y el
resto, anécdota o despojo.

Página 92
Y la España despojo de la historia universal, la España real, de carne y
hueso, pueblo, pueblo que aguantaba el hambre y la esperanza, daba signos de
despertarse, olvidándose de su historia anterior, de la universal. ¿Tendría una
hora sólo para ella? ¿Le sería concedida una tregua por la historia universal,
para levantarse, para olvidarse y despertar? Porque todo despertar es olvido;
el que despierta necesita del olvido para volver a retomar el hilo en la hora
siguiente. Y se le deberá dejar por derecho sagrado una hora suya, una hora
de olvido, para que comience a respirar, como se le deja al recién nacido.
Temían a veces que no. Como ya podía hablar y hasta pasear un poco, por
las tardes andaba por el jardín con el médico que iba a ser su hermano y con
su padre. Era Europa lo que les preocupaba. Desde aquella paramera libre de
casas —estaban en un extremo de la pequeña «Ciudad»—, se sentían casi
físicamente las vibraciones de Europa, pues los desiertos son lugares
apropiados para suprimir las distancias; desde luego, en ellos no hay cerca, ni
lejos, sino ser o no-ser, estar presente o no estar. Y Europa estaba enteramente
más presente a veces para ellos que el Madrid vecino, vacío en el verano…
que la misma vida española que se agitaba todavía como subterráneamente.
Su agitación era como un latido cada vez más intenso de un corazón lleno de
vida que pedía entrar en posesión del cuerpo que le pertenecía. Y si España
era este cuerpo, el aire donde iba a respirar, el lugar donde iba a moverse era
Europa.
—Hubiera sido mucho mejor, sin comparación —decía el padre—, que
esto que va a suceder ahora en España hubiese ocurrido antes.
Quizá el año 1917 fuese el último momento de los buenos, porque
entonces Europa era otra, y en esa Europa de estructura todavía «liberal»
había más espacio y menos conflictos que los que ahora nos rodean.
—¡Siempre nos sucede lo mismo —proseguía con pasión casi desesperada
—: llegamos antes o después, mas nunca a tiempo! España es anacrónica con
el mundo, y en la pasada Guerra Europea perdimos la ocasión de sincronizar.
Hubiera sido triste, como lo es participar en una guerra, pero, si hubiésemos
entrado, nuestra situación sería diferente; quizá hubiéramos de verdad entrado
a formar parte del mundo, de Europa, a vivir en un ritmo común.
—Pero ahora —apuntaba ella—, ¿ahora ya no es tiempo?
—Haremos que sea tiempo —decía impetuosamente el médico, casi
hermano, Carlos— Europa nos necesita; por eso, porque nos hemos quedado
atrás podemos quizá ir delante, tenemos una vitalidad, una juventud, que
ofrecerles. Podemos ser quizá el contrapeso de Alemania; ya veremos cuando
Alemania se decida, porque de ella, eso es verdad, de ella depende el futuro

Página 93
de Europa. Y también el de Rusia. ¿Acaso no se puede hacer una revolución
social, un cambio, más bien? Europa en estos momentos necesita encontrarse
a sí misma y podemos, debemos, ayudarla a encontrar el comienzo de una
solución.
Y el padre, ensimismado, esbozaba una sonrisa. Sabía escuchar como muy
pocas gentes, y había querido enseñarla a hacerlo desde niña:
—Hay que escuchar; los españoles nunca escuchan.
Y él escuchaba tanto y tan intensamente que uno se daba mejor cuenta de
lo que hablaba cuando sentía así recogidas sus palabras; las sentía en todo su
peso y su responsabilidad y, por lo mismo, descubría lo que en ellas hubiese
de engaño, de exageración, de apresuramiento. El hablar a quien nos escucha
nos descubre, sin que él nos diga nada, el grado de verdad y, sobre todo, el
grado de convicción de lo que decimos. El que sabe escuchar hace de
conciencia del otro, y así sobreviene a veces un silencio; el silencio del que
habla con su conciencia o ante ella.
Porque luego, cuando hablaban ellos dos, los dos jóvenes a solas, dejaban
salir sus temores, su angustia. Tenían los dos la certidumbre absoluta de un
conflicto bélico que llegara a Europa; no lo calculaban, lo sentían, y por eso
era difícil de decir a los mayores o a quienes no lo sintieran. Y quizá los
compañeros y los amigos lo sentían también, pero cosas así no se dicen tan
fácilmente; pues lo sentían en función de su propia vida, que es como se
sienten las cosas. No era el examen de la situación social y política de Europa
lo que les inducía a esos temores; era la certidumbre nacida, impuesta, de un
sentir que era saber que a ellos «esta vez» les tocaría. ¿Cómo? Esto sí que no
podían saberlo. Y él le dijo un día:
—Yo siempre he sentido un muerto de mi edad aquí, sobre mi espalda,
que marcha conmigo; alguien que murió cuando tenía mi edad en la pasada
Guerra Europea y dejó su vida sin vivir y su palabra sin decir; y cada uno de
nosotros lo llevamos; nos han dejado la herencia de su vida por vivir. Y
ahora, en la próxima, iremos nosotros, y seremos nosotros los muertos; yo sé
que he de morir joven; y por eso tengo prisa, que inspira tanto miedo a tu
hermana y que no entiende nadie, esta prisa de hacer mi trabajo. Ahora ya no
tendré tiempo para estar con vosotros. Tengo el Hospital, los libros, la
Medicina, con la que no puedo dejar de cumplir; nací médico y he de ser eso
al menos, ya que sé muy bien que no podré ser más que eso; lo otro… No me
dejarán, no nos dejarán; somos una generación sacrificada.
Y aún siguió en voz conminatoria:

Página 94
—Y tú mira a ver lo que haces; no sea que te quemes en la hoguera antes
de tiempo; eres mujer y quizá te libres.
Y yo:
—No, no valdrá ser mujer en este caso, el destino es para todos nosotros y
yo lo siento así. Yo siento también esa presencia, esa compañía de alguien,
más bien de todos los jóvenes que murieron en Francia. No sé por qué son los
de Francia los que siento en primer término, quizá por Péguy. Pero también
alemanes, de todos los jóvenes que murieron sin acabar algunos, sin empezar
otros, a decir su palabra, ese hueco de la generación sacrificada. Y un hueco
llama al otro; yo sé que nosotros marchamos también al mismo sacrificio, que
no nos dejarán hablar. Y se perderá quizá esto que queremos. Porque nosotros
somos algo, nuestra generación. ¿Sabes? Yo no veo que nosotros —estoy
segura que en Europa tampoco— seamos «revolucionarios»; no buscamos la
revolución y quizá seríamos la salida, la solución de todas las abortadas
revoluciones, la «superación» de la rebeldía de que son portadoras todas ellas.
Fueron así más rebeldes que nosotros nuestros mayores, porque tenían menos
riesgo y más libertad. Nosotros estamos más cerca del peligro, al borde del
abismo. Así nos veo a todos, a nosotros, a ellos, a los alemanes sobre todo.
Pero no nos dejarán y aún nos forzarán a muchas cosas; lo que más temo, más
que la muerte, es que nadie nos entienda.
Y era en esta «vivencia» en lo que se sentían más unidos; en lo demás
discutían y discutían, aunque había otro sentir que los aproximaba. Un sentir
que no hay modo de llamar sino «religioso».
Los muchachos que integraban el grupo, como los que formaban la
vanguardia estudiantil, en verdad no tenían el sentimiento anticlerical tan
característico de la ideología de «izquierdas», sobre todo de una parte de
ellas; era uno de los motivos, junto con la creencia de que la cuestión social
era la más urgente de todas las que les apasionaban, y los hacía mirar con
simpatía al Partido Socialista, que había permanecido ajeno al
anticlericalismo. No lo sentían, y para ellos era signo de algo muy del siglo
XIX, superado ya; se burlaban a veces. No eran católicos en su mayoría, y
muchos se habían educado en lo laico; no así ella. No se hacían cuestión de la
Iglesia, ni como asunto de religión ni de política; nadie pensaba en atacarla
cuando llegara la hora, mas por nada ceder en algunas cosas. La enseñanza
aconfesional era «dogma»; la Universidad y su espíritu debían serlo, y la
separación de la Iglesia y el Estado no era ni discutible. A la misma Iglesia le
convenía, pensaban, sobre todo los que sabían un poco más de la historia de
España; cobraría independencia, su verdadera fisonomía.

Página 95
No tenían en verdad preocupaciones religiosas. En su mente se
identificaban religión y absolutismo, algo que ocultaba la vida complicado
con una llamada a dejar de sentirse «aquí», donde estamos, en la tierra. Si
hubiesen tenido cabeza para ello, hubiesen escrito —la mayoría— una especie
de Discurso del método en el cual saliese, como evidente del hecho de estar
vivo, la vida, la única evidencia; la vida aquí y ahora… y el deber de vivirla
enteramente, más todavía, claramente; una vida clara y adecuada a nuestra
condición actual, a «esto». Y, aunque no todos eran deportistas, tenían el
culto del deporte, el culto a los elementos, estar en contacto con ellos; tomar
el sol, el aire, jugar limpio, no mirar «sino esto que tengo ante mí», «esto que
tengo que hacer». Y ella, que se sentía más vieja por haber sido criada en la
religión, por la mayor complejidad del pensamiento filosófico, por lo que ese
entrenamiento le había dejado, sentía que esa actitud era una especie de epojé,
un estar en suspenso, una abstracción; que, al decir la vida, no aceptaban toda
la vida, sino tan sólo ésta que ahora vivo, un instante. ¿Querrían acaso ellos
vivir el instante? ¿O es que no tenían fuerza para más, que ya el instante era
tan grave, tan henchido de porvenir, que el aceptarlo íntegramente con plena
responsabilidad era ya «religioso» y ellos no lo sabían?
Pero Carlos, su médico, sí lo sabía. Era más viejo que los demás porque
era apasionado, y todo lo había vivido con pasión, porque había vivido quizá
en una vieja provincia, porque llevaba una contradicción dentro de sí, que se
la sentía, aunque no podía definírsela. Él no sólo la sentía, sino que la sabía
mejor, porque era hombre también de mucho soliloquio. Era, sin duda, de
aquel círculo de amigos —ya «el grupo» como tal había desaparecido—, el
más religioso, porque era el más atormentado. No se creía católico, se había
planteado el problema, y no, sabía que no, pero se planteaba todos los
problemas con sentido religioso, en función de religión; su aceptación «del
aquí y del ahora», «de su aquí y de su ahora», tenía carácter de entrega
absoluta, de sacrificio, y el día que no pudiese hacerlo se pegaría un tiro;
aunque no haría falta, se lo iban a pegar. No discurría sobre la muerte, pero
corría, se precipitaba hacia ella. Eso lo situaba frente a los problemas, a todos,
en términos de sí o no redondos, absolutos; cada decisión que hubiera de
tomar era como si fuese la última; no sabía vivir provisionalmente y siempre
se estaba despidiendo de algo; su vivir era un arrancarse, un ir arrancándose
de todo; de la hora que pasaba, de lo que había hecho y cumplido, del
enfermo curado, del libro estudiado, de su felicidad, de sí mismo; se
arrancaba de todo y cada conversación sostenida con él parecía que fuera a ser
la última. Atravesaba momentos difíciles, muy difíciles, porque se había

Página 96
arrancado de su ciudad, de su maestro, de su Auxiliaría en la Universidad,
para venir a Madrid a emprender su carrera en otra dirección; se había
arrancado de las oposiciones a Cátedra que iba a hacer, que ya estaban siendo
y que hubiera ganado seguro, para emprender esta especialidad de la
tisiología, para casarse con su hermana. Y ahora se arrancaría también de la
convivencia con ellos para entrar solo, en su estudio, en su ciencia, como en
una religión por un voto. Pero, mientras tanto, hablaban, hablaban mientras la
hermana, enferma ahora a pesar de su hermosa juventud, seguía el tratamiento
de reposo y de silencio.
El tema de sus conversaciones venía a ser, en esencia, siempre el mismo:
la vacilación de Alemania, la «teocracia rusa». Y claro es que no eran los
únicos en mirar el hecho ruso bajo este aspecto religioso; por el contrario, así
era como solía afrontarse entre ciertas gentes, al menos los intelectuales.
Porque el «hecho ruso» les llegó a los europeos después de aquel período de
predominio de los grandes autores rusos, sobre todo Tolstoy y Dostoievski,
traducidos a todos los idiomas, ávidamente leídos, como medicina y como
pan. Se los había leído ya por la generación anterior a ellos, por la de sus
mismos padres, en modo bien distinto a como se leía la literatura francesa, por
ejemplo, la inglesa o cualquier otra, incluida la propia. Se los había leído
«religiosamente», en todos los sentidos de la palabra. Y eran a modo de dos
caminos, dentro de una misma religión, Tolstoy y Dostoievski; era corriente
que en conversaciones se preguntasen los mayores: «¿A quién prefiere
usted?». Ellos, los jóvenes, habían leído a Andreiev, a Gorky, con pasión
algunos, los mismos que tenían la pasión de Baroja y, a la sazón, de las
novelitas recién aparecidas, y de escritores ya dentro de la revolución, novelas
con mucho de reportaje como aquel famoso Diez días que asombraron al
mundo. Libros de consumo nacional, nacional-europeo, no exclusivo de los
jóvenes; las ediciones se multiplicaban en cada idioma. Las ciudades y los
años y El cemento, de Gladkov, eran las últimas acabadas de aparecer y sobre
ellas se discutía.
Leer esta literatura no constituía de por sí signo alguno de profesión de fe
comunista, pues entonces Europa entera lo hubiera sido. Mi vida, de Trosky,
fue un «bestseller» europeo, algo más tarde. Era como los filmes de Charlot,
como la música de Honneger, como la pintura de Picasso; formaban parte del
momento. Había un interés estético, un interés vital también; era eso… vivir
el momento.
Pero se podía vivir el momento, porque —ellos no se daban cuenta— la
historia en aquel momento era líquida, fluida. Y era así porque Europa vivía

Página 97
su madurez, y en la madurez de algo, de una cultura, todo resulta líquido,
asimilable; se vive en un tiempo fluido, común; el «río de la historia» fluye
sin estancarse ante escollos insuperables; la corriente todo lo supera. El poder
vivir volcado en el momento sólo es posible viviendo dentro de la madurez
del recinto histórico que nos envuelve, y esa madurez es un tiempo fluido,
como es un espacio abierto. Era la situación de la vida europea, en aquella
hora. En el Imperio Romano debió de suceder así en algún período; debían de
sentirse ante un horizonte amplio, despejado, y donde la avidez de saberlo
todo, de entenderlo todo, de interesarse por todo, surgía no sólo en los que
siempre padecen de esta pasión, sino en otros más reacios, porque es la misma
anchurosidad del horizonte vital lo que la hace saltar. En un espacio abierto y
poblado se mira en diversas direcciones, en todas cuantas da de sí la atención
y la visibilidad, y en Europa había visibilidad en aquel momento.
Pero estaba poblado ese ancho espacio europeo. No era como este desierto
donde surgen en una hora sagrada las revelaciones, la comunión total. Estaba
poblada y, más aun, llena; era ancho el mundo pero «lleno», como había
señalado y descrito Ortega, como síntoma de su diagnóstico, en La rebelión
de las masas.
Una Europa madura pero tan llena, ¿podría ser una? Y era el momento, el
exacto momento de la unidad europea. Eso sí lo sentía; lo sentía, más que
como proyecto, como hecho, pues era sentir en sus conciencias y, sin
embargo, las divergencias les preocupaban, sí, cada vez más.
El verano es la estación de las tormentas. Hay días, semanas enteras, que
son la gestación lenta, angustiosa, de una tormenta que tarda en descargar,
sobre todo en los desiertos. Vienen de lejos las nubes, las negras nubes
avanzando lentamente; se detienen, retroceden, se las ve atravesar como
pesados navíos el claro cielo, tan claro aún donde ellas no están; dejan caer su
sombra sobre la tierra que, como está vacía, limpia de vegetación, recibe las
sombras dibujadas, y se puede ver en la extensión tan ancha su dibujo, que es
como una escritura en signos de un lenguaje universal y aún desconocido, del
lenguaje que los humanos no se han puesto de acuerdo en entender y que lee
cada cual a su modo; el lenguaje de su historia «natural», de su historia
universal y sagrada.
Así estaba la planicie llena de signos, impresa de sombras, el primer día
que pudo salir, volver a pisar la tierra.

Página 98
La multiplicidad de los tiempos

Al iniciarse de nuevo en la vida en el jardín de la Quinta, caída del limbo de


las nieves del Guadarrama, del silencio de la soledad, sintió confusamente y
enredados entre sí varios «tiempos», como una red de diversas mallas donde
tenía que entrar. Llegaba a la vida de nuevo, y así descubría, redescubría esos
tiempos diversos en que la evolución lenta desde la infancia a la «edad de la
razón» la había ido envolviendo, como un capullo a la larva. Como había
estado cerca de desnacer, sentía al renacer las diversas vestiduras temporales.
Estaba «aquí», en este tiempo. ¿En cuántos? Y eso le producía confusión y
vacilaba; a veces no sabía en qué tiempo meterse o en qué tiempo estaba
metida. Y algunas mañanas, al despertar cara a la luz del día, se había sentido
como una paloma que regresa y ha de entrar en su casilla. Pero ¿en cuál? ¿Por
qué cápítulo de la vida? Tenía que acordarse de lo que le estaba pasando
ahora, y no era fácil porque… propiamente no le estaba pasando nada; sólo
había vuelto a la vida. Y, como volvía sin proyecto ni personalidad
rechazando la imagen que se transforma en máscara, como quería seguir así,
tal como se vio que no era, sentía muy agudamente estas vestiduras del
tiempo; estas capas de ser que los diversos tiempos nos echan encima y el
tiempo casillero, el sucesivo; «voy por aquí», por esta página, como si fuera
el libro de una asignatura de la que es imposible dejar de examinarse. Y, por
un instante fugitivo, estaba a punto de entrar en una casilla del pasado, de
cuando era niña o adolescente, y hasta llegó a comprender mejor, en aquel
brevísimo instante, alguna cosa que se había quedado como un grumo, como
un coágulo en la memoria; un relámpago de comprensión que luego
desenvolvía o se le aparecía ya desenvuelto y claro. Y a veces, sin que se
llegara a consumar, un instante más fugitivo aún por el espanto, en que
parecía que iba a entrar en una casilla del porvenir y no llegaba a tener visión,
pero algo le quedaba, como una impresión, un sentimiento a partir del cual, y

Página 99
sin poder evitarlo, se iba formando alguna imagen; alguna imagen que le
aparecía en algún sueño o que se le iba en alguna frase cuando hablaba con
los suyos y que no sabía explicar. Por eso a veces su padre se la quedaba
mirando sin decir nada, y su madre, a quien esto debía de haberle ocurrido a
lo largo de su vida y en mayor escala —en mayor pureza—, le decía:
—¡Ah, hija mía, tú también lo sabes! Porque yo, a mí se me figura lo
siguiente.
Y decía limpia, nítidamente unas cuantas previsiones que el padre
escuchaba en silencio, porque no las podía rebatir y no podía adherirse a ellas,
no las quería ciertas; la madre tampoco; al contrario, la acongojaban, pero no
había podido dejar de figurárselas. Y una vez él le dijo:
—Y tú, mujer, ¿por qué sabes esas cosas?
—No sé, se me figuran, pero mira, fíjate. ¿No observas?
Y aquí algún menudo detalle que la prensa había publicado en un espacio
perdido, alguna palabra cogida al vuelo en un discurso de algún estadista, y
hasta un leve gesto de alguna imagen fotográfica. Y el padre, caballeresco,
concluía:
—Pues sí, tienes razón. Tú ves más claro.
—Pero razón yo no la tengo porque no la hay. Lo que ocurre es que va a
ser así.
Y este «así» era algo sombrío, una catástrofe que se cernía sobre Europa y
antes sobre España, a pesar de lo bien que marchaba todo. Y al hablar «así»,
sus inmensos ojos claros se le tornaban verdes, casi fosforescentes; eran de
muchos colores: azules, grises y verdes. Cuando se dejaba hablar por
inspiración, de niña, había observado, obsesionada, sus cambios; su pelo
negro destacaba sus sienes un poco hundidas, su piel blanca parecía más
pálida y de alguna otra materia que la carnal; toda ella, que siempre tendía a
volverse incorpórea —a pesar de su relativa corpulencia, siempre parecía
menuda— se volvía como irreal, y más presente que nunca estaba ahí como si
llegara de otro lugar, de otro tiempo, y el cuerpo no hubiera acabado de
materializarse o de volverse carne; impenetrable, liso e irreal como una
camelia, o como un marfil antiguo e intocado. Y se callaba fatigada,
mirándose las manos, pequeñas, dibujadas a la perfección, y las levantaba
como dos alas de paloma:
—¡Ah, si los que mandan en el mundo escucharan de vez en cuando lo
que nadie se atreve a decirles!
Y el padre, sonriendo irónicamente con un dejo de admiración:
—Claro, mujer, ya no hay sibilas.

Página 100
La confusión de los tiempos. Si viviéramos en uno solo quizá no hubiera
confusión; si el solo tiempo fuese ése que tanto trabajo —ahora se daba
cuenta— le había costado establecer: el tiempo sucesivo, antes, después,
ahora, linealmente; el tiempo invención de la conciencia. Cuando leyó a
Bergson, le embriagó la crítica del tiempo a imagen y semejanza del espacio,
el descubrimiento de la durée y de la intuición; y se sintió segura de que entre
filosofía y música no hay diferencia; que las dos hacen algo análogo con el
tiempo; recogerlo quizá, ese tiempo de la superficial conciencia, el tiempo
cadena, condena; introducir un sistema de número o de palabra y lograr así
que el tiempo sucesivo por el que nos arrastramos sea como un solo instante.
Pues el instante —un cierto instante— parece ser el término de la
aspiración que irrefrenable se presenta en nosotros, quizá porque la felicidad
se da en un instante. Pero quizá sea lo contrario, que la felicidad haya de
tomar forzosamente la forma del instante, que es la unidad en el tiempo
disperso, la transparencia en el tiempo confuso.
Y lo que vemos, cuando vemos, se ve en un instante, un instante después
ya es ido. Al redescubrir la vida en el jardín de la Quinta madrileña pasaba,
mas ahora con conciencia, extrañándose de ello, por los mismos
«descubrimientos» que había vivido allá en el mágico jardín de su infancia.
Ahora la conciencia limitaba la «magia», y por eso quería, hubiera querido
apresarlo. Y a las «construcciones» del jardín primero sustituían en éste una
incipiente, pronto abatida, construcción del pensamiento. Necesitaba hacerse
una idea de lo que pasa con el tiempo, de nuestra aventura en él, ahora que lo
había sentido y «visto» llegar como una envoltura más decisiva aún que la del
cuerpo por el hecho de estar vivo, de estar aquí. Pues sin cuerpo, eso que le
habían reprochado no cuidar, no tener siquiera en cuenta, sin cuerpo se estaría
también «aquí», si se estuviese envuelto en el tiempo. Y si se pudiese obtener
la epojé del tiempo, a lo menos del tiempo sucesivo, de los instantes
numerables que se suceden los unos a los otros, marcando todos a su paso la
misma figura, la misma ley: antes, ahora, después; si se pudiera estar libre de
eso, entonces, aun conservando el cuerpo, ya no se estaría del todo «aquí». Y
la inteligencia quedaría libre de su limitación, al no necesitar prever, al no
necesitar recordar o apoyarse en los datos del recuerdo. El ánimo se vería
libre del temor y la esperanza, como querían los estoicos. Nec spe nec metu,
lo cual supone poseer el tiempo o estar libre de su paso, no sentirlo.
La «impasibilidad», virtud que los estoicos destacaron, pero que le parecía
la cifra de toda la «vida filosófica» antigua, antes que serlo de las pasiones, ha
de serlo del tiempo; no sentir el paso del tiempo… Y entonces hasta el amor y

Página 101
el odio serían impasibles, como lograron, se le parecía, los místicos en el
amor y ciertas almas de vencidos en el odio. El odio que dura siglos sin dar
señales de vida y que un día estalla. ¿Cómo hubiera podido soportarse ese
odio, si hubiera sido sentido?
Pues, ¿por qué los místicos lograron abstraer el tiempo casi enteramente,
vivir en dos tiempos o en tres, como le sucedió a Teresa de Ávila, tan lejos
que la tenía y había vuelto a pensar en ella?
Quizá porque ella, Teresa, vivió el «instante» en el éxtasis, el tiempo
histórico en su acción en el mundo, entre el mundo, y vivió también el tiempo
de la meditación. Y a través de su «vida», se veía claro lo que en la
meditación hay de decadencia, de «a falta de otra cosa». Y en cuanto a la
acción, de querer realizar o encontrar el equivalente del momento del éxtasis.
Pues la acción, ahora descubría su atractivo, era una especie de «éxtasis», la
acción verdadera, no la agitación. Y, de ahí, la pasión de los revolucionarios,
de algunos por lo menos que fueron hombres de pensamiento, de meditación
en un principio y que la abandonaron por la acción, porque en ella ya no
sentirían este «a falta de otra cosa». Ya que sólo el éxtasis en cualquiera de
sus formas parece agotar el anhelo, la expectación de la vida humana, esa
espera que cada instante del tiempo sucesivo nos trae, esa promesa
desmentida cuando sólo vemos que se cumple la misma ley. Y descubrió así
que la Ley es una decepción de la esperanza, que aquello que aguardamos en
relación con el tiempo y con todo es más que la Ley y va más allá de ella…
Que la Justicia no basta.
Todo ello formaba la confusión de su mente, sobre todo en esa hora del
mediodía en el jardín, cuando seguía el mismo «rito» de su infancia, pues
había también aquí una larga avenida bordeada de matas de frambuesas y
grosellas que parecían recoger en sí toda la densidad del sol, toda la lentitud
de la hora. Pues la «naturaleza» nos da tiempos múltiples, ritmos diversos,
horas lentas en que las plantas viven la vida del sueño; ellas, que no acaban
nunca de estar despiertas, se hunden en el sueño y dejan ese mínimo de lucha,
que, en la «lucha por la vida», es la vida vegetal; el moscardón aprovecha, y
el abejorro, y la mosca y la hormiga, que, como son animales, pueden
mantener su vigilia a cualquier hora. Sólo el animal alimentado por su amo
duerme también dándose el lujo de reintegrarse a la naturaleza, como las
marquesas de Watteau; pues para el animal, incluido el humano, reintegrarse
a este tiempo del sueño natural, según el ritmo del sol y de la temperatura y
del aire, sólo es posible como lujo de una civilización muy lograda. El animal,
que ha de ganarse su vida como la hormiga, como el abejorro, como la

Página 102
mariquita tan frágil, ha de estar despierto y «provechar». Es la rebeldía
primaria del animal, su disidencia del Paraíso, del que las plantas guardan
algo casi intacto. Y ella salía a esa hora, según su infancia, según la ley
primera de su alma, en busca de adentrarse en ese universo de las plantas
vencidas, dormidas; las perseguía no como un animal que va de caza, un
animal que persigue, pues rara vez se lanzaba a desgranar un grano de
frambuesa para llevárselo a la boca y, si lo hacía, era como para sentir en su
sabor la tierra purificada, la tierra penetrada y transfundida de sol, y entrar
casi dormida en su mundo, en su tiempo.
Y entrar así en el tiempo que corre bajo la conciencia, donde el ser se
configura sin sobresalto; el tiempo del mundo vegetal sin asomo alguno,
porque no lo necesita, de conciencia.
El vegetal, porque no se mueve, no tiene que atender; su crecimiento se
verifica en un dentro. El hombre, porque se mueve y está solo, porque está
fuera, porque ha nacido, porque está «aquí», tiene que atender, pues aún ha de
moverse dentro de sí, entre sus múltiples tiempos. Y si nace lentamente,
puede sentir y ver cómo va entrando en este aquí. ¿La planta lo notaría,
aunque naciese aún más lentamente? La planta, ¿acaso ha nacido? ¿No está
«dentro», enteramente dentro sin haber conocido jamás el sobresalto de salir
afuera? Sí; esto debe querer decir Max Scheler cuando señala al hombre como
el único viviente no adaptado perfectamente a ningún medio. Ortega lo había
subrayado enérgicamente, desde un pensamiento propio al que ese largo
comentario de Max Scheler servía de introducción; sí, encontraría en él con
seguridad el secreto de la confusión de los tiempos y de esta angustia que, tras
el momentáneo éxtasis de las plantas, la invadía, este sentimiento de
frustración, como si se hubiera acercado a las puertas del jardín y se le
hubiesen entreabierto solamente para encontrarse un instante después otra vez
fuera, afuera, ahora sabiéndose rechazada.
Huía del tiempo humano. Le parecía no haber hecho otra cosa en su vida:
huir de lo humano; retroceder desde el tiempo sucesivo donde se dan las
obligaciones, la atención al prójimo; más aun, el tiempo que es un pacto o
fruto de un pacto después de haber probado la soledad. El amor debe de ser la
búsqueda del adentrarse más allá de la conciencia, en el mundo del sueño,
acercarse cogidos de la mano a las puertas del jardín inexorablemente
amurallado, y sólo entreabierto; un instante en que se rebosa de certidumbre,
en que la duda parece abolida para siempre, en que se viaja hacia dentro del
ser, ese secreto intacto en que nada transcurre. Por eso parece eterno, según
proclaman los tópicos, porque cree lograr la apertura al fin de aquel centro del

Página 103
«ser» que no salió afuera, de lo no nacido. Mas después hay que volver a lo
nacido, y ya se es distinto, y entonces vendrá la convivencia, que es
adaptación a las circunstancias y entre ellas; colaboración ya con el tiempo de
«afuera», y entonces… viene el juicio, la duda, la incertidumbre y hasta el
non serviam.
La amistad corresponde a la meditación, a la vida de la conciencia; es
caminar despiertos juntos o al mismo tiempo. Al mismo tiempo, no en el
mismo tiempo, como en el amor que, de realizarse, sería vivir un tiempo
idéntico. ¿Y cómo un tiempo puede ser idéntico? ¿Cómo puede darse la
identidad en el tiempo, no ya dentro del tiempo, sino en el tiempo mismo?
Fundir los dos tiempos o descender a un tiempo, el del sueño, donde se
conforma el ser como en las plantas; tal debe de ser lo que se espera del amor,
lo que se persigue y no resulta posible saber de cierto, si alguna vez alguien lo
ha alcanzado, pues sólo conocemos las expresiones «clásicas», difíciles de
comprender, y además porque el amor se vierte en poesía y la poesía tiene su
historia aunque sea «interna», lo cual quiere decir que está ya objetivado. ¿Y
qué es lo que corresponde a esta expresión objetivada en historia al estilo, y
qué a la verdad del suceso? Y aunque los amores más expresados son los
menos vividos, los no logrados, de los felices, ¿qué se sabe? El logro del amor
ha debido de venir de adentro, en el silencio del ser que no necesita ni permite
ser expresado, como la planta no se expresa porque su ser coincide con el
sueño, es un sueño realizado tal como el amor cumplido debe de ser, sin
historia.
Porque no hay historias de amor, aunque hayan consumido tantas páginas
de literatura impresa. El amor propiamente está fuera de la historia; lo que
sale a la historia es tan sólo el padecer que causa su ausencia, su frustración o
su huella, invisible él también como el «amado» del Cántico de San Juan de
la Cruz. Se le conoce por su resplandor en los ojos de ciertos amantes, por una
especial lejanía que sentimos nos separa de las parejas de enamorados que,
aun entre la multitud, aun en el círculo de la amistad, van siempre guardados
por un Noli me tangere, semejantes a los frutos y a las flores, porque no
sincronizan con nosotros aunque entre nosotros vivan, porque siempre están
pensando en otra cosa… o, más bien, porque no piensan en nada o en algo
que para nosotros es nada.
Y si el amor fuera eso: vivir en un tiempo idéntico, llevaría a la muerte o
la incluiría ya, sería morir ya o no tener que morir, haber pasado o estar
pasando por la muerte al par que por la vida. Un tiempo idéntico será vida y
muerte. Y también todo el universo. ¿De dónde surgiría la palabra, de qué

Página 104
resquicio? Lo más un nombre, una designación, como aquella «Mi amado, las
montañas».
Y ahora iba sintiendo que en ese vivir el instante, que absorbía a tantos de
los mejores, que era la consigna del momento, había ese anhelo de librarse de
la sucesión, de despojarse del pasado y quedarse inocente; la búsqueda
exasperada de la inocencia en «esta cultura», después de tres siglos de
exasperación de vivir según «la conciencia». Y salir de sí, vivir fuera de sí,
corriendo al encuentro de algo que colme por completo el vacío, que haga
cesar el anhelo y ese tormento de la esperanza que no encuentra su argumento
o que se lo sitúa tan lejano. «Aquí y ahora» parecía ser la consigna común de
los jóvenes, por la cual se entendían por encima de cualquier credo político —
cuando lo había—, sobre las fronteras. A la conquista del tiempo perdido, del
instante. Una forma de la «piedra filosofal» de los alquimistas, de la «flor
azul» de los románticos alemanes, en forma «laica» y, por tanto, más
modesta, de la conquista del Santo Grial. Europa, los occidentales, ¿no
tendremos que estar buscando siempre un tesoro perdido, una gota de sangre
divina, una gota del tiempo originario?
Y así quedó en apunte tan sólo, en esbozo, la novela en la cual hubiera
querido aclarar la «confusión» de los tiempos, de los tiempos múltiples en que
se había ido sumergiendo. Sin argumento, quería decir; sin pasiones, pues la
pasión sería ésta: la de los múltiples tiempos, la que hace que no nos
entendamos ni con las plantas, ni con los animales, ni… con el amigo, ni con
nadie de verdad, pues hay que estar «fuera de sí» o muy dentro, pero en este ir
y venir, en este trasiego, yendo y viniendo desde ese fondo último del alma
donde apenas nada llega, ese lago de calma y quietud, a ese sobresalto que
nos avisa de que estamos entre «otros» seres que viven un tiempo, el suyo,
distinto. De ahí que nada aproxime tanto como el pertenecer a una misma
generación, que es una medida en el tiempo, un tiempo en cierto modo
externo, circunstancial, en una de esas envolturas temporales, y, de otro lado,
lo que es casi lo contrario: el tiempo doméstico, íntimo, familiar, en la
continuidad del cobijo común, en la vida en la misma madriguera, donde la
memoria de los muertos, aun los no conocidos, de los antepasados, es tan real
como la presencia de los vivos, el tiempo inmemorial que ronda la
atemporalidad de sentir la presencia de un ancestro común, que fue y es, que
no nos deja desprendernos del todo, nacer del todo a la soledad del individuo.
El ancestro que promete que no moriremos solos.
Sí, quedó sin hacer la novela de la multiplicidad de los tiempos, especie
de viaje del alma asistida de la conciencia. ¡Cuán lúcida tendría que ser y

Página 105
cuán humilde para no proyectar su sombra, especie de descenso a los
infiernos, a «las profundas cavernas del sentido» donde se empieza a sentir el
tiempo, especie de infierno en que se precipita lo que de puro e inocente
guardamos, ese que aún no sabe haber salido del paraíso, la pobre larva de
algo mejor, germen originario, tan ávido, que su avidez le abre al infierno de
la temporalidad! Y cuando ese infierno se sosiega y se compone por la
comunidad, el tiempo del alma… Pues lo más horrible del tiempo es sentirlo a
solas; estar a solas con el correr del tiempo. El infierno, ¿será eso,
simplemente? Y por el alma, en el alma, sentimos la comunidad, la
comunicación, en todo caso; por eso el que va al infierno ha perdido su alma,
ha quedado despojado del «medio» en que se encontraba con los demás, no
sólo con los semejantes, sino con todas las zonas de la realidad, el Universo,
en fin. Ese «medio» que, según Max Scheler y Ortega, falta al hombre, será
quizá lo que se ha nombrado alma, medio de manifestación, lugar de
encuentro con las criaturas, y de su orden, porque «medio» es orden y no sólo
cosa. Y al hombre no se le ofrece nada como real, si no es en un orden, en una
conexión; esto le había hecho llorar de alegría cuando lo encontró, así de
pronto, en las primeras páginas leídas, justo en el dintel de su adolescencia, de
ese libro que «robó» de la biblioteca de su padre: las Meditaciones del
Quijote.
Perder el alma es perder el tiempo, el tiempo común; y entonces el
corazón se quedará tan sólo con su latir, la larva palpitando a solas en su
infierno temporal.
Y por eso nos sentimos arrastrados al tiempo en que los demás viven y se
mueven por temor del infierno del tiempo solitario. Y existen las marchas que
marcan el tiempo común, el ritmo. Cada época y, dentro de ella, cada
generación, tiene su marcha, su ritmo que arrastra y uno va adonde sea,
porque el caso es marchar juntos, marchar con, hasta la muerte.
No pudo escribir la novela que desentrañaría la confusión de los tiempos.
No tenía la lucidez; y no tenía tampoco tiempo, ya que se le había acabado
ese regalo traído por la enfermedad. Estaba bien casi del todo; podía salir y
había hablado durante el verano sin que le hubiera ocurrido nada. Podía
comenzar a marchar.

Página 106
La vuelta a la ciudad

Pudo salir al fin, andar por las calles, marchar al ritmo de las gentes. Pero
andaba lentamente como bajo el agua, como si flotara no en el aire, sino en la
multitud. Parecía una extranjera y le ofrecieron la Guía de Madrid, la Guía…
¡Curioso! España, tan laberíntica, ofrece siempre Guías. ¿Será a falta de otra
cosa? ¿O por lo mejor? La Guía de perplejos de Maimónides, la de Pecadores
del Padre Granada y tantos libros clásicos que no llevan ese título, pero que
no son otra cosa: el Idearium español de Ganivet, para andar por los
vericuetos de la subhistoria, de la historia perenne de España; la Vida de Don
Quijote y Sancho de Unamuno, las Meditaciones del Quijote de Ortega, y esa
otra, la más castiza de todas: Las moradas de Santa Teresa, todas las
«moradas» por las que la hicieron pasar los hombres y Nuestro Señor.
¡Cuánta caridad en todas ellas, en esta actitud de tender al prójimo la escala
trabajosamente ascendida de la experiencia! ¿Pero valdrá? ¿Nos valen
ciertamente? ¿O no habremos de pasar todos nuestras «moradas» para luego,
un día cercano a la muerte, por la lucidez y por la claridad, aunque se sea
joven, tenderla a nuestra vez o hundirnos sin haber dejado esa doble huella de
la escala: pasión y entendimiento?
No sabía por qué se estremeció cuando le ofrecían esta Guía de Madrid,
pues se sentía de repente extraña ante el «indígena» que tan generosamente se
la ofrecía con su algo de ironía —¡claro está!—, pues quizá notaban que era
española y que andaba perdida.

Página 107
Perdida, no; pues recordaba y aunque no hubiera recordado… Entre «los
nuestros» aún se tiene el derecho a perderse, sin por eso estar perdida; ante los
nuestros perderse es, puede ser, abrir un camino diferente o recoger una
tradición olvidada. ¿Es que se podrá estar seguro nunca de que el «hereje»
nacional no es fiel al primer hombre, al primero de todos quizá que lucha por
recobrar su voz y su figura en la historia? La historia de España, en su
magnitud, ¿ha sido fiel acaso enteramente a ese indígena, el primero y el
último, el hombre esencial, el protagonista de la historia? ¿Es que no es
posible humanamente —y en lo humano, donde todo es posible— la
existencia de una historia gloriosa y apócrifa, en parte apócrifa? Y en todas
partes, en Europa, ¿es acaso toda la historia europea cosa cierta? Y en el
mundo por venir y en el que fue. El hombre, ese falseado, el indígena
planetario, ¿no ha de presentarse una y otra vez a reclamar ante sus
«evangelistas» apócrifos? Lo que se dice y entiende por «humano», ¿le
corresponde en verdad y en justicia?
Y, andando en tales pensamientos, tropezaba una y otra vez con los
viandantes, con los dueños de la calle y de la ciudad, indígenas o no, porque
ellos no regresaban como ella de otro tiempo; porque no habían estado solos y
no padecían el hambre de comunidad. Trabajo le costaba acercarse a
cualquiera, a uno, y decirle: «Dígame: ¿cómo está? Usted que ha estado todo
este tiempo vivo, usted que ha estado todo este tiempo viviendo sin
interrupción, cuénteme: ¿cómo va la vida?».
Nunca lo hizo, naturalmente, pero de vez en cuando y, como llevados de
algo irrefrenable, algunos hombres y aun mujeres le hablaban, porque sí, «sin
intención», y, si la tenían, pronto se les iba. Y no podía por menos de
contestar. Un día en el metro le habló alguien que resultó ser allegado de un
prohombre de los que ella conocía, y acabó diciéndole: «Señorita, yo no sé
quién es usted, pero aquí en España todo va a cambiar, todo, y más de lo que
“ellos” piensan. Y si usted tiene necesidad ese día de alguien, llámeme, aquí
me tiene, ahí me tendrá para lo que quiera, porque yo sé que usted lo
merece». Y aun añadió: «Para todo lo que se le ofrezca, porque vamos a ir
“más allá”, es decir, las cosas irán más allá».
¿Y qué era este «más allá»? Quizá el de siempre, el «más allá» al que el
español se siente lanzado cuando se despierta. Pues moverse y actuar, ¿vale la
pena si no es para ir «más allá»? Es el signo de lo español, o no moverse o ir
más allá de lo conocido, de lo aconsejable, de lo prudente. Correr la totalidad
del riesgo. ¿Qué sabía este hombre, qué podía saber? ¿Qué estaba ya
ocurriendo allí, en la subhistoria que tanto tiempo llevaba quieta? Más que el

Página 108
hambre ancestral, se removía la esperanza, disparada en busca de su
argumento.
«Los compañeros» se habían dispersado y la configuración de la vida
juvenil era otra. Dentro de la Federación Universitaria habían surgido grupos
activos, sin más organización que la necesidad que la acción traía consigo, y
esta acción era poética, enteramente inventada. Y por ello constante. No se
proyectaban actos políticos; era algo más grave; se estaba creando un
ambiente, una atmósfera que iba envolviendo a la vida de la ciudad y de otras
ciudades de España. Había una revista y literatura clandestina de tono
humorístico casi siempre, mucho deporte, desbordamiento en la vida de la
ciudad, cines, cafés donde casi a diario surgían incidentes eficaces por lo
divertidos.
La persona del monarca, hasta entonces «invisible», se fue haciendo
presente. No, es que los dardos habían encontrado un blanco y en él se veía la
representación «real» de todo lo que se quería abolir, de todo lo que se sentía
ya ilegítimo en la vida española; el obstáculo. Se le veía así: un simple
obstáculo, como si la permanencia de la monarquía hubiera sido tan sólo la
consecuencia de la inercia de todos. Y ni siquiera se pensaba en acto alguno
violento, sino en que un día simplemente habría de disolverse.
Y quedó todo esto muy claro el día en que, más avanzado el invierno, se
perpetró un atentado de lesa majestad contra… un busto del rey, colocado en
el Paraninfo del viejo edificio universitario. Dos o tres estudiantes le cortaron
la cabeza; vigilaban la operación cuatro muchachas muy representativas del
nuevo espíritu universitario y juvenil: bellas, de cuerpo elastizado por el
deporte, simples y buenas camaradas con los muchachos. Y cuando fueron
detenidos, ingenuamente argüyeron a la policía: «Pero ¿por qué? ¿Qué hemos
hecho? ¡Si la cabeza no tenía nada dentro, se lo aseguramos, nada!». La
habían arrojado al Manzanares, donde flotó…
Y el viejo caserón de la Cárcel de Mujeres albergó a las cuatro muchachas
por varios días. Y nunca fuera una cárcel tan visitada de flores, regalos,
visitas, como lo fue en aquella coyuntura un tanto histórica, pues aquella
breve estancia en la cárcel de las muchachas fue como la llamada, el primer
paso de la Guía de Madrid. Pronto la de hombres se llenó de estudiantes,
obreros y hombres ilustres. Pero esto sólo sucedió un año más tarde. La
prisión de las muchachas fue la primera, la que marcó el camino.
Y una hermosa felicitación fue dirigida a S.M. el día de su cumpleaños:
«Señor —comenzaba diciendo—, hoy es un día feliz para todos: Vos cumplís
felices años y nosotros nos los prometemos». Y así era.

Página 109
Y este tiempo feliz era una especie de comunidad; todos se sentían flotar
en una especie de embriaguez ligera. No se pensaba; ni «ellos» en defenderse,
ni «nosotros» en atacar. Era no una revolución, sino una evolución de tempo
natural, como el ritmo de las estaciones; sólo había que hacer como cuando se
oye una música que resulta ser la propia: seguirla, seguirla en el aire de la
vida.
Pues de todas partes llegaban los signos, las voces. Sin propaganda,
apenas algunas hojillas clandestinas que se pasaban de mano en mano, las
Hojas libres que Unamuno echaba a volar desde Hendaya hasta sus predios,
señor feudal en el exilio, las que lanzaba la F.U.E. y, más que nada, la
palabra, el gesto, hasta la manera de andar; algo estaba cambiando.
«Pues si los que mandan supieran», observarían el ritmo de las gentes
cuando van por la calle, el ritmo de los pasos humanos resonando sobre el
pavimento.
Y el ritmo estaba cambiando; no era la ilusión producida en alguien de
ritmo más lento, como ella, ni tampoco el renacer de la vida en la ciudad a la
vuelta de las vacaciones. Venía el cambio de más lejos; recordaba del Madrid
de su niñez las terribles tardes de domingo y las más terribles aún de los días
de fiesta, cuando se esperaba ver pasar al rey por alguna calle céntrica; de los
tétricos Carnavales, le había quedado en el oído el arrastrarse de los pies
sobre las aceras, los brazos caídos, las caras vacías, como si la vida pesara
tanto, y no la vida, sino el peso de un vacío que impedía los movimientos y
los hacía como inútiles, el peor de los cansancios. Recordaba aquella falta de
ritmo, aquel arrastrarse y aquel vacío donde los sonidos eran sordos y
estridentes, un aire inerte rasgado por trompetas chillonas y disonantes y
aquella majestad imposible que siempre se fragmentaba en algunos vivas
chillones y ahogados, en sonrisas que se quedaban detenidas. «¡Era tan
simpático! ¡Tan campechano!». Lo había visto muy de cerca en una galería de
Palacio en día de Jueves Santo con todo su cortejo, y le quedó un gran vacío
de la majestad que esperaba; quizá todos los niños y los campesinos sufran
esa decepción ante la disminución de la liturgia de las Cortes, de esa falta de
«toque sagrado», de misterio, que ha debido de haber antes en la persona de
un rey, en su aparición ante sus súbditos. Y esa desilusión se retrataba por
igual en todos o la había previamente; «eran los tiempos», oía decir, «todos
los reyes eran así ahora»… Entonces, ¡qué inútiles! «El rey es un hombre, un
hombre como todos los demás y es muy simpático…». Sí, pero era igual que
cuando un día vio de repente que una muñeca era ya sólo una muñeca, que
estaba vacía, quizá porque había creído demasiado en ella; quizá porque

Página 110
nunca había logrado que le contestara sino con las consabidas gangosas
palabras, sonidos ahora desprovistos de significado, porque ni ella, ni lo que
quería decir, era verdad. Pues, para que la muñeca sea de verdad, no tendría
que hablar nunca y ser un ídolo o, mejor, una imagen de las que están en la
iglesia, estar lejos y no dejarse tocar por mí ni prestarse dócil a mis juegos; no
dejarse vestir y desvestir, no aceptar los trajes todos con idéntica cara; tendría
que «resistirme» aunque sólo fuera con una especie de «inercia intangible». O
la vida, o la intangibilidad.
Un rey, un hombre… Como los demás, muy simpático, pero ni vivo ni
intangible; ni depositario de un misterio de voluntad y de poder, ni en la vida,
afrontándola, sosteniendo a pulso la existencia de la nación, abrumado por sus
problemas. No; un hombre como los demás, mas libre de preocupación y de
trabajo, de responsabilidad; ni viniendo de «allá», de un espacio retirado y
secreto donde la voluntad comunica con el poder de Dios y se hace Ley, ni
«aquí», entre todos. Situado a una distancia imposible, mal medida, era la
verdad que se le había ido revelando a medida que había ido abriendo los ojos
de la razón a la vida que la rodeaba. Y esto que pensaba ahora le descifraba
aquella su impresión de inanidad ante los cortejos reales vistos en su infancia.
La persona del rey, intangible, ¿acaso se podía saber cómo realmente era?
Aquella realeza carecía de realidad. No era tanto la persona del rey, lo que él
en verdad fuese. Corrían anécdotas, rumores, pero ¡qué se sabía! Lo terrible
era eso: no saber nada, ni poder saberlo; el no poder en justicia hacerle
responsable de nada, ¿no era lo peor? Se sabía ahora, sí, desde el golpe de
Estado del General Primo de Rivera, dado en septiembre del año 23, que era
Él, la persona intangible, quien lo había así ordenado, maquinado… Pero
personalmente no se le podía tomar a mal, ni a bien; lo había hecho sin duda
creyendo salir de una situación imposible, determinada concretamente por el
fracaso del Ejército en Marruecos, por el expediente Picasso, un general que
fue allí, al propio lugar, para investigar las causas de los inexplicables
desastres. Y cumplió pulcra, honestamente. Y el Ejército no permitió que el
expediente fuese examinado por las Cortes y enjuiciada su conducta
«intangible» por los «civiles», «los políticos», como desdeñosamente se
decía. El rey, para defender su intangibilidad y la del Ejército, con quien
debió de creerse consustancial, arregló el Golpe de Estado que sólo el vacío
encontró al producirse, un golpe en el vacío de la nación retraída, inerte,
porque no tenía propiamente a quién exigir responsabilidad.
Y ahora se estaba ya llegando a apurar ese momento negativo de la
historia que, a semejanza de la vida personal, se produce cuando no hay a

Página 111
quién pedir responsabilidad ni a quién reclamar. Cuando no estaba bajo la
sombra de un padre, de un sacerdote, de un rey, cuando éstos son «hombres
como los demás» y quizá muy simpáticos. Y lo que tendrían que hacer
simplemente es existir, existir como rey, como padre o como sacerdote; ser de
verdad.
Era la concepción misma de la monarquía la que hacía imposible la
existencia del monarca; la persona «real» era irreal; le hubiera sido necesario
un talento poco común, una decisión moral inquebrantable de servir a su
pueblo, una voluntad capaz de mantenerse frente a todas las insinuaciones de
la época, frente a esa ley histórica que ha decretado el fin de las monarquías.
Pues la institución monárquica está, en realidad, abolida en Europa y, frente a
esta situación, la persona real tiene sólo dos caminos, dos salidas para su
«existencia»: convertirse en símbolo obediente, dócil, como un actor perfecto
que ejecuta todos los gestos «religiosamente», sin permitirse ni un instante de
desfallecimiento, ni una irrupción voluntariosa, ni siquiera un consejo; ver, oír
y callar, como aquél que se presta a ocupar el hueco de una función que debe,
sin embargo, ser conservada en su forma; en realidad, se trata de una especie
de sacrificio compensatorio, sin duda, de la voluntad real de otros tiempos.
Ahora la nación exige —en este caso— que se le siga dando la
«representación» de aquello que mantuvo durante tanto tiempo, que alguien
esté ahí como figura de la fe perdida, que aquella figura viviente de otros
tiempos esté ahí convertida en pura presencia, imagen de sí misma. Como si a
una mujer idolatrada, después de muerta, se le sustrajera el descanso de su
tumba y se le exigiera salir de ella ataviada todas las noches para iluminar la
fiesta en pago al hechizo que ejerció otros días y como rito aplacatorio al
demonio del tiempo, para que nos permita la ilusión de creer que los tiempos
no han cambiado tanto. Y que la persona real, en este caso, se torna por
completo inexistente; y así, sólo así existe, en virtud de un total «sacrificio»,
lo cual da a sus acciones más banales una cierta categoría moral.
La otra salida a la existencia de la persona real es simplemente vivir con
el mundo, sin liturgia de ninguna especie, salvo en los momentos de la
aparición en escena como reyes y en la muerte. «Estás ahí porque eres un
ciudadano, como nosotros»… Y aun: «Y así estamos más seguros de lo
bueno, de lo “real” que es ser ciudadano, de que es lo único que se puede
ser»; como si la nación tuviese una madre que se aviniese a los tiempos
modernos sin dejar de ser enteramente la madre antigua que sonríe
comprendiendo. Y, en los dos casos, es una relación con el pasado la que se
quiere mantener por medio de la persona real, que ofrece simplemente una

Página 112
continuidad más necesaria a medida que las leyes, los modos de vida, han
cambiado. Su presencia les permite reconocerse «los mismos»; es cuestión del
modo en que funciona la memoria de un pueblo y aun de la forma en que es
capaz de reconocer su identidad.
España… En España no era posible ninguna de estas dos salidas para la
«existencia» del monarca. Por eso, la acusación contra su persona surgía cada
día más concreta, más directa, pero sin sombra de encono. Las bromas de los
estudiantes recogían el sentir nacional y lo expresaban; bromas dirigidas
contra la irrealidad de la persona real.
Y paradójicamente había que dirigir contra esta irrealidad la acusación
que por fuerza había de concretarse, y precisamente contra ella, porque,
culpable o no, su desaparición era necesaria para la transformación de la
nación española, de su salida de la inexistencia histórica a la afirmación, el
despertar de su letargo en un sueño creador.
Según la historia de España, era imposible la continuación de la
monarquía. España no fiaba su continuidad en ella; no quería ni podía
reconocerse en su imagen. La dinastía borbónica significa la ruptura con el
pasado viviente, la discontinuidad de su historia… Hasta qué punto sea causa
cuenta poco para la inexorabilidad de su desaparición. Los cambios históricos
no se efectúan de acuerdo con un proceso legal, sino por razones vitales. Y
desde la razón vital, la monarquía española estaba condenada. «Delenda est
monarchia», escribió en el exacto momento, unos meses tan sólo antes de su
caída, quien al mismo tiempo descubriera su Tesis metafísica sobre la razón
vital. La aparición de aquellos dos artículos del filósofo José Ortega y Gasset
en El Sol de Madrid fue el ejercicio de la razón vital, de la historia de España
que en aquella hora se hizo palabra por quien más derecho y deber tenía de
hacerlo. La razón vital que condenaba a la monarquía se manifiesta
«legítimamente» desde la raíz. Pocas veces en la historia un cambio histórico
es enunciado previamente en tal modo por la razón, por una razón consciente
de su función vital.
No en nombre, pues, de la razón absoluta, de la razón racionalista, se
enunció la necesidad de la desaparición de la monarquía española. La razón,
sabiéndose histórica, actuaba en función histórica; no en nombre de un dogma
ni de una utopía, la razón dictaba su sentencia.
Por eso no hubo guillotina ni fusilamiento; no podía haberlo. Cuando la
razón condena en nombre de un absoluto, ha de surgir una sentencia que le
sea condigna; ha de ejecutarse la sentencia totalmente, en la persona real,
viviente. Mas los decretos de la «razón histórica» se referían a éste,

Página 113
concretamente a la función histórica, a la persona «irreal» del rey, a su
irrealidad. Y la irrealidad se mata con el hecho de reconocerla; la inexistencia
de alguien o de algo, basta que sea anunciada para que se realice; no ha
menester ninguna acción real, ninguna ejecución. Los estudiantes, al matar la
imagen, lo habían intuido así.
La razón vital enunció y proporcionó así el modo de tratar a lo real.
Cuentan que un día Monsieur de Voltaire —quien, a su modo, sospechó
siempre de la vitalidad de la razón y, aun en cierta medida, fue precursor del
«existencialismo» que tiempos más tarde brotaría en su patria—, nos cuentan
que ese día recibió una visita particularmente ennuyeuse. Un visitante tedioso
al que hubo de decir, dejándose ir a pensar en voz alta, como tantas veces le
acontecía: «Monsieur, entre nous, vous n’existez pas». Es fácil imaginar el
gesto de cansancio con que esta frase fuera dicha, sin elevar el tono de la voz,
como el que enuncia algo obvio a aquel pobre hombre… Y quizá no era tan
pobre hombre, tan un hombre como los demás, sino la cifra de lo irreal que
suplanta a lo real, de la negación que mantiene en trance de asfixia a la vida,
de ese vacío ante el cual el pensamiento queda hechizado; quizá M. de
Voltaire despidió tan gentilmente a alguien que funcionaba por delegación del
que hace infatigablemente no-ser.
No otra cosa se le dijo a S.M. el rey, primero por la razón, en función
vital, más tarde por el voto simple de los electores: «Señor, aquí, entre
nosotros, Vos no existís». Y él se fue, como una sombra.
Como la sombra de lo que había sido la dinastía, de su escasa función
histórica en una España que, por ella o sin ella, no quería seguir oficiando
históricamente. De una España que había decidido retirarse. Quizá la dinastía
sirvió a España en su negación, si fuera cierto que la voluntad española se
retiró de la historia. Si fue así, los Borbones no fueron los culpables, como es
el tópico entre republicanos, sino simplemente el instrumento de la no-
voluntad de España o de su voluntad de retirarse del mundo, de «este
mundo», el moderno.
Y, de ser así, quedaría explicado «históricamente» el cariz de los
Borbones, cómo siendo dinastía extranjera no hallaron mejor camino de
adentrarse en la vida española que ir descendiendo hasta la convivencia con
las zonas más populacheras, en adoptar los modales, los gestos de argot, a
partir de un cierto momento.
No tenía por qué conservar España a este rey para reconocerse en la
imagen que le tendía. En algo era su imagen, de otro tiempo ya superado, y de
toda España, en ningún tiempo. Carlos III había sido la cifra de una voluntad

Página 114
nacional de reajuste histórico de España; había pasado mucho tiempo y en él
Fernando VII, a quien la historia le hizo el inmerecido honor de aparecer
como símbolo y, de ser el beneficiario de la indomable voluntad de
independencia de los españoles frente a Napoleón, había sumido a su pueblo
en la peor de las humillaciones, bajo una perversa crueldad. Por su reinado los
españoles conocieron ese momento de degradación histórica, de
envilecimiento que a ningún pueblo ni a ninguna vida que se deja llevar de la
negación parece estarle ahorrado. ¿Toda abdicación no conduce
inexorablemente al que la hace a sufrir una hora, por lo menos, de
envilecimiento?
¿Retirarse —de la historia, de la vida activa— cuando se han contraído
obligaciones, cuando se «existe», es legítimo? ¿Es siquiera realizable?
Negar la propia existencia es imposible, pues entonces no se puede
desaparecer como una sombra y hay que perpetrar el crimen sin descanso. Y
el mayor crimen que el hombre puede cometer es hacer el vacío, renovando el
no, sembrando el no en el alma de modo tal que nazca y renazca cuantas
veces sea preciso. El no del odio, del resentimiento, de la soberbia… ¿Cuál de
éstos había sido el de España cuando dijo no a su propia historia allá en el
reinado de Felipe IV de Austria, cuando Don Juan Tenorio salió por el
mundo?
Dijo no a su historia por horror de la historia; es una posibilidad a
considerar en asunto tan misterioso. Pues el hacer historia no significa
aceptarla y no ya el aceptarla tal como es, sino el aceptar el simple hecho de
tenerla.
España, los españoles, han realizado dos clases de acciones históricas y en
escala por cierto gigantesca: una, resistir; la otra, descubrir e incorporar.
Resistencia ante Roma, hasta el suicidio. Conquista, reconquista de los
árabes. Hasta aquí, es decir, hasta el 2 de enero de 1492, la historia hecha por
España era de las que no producen remordimiento. Existir y recuperar son
acciones elementales de la vida, de la vida de alguien que existe, que se
yergue. Pertenecen a la «naturalidad» de la historia, a lo que se cumple
inexorablemente, virginalmente también; hasta ahí ninguna nación tiene
«pecado»; «el delito de haber nacido» no aparece. Así hubo de ser para que
brotase unida a un claro pensamiento la fe de Isabel y la fe ciega de aquellos
hombres que nunca vieron la mar hasta que se embarcaron a la conquista del
enigma; muestra de confianza, de una vida que se afirma, porque se siente
libre; sin peso de pasado.

Página 115
Confianza sin límites y algo más se mostró en aquella empresa no sólo
«aventurera» del descubrimiento del Nuevo Mundo. Una creencia con su
imagen correspondiente, en la universalidad del universo; creencia que es al
par supuesto y horizonte hacia el que se dispara, inocente, la voluntad. En
aquel momento en que se funda la unidad española y se realiza la gran fábula
del descubrimiento del Nuevo Mundo, se «edifica» el Estado; un Estado que
nació ante y para la universalidad, que se constituyó en vista de ella y que, en
su primer paso, ensanchó el Derecho, venido de Roma para un mundo que
Roma no presintiera.
¿Y entonces? ¿No era ya bastante para seguir hacia adelante, de acuerdo
con este acta de nacimiento tan pura como la historia lo permite? Pero la
historia parece ser que no lo permite. La «Unidad Nacional» hubo de ser
consolidada con la expulsión de los judíos, con el establecimiento del «Santo
Oficio de la Inquisición», es decir, con la violencia. Y el recurrir a la
violencia, ¿no hará perder en algo a la libertad?
¿Y es que la unidad en lo humano habrá de lograrse siempre por la
violencia, nunca en la espontaneidad? No es posible, por lo visto no lo fue
entonces, que se lograra la historia «natural» humana, realización espontánea
de un orden, madurez de una nación al modo de un fruto de la naturaleza,
como logro del influjo de los cielos en un tiempo configurado de antemano
que lo alberga.
En esos raros momentos, en aquel del nacimiento casi inmaculado del
Estado español, el hombre que los vive debe gozar del sentir, de no sentir más
bien, la diferencia entre los tiempos; entre su tiempo personal y el tiempo
histórico, y menos aún entre el tiempo de la historia que él hace y el tiempo
de la historia. Toda la historia debe ser vivida en su conjunto como una
unidad en la hazaña que se realiza, o en el acontecimiento que tiene lugar;
instantes en que el hombre debe de vivir dentro de la historia como una planta
dentro del ciclo de las estaciones; la agitación debe de ser apenas perceptible,
pues nada se parece más a la quietud que la acción plenamente cumplida a su
tiempo, a su hora exacta, en un mundo que no le opone apenas resistencia.
En la pleamar de la historia, por grande que sea el esfuerzo demandado a
algunos, la sensación debe de ser no la de sostener la historia, sino la de estar
sostenido por ella, pero ni siquiera por esto, que sería tener conciencia plena
de la propia acción, lo cual no llega sino con el desengaño.
Inocencia, espontaneidad, tiempo acercándose a lo idéntico, a la unidad
temporal que actualiza el pasado y borra el futuro a fuer de cierto. Todo ello
es acercarse al paraíso, a esa figura de vida que el paraíso representa ante los

Página 116
ojos del hombre —del occidental, por lo menos—. Cuando su nostalgia se le
hace patente, hace poesía o música, y alguna vez hasta piensa. Y hasta en la
historia… Aun en ella se ha buscado el paraíso, aun en ella parece haberse
encontrado por momentos, breves, fugitivos. Paraíso que es vida en la unidad,
en un tiempo uno, éxtasis o acción; dura un momento.
¿Y después? ¿Y en esta hora? ¿De dónde aquella irrealidad de una historia
convertida en pesadilla? Sabía que «los datos inmediatos de sus vivencias» no
la engañaban. Aquellos desfiles del Ejército de África que presenció en su
niñez frente a Palacio; los soldados menuditos, con los ojos hundidos y
brillantes, con la piel amarilla pegada al hueso, esforzándose en no arrastrar
los pies al pasar frente a Palacio, donde en el balcón, dentro, una figurilla
saludaba con la mano: era la Infanta Isabel, «la Chata», como la llamaba
familiarmente el pueblo que la quería mucho; estaba ella sola; «los demás» no
habían aparecido; Su Majestad tampoco aparecía. Nadie aparecía para recibir
aquel triste desfile; tampoco ningún jinete sobre un caballo blanco que
avanzaba solo con una corona de laurel colgando del cuello al frente del
desfile; porque era el caballo del General Pinto que había muerto en el
Barranco del Lobo, en aquella degollina que hicieron los moros. Nadie
aparecía, ni el pueblo; algunos grupos de mujeres habían acudido con ramitos
de siemprevivas y ramos de laurel que ofrecían a los soldados; uno de ellos
alargó el que llevaba en la mano que le había quedado a la criada que la
acompañaba: «Toma, hermosa, para ti». ¡Como si sólo entonces hubiese
encontrado el sentido de aquel símbolo de gloria que la patria le ofrecía al
entrar en ella, enfermo y maltrecho, tanto como si volviera de la victoria de
Lepanto, como si él hubiera sido Miguel de Cervantes —si él hubiera
alcanzado tal fortuna—! Y entonces, ¿apareció alguien? ¿Alguien como es
debido? Nos habían dicho siempre que sí, y sí, debió de ser cierto, Felipe II
era «alguien», y alguien que aparecía siempre que debía comparecer; pero
entonces, ¿qué pasó, Señor, qué nos pasó, que volvimos tan pronto de tan
lejos y tan derrotados?
Y ahora, ahora el hombre aquel que la había hablado en el metro tan
naturalmente para hablarle de las cosas «históricas», le había dado el aviso:
«Señorita, iremos más allá». ¿Otra vez Plus Ultra?

II

Página 117
—Hay que ir más allá.
—Más allá, claro; si no se va más allá no se va a ninguna parte.
—Pero tú te has afiliado a los republicanos, que no comprenden eso.
—¿Yo? Yo no me he afiliado a nada.
—Sí, pero es lo mismo, marchas con ellos; con los republicanos.
—¡Claro!
—Pues tú ya sabes lo que es el republicanismo histórico: la otra cara de la
monarquía, parte de esta España que queremos cambiar.
—Los republicanos históricos… Pero ¿y qué tiene que ver con el asunto?
Se trata de traer la República, simplemente.
Y añadí:
—Y en la medida en que ellos la merezcan, estarán con ella, dentro de
ella.
Así hablaba una tarde dorada de sol de septiembre, una de las últimas que
pasó en la Ciudad Lineal, con un compañero del grupo que tan fraternal había
sido con ella. No era universitario, ni obrero; pero hablaba, y cada vez más,
en su nombre, porque trabajaba rodeado de obreros en las Oficinas de una
importante Compañía de Ferrocarriles. En el grupo había trabajado con
pasión, inteligencia y eficacia, dejando provisoriamente de lado —según
decía— su marxismo; era comunista sin afiliar, ya que no había propiamente
dónde afiliarse, ni era el momento, decía también. Y la verdad es que no
pareció haber tenido que esforzarse excesivamente en dejar de lado el
«marxismo». ¿Había leído a Marx? Un poco, y sobre todo a Engels, a quien
decía preferir. Ahora sentía él que había llegado la hora de separarse, y le
dolía hacerlo sobre todo de ella, de quien había esperado otra actitud. Porque
ella era universitaria, pero no una intelectual.
—Tú que estás tan en la vida.
—Pero yo, ¿en la vida? Será por haber estado cerca de la muerte —se
decía entre sí, pues hablar de la muerte hubiera sido incomprensible: la
muerte… como el amor, no existen. Tampoco el dolor; sólo el trabajo, el
marchar juntos y el servir a esa unidad total que nos abraza y nos libra de ser
yo solo; de la vida privada, de esa intimidad falsa de la familia burguesa…
No; el individuo ha de integrarse en la sociedad por otro género de relación
—, ¿No lo comprendes?
Pues sí, ella lo comprendía, es decir, lo comprendía tan escasamente como
él, pues lo que los había aproximado en el trabajo dentro del grupo eran cosas
del sentir y en ellas estaban de acuerdo; la dificultad estribaba en la
interpretación de ese sentir. Y por las dos cosas habían andado tanto juntos

Página 118
antes de caer ella enferma, discutiendo infatigablemente y estando de acuerdo
infaliblemente, cuando no había «teoría» de por medio. Estaban de acuerdo en
la alegría de servir anónimamente a otros, a todos; y estos «todos» eran en
primer término los que han hambre y sed de justicia y de pan —¡Señor!—, de
pan; en no emplear su juventud en adquirir una «personalidad», ni siquiera
una situación: cátedras, empleo, ascensos, eran cosas mezquinas; no un
empleo, sino un destino y no individual, sino en función del destino común
que había que levantar a pulso.
—¿Tú ves? —le decía ella a veces—. Todo esto es cosa religiosa; tú no
puedes negar que tienes un alma religiosa; en otra época…
—No sigas —atajaba él—. ¿Eso a qué viene? Estoy viviendo ahora, en mi
tiempo, en «nuestro tiempo»; no me sirve la religión establecida y no quiero
perderme en busca de otra; además, la religión no se inventa.
—En eso de acuerdo; no se inventa, pero se puede tener sin saberlo. El
alma existe. ¿Tú sabes? Y nos la dan impresa, por la tradición, por la cultura a
la que pertenecemos y, además, tiene una configuración, no es inerte… y un
movimiento propio que la lleva fuera de sí misma, a salir de sí y, si no, ¿por
qué?
—Te digo que no sigas, tienes que curarte de la Metafísica, pues cuando
no haya lucha de clases y estemos ya…
Y entonces ella lo interrumpía:
—En el paraíso.
—No, aquí en la tierra, pero de verdad, cuando hayamos dejado de mirar
hacia arriba los mejores para permitir que ellos se aprovechen y dominen y
exploten.
—Sí, «aquí» en la tierra, sí, de acuerdo en que somos sus habitantes.
¿Pero tú crees que algún día se abolirán? Bueno, la esperanza, eso que
sobrepasa todo, y decir esperanza es decir libertad, sí; insatisfacción y más;
anhelo que no se aplaca, hambre que reaparece siempre.
Y a veces se atrevía:
—¿Tú no crees, no ves que la Revolución se ha alimentado de almas
cristianas, de cristianos exasperados de que ahora ya no estamos en el reino
de la caridad, donde todo se comparte? Compartir el pan y el alma, ¿sabes?
No estar solo ni para morir.
—Pero retrocede —decía él—, no te vayas tan lejos.
Y ella recordaba ahora, sin podérselo decir, que él le reprochaba el no
querer ir más allá, porque siempre habían acabado sus discusiones así, él

Página 119
llamándola a capítulo para que «regresara» desde tan lejos como se había
plantado de un salto.
Ahora, esa tarde, estaba claro que era la última vez que hablarían así.
Había en su persona algo inaccesible, un reproche hacia ella, acumulado;
como si hubiere vuelto sólido todo lo que los había separado sin distanciarlos;
reproche que se concretaba en una acusación reiterada:
—Tú que no eres como ellos, los intelectuales, tú, que tienes tanta vida,
no quieres venir donde está la vida de verdad.
La vida de verdad; era eso, sin duda, lo que les había hecho discutir tanto,
el no entenderla de la misma manera, el estar en acuerdo tan sólo sobre el
presente —el momento—, mas no sobre el pasado, ni sobre el futuro; y la
vida de verdad lo abarca todo. No habían hablado mucho de historia, pero
ahora se acordaba de alguna discusión fragmentada, viéndolo hosco, ceñudo,
imposible ya de entender. No había sido nunca así; al contrario, a veces
sonriendo le había dicho:
—No, en el fondo tú no puedes soportar que se ataque a la religión, tú
sabes que a mí no me obsesiona; eso es propio de los republicanos del siglo
pasado y de los «ateos» por la gracia de Dios; pero a veces voy a decir algo y
me callo, no creas, para no herirte.
Y un día la aquiescencia de ella a tales palabras le acometió directamente:
—Pero ¿por qué no quieres que hablemos de eso también? Podemos
discutir.
Mas ella no podía discutir, un silencio le apretaba la garganta. ¡Discutir!
Lo que duele hasta traspasar el alma, ¿se discute? Y, ahora que él andaba tan
lejos, menos aún, porque sabía que el juego de las razones y contra razones
oculta en lugar de revelar ciertas zonas de la vida, eso que se llama espíritu,
palabra de que no gustaba usar. Pero ¿cómo llamarlo si no, y más con un
profano? Y recordaba también un día en que él notara su contracción cuando
se refirió con desprecio al «Feudalismo», dándose en esto rienda suelta, quizá
en compensación, creyendo que no habría inconveniente… Pero ella sintió
que algo se crispaba en su alma.
—Pero habla, dime: ¿qué piensas tú del feudalismo? ¿Por qué te parece
mal que lo ataque? Tú sabes bien, los latifundistas…
—Pero tú sabes bien que los latifundistas son la decadencia y quizá la
traición al feudalismo; claro que yo no te voy a decir que vuelva, aunque en
algo sí, y hasta habríamos de rescatar su sentido, pero no sé, en realidad no sé.
—Sigue, sígueme hablando.

Página 120
—No, no puedo, no me acuden las razones, y quizá no las hay para todo
lo que siento; quizá es cosa de la sangre.
Y ahora era quizá eso lo que los separaba, las razones no dichas de «las
cosas del espíritu» y de «las cosas de la sangre» que se habían solidificado,
como suelen hacerlo las razones no manifestadas claramente. Y este caso era
culpa de ella que no había sabido o podido razonar hasta el fin. Y las razones
no son materia inerte que al cristalizarse queden sin virtud, no. Los cristales
de las razones no dichas son venenos insolubles. Y lo vio alejarse, sintiendo
que para siempre, con la espalda un poco encorvada, el negro pelo como un
penacho y la barbilla hundida como un aguilucho grande que se llevara una
herida, en lugar de la presa que esperara, hacia su alto nido de vigía de los
horizontes del futuro. Y le dejó la acusación:
—Tú, que tienes tanta vida, no estás en la vida verdadera.
Vitalidad… vida verdadera. ¿Qué diferencia había entre ellas?
Vida verdadera, sí; era lo que ella quería, sin atreverse a llamarla así,
buscándola tan sólo. Y por ella había renunciado hasta a la filosofía, había
renunciado a todo proyecto; había aceptado de raíz el estar «aquí». Lo demás
vendrá por añadidura. «Aquí» es, son «las circunstancias». «Yo soy yo y mis
circunstancias», había leído hacía algún tiempo en las Meditaciones del
Quijote, libro de Ortega que se publicara allá por el año catorce. Ahora sentía
haberlo comprendido, cuando se hacía una decisión; estar aquí, aceptar las
circunstancias; los tiempos múltiples y confusos, aceptar eso, también «la
confusión de los tiempos» con voluntad de aclararlos; se iría aclarando en la
vida, si se era leal. Aceptar las circunstancias, ¿no es cuestión de lealtad
también? Lealtad que el mismo Ortega ha llamado «autenticidad», la verdad
de la vida, la vida en verdad, una verdad modesta; en una verdad moral de la
que podemos responder. Y a eso quería ceñirse, a aquello de que pudiera
responder; afrontaría, pues, la vida, su propia vida, tal como aquí y ahora se le
daba. La aceptaría, sí, mas no la limitaría de antemano trazando un círculo;
no, no crearía ella las circunstancias, ni las empequeñecería amputando algún
tiempo de los múltiples que se le habían presentado, amputándose a sí misma
en aquello que había vivido «auténticamente». ¿Acaso se es culpable de que,
en medio de la vida, del tiempo de la vida, se deslicen instantes del tiempo de
la muerte? Del morir más bien, pues «muerte» es ya lo cumplido, lo
inaccesible; pero morir no, morir bien puede ser aquí y ahora en la vida.
Porque se sentía llena de aurora. La vida, con tal de que estuviera abierta a un
horizonte no trazado por geómetra humano, la vida misteriosa y clara, hija del

Página 121
número de una matemática infinita; como la realidad, que, si no era
inagotable, no podía amarla.
No había podido decírselo al fraternal compañero que inexorablemente se
alejaba; inútil, pues él le hubiese dicho que él tenía ya la autenticidad, la
lealtad… Era inútil. Aún pensó algo más, recordó el clima de algunas
conversaciones en el olvido de las «teorías». Y vio a los dos tal como habían
sido, y era algo así como si anduviesen buscando en verdad una sola cosa
difícil de nombrar, pero su nombre había venido espontáneamente hasta su
mente: sacrificio; eran víctimas en busca de sacrificio. Y ese abismo que
ahora surgía insalvable debía de ser porque querían sacrificarse ante un dios
distinto: él, ante el futuro hecho eterno presente; ella, ante un presente que se
abría en un eterno futuro y que rescataría al pasado. ¡Que nada de lo que en
verdad ha sido se pierda, Dios mío! Pero hubiera sido enteramente inútil si le
hubiera llamado para decírselo; hubiera comenzado quizá por rechazar la idea
del «sacrificio», y, si la aceptaba, hubiera dictado una acusación contra ella
aún más implacable; algo parecido a esto le hubiese dicho: «Sí, es eso, tú vas
a sacrificarte al pasado; mientras que yo…». No; era inútil.
Habían vuelto ya algunos amigos y compañeros del veraneo, algunos un
tanto distanciados porque se habían afiliado o simplemente adscrito a alguno
de los partidos políticos incipientes o en busca de renovación, y tenían ya
sobre sí tareas concretas. La inminencia del acontecimiento obligaba a tomar
posiciones, a actuar más comprometidamente; diríase que algo de su juventud
se terminaba. Pero ella no podía pensar, no quería pensar —proyectar— sino
obedecer. Y así, de una parte se reintegró de profesora a sus apenas estrenadas
clases en el Instituto Escuela. Era su única obligación, tan fascinante que el
cumplirla no le dejaba ninguna huella de esfuerzo; no era un trabajo y, como
no sentía que lo fuera, trabajaba, trabajaba de verdad. La llevaban a un salón
de té, especie de cripta donde se reunían los estudiantes de la Federación
Universitaria un día a la semana. Allí reencontró a algunos compañeros y
conoció a otros nuevos; encontró un tono distinto, más vital, más apasionado,
verdaderamente apasionado.
En la primavera había estado la Universidad cerrada mucho tiempo a
causa de una gran huelga que estalló, propagándose incontenible por varias
universidades de provincias también, que respondieron con mayor brío de lo
que se hubiera pensado y por iniciativa propia en algunas, aunque en
conexión con Madrid. Ahora, al comenzar el curso, la vida universitaria se
reanudaba; mas ella no tenía clase alguna a que asistir por la ausencia
temporal de sus maestros. Con el ambiente universitario le quedaba la

Página 122
relación de camaradería «vital» y alguna tarea que se le encomendaba;
escribir algo… También allí había cambiado el ritmo. Todo en un año había
cambiado. Fue de visita a casa de su amiga la muchacha cubana, una de las
primeras tardes del otoño. Vivía ella con sus padres allá al final de la Calle de
Serrano, barrio burgués tan alejado del suyo, enclavado en el puro corazón de
Madrid, señorial y popular a la vez, el Madrid de los autos de Calderón y de
Quevedo, el de los antiguos palacios, el de los reyes y las verbenas. El Barrio
de Salamanca había cambiado también de ritmo, aunque era el que menos
había cambiado, con sus salones de té y sus escasas tiendas, sus residencias de
la aristocracia moderna y de la «alta burguesía». Ella aún se sentía
entumecida por el largo retiro cuando fue allí, y se le había quedado clavada,
como sucede en la concentración que da la soledad, aquella especie de
condena: «una vitalidad fuera de la vida». Y todas las preocupaciones vividas
en intensidad extrema, las conversaciones con su futuro cuñado y su padre,
las visiones de tono profético de su madre, todo en aquel jardín al margen de
la vida real se acumulaba en su ánimo, aislándola de la vida que los demás
debían de haber llevado «juntos». Cuando se vive intensamente en modo
apartado, se lleva como un cierto aire frío que nos aísla de las gentes, y hay
avidez y hasta prisa de entrar en una atmósfera vibrante; de sentir la vibración
de los que no han estado solos. Y le hizo bien el ambiente cálido, cordial, de
aquella casa cubano-española; la cordialidad de la muchacha, la vida que
desbordaba de su corazón y aun de su cuerpo joven. Volvían de una playa del
País Vasco francés y parecía haberse traído consigo la alegría de esa vida
francesa «en que todo era posible», decía ella.
—Todos los modos de ser son posibles; allí nadie se pierde, cualquier
cosa, sea cual sea su valor, todo, todo lo que vale se salva; y si tú vivieras allá,
lo que llegarías a ser y lo que serías ya.
—Pero yo, tú sabes, no quiero ser nada.
—Sí, ya me doy cuenta de que he vuelto a España; aquí ni los que son
quieren ser nada. Claro que por eso un día, de repente y sin que nadie que no
esté en el secreto lo sospeche, surge algo grandioso; y entonces, sin haber
querido ser nada, se encuentran siéndolo todo.
Ella había nacido en Francia y se había criado en España; la madre era el
tipo acabado de la criolla, llena de calma y de ternura maternal. Y cuando
volvió a su casa con un animal de trapo entre los brazos, su madre le dijo:
«Hija, se conoce que vienes de estar con gente de allá, del Sur; ellos no
atormentan con “problemas” y ofrecen una cordialidad verdadera». Y habían

Página 123
quedado en que irían, en que la llevarían —se sentía así, que tenía que ser
llevada a todos los lugares— a ver la novedad maravillosa: el cine sonoro.
Fue con poca ilusión y con temor de aquel cambio que hacía hablar a las
sombras; porque el cine era su arte. «Yo nací, respetadme, con el cine»,
escribió Rafael Alberti por entonces. Ella lo alcanzó ya de mayor, era el arte
de nuestro tiempo y lo amaba apasionadamente; porque era abstracto aunque
concretase; porque hacía ver, regalaba otra pupila y traía la liberación de la
mirada y aun de los sueños; debían surgir sueños inéditos tras de ese mundo
de sueños regalados, y por sus recorridos a través de las pasiones y de los
paisajes y los gestos, los gestos mismos de la tierra, le parecía todo él algo así
como el gran documental terrestre. El rostro del planeta. Y ahora le era
necesario verlo enseguida, verlo de nuevo. Pero temía que, roto el silencio de
las sombras, se rompiera su encanto.
Por fortuna, las sombras no hablaron; eran «sombras blancas en los Mares
del Sur»; y la novedad se reducía a que la música estaba sincronizada con los
gestos, así, tal como debía de ser la vida: una fiesta.
¡Si fuera así, si de la vida emanara su propia música! Mas ¿acaso no lo es?
¿No tiene todo su propia música, y más en esta era maquinismo? Siempre le
habían atraído las máquinas porque tienen música y porque son precisas; y lo
uno va con lo otro. Sólo la precisión da música; música o silencio. Y así,
cuando algo alcanza su perfección, sea lo que sea, tiene música. ¡Cuántas
veces en el metro, abandonándose a ese vacío, a ese correr entre muros sin
imágenes, se había sorprendido escuchando un canto venido de muy lejos,
como si el ruido del motor y de los vagones al deslizarse en el vacío lo
revelasen, lo hicieran nacer dentro de sí misma, y un postillo cerrado
regularmente se entreabriese, una rendija en la cueva donde, como máquinas,
trabajan incesantes las entrañas, y se oyera su secreta, sorda música, mezcla
de gemido y de canto gozoso, dulzura secreta que no quiere ser descifrada y
que borra el temor a la oscuridad, a esa oscuridad que parece ser la patria
primera! De todas las zonas que nos constituyen, sólo la conciencia no tiene
música, atenta como está al correr del tiempo, como si bastara solamente
abandonarse al tiempo, a cualquier tiempo de los múltiples en que vivimos,
para que una música propia se dejara oír. Sólo la conciencia no canta, como
si, contrariamente, una de sus funciones fuese la de acallar las voces que
gimen, llaman, delatan; acallar los signos que salen del infierno entreabierto,
el eco del remoto paraíso. Pero aun aquí, en el «tiempo histórico», la música
incontenible brota siempre de las pisadas de las gentes en la calle, del tono de
su voz, de lo que dicen y de cómo lo dicen, de sus movimientos y aun de los

Página 124
gestos. Una conciencia que sólo dispusiese de un oído afinado —y el oído se
afina por un centro recóndito de armonía silenciosa— podría medir los
cambios habidos y los cambios que se preparan en la historia; podría escuchar
cómo se gesta el futuro. En Madrid se escuchaba ahora otra música. Siempre
tuvo música la vida de Madrid, como la de toda gran ciudad. Una música
mozartiana que llegaron a transcribir fielmente algunos «maestros» del
llamado «género chico» en el final del siglo y comienzos del veinte; en esa
hora de atonía, de colapso, el corazón del pueblo de Madrid, y un poco el de
España entera, se había sostenido con ese movimiento cordial. Ahora en la
calle se oía lo que en todas partes: ritmos americanos, expresión de una
vitalidad discontinua, cortada por la síncopa constante… Cuando hayan
pasado muchos años, otros hombres quizá perciban el signo de nuestro tiempo
en esa síncopa obsesionante de la música americana, tan abstracta. Y se oían
tangos argentinos dulzones y algunas canciones indígenas sonando discreta,
casi tímidamente.
Pero la vida misma de la ciudad exhalaba su música, un sonido que subía
de tono, un tono cada vez más sostenido, una cierta melodía, un ritmo que
tendía a hacerse «presto», una especie de «allegro alla marcia» que se
insinuaba…
Quizá sólo fueran figuraciones suyas. Mas ella lo sentía así, camino de su
casa a la salida del cine; no había querido que la acompañaran para oír mejor
esa música de la ciudad, pues ella vivía del oído, de las cosas que entran por
el oído; palabra y música: de ellas se fiaba. Claro que siempre y antes estaba
la luz, su imán. Y la luz también padece cambios.
Quizá fuese también cosa suya, pero se le figuraba que la luz de Madrid,
diáfana y definidora, casi un milagro, era más vibrante, menos ajena a la vida
humana, participante en algo de tono musical; quizá era simplemente que
había más vida, más vitalidad; y la luz se quebraba de otra manera. Cuando
una muchedumbre se arrastra sin vitalidad, la luz parece lamerle la silueta
como a un mendigo, como a los animales maltratados, a un hombre triste,
sobre quienes resbala la luz sin romperse en reflejos; sin alcanzar destello
alguno, haciéndonos ver que son opacos.
La muchedumbre de los tiempos modernos es opaca, neutra, sin brillo y
sin harapos. A medida que la gloria se fue extinguiendo, fue desapareciendo
el andrajo, gloria de ruinas. Tampoco hay ruinas, no las había entonces en
Madrid, que había ido poniéndose al día en materia de construcción y de aseo;
bien es verdad que no había vivido los días más gloriosos de la historia de
España que dejaron su marca en otras ciudades hoy de provincia, con sus

Página 125
palacios destartalados, sus callejuelas miserables entre tapias que guardan
jardines esplendorosos, como en Castilla, donde nadie los sospecha. La gloria,
el esplendor histórico, deja siempre sus trazas en ruinas, en espacios
irregulares, en desigualdad y aun abismos de miseria y magnificencia. No la
había en Madrid, hecha capital de las Españas por Felipe II, y se siente que tal
cosa fue en función del cercano Monasterio de El Escorial; diríase que, como
la ciudad profana aledaña al centro sagrado, Él, el Señor por antonomasia,
cada vez que tenía que comunicar con su Dios en secreto iba a San Lorenzo
—donde acabó por quedarse—, abandonando Madrid a los palatinos y a los
burócratas. Y la Villa había aceptado graciosamente su elevación a Corte,
como si supiese que, a pesar de todo, lo merecía, y que algún día habría de
probarlo. Lo había probado bastante tiempo después en el 2 de mayo de 1808,
cuando se encrespó, tal que un mar, frente a Napoleón. Porque Madrid,
enclavado en la Meseta, en el páramo, tiene movimientos marítimos; se
encrespa como las olas, se desborda y luego se embebe como el mar que
parece incontenible y se recoge en sí mismo, encogiéndose de hombros; se
adentra… hasta que viene otra.
Y estos gestos marinos aparecen en los caballos de Velázquez. Y en aquél
situado frente al Palacio Real —que hubiera debido servir de advertencia al
Señor que vivía en él— con sus cuatro patas en el aire contra las nubes,
sostenido tan sólo por el río de su cola, dicen que gracias al cálculo de
Galileo. Y las madrileñas, sobre todo las que aún llevan mantón, que se
engarabitan, se encaracolan, se encrespan para luego desaparecer con los
movimientos curvilíneos que tiene siempre el agua. Y el hombre, el indígena
madrileño, que derecho y firme gira en redondo cuando algo no le va y vuelve
desdeñosamente su perfil, como el mar retira su ola al llegar a una tierra que
no le agrada. Y el ruido de su muchedumbre en los toros, en el teatro, en los
cafés, como de un trozo de mar encerrado en una gruta, o bramando en el
redondel, resonando contra las paredes como el mar en los huecos de los
acantilados. Y esta impresión marina debió de ser mayor aún en el siglo XVIII,
cuando las «manolas» y los «chisperos», especie de fauna marina, hijos de
Neptuno, bajo cuya fuente se congregaban.
Por eso en Madrid se busca el mar en el horizonte, allá desde Rosales y
también desde la Ronda de Atocha y el Paseo de Trajineros, que tienen tanto
de puerto, de muelles. Se lo busca. Un personaje de Galdós paseó su
borrachera por el Prado con el delirio de ver el mar en un «monólogo
interior» alucinado. Se busca el mar en Madrid, y se lo busca porque se lo
siente.

Página 126
En su alma, el alma de la ciudad, boca de mar abierta en el centro de la
Península; tiene sus mareas y ahora comenzaba la alta; pero los pueblos como
los mares tienen sus mareas extraordinarias, con las que no se cuenta. A ésta
se la sentía ya crecer. Y ella se afanaba en recorrer la ciudad día tras día, no
sin avidez, temiendo que se le acabara pronto su gozo. El gozo de sentirse
bañada en aquella atmósfera de vitalidad marina, salpicada de vez en cuando
por alguna ola de la multitud, recibiendo algún codazo que luego era
corregido con un gesto en curva, especie de inclinación: «Señorita, usted
perdone, no la había reparao». Y le gustaba ver cómo encendían por alguna
amplia avenida los faroles de gas, porque le traía al alma algún momento en
que, muy de pequeña, allá en Málaga, le sorprendió esta acción; quizá fue
cuando reparó en ella por primera vez al mismo tiempo que de la negrura del
mar le llegaba una gota salobre, especie de bautismo espontáneo que le otorgó
su Mediterráneo y que no se había borrado. Los bautismos del mar son
indelebles. Y, si era primavera, cuando andaba por uno de aquellos lugares
especialmente marítimos de Madrid y veía encender los faroles, hasta el olor
de las acacias y de los nardos se le cambiaban en el olor de las magnolias que
debían de lucir blancas y misteriosas, en aquella hora en la ciudad salobre, de
cielo bajo, frente al mar incandescente.
Y aquella muchedumbre de movimientos marinos se congregaba ahora
todos los domingos —antes sólo tenía los toros y el teatro, porque el cine no
congrega— en la sala de un Cinema Monumental, para escuchar música
clásica a la muy madrileña Orquesta Sinfónica. Los programas tenían poca
variación, las obras se repetían y el público amaba esta repetición, sobre todo
la insistencia en el amado, entre otros, Beethoven. La Quinta sinfonía era
escuchada como una misa, como un auto sacramental. En otros tiempos era
devorada más que oída, como un sacramento. Ella gustaba de ir tanto por
escuchar a Beethoven como para participar de esta comunión. La corriente
vital fluía primero entre los músicos de la orquesta y su director, hasta que la
orquesta sonaba como un instrumento único, como un solo instrumento de
múltiples voces. Y esta unidad atraía hacia sí o quizá llegaba a formarse
porque le llegaba la corriente del público fundido en un solo oído, en una sola
interioridad abierta. Porque para ver hemos de salir afuera; para oír, hundirnos
más adentro: allí en el «fondo del alma», que dicen los místicos, allí se recibe
la música y de allí nace esa comunicación profunda, ese tiempo, «el mismo»,
que roza la identidad y surge un instante de vida verdadera.
Lo andaba pensando entre sí, al salir del primero de aquellos conciertos
que pudo oír: la vida verdadera parece consumir la vitalidad, necesitar mucha

Página 127
vitalidad como combustible, llama quieta que alumbra en soledad, en la
oscuridad de adentro o que se muestra como un milagro ante la multitud que
se hace una, se convierte en otra cosa; en ese raro momento, en algo que
respira a la vez; y respirar a la vez, siguiendo el mismo ritmo, es casi llegar a
ser una sola alma. A la inversa, cuando los seres marcan más su disidencia,
respiran con ritmo distinto; se deja sentir la respiración del otro, del extraño,
apresurada o retardada. Tal vez un día se invente un diábolo constatador de
amores y diferencias; un artilugio que marque los ritmos de la respiración de
los que están juntos y dicen amarse.
Allí, en aquella inmensa sala del Cinema Monumental, se marcaba una
sola respiración, sobre todo cuando era Beethoven y su obra la Quinta
sinfonía la que sonaba, y eso que aquella muchedumbre no sabía, no debía de
saber que él se la había dedicado de su puño y letra por el encrespamiento del
3 de mayo frente a Napoleón. El humilde pueblo de Madrid no sabía haber
recibido este honor, pero le correspondía, como se corresponden siempre los
que sin conocerse vibran al mismo diapasón, alcanzan por instantes el mismo
tono de vida verdadera.
«¿Es que será posible alcanzar una hora de vida verdadera en la
historia?», iba diciéndose entre sí, camino de su casa, Calle Atocha arriba, a la
salida del concierto aquella mañana de claro sol de octubre que doraba las
piedras grises, las casas modestas, la multitud. Ninguna de estas cosas era
opaca. Su alma tampoco, pero allá, en lo hondo, un germen de angustia se
agitaba, como suele suceder tras de ese exteriorizante que es la felicidad, ese
abrirse del todo hacia afuera, ese quedarse absorto en la unidad. Y de estar
absorto se cae siempre en estar perplejo. ¿Será posible? ¿Es que es posible
esto que acaba de pasar? Y luego, ¿qué pasará? ¿Es o no es, seguirá siendo?
La felicidad es como salir de sí; mas en realidad es llegar a no sentirse ni
dentro ni fuera de sí, sino dentro de algo que nos asume, nos rebasa, nos lleva
y después se cae, y hay que recobrar el equilibrio de la conciencia habitual. Y
la conciencia, como fue abolida en ese instante feliz, no sabe dar testimonio,
sólo preguntarse: ¿es o no es? Y si es, ¿de qué manera y en qué lugar se
verifica esta participación?
Y si se verifica la participación, ¿es que en ella se engendra una
sustancia?
Cuando llegó a su casa, su madre le preguntó un poco inquieta:
—¿Qué te ha pasado, hija, que vienes tan preocupada?
—Nada, nada, todo ha ido muy bien.
Porque no se atrevió a decirle:

Página 128
—Es que he sido feliz, madre mía. Parecía que fuéramos a entrar en el
Paraíso todos juntos; todos éramos un alma y tengo miedo; tengo miedo.

III

El otoño tiene también su verano; ese minuto en que se incendia su oro y se


convierte en fuego; el aire se adensa y la luz se hace pastosa, corpórea, más
visible que en el verano y sólo permite y hasta invita a que se la mire, y antes
de caer se vuelve pálida como un fantasma de sí misma, imagen pura de la luz
solar; astro que sin decadencia alguna ha cedido ante el requerimiento de la
mirada humana. Es, más que la primavera, el instante de cumplimiento de las
nupcias entre el Sol y la vida terrestre, y una paz y una secreta dulzura lo
penetra todo; la vida humana también; es el momento de la amistad, de
sentirse en amistad, aunque no se tenga; de la intimidad de la amistad, de su
cumplimiento, si se la tiene.
Así, aquel otoño la amistad venía hacia ella, la de aquellos compañeros
transformados en amigos, las de otros que habían ido apareciendo sin que se
notara su irrupción. Solían venir los domingos por la tarde a su casa; y aquella
tarde vendría uno nuevo… hasta cierto punto, porque «lo nuevo» no es
vivencia de tales tiempos. En una atmósfera de amistad verdadera, como en el
aire del otoño, todo parece venir de lejos, quizá desde siempre.
Y fueron llegando hasta su casa desde barrios distintos, desde ocupaciones
distintas, algunos de sus amigos. «El nuevo» llegó el último porque venía del
partido de football; era deportista y algo así como un mito en el ambiente
estudiantil, aunque él propiamente no pertenecía a ninguna Facultad. No, nada
de eso, él estudiaba para marino, preparaba ahora los exámenes teóricos en
impaciente espera de las prácticas que le llevarían al mar.
El mito le aureolaba desde hacía un año a causa de un episodio habido
cuando las grandes huelgas; ella no lo conocía a la letra porque se lo habían
comentado como sucede con los mitos, como cosa sabida, que todos saben ya
y sobre lo cual preguntar resulta indiscreto; peor aún, manifestarse profano.
Había constituido el episodio más saliente de «la lucha en la calle» en
aquellas asonadas y pequeños motines que los estudiantes levantaban
expresamente en los lugares elegantes. A veces se concitaban en grupos
cuando se sabía que S.M. el rey iba a asistir a alguna función teatral o fiesta

Página 129
pública para gritar con voz aflautada y quebradiza: «¡Viva el rey, viva el
rey!». Los policías vacilaban, pues el grito era de lo más ritual, pero…
¡aquellas voces saliendo de pechos tan viriles! Hasta que acabaron de
descubrir la burla. Aquella tarde en que su nuevo amigo realizó su hazaña en
el «Palacio de la Música» no sabía lo que había pasado; el caso es que él
luchó solo contra varios policías forzudos a los que venció. Mas claro que
hubo de pagarlo, y fue a pasar cuarenta hermosos días a la Modelo, lo que
perfiló su leyenda de hombre de acción, especie de «fuerza de la naturaleza».
Y hasta la cárcel llegaba a diario una peregrinación alegre, una romería de
chicos y chicas con sus caras burlonas desafiantes a la autoridad. No era aquel
Ulises la única de estas «fuerzas naturales» que habían surgido entre los
estudiantes.
Lo había conocido ella ahora, en una reunión en la cripta del café donde
acudían una vez por semana. Estaba ella sentada con un grupito y él se acercó
pidiendo, con cierto aire británico, ser presentado, extrañándose un tanto de
no haberla visto nunca por allí. Y al acompañarla a casa le dijo con esa
franqueza limpia que era el aire común que respiraban:
—Nunca hubiera imaginado que un ser como tú estuviese aquí.
—¿Cómo «aquí»?
—Sí, aquí con nosotros.
—¿Tan extraña me encuentras? —dijo ella ligeramente angustiada.
—No; verás, no es eso, es decir, sí; extraña como un pájaro que llegara de
paso, por sólo un momento y con un mensaje quizá, estabas allí casi sin
hablar y yo te miraba deseando oír lo que me decías; sentía lo que debe de ser
algo que hay que oír.
—Pues, en realidad, yo escuchaba; quizá sea eso lo raro.
—Pero tú vienes de muy lejos, pareces un pajarillo de la sierra, una
codorniz.
—¡Sí! Estuve en la sierra, pero no ahora en verano sino antes, pero no me
encontraba bien allí; el aire tan fino me hacía daño, me quemaba un poco por
dentro.
—Ya —comprendió él—, ya, claro. Por eso no te conocía; pero eso no
explica que vengas de tan lejos. Debe de ser alguna otra cosa.
Y cambiando el tono, casi bruscamente le preguntó:
—¿Pero tú qué estudias?
—¿Yo? Yo he estudiado Filosofía; ya acabé en la Facultad, pero sigo.
—Ah, claro, eso es; ya decía yo.

Página 130
Y se quedó tranquilo o más intranquilo creyendo haber encontrado la
clave de su rareza, y recomenzó enseguida:
—No, eso tampoco explica eso que eres; no, debe de ser aún otra cosa.
—Otra cosa, pero mira que ya son dos las que te he dicho: lo que me llevó
y me sacó de la sierra, y… la Filosofía, ¿no es bastante?
—Quizá, porque después de todo yo no conozco ninguna de las dos, pero
quiero conocerte a ti, ser tu amigo.
Y había venido aquella tarde, marcando su diferencia con los demás; él no
era intelectual, tenía que hacerlo notar porque su familia lo era, y alguno de
sus miembros en grado eminente. Por eso había que señalar bien la distancia.
El era un disidente… ¿de qué? De esa vida de los profesores, de los
intelectuales. Por nada del mundo hubiera querido ser uno de ellos.
Y estaba allí haciendo ostensible su disidencia, que esperaba ver utilizada;
su rebeldía se manifestaba en querer servir, pronto y eficazmente, con hechos,
no con palabras; ellos podían hablar; a él, después de todo, le divertía el
escucharles; sabía escuchar.
No tuvo gran cosa que escuchar, cosas concretas, pues querían formar
algún proyecto de acción, pero pasaban unos y luego otros y, sin discutirlos,
sin examen, se desvanecían para dar paso a otros, y concluyó alguno: «Pero
¿a qué preocuparnos en pensar lo que vamos a hacer, si hasta ahora, sin
pensarlo, todo va saliendo tan bien?».
Todo salía bien, es verdad; un viento favorable hinchaba las velas de la
nave, y los que remaban no habían tenido necesidad siquiera de conocerse
para hacerla avanzar, sin cómitre, porque «los maduros» jamás les daban
órdenes ni les hacían indicaciones, ni siquiera aquel Profesor, el más joven y
próximo a ellos, les había hecho nunca una indicación. Se reía con alegría del
alma cuando le contaban las «hazañas», como si lamentara no poder
acompañarlos, pero indicaciones, órdenes… Nunca, de ninguno, ni tampoco
entre ellos, aunque había un leader, el fundador de la F.U.E., confinado lejos
de Madrid; después de muchas cárceles, llegaría quizá pronto. Tenían por él
un respeto verdadero. Era el mayor hasta en edad, pues venía de lejos en el
estudiantado, pero era buena su experiencia, su cordura y el sentido de la
unidad que siempre tuvo; había que escribir una biografía suya para hacerla
copiar y repartirla entre los estudiantes y entre los mayores. No se trataba de
construir un «ídolo», nada era premeditado en ellos.
¿De qué hablaban? ¿De qué se habla cuando llena el entusiasmo? En la
chimenea chisporroteaban unos leños, aunque no hacía frío aún, por alegría de
ver el fuego jugar, y no encendieron la luz eléctrica hasta muy tarde, cuando

Página 131
ya habían tomado el té, como aquel fuego, porque tenían llenos de alegría sus
corazones y era como si estuviesen allá en la sierra, viendo la ciudad desde
arriba en espera de entrar en ella el día del gozo. Y de pronto se encontraban
que habían pasado de las palabras serias a las burlas, a pequeños diálogos
enteramente improvisados en que teatralizaban aquellos modos de vida que
querían cancelar: la «cursilería» y el patrioterismo, el remilgo, la pedantería
profesoral, el engolamiento del falso «artista», la tontería y aun la maldad en
sus múltiples formas. Y ese teatro espontáneo, esa farsa debía de ser a manera
de exorcismo de aquellas realidades fantasmales que sentían acecharles desde
la oscuridad que rodeaba a aquel fuego que los cobijaba. La vida histórica
conserva mucho de la estructura mágica del bosque, sobre todo para los
corazones inocentes que entran en ella. Ante los inocentes de la historia, la
sociedad está poblada de hechizos, de endriagos, y ellos lo presienten y
encienden su fuego juntando sus corazones, y vuelven a inventar el conjuro,
el exorcismo que purifica el aire y la propia alma. La sociedad es todavía
mágica.
Y tranquilizados ya por su teatro volvían a lo serio; la pasión de rescatar
aquella alma perdida, escondida hacía tiempo, de «abrir el sepulcro del Cid» y
todos los sepulcros de la historia de España, de descender a los infiernos de la
historia para rescatar a todos los justos, y que vinieran a vivir la vida que les
correspondía. Pues todos los muertos habían sido olvidados durante un largo
tiempo y los falsos tradicionalistas pronunciaban su nombre en vano. Sentía
que la historia debía de hacerse líquida, viviente. Les preocupaba, más que
nada, aquel momento en el cual España se separó de Europa, acabada la lucha
de la Contrarreforma y Felipe II, por tanto, el centro donde una y otra vez
volvían. Era la tesis más extendida entre «las izquierdas», la que entendía
como un inmenso error histórico la Contrarreforma, aquella obstinación en la
lucha en los Países Bajos. Justamente, Fernando de los Ríos, el autor de El
sentido humanista del socialismo, se había obstinado en poner de relieve el
sentido universalista, europeo, de la política de Carlos V, que hizo tanto en
función de Emperador de Alemania como de Rey de las Españas; su inmenso
esfuerzo para que no se consumase la escisión protestante. La Contrarreforma
escondía la empresa de la unidad de Europa, convertida en obsesión en Felipe
II, su hijo, mas ya a la desesperada: «Y ahora no sentimos todos que Europa
es una… que tendría que serlo, pero pronto, muy pronto. Y ya ves, España
está aquí inerte, sin poder hacer nada, sin poder reivindicar la gran tesis, libre
ya de enconos religiosos, la tesis política pura».

Página 132
Y entonces se abría, en el fondo de su entusiasmo, una sima de
desesperación cuando veían el apartamiento de España de la vida
internacional; y sentían prisa, mucha prisa, de que llegara lo que tenía que
llegar para, al mismo tiempo, incorporarse en ese momento, porque tenían
algo que ofrecer al mundo y no era justo estar así. Ninguno creía en La
decadencia de Occidente, que habían leído como un libro «divertido», es
decir, lleno de riqueza histórica por sus cuadros sinópticos, sus audaces
aproximaciones de estilos y épocas en culturas tan diferentes. Por el contrario,
creían que Europa estaba en el momento de crecer, a condición de encontrar,
extrayéndola desde lo más profundo de su sustancia, la solución propia,
original, al conflicto liberalismo-socialización, y de superar sin destruirlas las
nacionalidades; que vertiesen ellas, todas, la sustancia apresada, como ha de
hacerlo el individuo cuando crea, cuando se da, que se vertieran en la unidad
supranacional. Europa tenía también que realizar el viaje a sus infiernos, a sus
profundos; que nadie quedara sin palabra ni voz, para que la historia se
hiciese fluyente y ancha, un cauce para todo.
El joven Ulises se quedó el último:
—Quiero decirte una cosa.
Y ella se sobresaltó un poco por ese temor que tenía agazapado, presto a
saltar.
—¿No crees? —prosiguió él—. Mira, me hacéis el efecto de que esperáis
todos demasiado, y tú la que más, o quizá es que de ti me duele más que de
los otros. Ya te dije cómo te veo. Bueno, dime: ¿temes algo? ¿Qué? Quizá a
los policías, que nos detengan, pero ya ves que, en realidad… No, no, a ti no
te ocurrirá nunca nada de eso; no está en tu kharma.
Y agregó entre dientes, riéndose:
—Para que veas qué culto soy. No, es que estáis, que estás, con el alma
demasiado abierta a estas cosas de «los demás». Sí, de todos, de la historia,
como tú quieras; lo esperas todo de ella y nada de ti, como si tú no existieras
ya; estás dispuesta a entregarte enteramente, y eso no está bien.
—Pero tú, criatura, ¿qué es lo que has hecho? ¿Es que acaso estás
arrepentido? ¿No estuviste al borde de algo grave y luego en la cárcel?
—¡Claro! Y volveré a estarlo, si hace falta.
—Entonces, ¿quieres decir que darías la vida?
—Pero claro, muchacha, la daría; pero sin esperar tanto, sin esperarlo
todo, como vosotros.
Y ante el asombro mudo de ella, añadió:

Página 133
—¿No es eso «lo ético», como dice mi tío Fernando, arriesgar lo que haga
falta por lo que se cree justo y necesario, arriesgarlo todo sin esperarlo todo?
Y acabó con una clara risa cortante. Y ella, a pesar de la burla cariñosa de
la que no pudo menos de reír, sintió respeto por él y le prometió pensar sobre
aquello, porque no se había dado cuenta, al menos en esa forma. No creía
haber ido tan lejos en su esperanza ni en su ofrenda; no se había sentido ir
«más allá» de lo debido en una embriaguez de entusiasmo. Al contrario, le
acababan de reprochar el no querer ir «más lejos». Y ahora le reprochaban lo
contrario. Y sintió cierta angustia, un poco de vértigo.
—Tú tendrías que venir conmigo a la vida elemental —prosiguió él muy
serio—. Mira, yo sólo me encuentro bien cuando estoy entre los elementos,
sobre todo remando en mi piragua, que me he construido yo mismo, o sobre
la tierra dándole al balón. Pero mi situación no es la más a propósito para
darme a los deportes y, además, no veo la necesidad.
—Bueno, no te hace falta quizá.
—Es que la naturaleza, los elementos, aíslan al hombre del hombre;
mantienen su soledad, ese algo intangible que llevamos dentro. No sé cómo
llamarlo. Tú sabrás, y yo lo quiero guardar. Daré la vida, pero «eso» no lo
doy.
—Bueno, pero ¿y lo ético?
—Ah, lo ético… ¿No ves que eso es también elemental, tan elemental
para el hombre como el sostenerse en la piragua, como el haberla fabricado
bien?
Y quedaron en seguir hablando del asunto. Y, como era difícil para ella ir
al campo, irían al Museo del Prado. Ella no había cumplido aún aquella visita
de «elemental» cortesía y, además, ¡por si acaso!
—¿Cómo? ¿Tienes miedo de que los cuadros no estén alguna vez ahí?
¡Eso es como el Guadarrama!
Sí, como el Guadarrama, tan «natural» para la Villa y la Corte, tan suyo,
tan de sus ojos y de sus entrañas: un elemento. ¿Podría faltarle alguna vez? Y
se quedó pensando entre sí: ¿por qué el entusiasmo es tan dado a caer en la
angustia? ¿Por qué la belleza, la certidumbre, da miedo?
Algo de templo tenía el Museo del Prado, enclavado tan sencillamente en
el centro de Madrid, bañado en la misma luz que se había de encontrar dentro,
en las salas de Velázquez; el mismo elemento luminoso que venía desde la
sierra azul a posarse en aquellos lienzos donde tan simplemente se exponía la
historia de España. Paradójicamente, la historia más enigmática de los países
de Occidente se mostraba en la mayor simplicidad: que a tal señora, y a sus

Página 134
encumbrados personajes, le sea dado mostrarse despojada de ornato; se
manifestaba tan desnuda, estando vestida, casi como los dioses clásicos. ¿Era
acaso una historia «inocente», hecha porque no hubo más remedio y «dando
la cara»? ¡Qué extraño! ¿Habrían ellos, los españoles, en su hora cenital,
«dado la cara» como no suele hacerse, y por eso estaban así, se habían tenido
que retirar? La claridad es a veces el mayor enigma. Allí estaban los Felipes
de la Casa de Austria, simples aun a caballo encabritado con banda de raso y
sombrero de plumas, pues vestían así y tenían aquella apostura porque era el
rey; pero allá, al fondo del cuadro, estaba la Sierra desnuda con su luz
primigenia, no un salón con un trono. Y Felipe II, ya fantasma, mirando de
frente, como diciendo: «Miradme, aquí me tenéis como los trabajos me han
dejado de aquel mozo enamorado que fui». Y en la sala de Tiziano, Carlos V,
el más ensimismado, yéndose cada vez más dentro de sí. Y los pobres
Borbones pintados por Goya, marionetas de la historia. ¿Quién gobernaba a
sus hijos? Y se dieron cuenta de que no miraban la pintura como tal, sino lo
que en ella había, lo revelado por su magia invisible. Y no es que fuera real,
realista, Velázquez. Ni siquiera Goya lo era. ¿Lo fueron los escultores que nos
dejaron las imágenes desnudas de los dioses, de modo que, cuando los vemos
aun en la fotografía, vemos dioses, no obra de escultor? Cuando la obra llega
a su cumplimiento, el autor desaparece y aun el estilo. Velázquez, ¿quién es?
Nadie. ¿Dónde está, aunque se haya retratado a sí mismo en el más complejo
autorretrato que se piense, «él y su circunstancia», él en su tarea, en tanto que
tal? Por eso su pintura forma parte de los elementos.
Pues, ¿qué es lo elemental?, proseguían preguntándose los dos. ¿No es lo
que se ha cumplido enteramente, lo que está de acuerdo consigo mismo, lo
verdadero? ¿Y hay arte verdadero? ¿El arte no es, todo él, mentira? Pero el
arte que se ve como arte es distinto que el arte que hace ver.
—Yo vengo aquí porque no veo. Me doy cuenta de que no sé ver, de que
dé verdad pocas veces he visto algo. Claro que hay también pocas cosas
visibles —decía ella.
—Querrás decir dignas de verse, ¿no?
—Claro; todo lo que está ahí en la realidad, ¿da la cara? No, de entre todo
lo real sólo unas cuantas cosas dan la cara de verdad, se manifiestan.
—¿Quieres decir que los demás son monstruos?
—No, más bien engendros a medio nacer, larvas o lo que ha quedado; la
vida y la historia consumen y no todas las cosas vivientes, personas o culturas
están siempre en situación de visibilidad, de entereza. El «cubismo», los

Página 135
cubistas parecen saberlo: han prescindido de todo revelando solamente las
formas puras aprisionadas en las cosas.
—Entonces, ¿es que el hombre de hoy no tiene un rostro? Quizá sea
verdad, quizá la multitud se lo lleva todo y al individuo no se le ve, y es lo
que a mí más me interesa; yo de «tu maestro» lo que mejor conozco es La
rebelión de las masas. Por eso quiero ser marino; en el mar aún el individuo
es el que más cuenta.
—Te destierras entonces. No está bien; eso es huir; hay que quedarse
dando la cara.
—¿A las masas?
—Sí, a las masas; sí, es eso lo que nos ha tocado, a las masas. ¿O no crees
que si ellas tienen ante sí rostros que no se esconden, personas enteras, no
dejarán de ser masas, serán pueblo? Aquí, además, tú sabes bien que hay
pueblo, que lo hay.
—Sí, por eso será trágico.
No se atrevió a pedirle explicaciones de su vaticinio porque le acometió
otra vez aquel miedo, y felizmente llegó otro compañero, el historiador del
arte, que ahora ya se «proyectaba» más concretamente en esa dirección.
Pensaba ir «después» al extranjero no sólo a estudiar, sino a contemplar de
lejos la pintura española, desde la visión de los demás, de la italiana sobre
todo. A ella se le figuraba qué quería. Esperaba que mirando de lejos formase
una figura, aquello tan inmediato y familiar, misterioso también, formase una
figura o una escritura deletreable. Hay quienes para leer tienen que poner el
libro lejos.
Se encaminaron hacia la salida, pero antes ella les hizo detenerse sin
hablar palabra ante los Zurbarán en la Gran Galería; la Naturaleza muerta con
su mantel blanco, blanco, como nada, y ¡el pan!, pintados o transustanciados
en materia imperecedera. Y el blanco del hábito del santo en contemplación.
¿De dónde venía ese blanco? Salía de sí mismo, no era luz recibida, reflejada.
La luz en Zurbarán nace de la materia misma que tiene la luz que le conviene,
como en los cubistas. Juan Gris, el albañil madrileño, le andaba de muy cerca.
Porque Zurbarán creía en las cosas, en su sustancia, no en su apariencia; no
había tenido que desnudarlas en formas matemáticas, mientras que Juan Gris
pintaba la matemática de las cosas descarnadas. Entonces, ¿es que el mundo
se había sustanciado para el hombre? En Zurbarán la materia es sagrada,
porque Dios existe y está cerca. En Juan Gris el espacio está vacío y las cosas
son trasuntos matemáticos, ecuaciones. Pero la precisión es la misma en los
dos; lo único es que ahora Dios está lejos. ¿La carne y el alma desaparecen

Página 136
cuando se va Dios? ¡Oh, misterio de la pintura, misterio de la encarnación!
¿Estaremos entrando en un universo pitagórico? Pero aquí en España aún…
sí, existe la sangre, el alma. Y por eso, ¿será trágico?
Nada les dijo a ellos que conversaban entre sí, durante su embobamiento
zurbaranesco. También ella tenía sus secretos y aquello lo era, aquel pintor
del que nunca se atrevía a hablar, porque sentía que había apresado un último
secreto, una pureza más difícil aún, más misteriosa que la de la luz que viene
desde arriba y se refleja en la pureza de cada cosa, de cada cosa aquí abajo, la
tierra en santidad. Y de eso no podía hablarse… Y la santidad, la santidad es
lo que libra de la tragedia.
«¿No habría habido en España suficientes santos?». Tampoco este
pensamiento podía decirlo, ni casi a sí misma. Había aparecido como una luz
extraña; uno de esos pensamientos que, como lámparas de fuego, se
encienden un instante en la noche de la angustia. Pues en la angustia aparecen
súbitamente ideas, visiones, el sentido en que se descifra un suceso
enigmático; a veces se abren abismos luminosos que dan terror de que la
realidad en que vivimos y lo que de ella pensamos no sean sino una máscara
de una realidad terrible que permite que la ignoremos porque no sería posible
soportarla. Alguien, por momentos, la trae en algo humilde, simple, en algo
invisible casi como en el blanco de Zurbarán, la blancura de aquel pan, de
aquellos paños.
Pero no se soporta y hay que regresar a lo «humano», al curso de nuestros
pálidos pensamientos.
¿Por qué había de ser trágico lo que viniera y por qué aquel muchacho
parecía saberlo tan bien? Iba sola Calle de Alcalá arriba y era la hora en que
los «señoritos» llenaban las terrazas de los cafés y la acera apañados en
grupos, hablando, alegres, tan seguros de sí. ¿Serían ellos también trágicos?
¿Serían ellos los trágicos y no el pueblo? Pues al pueblo le ha correspondido
siempre lo épico y no la tragedia. El pueblo solo no se mueve, o, si se
desborda como en la Toma de la Bastilla, como en el Dos de Mayo
madrileño, su acción tiene esa grandiosa forma impersonal del Autor con
mayúscula de la historia. «—¿Quién mató al comendador?». «—
Fuenteovejuna, Señor», decía Lope de Vega relatando aquella acción que
todo un pueblo tomó sobre sí, habiéndola ejecutado unos cuantos; una acción
justiciera que los reyes hubieron de acatar; unos reyes… reales.
No; el pueblo por sí mismo no marcha nunca hacia la tragedia, que es
propia de alguien determinado, sin acabar de terminar, un Edipo, un
Segismundo, un Hamlet, que no son pueblo sino el hombre, individuo en su

Página 137
última soledad frente al ser y al no-ser. El hombre sólo a medias inventado,
que tiene que cumplir una acción que no es la suya, que no eligió. El hombre
que no acaba de existir porque no está solo enteramente y porque no tiene
conciencia, enteramente, de lo que le pasa. Hamlet la tiene y por eso es ya de
novela casi tanto como de tragedia, porque una tragedia cristiana, una tragedia
después del cristianismo, no la ha habido en realidad. Tal vez El condenado
por desconfiado, el a medias buscado por la gracia divina; el a medias
creyente.
¿Eran así aquellos señoritos indígenas, madrileños? Pero ella sabía que, en
el fondo, eran por igual en España entera. ¿Se irían a condenar por
desconfiados? ¿No es eso propiamente ser señorito, desconfiar, como deja ver
tanto modismo: «a mí no me la da el tipo ése»; «no hagas el primo, chico»;
«no; yo sé muy bien a qué atenerme»…? Claro que los hombres del pueblo
también lo decían, los achulapados, esa confusa zona que existe en toda gran
ciudad entre el pueblo verdadero y el señorito o el burgués en las ciudades
europeas; el que vive de no dejarse engañar nunca; el que vive de engañar y
de engañarse, en una forma total: engañando el tiempo, matando, como se
dice: matar el tiempo.
«Matar el tiempo»: lo que el señorito casi siempre dice estar haciendo
cuando le preguntan. ¿No será el crimen cometido en España por unos
cuantos, los que menos debían? ¿Y desde cuándo? ¿No era su símbolo entre
todos Don Juan? El gran matador del tiempo y, con él, del amor y de la
muerte, de la misma muerte.
La misma pluma que diseñara la figura del «Desconfiado» edificó
albergue poético para ese personaje que andaba rondando por Sevilla: El
«Burlador». En los dos había el mismo fondo de descreencia; absoluta en Don
Juan, en «agonía» en el Desconfiado. Y poco importa la forma que tome el
donjuanismo o la agónica desconfianza; poco importa el «argumento»; el
resultado será siempre trágico. Trágico en esa forma de tragedia cristiana que
es la inexistencia, dentro del cristianismo la única tragedia, el «delito peor»
perpetrado por el más «desventurado de los hombres». ¿No es la de hundirse
en la negación de la propia existencia negarse a sí mismo, negarse a Dios,
negar a Dios dentro de sí, matar el tiempo, ése su regalo? Hacer que
seamos… para nada; nadificarse.
¿Con qué pretexto? ¿Con qué razón? Qué más da; siempre se encuentran.
Y al llegar a este punto de sus pensamientos, retornó al origen de sus temores,
la vacilación que las palabras de Ulises le habían despertado, y se dijo: no;

Página 138
había aceptado la vida, el nacer, el seguir naciendo; no podía «desconfiar» de
su entusiasmo, del entusiasmo.
Ya sabía que no era eso lo que Ulises le había sugerido; en él afloraba otra
cosa, otro modo tradicional de negación: el retirarse a los elementos. Y eso a
ella le sonaba; había prometido pensar en ello y no había podido hacerlo
mucho. Ya que pensar le era siempre difícil y había dicho una pedantería
quizá al contestarle que «lo pensaría». Pero le había sonado, sí, a
«estoicismo». ¿No fueron ellos, los estoicos, los que descubrieron, frente al
«entusiasmo» platónico y al rigor aristotélico, esa forma de retirada a lo
elemental, a la vida de acuerdo con los «elementos»? Ellos también centraron
todo en «lo ético». El hombre es cita de elementos, y la vida un préstamo que
hay que devolver de buen grado, cuando llegue el momento, decía Séneca con
tanta elegancia —«conservando el tipo»—, pues murió casi como un torero
que sale a la plaza cierto de vérselas con un toro malo, elegido por la muerte
como su emisario, y torea lo mismo, con idéntica elegancia, ejecutando las
faenas más difíciles, como si hubiese de oír la ovación final, la plaza puesta
en pie, y él más en pie todavía, de perfil en el redondel sintiéndose inmortal.
Pero sabe que no, que en cualquier momento el toro lo agarrará a traición y
fuera de ley, porque es toro que no sabe y por eso se lo dieron, pues con los
que saben él pudiera; sabe que no saldrá por sus pies de la arena, que morirá
«con los zapatos puestos» y que sólo su imagen, su ídolo, recogerá la ovación
final y el silencio. Séneca, que nos dejó para siempre su perfil y su sangre
cayendo gota a gota, que debió salir acompasadamente de sus venas, con
mesura, a la manera de ese fuego recóndito del universo «que se enciende con
medida y se extingue con medida». Porque lo esencial es, ya que no se es, ser
adecuadamente a ese fuego, como centella suya, ardiendo, mas con medida.
Y a la hora de morir, ella bien cierta estaba de que no sólo «el estoico» sin
saberlo, el de estirpe senequista, sino muchos de aquellos «Desconfiados» y
«Burladores», sabrían morir así, de pie y de perfil, dibujándose en cifra más
exacta de un estilo ancestral; y que otros morirían ardiendo en un fuego que
habían mantenido disimulado toda su vida y, en cuanto al pueblo, moriría
inocentemente, como el hombre aquel de la camisa blanca, figura central del
cuadro de Goya Los fusilamientos de La Moncloa, que venían de ver y ante el
cual habían pasado sin decir palabra; aquel hombre que abre los brazos en
cruz en lugar de apretarlos sobre su pecho desamparado frente a los fusiles, en
un gesto antinatural, más allá del miedo instintivo de todo animal frente a la
muerte; dando esa su alma que se le sale antes de que las balas le alcancen; el
alma entera en sus brazos, clamando al cielo, abrazando al mundo,

Página 139
maldiciendo, bendiciendo; y en sus ojos, que se salen también antes de ser
alcanzados, y en ese grito.
¿Qué nos grita siempre ese celtíbero de camisa inmaculada que da su
alma? Ese grito, España mía, de tu animal, de su alma volcándose por encima
de la muerte, esa alma que no va a parar al mar del morir sino a verterse a la
vida. ¡Ese grito es vida!
Y esa vida, ese grito de vida, hay que recogerlos ya, esa alma, darle el
cuerpo que se merece, la historia digna; hacerlo vivir y que produzca vida.
Morir, morir, sí; es cosa sabida que los españoles saben hacerlo, hasta con
aquello que en la vida más les ha podido faltar: con medida. Pero el caso era,
es, la presente coyuntura histórica de encontrar la posibilidad de una vida a la
altura de esa muerte. A la inversa quizá que en otras partes. Encontrar la
medida y el estilo del vivir que merece nuestra muerte. Porque, mientras
Europa había encontrado su vida, el saberla vivir, nosotros nos aferrábamos a
nuestro morir.
Cuando volviese a hablar con el «prudente» Ulises, le diría a éste el
«descubrimiento» que acababa de hacer. Lo había hecho por haber pasado a
pie por la Calle de Alcalá, entre los señoritos madrileños, algunas gentes del
pueblo también, esa fauna que da el carácter a una ciudad: los camareros, los
vendedores de periódicos, los limpiabotas, todos ellos los habitantes de
aquella hora, por haberlos visto y escuchado el metal de sus voces, y la
escritura de sus manos en el aire, en contraste con aquellos reyes y personajes
de otros tiempos, de aquella España como «canonizada» ya en la historia del
Museo del Prado. Quizá todos los descubrimientos —aunque sea del
Mediterráneo— surgen cuando se ven simultáneamente dos imágenes
distintas de la misma cosa. Y simultánea es la imagen real que cae sobre la
imagen todavía palpitante, aunque en este caso fuera la imagen de una
imagen, y mejor aún, pues la imagen de la imagen ha captado más la
«esencia» de la cosa real. Es la virtud y la justificación del arte imaginativo:
cuando alguien percibe en la cosa real su esencia, su «consciencia», como
decía Ortega, la apresa y fija; la cosa, la persona y hasta el paisaje, se han
elevado a la categoría de «icono», de forma sagrada que guarda diáfanamente
un secreto; ha sido sustraída del fluir del tiempo, para que aquellos que han de
vivir en el tiempo de después la encuentren ahí y la incorporen al suyo. La
existencia de la imagen del arte enriquece esa «complejidad de los tiempos»
que tanto le preocupaba: la enriquece; y puede, por tanto, como todo lo que
enriquece, confundir. De ahí la necesidad de la pureza del ánimo que ha
menester una mirada limpia ante las imágenes; nada hay más peligroso,

Página 140
mucho más que mirar una imagen con ánimo agitado o decaído, que una
mirada sin nitidez. Es peligroso mirar las imágenes, los «iconos», y tanto más
peligroso según la categoría de la «esencia» que apresan. Siempre se supo:
mirar una imagen puede dejar hechizado a quien la mira; puede ser mortal.
Y ahora ya eran dos los «descubrimientos» que había hecho aquella
mañana. ¡Oh, no se engañaba! Descubrimientos «fenomenológicamente»
hablando; seguro que hace tiempo que ya se sabían. Pero, como ella lo había
descubierto, deseaba volver a hablar con aquel Ulises y con sus otros amigos;
en realidad no era a ellos solos, sino a todos aquellos señoritos que tomaban el
aperitivo tan gozosamente a quienes hubiera querido comunicárselo. Sus dos
descubrimientos nacidos de la visión simultánea de las imágenes del Templo
de la Tradición, el Museo del Prado, y de la vida nacional que se desbordaba a
esa hora. Sus descubrimientos, un aviso, un simple aviso: «Cuidado con las
imágenes, con los iconos del pasado; pueden hechizarnos o matarnos; su
esencia intangible debe de ser transfundida, devuelta a la vida por nosotros,
no a la inversa». Todo icono pide ser liberado, toda forma es una cárcel, pero
es la manera única en que en este mundo que vivimos una esencia se conserve
sin derramarse —la palabra es también forma que apresa y oprime—. Y saber
mirar un icono es liberar esa su esencia, traerla a nuestra vida, sin destruir la
forma que la contiene, dejándola al mismo tiempo allí; es difícil y necesita
entrenamiento. Saber contemplar, ¿no era acaso lo que ella había ido
pidiéndole a la Filosofía? Y ella le había respondido ofreciéndole una
exigencia. Todo el que da de verdad, ¿no comienza por exigir, por la
exigencia de un implacable entrenamiento? Saber contemplar debe ser saber
mirar con toda el alma, con toda la inteligencia y hasta con todo el cuerpo, lo
cual es «participar», participar de la esencia contemplada en la imagen,
hacerla vida. Y entonces ya se está más allá de la memoria y del olvido,
porque cosa así, cuando se consiga, no podrá olvidarse, pues nos ha
transformado, hecho otro del que éramos. Como ella no podía olvidar, aunque
no pudiera relatar punto por punto, ni aun saltándose muchos, aquellas
lecciones de sus maestros que estaba tan segura de no haber entendido. Y
ahora, a medida que el tiempo pasaba y que iba entrando de nuevo en la vida,
veía que algo indeleble le había quedado de aquel implacable entrenamiento,
y esa alegría se mezcló a la alegría de sus «descubrimientos». ¿Acaso hay
otro modo de entender el descubrir?
Y seguía dándole vueltas al asunto de las imágenes y de los señoritos,
estoicos, burladores o desconfiados o… hechizados. Sentada en un rincón de
su cuarto sobre una piel, sentada en el suelo, solía escribir en un cuaderno

Página 141
apoyado sobre las rodillas, porque escribir era en ella una actividad
espontánea que le venía de su infancia; su manera de ir desenredando la
madeja, de salir de sus confusiones o de entrarse en otras, en otras que se
agitaban tras de las aparentes como ahora.
Toda imagen pertenece al pasado; no sólo la que nos ofrecen ya hecha,
sino la imagen que se acaba de formar en mi mente. Más todavía, una de las
formas en que el pasado se manifiesta a la conciencia es la formación de una
imagen; pues, mientras estoy frente a algo sin que la imagen se forme, no
estoy propiamente «frente a» sino «en», sin conciencia clara de ser distinta,
embebida, y entonces no se siente el tiempo; y, en caso de sentirse, es en
forma de presente, en el modo de plenitud del «presente»; cuando rodeado de
una circunstancia, como siempre estamos, no se forma ninguna imagen, es la
plenitud del presente por el cual participamos plenamente en lo que nos rodea.
Mas, cuando se desprende una imagen y aparece como tal en la conciencia, y
aunque sigamos en la misma situación y frente al mismo contorno, algo ha
pasado; aquí la misma palabra sirve en sus dos significaciones: algo que ha
sucedido y algo que es ya pasado; en realidad, no hay pasado sin que haya
«pasado» algo. Y esto que pasa cuando todo ha seguido lo mismo es la
imagen que se ha formado en mi mente y que envía así al pasado algo que
pude captar de lo que veía o sentía. Sucede igual si, en lugar de una imagen,
es un concepto; más aún, pues el concepto es más invulnerable que la imagen,
encierra el «qué» abstraído, separado.
Toda esencia, todo «qué» pertenece al pasado; lo que no tiene o no ha
mostrado todavía su esencia —es lo mismo— deviene, viene hacia la
conciencia que lo deja transcurrir simplemente si no llega a descubrir el qué;
si lo descubre, lo aísla y lo fija, y en este mismo momento pertenece al pasado
porque es. El Ser, ¿es siempre estático? ¿Y qué puede pasar entonces? ¿Qué
puede pasarnos?
Podemos, ante la imagen, volvernos con ella hacia el pasado, aunque sea
el pasado que acaba de pasar; ante el concepto, llenarnos de seguridad, de
libertad, porque ya, en lugar de seguir mirando a la realidad, podemos dejarla
abandonada, puesto que ya hemos captado su «esencia», lo que importa de
ella ya lo conocemos. Nos sentimos libres y dueños y, si seguimos así,
sustituyendo realidades por conceptos, podemos enseñorearnos de todo, mas
ese todo carecerá de… realidad, entendiendo por realidad lo que nos resiste,
según Ortega había acabado por descubrir en aquel curso. «¿Es posible el
conocimiento de objetos reales?». Y también lo inagotable, lo múltiple, lo

Página 142
que, por muy conceptuado que esté, guardará siempre un fondo de donde nos
llega el devenir.
Y, si nos volvemos hacia la imagen, aun la nuestra se nos transformará en
ídolo y acabará por ser hermética, como lo es la imagen de lo que se ama, por
su fijeza. Entonces será en principio un alimento y después enajenación.
Pues la esencia encerrada en la imagen en forma «carnal», sensible y
apresada en concepto, en forma intelectual, ha de ser participada; ha de
servirnos de alimento. Y así ella se vierte nuevamente en la vida, que adquiere
una nueva dimensión; la dimensión por la cual conciencia y alma se
comunican, y la conciencia no queda sola en su menester desconceptuar y de
enviar hacia el pasado. Pues es la conciencia la que envía al pasado a la
realidad, que es un modo de mandarla al infierno, de librarse de ella. Mientras
que el alma —esencialmente memoria— la guarda. Cuando se tienen
demasiadas imágenes guardadas en el alma —memoria— y la conciencia no
las atiende porque las sabe orgullosamente hechura suya, se produce una
escisión en la persona, una vida por partida doble; que es esterilidad,
incapacidad de crear no ya obras de arte ni «obra» alguna, sino incapacidad
de crear lo más «elemental» que la vida humana necesita: el espacio de una
convivencia. Porque esta memoria no llega a ser historia; sólo es historia si
llega a la conciencia, si la conciencia la vuelve a tomar sobre sí. Que haya
historia, aun en la vida de cada uno, en la vida individual, requiere un doble
movimiento. La conciencia que rechaza hacia el pasado lo que nos pasa ha de
volver a tomarlo, a rescatarlo, a… redimirlo. La historia es una especie de
asunción de lo condenado al pasado —y todo lo que pasa lo es— a la luz del
presente.
Mas, cuando las imágenes no han sido formadas por nosotros, cuando son
las imágenes de un pasado histórico que se nos presenta en la forma
espontánea en que el pasado histórico se da: la tradición… Porque la tradición
es el residuo de la historia que fluye en quienes no tienen conciencia de
tenerla. Para ellos, el tiempo histórico tiene la forma del presente como en la
vida individual se está en el presente cuando no se ha formado aún la imagen
ni el concepto. El pueblo que vive en la tradición, vive la historia en esa
forma del presente. Del presente y de la fábula… El pasado ha ido a ocupar
este tiempo remoto, raíz y principio de todo, el tiempo donde se originó todo
lo que después ha sucedido. Y así, el pueblo que vive en la tradición no vive
el pasado en el modo corriente, sino en un presente que hunde sus raíces en
un tiempo remoto separado por un abismo de cualidad. No hay en ellos
confusión de tiempos posibles. Por eso conservan intacta la espontaneidad;

Página 143
los «ídolos» están demasiado lejos y situados de modo tal que prohíjan en
lugar de esclavizar. Viven en un tiempo que es poético, creador; la conciencia
no está tensa para formarse continuamente imágenes y conceptos; viven de
unos cuantos ya hechos que mantienen a distancia, en un lugar sagrado con el
cual se comunican cuando han menester, en forma de… inspiración, como se
llama a la comunicación con lo que está en plano cualitativamente diferente,
como principio, raíz o guía: dioses, muertos, tipos legendarios… Y, cuando
algo en el presente los impresiona, lo fabulizan, lo llevan inmediatamente a
aquel plano de lo cualitativamente distinto y superior. Y de ahí que el signo
del vivir en la tradición sea el respeto, la espontaneidad y la intensidad del
respeto. Y, si es negativo el signo, se refiere a la categoría también fabulosa
de lo monstruoso, de lo «nunca visto» que periódicamente reaparece; y
entonces hay que acometerlo para matarlo; es el dragón que sale de tiempo en
tiempo. Y, si se es vencido y el dragón sigue ahí, hay que replegarse
resignadamente, mas con encono, en espera de «mejores tiempos»; para el
pueblo, el tiempo tiene estructura propia y es cíclico, lo que ahora sucede y lo
que puede suceder corresponde a algo que ya sucedió una vez; y todo lo que
sucede una vez reaparecerá nuevamente. Y así soportan lo insoportable.
Para el que vive desde la conciencia, la tradición es el pasado y se
presenta como tal; está frente a ella, no en ella, y ahí surge el conflicto: un
primer movimiento es rechazarla, abolirla por haber sentido su maleficio.
Entonces se tiene una concepción de la historia arbitrariamente racional y
utópica, porque siempre carecerá de sustancia. La sustancia en las cosas de la
vida corresponde al pasado, porque ya es. Y toda vida ha menester de cierta
sustancia, soporte de la conciencia que ha de ser forzosamente de alguien y
desde algo, a partir de algo. La conciencia no parte nunca de un estado de
absoluta originalidad, pues ha nacido de un conflicto o, a lo menos, de una
diferencia entre planos vitales, entre tiempos distintos. Bien es verdad que la
filosofía moderna, el idealismo en grado extremo, se ha consumido más bien
en el de descubrir una conciencia originaria; una conciencia sin comienzo.
Fue Descartes el primero; mas, una vez descubierta esa conciencia original,
no fundada, se precipitó a aceptar «lo dado», la «circunstancia». Pero todos
los hombres no son filósofos, y, en caso de serlo, no son filósofos cartesianos
ni idealistas, forma contraria a la «espontaneidad filosófica» del hombre
común. Este, el que se encuentra siempre ante una tradición, o bien se
revuelve o cae fascinado ante su imagen, sus imágenes ya hechas, iconos a los
que su mirada, falta de entrenamiento, no sabe extraer la debida participación.
Es el tradicionalismo de las esencias; de las esencias sin posibilidad de

Página 144
participación; y si alguno de ellos participa es porque conserva algo del
hombre del pueblo. El ya incorporado plenamente a la vida de la ciudad, que
es la vida de la conciencia, del tiempo de la conciencia, tropieza con las
imágenes de la tradición. Y, como son muchas y en todas ellas no está
encerrada una esencia pura, una esencia sin interna contradicción, ¿cómo
participar? ¿Cómo abrirse a la participación, si no se hace «examen de
conciencia» ante ellas y por ellas, el examen de conciencia que todas las
figuras de la historia tendrían que hacer si volvieran a la tierra, o que quizá
hagan allá en el espacio en que habiten? Examen de conciencia, un examen de
conciencia de su parte en la historia, no para los «pecados» sino para los
errores; cuentas que se han de rendir ante los hombres.
Y el pasado del cual depende inmediatamente el tiempo que vivimos, el
pasado histórico, ha de ser redimido por la conciencia mediante este examen.
No hacerlo es dejar a los personajes, monarcas —a los hombres de Estado,
validos y generales, burócratas, a todos los que decidieron con sus yerros el
presente—, dejarlos en el infierno de la historia.
Cada tiempo —pues que son múltiples— tiene su infierno. El alma tiene
el suyo de imágenes, de amores muertos antes de nacer, de poesía incumplida;
el corazón, sus entrañas por las que late. Y la conciencia… la conciencia los
tiene todos, pues que los crea; es ella la que manda al infierno a los amores, a
las imágenes, ella la que crea el pasado; ella la que estratifica, la que impide
con su vigilia que las cosas que pasan y los muertos que pasan no pasen, que
no se conviertan en poesía. Es justo que tenga que trabajar, apurar su tensión
y su vigilia para rescatar el pasado: traerlo al presente, someterlo a su claridad
implacable, traer al plano de la actualidad el examen de conciencia que lo
pasado no puede hacer allá en su infierno, ignorante como está de las
consecuencias que nos trajeron sus yerros. Sacar a la luz a las imágenes y
mirarlas, mirarlas hasta que su esencia se muestre diáfanamente, hasta que su
presencia se transforme en una esencia de la que se participe. El precio, sí, de
haber descubierto las «esencias», traerlas de sus senos infernales al presente,
porque sólo así podrán volar libres a su topos uranios. Las «cosas que nos
pasan» y las que «han pasado a todos», sólo examinadas hasta el límite
extremo, pueden constituirse en ideas protectoras, en principios… Mientras
tanto, Dulcinea seguirá encantada.
Pues en aquella coyuntura histórica los españoles se disponían a
desencantar a Dulcinea; la esencia perdida, ofreciéndole su adecuada forma.
¿No era necesario un implacable entrenamiento o, como se decía allí donde
tal cosa se descubriera, de «ascesis»? ¿Y aquellas penitencias de Don Quijote,

Página 145
del hidalgo que prefirió ser loco a ser desconfiado, que prefirió saludar como
doncellas a las que tan fuera de su condición tenían el serlo antes que ser, ni
en mientes, el «Burlador»? Y sintió, aunque fuera indecible, que una cura de
esa virtud innombrable que es la castidad, la castidad del corazón y de la
mente, les era necesaria a aquellos «señoritos», pero… no era ella quien lo
descubría. Don Miguel de Unamuno, con su tonante voz profética, nos la
había hasta gritado. ¿Y no estaba acaso, en la actitud, en la obra de un Azorín,
de un Baroja, de Antonio Machado —el poeta del agua pura— y en el
pensamiento de Ortega, como esas cosas en la filosofía implicadas? ¿No era
una forma de esa castidad —¡palabra tan indecible!— aquella limpia
convivencia establecida entre los muchachos de la «nueva generación»,
aquella voluntad espontánea de librarse de los infiernos del «sexo», que
permitía la existencia graciosa y alegre de la amistad, de la fraternidad, el
andar cogidos de la mano como en las danzas rituales, en corro, para revivir
alguna ancestral danza ritual de desencantamiento, algunas de esas danzas
primeras en que hombres y mujeres de una tribu dan vueltas según ritmo y
número, para desencantarse de sus muertos, para desencantarlos trayéndolos a
danzar, llamándolos a danzar juntos, con ellos, lejos de sus paisajes lunares, a
la hora del fiero mediodía?
Porque sólo danzando juntos, cogidos de la mano vivos y muertos,
presente y tradición, se hará caer el hechizo que aprisiona a Dulcinea.
No eran ellos solos, los jóvenes, los que así sentían. Por todas partes, los
desunidos, los que andaban aislados, se iban cogiendo de la mano; y hasta
algunos tradicionales enemigos se daban la mano, los grupos sociales
distintos, las ideologías diferentes. Se avanzaban ya los primeros pasos de la
danza ritual para abatir el maleficio. Se hablaba de varios «pactos»; era la
palabra del día, la orden del día en aquel otoño tan claro.

Página 146
La coyuntura histórica

Comenzaba el nuevo curso en el mes de octubre del año 1930. Los últimos
meses del anterior apenas había podido funcionar la Universidad de Madrid,
ni muchas de provincias; las huelgas estudiantiles se sucedían con intensidad
creciente. La actitud de los catedráticos de mayor prestigio, los
representativos de la Universidad nueva, casi sin excepción se manifestaba de
forma inequívoca en acuerdo profundo con los estudiantes, venían a ser las
dos caras de una misma medalla. Se vislumbraba la posible renuncia a sus
cátedras de algunos de ellos, como, en efecto, acabó por suceder. La
Academia de Jurisprudencia, hogar del sentido jurídico, había celebrado un
curso de conferencias a cargo de los hombres que mejor podían interpretar el
sentido del derecho, de la legitimidad de la vida ciudadana, algo más… En
aquellas conferencias se había ido examinando a fondo la situación del Estado
y de la sociedad y dibujando al mismo tiempo las funciones que habría de
tener el nuevo régimen; se esbozaba la nueva Constitución de la República,
que se sentía… como se siente la presencia del huésped que se espera cuando
se aproxima a nuestra puerta, que era visible ya como lo es la solución única
de un problema, cuyos datos han sido expuestos con la máxima claridad y
precisión. Era inevitable.
Inevitable, pues la historia alcanza estos momentos de precisión
matemática y de espontaneidad natural a la vez. Es en esos momentos cuando
se hace más historia y cuando, paradójicamente, quienes los viven en modo

Página 147
activo no sienten el esfuerzo ni el peligro, la carga de la historia; por el
contrario, se vive dentro de un ritmo matemático en que los acontecimientos
van llegando con la precisión neta de las ecuaciones que se suceden unas a
otras. Acontecimientos que tienen lugar en lugares separados, o en ambientes
distintos de una misma ciudad, en grupos sociales diferentes y aun análogos,
mas de diferente «ideología». Se diría que una razón, siguiendo a Ortega al
exponer la «Tesis metafísica sobre la razón histórica», se explicita, y sin
fatalismo alguno. Una razón que realiza la misma libertad; «somos
necesariamente libres», lo que implica que se puede declinar la libertad,
cederla, mas ella está ahí. Entonces la vida y la historia se arrastran y todo es
cuestión de «matar el tiempo»; mas cuando se vive la libertad, por haberse
elegido en un solo instante de decisión lúcida, entonces la libertad es razón,
razón vital, histórica.
¿Hasta que punto la «fatalidad» forma parte de la historia? La historia
entregada a la fatalidad como la propia vida individual, ¿no se deshace en una
negación de sí misma, que no puede, sin embargo, ser consumada? Como le
pasó a España —¡quizá!— desde que se retiró del mundo, de «este mundo»
—el moderno— hasta que empezó a despertar. Pues la razón histórica habrá
de especificarse; no todo lo que ha sucedido en la historia tendrá la misma
razón, la misma clase de razón. El «espíritu absoluto» de Hegel se realiza
también negándose, porque se niega para… y entonces no existe el crimen, el
crimen histórico. La «razón histórica», ¿no tendrá que dar cuenta de los
crímenes, mas dejándolos como crímenes? De la negación, mas dejándola en
negación aunque haya sido «superada», pues en la historia, en su razón, se
hace bien perceptible esa resistencia última del hombre, ese «no» que es
preciso vencer violentamente, con la violencia del pensamiento; del pensar, la
acción más violenta de todas.
Sin duda que son breves estos «momentos históricos» en que se explicita
una razón en la que coinciden todas las razones, todos los modos de la razón,
y que han de entrañar los mayores peligros, pues pueden estas razones
separarse, anularse algunas, caer en ese vacío que parece siempre abierto para
las más claras acciones humanas; ese fondo oscuro que acecha el más claro
pensamiento en trance de encarnar. A cada razón viviente, ¿corresponderá
inexorablemente una «pasión»?
Nadie podía pensarlo en aquella hora en que el curso de los
acontecimientos se presentaba como una matemática espontánea. Y es curioso
que en todo lo que el hombre hace parece seguir la misma ley: cuando una de
sus obras alcanza su plenitud, no ofrece ya los rasgos típicos, característicos,

Página 148
sino la figura de lo más contrario: la arquitectura perfecta parece cantar; la
pintura parece sentirse en el tiempo; la historia, que el hombre hace con sus
pasiones y sus yerros, parece participar de la precisión y de la objetividad de
las matemáticas y de lo inevitable de los fenómenos naturales.
Inevitable y esperada, aguarda con impaciencia cada vez mayor, a pesar
de saberla cierta. Más que impaciencia, apertura del alma, ansia de presencia,
como las verdades de la fe que tornan al creyente verdadero en lo más
parecido a un exasperado.
Inevitable. ¿Qué hacían ellos, los a ello obligados, para evitarla?
Mas ¿podían acaso? ¿Podían hacer algo que fuese realmente hacer, hacer
positivamente, no según sucedía, que todos sus haceres y quehaceres se
convertían en una colaboración con «sus enemigos», algo así como sí
recitasen un papel previsto por el autor de la obra, y que hacía más inevitable
el desenlace? Es lo que sucede siempre cuando de las actividades humanas
surge una diferente en cualidad, una acción que es creación. Eso era lo que en
aquel minuto tenía lugar: porque se vivía uno de esos raros momentos de
creación histórica, signo de la creación. El que esto suceda, el que una
actividad o su resultado alcance las notas de lo que es más contrario o lo más
alejado de ella. Sólo entonces quizá hay verdadera creación.
La historia, sin duda que se está haciendo siempre; que ni en un solo
instante se deja de hacer o deshacer, que es un modo de hacerla, y que hasta el
decirle «no» es hacerla, hasta eso…
Como es también signo de la creación en lo histórico que el contrario no
pueda hacer nada ante lo «inevitable». Hacer, lo que se dice hacer
propiamente, no quedar vencido, que es otra cosa. Pues, en los raros
momentos en que el hombre crea, no hay vencido ni vencedor propiamente, y
no es que no haya enemigo… Algo queda escondido en la sombra, algo que
no es el vencido de aquello con rasgos bien determinados, sino el vencido de
siempre, la oscura resistencia que puede erguirse y «encarnar» también; pues
también el vacío puede encarnar en el mundo de los hombres.
Mas existe un instante en que el proceso creador lo absorbe todo; como en
la música hay un tono que todo lo levanta, hasta los vacíos del alma, las
negaciones inenarrables que aparecen en ciertas vidas, hasta las desdichas
personales. Uno de los signos más fehacientes de que tal proceso creador se
está llevando a cabo es que la vida personal no puede vacar a sus propios
conflictos, carecer de disponibilidad para encerrarse en aquello que le pasa a
ella, solamente a ella, que no puede haber «desgraciados» del todo, pues la
vida personal es levantada, sacada de sí en este proceso creador que la

Página 149
transciende. Como quedan trascendidos todos los acontecimientos por
importantes que sean, las palabras, los hombres mismos actores del proceso;
hay un «más» que todo lo envuelve, algo que transporta y lleva consigo hacia
un plano más alto sucesos y personas, algo que arrebata «toda ciencia —y
conciencia— trascendiendo».
Es lo que, sin duda, ha querido imitar el «totalitarismo» de los últimos
tiempos. Pues toda creación, aun la humana, está amenazada por el diabólico
juego del mimetismo. La «evolución creadora» arrastra consigo este
mimetismo desde allí donde comienza la vida, la vida de la planta, del animal
y aun… ¿podemos estar ciertos de que en la geología y aun en las
constelaciones celestes no hay, en algo, mimetismo?
La «historia» del totalitarismo europeo marca el momento más diabólico
del mimetismo en la creación histórica; ante el vacío de este «algo» que todo
lo transciende se impone la anulación del individuo, una disciplina mecánica
y seguida por el terror. El paroxismo de las masas mimetiza el entusiasmo; y
las masas mismas mimetizan al pueblo viviente y orgánico, como la extensión
vacía mimetiza la eternidad. Y la inocencia se imita con la total, absoluta
indiferencia del hombre anulado ante su suerte. Y el ritmo matemático; la
matemática espontánea por los movimientos mecánicos de una marcha
forzada.
Nunca en verdad —que sepamos— se había intentado tan en grande, se
había realizado tan a fondo, este mimetismo de la creación histórica, como en
el tiempo que acaba de pasar en nuestra Europa. Y surge el temor de que el
«haber pasado» sea también en algo miméticamente; que haya pasado sin
acabar de pasar; capaz de fingir hasta esa verdad última del hombre que es la
derrota.
De ahí tal vez esos ritos de purificaciones colectivas, de las grandes
religiones del sabio Oriente. De ahí quizá esas olas de terror implacable, esa
«exterminación» ordenada fríamente por algunos hombres de Estado en
ciertas horas. El terror desencadenado también puede ser mimético, bastaría
quizá a esta Europa, aún envuelta en su propia falsificación, una larga hora de
paz, de esa paz que es lo más cercano de que no haya historia; un olvido
creador.
Un olvido creador. La vida española lo tenía en aquella coyuntura. Se
había olvidado de muchas cosas, como la creación se parece tanto a eso
imposible que es inventarse a sí mismo por entero. Crear de verdad sería crear
—crearse— desde el origen; y siempre que el hombre crea retrocede a sus
orígenes; desnace y se vuelve inocente.

Página 150
Y así aquel momento, en que todo lo vital de España se alzaba para
librarse de la máscara de la monarquía, se pareció lo menos posible a un
juicio, a un «proceso». Nadie pensó hacérselo en serio al monarca, nadie se
detuvo minuciosamente a «juzgarlo»; la acusación era evidente y somera
como la evidencia lo es siempre; a aquella evidencia nos ateníamos.
Evidencia que se presentaba a diario, puntualmente, a recitar su parte. La
evidencia estaba presentada por la figura del Dictador de entonces. Era quien
«daba la cara», quien arrostraba la lucha en la que no parecía creer seriamente
un instante. No podía. Si hubiera percibido la seriedad del asunto, no hubiera
seguido un instante representando aquella su función de máscara del engaño.
Y él era el engañado en primer lugar; él quizá el único engañado.
No tenía mala fe. Se había condenado simplemente por servir a la
irrealidad de «la persona real», por prestarse a recubrir un vacío. ¿Qué puede
hacer que un hombre se avenga a eso? ¿Por qué portillo de la condición
humana se abre paso tal aceptación? Por la ignorancia en primer término; él
no sabía… «Había aprendido a gobernar en el casino de Jerez», había dicho él
mismo. Claro que después se ha visto que hay lugares mucho peores para
hacer este aprendizaje. Y cuesta trabajo acusarlo hoy, porque era honesto. No
se lucró personalmente, aunque permitió en otros el lucro; fue cruel sólo en
dos o tres ocasiones; hombre de corazón, tenía mucho de «caballero». Pero
estaba haciendo lo que no debía: eso era todo. De carácter campechano,
jovial. ¿No sentiría nunca la angustia de su situación?
Al irrumpir en el poder, se justificó en nombre de un cierto «racismo»
nada nuevo en España. El «racismo» de la casta militar, único «elemento
puro», señores naturales en aquel momento, por lo visto, de la nación, sobre la
que caen no más que el poder civil da muestras de «incapacidad» según su
juicio. Y esa acta de nacimiento de su subida al poder fue lo más grave.
Entró en polémica con los estudiantes y con los intelectuales. Daba una
réplica «personal», signo evidente de que no entendía en nada la situación, de
que no era en modo alguno un hombre de Estado; representaba a esa España
que todo lo reduce a lo doméstico, convirtiendo toda aquella cuestión
«objetiva» en asunto interno, de familia, o entre familia. Para él debía de
existir la familia, la casta militar, el rey y… «lo otro», aquellos díscolos
estudiantes y aquellos extravagantes ciudadanos, los escritores, los
intelectuales.
La presencia de la dictadura de Primo de Rivera significaba la persistencia
de la disgregación del siglo XIX; de ese triste momento en que la sociedad
española era para cada clase; «lo demás» era «lo otro». Hay situaciones así

Página 151
históricas e individuales: modos de estar ante la realidad en que lo que no es
uno mismo o lo asimilable es «lo otro». Modo de vida infrahistórico en que
los que están obligados a compartir un territorio, un idioma, un pasado y, lo
más grave, un porvenir, no sienten sino las diferencias en esa forma tosca: «lo
otro», los otros… lo incomprensible que sigue estando ahí, sin embargo.
Especie de recaída en un mundo mágico en que la realidad se ofrece
discontinua, conformada en unidades homogéneas separadas por abismos
insalvables. España se quedó así cuando tocó el infierno de su infrahistoria,
conformada en tribus de pura endogamia, ante lo que reaccionaron algunos
con una fervorosa «exogamia»: salir, salir, adonde sea, con tal de conjugarse
con lo diferente y extranjero.
Y ahora, en aquel instante, había que reconstruir la nación, recrearla. Y
era ése el proceso creador que tenía lugar: la República era el vehículo, el
régimen; la realidad era la nación; la realidad se estaba recreando.
Y como todos los elementos estaban ya ahí, y como el viento del espíritu
soplaba, las renovadas generaciones de gentes de pensamiento, todos los
esfuerzos de revitalización, habían logrado, por fin, que «toda España»
respirase. El pensamiento que nace de un individuo, el esfuerzo creador
siempre individual, se habían difundido creando un pensamiento común y un
tono vital común; un tono moral que era la vida. La nación se recreaba ahora,
al modo de la época moderna, en el mundo de la conciencia; no por empresas
guerreras, no por la victoria sobre seculares enemigos, no en contra de ningún
contorno, sino por una interna necesidad. Por eso se semejaba tanto a un
nacimiento, a un inventarse a sí mismo, a la creación de una obra de arte o de
pensamiento.
Era el suceso histórico de levantarse a sí misma, el tomarse sobre sí, sobre
su conciencia, una nación constituida hacía tantos siglos; en realidad, el
primer Estado moderno de Europa, para hacerse nuevamente. Y esto es raro.
Pues la Revolución es otra cosa. La Revolución Francesa fue un
movimiento intelectual o de una fe en un principio universal, y una
conmoción entrañable de aquella sociedad para dejar salir a una clase nueva,
aunque no tan nueva, «la burguesía». ¿No viene del burgués medieval? Y esta
clase nueva, en cuanto a sus pretensiones de ocupar el poder, resultó hacedora
de la nación en esta etapa, pero dentro de una continuidad; la ruptura con el
pasado de la Revolución en Francia fue brevísima; pronto se estableció una
continuidad diferente, no la encarnada por los monarcas sino por la sociedad
misma en todas sus dimensiones.

Página 152
Y la revolución rusa, hecha también en nombre de un principio universal,
pretendió realizar una utopía. A los pocos años se estableció la continuidad
con la historia rusa en un momento un tanto alejado: el de Pedro y Catalina.
Mas en España la continuidad histórica estaba rota desde hacía tres siglos;
y esta acción, esta exigencia de un cambio de régimen, no fue en nombre de
ningunos principios originalmente revolucionarios, no fue para hacer la
revolución, sino para hacerse a sí misma, para hacerse simplemente.
Y este hacerse a sí misma como nación se verificaba a la vista de
principios universales, necesariamente; pues no se crea sino en vista de lo
universal. Y doblemente en este caso; pues, cuando el español se decide a
asumir su historia, no puede hacerlo auténticamente sino mirando a lo
universal. Entonces, más que nunca, pues que no había guerra alguna contra
nadie, conquista que perseguir, moros que echar ni Nuevo Mundo por
descubrir. Era la Dulcinea, la vida española que quería desencantarse del
hechizo de su historia interrumpida, realizar su pura imagen, recobrar su
alma. No era sólo asunto de política, de arte. Nacer, encarnarse en el cuerpo
de la historia, de una historia verdadera… Sí; algo raro, pocas veces
acontecido, quizá; quizá jamás acontecido así, tan radicalmente.
Nadie se ensañaba contra nadie; ni nadie con el Dictador, a quien Don
Miguel de Unamuno parecía ser el que había tomado más por lo serio, quizá
porque él era, entre todos los «creadores», el más antiguo y el más devorado
por una vocación de padre, y se veía «personalmente» suplantado. Había
vuelto en la primavera del año 1930 de su destierro, que apuró en la raya de la
frontera con Francia, en Hendaya. Su obra literaria de aquellos años no era
ciertamente lo mejor de su multiforme producción, pues padecía también de
hambre de paternidad según la palabra. Se había dado en gritos de iracundia,
en poemas que eran imprecaciones, jaculatorias y hasta conjuros. ¡Creía tanto
en el poder de la palabra! Había salido antes en francés que en español,
escrito como fue en París, su pequeño gran libro frustrado La agonía del
cristianismo, en el que expresa obsesivamente ese hambre de paternidad,
según la carne y según el espíritu al par. Y como muchas veces los personajes
y las situaciones son el «negativo» o el complementario del autor, el
padecimiento del «Padre Jacinto» por ser padre de hijos de carne y hueso era,
en realidad, el trasunto de su propia hambre de hijos según el espíritu, en sus
dos planos, en el histórico que perdurase en la meta-historia que decía él, y en
la eternidad, en la cual hubiera creído enteramente de haber sabido que tenía
hijos en ella. Su modo de creer en la realidad era poder engendrarla; allí
donde le naciera un hijo, allí estaba la verdad.

Página 153
Fuimos todos a esperarlo el día que llegó a Madrid por la Estación del
Norte; era la primera vez que una muchedumbre se congregaba ante un
intelectual, ante un «poeta»; una muchedumbre compuesta de «cada uno»,
como él quería, de individuos que no se diluían en una masa amorfa. Fue
directo al Ateneo y habló como a borbotones; hubiéramos querido verle más
sereno y sacerdotal, pero… como lo queríamos, lo quisimos así. Era él y
estaba, tras mucha ausencia, entre nosotros; con su presencia sentíamos
acrecida nuestra alma. Y aquel día, quizá por vernos todos, por primera vez
todos juntos, fue un día de certidumbre.
Un tiempo antes tuvo lugar otro regreso; el del estudiante Antonio María
Sbert, fundador del amplio movimiento estudiantil la Federación Universitaria
Escolar, por la que pasó tantas cárceles, confinamientos y ausencias. Aquello
no fue un recibimiento, sino un cortejo triunfal que recorrió las calles de
Madrid, una procesión de alegría. Eran los jóvenes… que se sintieron como
más llenos de autoridad ante la presencia del hermano mayor, con quien
nunca —excepto un pequeño grupo de coetáneos— habían tenido relación
muy estrecha; estaba en un plano diferente, a cierta distancia. Y eso era bueno
para la juventud. Le imprimía lo que por otra parte se tenía espontáneamente:
una disciplina, pues era una juventud espontáneamente disciplinada.
La estancia en la cárcel se había hecho frecuente para los estudiantes en
todo este tiempo; por pequeños incidentes de violencia, por las huelgas que se
sucedían unas a otras, tan implacablemente como un fenómeno de la
naturaleza.
Los partidos políticos presentaban otra configuración distinta. En
apariencia no gran cosa había variado. Habían resurgido los viejos partidos
republicanos casi extinguidos, y uno nuevo se andaba formando, formado por
intelectuales en su mayoría procedentes del llamado Reformismo, de aquel
movimiento que desde los primeros años del siglo se propuso reformar la vida
y el Estado español dentro de la monarquía; habían visto ya que entonces no
era posible. Correspondía plenamente a una ideología liberal abierta a las
reformas sociales.
Pero era el Partido Socialista el eje de la situación. ¿Qué ocurría en su
interior? Poco se traslucía y, sin embargo, era lo decisivo. Apegado a la
Unión General de Trabajadores, adscrita a la Segunda Internacional, había
sido estrictamente fiel a los intereses de la clase obrera; políticamente había
sido «reformista» también. Allá en los años 1917 y 1918, en el momento en
que la Primera Guerra Europea imprimió, al extinguirse ese movimiento, a la
sociedad europea esa conmoción, espacio de apertura a lo posible en que todo

Página 154
parecía que pudiera ser cambiado, en que cayeron los «viejos cuadros
tradicionales», se conmovieron ellos también. Fue un instante de rebeldía; se
desataron grandes huelgas obreras y fueron a la cárcel los más
«conservadores» de sus dirigentes; siguió un período de agitación y de
huelgas que quedó cerrado herméticamente con la aparición de la Dictadura,
lo que a ojos de las «gentes de orden» la justificaba… Y, a partir de entonces,
las masas obreras de la U.G.T. no se habían removido. El Partido Socialista
tampoco, y hasta parecía visible que durante un tiempo hubiese cierto acuerdo
con la Dictadura del General que quiso dar muestras de entendimiento con la
cuestión social, a través de medidas un tanto espectaculares, tal la creación
del Ministerio del Trabajo y los «Comités Paritarios» de obreros y patronos;
una cierta influencia del fascismo italiano se dejaba ver en ello a través de
ciertos jóvenes ministros del Gabinete del Dictador. ¿Qué hacían ahora? Era
la pregunta que, con cierta impaciencia teñida de angustia, se repetían los
creyentes en la República; no se les podía esperar ya más. Y movidos por la
inteligencia política de unos de sus leaders, justamente el que había asistido a
la reunión de «maduros y jóvenes», el Partido Socialista fue cambiando su
posición. Lo hizo como un gran navío que da un viraje, lentamente; la nave
era pesada y llevaba una carga de la que sus capitanes se sentían responsables;
no la podían perder. La precisión de movimientos tuvo que ser grande, pues
se trataba de un viaje difícil, que podía plantearse en términos de náutica, casi
matemáticos: se trataba de que el Partido Socialista, haciendo sentir la
inmensa fuerza de la Unión General de Trabajadores, la sindical más fuerte y
disciplinada de España, se situara al lado de las fuerzas que luchaban por la
República, mas sin que la fuerza obrera como tal se lanzase a la lucha. Quizá
no fue así exactamente como se pensó, pero fue así como se hizo; y resultaba
imposible que tales delicadas maniobras se llevaran a efecto si no había
estrategas que las dirigieran.
Así fue. El hombre de mentalidad más política entre todos, Indalecio
Prieto, se adelantó hacia la línea republicana; también Francisco Largo
Caballero, el obrero incansable de la U.G.T., el que había dedicado los años
de su no corta vida a la organización con la misma paciencia diaria que los de
su oficio ponían en la tarea cotidiana, con la misma energía impersonal; de
tipo nórdico —ojos azules—, esgrimiendo una oratoria sin brillo, del que
carecía toda su persona, hombre de pocas ideas, obstinado, de los que por
tener una sola pasión parecen impasibles.
Por su parte, la otra gran Sindical, la C.N.T. de los anarquistas y su
agrupación «política» correspondiente, la F.A.I., actuaron, salvo excepciones,

Página 155
con cierta moderación. No habían dado señales de vida, sino en esa misma
forma sutil. Y si en el caso de los obreros socialistas había que marcar la
ausencia de huelgas, en el caso de los anarquistas había que marcar la
ausencia de violencia, la inhibición en su táctica de «acción directa»; no hubo
atentados personales en ese tiempo y menos aún a medida que se aproximaba
el advenimiento de la República. En días anteriores a la Dictadura, algunos
anarquistas habían dado muerte a dos de los hombres más destacados de la
política: José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros, y Eduardo Dato,
que lo había sido también; hombres irreprochables a quienes se debía,
además, gran parte de las leyes sociales de ese período. Durante la Dictadura
no se esbozó siquiera un atentado a la persona del dictador ni a la del
monarca. En este momento se incorporaban también a la línea republicana
dejando por completo sus métodos, y un tanto a la retaguardia. Aunque en las
juventudes unos cuantos se habían destacado en lucha abierta… al modo
estudiantil. Si presidían «Ateneos Libertarios», su estancia en la cárcel tenía
un aspecto muy parecido al de los demás estudiantes, sólo que se sabía que
arrastraban consigo, o podían arrastrar, una fuerza. Algunos obreros
anarquistas —pues en sus filas la uniformidad era imposible— habían
comenzado la lucha denodadamente y su visita a la cárcel era continua, mas
no por virtud de ningún acto violento.
Todo lo cual quería decir que el cambio se estaba verificando con la
menor violencia posible. No se paralizaron las industrias ni los transportes; ni
faltó el pan un solo día. No había tiros por las esquinas, es decir, sí, los que a
veces se disparaban contra los estudiantes en las revueltas a la puerta de la
vieja Universidad de la Calle de San Bernardo. La más fuerte fue la ocurrida
una mañana en la Facultad de Medicina, una lucha breve y dura que produjo
un amplio eco.
Sólo los estudiantes combatían; ellos eran quienes arrojaban el mayor
contingente de huéspedes a las cárceles, lo cual quiere decir que la violencia
no fue en modo alguno la característica de aquella lucha. Primer signo a
anotar para descubrir de qué se trataba.
¿Y el Ejército? Era el sostén de la situación, sin duda alguna. Mas, en los
primeros tiempos de la Dictadura, cuando el país estaba quieto, el General
«topó» con el santuario de su espíritu o con lo que por tal se tenía: el Arma de
Artillería. Y había sido justamente por un punto de honor: el juramento
prestado por los artilleros de no aceptar ascenso por méritos de guerra;
consideraban que esos méritos son los propios del oficio militar, el ejercicio
de su función. Llegó a haber hasta sentencias de muerte que duraron sólo una

Página 156
noche; al alba, en lugar de llegar la ejecución, llegó el indulto. Había quedado
un rescoldo, una antipatía que bordeaba un tanto la misma persona del
monarca. Pero ¿cómo pensar que el Ejército ni ninguna fuerza armada de la
nación viniera a alistarse en las líneas republicanas o simplemente
antimonárquicas, como a veces se decía? Era posible alguna sublevación
aislada, pero, en conjunto, no había modo de esperarlo.
¿Dónde estaba, pues, la fuerza? ¿Esa fuerza que en toda «revolución»
habría sido indispensable? La fuerza no aparecía. Y se estaba seguro, sin
embargo, en aquella hora, de la inminencia de la República; era inevitable.
¿Cómo?
Parecía natural saber que sin «fuerza» la República vendría. Pero ¿acaso
había ocurrido cosa tal alguna vez en la historia? ¿No se trataba, si es que así
llegaba a suceder, de un hecho extraordinario? Pues ni siquiera había la
conciencia de lo extraordinario de este hecho; se sabía que ocurriría así y nada
más.
Y, con esta certidumbre, los habitantes de Madrid retornaron a su ciudad
de las vacaciones del verano, y, con tan honda convicción que ni siquiera se
daban cuenta de lo «milagroso» del acontecimiento que aguardaba, comenzó
aquel último curso universitario, aquel último curso de la vida nacional, bajo
la monarquía.

II

El aire del otoño era ligero, vibrante de incitación para vivir. ¿Cambia acaso
la luz y el aire de una ciudad según la hora histórica? Como en esto es el
hombre quien mide, se diría que sí; que la luz sabe de lo que pasa entre los
hombres y más todavía de lo que va a pasar; que la luz profetiza. ¿Leen acaso
los profetas en la luz el argumento del futuro? Y aún más que el argumento, el
signo, la cualidad de aquello que se prepara y que la luz parece recoger y
mostrar a quien sepa leer en su cuerpo transparente; la luz tiene su cuerpo, su
carnalidad. Sólo es abstracta en algunas latitudes y en algunos días, en
algunas horas de la historia en que parece retirarse, estar ahí sin vibración
sólo para cumplir su función de iluminar indiferentemente como por oficio. Y
entonces es la hora peor para el hombre, peor aún que la de las tinieblas, señal
de una tragedia cumpliéndose, un sacrificio consumándose. Es la hora más

Página 157
inhumana, cuando la luz no quiere estar sin por eso dejar de hacer visibles los
objetos en el modo necesario; es la luz de la necesidad, reducida a una
función necesaria, la que alumbra sin participar ni permitir participación
alguna; es el cielo que se retira para dejar a los hombres en el más desolador
de los abandonos; estar sujeto a lo necesario y nada más. Cuando se ha
rechazado la gracia y se ha cometido un crimen, la vida humana queda
recluida en las paredes de la necesidad; no se puede decir que nada falte, pero
el alma muere, y para no morir se retira; la vida es simplemente una cadena
de funciones necesarias.
En aquella hora histórica la luz de Madrid vibraba más que nunca; era
ligera y carnal, se hacía presente, era un cuerpo luminoso. No es ciudad de
muchos árboles, pero los que había, dorados del otoño, convertían la
atmósfera de la ciudad en ascua de oro, y una lluvia de oro parecía caer sobre
este oro salido de la tierra como ofrenda a la luz, como si los árboles se
dorasen por amor a ella, por amor que busca semejanza. Y, tal vez por la
fuerza del sol de las playas del verano, encontró a sus amigos así, no
quemados del sol sino con un poco de su luz, reflejándolo. Pues el rostro
humano puede tomar del sol su color sin tomar su luz, como los girasoles el
«mimetismo» solar que se ve en el rostro aún pálido de ciertos lotos. Y sólo
cuando el color de la piel refleja la luz solar, luz y no color, el alma sonríe
ensanchándose. Cuando en esta luz del rostro humano figura la del sol, es
porque nace desde adentro.
Quizá sea ése uno de los secretos de los cambios en la luz; que se
encuentre con cuerpos y ambientes enteramente opacos que solamente la
absorben, la anulan, o con algo que tiene su poco de luz propia, y entonces de
la conjunción de estas dos luces surge ese fuego dorado; ese cuerpo luminoso.
Lo había percibido no más llegar desde la luz del Mediterráneo, de esa su
luz metahistórica, tan llena de historia antigua y de la eterna juventud de sus
fábulas que apenas permiten albergar otro mundo humano. En el
Mediterráneo el hombre hoy no se siente lo bastante solo, solo como hombre,
fascinado por esa danza, por esas formas que juegan en su aire, que en la
historia actual siempre se escapan o aminoran.
La luz del Mediterráneo tiene su historia permanente, tan maternal cuando
estamos heridos de la nuestra de hoy. No había llegado la herida; y así, al
volver a Madrid, encontraba su luz propia, en la que podía sentir la esperanza
inevitable.
Y, como no pertenecía a ningún grupo político y la vida estudiantil se
renovaba tan rápidamente, no tenía en ella tampoco cosa alguna que hacer.

Página 158
Iba a volver a la Universidad, mas en una forma inédita, a explicar como
Ayudante una clase: la de Historia de la Filosofía; había dejado de ser
estudiante formalmente sin ser por eso formalmente profesor.
En realidad, había cobrado distancia respecto a la cosa pública, había
entrado a formar parte de «la atmósfera», de ese cuerpo difuso; no tenía
ningún papel determinado, ninguna función que ejercer. Formaba parte, como
tantos otros, del alma y de la conciencia de la historia de aquella hora.
No sólo para ella había tenido lugar este «cambio»; pues, al ir haciéndose
orgánica la lucha, muchos de los que hasta entonces se podían considerar
participantes activos entraban a formar parte de esa atmósfera que todo ente
vital necesita, sea lo mismo un ser que una razón vital en vías de realizarse.
Y como era así, su persona se distendía, y su vida, a la manera de
atmósfera, parecía tener varias capas; la vibración que las atravesaba a todas
era la misma. Pero tenía que concentrarse en aquel «trabajo» que realizaba, si
así podía llamarse. Pues trabajar en algo, realizar un trabajo, ¿no es realizar
algo extraño un tanto a lo que más preocupa? Y, al explicar aquella clase, se
la explicaba a sí misma, hacía un esfuerzo de pensar en voz alta y, con el
temor de ser oída allí mismo, en aquella aula donde tan intensamente había
escuchado las lecciones, prodigio de precisión y rigor filosóficos, al
implacable Maestro, a quien debía el sentir de la dificultad esencial del
pensamiento filosófico, la vivencia de las «aporías», el entrenamiento en
atravesar espacios desiertos; entrenamiento de la angustia frente al
conocimiento que se niega y que aparece en el mismo instante afirmándose,
siendo. Lo que se afirma al decir no.
Y ahora, después de haber atravesado precisamente aquella angustia ante
lo inaccesible del conocimiento filosófico, encontraba como legitimada su
pasión por la filosofía, como si hubiera tenido que pasar por eso, por esa
negación que tanta parte debió de tener en aquella decisión tomada durante su
enfermedad de abandonar para siempre algo cuyas raíces se hundían en el
fondo de su memoria, de su vida personal, algo que no databa.
Se había visto siempre muy apurada cuando algún profesor o alguien le
había dirigido la pregunta: «¿Y por qué estudia usted Filosofía?». Pues, a
diferencia de las otras ciencias, la Filosofía despierta esta demanda de
explicación, como si el dedicarse a todos los demás conocimientos humanos
llevase consigo su razón, y el estudiar Filosofía, aun para los en ella maestros,
fuese cosa extraña o ambigua; como si hubiera muchas razones para tales
estudios, aunque pudiera también no haber ninguna. Y lo difícil de la
respuesta estaba en que hubiera tenido que contestar desde el final de la

Página 159
Filosofía, cuando ya la hubiese recorrido apurándola, cuando ya no la
necesitara, como etapa cumplida de una vida, como si ya hubiese vivido todo
lo que había de vivir, como si ya estuviese muerta. Y hubiera tenido que
contestar: «porque tengo que morir y no podré hacerlo sin haber visto y sin
haberme visto; porque no podré morir sin haber vivido la verdad; y, como
jamás se me alcanzará el éxtasis, amor completo, ni la caridad inagotable de
los santos, como sólo he de vivir humanamente, como estoy “¡aquí!”, como
me asfixia la memoria, ese implacable don que parece he recibido, que me
deja sin horizonte ni futuro, como sé que no he de vivir en un instante toda la
vida, toda la vida que es, que sería la presencia del Universo, desde aquí,
como tengo que aprender a vivir en el tiempo, como tengo que ser
“¡persona!”, vivir la condición humana, y como…». Sí, como desde siempre,
había visto y sentido a su padre inclinado sobre aquellos libros de títulos
indescifrables que prometían saber, ser como él, entender el mundo de donde
venían sus palabras y su silencio, su «persona» y aquella grandeza que lo
separaba de todo y lo comunicaba con todo, aquella soledad desde donde todo
se entendía. Y aun los libros del abuelo que tantas veces a solas tomara en sus
manos pasando la vista por las menudas anotaciones de su precisa grafía; el
abuelo que nunca había visto, de ojos azules y maneras impecables,
ensimismado, serenamente enloquecido por pasión de verdad y de justicia,
que murió pobre, lejos de sus encinares de siglos. En él se había consumado
algo, ella lo sabía, lo sintió siempre; una historia terrestre había terminado.
Sus padres habían sido ya «exilados» en Castilla, donde nadie de la familia
había vivido, porque nadie había vivido «sin tierras». Y había crecido así,
sintiendo el destierro y que había perdido el lazo con la tierra y con la
pequeña historia familiar que ha quedado remota, cosa de fábula, de «otros
tiempos». Cuando se ha perdido la «fábula», ¿qué queda sino el pensamiento?
Sí; desde la raíz de su vida la Filosofía había sido «a falta de otra cosa», la
única manera, la solución única de vivir sin esas cosas, sin traicionarlas, de
obedecer en esta libertad que deja el no ser nadie en parte alguna, de ser «uno
más».
Pero aún tenía otro título de legitimidad que cada día se le hacía más
patente: un sacrificio que hubo de hacer al momento, marcado para los
sacrificios: en el umbral. En el umbral de los estudios «serios» hubo de
renunciar a la Música; «había que hacer algo en serio, si se hacía», le exigía el
padre. Había, pues, que elegir. Y quizá porque la Música es de condición más
generosa que la Filosofía, que llega a quien no la hace ni la entiende «por

Página 160
dentro», o quizá por otra razón, eligió la Filosofía y se despidió de hacer
música para siempre.
Se había resignado; cuando dos años después leyó a Bergson sintió una
inmensa alegría, la alegría de que era posible rescatar la música perdida, pues
él, Bergson, la hacía al mismo tiempo que hacía Filosofía, hacía música con
su pensamiento… porque era preciso, había hecho de la precisión la virtud
esencial de su pensamiento, sustituyendo con ella a la clarté cartesiana —
pensaba ella ahora—, y lo que es preciso tiene música; es música. Entonces,
¿sería eso? Lo sentía en aquel momento —lo sentía solamente—, el secreto de
la exigencia de Platón acerca de la Geometría, que ella tampoco podía
entender gran cosa. El pensamiento filosófico en su máxima precisión sería
también música y matemáticas: la clave la debían de tener los pitagóricos.
Le había quedado aquel hueco, semejante en algo a una herida, de su
incapacidad para las matemáticas; y así se sentía más desvalida aún frente a
aquella condenación aristotélica de los pitagóricos que le hacía llegar un
maestro que sabía a fondo matemáticas, que inclusive «explicaba la Filosofía
en términos matemáticos», según ella percibió la primera vez que lo oyera.
Pues se había identificado, sin darse cuenta, con aquellos pitagóricos
«condenados» por Aristóteles, cosa nada rara en los adolescentes, que se
manifiestan y se ocultan a la vez, identificándose con algo o con alguien muy
lejano y del que apenas podrían trazar una imagen; un oscuro sentir anda por
medio de algo que se ha creído y se ha dado por sabido, y luego resulta ser lo
contrario. ¿Qué podía haber en el fondo de su alma en común con aquellos
pitagóricos a quienes la claridad aristotélica sumía en la sombra? No podía
saberlo, pero la rebeldía que le inspiraba su condena le había hecho recordar,
en aquel momento en que la intensidad del presente borraba el recuerdo, que
allá, muy antes de acabar el bachillerato, y allá, desde siempre, había
identificado la Filosofía con la Escuela de Alejandría, de la que tenía noticias
por oír hablar a su padre, sin duda, y por una historia que de ella había en la
casa escrita por un discípulo de Víctor Cousín, que ella había ávidamente
leído, devorado con más pasión que una novela de las que en verdad no había
andado demasiado ávida en su adolescencia. Para ella, en su primer
sentimiento ingenuo del pensar frente a la Filosofía, aquella era la Filosofía.
¿Podía haber otra? Y quizá de la frase platónica que un día escuchó a su
padre, que la refería a un discípulo, «Nadie entre aquí sin saber Geometría», y
que ella había tomado tan en serio que se puso a estudiarla llorando de no
entenderla, porque ella quería, sí, quería «entrar aquí». Lo quería. Y nunca
había podido estudiar matemáticas; las pocas veces que con «inusitada

Página 161
brillantez» había tenido que seguirlas en el bachillerato le habían costado
lágrimas amargas y desvelos, cuyo recuerdo solo se le hacía insufrible. ¡Cómo
perdonar a Aristóteles su implacable menosprecio! ¡los llamados pitagóricos!
Ella entendía ese insulto propio de las gentes del Mediterráneo; así decía su
abuelo, el de las uvas, cuando desestimaba a alguno: «Aquel… No me
acuerdo. Ah, sí, le decían Fulano de Tal». Y repetía exactamente el nombre y
apellido, lo cual acrecentaba el insulto, pues ¿cómo un nombre y un apellido
puede ser porque «se lo decían» o «lo llamaban así»? Mientras que, si se
trataba de alguien estimado, entonces había certidumbre en el nombre; no se
lo decían ni era llamado así; tenía un nombre propio.
Y ahora los tenía aquí, a los pitagóricos; era increíble que fuese ella quien
tuviese que hablar de ellos, con lo poco que sabía. Y el caso es que los
conocía, que sabía quiénes eran y, a partir de saber quiénes eran, trataba de
entender lo que les atribuían, el haber pensado. Es lo que ha de hacerse con
todos los vencidos: sentir o presentir quiénes son antes de ponerse a descifrar
su fragmentado pensamiento, leyendo una y mil veces los apuntes de las
clases.
Penosamente iba recorriendo aquel laberinto de la Metafísica de
Aristóteles siguiendo el hilo de la polémica con el pitagorismo. Y le resultó
ser todo; la teoría de las ideas, por descontado, la suerte de la «sustancia», la
contextura de la «naturaleza», la realidad del hombre, la existencia de la
misma Filosofía. Y comenzó a comprender la razón de su sacrificio, del haber
sacrificado precisamente la Música, pues aquellos saberes descubiertos por
los pitagóricos no podían por sí solos dar la razón del «estar aquí»; saberes
que no justificaban la «encarnación», el estar en un cuerpo, es decir, los
justificaban por motivos religiosos, una expiación, pero se trataba de algo
más, de aceptar la vida en esta condición, de encontrar la razón vital que ya
Ortega iba anunciando lentamente a través de sus Comentarios a Fichte aquel
mismo año. Música y matemática no hacen aceptar con plenitud el mundo,
dejaban el ser del hombre entregado a viajar, sin fijeza, no «obligan», no
«comprometen», aunque Pitágoras y los suyos anduvieran bien
comprometidos porque al fin fueron filósofos. Pero Aristóteles había visto
claro; no era posible fundar la Filosofía en el pitagorismo.
Pues Aristóteles había mirado desde «aquí», haciendo del hombre el
protagonista, a pesar de estar alojado enteramente en la Naturaleza, pues no
había otro lugar. Lo decisivo era que era, que el hombre había adquirido por
fin ser, lo cual podía resumirse en aquella enérgica expresión con que se

Página 162
cierra una de sus discusiones en torno a las ideas como géneros. «Un hombre
es hijo de otro hombre».
«Un hombre es hijo de otro hombre», pero el hombre no sólo engendra
hijos, sino historia… Y, al hacerlo, al hacer su historia mira más allá de sí
mismo. La historia no nace de un hombre solo, tiene que tener una tradición,
o algo que lo atraiga, nace con una determinación, en una circunstancia.
Aquella «participación» que había sentido en el concierto sinfónico, aquella
unidad de tiempo y alma, aquel «éxtasis». De éxtasis así, ¿no nace nada?
Y la historia tiene sus momentos extáticos; y en toda ella, ¿no se nace por
la participación en una idea que preside y atrae el ensueño? Sí, «como el
objeto de la voluntad y del deseo mueven»… «sin ser movido por ellos».
Entonces las ideas también engendran los «principios». ¿No era éste el
obstinado anhelo «idealista» de toda la cultura de Occidente? Práctica e
idealista, consustancialmente.
¿Y qué modos se habrán de seguir para que aquello que se engendre en
tales procesos especialmente «extáticos» sea permanente? Y cuanto más puro
sea el éxtasis, la participación más alta, ¿no estará lo que nazca más
amenazado? Max Scheler había separado de los «valores vitales» los «valores
del espíritu», mostrando la debilidad, la fragilidad de ese reino asimilable a
las ideas platónicas, mostrando a la vez cómo es ese mundo de las ideas
irrenunciables cuando no se renuncia a la condición humana; sobre el amor,
ese género de amor intellectualis, se funda la persona. ¿Y la historia?… La
dirección que se sorprende en ella, en la historia occidental, a través de sus
avatares, de sus terribles caídas, parece ser la misma, ir haciéndose persona.
La historia «personal», al modo de una persona. El hombre levantando el velo
de su propia historia para sacarla del pozo del terror, de la injusticia, para
desprenderla de ese residuo animal que una y otra vez reaparece, y del vacío
de la inercia amoral, de ese pantano en que cae el hombre mismo, de esa
trampa del no-ser activo que es el tedio, la inercia… que deja el sitio libre
para lo peor. Puesto que la vida no puede detenerse, se sigue viviendo,
haciendo historia, en el vacío, que viene a ser ocupado por los instintos
últimos y por algo peor, por esa crueldad sin límites con que el ser humano se
venga de encontrarse perdido en la vaciedad; ese diabolismo que la naturaleza
ignora, pues sólo sigue —al parecer— la línea de la necesidad.
Y en todo proceso creador hay un instante de vacío o una prueba del
vacío. Era la que estaba llegando en ese momento, mientras ella se las veía
angustiosamente con el ser y el no-ser, allí sentada entre sus «alumnos» con el
libro abierto y ese otro libro abierto ya por completo en la calle, en la

Página 163
atmósfera de la vida española. Las clases se veían a menudo interrumpidas
por las huelgas, por los incidentes, pues ya se ha dicho que era allí, en la
Universidad, donde se reñía la batalla; no hubo sangre allí, la hubo enseguida
un poco lejos, en los confines geográficos del territorio nacional y en el
confín de aquella lucha que ya se sentía entrar en el último capítulo. No se
preguntaba «¿qué iría a pasar?», sino «¿cómo iría a pasar?».
«La participación» se había ya verificado. ¿Cómo habría de manifestarse?
¿Dónde? ¿En qué manera? ¿Y cuándo?

Página 164
Un minuto de silencio

No se conocía aquel silencio que se extendió sobre la ciudad un día de los


pocos en que el invierno deja caer su oscuridad. Y, cuando hay vida, esta
oscuridad hace resaltar las luces, la vibración, volviendo la ciudad íntima,
casa o refugio más bien en el centro del bosque, calidad última que Madrid
alcanza para probar su condición de ciudad verdadera. Pues los tétricos días
del invierno ponen de manifiesto la capacidad de una ciudad para albergar sus
gentes sustrayéndolas a la desolación, su capacidad de irradiar calor vital, de
funcionar como un corazón. En los espacios abiertos de las ciudades del Sur
apenas se siente el corazón ciudadano, pues basta este palpitar cósmico de los
cielos y la tierra latiendo a un solo ritmo. En la vida abierta al cosmos de los
países del Sur, la virtud de sus gentes es la hospitalidad: ofrecer una sombra,
un techo, un lugar fresco que cubra de la intemperie de los rayos del universo,
del fuego cósmico y del polvo en que la tierra se deshace —ese polvo ardiente
que envuelve en remolinos el rostro salido directamente del horno del fuego
central—. Mas, en los países del Norte, en el aire helado y sin vibración,
cuando todo, hasta la luz, se declara ausente, la virtud humana es la
cordialidad; ofrecer un fuego y una humana compañía en que se siente el
latido del corazón que anima al propio a proseguir su marcha en este colapso
de la naturaleza, Las ciudades del Norte han de ser más ciudades en esta
capacidad de latido humano, de crear una interioridad viviente; florece su
vida en invierno; es el momento de estar juntos, de vibrar en la música, en el
pensamiento, en la palabra amistosa.
Madrid, ciudad de páramo en verano, se volvía norteña en invierno, era
entonces la capital del Guadarrama, que la acuchilla con su aire helado. Y aun
en los días claros, que son los más, la ciudad se ahueca, se hace cóncava para
que todos entren en ella. Y es cordial, irradia, palpita como un corazón; es una

Página 165
verdadera gran ciudad europea, aunque más pobre y de menos brillo, pero no
es cuestión de más o menos, sino de ser una ciudad de verdad.
Por eso no conocía ella aquel silencio, la oquedad de aquel día de
invierno. El hueco de la ciudad estaba ahí, pero vacío; no se sentía latir el
corazón; quizá fue así el día en que Larra consumó su suicidio hacía ya un
siglo, después de haber dejado testimonio escrito de su visión: «Madrid es un
cementerio donde se lee, en la tumba común: “¡Aquí yace la esperanza!”».
Quizá había sido así en todo el siglo XIX; su corazón de ciudad no debió de
latir y por ello ocurrieron aquellos espantosos episodios, de pesadilla, en que
la horca tenía un gran papel: la horca y llegar a ella en un serón arrastrado por
las turbas que gritaban: «¡Vivan las cadenas!». Y tantos siniestros episodios
que se hundieron en el vacío de España entera desde el regreso de «El
Deseado» tras la derrota napoleónica, como si hubiera habido que pagar
también aquello, aquel gesto de suprema y desesperada resistencia de un
pueblo que no mira porque hay algo más importante, más vital, que el
régimen que quieren imponerle, aunque sea mejor, mucho mejor que el que
reina sin merecerlo. «Objetivamente» fue un error oponerse a Napoleón, pero
era cuestión de ser o no ser. Y ese «ser» le fue cobrado al pueblo español por
la fatalidad «deseada», que le hundió, hasta le hizo descender hasta el fondo
de la abyección.
Y comenzó la serie de las guerras civiles a la muerte de tal Señor, como
si, más allá de su vida mortal, su fatalidad se prolongara en esa equívoca
herencia que dividió a los españoles. ¿Los dividió o estaban divididos? ¿Y por
qué? ¿No acababan de luchar juntos los que fueron «absolutistas» y
«liberales» frente al invasor? ¿Por qué, tras la unidad sagrada en defensa del
ser inajenable de la patria, sobrevino tan feroz discordia? Algo hubo de pasar
dentro del corazón de España. Y Madrid, la capital, quedó paralizada, dejó de
ser ciudad y se convirtió en ese algo siniestro que es la decadencia de la
ciudad cuando su pulso no le da para serlo; cuando no puede remontar la vida
nacional. No se queda entonces convertida en villorrio, sino en ese despojo de
ciudad que es el «barrio bajo»; la bajeza moral del escepticismo sin ternura,
esa ternura que florece en las grandes ciudades, que es sensibilidad,
inteligencia para el menudo vivir cotidiano. Cayó Madrid en aquella época en
una vida agria, despiadada, dada al crimen y al espectáculo de la pena de
muerte, que es el lujo que las grandes ciudades se permiten cuando el rencor
las gana. Una provincia rara vez goza de ese espectáculo y lo suele ver
aterrorizada como algo superior a sus fuerzas, distinción con que la regala el
destino y que siente como un baldón. Pero la gran ciudad, cuando su corazón

Página 166
pasa por el colapso o se ve ganado por la furia del rencor, se regala con el
espectáculo de la guillotina, de la horca, del rumor sordo de los fusilamientos;
es el crimen propio de la gran ciudad. El campo tiene el suyo, su crimen rural
en que una familia se venga de otra o una familia se destroza con furor; el
crimen rural está ligado a la familia, al rencor ancestral, es el crimen de un
ancestro, de un genos. Y hay también el crimen de hombre a hombre, más
propio de la pequeña ciudad mediterránea, pequeña pero ciudad —polis en
miniatura— en que el individuo se permite el lujo de su crimen privado, suyo
sólo; quizá se maten muchas veces por eso, y el argumento nada más que sea
el pretexto; por sentirse individuo, con su crimen propio, incanjeable.
Pues parece que a cada forma de existencia ganada por el hombre en su
marcha histórica corresponda una especie de crimen diferente; «el crimen se
dice de muchas maneras».
Y la Capital tiene el suyo, según la ley, que para eso es su sede, donde se
ajusta y se da ese lujo del crimen legal del ajusticiamiento; espectáculo
servido a todos, a la ciudad que, como un ídolo, necesita sus víctimas. Pues
parece inexorable que cada ídolo tenga su víctima. Y lo propio del ídolo es no
tener corazón. Basta ser alguien y quedarse sin corazón para actuar al modo
de ídolo; basta que el corazón se pare un minuto, un minuto de silencio, para
que el crimen venga a alojarse en él.
También en la vida de cada hombre: basta que el corazón se inhiba un
solo minuto, que deje de oír su voz y se retire su calor comunicante, su
irradiación; se siente entonces su hueco, la oquedad de la persona, del ídolo
que necesita alimentarse de una víctima: y se sienten deseos de matar; hay
que matar: un amor, una amistad, una hora de posible alegría, y el mayor
crimen de todos: el asesinar la esperanza. Los entrenados en una ascesis
cualquiera —de la fe o de la angustia— y las gentes simples que tienen fe en
su corazón saben que, cuando llega ese minuto, ese minuto de silencio, hay
que retirarse, adentrarse en él o hacerle adentrarse, recoger en la oquedad de
adentro el silencio de afuera y esperar, aguardar más bien. ¡Soportar esta
pausa en la respiración dispuesto a todo, al mismo acabamiento! Cuando no
hay «inspiración», hay que disponerse a expirar si es preciso… y no suele
serlo; la inspiración vuelve.
Siempre vuelve la inspiración; mas que al volver no nos encuentre con un
crimen cometido en ese minuto de silencio. El de España había durado
mucho, había sido un minuto interminable, como de la media noche invernal
en ese siglo XIX tras la vuelta de la fatalidad deseada. Había ido llegando la
inspiración lentamente, ya estaba ahí en su plenitud. Y nos había encontrado

Página 167
con muchos crímenes: los de tres guerras civiles acumuladas, los de tanta
persecución de la «Ominosa Década» y, después, los de tanta ignominia…
Y se sentía todo eso en aquel terrible domingo del más negro invierno. La
ejecución había tenido lugar lejos, en los confines del territorio nacional, en la
pequeña ciudad casi fronteriza de Jaca, donde la guarnición se había
sublevado contra el… estado de las cosas; se había adelantado quizá. Y
fueron sometidos a juicio sumarísimo y fusilados a continuación el domingo
de mañana, sus jefes: dos jóvenes capitanes que se declararon «responsables»,
que no se volvieron atrás. La capital no había asistido al espectáculo; no lo
hubo; fue un minuto de silencio que España hizo cuando lo supo.
Atravesaba el corazón paralizado de los «barrios bajos» aquella tarde de
colapso, con su padre y el hermano, ganados los dos por aquellos recuerdos,
reviviendo a medias palabras, por entrecortadas frases, los siniestros sucesos
que enlodaron aquellas mismas piedras hacía un siglo; pues no importa el
tiempo, cuando se teme que la situación pertenezca a la misma serie. No
podía suceder lo mismo ahora: por aquel empedrado que pisaban se había
desgarrado el cuerpo y la agonía del hombre que dio nombre al Himno de la
esperanza que hoy retomaba la República. El crimen «legal» decretado por el
fatal deseado lo había consumado el pueblo, degradado en turba barriobajera,
en ese populacho ensañado contra el hombre; esa boca del infierno que se
abre en algunos minutos, cuando el corazón calla en las entrañas de la ciudad.
Pues las entrañas son infernales; son el mismo infierno cuando no las rige,
con su medida, cuando en ellas no reparte su «logos», la víscera mediadora,
noble entre todas: el corazón. Sí; aquel trágico Empédocles lo había dicho al
modo de una prescripción de la antigua Medicina, la primera de todas, la
medicina de la Tragedia y de la primera Filosofía: «dividiendo bien el logos,
repartiéndolo bien por las entrañas». Las entrañas, dejadas del corazón, son
un puro infierno.
La historia pasa por esas horas que a veces se prolongan, como se
prolongan en ciertas vidas. Y quizá pudiera evitarse todo crimen si se
descubriera el modo en que un corazón supletorio tomara el lugar del corazón
que detiene su funcionamiento en el vacío; si fuera posible que, cuando un
corazón se para y deja a las entrañas vivientes gimiendo abandonadas, llegara
desde otro más amplio, más poderoso, una ola rítmica de calor, si se pudiera
prestar el propio corazón dolido al que va a hacer el crimen.
Andaban en la angustia de aquel silencio total en que van a verterse los
silencios de cada uno, del cada uno de todos los que callan. Ni una voz se oía,
ni un signo de ánima viviente. En el hueco de las calles y de los plazolones,

Página 168
las entrañas latían sordamente; se habían encerrado. Buen signo en medio de
todo aquel hermetismo; buen signo mirado desde el largo colapso que
andaban rememorando. Y esas otras entrañas infernales que son las máquinas,
las máquinas de matar, hicieron su aparición en aquel instante del siniestro
atardecer; en cada esquina desierta un grupo de soldados montaba una
ametralladora, imagen de las entrañas mecanizadas, movidas sin inspiración
ni aliento. Los soldados parecían mecánicos también, como deben de parecer
los que forman el pelotón de fusilamiento ante los ojos del que va a caer
envuelto en su propia, cálida sangre. Las entrañas enfriadas… aparecen
siempre de algún modo en las ejecuciones, en la muerte al dictado.
Las entrañas enfriadas, ¿las sentirá así el condenado a muerte desde que
conoce su fin y sabe la hora, el momento? ¿La vida sigue siendo vida cuando
se pueden contar uno a uno los latidos del corazón, sabiéndolos en una serie
definida —me quedan tantos— cuando se sabe ya el número de las horas, de
los minutos a vivir? Si la vida está regida por números, conocerlos es ya estar
muerto; de ahí, quizá, el límite en el conocimiento de sí mismo; pues,
mientras la vida haya de seguir su curso, ha de conservar un fondo de
inconsciencia que, en la vida humana de cada hombre, es el modo en que se
refleja lo inagotable de la vida, de la vida que nos envuelve. La sabemos con
un límite, la nuestra; pero mientras sea vida ha de funcionar participando en
cierto modo del carácter inagotable de la vida total. Saber el número de los
instantes que nos quedan por vivir, es ser ya póstumo, estar obligado a
respirar, a hacer latir el corazón, después de muerto, obligado a hablar y a
tenerse en pie y guardar silencio. Obligado hasta a andar esos últimos pasos;
hasta llegar frente a la irrealidad de aquellos hombres des-hermanos, sin lazo
de comunidad, mecanismos, aquellos hombres condenados también a ser
máquinas, a convertirse en poseídos de un gatillo.
Sentía náuseas y piedad profunda, hasta el fondo de las entrañas, de
aquellos soldaditos que parecían de cartón —tenían frío—, con la mano
apoyada en la ametralladora en actitud de disparar de un momento a otro.
Piedad y asco, y un grito contenido en la garganta, ese grito que nace
irrefrenable del fondo del corazón ante toda muerte al dictado; ejecución o
guerra ante la vista o la imagen de los hombres mandados a matar con las
máquinas al hombro, ese grito que todavía no se ha dado nunca
universalmente, rítmicamente, por encima de todas las fronteras y de todos los
abismos: «¡No disparéis, no disparéis!».
¿Habrá dado ese grito algún condenado cara al pelotón? No; se escuchan
gritos contrarios: «¡Disparad, apuntadme bien al corazón!»… Y se

Página 169
comprende. Es el grito de la víctima que se precipita viviente a la muerte, que
se da el lujo final de morir voluntariamente, de morir viviendo. Sería el grito
del que ordena disparar, si él también no estuviese enfriado en ese instante,
condenado también a participar. Lo habrían de dar los que miran si ellos no se
enfriaran también, asimilados por el terror, fascinados o hechizados por el
acto en que una vida cesa según número… ¿Quién habría de darlo? Alguien
que estuviese enteramente vivo en un momento tal, libre de la usura de la
muerte.
El grito se le enfriaba en la garganta y la ahogaba. El grito ahogado a lo
largo de nuestra vida ante el hechizo del mal, de la muerte dictada, silencio
por el que participamos del crimen que otros hacen, pues nuestro corazón no
salta para despertar al suyo. El corazón, ¿tendrá fuerza alguna vez para
atravesar la conciencia hechizada por el mal que ve cumplirse? Y no hace
falta que sea la muerte, la calumnia que ante nosotros se dice, el despojo que
ante nuestros ojos se comete, la crueldad infinita de un gesto o de un silencio
ante el hermano, la fuerza, la fuerza para romper ese minuto de silencio que
suspende la vida cuando se mata a Dios de algún modo en nuestro prójimo.
No; ella no lo hizo. Subía de su pecho la náusea. Se sentía hechizada.
No llegaron a disparar aquellos soldados. La ciudad no quiso darles la
cara; se hundió en el silencio, que era participación en aquel minuto de
silencio habido aquella mañana en el campo de Jaca. Y el pequeño grupo
familiar, atravesando el laberinto de las ametralladoras, volvió a la casa sin
decir nada; se pusieron a alimentar el fuego de la chimenea hasta pasada la
media noche.

Página 170
La inspiración

Se recobró pronto el ritmo; mas ya era distinto. Como una oleada de sangre
recorrió el cuerpo de la nación. Se sentía esa aceleración que imprime la
entrega, el precipitarse de la sangre dispuesta a derramarse. No hubo más
ejecuciones. El Ejército no prosiguió la batida iniciada y fue bueno… Las
armas callaron y fueron las palabras, las actitudes, las personas, las que se
precipitaron como en un río incontenible dentro de la Cárcel Modelo. Estaba
llena; estudiantes, algunos, obreros, pocos, intelectuales, políticos, y aquel
grupo de hombres que se constituyeron en «Gobierno Provisional de la
República». Ya había hasta Gobierno, pero ella misma, ¿cómo vendría?
A la puerta de la cárcel se agolpaba todas las tardes, a la hora de la visita,
una muchedumbre que rebasaba en mucho el número de los visitantes
admisibles. Y no pocos de los que allí se veían pasaban dentro, mas para
quedarse. El rey pasaba, a veces también, camino de sus cacerías. La vida de
la ciudad afluía hacia aquel lugar límite con el Campo de la Moncloa; se
convirtió en una especie de centro donde todos se sentían impulsados a ir
aunque no tuvieran amistad personal con ninguno de los encarcelados, para
estrecharles la mano, para decirse a sí mismos: «he ido».
Y una red comenzó a tejerse en torno de aquel centro. Para llevarlos a
todos, especialmente a los estudiantes y a los obreros, los complementos de
vida necesarios en aquel invierno no muy crudo, pero al fin invernal. Para
llevarles más que nada el aliento, el latido del corazón supletorio, aunque no

Página 171
lo necesitaran. Pero en tales momentos de participación, ¿piensa nadie en lo
que se necesita? Aunque el corazón sea el órgano más necesario, no es
menester que le hagan presente la necesidad, pues es el órgano de la
participación. Y la participación no tiene límites, o se los va trazando a sí
misma en virtud de sus razones. La participación tiene sus leyes íntimas, no
formuladas ni quizá formulables; cuando el «logos» se reparte en las entrañas
renuncia a la palabra como medio total de expresión, se convierte en acción,
en gesto, en actitud, en… inspiración que encuentra en cada momento la
solución imprevisible, el milagro humano. Casi milagrosamente encontraba
ella el tiempo y la energía, fiel a aquella especie de voto ante sí misma de no
pertenecer a ningún partido político. Trabajaba, se movía anudando aquella
red de comunicaciones en torno a los que estaban en la cárcel y entre todos;
no seguía ni podía seguir un programa determinado ni se le presentó siquiera
el entrar en ninguna acción determinada, en un proyecto subversivo. ¿Los
había acaso? Ella lo ignoraba y no había muestra alguna de haberlo. El
desenlace era cierto, habría de ser cosa de inspiración; algo imprevisto.
Habría de ser casi un milagro.
La red poco tenía, nada en la que ella estaba, de conspiración: era la red
que forman las manos que se estrechan, las miradas que se cruzan, la que es el
mínimo de organización para captar la vida que se desborda, la vida en esas
horas en que es más que nunca cosa líquida, agua que rebasa su propio
cuerpo, que está en cada instante más allá de sí misma. No se la puede fijar.
Querer hacerlo es un crimen, crimen que ya ni la Razón puede cometer desde
que cayó en la cuenta de que impone a la vida sus leyes, sus sombras. Ortega
usaba a menudo en clase la metáfora de la red para hablar de la razón cuando
pretende captar la realidad múltiple; la red que impone su estructura, ese
mínimo de estructura indispensable, ya que es indispensable la razón a la vida
humana. Y la red, estructura viviente, forma tejidos; la hay en la sangre. Y es
metáfora de transmisión; la red transmite la participación, anuda esos hilos de
la simpatía y el sentir. No transmite órdenes sino impulsos, vibraciones
sutiles, una inspiración; por eso capta caminos que hace el agua para tomar
una forma, ya que lo humano ha de tenerla y la realización del ensueño de una
vida líquida, fluyente, sin represas, está lejos de realizar. Una vida en la que
no hubiera tampoco redes por no haber diferencias, sólo la abismal y
transparente profundidad de las aguas donde el pez, espíritu de las aguas, sólo
con respirar viviera; el abandono puro en las aguas de la vida, volver a
respirar dentro de las aguas del primer día de la creación no mancilladas con

Página 172
la lucha. Utopía, sólo utopía… Ahora y aquí la red es lo menos extraño al
espíritu de las aguas, de la vida que no necesita organización.
A través de toda España se extendía y llegaban por ella las transmisiones,
que parecía que toda España estuviera presente. La presencia, la forma plena
de la sociedad se da en lucha con la ausencia y la lejanía insalvable. La vida
será así, mientras no podamos estar presentes los unos a los otros en cada
hora, todos. No sería ya vida humana, vida del ser que puede y necesita
esconderse, que ha de irse descubriendo a lo largo de su historia. En las horas
siniestras, nadie aparece, todos están escondidos, aun para sí mismos. El
terror nos oculta, nos vuelve animales de selva. Y las horas ignominiosas
dejan sin rostro, «se ha perdido la cara». En la inercia se está presente en una
especie de vacío, de presencia mínima, y eso ante los que se ven y tratan;
lejos, en el horizonte vital, se abren huecos, simas de ausencia. Se vive
solamente con los que se tiene relación, y por un motivo. En las horas de
ensanchamiento de la historia, cuando algo nace, cuando la esperanza se
muestra, una esperanza compartida, la presencia crece, es mayor la dimensión
de nuestra persona, de nuestra alma que aparece ante el prójimo; emergemos
junto con él. Y así la distancia se anula y una presencia surge entre los que no
se conocen ni se conocerán nunca. Y cuando se encuentran, «creen conocerse
desde siempre» sin haberse visto nunca. Es la hora en que la esperanza
agranda la superficie de contacto entre los que forman parte de un pueblo, de
una comunidad. Mas desde allí irradia a todos, todos los hombres, y se está
presente ante ellos; cualquiera pudiera llamarnos, llamar a nuestra puerta. Las
viejas religiones insisten en que se ha de tener la puerta abierta para el
huésped desconocido que llega inesperadamente. No abrirle es a veces no
abrir al mismo Dios. La esperanza despierta franquea la puerta sin
deliberación al hermano que llega, porque todos lo son, «es el hermano».
Era así. Los desconocidos se conocían desde siempre; no había
desconocidos, pues que en tales horas nadie se resiste a la presencia. Estaba
lejos aún la hora del beso en la mejilla; de la presencia falseada.

II

Una mañana supieron por la prensa que se había ido el Dictador; quedaba en
su lugar otro General que le había acompañado en los primeros tiempos al

Página 173
implantar la Dictadura. El Gobierno, aún prendido por un militar, se había
formado bajo el signo del poder civil y se buscaba incorporar a aquellos
intelectuales de corte europeo, de espíritu liberal, que jamás habían
intervenido en política. Era sólo una última y tardía inspiración que el rey
pareció aceptar para salvar la monarquía: llamar a participar en ella a los
hombres intelectuales que un día integraran el partido reformista y a otros que
jamás habían pertenecido a ninguno y que habían permanecido en actitud
insobornable, al margen de toda participación en el poder; lo cual hubiera
debido ser suficiente para despertar al rey de su sueño, para hacerlo despertar
al compás de España. No le habían faltado a Su Majestad a lo largo de su
reinado gentes que le advirtiesen de la presencia en la vida nacional de los
intelectuales, no como señal de amenaza sino para hacerle percatarse de su
valor, de lo que significaban como cifra de una España renovada. Algunos
aristócratas, entre ellos algunas damas, habían tomado la iniciativa de hacer
que el rey conociese personalmente a algunos de aquellos hombres, los de
mayor significación intelectual, alejados de la acción política concreta. Y este
espíritu había llegado a crear una cierta atmósfera de convivencia entre un
pequeño grupo de la aristocracia palatina y una cierta zona de la vida
intelectual. Mas Su Majestad no había sacado provecho alguno de aquellas
inspiraciones, y todo lo que se había logrado era algo que daba a la vida
madrileña una dimensión de ciudad europea, de ciudad española de otros
tiempos, en que los nobles y los «ingenios» no se ignoraban y hasta andaban
en una cierta familiaridad que el siglo XIX había destruido por completo entre
nosotros. Mas no era bastante aquel gracioso y estrecho puente sobre el Canal
que circunda Madrid para cubrir los abismos cada vez más profundos y
múltiples entre la vida nacional y la monarquía decimonónica.
Era ya tarde, por mucho que ciertas buenas voluntades, algunas femeninas
y de alto rango, se moviesen para anudar los hilos del tapiz de imposible
reconstrucción. También ellos tejían su red, que mostró no tener poder alguno
para apresar a ningún «espíritu de las aguas»; aun dentro del área de la vida
oficial no había contradicciones internas; hubiera sido necesario eliminar
totalmente la injerencia de los militares que, por esta vez, habían sido no los
irruptores, sino los invitados de honor del Señor de la Casa. Fue, sin duda, la
inspiración que tuvo un viejo y hábil político liberal, hombre culto de espíritu
abierto a toda vibración, uno de los pocos partidarios de interrumpir la
neutralidad de España en la Guerra de Europa en favor de los aliados, con la
mira de la incorporación al ritmo histórico de la sincronización con Europa, a
través de la ayuda prestada a nuestros «aliados naturales». Mas el General que

Página 174
sustituía a Primo de Rivera tenía, a su vez, otra «inspiración», aún más audaz
en cuanto a las eliminaciones. Tan audaz que hubo de dimitir él mismo. Fue
sustituido por un Gabinete presidido por un Almirante de la Armada, de
espíritu liberal, según la tradición de la Marina española; hacía falta un gran
marino para evitar aquel naufragio. Debió de sentir al fin Su Majestad lo
precario de la situación, lo en entredicho que estaba su figura y la Institución
misma. La alternativa era clara: o bien aceptar la inspiración, o bien seguir el
camino emprendido por la suya propia un día; es decir, apurar la dictadura.
Pero aquella forma de dictadura no podía apurarse; hubiera tenido que
edificar otra. Levantar una estructura que algunos colaboradores del General
Primo de Rivera intentaron sin alcanzarlo. Hubiera sido nada menos que la
constitución de un régimen fascista español que, a diferencia del italiano,
hubiese tenido por función la defensa y apuntalamiento del régimen…
simplemente monárquico, sin más. Vale decir que hubiera sido cosa de largos
años inventar el régimen capitalista necesitado de apuntalamiento, remover la
estructura de la nación… Hacer, en suma, una revolución, toda una
revolución. Y el rey no tenía vocación de revolucionario, ni nadie de quienes
le aconsejaban. Había llegado, por el contrario, esa situación precaria por
inercia, por… arrastrar los pies como en aquellos desfiles en que ella le había
visto varias veces por las calles de Segovia, al frente de los artilleros. Le cabía
quizá aún una tercera vía, que era el apurar el impasse: una dictadura militar,
pero más violenta, dispuesta a derramar la sangre, a perseguir, a hacer una
revolución… policíaca, un terrorismo desde el poder. Mas ¿estaba el Ejército
dispuesto a ello en aquel entonces? No hubo signos; no hay motivo tampoco
para creer que el mismo monarca estuviese decidido a ello; no dio señales, al
menos visibles, de estar decidido a ir «más allá», a llegar hasta el terror para
conservar su trono, que, por otra parte, no debió de creer que estaba tan
próximo a perder. Y no es verosímil que tuviera serias intenciones de llevar al
país al sometimiento absoluto a una tiranía terrorista, ni menos a provocar una
Guerra Civil; en todo caso, la acusación contra la máscara histórica no podrá
formularse en estos términos. No lo hizo ni dio muestras de intentarlo.
Estaba desahuciado cuando aceptó seguir la inspiración de la voz sibilina.
¿Qué hubiese ocurrido si hubiera dado oídos a la tentación que una voz así
deslizara en su oído, un día ya lejano, de arrancar a España del paraíso de la
neutralidad cuando la Guerra Europea? ¿Es que algún político de vocación
puede amar la neutralidad? ¿No es el espíritu político el más serpentino de
todos, el que más sigue a diario el bisbiseo prometedor de la serpiente, tan
parecido a la esperanza? ¿Habría política si se acatara de una por todas este

Página 175
bisbiseo que despierta la esperanza ó más bien la aprovecha para el logro de
la ambición? ¿Habría política sin esa ambigüedad esperanza-ambición? La
posibilidad esencial de la esperanza humana de quedar fascinada, de
desviarse, lo que en la vida personal sucede trágica o gloriosamente,
ambiguamente: «yo esperaba y entonces me ofrecieron» o «yo no esperaba,
pero me ofrecieron». El día en que ya nadie pueda decir esto, sólo ese día, la
pasión política habrá terminado; el hombre habrá apurado ese aspecto de su
pasión.
Y hay quien no va cuando le ofrecen y sólo va cuando le permiten ofrecer,
y ello no evita la pasión, que éste es el caso. Sí; ella esperaba y le ofrecieron,
más de una vez hubieron de ofrecerle, mas sólo aceptó cuando la oferta
consistía en permitirle ofrecer, ofrecerse sin más. Y la pasión parece tener así
un término concreto; es una pasión limitada, de acuerdo con aquel aviso y con
la «ética» del joven y prudente Ulises. Pero la pasión termina cuando el
triunfo llega y después, después, si llega la hora de la derrota, y de verdad,
otra vez se está ahí, resulta que se ha estado para proseguir la pasión ya para
siempre; la pasión pura, ya en el vacío, ya hasta sin esperanza. ¿Qué historia
puede ser ésta? La historia de una esperanza no fascinada por la ambición,
desdeñosa de ella, la historia de una esperanza que rechaza la «tentación».
Mas ¿no habrá varias tentaciones para comprometernos hasta el alma en la
marcha de la historia, para hacernos entrar en los tiempos históricos sin
escape alguno? Es la historia de esta generación joven que aupó sobre sus
hombros, con ánimo alegre y apasionado, con ánimo deportivo-ascético, la
República española. Dijeron casi todos «no», como ella dijo a la hora de la
ambición, nada ilegítima por cierto, para luego adelantarse a la hora de la
pasión definitiva, de la muerte cierta o de la vida en agonía, tan cierta como la
misma muerte, la agonía de sobrevivir.
Llegaba la hora. La hora de la esperanza cierta, sin tentación aún que la
hechizase; la hora de la esperanza pura, entera; la hora en que lo que se espera
hay que traerlo a realidad. Ninguna ambición es posible en ese instante.
Dormía la serpiente, la que estaba del «otro lado» ambigua, bisbiseando en el
oído del condenado ya: «si haces esto, si eres inteligente, tendrás el poder»…
¿A quién sirvió la serpiente, a quién quería servir? Ambigua, diplomática más
que nunca, sirvió a la esperanza. Hay serpientes inocentes, que fingen la
tentación porque, sin ella, no habría, por lo visto, historia.
¡La inspiración de haber una historia sin serpiente! Si hubiéramos
construido sobre ella una teoría, si hubiésemos siquiera intentado esbozar la
edificación de un sistema, sería una más de las utopías que han atravesado el

Página 176
mundo occidental, más modesta por no haber ningún genio sistematizador
entre nosotros. Mas no llegamos a tener siquiera consciencia de que ése era
nuestro ensueño; nuestro delirio aprisionado en el destino consiguiente. Y así,
sí servimos a la inspiración en la inocencia, más utópica aún por la falta de
«utopía».
Es la Utopía el lugar donde aparece aprisionada la inspiración de la
historia en Occidente, como en una cárcel a veces donde algunos obstinados
van a rescatarla. Los ideólogos, con sus guardianes y con sus celosos
definidores, que miden para que no se vierta su inspiración en la historia, para
seguir conduciendo su agua, aprovechándola en un solo molino; la historia de
una inspiración sin utopía es otra historia, una rara historia. ¡Qué pocos
pueden contarla ya, esta historia de nuestra inspiración, de nuestro delirio, un
delirio de pureza condenado tan pronto por el destino! Y el destino —el fatal
— no es sino la historia misma que rechaza la inspiración.
Nadie pensó tener que contar esta historia en aquella hora, pues la
esperanza no fascinada por la ambición se cree libre, sin historia. Y allá, en el
fondo de esa esperanza, alentaba esa otra utópica que no se atreve a decir su
nombre: la esperanza de que se haya deshecho de una vez el maleficio, el
encanto de la serpiente, de que, habiendo llegado a obedecer, surja la historia
inspirada, la historia que el hombre haga en obediencia ante la inspiración,
libre de ambigüedad; una historia transparente, que no arrastre a los hombres
a la fatalidad de la pasión.
Nunca se lo dijeron entre ellos. Mas estaba sin duda implícito en aquel
«no» que la mayoría de aquellos jóvenes, mis compañeros, dieron, dimos a la
propuesta de actuar, de ocupar escaños en aquellas Constituyentes que fueron
nuestra gloria, de las que tuvimos los primeros la prefiguración, la
inspiración, en aquel «no» que nos devolvió a nuestra vida privada tal como
la habíamos dejado tres años antes, deslumbrados los ojos y con las manos
vacías, enteramente vacías, sin necesidad de lavatorio previo para entrar a
nuestro quehacer interrumpido, como jóvenes un poco maduros ya para el
lugar que habíamos perdido, pues otros llegaron que no habían tenido que
ofrecer nada, nada de sus vidas, para gozar de aquella vida ancha que se les
ofrecía.
Aquel «no», que fue otra vez «sí», a la hora definitiva en la que volvimos
a encontrarnos, por poco tiempo. Los primeros días del «frente de Madrid»
consumieron muchas de aquellas vidas; sembrados os quedasteis para siempre
en aquellos lugares por donde habíamos pasado en aquellas horas sin peso, a
orillas del Manzanares, en la Sierra, en la última de las excursiones rituales;

Página 177
allí quedó aquel muchacho que escuchó mis «clases», aquel que parecía ser el
joven ofrendado en sacrificio de cada generación, como en nombre de todos,
y el escultor del granito del Guadarrama, más granado ya en obra y en años;
entre los dos marcan los límites de la generación que sirvió a la esperanza sin
ambigüedad, que nunca pronunciaron la palabra «sacrificio» y no la hubieran
aceptado para definir su acción. ¡Cosa tan natural que era! Y los fusilados en
lejanas provincias y en las encrucijadas de los caminos, como aquella
muchacha bella y llena de vida que había colaborado desde Pamplona, como
su marido, quince días de Gobernador, lo preciso para sostener la lucha hasta
caer en el patio del Palacio de Gobierno, acribillado. Y Fe, cortada en dos por
las bombas al borde mismo de la frontera, con su niña de la mano. Y años
más tarde el destierro, los suicidas, aquel que la detuvo en el umbral de la
muerte, su médico hermano que se había arrancado tan lejos desprendiéndose
de la que más quería y, al regresar, al querer reintegrarse al mundo de
Occidente y a la vida normal del destierro, no pudo, se arrancó otra vez la
vida ya para siempre. Y al que vio, día tras día, inclinado sobre las pruebas de
imprenta, sobre los libros que había de traducir, ahorcado en un cuarto de
hotel de una ciudad mexicana; y aquel otro escritor despeñado de la ventana
de una pulcra universidad de Estados Unidos; y el otro, sí, y otros más, los
suicidas del destierro, pertenecen casi todos a esta generación que participó
sólo para ofrecer, para ofrecerse, y la tortura sin fin, inimaginable, que había
para los vencidos que quedaron dentro. Sí; os comprendo, os comprendo.
¡El suicidio, el suicidio histórico que creíamos haber conjurado para
siempre lo llevábamos en nuestro destino! La obediencia a la inspiración de
decir «no» les había hecho decir «no» entonces a la vida, por haber seguido la
inspiración de la esperanza y haber cerrado el oído, sin esfuerzo, a la
ambición que la torna ambigua. El suicidio por entrenamiento en seguir la
inspiración sin cálculo. Llega otra vez la hora de la inspiración, anegando con
su negación irresistible; y no se le opone resistencia porque se ha entregado
muchas veces la vida, porque no hay dibujada una imagen, ni se ha fabricado
una máscara, la máscara histórica que permite esperar revestido de paciente
ambición.
Sucedían ya todas estas muertes en nuestras vidas cuando llegó la hora, la
hora de la plenitud de la esperanza en que la vida de todos era pura presencia
que no parecía contener posibilidad de muerte, porque la muerte viene del
estar escondido, y aquel que llegue a estar presente, presente del todo, será del
todo, será actualidad pura, libre de acabamiento. Y esto se siente ya en esta
vida cuando se ha dado todo por la esperanza común sin haber retenido una

Página 178
parte a escondidas para nosotros. Y ahora no puedo revivir aquella hora,
entrarme en ella por la galería de mi memoria sin nombraros. No se llora
cuando se está escribiendo; eso es figura retórica; pero además no quiero
lloraros, os llamo tan sólo porque así me llamo a mí misma, para sentir
vuestra voz mezclada con la mía y poder contestaros que estoy aquí todavía,
para que me llaméis desde ese silencio en que habéis caído, desde esa vida
que dé el que pudimos ser, de aquel otro tan distinto que crecía a nuestro lado,
mientras éste que supervive afronta la deformación impuesta por la imagen
deformada que crea el vivir con las raíces al aire. La vida se nos ha escindido;
los supervivientes tenemos las raíces al aire, vosotros los muertos sois las
raíces; sólo raíces hundidas en la tierra y en el olvido.
Todo estaba en aquella hora ya, toda nuestra suerte. Desaparecimos en el
ancho mar de la vida de todos, nos perdimos ya, generación sin personalidad,
con sólo una silueta habida a pesar de ella misma; el triunfo de la esperanza
que levantamos a pulso nos anegó. Luego la hora trágica volvió a levantarnos,
la esperanza llevó sus víctimas; mas, al hundirse en la derrota, nos lanzó de
nuevo a nuestra escueta vida de supervivientes; generación de medio-seres;
sólo juntos haríamos un ser, un ser con toda su historia. La «Utopía», nuestra
utopía, se nos ha cuidadosamente repartido; a vosotros, los muertos, os
dejaron sin tiempo; a nosotros, los supervivientes, nos dejaron sin lugar. Y así
parecemos haber sido sacrificados sin máscara alguna a la esperanza, sin la
protección de un nombre definido, de una personalidad, simples víctimas,
como si hubiéramos entrado desnudos en la historia, ese baile de trajes. En
esa cabalgata —llevados por otros, enseñoreados de otros, de hombres que
han querido y logrado poseer—, entramos desposeídos y por nosotros
mismos; así que tampoco podríamos formar en el cortejo de las víctimas ni de
los siervos, ninguna clase nos recibiría bajo la bandera de su lucha. Quizá la
vanguardia de una historia sin máscara, de una historia del hombre libre de la
ambición de poseer e irreductible a ser poseído. Su vanguardia, los testigos, el
testimonio de que alguna vez se ha querido una historia así, de que no se
quiso ninguna más bien, de que se obedeció simplemente a la inspiración de
la esperanza sin mezcla, semillas, quizá, de otro modo de ser hombre, de la
desnudez y del desasimiento en la misma historia, de una inocencia
responsable, y de seguir la inspiración a través de la conciencia. Un modo de
luchar con la serpiente.
Los muertos no tienen voz; es lo que primero pierden. Se los oye dentro
de uno mismo, en esa música que por instantes brota cuando más olvidados
estamos, como si ya nunca pudiésemos estar solos. Y llegan palabras

Página 179
entrecortadas, sílabas de ese país de la muerte. Una voz, ahogada en el
esfuerzo para hablar, quiere contar su historia; todos los muertos prematuros,
los muertos por la violencia, necesitan que se cuente su historia, pues sólo
debe de ser posible hundirse en el silencio cuando todo quedó dicho, ya
apurada la vida como una sola frase redonda de sentido. Rendir el alma sólo
se puede ante una vida que en su razón fluyente recoge las nuestras, las
razones de lo que vivimos, de lo que nos tocó vivir. Mas cuando aquel trozo
de destino se hundió como una Atlántida, pero en el seno de una historia sin
fondo, cuando se siente funcionar otra vez el arcaico dios que devora a sus
hijos desposeídos hasta del tiempo, no es posible aceptar el silencio. Pues hay
el silencio de la razón cumplida que va a integrarse con todas las razones, a
ensanchar el curso de la armonía. Y hay el silencio disonante que deja en el
aire la palabra entrecortada, la razón convertida en grito, el silencio que
despoja al condenado del esqueleto de su verdad. El silencio que envuelve a
la inspiración asesinada.

Página 180
La hora

Parecía ya lejos cuando el Dictador salió del poder y de España; se le vio en


su imagen triste, envejecido, aplastado de pesadumbre; quizá se dio cuenta él
también, en aquella hora, de la triste figura de su engaño, del que le habían
hecho hacer; debió de llegar a París como una criatura peor que herida,
humillada de esa afrenta que siente sobre sí el que ha puesto su corazón en un
engaño urdido por otros. Iba también pobre.
Había aflojado el rigor de la censura. Se publicaron en El Sol, un buen
día, el primero de los artículos de Ortega, «Delenda est monarchia»; luego el
otro. La suerte estaba echada, visiblemente; ya no sólo era inevitable, sino
irrebatible.
Se convocaron las elecciones, no a Cortes, sino simplemente a concejales.
Buena inspiración, consecuente con la historia «feudal» de España, querer
rescatarla así, partiendo de una institución local, expresión de la ley en cada
lugar. Y hubiesen tenido miedo ellos si hubiesen recordado la capacidad
histórica del alcalde, del Concejo. ¿No fue un alcalde de un pueblo bien
cercano a la Corte quien declaró urbi et orbe la guerra a Napoleón? «Yo, el
alcalde de Móstoles». ¿Dónde queda eso? No lo recordaron o quizá sí; la
serpiente de tan larga memoria, la serpiente inspirada, tal vez lo recordó en
silencio. Se publicó la convocatoria y con ella veinte días, veinte, de entera
libertad de expresión escrita y hablada para la propaganda.
Llegaba aquella libertad como debe de llegarle el uso de su cuerpo a los
que durante años han tropezado con la tapia de un patio en sus paseos; el
amplio diálogo a los que llevan tiempos indefinidos de soliloquio, o de
conversación entre iniciados.
Faltaba el entrenamiento político y era uno de los más graves daños que
una tal situación puede producir en un país; una generación había quedado sin
acceso a los escaños del Parlamento, sin posibilidad de medir sus fuerzas y

Página 181
sus ideas frente a la «realidad». Excepto los políticos maduros, todos los
demás salían de sus soliloquios compartidos, de sus monólogos en alta voz;
había llegado la hora de comparecer ante todos, para dar cuenta de la soledad
en que se había vivido tanto tiempo.
La soledad, hay que dar siempre cuenta de ella; por paraíso o por infierno
a la vez hay que someterla ante el juicio, su purgatorio. La soledad no es una
sola; hay soledades, y de todas hay que comparecer ante el prójimo, llevarlas
a la comunidad para sufrir su prueba definitiva, si de ella puede extraerse algo
que sirva para todos: pensamiento, acción eficaz, una más pura compañía. Y
de la soledad que no deje al expresarse, al exprimirse este jugo, qué ofrecer a
los demás —esta bebida de pensamiento o de pasión—, se quedará condenado
a esterilidad perpetua, a pena capital con que la persona paga el haber
dilapidado tal tesoro.
Porque habían estado juntos, pero solos, solos de España; la habían tenido
presente y, cada vez más, abierta como un horizonte que se desplegaba. El
que está solo siente la presencia de la realidad que le falta; en este caso era
cierto que España se había ido haciendo presente, mas la confrontación de la
presencia faltaba y ahora estaban ya abocados a ella.
Había que ir. España entera, desde todos sus rincones, aguardaba. Se
abrieron las plazas de toros para las muchedumbres que las llenaban hasta
hacerlas desbordar como una copa que ya no puede contener más vino de la
garrafa que sigue llena; aguardaban a la puerta, les abrían paso ya desde las
afueras del pueblo gravemente con una expectación silenciosa, con una
contenida avidez.
Se encontró con un pequeño grupo de hombres de diferentes partidos
políticos entrando en una ciudad manchega. Habían llegado en automóvil a
través de los campos de Don Quijote, después de bordear a corta distancia la
Cueva de Montesinos, uno de los secretos del laberinto español, de sus
magias. Cervantes, el prototipo del ingenio laico, dibujó el mapa de los
lugares sagrados de la planicie central que habían atravesado hasta llegar a
aquella ciudad fronteriza, al borde de aquella comarca.
No era una multitud agitada la que los esperaba ya congregada en la plaza
aquel domingo de áspero inicio primaveral. Ni estaba tampoco llena de ese
entusiasmo que es entrega previa a cualquier palabra que vaya a decirse;
esperaban en pie, simplemente. Y era por eso tan impresionante la multitud;
pues revestía toda ella la misma solemnidad que un solo hombre; ellos
también habían estado solos; eran dos soledades que se allegaban. Y el
sentirlo así le quitó un poco de aquel pánico que se le había ido agudizando

Página 182
por el camino, el terror del que sale de su soledad a comparecer frente a la
multitud. Pero ahora se veía formada de soledades, y ella en su conjunto una
sola soledad. Y había ese silencio y esa distancia que debe mediar entre dos
prometidos que, al cabo de largo tiempo de saber que lo están, al fin se
encuentran; unas nupcias a la antigua.
Y en el comedor del hotel destartalado vio pasar ante ella los platos como
algo imposible; ayunaba en espera de otro alimento. Y admiraba de aquellos
señores con quienes venía sus charlas, su risa, su aplomo; uno callaba sobrio;
era un socialista más habituado a trabajar técnicamente por aquella multitud
que a enfrentarse con ella; mas nada decía; tomaba nota. Y al fin, tras varias
tazas de café —lo único que pudo pasar por su garganta un tanto apretada—,
se pusieron en marcha hacia la Plaza de Toros. Estaba llena y silenciosa;
ningún vendedor de los habituales refrescos gritaba por los tendidos. No había
ni sol ni sombra; era un día neutro; la multitud también lo era o lo estaba. No
se la sentía; era una multitud ensimismada que se había retirado hacia adentro
para escuchar mejor, para entender mejor; para mirar. No hubiera tenido el
valor de hablar la primera; afortunadamente la corteja de ritual la había
situado la última; tenía tiempo.
Y fue notando que, a medida que hablaban los oradores y contestaban los
aplausos como en un juego antiguo, ritual, el tiempo se le había transformado.
De nuevo, el sentir la multiplicidad de los tiempos la salvaba, porque ya no se
creía «frente a» sino «en», como en el juego infantil del corro que siempre
comenzaba a jugar con miedo, sabiendo que al final ella tendría que avanzar
al centro de aquel redondel ante las miradas de todos y recitar el monólogo:
«Yo soy la viudita del Conde Laurel». Y luego, cuando le llegaba la hora, ya
estaba dentro del corro y lo cantaba sintiéndolo en voz alta, dejándolo salir de
su corazón como lo cantaba cuando estaba sola. Y así, en esta hora cada vez
más íntima, más vivida hacia adentro, el tiempo de su infancia la envolvía,
estaba como en aquellas plazas cuando, en una hora a la caída de la tarde en
primavera, sentía el olor de las acacias o el respirar del jardín, y aquel vacío
de la plazuela se había llenado de una respiración rítmica viviente; el vacío se
había transformado en espacio de vida, donde la propia voz no se oye. Así
habló, sin oírse; el aire vibraba sin estruendo, los aplausos habían ido
creciendo cada vez más frecuentes y más parecidos al ruido del mar, pero el
desbordamiento no se había por fortuna producido; seguía el
ensimismamiento, jugaban el mismo juego y por eso habían ido entendiendo
como se entienden los niños al rememorar el inicio del teatro, el origen de la
tragedia, en el juego del corro. Y le subía desde la memoria íntima aquello

Página 183
inexplicable que le sucedió al cerrar el Prometeo encadenado la primera vez
que lo leyó; se sintió así, dentro de un corro que decía «Antón, Antón
Pirulero, cada cual atienda a su juego; y el que no lo atienda pagará una
prenda; Antón, Antón…». Ahora lo sentía también, como si aquella fuera la
canción escogida para jugar aquella tarde: «¿—A qué vamos a jugar?». «—Al
Antón Pirulero». Y, aunque le temblaban las piernas, pudo recitar su parte; no
tendría que pagar prenda. No debieron de oírla lejos, aun con el micrófono,
pero no sintió ella el vacío donde la voz se pierde; los sentía cerca y ella en
medio, dentro del corro. Y los aplausos que cerraron con su pequeño discurso
el acto sonaron en sus oídos como los coros de las óperas arcaicas, aquella de
Gluck en que una tragedia antigua acababa bien, y un coro lo festejaba
entonando una melodía casi igual a la de los corros infantiles. Y, estando
oyéndola aún, recibió los ramos de flores que le ofrecían en una guirnalda
interminable. Los reconoció; eran los mismos ramos apretados, de rosas
puestas en pirámide, aún a medio abrir, de clavellinas los más, por el tiempo,
y hasta alguna violeta rezagada, el olor de los alhelíes, las flores de los
huertos que cortan siguiendo la ceremonia secular en los pueblos cuando llega
alguien a visitarlos de la ciudad, o para llevarlos a la Iglesia; las flores con
olor a tierra, fragantes, de colores enteros y delicados, las flores de la tierra
abriéndose a la primavera. Se sentía acogida en la intimidad de aquella
España antigua, intacta. Grupos de mujeres se le acercaron curiosas a la
salida: «Mira, nos habían dicho que iba a venir una mujer y es una
muchacha». «¡Qué jovencita es! ¡Parece tener sólo veinte años!»… Menos
aún, menos en esa hora; del fondo de su infancia había subido, anegándola,
aquel tiempo de la intimidad y de la distancia, aquel tiempo en que se juegan
los juegos serios; el tiempo arcaico. ¿Por qué?
En el automóvil camino de Madrid, medio dormida aún, oía dentro del
ruido del motor, dentro del silencio que pacificaba su alma, aquella canción
del corro, el «Antón Pirulero» que no la dejaba; sin duda lo había estado
oyendo mientras leía el Prometeo encadenado, trabajosamente traducido para
el examen de griego. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el pagar prenda, si no se
atiende al juego, con aquella tragedia venerable de la libertad encadenada? ¿Y
qué con este juego tan serio, aquel inmenso coro que llenaba la Plaza
esperando tan sobriamente su liberación? ¿Dónde estará el secreto de pagar
prenda y qué prenda sería ésa y quién la pagaría? ¡Esa prenda!
Aún sin acabar de estar del todo despierta entró en su clase en el Instituto
Escuela. Seguiría así más o menos, durmiendo en un coche por los caminos,
apretada entre ramos de rosas cada vez más abiertas, absorta en su juego, en

Página 184
la seriedad de la infancia recobrada. Vivía en un tiempo arcaico, cuando el
nudo trágico, el conflicto largamente apretado, se desataba por la larga acción
de los que habían atendido su juego en largos siglos de paciencia. El tiempo
arcaico de la preprimavera. Y por eso parecía, les parecía a aquellas gentes de
los lejanos pueblos, ser tan muchacha. Una muchacha, había otras; muchachas
en oficio de columnas, de sostener el templo tan simple, moderno por arcaico,
de aquella España que despertaba en un instante sagrado. Si el despertar no es
un instante sagrado, no es verdadero despertar.
Apenas paró en Madrid en aquellos veinte días; el tiempo sólo de cumplir
con sus múltiples clases. La Universidad se había cerrado y la mayor parte de
las clases de la Facultad de Filosofía se daban en el salón de la Revista de
Occidente. No era cuestión de interrumpir el aliento sino de llevarlo a su
«lugar natural» de libertad e intimidad, sustraer ese «trabajo» a la respiración
normal del alma, del lugar donde, al proseguir, tomaría otra significación;
sería ya otro. En aquel momento, el espíritu, la vida universitaria, hubieran
quedado enajenados si hubiera proseguido su aliento cabe los muros
familiares del edificio oficial; su oficialidad enajenaba.
¡Y aquella libertad ahora! Libertad de expresión reprimida que nada más
afloraba en aquellos últimos años. ¿Cuántas veces se cerró el Ateneo, cuántas
la Universidad, cuántas se interrumpieron los cursos de conferencias como
aquel último del Ateneo, cuando llegaban a tocar lo que más importaba?
¡Aquella libertad no la aprovecharon los jóvenes ni la mayor parte de aquellos
hombres maduros para hablar en la capital! Como a una consigna no
formulada salieron en todas las direcciones hacia las ciudades de provincia,
pueblos y villorrios, hasta meterse en lo más intrincado del laberinto español.
Madrid se volcaba sobre el resto de España.
Fue cosa de inspiración. Ninguna razón se daba para ello, a lo menos ella
no la escuchó, si alguien les hubiese dirigido una de esas preguntas que
quieren precisar el fondo último de las acciones: ¿por qué lo hacéis así?
Hubiesen encontrado quizá alguna razón táctica, estratégica. Mas la verdad
era otra; se trataba en todo caso de una estrategia de las entrañas. España
entraba a recuperar su alma. No otra cosa es despertar, que el alma vuelva
desde esos dos senos en que habita durante nuestro sueño: el limbo del olvido
o de la inercia; el infierno de la esperanza sin guía. Despertamos cuando el
limbo de la inercia desciende al alma, guía para conducir a la esperanza
sacándola de su infierno.
España, la España entrañable, la de los pueblos anónimos, hambrientos de
todas las hambres, salía de su infierno —esperanza palpitante—; y ellos, los

Página 185
del limbo de la vida ciudadana, iban a su encuentro. Iban por los lugares
sagrados de la historia y de la tierra, y los claros nombres, cifra última del
idioma, se hacían vivientes, se adelantaban para recibirlos. La Solana.
Villanueva de la Jara. Manzanares. Córdoba. Trujillo. Medina del Campo.
Huesca. Palencia. Teruel. Madrigal de las Altas Torres. Toledo. Álava.
Palabras del Poema original, cifras de la matemática secreta. ¡España,
España!
Salía a esperarlos a la entrada del pueblo, a veces, una doble hilera de
hombres en traje de ceremonia, según la vieja etiqueta pueblerina.
Aguardaban a la entrada en la carretera; y al frente un pequeño grupo se
adelantaba a saludarlos, sombrero en mano rozando el suelo, serios y graves.
Y pasaban entre ellos en silencio, ella con un nudo de congoja en la garganta.
¿Sabrían merecerlo? Y siempre iba pensando en aquellas ceremonias de
recepción que ella no hablaría, que no podría hablarles, porque, «¡Señor, yo
no soy digna!».

Página 186
Domingo 12 de abril

Habían ganado ya; lo sabían, habían ganado y sólo faltaba comprobarlo, es


decir, que «ellos» lo comprobaran. Se confiaba enteramente en la absoluta
honradez de las elecciones convocadas por el Gobierno; el Gobierno era
honrado; era verdad. Quizá no creyeron que el resultado sería aquél, mas este
pensamiento es ilegítimo. Dieron todas las garantías y se tomaron todas las
precauciones para que la verdad se manifestara. La inspiración que los movía
siguió hasta el fin; la serpiente era buena; quizá, más aún, inteligente,
terriblemente inteligente.
Desde por la mañana había «colas» a la puerta de los colegios electorales
con un tal ritmo que los grupos de gentes que venían a formarlas se sucedían
sin apresuramiento y sin tregua. Durante toda la mañana se mantuvo siempre
el mismo número, como en un relevo ordenado por un invisible estratega.
Después de tantos años sin elecciones, era como si se celebrasen por vez
primera, como si se tratase del estreno de aquel derecho al voto que tanto
debió de conmover a los hombres del siglo XIX. Había solemnidad y alegría.
Muchos votaban por primera vez, y nadie había votado nunca en
circunstancias semejantes.
Grupos de muchachos y de muchachas, los persistentes estudiantes y las
juventudes de los partidos políticos, repartían candidaturas en las cercanías de
todos los colegios, y había que ir de uno en otro, sin parar. Recorrían las colas
ofreciéndolas; las tenían ya casi todos, pero muchos decían: «Sí, ya que usted
me la da». Y tiraban la que llevaban en la mano. Ella estaba así, de puerta en
puerta, desde la hora en que se abrieron, con su hermana y dos muchachas
más; de tiempo en tiempo se encontraban a algún muchacho universitario o
amigo que las acompañaba, echándole un poco al lado, porque decían:
«Vosotras tenéis más éxito». Pero era igual: nadie, ni ellas ni ellos hacían

Página 187
falta; estaban allí para… estar, para decir en voz clara al mismo tiempo que
alargaban las papeletas: «Conjunción Republicana Socialista», nada más, para
cantarlo. Ya que el voto se depositaba en las urnas en silencio, que se cantara
a la luz del sol. Entraban a veces en algún colegio y permanecían unos
minutos, para ver, porque ver también hacía falta y era bueno, porque se veía,
se veía a simple vista. Y vio en uno cómo un hombre trajeado con decencia,
ya mayor, se acercó a la urna y se detuvo un momento; sacó la papeleta del
bolsillo y se la llevó a la frente, trazó con ella el signo de la cruz sobre su
pecho y la depositó en la urna al mismo tiempo que dijo: «Voto por la
Conjunción Republicana Socialista». Y al pasar frente a ella aun añadió
mirándola rectamente en los ojos: «Cosas así hay que decirlas en voz alta; no
puede ser en secreto».
También había otros grupos de jóvenes a la puerta de los colegios, dos
clases de grupos: los que voceaban la Candidatura Monárquica, de porte un
tanto desmayado y débil voz. En algunos momentos se cruzaron sus miradas
de quicio a quicio de un ancho portalón, y se sonrieron, ellos con irónica
resignación, como diciendo: «Ya sabemos que no hay nada que hacer». Y
ellas: «Qué le vamos a hacer. ¡Paciencia!». Fue todo. Y otros más escasos aun
eran los comunistas, que apenas tendían sus candidaturas, que habían formado
aparte; no decían nada, estaban allí porque tenían que estar; nada más.
Hacia el mediodía fueron llegando algunos de los candidatos a recorrer los
colegios de sus distritos; se acercaban todos a estrecharles la mano al verlos
en aquel trabajo. Alto, elegante, afable llegó don Julián Besteiro. Alguien que
lo acompañaba hizo la presentación recordándole que la había tenido de
alumna en su clase de Lógica, pero ella sentía, solamente ante su noble
presencia natural, lo lógico que sería que él fuera el Señor; un señor así es el
que España merece. Sonaron en aquel momento las doce del día en el reloj de
la Escuela y sonrieron mirándose en silencio: era como si aquellas
campanadas dijesen que era la hora del triunfo, que la elección estaba ganada.
Lo estaba. Volvieron a repetir la ronda, ahora más deprisa y más
alborozadamente, a partir de las cuatro de la tarde, en que comienzan los
escrutinios. Fueron hacia el centro; caía ya la tarde cuando a la Calle de
Alcalá, afluyendo desde todas las direcciones, llegaban mensajeros, amigos,
conocidos y otros que gritaban en voz alta las noticias. El teléfono y el
telégrafo comenzaron a funcionar en las Redacciones de los periódicos, en los
Centros Republicanos, en la Casa del Pueblo, en las casas de cada uno. En las
mesas de los cafés se apiñaba la gente alrededor de alguien que, pluma en
mano, hacía los cálculos sobre un papel; levantaba la vista: «Sí, sí, ya está

Página 188
claro». A las doce de la noche un amplio rumor como de mar invadía la calle.
Madrid era como un caracol, un inmenso caracol marino que recogía un
clamor venido en oleadas rítmicas de toda España. Al cruzar la Puerta del Sol,
en el clamor se articuló un grito: «¡Viva la República!». Un grupo de guardias
de a caballo subía por la Calle del Arenal, siguiendo por ella hasta la Plaza de
Oriente, vacía y llena de un espeso silencio; a lo lejos, desde las honduras del
Manzanares, sonó el grito agudo del canto de un gallo.

Página 189
14 de abril

Era una extraña mañana; apenas nadie en esa vía central que hace las veces de
río, del gran río que Madrid no tiene, que es el Paseo de la Castellana,
pequeño Sena de asfalto. La ciudad se retraía en un silencio ambiguo. Se
sabía que se estaban celebrando algunas entrevistas entre personajes
destacados de la política intelectual y de la política inteligente, para tender un
puente sobre aquel abismo abierto en la vida nacional. La realidad estaba ahí
en forma de hecho; el conflicto de tan largo curso se había reducido a un
problema. Y cuando así sucede, las soluciones han de llegar
instantáneamente, no admiten espera. Es el instante último en que la
inspiración ha de hacer sentir su voz salvadora.
El consejo era claro, y no era la primera vez que lo oía Su Majestad:
abdicar… No había otra solución desde hacía tiempo, mas, en aquel instante,
la solución había de ser resolución. Cuando el conflicto se explícita en
términos claros, matemáticos y al par apremiantes, el tiempo cuenta en forma
inminente. No es el «será más adelante», sino el «ahora», «ya», como la
muerte cuando llega: no puede diferirse. Había calma, una calma absoluta;
nadie tenía que actuar sino aquellos que intentaban la salida más honrosa, que
tendían el puente entre el pasado que se iba y el presente insoslayable. Y el
pueblo, es decir, todos, España toda, esperaba; se retiraba en un último
instante para dar aún ese minuto al que debía tomar la resolución, para dejarle
esa última acción a efectuar, para no declararlo difunto.
Pues no se quiso en modo alguno ejecutar la sentencia ya formulada; no
estaba en el ánimo de nadie, de nadie, la muerte de la persona del que aún se
llamaba rey, ni tan siquiera la ejecución de «la persona real»; era él quien
había de hacerlo; se le exigía que respondiese activamente, que «diera la
cara»; que se decidiese. Era el final adecuado de aquel largo proceso, que no
se había tramitado por la violencia. No fueron las armas quienes jugaron, ni

Página 190
siquiera esa otra arma de los tiempos modernos que es la movilización de la
masa obrera, la huelga que paraliza la vida, quienes llevaron la situación hasta
el extremo en que se encontraba. Había sido la simple manifestación, realidad
viviente llevada a la conciencia, aupada hasta la claridad limpia de la
conciencia, una verdadera manifestación de la razón histórica, sin aditamento
de violencia. Una hora ejemplar en que se consumaba un largo y angustioso
proceso histórico; uno de esos raros momentos en que la historia se manifiesta
en forma personal, al modo de una persona. Por eso había sido un conflicto y
ahora era un problema.
Pues la historia se manifiesta en drama o en tragedia, en su forma
habitual. En la tragedia antigua el protagonista era un semidiós, una estirpe y,
por fin, un individuo —un individuo en trance de nacer—: la historia no
parece haber superado esa fase todavía, esa fase trágica en la cual el destino
sobreviene sorprendiendo desprevenida a la conciencia, un destino que rebasa
la visión, un destino en parte ciego. Mas hay horas privilegiadas en que la
conciencia se ha adelantado, como en la vida personal sucede. La máscara
trágica es persona cuando sabe su papel entero, cuando lo inventa, lo crea o lo
conduce. Al hombre le cuesta trabajo, mucho trabajo, llegar hasta ahí, ser, en
verdad, persona. La historia… En este Occidente cristiano, descubridor de la
vida personal —¡qué importa decirse o no cristiano para que ésa sea la fe
común!—, la historia sólo en instantes raros se eleva hasta el punto
antitrágico. La conciencia ha tomado sobre sí al destino; lo ha hecho entrar en
la conciencia, lo ha conducido hasta su máxima claridad; entonces el nudo
trágico es conflicto y, cuando el pensamiento lo ha precisado en hechos —
porque la realidad viviente, las pasiones, han sido obedientes al mandato de la
conciencia—, entonces el conflicto es problema. Y se es hombre, entonces,
humano si se prefiere así.
Y, bien mirado, cuando tal cosa sucede no se trata de un proceso
antitrágico, sino el desenlace de la tragedia; es el momento en que el conflicto
trágico se manifiesta porque el protagonista se reconoce. No sabía quién era y
por eso no sabía lo que había hecho; había obrado de «buena fe», «no sabía lo
que hacía». Había peste en la ciudad y las Suplicantes estaban allí ante la
puerta del Palacio; como tenía buena fe, escuchó al mensajero que le daba la
razón de la peste, de aquella peste que él quería curar y que emanaba de su
propia persona. Y cuando oye, sabe quién es, y el coro aguarda; lo dejan solo
para que suelte la máscara y se haga persona, para que afronte la verdad.
Nadie ejecuta la sentencia; es él solo, él mismo. Por eso encuentra la piedad,
la conciencia del coro que piadosamente le asiste. «¡Oh, tú, el más

Página 191
desgraciado de los hombres!». Pues ¿qué mayor consuelo que oírse decir o
decirlo, sin que nadie lo rebata en el instante en que la verdad se consuma:
«eres —soy— el más desgraciado de los hombres», aunque no sea exacto,
aunque haya habido, porque siempre hay, alguien más desgraciado? Pero eso
da categoría que sostiene en la desgracia. ¡Si todos los que cometieron
crímenes por no saber lo que se hacían escucharan, en el minuto terrible en
que ya saben lo que han hecho, esa voz de la conciencia que no acusa ya, que
se hace piedad!
¿Supo él, su Majestad, lo que había hecho, lo que había hecho de su
majestad, de la majestad otorgada por la Gracia de Dios y por la Ley de los
hombres? ¡Qué terrible identificación! Y tampoco él tenía enteramente la
culpa; pesaba el destino, el destino que la monarquía arrastraba hacía más de
un siglo en España, Su situación había sido también ambigua. ¿Había sido por
la Gracia de Dios y por condenación del destino, había sido condenado a ser
rey? Quizá había sido así y él no lo sabía, aunque debió de sentirlo; pero su
delito era aquella desgana con que cumplía su función, aquel hurtarle el
hombro a la responsabilidad, aquel jugar con los hombres y los
acontecimientos como si estuviese en el secreto de algo, en el secreto de la
inanidad de su historia, de su majestad.
¿Qué hora estaría pasando? ¿Cuál sería su monólogo? No era hombre de
monólogos. Era ese tipo de español protagonista de «la decadencia» que huye,
como de la peste, de la duda; de esa duda para la que hace falta tanta fe y se
agarra al vacío, se abraza a su inanidad con tal de no pasar por la duda, de no
afrontar el conflicto de ser y no ser, nuestro peor pecado; el que se enseñoreó
de la vida española desde… Debió de ser en el siglo XVII, cuando nace Don
Juan, héroe de la inanidad, el «Burlador» del destino a fuerza de suerte: «¡Oh,
sí, no he tenido suerte! ¡Tuve mala suerte y aquél, aquél la tuvo buena!».
Todo es cuestión de suerte y de ser listo para irla sorteando, hasta que llega un
día de frente y ya no es posible sortearla: ¡hay que identificarse, amigo!
Sí; era coherente que fuese así nuestro rey, el que tuvo que apurar el
conflicto decisivo frente a una España identificada ya consigo misma que le
aguardaba consciente y piadosa, como el coro de la tragedia ejemplar. ¿Qué
haría?
Todo era posible. A lo menos era lo que se pensaba y aún más se temía sin
decirlo. Todo era posible. Porque todo es posible en una tal hora: que venza la
conciencia y el conflicto se apure hasta el fin y la resolución llegue; que se
rechace el conflicto y, volviéndose hacia la suerte, se desate el drama, se

Página 192
despeñe el proceso histórico en el abismo del destino ciego; la suerte desata la
fatalidad.
No se percibían señales de temor, sin embargo, de que «todo era posible»
y nada se sabía; rumores, rumores; quizá unos cuántos iniciados,
protagonistas; pero ellos trabajaban con la conciencia que exigía a la máscara
que se convirtiese en persona.
No se percibían señales de temor, porque… no podía haberlo. Vivíamos el
momento más lúcido del sueño, el que responde al dicho «obrar bien que ni
en sueños se pierde», solución única de que el peor delito sea el haber nacido.
¿Iría a perderse? Nadie lo pensó, porque había sido aún más que eso, había
sido lo más que el hombre puede hacer: soñar bien; despertar soñándose…
Soñar bien que ni en la historia se pierde. ¿Cómo dudar cuando se está en lo
más lúcido del sueño, identidad de vigilia, conciencia e inspiración? Sólo
cuando la historia inspirada se ha despeñado en la fatalidad ciega es cuando
tal pregunta atraviesa el alma con su frío de espada. Esta es otra duda, la
angustiosa duda de haber sido abandonado, de que la fatalidad pueda más que
la conciencia: soñar bien, ¿de verdad se pierde? ¿Es que puede perderse haber
obrado bien aun en un sueño, hasta el punto de que el sueño mismo sea
bueno? ¿Es que se podrá perder para siempre?
La certidumbre del sueño bien soñado es superior a la que proporciona la
vigilia, esa vigilia diaria, especie de sonambulismo, ese dormir con los ojos
abiertos, dormir sin soñar, o ese arrastrarse bajo el peso de una pesadilla; la
pesadilla en que deja el sueño bien soñado al que lo soñó, cuando
implacablemente ha sido empujado al no ser nada, cuando no acaba de ser
real. Cuando se ha soñado bien y se pierde, es que el mundo está hechizado.
Pero en aquel instante España estaba libre del hechizo de los malos
encantadores que le habían sustraído el alma, su voluntad; las había recobrado
puras y enteras; era de nuevo «virgen», «la España virgen» rescatada de los
malos encantadores, la España liberada del hechizo.
¿Qué iría a pasar?
El tranvía bajaba desde el Hipódromo bordeando el río de asfalto, a la una
de la tarde. Apenas algunas personas caminaban con el paso del que va a
cumplir un encargo en silencio; no había grupos en los andenes, y los cafés de
Recoletos y la Calle de Alcalá aparecían desiertos; el asfalto como un espejo
reflejaba un cielo claro de primavera; un automóvil negro y brillante se
deslizaba lentamente, casi como una góndola por un quieto canal; como una
de esas góndolas negras y silenciosas empujadas por un viejo y experto
gondolero, cojo como todos, que llegan deslizándose ante la puerta de un

Página 193
palacio y, deteniéndose, dice con el gesto más que con la voz: «Vamos, señor,
es hora».
Siguió así el ambiente de la ciudad todo ese mediodía. Mas, a las tres de la
tarde, la ciudad salió de su retiro; y la Calle de Alcalá iba llenándose de
gentes que se juntaban en pequeños grupos, iban y volvían, revoloteaban,
miraban a un lado y al otro, a ver si alguien llegaba o si algo hacía su
aparición. Y, en vez de ir hacia la Puerta del Sol, aquellos grupos, cada vez
más numerosos, más cercanos a ser una muchedumbre, bajaban hacia la Plaza
de La Cibeles, la diosa de Madrid, que preside desde su carro; se la veía más
que nunca bañada de aquella luz por momentos más intensa, más brillante,
más azul. Otros grupos venían por Recoletos y otros desde el Paseo del Prado,
de los muelles de Atocha, y otros descendían por la cuesta de Alcafe. En un
instante, una especie de chispa eléctrica sacudió a todo y arrojó a la calle a los
que se apiñaban dentro de los cafés. ¿Qué sucedía? Se corrió una voz. ¿De
dónde? ¿Desde dónde venía la noticia? Y, en lugar de ir hacia arriba al
Centro, a la Puerta del Sol, se apresuraban hacia La Cibeles. Eran las tres de
la tarde. Y se vio a un hombre, a un hombre solo que en la torre del Palacio de
Comunicaciones izó la bandera de la República. Y mágicamente comenzaron
a desplegarse en la calle; mágica, instantáneamente aparecieron grupos por
todas las bocacalles con banderas de todos los tamaños; seguían llegando,
rodearon bien pronto a La Cibeles como en una danza ritual, cantando; surgió
incontenible el grito una y mil veces repetido: «¡Viva la República!». Una
extraña banda de música de menos de una docena de instrumentos, salidos de
algún profundo de la ciudad como por ensalmo, dejó oír el Himno de Riego,
como si lo estuviesen inventando; no había habido ensayos; vino cada cual
con su modesto instrumento, y el himno salió concertado por una inspiración
unánime, pues todos lo cantaban. ¿Quién se lo sabía, dónde lo habían
aprendido? Como las banderas, surgía mágicamente, porque sí.
Mas ¿qué pasaba? ¿Había abdicado el rey? En verdad que nadie lo sabía
ni nadie venía para decirlo; tampoco nadie lo preguntaba; era la resolución
que ya estaba allí. La calle hervía de gente multicolor; nunca se vio una
muchedumbre formada por trajes tan diferentes, hasta un grupo de marineros
con todo el aire de haber bajado de uno de esos barcos que deben surcar el
mar de Madrid. Los guardias civiles, quietos, sonreían; y de pronto surgió en
alguien la inspiración; a ellos, a los odiados, los levantaron en hombros, al
grito de «¡Viva la Guardia Civil!». Sí: «¡Viva la Guardia Civil!». Los
guardias de seguridad miraban sin moverse; un grupo de a caballo parecía dar
el beneplácito desde las alturas del destino. La bandera tricolor se rizaba

Página 194
contra el cielo azul sin una nube, de un puro azul de primavera, como un
manto que envolvía a La Cibeles sin tocarla.
Mas, como haber, no había nada. No había sucedido nada allá en la Plaza
de Oriente; alguien notó otra vez la presencia de aquel coche negro reluciente
como una góndola, deslizándose entre la multitud. ¿Qué iría a pasar? ¿Qué
iría a pasar todavía?
Volvió a su casa rápidamente; ya era una muchedumbre la que llenaba las
calles, la Puerta del Sol y hasta la Calle Mayor. Mas era una muchedumbre
compuesta de grupos, vecinos de los barrios, amigos, gente que
confraternizaba de repente, obreros de algún taller que se habían echado a la
calle; no era la masa uniforme de los entierros de algún personaje, ni de las
manifestaciones; estaba compuesta por unidades de intimidad, como si en
cada casa estuviesen festejando el santo de la madre o el aniversario de bodas
o un bautizo y se hubieran vertido en la calle a festejarlo todos al mismo
tiempo; una alegría única y reflejada de modo distinto en cada grupo según su
condición, su clase social, su carácter o estilo. Y así había comparsas,
verdaderas comparsas presididas por algún muñeco de cartón o un cartel con
alguna imagen burlesca y su inscripción correspondiente; a veces el muñeco
era de verdad; uno de ellos imitaba a algún personaje de la época que se iba y
los demás le bailaban cantándole alguna copla o estribillo burlesco. Y se daba
el caso de que, mientras el personaje real atravesaba en su coche aquella
multitud, sin que nadie le molestara, el fingido iba recibiendo las burlas y
hasta algunos palos, haciéndose el cojo. Y así toda la tarde; se avenían
espontáneamente a representar al que se les aparecía con una figura cómica
siniestra, como en el caso de algún militar destacado por la fuerza de las
represiones; era una transferencia, la única noble: pasar el vituperio dirigido a
otro, a uno mismo, representarlo, salvándolo de la prueba.
Salieron al fin; también ellos formaban su grupo al que se iban juntando
amigos, compañeros de ella o de Carlos; todo el mundo se encontraba con los
suyos en aquella hora de total presencia; entre la multitud que rebosaba la
Puerta del Sol aparecían como milagrosamente todos los compañeros, los
amigos, los que habían participado en aquellos años de pasión.
La multitud presentaba una forma distinta dos horas después. Seguían
visibles los grupos, pero de unos a otros se extendían las manos, se cruzaban
los dichos, y era ya como una guirnalda de corros engarzados unos en otros,
como un gigantesco corro que daba vueltas, se rompía y se volvía a unir; no
estaban siendo más de los que cabían en aquel espacio, no agolpados, sino
unidos, y se distinguían las figuras formadas de hombres y mujeres, estrellas

Página 195
que formaban constelaciones, como si se repitiese abajo el mapa celeste,
como si aquel redondel fuese el centro de la tierra que los pueblos antiguos
delimitaban lo primero al hacer su ciudad, el Centro del Universo donde
concentran su luz las estrellas, donde salen las almas de los muertos a
mezclarse con los vivos, conector del cielo y de la tierra; de la vida y de la
muerte.
Los tranvías se habían ido quedando parados, no había lugar para uno
más, ni dentro de ellos para un ser viviente más, ni sobre su techumbre, ni
sobre el tejadillo de la Estación del Metro. ¡Oh, cómo los envidiaban, eran los
privilegiados! Se enracimaban los cuerpos humanos en los balcones, de pie en
los barandales; festoneaban los áticos de todos los edificios, se erguían como
bandadas de cigüeñas en los tejados, buscando respaldo en las chimeneas. Y
seguían, seguían viniendo; más no era posible. Y ni un codazo, ni un pisotón,
ningún tropiezo. Llegaron aún unas oleadas desde las calles Mayor y Arenal
y, como el viento en un campo de trigo, se extendió la onda sonora: «Se ha
ido, se acaba de ir, ahora, en este momento»… Y en este momento todas las
cabezas se alzaron hacia arriba, hacia el Ministerio de la Gobernación; se
abrió el balcón, apareció un hombre, un hombre solo, alto, vestido de oscuro
traje ciudadano; sobrio, dueño de sí, izó la bandera de la República que traía
en sus brazos y se adelantó un instante para decir unas pocas palabras, una
sola frase que apenas rozó el aire, y, levantando los brazos con el mismo
gesto sobrio, en una voz más sonora, como se cantan las verdades, gritó:
«¡Viva la República! ¡Viva España!». Y, como una sola voz de mil registros,
llenó el aire, subió hacia las nubes blancas, redondas, que habían venido
también, el grito unánime «¡Viva la República! ¡Viva España!» una y otra
vez; no acababa de extinguirse cuando nacía de nuevo «¡Viva la República!»,
una y otra vez en tonos diferentes, en cien registros como en un gigantesco y
nunca oído órgano: «¡Viva la República!», como en una coral que entonaba
todo un pueblo: «¡Viva la República! ¡Viva España!». Subía la voz a las
nubes, y volvía a bajar; y así el aire estuvo lleno de esos gritos que, aunque ya
no se hubieran repetido, estaban allí llenándolo todo. El cielo de abril dejaba
caer su luz blanca, azul y blanca, hasta tocar transfigurando a la multitud. La
luz era también de mil reflejos en un blanco único, toda la infinitud que hay
en el blanco. En la blancura mágica destacándose, perfilándose en el cielo.
Alta, alta ondeaba la bandera de la República ahora ya del todo desplegada. Y
mirándola, fijó los ojos en el reloj de la torre. Eran las seis y veinte. Las seis y
veinte de la tarde de un martes 14 de abril de 1931.

Página 196
Sí; el rey se había marchado, a las seis en punto, decían, camino de
Cartagena, en un automóvil solo. No había abdicado, dejó unas declaraciones.
No abdicó, pero se quitó la máscara y la dejó allá, vacía. Arrojó la máscara y
no dio la cara porque no podía; pero se sustrajo a sí mismo de la alegría de su
pueblo en esa hora, se apartó para no hacer tropezar al destino; «reparó»
como un indígena madrileño y se echó a un lado para que no hubiera ningún
tropiezo. Antes un viejo pajarraco de los peores tiempos acudió al olor de la
posible carnicería ofreciéndosele para lo que hiciese falta, para todo, echar la
fuerza a la calle, en fin, él, quien se ofreció, sabía hacerlo. Pero dijo que no,
«que no quería que por él se derramase sangre de españoles». Y se fue así, sin
que una gota de sangre corriera por su causa. Sí, lo han llamado «Fernando
VII y pico», pero no; no podrá figurar entre los peores; el Burlador escuchó al
fin. Escuchó la voz de la conciencia o de la sangre; y ¿por qué no va a
salvarse, Dios mío?… Se fue porque pudo, porque podía irse, porque no
estaba atado como los criminales lo están a sus cómplices y al lugar del
crimen. Era la hora del crimen; y no lo hizo. ¡Descanse en paz!
Y allá en el Palacio Real, agrandado por el desfile de «leales», estaba la
reina. Se corría la voz: «Está sola, es una extranjera y nunca se metió en
nada». Y algunos: «Pobre, con lo guapa que es, estará llorando». Y el mar de
la multitud innumerable bajaba en oleadas al parecer incontenibles hacia la
Plaza de Oriente, y, al llegar a su borde, se retiraba; ninguna de aquellas
procesiones, ningún cortejo triunfal pasó ante el Palacio, que tenía guardadas
las puertas, allí en los mismos lugares de siempre, por muchachos de la
Federación Universitaria y de las Juventudes Republicanas, a pie y sin armas.
No hacían falta; nadie cruzó la acera; ni siquiera se enfrentó de lejos con
aquella soledad, a la que no se podía dar compañía. El Conde de Romanones
permaneció a su lado y la acompañó a la mañana siguiente del otro día hasta
la Estación de El Escorial; por el camino se cruzaron con un camión repleto
de gente que cantaba su alegría enarbolando una bandera republicana; cuando
se dieron cuenta de que era la Reina la que allí iba, bajaron la bandera y
guardaron silencio. Cuentan que ya en la estación dijo a aquel pequeño grupo
que la acompañaba —un general siguió con ella hasta la frontera por orden
del Presidente Alcalá Zamora—, cuentan que dijo, enjugándose una lágrima:
«Un día tan hermoso como éste entré en España». Sí; España no pudo hacer
por ella más que despedirla con el mismo hermoso sol con que la recibiera.
A veces se ha comentado que el rey la dejó sola, pero también esto lo hizo
porque podía, porque podía dejarla confiada a ese pueblo.

Página 197
Subía aún la pleamar. Llegaron hasta los barrios extremos. No estaban
vacíos del todo; vibraban a diferencia de aquellos días de Carnaval en que
quedaban hundidos en una ausencia de muerte; a diferencia también de los
domingos con sus tardes vacías atravesadas por el juego de la pelota de algún
grupo de muchachones. No había luz de domingo, esa luz quieta que nos dice,
aun en medio de la mar, que es domingo y, sobre todo, domingo por la tarde.
La tarde de un día de fiesta en los barrios alejados es la comprobación de que
sea de verdad una fiesta, y todos los domingos somos demasiado pobres para
celebrarla. Y no era tampoco una fiesta, sino una gloria que se repartía hasta
los últimos rincones; toda la ciudad respiraba; había alegría para todos y en
todas partes. Para todos…
En la Puerta del Sol los grupos se renovaban incesantemente, como si la
ciudad toda hubiese de pasar por aquel lugar, por aquel Centro mágico.
Bajando por un costado de Gobernación llegó un grupo de obreros como
danzando. Uno de los que lo formaban se destacó dirigiéndose a alguien que
pasaba, y le dijo en tono levemente interrogativo:
—Viva la República, ¿verdad?
—Sí. ¡Viva la República!
Mientras, los demás revoloteaban en su danza improvisada.
—¡Y viva España!
—¡Claro, viva España!
—¡Que sí, que viva España, que viva la República!
Y alzando el puño, en un comienzo de ira, con voz un poco ronca:
—¡Y muera…! Pero no, que no muera nadie, que viva todo el mundo. ¡Sí,
viva el mundo, que vivan todos, todo el mundo! —con la voz por momentos
más clara.
Y alzando los brazos al cielo, dejando el pecho al descubierto,
ofreciéndolo como si estuviese frente al Universo él solo, aún gritó:
—¡Viva todo el mundo!
La luz de un foco eléctrico le bañaba de arriba abajo; se reflejaba en su
camisa blanca, blanca, de tan blanca la misma blancura.

Página 198
Hacia el nuevo mundo

Y no era como otras veces; ahora, su casa había desaparecido y «aquello», su


destino soñado, quedaba en suspenso, suspendido entre cielo y tierra o más
allá; no podía saberlo, pues aún no se hacía cargo de la derrota. La había
sentido un momento en las primeras noches pasadas en aquel pueblecillo de
Francia, Salses, cerca de Perpiñán, bajo la sombra de un castillo de Carlos V,
en la misma «Marca hispánica» que fuera un día. Sintió el cambio de su
situación en el mundo, frente al mundo, por algo nimio, como suelen
revelarse las grandes cosas. Sintió miedo al oír unos pasos que subían la
escalera del pequeño hotel, pensando que fuesen los gendarmes a pedirle la
documentación, aunque la tenían. Y eran unos viajeros jóvenes y alegres que
cruzaban camino de París, como ella misma había cruzado así carreteras,
caminos, ciudades, pueblos, a la llegada del amanecer, desconociendo la
angustia que dormía en alguna cerrada alcoba. Y aquel miedo y aquella
distancia que sintió la separaba de los alegres viajeros, le dio la medida del
cambio de su situación más que el haber atravesado la frontera en medio de
aquella inmensa multitud… Porque aquello era la guerra o algo que estaba
todavía dentro de la epopeya vivida; mientras anduvo formando parte de esa
multitud no se sintió sola ni vencida. Quizá la multitud tenía ánimo, porque
delante de ella, en la fila para pasar la frontera abierta, al fin, aquella mañana,
iba un hombre con un cordero atravesado sobre su espalda, porque no muy
lejos iba una mujer con una vaca, porque había encontrado amigos,
compañeros de otros tiempos, como si se hubieran dado cita aquellos que
quedaban de los primeros días de aquel ensueño, de aquel destino soñado; aún
se habían visto una vez en la raya fronteriza, aún la habían salvado de pasar,
junto con su madre y dos primos pequeños y la criada más vieja de la casa y
su perro Micky, la última noche de España al cielo raso, bajo la incesante
lluvia. «Pero ¿eres tú? ¿Dónde vas? No; espera: aquí hay un rincón para ti», le

Página 199
habían dicho por tres veces, a lo largo de aquel día y noche interminables, un
barbudo comandante y dos tenientes en quienes no había reconocido a los
compañeros de aquellos años del destino soñado. No; a pesar de aquella
muchedumbre que llenaba el prado al pie de la montaña en La Junquera, bajo
la helada lluvia del mes de enero, en espera de atravesar la frontera con
Francia, no había sentido la derrota, a pesar de aquel aviso a las tres de la
mañana: «Salgan pronto, sal pronto —me decía un amigo en el que reconocí a
un “civil”—, que viene una columna motorizada». Pero ¿adonde iba a salir?
A pesar del constante bombardeo que se oía a lo lejos y cada vez más cerca, a
pesar de…no. No había sentido la derrota. Durante toda la noche había oído
cantar, tabique por medio, a un soldado herido. «Si te quieres casar / con las
chicas de aquí / tienes que ir a buscar / un fusil a Madrid». Y luego: «Oye,
oye tú; el Gobierno tendrá ya preparados los barcos para llevarnos a pelear a
Valencia». Todavía no se había desgajado de la comunidad, era nada más que
aquello que había sido durante la guerra y especialmente en los últimos meses
en Barcelona, uno, uno más entre todos. Y mientras se siente uno así no hay
derrota posible, aunque se la sepa cierta, decretada ya, acercándose en cada
instante, como un cerco sombrío, como una nube que nada detiene.
Pero ahora, entonces, ya sola en el cuarto del hotel, ya sí. Sabía que para
siempre se había desgajado de aquella multitud de la que formaba parte, como
uno más, uno entre todos; se había desgajado para siempre; había vuelto,
volvía a ser ella, otra vez, a estar «aquí», a solas consigo misma. Y aún
quedaba una ligazón: él, su marido, en el Ejército; nunca dudó de que saliera
indemne, ileso; sabía que nada le habría de pasar y le había aguardado
simplemente. Y así llegó unos días después. Había pasado la frontera con sus
tropas sólo seis horas antes de que llegaran hasta su raya «ellos». Había ido
todo bien; había entregado el material de guerra a dos oficiales del ejército
francés que estaban allí para eso, se había despedido de sus soldados uno por
uno y ahora estaba aquí. Alguien —todo el mundo se encontraba— le había
dicho haberla visto en aquel pueblo. «Y ahora me imagino que el Gobierno
nos llevará a Valencia. Tengo que informarme mañana». Ella le miró en
silencio: «Bien, pero ponte este traje de paisano que te he traído».
Y cuando él la llamó, minutos más tarde, volvió al cuarto y le tendió su
uniforme doblado, diciéndole: «Guárdalo sin limpiarlo». Y volviendo la
cabeza a otro lado: «Porque ya sé que no me lo pondré más»… Y luego, más
tarde, habían sentido aquellos pasos que resultaron ser de unos amables
viajeros que se tomaban unas horas de descanso camino de París, sí, como
ellos habían hecho tantas veces; subir las escaleras de un pequeño hotel

Página 200
haciendo alto en un viaje, en una excursión, subir las escaleras de un hotel sin
imaginar que sus pasos traerían sobresalto a alguien que era diferente, aunque
viviesen en los mismos hoteles, tomasen los mismos trenes y los mismos
barcos. Eran ya diferentes. Tuvieron esa revelación: no eran iguales a los
demás, ya no eran ciudadanos de ningún país, eran… exilados, desterrados,
refugiados… algo diferente que suscitaría aquello que provocaban en la Edad
Media algunos seres «sagrados»; respeto, simpatía, piedad, horror, repulsión,
atracción, en fin… eso, algo diferente. Vencidos que no han muerto, que no
han tenido la discreción de morirse… supervivientes.
Y ahora «aquí», ¿dónde?, en medio del océano, escuchando el ruido
ensordecedor de las olas que saltaba sobre el fragor mareante de las máquinas
de aquel inmenso transatlántico. Realmente, ¿dónde estaban? Realmente,
¿quiénes eran?
Había entendido él vagamente, que venía hablando todo el tiempo con un
señor de Checoslovaquia, que aquel asunto, según las someras noticias del
Diario del barco, acabaría muy mal. Allende el océano, un continente ancho,
inmenso, maternal. ¿No era América, acaso, hija del sueño de Europa? Y ahí
estaba. No habían tenido que despertarla. Se había despertado de aquella
pesadilla que comenzaba a pesar un poco en aquel París en cuyo rostro se leía
la inminencia de un cerco también, de un terrible cerco que se apretaba,
aunque sin precisarse todavía. Había recibido en una misma mañana dos
cables, dos llamadas, dos ofrecimientos, de México y de Cuba. Dos días
después, otra para él, de Chile. Responderían a la triple llamada de la América
maternal, ¡tan ancha!
Mas ahora no se sentía en ninguna parte, en parte alguna del planeta,
como sucede en el centro del océano cuando el alma no siente ninguna señal
de la presencia de la tierra, de esa presencia que se acusa antes de hacerse
visible, antes de que el vuelo de ningún pájaro la anuncie, por una especie de
presentimiento del ser terrestre que somos, por un sentir originario, de las
raíces del ser, que sólo en la tierra encuentra su patria, su lugar natural, a
pesar de la lucha que ello entraña, o por ella, la tierra.
Y era como sentirse otra vez en vías de nacer a través de aquella agonía
inédita. ¡Cuántas había atravesado ya! Vivir era eso: morir de muertes
distintas antes de morir de la manera única, total, que las resume todas,
agonizar también, pasar entre la vida y la muerte, ser rechazado de la vida de
múltiples maneras sin que por eso la muerte abra sus puertas. «Vivir
muriendo».

Página 201
13 de junio

Llevaba algunas semanas en la Isla, en la Islita de Puerto Rico, tan frágil,


visible toda ella como Isla; entre el mar y el cielo, con sólo el poco de tierra
suficiente para sostener el paso del hombre; «mucho al amor y poco al
espacio debe», se diría parafraseando el «Túmulo a una mariposa» de
Quevedo. La vibración humana es tan intensa que anula el espacio y el peso
de la tierra, como si todos fuésemos insectos, libélulas, flores, como orquídeas
que crecen libremente pendiendo de los árboles con las raíces al aire, sin
necesidad de tierra. Así estaba ella, sostenida tan sólo por el aire, por la
vibración de la amistad inolvidable, por aquella ternura que la rodeó desde el
primer instante, como si fuese el aire propio de la Islita. Y así pudo soportar la
terrible tarea; conferencia tras conferencia. Más, aún más, aún pedían más,
ávidos de seguirla escuchando en aquellas noches olorosas a jazmines y
diamelas, a galán de noche, pobladas de cocuyos, que hacían confundirse el
cielo con la leve tierra apenas existente. Y ella se sentía feliz, si felicidad
hubiera podido gozar en aquel momento, si hubiera podido abandonarse… Y
hubiera seguido hablando como si no hablase, como si danzase ante ellos,
para ellos, la danza que sólo danzamos en sueños, en algunos sueños
privilegiados. Como si hubiese vuelto a un tiempo remoto, anterior a su vida
misma. Le parecía haber vivido allá alguna vez, ¿cuándo?, o la había
presentido cuando de niña en Segovia había jugado muchas tardes en un
jardín medio abandonado y, por tanto, misterioso, donde tímidamente lucía un
flamboyán que rompía en flores rojas, de un rojo anaranjado. Y recordaba;
había oído decir que lo había llevado hasta allí el Señor de la Pezuela, Conde
de Cheste, último Gobernador español de la Isla de Puerto Rico y traductor de
la Divina comedia. Y ahora aquel árbol, que florecía del rojo tan prodigioso
de su infancia, florecía a lo largo de las carreteras de la Islita que había

Página 202
cruzado hasta la punta extrema acompañada de la vibración cordial de sus
amigos, tan nuevos y tan antiguos, ¡como el árbol!
Y, ahora que veía florecer el árbol, el árbol mágico, el más mágico de los
que le fue dado ver en su niñez, un velo negro iba envolviéndolo todo.
París… y en París estaba su madre, su hermana y el hombre a quien su
hermana estaba unida amenazado en grado extremo. París, Europa, la madre.
No había ya remedio. Había ido a un banco a girar algo a su madre —¡quién
sabe cuándo podría volver a hacerlo!—, y el cajero, mirándola a lo hondo de
los ojos desde lo más hondo de los suyos, le había dicho con voz traspasada
de angustia: «Por cable, ¿verdad?». Y ahora ya ni por cable.
La radio dio la noticia al mediodía, en las escuetas frases de los partes
militares, en aquel lenguaje lacónico que no había tenido tiempo de olvidar. Y
hubiera querido esconderse en algún agujero oscuro donde no se filtrara una
gota de luz; hubiera querido, mas no podía. La claridad esplendorosa de aquel
día de verano tropical parecía traspasar hasta las paredes de la casa de madera
en que era huésped de unas gentes que lloraron con ella. Corrió a la «cabaña»
de una amiga bajo el tupido bosque, ¡y también allí llegaba la luz! Hubiera
querido hundirse en la tierra; en la tierra que la llamaba cada vez más, con
fuerza irresistible; la tierra, la madre.
¡La madre! La sabía otra vez por los caminos, en algún camión, en algún
automóvil que habrían de dejar en una cuneta abandonado, arrojándose al
suelo, bajo una nube de metralla, detenida ante un puente ya cortado,
refugiada en un desván de una ferme, despavorida y sin pan, con su corazón
ya maltrecho. Y la madre era también Europa; otra madre despedazada; una
madre que se había vuelto loca. ¡Oh, Medea! Medea matando a sus hijos, a
sus hermanos, a sí misma, Medea en un delirio de crimen que era el peor de
los suicidios. La Madre loca. ¿Por qué? ¿Por qué enloquece la madre? O no es
la madre, es… ¿quién? El extranjero, el enemigo, «el Otro» a quien se entregó
sin poder acabar de entregarse.
¿De dónde la Guerra Civil, de qué crimen espantoso nace? ¿De qué
locura? ¿Es la locura de la madre que enloquece a los hijos? ¿Es el crimen de
los hijos que enloquece a la madre? Ella sabía de guerras civiles algo; no se
había extinguido la suya, no, ¡todavía! Y ahora Europa, siguiendo el mismo
destino, la misma fatalidad, le despertaba en el pecho la pregunta: ¿de dónde
la Guerra Civil? ¿Será la última? Quizá la última, la inevitable o la inevitada
simplemente, para llegar a la unidad. Si todos los europeos pudieran ver a
Europa desde lejos, desde este continente que nació de ella, de sus sueños,
desde esta hija perpleja y angustiada, obligada a hacerse madre de su propia

Página 203
madre también, si ellos pudieran ver a Europa desde este «lejos» que no es un
«fuera» sino una dimensión en el interior de la historia.
La imagen de la marcha sucesiva de la historia es un error, como lo es
toda imagen simplificada. Los acontecimientos históricos tienen varias
dimensiones, tienen un dentro, una profundidad, como la vida personal. Y
paradójicamente desde esta islita del Mar Caribe, una de las que avanzaron al
paso del Almirante, se sentía dentro de Europa, en sus entrañas, en las
entrañas, como se siente el hijo cuando ve sufrir a su madre. Y las entrañas de
la historia son el lugar donde se gesta el futuro.
Y empezó así a sentir lo que es una agonía. La agonía de su madre, de la
única, ¡quizá en aquellos mismos momentos! ¡Quizá mi madre agoniza ahora!
No lo podía desechar. Y la agonía de Europa, su madre en la historia, de
Europa, su patria irrenunciable.
Agonizar es no poder morir a causa de la esperanza. No, nadie nos
rechaza desde la muerte; nadie nos lanza otra vez a la vida, sino la esperanza
oculta. La esperanza que brota desesperadamente ante cada sufrimiento
insoportable. Y, cuanto más insoportable es lo que se padece, más honda
renace la esperanza. Quizá hayamos de padecer por eso, para que la esperanza
se revele en toda su profundidad.
Y por eso hay historia. Por eso Europa ha sido el lugar más «histórico»,
más apasionadamente hacedor de la historia, de la historia conocida. Porque
nació un día de la revelación de la esperanza más total que se haya conocido;
de la esperanza que el hombre no se había atrevido a confesarse a sí mismo,
sino cuando el cristianismo le dio su argumento. Esperanza volcada en la
historia, de donde esta tragedia. Europa, al descubrir la vida como esperanza,
vivió la historia como tragedia. Y está «condenada» a agonizar, a no poder
morir, a renacer de sus sucesivas muertes, pues no se puede retroceder desde
la esperanza comprometida. ¡Atreverse a esperar! ¡No hay nada que
comprometa tanto! Ningún engagement comparable.
No puede morir Europa porque tiene que proseguir el camino, que es
agonía, que es calvario de la esperanza desatada. Y tendrá que seguir
pariendo, pariéndose ahora a sí misma en la historia y… «Hijos míos, que
estaré de parto por vosotros hasta que Cristo haya nacido en cada uno de
vosotros», dijo aquel europeo, Pablo de Tarso.

Página 204
Desde La Habana a París

Había transcurrido este tiempo, largo, sin apenas fechas; habían pasado los
días cayendo como gotas de luz en esta isla apenas posada sobre las aguas. En
esta Isla en la luz más que en el mar. Luz que la guardaba a veces como en un
fanal azul y a veces la dejaba al descubierto, a la intemperie del fuego solar y
de la luna. En el «invierno» la Isla es como una plataforma de tierra vuelta
hacia los astros. Como si flotara en el océano luminoso y oscuro del espacio
interestelar.
La amistad la había guardado también, las amistades que la ligarían a la
Isla la fijarían en ella y la harían volver una y otra vez, atraída por esa
vibración cordial que la hacía sentirse dentro de un corazón humano, sin
patetismo, de un corazón simple y ligero. Inocente aún de la culpa histórica.
Y con la alegría, la angustia había llegado casi simultánea. Europa era de
nuevo visible. Herida, muy herida; mas se la sentía no haber muerto. Su
«noche oscura» había estado poblada de luces, de lámparas ocultas en las
catacumbas; y ella las había visto, sentido más bien, desde esta luz regalada
por la naturaleza, tan pródigamente. Ahora…
Ahora aguardaba el visado de Francia, no con la impaciencia de la alegría
prometida, no como la promesa que va a cumplirse, sino con la desesperación
de la espera. Su madre apuraba su agonía; esa agonía diferida a través de los
helados inviernos, de los desiertos sin pan, de terror sin nombre porque no
tiene, no debería de tener, causa; del terror gratuito sembrado en oleadas
sobre la noche europea.
La había sentido así, difiriendo su agonía, estirándola hasta el límite para
verla. Y ella desde aquí corría a su encuentro disputándosela al tiempo,
tratando de ganar las horas, los instantes. Pero el visado…
Llegó, llegó el visado. Se obtuvo también la plaza no fácil aún en el avión
New York-París; se la obtuvo la amistad que la esperaba allá en el New York

Página 205
fantástico una noche a ras del alba, la amistad; la sintió a su lado, más que
amistad, personificación del sentido maternal de América, de Cuba, la hija
que se despidió la última de España.
Gracias a ella, a esta personificación de la amistad, no enloqueció en los
dos días de espera en la ciudad fantástica, de aquel avión que al fin la llevaría.
Y al fin llegó, llegó la hora de subir en el avión. Tenía miedo, una angustia
indecible. Miedo de aquella agonía diferida.
Aquella agonía diferida; el que así agoniza es ya un alma en pena. Y así se
sentía ella, alma en pena en medio de aquella multitud distinta, plural,
multiforme, en la que se sentía apresada. Era casi imposible no saberlo. Le
pareció que hasta su amiga lo sabía, pues la ternura, la ternura profunda, sabe
y presiente. Sí; era imposible no saberlo.
Cantó el altavoz el número del vuelo, de su vuelo. Y al despedirse sin
palabras de la amiga sintió que se desprendía de la América maternal que la
había guardado, acogido, cuidado, y que ahora quedaba allí, menuda al pie del
avión, al final de un largo corredor de pesadilla. Sólo la presencia menuda de
Josefina, silenciosa pero real, la mantenía unida al mundo de la vigilia. Sí;
una palabra buena, hermosa: gracias. Y es bueno tener que decirla.
Pasaban ya sobre Irlanda; no descendieron. Y así, cuando vino a darse
cuenta, ya estaban sobre París. En París, una sombra alta, inmensa, se puso a
su derecha; luego giró hasta quedar de frente en el mismo avión. Vio de lejos
a su hermana; también ella tenía una amiga al lado, que ella conocía. Mas, a
pesar de que le rodeaba los hombros con su brazo, ella vio que una capa de
aire la aislaba de su amiga y de todo, que estaba sola, sola… Sí; era cierto. La
madre no había podido diferir más su agonía; ellas dos hacían una sola alma
en pena.
Y comenzó su inacabable delirio. La esperanza fallida se convierte en
delirio. Y un delirio de la luz era para sus ojos, para su alma, la presencia de
aquella ciudad que había llevado en imagen y en nombre en su corazón; esa
ciudad donde ya tenía un poco de tierra propia.

Página 206
La hermana

Y se encontró a solas con su hermana, ya que la madre había bajado a tierra


dos días antes de que el avión la depositara en Orly.
La había llamado Antígona durante todo este tiempo en que el destino las
había separado, apartándola a ella del lugar de la tragedia mientras su
hermana —Antígona— la arrostraba. Comenzó a llamarla así en su angustia,
Antígona, porque inocente soportaba la historia; porque, habiendo nacido para
el amor, la estaba devorando la piedad. Porque no había conocido más acción
que la piadosa, sin mezcla ni de esperanza. Sí, ella sentía haber vivido y vivir
la historia en la esperanza sin ambición; la hermana había vivido aun sin
esperanza, sólo por la piedad. Había mantenido con ella infinitos diálogos, le
había hablado noches interminables de insomnio cuando no sabía su paradero,
si en tierra de Francia, si en lugar ocupado o no ocupado, si en país libre del
terror, aunque no de la guerra, si en algún campo de concentración; la sentía
llorar abrazada a la madre ya menor que ella, necesitada de protección. Y,
como ella le había hablado tanto, ya no hallaba palabra que decirle, sólo una
persistente interrogación informulada casi siempre. Esperaba de ella la
revelación de todo aquel dolor, el suyo propio y el de todos, la revelación
entrañable de la noche oscura de Europa que ella había tenido que vivir, sin
tregua, en la vigilia. Una conciencia inocente que vigila movida por la piedad;
sí, Antígona.
Y sentía que todo aquello era indecible, que no lo sabría del todo nunca,
que ella le contaría apresuradamente, como un hecho cualquiera, natural,
episodios venidos al azar, a veces por pasar por algún lugar determinado, y ni
aun eso, aquí, aquí; pero es mejor que no siga… Estaba ganada por el silencio
que la envolvía como una especie de velo, especie de castidad del alma que
guarda el misterio de aquella ignominia que había tenido que ver, de la
degradación del alma humana a la que había tenido que asistir; del

Página 207
sufrimiento físico: hambre, frío, terror; y de la nobleza y heroísmo de algunos
seres próximos y otros muchos hermanos encontrados en esa red cuyos hilos
tiende el vivir bajo el espanto. No decía «yo» sino nosotros, nosotros todos
aquí en París hemos pasado esto, y muchas veces: «¡Este París que ha pasado
por esto!». Formaba parte de una comunidad forjada en el sufrimiento y en el
heroísmo que no proclama su nombre. Y ella sentía que no podía insistir,
quizá no podría nunca abrir su alma para dar salida a lo inhumano, porque
toda aquella historia la había vivido Antígona por piedad, hermanando, con el
amor sin odio, a vivos y muertos, sin adelantarse a crear al enemigo sino
teniendo que rendirse a la evidencia de que lo había, de que hay enemigo,
inexplicablemente. Y vio que había apurado hasta el fondo el abismo del mal,
de la maldad pura que ella quería explicarse y no podía; quería buscar razones
que le permitieran reducir a lo humano, a la vida humana, aquello que había
vivido. Y no la violencia sino la maldad inteligente, el maquiavelismo de la
Gestapo, cuyos despachos había tenido que frecuentar, «la tortura moral y
física» que sobre ella ejercieron «como sobre los demás», añadía enseguida,
pues era un método. «Y por eso quizá has leído —no lo niegues, que lo he
visto anotado de tu mano— el Discurso del método; ya que has tenido que
vértelas con un método, has querido saber qué era eso, método, ¡tú que
siempre te reíste!». Pero no había caído en la cuenta de que hubiera sido así.
No, simplemente lo había leído, como también a Séneca, que había
literalmente devorado, y algunos trozos de la Divina comedia, porque
entonces, como al oír música, se sentía literalmente despierta, en el mundo de
los vivos; despertaba de la pesadilla en que se había convertido la realidad, en
la que le dijo: «Yo no quiero creer; te parecerá cobarde, pero no tengo otra
solución: no puedo, me resisto a creer en ella. La sueño por las noches; me
hace ir con terror a la Cité y pasar delante de aquel Palacio de Justicia donde
le vi pasar ante los jueces que concedieron su extradición, aunque nunca la
firmó el ministro. Sí, dos años de angustia y el final ya lo sabes. Sí, la realidad
que quiero no creer me abruma cuando he de tomar el metro, el que me llevó
durante aquellos dos años a la Cárcel de la Santé, el mismo que tuve que
tomar la mañana en que no me aceptaron mi paquete de rosas y alimentos.
“No es necesario; ha salido para España”, lo que me hace dar un rodeo para
no pasar por el Hotel Lutecia, uno de los ocupados por la Gestapo. Pero eso
no es real; quizá algún día me digan que es mentira, que ha sido sólo mi
imaginación o mis nervios. Porque si fuese real tendría una explicación y yo
no la encuentro. ¿Cómo voy a explicarme la suerte de aquel muchachito de
siete años, judío, a quien recogí mientras le encontraba mejor lugar y la de

Página 208
tantos y aun…? No, no; para que algo sea verdad tiene que tener su razón;
estas cosas no pueden ser verdad y, sin embargo, han pasado, nos han pasado
a todos, ¡aquí en esta Europa que no sabía que amara tanto!».

Página 209
Primera parte

Un destino soñado

Página 210
Hijos míos, estaré de parto por vosotros hasta que
Cristo haya nacido en cada uno de vosotros.

De una Epístola de San Pablo

Página 211
Delirio de la paloma

Y él fue hasta la raya de España a encontrarse con sus hermanos, que la


pasarían clandestinamente para abrazarse, que no lo habían hecho desde antes
de la guerra. Ella se quedó en París, soñando, acompañándole hasta abajo…
España, ¡qué cerca! Sólo había que subirse en un tren… y se llegaba, y ya
está. ¿Por qué no? Subir al tren nada más, y se llegaba como había llegado a
París, ¿cuánto tiempo hace ya, cuántos años? Había salido aquel mediodía sin
sol; o andando, se podía también ir andando, o en automóvil, alguien la
llevaría. Vería los Pirineos, algún puerto y el mar, el recodo del Cantábrico, y
se pasaba las casas blancas del País Vasco, en Bidasoa. ¿Por qué había dejado
ir solo a su marido? Juntos lo habían pasado. Y oiría hablar el castellano a
todo el mundo en la calle, al principio sellado de vascuence, luego, puro de
verdad, en Burgos; vería las eras, toda Castilla oliendo a trigo, dorada y…
Madrid, vacío en el verano, sin funcionarios, sin agua, seco, requemado de sol
cayendo verticalmente; en Madrid todo es vertical u horizontal, tendido.
Madrid está engañosamente acostado, porque de repente se levanta, sí, se
pone en pie y dice: «No, ya no más»… Y allí está todavía el Prado; ver de
nuevo a Zurbarán —el Bodegón— y Velázquez, que ahora sí que lo entendía.
Y las mañanas, aquella luz de las diez de la mañana, y volar a su casa, a su
Plazuela Conde de Barajas, sí, número tres… Pero ya habrá otra gente, la
portera será la misma y la quería mucho; es el tiempo de la horchata, de los
aguaduchos, uno enfrente del Ministerio de Estado, al salir de la oficina; claro
que ahora ya habrá alguien sentado allá, tras de su mesa, en el palomar… Si
se marchaba, podía alcanzarlo en Biarritz.
Y volaba camino de su casa al lado del Sena; por el Quai d’Orsay no
había coches. París estaba vacío, era una caja de resonancia para sus
pensamientos, para su alma… Volaría… Biarritz, se puede ir; no hay
necesidad de visado… Llegó a la casa tan envuelta en desvarío que su

Página 212
hermana ni la conoció al verla; apenas cenó y se acostó enseguida para no
tener que hacer nada; proseguía su sueño enumerativo, se detenía como
imantada ante el Guadarrama, luego cruzaba Sierra Morena, y, al pie de una
reja, dentro o fuera no lo sabía, la reja… ¿con flores o sin ellas? ¿Quién
vigilaba su espalda? Y una mujer famélica, envejecida, salió a su encuentro
desde el fondo de un cementerio de pueblo: «Aquí me tienes. Ocho años llevo
aquí y ahora llegas tú». ¿Quién era? Aquellos muertos, los había sin enterrar,
¿quiénes eran? Los conocía a todos y tantos niños, tanta miseria, Dios mío;
quiero ser polvo, polvo, polvo de tu suelo, España; si pudiera ser yerba de tu
prado al borde de una acequia, rosa del mes de mayo, azucena al pie de tu
cerro, España; sería un hilo de tu agua y una piedra de las que están altas, de
ésas que claman al cielo… hincada en ti para clamar como un olmo seco de
esos que abren los brazos, o serpiente enroscada al pie de tu cruz, de esa cruz
que nace en ti, de tu seno, y se alza clamando justicia al cielo y llama a la
tierra con sus brazos abiertos… al pie de tu cruz, España. No, no más
verbenas, ni claveles ni la flor del jazmín, ni albahaca, ni alhelí; no más río
entre sauces; sólo reja y cruz.
Reja y cruz. Mis muertos; los tuyos, España, desde siempre, tus muertos.
Y tu amor, la paloma prometida, la paz, y sobre tu suelo trabajo, pan, dulzura,
amor…
¿Habrá perdón para el que estrangula una paloma?
Amor. Paloma crucificada. ¿No hemos crucificado los hombres todavía al
Espíritu Santo? Ella padece de su herida, mana su sangre, la sangre del amor
herido, la del amor inútilmente manchado, paloma inaccesible a toda
humillación y humillada, aquí, por nosotros. Pedirte perdón, paloma, hasta el
polvo, hasta deshacerme, pedirte perdón por España.

Página 213
La loca

Y aquella loca de quien oyó los gritos allá, cuando la llevaron al pueblo de
mamá. La tenían encerrada en un cuarto y ella la oía desde la azotea de la
casa. Después Mariquilla la Vieja le dijo algo, y después se fue enterando
mejor. Era buena, bonita y muy pálida, con el pelo y los ojos negros y muy
brillantes, la nariz larga y afilada en pico. Y le había dado ese mal, no se
cansaba de pedir agua porque tenía mucha sed, deliraba de sed y luego no
podía apenas mojar los labios. Empezó a ponerse hecha una furia, a volverse
mala; se escapaba de casa y ya no conocía a nadie. Tenía siempre sed.
Cuando se escapaba se iba al río; y un día la encontraron ya medio tragada
por la corriente que por allí era ancha, pero, a Dios gracias, no llevaba mucha
fuerza. Se había enredado en una rama de un sauce que caía y se hundía en el
agua, y la llevaron y ya no volvió a salir. ¿Novio? Sí, había tenido uno que se
fue un día y ya no supo más de él, pero ella nunca dijo nada; parecía que no lo
había sentido porque llevaban, después de todo, poco tiempo de relaciones,
habían hablado un poco por la reja y ella nunca decía nada… nada; empezó a
padecer de sed, de mucha sed. ¡Y era tan buena! Iba a la iglesia y encendía
siempre una vela en el altar donde está el Señor crucificado, y todo lo daba,
todo —nada suyo podía tener— a los pobres, a los niños que veía andar tristes
y sin algo, a las amigas, vestidos y zapatos, todo lo daba. Sólo pedía agua y
tenía que tener siempre en su cuarto un jarro de cristal fino y brillante,
cubierto con una arandela de encaje, y también limones, y a veces quería el
agua con un poco de azúcar; nada más.
Y se fue poniendo negra; la piel se le oscurecía sin que le diera el sol,
como si se quemara por dentro; los pulsos le ardían y habían de mojárselos
con una esponja o metiéndolos en la jofaina de porcelana azul que tenía
siempre llena de agua con un geranio malvarrosa flotando. Y las sienes le
ardían y se le iban secando; tenía que ponerse un paño mojado o con unas

Página 214
gotas de colonia «María Fariña», que sus padres no le negaban nada. Pero se
fue poniendo mal, y no había remedio; no lo encontró el médico que vino de
Almería, dijo que era tarde o que lo había sido siempre, y se fue dejándola allí
como la había dejado su novio. Ella no se enteró. Sólo pedía agua.
Tenía cada vez más sed y la voz le salía ronca, hablaba a gritos y los
modales se le habían descompuesto, andaba como si en la casa los pisos
fueran desiguales, y bajaba de lado las escaleras. Empezó a gritar a media
noche, llamando a los vecinos y después contestando o llamando al gallo en la
madrugada, y quiso saltarse la ventana para ir a la copa de un árbol con un
nido de ruiseñores que ella vio o se le figuró que había.
Y después de los gritos, ya encerrada, soñaba con las uvas, pero habían de
llevárselas con pámpanos y todo. Se enrollaba en ellos y se adornaba con los
racimos la cabeza. Y eso sí, como los había en abundancia, le llevaban todos
los que ella quería y más; racimos de las mejores, de uvas de moscatel que
apenas probaba, de uvas negras, de rosamiel y hasta de las uvas mejores de
las que se reservan para los barriles y para las pasas. Y todo lo había ido
tirando por la ventana, y se desgarraba a veces el vestido y quería también
tirarlo, y la colonia la regaba por el suelo. Pero miraba y miraba horas enteras,
quedándose muy quieta, la tapa de una caja de pasas de Málaga ya vieja, que
tenía pintada una mujer bailando envuelta en unos velos rojo fuego, como
llamas, y tenía los cabellos entrelazados con racimos de uvas negras y unos
pámpanos que le caían por el suelo, una cabeza de mármol la miraba danzar
sonriéndose con mucha burla. No sabían por qué le había gustado eso y de allí
había tomado ejemplo, quizá, para adornarse la cabeza con racimos y
enredarse en los pámpanos, verdes y frescos. Después gritaba enloquecida y
fue resecándose como si la tostara el sol que no le daba nunca; ni siquiera
entraba en el cuarto sobre el jardín bien sombreado. Después de estar muy
furiosa se fue calmando y ya no miraba la pintura de la mujer aquella, ni las
uvas siquiera; cuando se las llevaban las miraba y se sonreía un poco como si
recordara, no las tocaba siquiera, ni apenas miraba las hojas. Se fue haciendo
muy religiosa, como había sido cuando estaba buena, y pidió agua bendita,
que le llevaron, y un día fue el cura y la confesó, aunque no tenía pecado; se
calmó, entró en mucha paz y volvió a ser dulce y santa, a sonreír. No la
dejaban bajar al comedor, por si escapaba, ni ella quería salir, sólo pidió un
día que la llevasen a ver el río un poquito y, como se podía ver desde la
azotea, la subieron y ella lo estuvo mirando embobada y parecía contenta y
sosegada; «el agua», dijo, «cuánta hermosura». Y a la madrugada siguiente
murió con mucho sosiego. Tuvo una muerte muy dulce y dejó dicho que todo

Página 215
lo que le perteneciera y hubiera de heredar de su madre que se lo diesen a los
pobres, y que la enterraran en caja pobre y sin losa de mármol en la tumba.
La gente la sintió mucho. Una paloma andaba revoloteando por encima de
la caja por el camino y en el cementerio mientras la enterraban. Y se decía por
el pueblo que había muerto inocente y santa, que de haber estado cuerda
hubiera sido una santa, que sólo le había faltado eso, estar cuerda, para ser
santa.

Página 216
La del dulce nombre

No la había, doncella tan hermosa, en aquel lugar ni en lo que se conocía de


lejos; parecía imposible que la hubiese habido así alguna vez. Era más
hermosa que las mujeres que se veían en las estampas de los libros: aquella
que se llamaba Helena, por la que hubo una guerra de la que todavía se habla;
aquella Dido, que lloró tanto a orillas del mar; y la Aurora en su carro de
caballos de oro; parecía imposible, pero era así. Y no se sabía por qué, para
qué, pues una hermosura tan extraordinaria ha de ser por algo, por algún
misterio, ¿y cómo vino a nacer aquí, en estas planicies por donde no pasa ya
nadie? Antes, en otros tiempos, pasaban muchos caballeros que iban o venían
de extrañas tierras, y hasta algún rey pasó por aquí; ahora el pueblo se había
quedado polvoriento de rebaños, oliendo a vino y resonando de juramentos de
arrieros. Las casas eran pobres; antes decían que las había habido muy
principales, en aquellos tiempos.
¿Qué se hicieron? Todo se fue desmoronando y ni rastro había quedado, y
el pueblo, para parecer más insignificante, era nuevo, pues no había ni ruinas,
como en otros, que impusiesen respeto al que dudara del esplendor pasado.
Sólo una de las casas tenía una torre redonda, de piedras toscas, regularmente
alta con una ventana estrecha, por donde se veía el campo, la llanura, toda
igual. Y a ella se había subido Dulce, la muchacha prodigiosa, desde que
empezó a espigarse y a embellecer de modo tan alarmante; pues de niña había
sido casi como las demás, aunque más bonita, poco amiga de juegos,
reservada; altiva, dijeron después cuando empezó a distanciarse, a ponerse
fuera del alcance de las palabras primero, de las miradas después. Apenas
tenía trece años cuando esto ocurrió, y así el hacerse mujer del todo, si aquella
hermosura era de mujer tan sólo, la sorprendió encerrada ya en la torre de
donde no podía bajar. Porque ella no decía palabra, sólo que era imposible
rogarle nada contrario a su querer; nada más verla, hasta sus propios padres,

Página 217
muy atemorizados por aquel misterio, se quedaban sometidos a su voluntad,
que no había de indicar ni siquiera con sus manos, aunque éste fue siendo su
lenguaje; un gesto de sus manos y ya se sabía todo y más. Al principio fue así.
Hombre ninguno la había visto, ya en su ser completo de doncella sin par,
ninguno, pues ni soñar en que alguno se atreviese a subir a la torre. Y los
padres no se decidieron a mostrarle a aquél, el que mejor les pareció para
esposo, digo, si ella no hubiera florecido así, pues se comprendía ya muy
claro que esposo para ella no podía haberlo. En otros tiempos, quizá, aunque
tal vez hubiera costado desdichas muy grandes su hermosura. Tal vez ella lo
entendió así, ya que parecía dueña de su misterio y por eso se subió a la torre,
porque era buena y sabia. Sí; mucho debía de saber; algo muy de lo secreto de
la vida, cuando ni el señor cura se atrevió a rogarle que bajase a la casa y que
hiciera la vida de las demás muchachas, que las había buenas, tímidas y
bonitas, aunque a su lado se hubieran deslucido. Había ido una sola vez a la
fuente con su cantarillo junto con las demás muchachas, y, a la vuelta, ya
estaba así, como si en vez de llegar se hubiera ido, ido para siempre. Nada
había pasado, estuvieron todas juntas y ella puso el cantarillo bajo el chorro
del agua, y, mientras se llenaba, se quedó inclinada sobre la fuente jugando un
poco con el agua. Alguien que vivía en la Plaza dijo después que había pasado
por allí un hombre o lo que fuera, muy deshilachado, que nunca se le había
visto por el pueblo y que se quedó mirando un momento a la muchacha, pero
no le había dicho nada, y ella seguro que ni lo vio, mirando al agua de la
fuente como estaba; y así que él, aquello… lo que fuese, ni siquiera la pudo
ver bien, o quizá la vio en el agua, porque se detuvo un momento con la
mirada fija en la alberca que más parecía ser aquella fuente grandota y
destartalada; debió de ver su rostro allí, reflejado en el agua temblorosa.
Peregrina aparición la de aquella especie de espantajo, tan peregrina que
sólo aquella atisbadora a la que nada se le escapaba se apercibió de ello; quizá
fue una sombra, mas por ser asunto tan insignificante lo había olvidado; luego
un día de repente se acordó… Pero nada tenía aquello que ver en el asunto de
la muchacha.
No; nada tenía que ver pues nadie la había visto.
Y todo siguió igual durante un tiempo. Después, después la muchacha se
fue. ¿Cómo explicarlo? No se sabía, pero tenía sueños y estaba muy despierta,
más despierta que nunca. Se había hecho milagrosa, como lo han sido siempre
las doncellas dueñas de su misterio. Parece que veía lo que pasaba lejos, sin
asomarse siquiera a la ventana, aunque hubiera sido igual, pues desde ella
nada se veía sino tierra y más tierra hasta que se junta con el cielo, y nada

Página 218
más. Pronunciaba nombres desconocidos, y hablaba por lo bajito con su voz
de alondra y cantaba sonriendo canciones que nadie le había enseñado y que
nadie sabía tampoco en aquel pueblo, donde sólo en la misa se cantaba y no
siempre, o alguna criada fregando para aliviarse. Pero aquella era otra música
que venía de muy lejos. Y un día la encontraron jugando con perlas de
verdad, pasándoselas de una mano a la otra, haciéndolas saltar en el cuenco de
su mano liso como una concha del mar. ¿Y cómo habían llegado allí aquellas
perlas? Sí, su madrina, que ya murió, se las había regalado, pero, como por
allá no se usaban, habían quedado guardadas en una gaveta. Y, aunque
algunas cosas tuvieran explicación, ella misma no la tenía, ni sus visiones
tampoco ni aquella música, que a veces parecía que había instrumentos en la
torre, pues se oían desde lejos, viniendo del campo. Y dos o tres aves muy
raras habían venido a parar allí sobre el saledizo que sombreaba la ventana;
una era dorada brillante y la cabeza de fuego vivo, otra azul y, a veces, una
verde esmeralda. Nunca se habían visto por allá tales cosas.
De no haber sido tan buena, tan invisible, se hubiera sospechado de
alguna hechicería, que ya algunos lo tenían por sabido, pero no murmuraban
porque barruntaban —uno un día lo dijo— que no era en modo alguno
hechicera, sino hechizada. De haber salido a la calle y andar por esos mundos
sería cosa distinta; quizá por eso la muchacha no había querido y se había
subido allá, donde nadie la viese.
Y ya en el pueblo no se sabía bien si estaba viva o muerta. Algunos creían
que había muerto ya hacía tiempo y que los padres la habían mandado
enterrar en sigilo, para que el pueblo no se alborotase queriendo verla, y hasta
de los pueblos vecinos hubiesen venido y de quién sabe dónde, pues que ya se
había extendido su fama. Pero otros decían que no, que aún vivía, aunque ya
hacía tiempo que no se oían músicas; los pájaros lucientes sí iban y venían, y
parados en la torre se quedaban días enteros. Una noche, poco antes del alba,
se vio uno blanco, silencioso y que volaba como si se estuviera quieto y que
ya no se volvió a ver más. En verdad, lo que se dice en verdad, no se sabía,
pues la madre se había metido en lo hondo de la casa y el padre andaba en sus
tierras, y cuando iban a la iglesia sólo hablaban alguna palabra con el cura,
que sí tenía que saber, porque de enterrarla, él la habría enterrado, pero, si él
andaba en el secreto, ¿cómo iba a decirlo así, porque se lo preguntaran? La
verdad, de verdad, no se sabía.
Y algunos, que no faltan, desconfiados, empezaron a dudar de que todo
eso hubiera sido, según se contaba, pues quizá, en lugar de tanta hermosura,
habían sido unas viruelas que la habían afeado tanto que ya ella no quiso ser

Página 219
vista; porque encerrarse así una muchacha en la flor de la edad es cosa de
mucha fantasía.
Y poco a poco se fueron acallando los rumores. Sólo aquella vecina de la
Plaza que ahora, para ayudarse, admitía en su casa a algún viajero o daba de
comer y un jarro de vino que a ella le desataba la lengua. Y acertó o desacertó
más bien, según lo que después se supo, a pasar por allí un alguien, cobrador
de alcabalas, hombre extraño también; debió de ser bien parecido, alto pero
encorvado de hombros, según la parlanchina contaba —«simpático hombre y
discreto, sentía ahora no haberle hecho hablar»—, porque ella se entusiasmó
tanto al ver que alguien escuchaba, así, que sabía escuchar tan bien. Y se lo
contó todo, toda la historia de la muchacha, de Dulce, y hasta aquello del
adefesio que pasó y la vio en el agua de la fuente. Y él se había quedado
callado, acariciándose la barba medio rubia, sin decir nada, aunque parecía
que le hubiera gustado la historia, pero quizá no la supo apreciar en todo su
valor. Y ella tuvo su punto de rebeldía, pues que era injusta esa indiferencia,
cosas así no pasan en todas partes. «¡Y es la desgracia que tenemos en estos
pueblos tan pobres y tan apartados, señor!… ¿Cómo se llama su Merced,
señor alcabalero? ¡Que pasan cosas así, y luego no tenemos, no tendremos
nunca quién las cuente!».

Página 220
La reina

Isabel, mi reina, ¿qué haces ahí, mi niña, tanto rato pensando? ¡Ah, sí, miras
tus mapas! Ahora dicen que han salido otros con algunas novedades que te
gustarán. Los mandaremos pedir con el recadero a Medina, ¡andan diciendo
unas cosas! Yo no las entiendo bien. Me parecen muy extrañas, pero tú, mi
niña, que todo lo entiendes, ¡tú las descifrarías! Pero ella seguía mirando sin
poder apartar la vista de aquellos mapas y, cuando al fin levantó los ojos,
parecía que en ellos había quedado todo el agua de aquel mar de un verde tan
misterioso. Y aún se quedó así con el dedo índice entre los labios y la mirada
puesta lejos, pensando. «Sí, dijo al fin, tráiganme enseguida esos mapas; que
ensillen el caballo, cosa así no se puede dejar». Y la abuela se quedó, como en
tantas ocasiones, sin saber qué decir, pues caballo en la casa no lo había, ni
criado alguno que pudiera enviarse a cumplir una tal diligencia, pero no le
replicó, bajó las escaleras entristecida y silenciosa, pues, Señor, ella bien
hubiera querido tenerlo todo, todo lo de este mundo para Isabel, su niña, su
reina. El padre murió, debió de morir peleando contra los moros, que a ello se
fue un día. Vinieron algunas nuevas, ella se alborozó por ser su hijo y más
quizá por ser el padre de aquella niña, su Isabel, que merecía ser criada bajo la
sombra de un padre con honra, riqueza y hasta algún título. Pero luego las
nuevas cesaron y no se supo más, y las riquezas y los títulos tampoco llegaron
y hubo de criarla ella sola, porque su madre había sido una historia bien triste;
el hijo se había prendado de ella, la había traído de otro pueblo, muy hermosa,
eso sí, rubia; de eso no había que quejarse porque a ella había salido la niña,
rubia también y con aquellos ojos. Y eso de mandar, también. Pero, aunque
mandaba con brío, nadie obedecía a la madre, porque sus órdenes no venían a
cuento en aquella casa que no era tan amplia ni podía tener tanta gente a su
servicio, y el servicio… Pues tampoco había menester tanto porque cosas que
hacer no había muchas; ella se las imaginaba. Y luego parece ser que no

Página 221
andaba tan enamorada de su hijo como él de ella, o que echaba algo de menos
confundiendo siempre los hilos en los bordados y hasta los dibujos, y lo más
terrible fue aquel día que se confundió de nombre al llamarlo y no se podía
saber por qué; honesta lo era y no había hombre alguno que diera vueltas a su
alrededor, guardada por el marido y por ella misma, que no miraba a nadie, a
nada. No se enteraba. Sólo de lo que se figuraba en su imaginación, que
andaba siempre pendiente de las batallas y de las Cortes, sobre todo de las
Cortes de Castilla y de Aragón; también de lo que pasaba en la corte de esos
otros países que hay más allá del mar, Inglaterra. ¿Qué había de hacer sino ir
poniéndose loca, y el marido, por su parte, huraño, hasta que un mes antes de
morir ella se fue a pelear, un tanto desesperado de la rareza de aquella mujer
que era como si tuviera amores de verdad que él no compartía, y él sabía que
era honesta y que antes moriría que haberle faltado? La hija se le parecía en
mucho, pero no; era sería como el padre y no andaba en aquellas fantasías; la
hija pensaba. Estaba pensando casi siempre, como dicen que hacen las reinas
de verdad, porque otras andan con la cabeza en fantasías de adornarse y lucir
como una mujer. Sabía mucho y, si no, como si supiera, porque lo entendía
todo, y decía de repente verdades muy claras y bien dichas. ¡Lástima que los
pocos hombres principales que había en el pueblo y pasaban de vez en cuando
a visitarla en recuerdo de su padre fuesen así, tan poco decididos!
Porque ella no andaba en embelesos; lo que pensaba se podía hacer, y, al
decirlo, se veía que no sólo se podía, que a veces resultaba dudoso, sino que
se debía hacer; eso sí que resultaba bien claro.
Ahora, por fin, se iba a casar. Tenía ya quince años. Y había mirado sin
dar muestras de agrado a todos los pretendientes escogidos por la abuela de
entre lo mejor del pueblo. Pero ella sola había reparado en él, y estaba
pensando, pues era primo suyo y la conocía; aunque la hubiese visto poco,
sabría respetarla y quererla tal como era; sería cosa así como de hermanos, sin
perder ella su albedrío, y él la admiraría siempre, pues que era la joya de la
familia y se merecía suerte mejor, no mejor padre, sino el mismo padre con
más fortuna. Y cosa tan delicada sólo un a modo de hermano podía
comprenderlo.
Él, el novio, era muy despejado; también merecía fortuna más alta. No
descansaba nunca, dormía poco aunque era mozo, y se le conocía la
inteligencia, mas no se quedaba como ella pensando, ni le gustaba tanto el
estudiar, sino ir y venir y hacer proyectos, que siempre tenía varios entre
manos. ¡Y si resultaran! Era industrioso y de ingenio muy aguzado; llegaría a
acertar algún día y entonces su Isabel, su reina, sería la reina que era, pero

Página 222
más cerca de serlo de verdad. ¡Si ocurriese un milagro! Ella se merecía hasta
un milagro de los que la Providencia hace para llevar a su sitio a los que
nacieron fuera de él, para que no se pierdan talentos tan extraordinarios y para
el bien de todos. ¡Lo que puede hacer una cabeza así, una mujer que piensa,
Señor, cosa tan fuera de lo común ha habido siempre!
Y ahora que pasaban tantas cosas, tantas que se decía allá en Medina y en
Segovia y por todas partes, pues hasta allí llegaba el rumor de los mares
surcados aquí y allá y las batallas lejanas que se daban o no se daban, que
debieran de darse. Pues Isabel, ya se ha dicho, entendía también lo que no se
hacía; era lo que entendía mejor, lo que no se hacía y debía hacerse.
Y un día llegaron contando que contaban en Medina que andaba un
hombre por los caminos, muy extravagante y fuera de juicio. ¿Y si hablase
sólo de los mares, de aquel mar océano que debía de surcarse para encontrar
un camino desconocido, un camino en el mar? No más Isabel lo oyó, dijo
enseguida con aquel su natural imperio: «Que venga enseguida ese hombre;
es necesario hablar con él», porque sus órdenes eran así, imperiosas pero
impersonales. Y Fernando, su marido, que estaba al lado, con un poco de
burla en la voz le dijo: «Isabelita, niña, ¿qué tienes tú que ver con eso?». Y
por primera vez se la vio sobresaltarse y hundirse después en un silencio
sombrío, como si se hubiera desbordado una contenida amargura, o
simplemente que vio, como en un mapa, la realidad de su situación.
Pues era como si tuviera la cabeza llena de planos de todas las cosas.
Cuando comenzó a hacer algunos viajes con su marido, que andaba en
asuntos de negocios, siempre con alguna empresa entre manos, ella solía
marcar la ruta, sin darse cuenta, y sin darse cuenta él solía obedecerla; tenía la
genialidad de los caminos; si la hubieran dejado hubiese puesto en relación
los puntos más alejados y aun contrarios de la tierra. En la misma casa hizo
algunas simples reformas: derribar unos tabiques que dejaron al descubierto
corredores, mandar hacer aquí una escalera, allí una puerta, poca cosa, en
total, dado el laberinto de aquella casa vieja, hecha de añadiduras y de
arbitrarios derribos. La casa era vieja y una vez se había quemado, quedando
casi destruida, y la fueron aprovechando sin orden ni concierto, según se vio.
La convirtió en casa amplia, que no faltaba nada en ella y aprovechó terrenos
baldíos, matorrales que quedaban allí al pie del muro, al borde de un
barranco, rehízo la cerca y ahora la casa estaba defendida como una fortaleza
y abierta al horizonte. Se podía ver todo, todos los caminos que llegaban al
pueblo, las torres de los pueblos vecinos, las alturas lejanas. Desde lo alto de
la casa se tenía la vista de un mapa de todo el contorno como si, en vez de

Página 223
nobles venidos a menos, fuese el centro del mundo. Y así se debía de sentir
Isabelita cuando a la tarde se sentaba por fin a coser en la ventana más alta.
Parecía que estaba allí para cuidar todo lo que pasaba a la redonda, en el
horizonte y más allá. Porque tras de aquel horizonte, otro lo repetía; se sentía
que el mundo es redondo y que los horizontes se suceden unos a otros como
copas de cristal transparente, que no había comarcas cercadas, ni hoyos
incomunicables, que los abismos forman parte también de esa redondez y
deben de corresponder a alguna montaña lejana o alguna otra hendidura de la
tierra donde una comunicación tiene lugar, que todo es camino hacia lo lejos
y que nada está lejos propiamente, que cada lugar está donde debe,
simplemente como si Dios hubiera creado el universo según números
infalibles. No se comprendía viviendo a su lado por qué este orden no está
implantado en todo el mundo. Quizá ella sola sabía que algún día habría de
estarlo.
Se animaba mucho en los viajes. Y no es que tuviese ánimo aventurero.
Al revés, se diría que hacía su casa en todas partes, que allí donde ella estaba,
estaba el centro de todo, pues siempre buscaba detenerse en lugares desde
donde el contorno era visible, y miraba sentadita como una niña con el índice
entre los dientes, y nada escapaba de sus hermosos ojos verdes, que se
llenaban de brillo cuando de repente descubría algo, y sonriendo se quitaba el
dedo de los labios y señalaba con él algún punto, algún detalle, algo en fin
que sólo ella había visto y le decía al marido con voz cantarina: «Mira,
Fernando…». Y Fernando miraba atentamente con ojos escrutadores de ave
de rapiña; aquel mozo tenía algo entre sí, una ambición… Era echado para
adelante, es decir, que cuando ella le decía «Mira, Fernando», él se adelantaba
siempre unos pasos, como si el mirar fuese partir a la conquista de algo o
abalanzarse a poseerlo. Pero, como pocas veces aquellas indicaciones se
podían resolver en acción, él sonreía desencantado y le decía alguna palabra
irónica que ella parecía no oír y quizá no la oyera; tal vez por alguna afección
del oído o por su modo de ser no daba muestras de oír más que cuando se le
hablaba de cierto modo. Su marido mismo, él el primero, había de hablarle
quedándose quieto, mirándola de frente, en pie o bien sentado, pero con
mucho aplomo. Y, como él tenía el impulso de moverse, de ir para luego
venir, las palabras que pronunciaba andando en estos movimientos ella no las
escuchaba. Era una reina natural.
Siempre se entendieron bien, y mejor lo hubieran hecho si él hubiese
podido sacar motivo de acción de todo lo que ella veía. Mas, como no eran
reyes de verdad, esto no era posible. Y entonces, a veces, él se desesperaba, le

Página 224
entraban unos ímpetus irresistibles y montaba el caballo y partía al galope sin
saber adonde. Ella se quedaba tranquila, cierta de que habría de volver, aun
después de que llegaron aquellos rumores de que él sí sabía adonde iba así, al
galope, porque algo había él de poseer, que se comprende que le fuera difícil
el estar siempre ante aquellos ojos que todo lo medían, que necesitara ver su
imagen en otros que se la devolvieran menos precisa, porque estar frente a
ella era estar frente a un espejo nítido, sobre todo cuando no había nada que
hacer.
Pero ella nunca mostró estar enterada de aquellas correrías de su marido y
había de estarlo, pues unas veces las llevaba demasiado lejos y otras
demasiado cerca. Y hubo de dolerle porque, aparte de todo, estaba muy
enamorada de él; se le veía cuando a ratos levantaba la vista y se llenaba de
gozo de verle allí a su lado o abstraído en alguna cosa; entonces aún se dejaba
ir más tiempo a contemplarle, gozosa de aquella hermosura viril, de su
juventud, de su destreza, orgullosa de aquel hombre, su marido, el único que
no hubiera cambiado por ningún otro; y algunos días se la sintió amansada en
su entereza, mujer feliz, nada más, inventando cosas para agradarle; trajo
alguna vez músicas y alguna azafata que cantaba para entonar canciones y,
con ocasión de la visita de unos forasteros muy principales, dio un hermoso
baile, porque a él le gustaba la fiesta y ella no recelaba de verle alegre y
decidor, parecía que le hiciera gracia… Estaba segura de que él volvería cada
vez que partía solo a aquellas andanzas, y algo más quizá, porque sabía tanto.
Y añadió enseguida: «como todo en la vida». Una cruz le había ido creciendo
dentro de su corazón; sólo así se comprendía tanto reposo en mente tan
agitada y en vida con tanta contrariedad. Pero aquella cruz ella la llevaba
consigo y por eso no le pesaba tanto, nunca dejó de moverse ni hacer como
los que dicen «todo es una cruz» y se quedan fijos, como si la cruz fuese una
trampa en que quedaran cogidos. Ella la sentía abierta señalando los cuatro
puntos cardinales, abarcando el universo; la seguía por todos sus caminos y
por todos sus trabajos. Iban siendo muchos, pues aquella casa pesaba sobre
ella, y poco a poco todos los asuntos del pueblo le venían a consultar. Y ahí se
la vio en algún instante firme, tan firme que parecía violenta. Tomó
determinaciones muy duras que a algunos hombres les hubieran hecho
temblar; no retrocedía en nada su voluntad, y ese determinarse a cosas tan
violentas y hasta crueles la dejó sola. El marido no quería aquellas
responsabilidades o era de ánimo más tierno… ¡Qué enigma! Al verla así se
volvía un enigma aquella niña.

Página 225
Y se hacían silencios en aquella casa. Todo callaba y ella buscaba con los
ojos algo y se dolía, sin decirlo, de no tener dónde fijarlos, como si todos la
hubiesen dejado con sus decisiones; expulsar a aquel viejo que sabía tanto de
cuentas y de medicinas, ahora que los caudales, por haber más a causa de
algunos negocios del marido, traían mayores complicaciones.
No reparó en nada, pues que aquello sucedió contra sus intereses. Quería
que todos fuesen uno o estuviesen a una, y decía que en otras partes ya se
habían tomado medidas como aquella de implantar un tribunal terrible, para
que nadie se saliera de la cruz que cada día debía de ver más dibujada sobre la
redondez de la tierra. Se sobrepasaba siendo no más que una mujer, pero es
que era una niña. Los niños, cuando quieren, quieren así. El se lo decía:
«Niña, niña…». Pero entonces todo era inútil.
Fue de repente, casi, como se murió y tan joven, aunque de seguir en la
vida no hubiera envejecido. Los ojos le daban vueltas continuamente;
escribía, cosa a la que no había sido muy dada por estar siempre mirando y
pensando, y escribía y se interrumpía; eran órdenes tan precisas que parecían
versos. El andaba de aquí para allá, como si ya no tuviese poder sobre ella.
Hijos, habían tenido uno muy hermoso que se malogró enseguida. Estaba
sola, ésa era la verdad. Murió como si se pusiera en viaje una vez más con
aquella brújula que ella llevaba en su cabeza; como si fuera solamente
cuestión de ponerse en camino una vez que lo hubo preparado todo. Parecía
que hubiera muerto una reina, una reina de verdad, con sus pesadumbres y
todo, que ella desgranó una a una, echando las cuentas minuciosas con su
confesor, no sólo para llevarlas claras allá, sino para que quedasen claras aquí,
que todos pudiesen leerlas y juzgarlas. Se sometía al doble juicio de los
hombres y de los cielos; que ella entendía que eso era la cruz. Murió así, en
juicios que sobre ella iban cayendo, cada vez más, de todos los que la
conocían, aunque la quisieran tanto; su marido mismo, siempre enamorado y
amante a pesar de sus correrías, nunca dejó de juzgarla; no como a otras
mujeres, que nadie las juzga de verdad: «¡Qué buena o qué bonita!». A ella,
¡Dios mío!, no; cada vez sentía que le exigían las cuentas más claras, como si
estuviese sometida a algún proceso, aunque o porque hizo lo que nadie había
hecho: dejar aquel orden y aquel horizonte que, hasta que ella no lo hizo
visible, había estado plegado; la casa, que encontró hecha un laberinto, la
dejaba ancha, redonda; se podía ir por todas partes hacia todas partes… El
pueblo la lloró como a una reina de verdad; fueron todos a la iglesia y la
llevaron después con grandes llantos y antorchas encendidas por el camino
más largo al cementerio, de donde no sabían despegarse. El marido, a pesar

Página 226
de su porte, no parecía ser el centro de aquel duelo, la sentían por sí misma,
en sí mismos y la lamentaban. Antes era él quien los tenía que acompañar en
el sentimiento, y se vio que había dejado de ser aquel mozo arrogante, distinto
de todos, como si le hubiera abandonado la majestad; se había convertido en
un hombre, un hombre como los demás, inquieto, ansioso de marcharse lejos.
Partió enseguida, y quedó triste el pueblo, la abuela medio ciega, que no había
podido ir al entierro siquiera, de habitación en habitación, buscándola,
arrastrando su sombra por los lugares preferidos de la niña, de su niña… y no
hacía sino sollozar en las noches interminables y en los momentos
angustiosos, cuando alguna determinación se presentaba, sollozando en el
huerto, arrimada a las paredes y en lo alto de la casa, mirando aquel horizonte
que no podía distinguir. Isabel, mi reina, ¿por qué te fuiste tan pronto, niña
mía?

Página 227
Voy a hablar de mí mismo
(Fragmento filosófico del segundo tercio del siglo XX)

Voy a hablar de mí mismo, aunque, en rigor, esto constituye una reiteración,


pues hablar, rigurosamente, no se puede hablar sino de sí mismo. Pues
situemos la cuestión en sus términos rigurosos: ¿qué es hablar y quién habla?
Solamente hay un ente que habla: yo, es decir, el hombre; pero el hombre en
sentido riguroso soy yo, yo mismo.
El que habla sólo hablando desde sí puede hablar de sí. Y el término
estricto de su hablar es este sí, descubierto en la acción misma de su hablar.
Esta misma acción descubre su mismidad, pues sólo el que habla hacia sí
mismo es sí mismo, y el que es sí mismo sólo atendiendo hacia sí mismo
puede, en sentido estricto, hablar estrictamente; pues, y con todo rigor, hablar
significa, siempre y en todo caso, hablar de sí mismo y apuntando hacia el
mismo del sí.
Se habla de sí mismo; mas, precisando la cuestión: ¿quién es el que
precisamente habla? ¿El sí o el mismo? Veamos en sus últimas precisiones: si
el que habla es el sí, ¿qué podría suceder? El sí es la determinación de la
soledad última, de la infinita angustia en la soledad, ya que no tiene más que
una sola sílaba, ni consigo mismo puede disputar. Y es evidente, de toda
evidencia, que sólo cuando se disputa se está en compañía. Siendo, pues, la
disputa el único género de relación entre el uno y el otro, allí donde no hay
disputa, donde no existe la posibilidad radical de entrar en disputa, existe la
soledad y, como en la soledad encontramos la determinación concreta de lo
real, tendríamos que, en efecto, el que habla es el sí…
Veamos ahora en la aparición de la otra posibilidad: la de que el que habla
sea el mismo, en lugar del sí. El mismo se nos aparece sin fronteras,
completamente cerrado, mas en realidad no está encerrado; no dejando nada

Página 228
fuera, todo lo incluye. En el sí teníamos la esencia de la soledad, mientras que
en el mismo se nos revela lo absoluto de esta soledad, la sustantificación de la
esencia, que, al haberse cristalizado, todo lo ha incluido.
Mas ¿dónde lo ha incluido? ¿Qué lugar había en el sí para incluir cosa
alguna? Mas no hemos dicho cosa alguna, sino todo. Entonces tendremos que
el mismo es la esencia solitaria del sí, con el todo incluido; el mismo, pues
contiene al todo. Y este contener es lo que lo ha hecho pasar de la simple
esencia a la sustancia.
Pero esta aclaración no nos aclara quién es el que habla. El problema
persiste en sus primitivos términos. Y ahora podemos caer en la cuenta
gracias a la aclaración que nos ha hecho ver la imposibilidad de aclarar que se
trataba de un problema subsistente y que incluye dentro de sí a lo absoluto, es
decir, al sí y al todo; al ente. Al preguntar por el ente, hemos caído en el todo.
Y ahora que preguntamos insistiendo sobre el todo, venimos a caer en la
cuenta de que es él lo que define al ente y lo envuelve al definirlo, lo hace
indefinible.
Quien habla, pues, siendo indefinible, no puede ser el sí, para el cual
hemos encontrado una definición, ni el mismo, del cual hemos encontrado su
contenido que envuelve al sí. Y como este contenido es al mismo tiempo el
continente, la materia y la forma, la sustancia y su condición apriorística,
tenemos que solamente él, el todo, es el que estrictamente habla; pero no
podemos decir del todo que sea quien, ni tan siquiera que. El todo es el todo y
se nos escapa. Pero, como este todo lo hemos encontrado, es decir, lo he
encontrado yo estrictamente al hablar de mí mismo, el todo me abraza y me
arrastra consigo. Quien habla es el todo en mí o yo en el todo, yo como todo.
Ahora tratemos de descubrir si en el todo existe la posibilidad radical de
que algo como yo, suma realidad, exista. El todo sería así la matriz de lo
existente. Retornemos a nuestro punto de partida. ¿Quién es el que habla en el
sí mismo? Pero hemos llegado al Yo. Ahora, pues, me pregunto con idéntica
autenticidad: ¿quién es este Yo rodeado, abrazado y arrastrado por el todo, el
todo o la nada? Pues son intercambiables. ¿Qué le pasa a este Yo cuando
sufre las embestidas de la Nada y qué le acontece a la Nada cuando sufre las
embestidas del Yo? Es decir, ¿quién es agente y quién el paciente, la Nada o
el Yo, o los dos —alternativamente o los dos en conjunto—? Veamos,
veamos… Si son los dos alternativamente es que no son idénticos o que lo
sean por identificación final. ¿Puede algo no idéntico a la nada identificarse
con ella? Recordemos la ingenua filosofía de los griegos, que conocía tan sólo
la identificación en el Ser. Pero la crítica de tal ingenuidad está ya cumplida

Página 229
desde el inicio del horizonte de la filosofía actual, que se cumple en cada uno
de los que solitariamente filosofan. Pues la consecuencia de aquella
ingenuidad griega —que la identificación tenía lugar en el Ser— traía por
consecuencia el que se creía filosofar en conjunto y teniéndose en cuenta unos
a otros, de manera que cada filósofo se refería al anterior o a otros que, al
mismo tiempo que él, pensaban. No así entre nosotros, pues tal acción es
inauténtica y atentatoria contra la autenticidad y la identidad del sí mismo y
del Yo. Así pues, en el horizonte de la actual filosofía cada cual ha de
habérselas sólo con su sí mismo; cada yo con su sí, cada uno en sí mismo.
Retornando, pues, a la cuestión, volvemos a preguntarnos: ¿es posible
identificarse en la Nada? La Nada, ¿no será, acaso, el no ser Ser ni contra-Ser,
la anegadora de todo ser? Y la identidad, ¿no constituye la amenaza máxima
contra el Ser, al fijar el Ser, al sustantivarlo y hacerlo definible, o por lo
menos intuible? ¿Acaso el supuesto más íntimo y radical de la filosofía
moderna no está exento de toda fijación y cristalización que desclasifica a
todo ser mientras lo hace ser? Porque aquello mismo que hace que algo sea, al
darle el Ser se lo quita; quiero decir que el mismo Ser, al tener el ser recibido,
no lo es. Para serse el propio ser, es preciso que la identificación no provenga
de la anegadora virtud de la nada.

COMENTARIO

El texto adjunto ha sido encontrado en un pozo profundo, el más profundo


de los que quedaron indemnes a la destrucción aquella tras de la que comenzó
la presente era. Debió de ser escrito o bien antes de la bomba atómica, que no
alcanzó a destruirlo por hallarse en este pozo, cosa poco verosímil, o bien en
la noche de los tiempos subsiguiente por alguien que supervivió en ese pozo.
Pero esto no nos asegura nada, pues podría tratarse de algo escrito con
anterioridad y conservado en el pozo de la noche oscura atómica. Habiéndose
perdido casi toda la filosofía, hasta el punto de que no sepamos hoy
exactamente de qué se trata cuando nos encontramos esa palabra en algún
fragmento, nos resulta difícil precisar la fecha de aquello que —parece ser—
tenía una larga historia. No podemos darnos cuenta de qué fuera esa filosofía.
¿Sería toda como este fragmento? Lo único que aquí comprendemos es que
alguien, el sí mismo, al parecer afirmándose sobre todo, vino a destruir ese

Página 230
todo y a sí mismo también. Pero resulta muy extraño que esto lo realizara sin
ningún dolor y, al parecer, sin darse cuenta. Y más aún, persiguiéndolo
ahincadamente. ¿Qué hombre sería éste? No podemos imaginarlo. Ni como
hombre, ni como ninguno de esos seres con quien andamos en relación.
¿Acaso ese hombre no los conocía? Parece que no hubiera habido animales ni
plantas, sol ni luna, luz ni fuego. Ni esas inteligencias más sutiles que las
nuestras que se hacen presentes cuando las escuchamos. Parece como si no
hubieran sabido escuchar. Y tampoco ver. ¿Acaso habían perdido los
sentidos? Pero los cuerpos que pudieron llegar hasta nosotros muestran los
mismos órganos sensoriales… Y, por lo que hemos averiguado hasta ahora,
habían pensado mucho, averiguado muchas cosas, escrutado múltiples
secretos que han vuelto a serlo para nosotros. Pero, ocupados como estamos
en restituir la Tierra a su condición habitable, de madre de la vida, no tenemos
tiempo de averiguarlo. Yo mismo, yo, ¿qué me sucede que ya hablo como
ellos? Bueno, sí, yo pienso, pero no, no. ¡Ah! ¿Quiero decir que no pienso,
estoy pensando que no pienso o que no soy yo? ¡Qué historia! ¿Tendrá alguna
vez remedio?
Pero sí, tuvo remedio. ¿Cómo, a partir de qué supuesto, de qué situación
humana radicalmente diversa? En suma, ¿a partir de qué conversión? Si
osamos usar esta palabra… Tratar de imaginarlo será, quizá, más fecundo que
seguir pensando en la «Crisis», en «las Crisis de Nuestro Tiempo».

Página 231
La condenación de Aristóteles

Cuando Aristóteles subió a las altas esferas, algunos pitagóricos estaban en su


borde aguardándolo. Lo tenían a su merced, pero, gente de dulce condición,
se limitaron a inclinarse ante él y le entregaron una lira y unos papeles de
música rudimentaria, dejándole solo.
Él se puso enseguida a estudiar, y con provecho, rápidamente. Pero tenía
los dedos endurecidos para tañer; lo dejó, aguardando con cierta sorpresa, que
se fue transformando en exigencia, que alguien viniese a buscarle. Y comenzó
a preguntarse el porqué de aquella extraña situación.
Mas, como la respuesta no llegaba, y por esta vez no podía descubrirla por
sí mismo, tenía que aguardar simplemente, o eso creía; se puso otra vez a
aplicarse en la lira y en la música, ya que era lo único que podía hacer; la
única actividad posible en aquella condición tan extraña.
Y se entusiasmó, se fue entusiasmando sin darse cuenta hasta quedar
absorto. Pero aún nadie venía; y de vez en vez se sobresaltaba preguntando,
preguntándose: ¿qué se oculta en esta situación? Y así pasaba del entusiasmo
al sobresalto, de donde nace la pregunta, pasando por la calma metódica que
examina los acontecimientos. ¡Aún se acordaba bien y sabía atravesar, ir y
venir en ese viaje como nadie, como ningún otro de la Tierra! Pero nada
surgía y con nada se encontraba.
La clave de todo era la sentencia de uno de los llamados «pitagóricos»,
uno de los más rezagados. ¡Había pasado tanto tiempo! Además de que el
tiempo en las altas esferas rueda de otro modo. Decía así el dicho: «La música
es la aritmética inconsciente de los números del alma». Y solamente cuando
Aristóteles encontrase, y no en «teoría», los números de su alma, cuando los
hiciese sonar, se levantaría de allí. Nadie guardaba puertas que no había;
nadie tenía que venir a buscarle; él solo se levantaría sin hallar resistencia, al

Página 232
escuchar los números de su alma en las cuerdas de la lira, cuando sintiera
sonar esos números…
Y así fue. Mas antes hubo de pasar por muchas cosas en su alma, hubo de
padecer al entendimiento agente, sentado, padecer la vida no vivida y la
vivida a medias, hubo de apurar el amor, la angustia, hasta la locura, el
delirio; hubo de delirar en su infierno… Pues la escala musical lo prescribe:
«Diapasón». Hay que pasar por todo; hay que pasar por todos los infiernos de
la vida para llegar a escuchar los números de la propia alma.

Página 233
Corpus en Florencia

Salió precipitadamente de la fiesta, llevada por las campanas del Duomo que
repicaban a Gloria llamando a la procesión del Corpus Christi; las distinguió
un momento volteándose contra el cielo, violáceo de tan azul, desde la terraza
del Gran Hotel donde la Delegación de la India ofrecía su fiesta; un hombre
alto, así como un rey antiguo, y tres mujercitas menudas, frágiles como niñas
que se habían espigado un poco, envueltas en su sari, nos hacían la merced de
dejarse ver, sin estar, por eso, en nuestro mundo, como si hubieran salido a las
puertas de su palacio para tender la mano un momento a aquella multitud
representativa de la «cultura occidental»; benévolas y sabias, con una chispa
de ironía en sus negras pupilas. No pudo contenerse de hablar unas cuantas
palabras con la más menuda para decirle que ella era española, y le pareció
que la leve ironía se borraba de sus ojos y que su sonrisa se ensanchaba
endulzándose…
Avanzó por las calles guiada por la multitud, arrastrada por el río humano
multicolor; todos se habían vestido de fiesta, gentes del pueblo, con su alegría
antigua… Alegría. ¿Cómo llamar a ese alborozo en que todo lo inmemorial
resucita, en que cada cual lleva consigo a todos sus muertos y, entre todos, a
la ciudad, desde su comienzo, a mil ciudades destruidas ya, a tantas culturas
fenecidas, toda la genealogía oriental de este Occidente?
Frente al Duomo, los ríos de la multitud se remansaban y adormecían en
la espera. Se sentía perfectamente encajada en aquella muchedumbre hasta
por su traje azul muy celeste, nada elegante, como si se hubiera vestido de
acuerdo, más que con la moda, con el esplendor del día; le dejaron un hueco y
hasta un cierto espacio alrededor comprendiendo, a pesar de todo, que era
extranjera, junto al Battistero, y esperó quietamente. Al fin apareció la
Procesión, siguiendo su orden ritual; primero, las cruces parroquiales,
fantásticas cruces como ella jamás las había visto allá en España; doradas,

Página 234
relucientes al sol y, en su centro, una pintura policroma, centelleante también;
debía de ser Nuestro Señor, no veía bien, y recubiertas por un dosel de
terciopelo o damasco, cada una de color diferente, colores brillantes, todos
recamados de oro. Y quedaron allí en hilera, enfilando la Vía de San Juan,
reverberando al rayo del sol poniente que las hería de costado. Y algunas
daban contra el cielo y eran aves fabulosas que se hubieran dejado apresar o
que vinieran por su gusto al conjuro de una palabra mágica… Y la silueta de
todas por el dosel que las hacía redondas; mas no, porque asomaban la cabeza
y los brazos, y el dosel se movía por el viento; eran signos, signos de una
religión antigua o de todas; de todas las grandes religiones sacerdotales que
hubieran entregado su símbolo más secreto. Y, aunque todas eran iguales,
parecían diferentes por la posición y por el color de los terciopelos; formaban
como una sola palabra que hubiera querido deletrear, una palabra sagrada
resumen de todas las grandes culturas extinguidas, de todos los múltiples
tiempos idos para siempre que habían dejado su escritura póstuma… Andaba
en esos «pensamientos», cuando súbitamente sintió que todo cambiaba, hasta
el aire. Deslizándose, casi invisibles, bajaron los escalones de la catedral unos
/ frailes menudicos, pardos, una bandada de gorriones pobres, simples, Señor,
la misma pobreza, y su cruz era de leño casi sin desbastar, parda como ellos.
La Cruz, nada más. Y su salida fue la señal de que la procesión avanzara, y sí,
ellos pasaron ligeros como si la cruz no les pesara; la seguían como una
bandada de pájaros a una señal que cruzara los cielos. Se les sentía apenas
rozar la Tierra; iban hacia arriba sin esfuerzo y, si andaban por aquí, entre los
demás, era por una especie de voto de no irse todavía; porque llevaban la
cruz, que no podían abandonar, y sólo para llevarla habían venido, desde un
espacio claro donde día y noche cantaban junto a ella desde que el Hermano
Francisco les enseñara a ver sus pájaros, los gorriones del árbol divino. Y
sintió que la Cruz es el Paraíso, el mismo paraíso, que sólo ella lo es aquí en
la tierra, que aquella desnuda pobreza y el Paraíso son la misma cosa.
¡Qué solo en la desnudez de la Cruz está el Paraíso terrestre! No iban
solos… En la cruz desnuda, a su lado, quizá naciendo de sus corazones, lo
sentían casi palpablemente a Él, al Señor, el Hijo Dios de tan pobre hasta sin
cuerpo, en una última manera de andar por la tierra, invisible a los ojos de los
que no lo aman, semivisible para los que querrían amarlo, para los que buscan
como pueden la vida verdadera.
Y sintió la tierra, el planeta, todo desnudo y pobre, y esa lucha terrible de
los hombres por no saberlo. ¡Si algún día al fin lo reconociéramos, nuestra
indigencia! Surgiría el esplendor del cuerpo revestido de la luz reflejándose

Página 235
en las nubes, en la turbia atmósfera, en las pupilas que la apresan y en la
palabra, un poco de la gloria de Dios. Porque nos dejaron algo del paraíso que
nos ofusca, el hechizo del arte, consuelos, la rendija por donde se filtra la
música, y ese vacío interior, donde todo resuena y desde donde proyectamos
las imágenes y los ecos, y aún más, un rayo de divina luz, el pensamiento. Y
nada puede recubrir del todo esa miseria inicial, ese pordiosero que de tan
pobre no sabe pedir; nuestro ser.
Seguían las demás órdenes religiosas; una cruz de madera y un puñado de
hombres humildes, ligeros. Parecían moverse todos del mismo modo, como si
no quisieran romper el aire con sus cuerpos, como si ocupasen solamente el
mínimo de lugar en el espacio, o si arrastraran consigo su «lugar natural» y, al
moverse, no se desplazaran, casi libres del humillante movimiento de
traslación, a punto de entrar en otro espacio donde el cuerpo no sea este peso
o esta vestidura que nos oprime o esta presencia que nos detiene, sino una
simple manifestación del alma que ha de andar así, que ha de ser visible, pero
no más de lo preciso; que ha de ocupar un lugar en el espacio, pero el justo;
que ha de moverse, pero sin quebrar cosa alguna. Y andaban sueltos, libres y
pequeños, como si hubieran deshecho un maleficio.
Y poco a poco, siguiendo una escala, fue reapareciendo el esplendor;
ahora los grandes sacerdotes con sus trajes deslumbrantes, junto al palio de su
blanco brillante, y bajo él, un ave irreal llevaba, sosteniéndola en alto,
encerrada en un sol de oro, la blanca, pura forma, la incompatible forma del
Amor. Amor: nacimiento eterno.
Seguía dando escolta el emblema de la ciudad, blanco con su rojo lirio y
el Sindaco; decían por allí que era comunista, pero que iba porque
representaba a la ciudad, o quizá no era él mismo, mas la ciudad iba
representada por un hombre serio, vestido de oscuro, el único de este siglo
allí, guardado él también por dos pajecillos vestidos de flor; dos rojos y
blancos lirios.
La multitud comenzó a desagregarse extrañamente silenciosa, como
vuelta hacia sí. ¡Extraña cosa una multitud que medita! Y siguiendo ahora su
propio impulso, llegó hasta el Ponte Vecchio. Caía ya la tarde y en el Arno se
reflejaba la fantasmagoría de la puesta del sol; la naturaleza seguía la ley de
su belleza implacable y no podemos pedirle que se detenga, que borre un
instante su esplendor, que se quede vacía en silencio, que se detenga, que se
recoja para que no olvidemos que somos pobres, pobres.
La ciudad ardía en fiestas; en la Signoria se alumbraban las antorchas del
Campanile, que dejó de ser de piedra para incendiarse contra el cielo ya

Página 236
negro; abajo la multitud improvisaba músicas, cantos. En la Vía Tornabuoni
algunas gentes del gran mundo internacional cruzaban ligeras, iban o venían
de tomar el aperitivo en aquellos bares como doradas jaulas. Por todas partes,
naturaleza y vida humana, la diferencia triunfaba; la cualidad y la cantidad
marcaban sus abismos. ¡Oh, el mundo de las categorías! El mundo
simplemente: sustancia, pero enseguida cantidad y cualidad. Y allí, Señor, en
tu Cruz, no hay nada, en esa simple desnudez inapresable; nada de eso en la
pura forma, sustancia incorruptible donde toda cualidad ha sido resumida…
Señor, ¿será así? ¿Acabaremos de nacer del todo en Tu paraíso?

Página 237
El cáliz

—Pero ¿qué haces ahí, hija? Digo, no: hija no eres mía.
—Ya lo sé.
—Muchacha.
—No, ya no.
—Mujer, bueno, lo que seas, ¿qué haces ahí?
—Ya lo ves; este cáliz.
—Pues a eso vengo, a decirte que no seas tonta, que no es necesario. ¿Es
que tú crees?
—¿Cómo? ¿No es necesario?
—No; es muy fácil. Cualquiera puede hacerlo; cualquiera, con tal de que
sea alguien, vamos, alguien de viso… En lugar de pedírselo al Padre, porque
entonces hay que apurarlo inexorablemente como sucedió allá, hace algún
tiempo, se traspasa… Sí, es fácil. Sólo hay que saberlo y saberlo hacer.
—Pero…
—Nada, hazlo, puedes, es fácil, se traspasa. ¿Y eso te importa? El caso es
que pase. ¿Estás tú segura de que no te lo han pasado a ti y de que te estás
bebiendo el tuyo? ¡Tonta! ¿Y si fuera el de otro que te lo hubiese pasado a ti,
traspasado por otro que sabe? Si a lo menos estuvieses cierta de que es el
tuyo, el intransferible que podría transferirse también…
—No sé; nunca se me había ocurrido.
—¿Te da vergüenza? Lo han hecho tantos, tantos que tú conoces y de
todos conocidos.
—Pero ¿qué voy a hacer, ir de puerta en puerta diciendo: «Señor o
hermano, ¿quiere usted mi cáliz?» ¿Y si nadie lo quiere? ¿Es que se lo puede
dejar solo, abandonado?
—¿Pero acaso no ha sucedido y sucede así? ¿No está así abandonado y se
vierte, se vierte sobre todo? Nadie lo quiere beber y entonces se derrama y

Página 238
viene la confusión.
—No sé si es el mío; el mío, mi cáliz. ¿Pero tengo yo algún cáliz, mío
para mí, de mí? ¿No será uno, uno para todos, del que me cae una gota, una
gota sólo que no pasa, una gota de eternidad?

Página 239
De vuelta al nuevo mundo

Habían entrado ya en la latitud del trópico, por mejor decir del subtrópico; se
advertía en el aire denso tendiendo a hacerse carne, como si el aire dejase de
existir para ser sustituido por vapores calientes de humedad en que se inicia la
gestación de un inmenso cuerpo que puede hacerse visible de un momento a
otro; el mar no se movía, como de estaño, porque no había cielo sino nubes
bajas y quietas de donde parecía iba a bajar por instantes ese animal cósmico.
El cielo del trópico, con nubes o azul de zafiro, tiene una vitalidad como de
placenta, de cavidad donde una forma se concibe. Y ante esta inminencia la
conciencia se retrae, se aduerme abolida; el cuerpo, el propio, se agranda
como llamado por esa vitalidad difusa que le torna pesado y ajeno, como si
regresara a cuando aún no había recibido su alma. Un sopor la invadía,
encerrada en el camarote abierto a proa y al costado; el ruido de las máquinas
llegaba amortiguado, pero más denso, corpóreo también. «Todo tiende a
corporeizarse», pensó, «el aire, el agua, los elementos se conjugan entre sí en
la caverna del cielo». Vagamente se insinuaba la voluntad de despertarse
porque entraba la luz, la luz del alba, sin sol, o quizá el sol estaba ya en el
horizonte, pero, como no había horizonte… Estaría como foco en la cavidad
celeste, dispuesto a engendrar aquellas formas de algo semiviviente y
desconocido; sería mejor que se viera. El barco se iba quedando quieto y ella
no se movía; no sabía despertar. ¡Cómo también eso se olvida! No basta abrir
los ojos, ver la luz que entra sin nacer aún. ¡Cómo es sensible que la luz pesa!
Que se curva para entrar aquí, para llegarnos, que ha dejado atrás, allá lejos en
lo invisible, su virginidad originaria, sometida a la condición carnal que exige
este Universo. ¿Dónde tú, la luz primera, la eterna aurora sin pasión, la virgen
sin historia que nace en cada instante, sin estar por eso aquí ni allí, en ninguna
parte, sin alumbrar forma alguna, libre de dar a luz? ¿Dónde empieza tu
trabajo y tu pena?

Página 240
Insensiblemente se había ido quedando sin sentir, sin sentirse aquí,
embebida por una claridad ultraceleste, sin diseño, sin alusión a nada, ni
siquiera al horizonte, claridad no coaccionada por la forma del «cielo», ni
obligada a bajar a ninguna tierra, sin peso, número ni medida; comprendió
que era sólo una sombra salida de su pensamiento, que luchaba por despertar
¿hacia dónde? Y al tener conciencia de ello, despertó enteramente. La tierra
estaba allí rojiza y húmeda, color de planeta y de humanidad, del primer
hombre que se curvó en el trabajo, que se curvó sobre ella ofreciendo su
espalda al sol. El barco estaba atracando ya; el muelle estrecho estaba lleno de
hombres con el pecho rojizo al aire, llevando bultos, trasudando fatiga; se
arregló rápidamente en el cuarto de baño, afrontando su cuerpo pálido, de la
luz de Europa. Y se encontró al lado de su hermana bajando la escala, pisando
ya la tierra del nuevo mundo, en La Guaira; se dio cuenta de que iba
sonriendo, aunque nadie la esperaba; sonreía porque, desde lo más adentro de
su ser, una voz suya y ajena contestaba a una llamada, a alguien que la había
llamado desde muy lejos, insensible mas imperativamente, y le contestó desde
adentro: «Sí, estoy aquí; sí, estoy aquí… todavía en este mundo».

Página 241
Escritos inéditos relacionados con Delirio
y destino

Página 242
[ca. primavera de 1952]

Aquí, en este espacio vacío de historia, se iba quedando en una soledad


nueva, hasta entonces no experimentada. Una amiga le había escrito: «Me
estoy haciendo experta en soledades; creo que las conozco ya todas». Ella iba
pasando por lo mismo. Sentía alejarse de sí a todo esto viviente que nos rodea
en las ciudades y aun en los campos de Europa, aunque no tengamos
compañía de nadie. Aquí ese ambiente vital se le iba retirando y, en las largas
horas que pasaba en su casa sola, sintió la extensión inmensa, el espacio libre,
no escrito de historia, no conformado, el vacío de América que atrae el futuro.
Y la lejanía de lo viviente era que en aquellas horas en que él, su marido,
estaba en la Biblioteca, lo sentía perdido, ido para siempre en aquel espacio
sin fronteras, y se angustiaba de que no volvería nunca. A lo primero no sabía
soportar aquello y lo llamaba por teléfono con un pretexto cualquiera; después
aprendió a soportar la soledad en el espacio sin límites, a sentir aquel vacío
sin fronteras. A medida que pudo soportar aquella soledad se le fueron
apareciendo realidades, presencias… Pues parece inexorable y ley vieja que a
cada especie de soledad corresponda, cuando se la sabe sufrir, un género de
compañía, de presencias, de realidades que hasta entonces andan sin lugar
para mostrarse. A cada vacío corresponde algo que va a ocuparlo, un lleno
que sobreviene.
En el Nuevo Mundo el vacío y el lleno son diferentes, se diría que juegan
inversamente que en Europa. Allá —y España estaba en esta unidad de
Europa— el todo está lleno de vida, de historia, de pensamientos: al respirar
aire se respira ya pensamiento; es como si una atmósfera de alma, de nous,

Página 243
rodease todo. Al quedarse solo se quedaba uno consigo mismo, con su propia
conciencia, se descubría el ser como individuo. Aquí el ambiente está casi
vacío de historia y de pensamiento, y se siente el propio aletear como una
mariposa que sigue estando cautiva aunque nada se le opone; no hay
resistencia, y el pensamiento, el alma, puede galopar suelta como los caballos
primeros, como las aves antes de que hubiese hombre, amenaza de brida y
flecha. Pero el alma tiene costumbre de encontrar límites y el pensamiento
resistencia y, si quedaba suspendida en lugar que no era la vida ni podía ser la
muerte, pues que nada le había pasado, no había pasado por el morir… A
veces se creía haber muerto ya, haber ingresado en ese espacio vacío donde
ciertos muertos sin nombre ni nadie que baje a buscarles quedan errantes,
muertos sin patria adonde ir, en los senos del tiempo, sin saber siquiera que
alguien ha de bajar allí a buscarlos… Y entonces se creía inexistente, por no
topar con resistencia alguna, por no atreverse al viaje a través de aquel
espacio cósmico, a ser el primero en atravesar el desierto del tiempo.
Mas lentamente algo aparecía; presencias repentinas, indescifrables ecos,
ecos, voces desconocidas, almas errantes. Y la propia alma se levantaba e iba
levantando como una Atlántida sumergida en aquellos mares de silencio, el
alma propia allí donde deja ya de serlo, donde confina con las almas de los
muertos, de los próximos y ha poco tiempo idos… Mas ¡qué importancia
tenía el tiempo! La historia misma se adelgazaba, perdiendo peso y
contextura, y se le revelaba de pronto vivida, sentida en vivencias para ella
inéditas, la historia lejana de sus orígenes, de allí donde ella venía en cadena
de generaciones tras generaciones, su historia ancestral… Sus múltiples
patrias. Y así fue descubriendo el Mediterráneo, pues todas sus patrias estaban
en él o se asomaban a él como su patio central de donde habían recibido luz y
fuego. España estaba cerca. ¡Era tan moderna! Roma, ante la cual se sentía
siempre avasallada desde cualquier patria que la mirase y desde todas
rescatada, como si su incomprensión brutal de una hora las hubiera, al fin, por
la fuerza, incorporado a la historia universal, hecho válidas. Por eso les había
arrancado su alma para incorporarla en algo tiránico, una ley… ¿espíritu
objetivo? Historia indeleble.

[M-218: 7 y 8]

Página 244
[ca. primavera de 1952]

Y puso un límite a su actuación política, no a la de afuera sino, ante todo,


a la de adentro, es decir, a lo que había de esperar de cualquier cambio, de
cualquier revolución o evolución.
Había procurado adentrarse en la raíz de su esperanza. ¿Qué hacer? Qué
hagamos depende de qué esperamos, y qué esperamos está en relación con lo
insoportable, con lo que no podemos sufrir. De ahí que los seres que ardieron
en la esperanza fuesen al mismo tiempo los más resentidos, «trascienden
fatalmente» resentidos, lo cual puso a Nietzsche en tan grave confusión. Pues,
allá donde la esperanza se desate, donde haya un delirio de esperanza, se
podrá descubrir siempre un incurable resentimiento, un algo insufrible… por
no poder sufrir ya más surgen las grandes esperanzas.
Por eso hay que legitimar también la esperanza, encerrarla dentro de los
límites de la «posibilidad» de la experiencia.
Y [a] mayor padecer, mayor, más ambiciosa esperanza. El reino de la
felicidad aquí y ya sobre la tierra… Y la tierra no será ya más el reino de la
felicidad, esa obligación de ser feliz que aparece trágicamente en el libro
recién salido entonces, la última gran novela rusa llegada a Occidente, El
cemento. Ser feliz colectivamente y en lo colectivo, la felicidad absoluta. ¿No
era eso el Reino de Dios, el Reino de Dios que los cristianos habían sabido no
era de este mundo? Pero estos cristianos eran occidentales, europeos llenos de
furia por traer todo a este mundo, «ahora, aquí». Y los cristianos exasperados,
sin paciencia, se habían hecho, son ya revolucionarios. Basta perder la
paciencia sin dejar de ser cristiano para lanzarse a la persecución de una
utopía cuyo fondo, sea cual sea el nombre bajo el que aparezca, será siempre
el Reino de Dios, la ciudad de Dios, mas ahora y aquí…Pues aun el cristiano,
ya hecho cristiano, guarda su resentimiento hacia un señor que lo abandonó
en este mundo, que dijo: «Mi Reino no es de este mundo»… ¿Cómo no
pusiste en él la planta?, ¿no estamos aquí, tus fieles? «¿Pastor Santo, tu grey
en este valle hondo, escuro, con soledad y llanto y tú, partiendo en el puro
aire, te vas al inmortal seguro?», había escrito Fray Luis de León desde su
mazmorra en una explosión de santo resentimiento, de santo y humano
resentimiento.
Es el rencor contra una vida divina que se nos niega, el estar solos y aquí
en esta mazmorra, en el valle de lágrimas… Cansados los cristianos,
exasperados de repetir «venga a nos el tu reino», rompieron con Él,

Página 245
cambiaron bruscamente la dirección, el término de su esperanza, y se lanzaron
a edificar aquí en la tierra no el Reino de Dios, sino el de su justicia, hacer la
justicia dejada por Dios a los administradores de este mundo que no es su
Reino. «Y el mundo no será ya más el valle de lágrimas».
La revuelta del hombre occidental contra su Dios, su Dios que bajó a este
mundo, pero que se fue «al inmortal seguro» sin dejar edificado su Reino.
Nietzsche dio la respuesta del superhombre. Hay también la respuesta de la
humildad «positivista», del atenerse a los hechos, y la respuesta de la mayor
felicidad para el mayor número posible, y claro, la exigencia, la coacción
moral ejercida en el nombre de mayor número para el menor número que no
ha entrado a gozar de esa felicidad. La Tierra se llena de paraísos… a cambio
de renunciar, de renunciar a la responsabilidad, de ser persona, al derecho
inalienable a sufrir y padecer, que es la marca de la dignidad del ser, de la
libertad y el precio de la esperanza. Y de esas respuestas, la más cristiana es la
de Nietzsche, que prosiguió el camino de la libertad, del sufrimiento infinito,
que renunció —aunque fuera por orgullo— a la felicidad… Pues cuando
Cristo Nuestro Señor se marcha de este valle hondo y escuro, no nos dejó su
reino, nos dejó… la cruz. La cruz de nuestra humana condición que
tendríamos que volver a aceptar en serio los hombres de esta cristiana
incorregible que es Europa.
La cruz ahí está. Y el cáliz. Había que limitar la esperanza, reducirla a sus
límites legítimos, según la pauta del cristiano Manuel Kant.

[M-218: 9 y 10]

[ca. primavera de 1952]

La había angustiado siempre el tener que ocupar un lugar en el espacio, el


estar aquí, allí, el tener que ir de un lugar a otro, ocupando un sitio que quizá
era de otro. ¡Si cada cual tuviese el suyo como las plantas o si lo arrastrase
consigo como deben de hacer los ángeles!

Página 246
[M-218: 11]

[ca. primavera de 1952]

Se enteró de que un político —y, más que político, catedrático, hombre de


derecho—, aquel que dijo en la reunión de junio con los estudiantes en casa
de Juan, cuando alguien lo interpeló: «¿Qué dice Ud., Don X?». «—Nada.
¿No les parece bastante el que haya venido?», sí, había dicho o escrito:
«Salgo de España con las manos limpias de dinero y de sangre»… Y ella
escribió a alguien a quien sentía esencial y que estaba ya callado en aquella
hora del abandono: «Yo no, no salgo limpia, porque sobre mí está la sangre
vertida, sobre mis crímenes, el horror, sobre la mezquindad, sobre mí todas
las manchas, sí, lo tomo sobre mí, no con la esperanza de que yo pueda
pagar… No, soy tan sólo un español que ha vivido con toda su alma la
tragedia… Y no, no estoy limpia… Sobre mí el “pecado”, hasta el de ellos,
ellos, los que nos echan, los que trajeron los aviones que nos acribillaron a
mansalva, sabiéndonos indefensos. ¿No son también españoles? Ellos, mis
traidores, ellos, sí, también».
Y embarcó en el Queen Mary hacia el ancho espacio virginal de América,
que no la dejaba perecer. ¡Hija, gracias!

[M-218: 12]

[ca. primavera de 1952]

Y de todo vuelve a ti, España incorregible, de tu palomar, pero tú eres


Europa, tú eres Occidente. No hay separación ni discordia… Te tocó a ti

Página 247
padecer el hambre de Europa y su esperanza, a ti ser el esqueleto de su
hambre, a ti. Y ella es el alma y, por tanto, la carne, la vida sonriente y
placentera, y el método y la sagesse, y el delirio de esa Alemania, tan
catastrófica, a la que amo, a la que amo, sí, sí, hermana mayor y no nacida
que me instruiste, hermana sacrificada a la locura porque es nuestro lado
sombrío el verdadero condenado a quien rescatar, lo que se quiso y estuvo a
punto de llevar el demonio, mas no la dejaremos, es nuestro delirio, Dios la
recogerá, el Dios ancho de infinito seno que en el perdonar es vivir, alentar…
El aliento, el simple aliento de Dios, salvará a Alemania de su pecado y la
levantará y la reconoceremos, la abrazaremos. ¡Hermana, hermana que me
has hecho tanto sufrir! ¡Hermana en Cristo, nuestro cáliz! Pero todo lo que el
hombre fabrica es cáliz y ha de beberse, hemos de beber nuestro propio cáliz,
hemos de bebernos nuestra humana condición y nuestro delirio, nuestra
propia sangre. Europa, apura tu propio cáliz; y no caerás en ese hundimiento
histórico, fatal… El Imperio Romano no lo hizo, y en cuanto que lo hizo está
ahí la Iglesia, aún subsistente. El que bebe su propio cáliz es inmortal; no
inmortal, es renaciente, resucita cada vez que haga falta…

[M-218: 13]

[ca. primavera de 1952]

Y la historia se hacía líquida como si fuera una vida única vivida en diferentes
etapas, apurando diferentes intentos de ser hombre. Y las sucesivas patrias,
otras tantas religiones; o más bien al contrario, las religiones ancestrales
descubiertas en las capas sucesivas de la propia alma, signos de aquellas
patrias habidas, y aquellos intentos en que el hombre —criatura desorbitada—
había encontrado trozos de una órbita que al fin no había podido fijarle para
siempre.
Y, a través de todas estas patrias o religiones, se sentía una marcha única,
un camino ideal con el que rara vez se había coincidido.

Página 248
[M-218: 14]

[ca. primavera de 1952]

Había llegado por fin el visado, mágicamente, pues que tuvo un sueño, tan
sólo el rostro sonriente y bondadoso de una indita que se lo anunció sin más.
Y estaba; la llamaron al día siguiente de la Embajada francesa. Y una amiga,
telefónicamente desde New York, la amiga que en aquellos momentos
esperaba la noticia para arreglarle el pasaje en avión New York-París; era
difícil, pero ella lo hizo con esa energía invisible que extrae una infalible
fuerza de la ternura. ¿Se ha pensado alguna vez en la «eficacia» que la bondad
consigue cuando actúa y en su «modo»? Parece deslizarse sin ruido y allanar
todo obstáculo hasta el punto de que parece no haberlo habido nunca… Se
arrancó de La Habana, de los amigos de verdad, de su marido, con una
congoja que no le permitía ver cosa alguna. Y en aquella luz de un alba teñida
de púrpura, creyendo que se iba para siempre, todo era siempre en aquel
momento, vio la Isla flotar bajo sus ojos como una alfombra, sólo superficie
coloreada. ¡Cuánta angustia!
Miami. Igual, pero distinto, oliendo distinto, a farmacia, le pareció, y a
muebles acabados de frotar con algún líquido, todo ello como una
alucinación; la vista no descubría nada; sólo los olores, el olfato, el más
alucinatorio de los sentidos.
Y por fin, a medianoche, New York de verdad, allí en su centro. Nadie la
esperaba; por un error, luego lo supo. De no haber ido alucinada, hubiera sido
incapaz de despegarse de la acera; pero, sin saber cómo, se encontró bajando
del taxi en el Hotel Ritz; nadie la esperaba y, como no hablaba inglés, no
podía hacer comprender que debía de haber reservado un cuarto para ella,
pero la alucinación siguió y, cuando llegaron, horas más tarde, sus amigas,
estaba allí, despierta. Había que salir enseguida para el pueblecito de
Connecticutt donde pasaría los dos días que faltaban para la salida del avión
que la dejaría en París.

Página 249
Un dolor sordo, como un animal extraño y lúcido que le decía la verdad,
un dolor que sabía ya, se agazapó medio adormido por la magia de aquella
casa de madera blanca resplandeciente, rodeada de bosques, en un horizonte
de tendidas colinas.

[M-SND:113y 114]

[.ca. primavera de 1952]

Y se encontró, en sustancia, idéntica a ellos, sus antepasados medievales.


¿Qué habían hecho ellos? Una sola cosa: lo que de verdad habían querido. Lo
que les brotaba de adentro, de lo más hondo del alma, allí donde nace el
ímpetu que dice sí o no, simplemente, sin examen, sin cálculo. Sólo que ellos
habían logrado que su querer se transformase en ley, en creación de orden.
Vivían circunstancias favorables. La gana se había elevado a voluntad, a
querer, esa palabra que significa voluntad y amor, es decir, todo, voluntad
total. Pero la voluntad es poder. ¿Acaso se puede querer lo que no se puede?
Es la historia de la transfiguración de la voluntad que nace en la gana, que es
ímpetu; después ímpetu que se hace ley, y, después, el esqueleto, simple
voluntad desposeída del poder. Era coherente, pues, que estudiase, que
siguiese estudiando Filosofía, porque era lo que le habían dejado. La historia
le parecía ser así:
No fue el feudalismo el fruto de un simple bandidaje, de la usurpación,
según decían en sus apresuradas críticas, más bien denuestos, ciertos
«compañeros». No. Porque, al mismo tiempo que el señor medieval, existió el
bandido, el que se dejaba llevar de su gana, y atropellaba y mataba y llegaba a
poseer… nunca del todo. El señor, el noble, hacía, en apariencia, lo mismo:
hacía también su «gana», su real gana, pero en ella llevaba una ley; era una
gana creadora que conformaba la sociedad, que imponía un orden, un fuero.
El bandido era simplemente un desaforado; la gana era esporádica
manifestación de la vitalidad, no llegaba a ser querer, voluntad. No era gana
creadora.

Página 250
Y a esta luz el lema «Noblesse oblige» le parecía ser un lema engañoso.
¿En verdad el señor feudal, el noble primero, se sentía obligado? ¿Ante
quién? No ante el Rey, apenas existente y que había de oír, a lo menos en
España, cómo se le decía: «Nos, que somos tanto como Vos, y todos juntos
más que Vos». El Rey era, en verdad, el obligado; no ante el Papa lejano, a
quien no se le rendían cuentas de estos «menudos» asuntos locales; no ante
los siervos, que tenía como en custodia; no ante sus iguales, a los que jamás
rendía explicaciones. El sentirse obligado es tener que dar explicaciones,
aceptar preguntas, y a esto jamás se aprestaba un noble. Un rastro de esta
condición esencial se deja ver en esa réplica de unas infantas españolas a un
embajador insistente en preguntar —ya en tiempos de la «decadencia». Le
dijeron: «Señor, a las Infantas de Castilla no se les pregunta, se les contesta».
Y, sin embargo, la acción del noble de verdad no era producto de la gana
sino de la voluntad… un estallido de voluntad, algo de querer… Y cuando se
quiere algo de verdad, se quiere porque sí, se quiere porque se quiere sin más,
sólo que… esto que se quiere resulta ser lo mejor, un fin. Ser noble es hacer
lo que brota de adentro sin más, pero esto que ha brotado desde adentro
resulta ser lo mejor; ser noble es que salga el bien desde las entrañas.
Campearon así, parecidos a anarquistas, sin «obligación ni sanción» —
siempre el título de esta obra de Guyau le había atraído. Cuando se quiere
algo, se quiere porque se quiere, incondicionadamente, más allá de los
resultados o contra ellos.
Pero podían [tener], durante el largo momento de la Edad Medía, este
querer sin condiciones, «sin obligación ni sanción», pudieron. Es la voluntad
que hizo la existencia de Europa, su existencia misma. Su consustancial
«idealismo de la voluntad», pura acción moral, pura acción que conforma,
una sociedad que plantea un proyecto de ser hombre, el nacimiento del
protagonista de la historia europea, de Occidente.
Llegada la hora de la conformación de los estados nacionales, esta «clase»
tuvo que elegir. Antes, en realidad, no habían elegido, pues no todo querer se
ve ante la cruz de una elección. Hay un momento del que se guarda nostalgia
en el alma, de querer espontáneo, que encuentra ante sí circunstancias que le
son adecuadas; apenas es necesaria la conciencia; es el querer inocente,
cuanto es posible, en lo humano, no contradicho ni hostigado por la ley que
sale de él mismo. No hay disyuntiva, y ese momento descrito por la
psicología de la voluntad en que es necesario deliberar, decidirse, para volver
a elegir «los medios» no se presenta. La voluntad es, al mismo tiempo, fe y
amor, como es en su esencia siempre, sin pugna alguna con circunstancias

Página 251
adversas o diferentes; es el momento paradisíaco de la voluntad. Y el paraíso
se rompe cuando hay que elegir, decidirse. Eso les pasó a ellos, los feudales,
cuando la sociedad que habían creado se organizó en unidad superior, más
«objetiva», en un Estado; les era extraño este hijo. Se encresparon; fueron
vencidos. De ellos descendía, de los vencidos de aquel entonces. Pero aún
pudieron; pudieron retirarse; darse el supremo lujo de seguir en su mundo,
donde seguían siendo «los señores». Sólo era cuestión de acostumbrarse a no
tener poder; les fue fácil, porque el desprecio debió de llegar rápidamente en
su ayuda. ¡El desprecio, ese Ángel que sostiene a los vencidos y los ayuda a
perseverar en la derrota! Se sigue queriendo de la misma manera, pero ya la
voluntad no encuentra su presa; se queda en la quintaesencia, en el esqueleto.
Y la vida entera se torna escueta, desasida de todo; el esqueleto de una
verdad.
Y entonces, sólo entonces, «Noblesse oblige», entonces sí, es verdad. Para
los que entraron a formar parte del nuevo «orden» también, pues al fin están
dentro de un orden distinto. Son ellos los «distintos», y, cuando se es distinto,
se tienen obligaciones sin término, y hay que comenzar a dar explicaciones.
La obligación para los que se retiraron es persistir en su ser, como la
sustancia spinoziana, como la sustancia desprovista de atributos, la sustancia
pura. La vida está compuesta de lo que no se puede hacer, ni siquiera desear.
Todo deseo está prohibido; desear, en este caso, es ir hacia lo otro, hacia lo
que no se quiso. Para la voluntad pura, mantenida en sí misma, desear es
degradación. Después de todo, Kant lo supo y llevó hasta la construcción
filosófica esta voluntad del señor vencido o victorioso de su poder; voluntad
que vence también eso, su propio poder, para quedarse en su simple ser.
Porque, al persistir en el poder pasado, ese momento de espontánea armonía
con el mundo es dejarse llevar por «lo otro», condicionarse. Bien lo sabía por
verlo en su padre y en el abuelo que no llegó a conocer, metido allá en su
pequeño castillo rural, a vueltas con sus pocos libros: la Ilíada, Don Quijote,
la Biblia y su silencio; nada más. Entre encinas que fueron disminuyendo,
unos cuantos reales de renta; obligaciones; nada más.
Y se hicieron, algunos, profesores —¿qué remedio?—, porque era lo más
parecido a no recibir de otro la ley. Otros, frailes con destino lejano. Y ya
otros, al principio de la derrota, fueron a cruzar los mares con un destino
incierto que resultó ser América.
Había discutido tantas veces con ellos, los que se habían retirado
librándose del poder. Se había considerado disidente, «moderna»; y ahora
veía que sólo había llevado al extremo, más lejos aun, lo por ellos decidido.

Página 252
Como ellos, se había permitido el único lujo, único, de entregar su vida a algo
que le había nacido de adentro, de algo que quería porque sí, y eso que le
había nacido de adentro había resultado ser… lo mejor. Tanto, que le había
irritado siempre cuando sus propios maestros, a veces, [le preguntaban]: «Y
usted, ¿por qué estudia Filosofía?», porque no encontraba la explicación; no
recordaba haberla elegido. Y, no habiéndola elegido, ¿la podía legítimamente
dejar? Ya veía que no, y veía por qué Aristóteles concluye esa especie de
enumeración al modo homérico de sus cualidades: «De todas las ciencias,
ninguna más inútil, pero ninguna más noble». Y lo había dicho después de la
muerte de Sócrates, después de que Platón había pedido el poder para los
filósofos sin conseguirlo, y estaba ya claro que había que retirarse de ese
poder. Por eso en Aristóteles hay tanto desprecio.

[M-SND-.l 17-120]

Página 253
Notas

Página 254
[1] Jesús Moreno Sanz, en su «Presentación» de Horizonte del liberalismo,

escribe lo siguiente: «Es precisamente esta tercera carta a Ortega [28 de mayo
de 1932] en la que diríamos que ensaya a realizar la confesión de su
generación, siendo así el primer claro antecedente de lo que será Delirio y
destino, y la primera vez que se esboza de modo preciso una teoría del delirio:
“No quiero decir desatino —escribe en esta carta Zambrano— me refiero al
modo de ser vistas ciertas cosas que son verdad, quizá de un género de verdad
que sólo en el delirio pueda ser captado”». Véase M. Zambrano, Obras
completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2015, vol. I, pp. 35-36. <<

Página 255
[2] Nota de los editores a la Tumba de Antígona, en OC, III, p. 1101. <<

Página 256
[3] La confesión: género literario y método (OC, II, pp. 55 y ss.). En la
presentación de Delirio y destino, Goretti Ramírez admite que, de hecho, el
libro puede leerse como una confesión, tomando como referencia el texto de
Zambrano sobre el tema, y llevando a cabo una interesante confrontación
entre ambos (OC, VI, pp. 803 y ss.). Tratando de establecer lo que hay de
específico en la confesión entendida como método, María Luisa Maillard
establece en la presentación de La confesión, los siguientes tres pasos para el
proceso: primero, «el reconocimiento de la propia indigencia»; segundo, un
tratamiento especial del tiempo: «el que realiza una confesión ejecuta una
acción, no en el tiempo, sino con el tiempo, dice Zambrano, va en busca de un
tiempo que —no puede ser transcrito, que no puede ser expresado ni apresado
—, un tiempo capaz de liberarnos de la angustia del tiempo presente, del
tiempo lineal de los relojes: es el tiempo en el que la unidad de la vida se
verifica»; y el tercero será «el conocimiento que propicia la confesión para
alcanzar la verdad: no mediante la razón sino a través de una evidencia
experiencial, que surge del propio corazón, una revelación de la realidad que,
aunque pobre en contenido intelectual, es capaz de operar una transformación
de la vida» (OC, II, pp. 63-65). <<

Página 257
[4] En «De nuevo, el mundo» (1932), María Zambrano lo enunciaba del
siguiente modo: «Algo se ha ido o no ha llegado a sustituir a ese éxtasis vital,
paradisíaco; algo que puede ser el esfuerzo del razonar, la gracia del amor. Y
ahora, de pronto, otra vez el mundo. ¿Por qué camino salimos del laberinto
solipsista para llegar —quizá con un poco de retraso— a esta cósmica cita? Y
respuesta sería toda nuestra biografía —psico-ontológica—, toda una —
confesión— del siglo» (OC, VI, p. 212). <<

Página 258
[5] OC, VI, p. 890. <<

Página 259
[6] OC, II, p. 124. <<

Página 260
[7] OC, II, p. 88. <<

Página 261
[8] OC, II, p. 105. <<

Página 262
[9] La relación de textos vinculados a La espera. Desde entonces que propone

la edición de sus Obras completas es la siguiente: «Ciudad ausente» (julio-


agosto 1928; OC, VI, p. 197); «De nuevo, el mundo» (1932; p. 210), «De una
correspondencia» (15 de diciembre de 1933; p. 226); «Límite la nada» (22 de
febrero de 1934; p. 227); «De un diario. El punto de vista» (20-27 de julio de
1935; p. 230); y «Desde entonces» (primavera de 1936; p. 237). <<

Página 263
[10] El primer parágrafo de Horizonte del liberalismo se titula «Temas», y

comienza con una advertencia: «Subterráneamente, bajo los pensamientos que


aquí se exponen, vibran unas cuantas preguntas, única realidad tal vez de todo
ello». Y a continuación elabora un listado de aquellas preguntas «que se nos
figura tener en términos claros y precisos»; que son las siguientes: «¿Qué es
la política? ¿De qué raíz emana? / ¿Qué significa la política frente a la vida: la
sigue, o la detiene? / ¿La afirma, o la niega? (Política conservadora y política
revolucionaria) / ¿Qué papel tiene la política en los distintos modos que
existen de enfrentarse con la vida? / La política y la concepción religiosa de la
vida / La política y la concepción humanista de la vida (el Liberalismo) /
¿Qué valor puede tener la política en los momentos actuales? / ¿Puede
resolver algún problema de los que hay planteados? / El problema económico
y la cultura. ¿Es posible una política que salve a los dos?» (OC, I, P-57). <<

Página 264
[11] Por lo que hace al delirio, cabría entender su artículo «Delirio, esperanza

y razón» (publicado también en La Habana no mucho después, en 1959)


como un precipitado de lo pensado y aprendido al respecto durante su trabajo
con Delirio y destino. Véase M. Zambrano, La Cuba secreta y otros ensayos,
edición de J. L. Arcos, Endymion, Madrid 1996; pp. 164 y ss. (texto no
recogido todavía en sus Obras completas). <<

Página 265
[12] Véanse al respecto los materiales recogidos en Los sueños y el tiempo, y

El sueño creador, principalmente (OC, III, pp. 829-1098). <<

Página 266
[13] La confesión: género literario y método (OC, II, p. 81). <<

Página 267
[14] OC, II, pp. 80-83. <<

Página 268
[15] François-Emmanuel Fodéré, Traité du délire, appliqué à la médecine, à la

morale et à la législation, Crapelet, París, 1816, vol. I, p. 343. <<

Página 269
[16] En donde encontramos un ejemplo diáfano del juego antes indicado entre

la primera y la tercera persona: en tercera persona se narran las experiencias


de aquella joven que ella era entonces, en 1931; en primera persona interviene
Zambrano desde su exilio cubano, en 1952, glosando los sentimientos y/o los
pensamientos que la asaltan al narrar esas experiencias. Obsérvese por
ejemplo aquí el modo en que Zambrano detiene el desarrollo del relato para
dedicar un recuerdo a los muertos: «¡El suicidio, el suicidio histórico que
creíamos haber conjurado para siempre lo llevábamos en nuestro destino! La
obediencia a la inspiración de decir “no” les había hecho decir “no” entonces
a la vida, por haber seguido la inspiración de la esperanza y haber cerrado el
oído, sin esfuerzo, a la ambición que la torna ambigua. […] Y ahora no puedo
revivir aquella hora, entrarme en ella por la galería de mi memoria sin
nombraros. No se llora cuando se está escribiendo; eso es figura retórica; pero
además no quiero lloraros, os llamo tan sólo porque así me llamo a mí misma,
para sentir vuestra voz mezclada con la mía y poder contestaros que estoy
aquí todavía, para que me llaméis desde ese silencio en que habéis caído…».
En latín, la expresión que se utilizaría para traducir ese «que estoy aquí
todavía» sería, precisamente, adsum. <<

Página 270
[17] Véase al respecto la anotación de los editores, en OC, VI, pp. 1438-1439.

<<

Página 271
[18] La carga simbólica que acarrea el término «cáliz» en Zambrano es bien

sabida, al igual como es conocida su frecuencia. Aquí parece convenir al caso


recordar el poema (y el libro) de César Vallejo, España, aparta de mí este
cáliz, al que Zambrano dedicó una especial atención con motivo de la
reedición del numero XXIII de Hora de España, que no pudo llegar al
público cuando le correspondía, en 1939. Zambrano lo recuerda así: «Tres
poemas entonces inéditos de España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo
aparecen aquí. Acababa de morir en París tras de haber estado muriéndose
siempre: “Me voy a España, me voy a España”, dijo por último. Vino durante
la guerra ya consumido en puro hueso. Había vivido en ella antes, desde un
principio se diría, como alguien que aguanta callado el instante de rescatar la
historia, bebiéndola en el cáliz que encierra el zumo amargo, destilado de la
contradicción trágica que toda humana historia proyecta, y que se extremó
hasta el confín de lo humano en la acción de España en las Indias
Occidentales, avasalladas, violentadas y amadas en uno de esos sueños
transhistóricos que traspasan la historia y la encienden» (Hora de España,
XXIII, 1973; en OC, VI, p. 535). Y decíamos que el ejemplo pudiera convenir
al caso porque, entendiendo así la carga simbólica del cáliz, parece abrirse
una línea de continuidad entre, por lo menos, las tres estampas precedentes,
que se manifiesta de un modo claro en los desenlaces de cada delirio; el uno
pregunta si tiene remedio la historia, el otro sentencia que «hay que pasar por
todo»; el tercero canta: «Señor, ¿será así? ¿Acabaremos todos de nacer del
todo en Tu paraíso?». <<

Página 272
[19] Se ha añadido a esta edición la colección de textos inéditos que en sus

Obras completas aparecen como vinculados directamente a Delirio y destino,


mosaicos sueltos que no acabaron de encontrar su lugar en el rompecabezas.
Todos ellos están fechados en la primavera de 1952, aproximadamente; y se
han titulado con las tres primeras palabras del escrito. Son ocho en total:
«Aquí, en este…» (situado en el tiempo de «Delirio de la paloma» y «Hacia el
Nuevo Mundo»); «Y puso un…» (en relación con lo tratado en «La coyuntura
histórica», «La inspiración» y «La vuelta a la tierra»; aparece también el
símbolo de «El cáliz»); «La había angustiado…» (afín a «La multiplicidad de
los tiempos»); «Se enteró de…» (de nuevo, «Hacia el Nuevo Mundo»); «Y de
todo…» (borrador de delirio; de nuevo, «El cáliz»); «Y la historia…»
(relacionado con «La vuelta a la tierra» y «La vuelta a la ciudad»); «Había
llegado por…» (relacionado con «De La Habana a París»); «Y se encontró…»
(sobre su vocación filosófica y el lujo de entregar su vida «a algo que le había
nacido de adentro»). <<

Página 273
[20] Véase, OC, II, p. 79. La afirmación de la autora viene a responder a la

pregunta que acaba de hacerse: «¿Cómo salvar la distancia, cómo lograr que
vida y verdad se entiendan, dejando la vida el espacio para la verdad y
entrando la verdad en la misma vida, transformándola hasta donde sea preciso
sin humillación?». <<

Página 274

También podría gustarte