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Maillard Chantal - La Creacion Por La Metafora

Este documento presenta la introducción a un libro sobre la razón poética de María Zambrano. Explica que la razón poética pretende ser un método para comprender el proceso continuo de nacimiento del ser a través de un enfoque dinámico y creativo. También busca describir cómo la acción esencial del ser se realiza a partir del germen creador en todo proceso de síntesis metafórica. El objetivo del estudio es describir la razón poética como método y como acción esencial, enfocándose

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Maillard Chantal - La Creacion Por La Metafora

Este documento presenta la introducción a un libro sobre la razón poética de María Zambrano. Explica que la razón poética pretende ser un método para comprender el proceso continuo de nacimiento del ser a través de un enfoque dinámico y creativo. También busca describir cómo la acción esencial del ser se realiza a partir del germen creador en todo proceso de síntesis metafórica. El objetivo del estudio es describir la razón poética como método y como acción esencial, enfocándose

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Chantal Maillard

LA CREACIÓN
POR LA METÁFORA
Introducción a la razón-poética

E D IT O R IA L DEL HO M BRE
La creación por la metáfora : Introducción a la razón-poética /
Chantal Maillard. — Barcelona : Anthropos ; 1992. — 190 p. ;
20 Cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 67)
índices
ISBN 84-7658-321-4

1. Zambrano, María - Crítica e interpretación 2. Conocimiento,


Teoría del 3. Metáfora I. Título II. Colección
1Zambrano, María
165

Primera edición: mayo 1992

© Chantal Maillard, 1992


© Editorial Anthropos, 1992
Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.
Vía Augusta, 64, 08006 Barcelona
ISBN: 84-7658-321-4
Depósito legal: B. 10.873-1992
Fotocomposición: Seted, S.C.L. Sant Cugat del Valles
Impresión: Indugraf, S.C.C.L. Badajoz, 147. Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain


Escogí la oscuridad como parte,
quise hacer como la tiniebla que
da a luz la claridad que la hace
sucumbir, desvanecerse.

M. Zam brano

Oscuridad de la que yo desciendo,


te amo más que a la llama
que al mundo pone límites.
R.M . R il k e
PREFACIO

El trabajo intelectual no es nunca una tarea desinteresa­


da. Puede que responda a la necesidad de «situarse» en un
mundo ordenado, comprensible, o a la de plantear una pre­
gunta, lo cual es otra manera de situarse. Este libro ha sido
ante todo un movimiento tendente a crear un espacio. Con
él he tratado de abrir en m í un tiempo posible para la com­
prensión y situarme así en ese universo que nunca nos es
dado en realidad. Y he planteado una pregunta, la de la
posibilidad de una «razón poética».
Antes que como heurística, la razón-poética me interesó
como expresión de una ambivalencia original hondamente
padecida. Razón y poesía no sólo representaban para mí la
escisión del individuo entre lo universal (el conocimiento ra­
cional) y lo particular (el sentir poético) o entre la asimilación
de los patrones culturales y la rebeldía, sino también el pade­
cimiento — y el gozo— de la ambigüedad en la genesis de la
escritura y del propio pensamiento. «Quien de este conflicto
sufre — afirma Zambrano— no puede retroceder ante él y no
puede dejar de manifestar la doble irrenunciable necesidad
que siente de poesía y de pensamiento en su sentido más
estricto», siendo así que ambos quehaceres exigen la total en­
trega de quien así padece. Razón y poesía eran al fin y al cabo
la experiencia personal correspondiente al problema filosófico

9
de la subjetividad. Y mientras la razón me aconsejaba la bús­
queda de una vía por la que transitar adecuadamente por
un mundo ordenado, el sentir «poético» pretendía hallar un
tiempo y una luz, cierto tiempo y cierta luz. M e dejé guiar por
el deseo de encontrar, siguiendo los pasos de Zambrano, una
solución a este problema que fue tan suyo como lo ha sido
mío. Inicié, sin embargo, el trabajo con el prejuicio de que
ningún trabajo intelectual podía aportar soluciones efectivas a
un problema de esta índole. En esto me equivocaba, pues si
bien es cierto que una respuesta teórica no puede suplir una
comprensión vital, también es cierto que la actividad intelec­
tual es, como cualquier otra, manifestación de una energía
que nos es propia y conforma nuestro ser. El desarrollo de la
problemática a la que me enfrentaba en la escritura se convir­
tió así en un juego que reflejaba la dialéctica de la propia
existencia: era y no era la vida misma traducida en una gran
metáfora conceptual. M i vida, sin dejar de ser vida propia, era
pensamiento sobre el pensar de la vida. M i pensamiento, sin
dejar de ser pensamiento, era actualización de la vida en mi
vida. Algo, muy en el fondo de mí, se anulaba, se reabsorbía.
Lejos de conducir a la idea de la coincidencia del ser con el
pensar, la implosión produjo un íntimo acuerdo, la resolución
del conflicto en una sensación marginal a toda filosofía, a
todo lenguaje incluso, quizás un gesto, tan sólo un gesto: algo
parecido a la «media sonrisa oriental».
A mis lectores, desconocidos compañeros de juego, les
aconsejo que se salten las tres primeras partes del libro,
que los más pacientes empiecen a partir de la parte IV, y
los menos pacientes se lean simplemente las conclusiones.
Quiero agradecer a aquellas personas y amigos que han
sido de alguna manera partícipes de este juego su ayuda,
sus consejos y su paciencia. M i agradecimiento, pues, a
Juan Femando Ortega, a Pedro Cerezo, a Domingo Blanco,
cuyo rigor filosófico marcó gozosamente mi espíritu en los
inicios de su andadura, y por supuesto, a María Zambrano,
sin quien el juego nunca se habría iniciado.
Y a Jesús A. ... bueno, sin él las reglas del juego habrían
permanecido para mí siempre oscuras y no habría sabido
ni perder lo que he ganado ni ganar lo que he perdido.

10
INTRODUCCIÓN

Sabido es que desde que Husserl sentó las bases de la


fenomenología, esta com ente filosófica que invita a la recu­
peración de «las cosas mismas» se ha ido canalizando en
diversas direcciones. Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty, Or­
tega, para no citar más que nombres fundamentales, lle­
varon a reconocer al sujeto cognoscente como ser-ahí, ser-
en-el-mundo, un ser inmerso en una realidad cambiante
y cuyo conocimiento está determinado por su propia reali­
dad corporal. Consideraron al hombre como estando en el
mundo preobjetivamente, en participación «instintiva» con
su entorno. Sin embargo, dejaban abierto un espacio para
la descripción de ese proyecto vital que es cada individuo,
para la descripción de ese «ser» con el que el hombre tiene
que hacerse, con el que tiene que ir naciendo. María Zam­
brano quiso descifrar este proceso de continuo nacimiento
utilizando para ello un método apropiado, dinámico y crea­
dor: la «razón poética». El hombre tiene que realizar su ser
— ejecutarlo, diría Ortega— a su paso por el tiempo, por la
historia, y en eso consiste su existencia. Se trata, pues, de
una acción, una acción esencial en ambas acepciones, en
tanto que ejecución de una esencia y en tanto que acto
fundamental. Un acto que requiere, para realizarse, un ám­

11
bito y una actitud adecuados, ambos con carácter de me­
diación. La razón-poética quiere ser el ámbito donde el mis­
terio pueda aparecer como tal misterio, es decir, dar cons­
tancia de sí sin llegar a ser enigma, conservando su carác­
ter sagrado. Para lograr esto era preciso actualizar el ar­
quetipo metafísico y gnóstico del ser. La fenomenología no
bastaba para salir del racionalismo aún vigente en la razón
vital de Ortega. Era preciso hacer resurgir un universo sim­
bólico que había quedado petrificado en los albores de la
filosofía cristiana y recuperar la circularidad de la tradición
órfica y platónica para lograr lo que Zambrano pretendía:
volver a unir razón y vida, ser y existencia, el centro de
quietud y la acción cumplidora de un destino; lograr, en
resumidas cuentas, la conciencia de la estancia simultánea
del hombre en sus tiempos múltiples.
Puede considerarse el pensamiento de Zambrano como
una de las últimas vertientes, heterodoxa y asistemática, de
la fenomenología. La razón-poética puede entenderse como
método fenomenológico por cuanto que se trata de una vía
para la comprensión, para el «estado de abierto».
Que la fenomenología sea un método fundamentalmen­
te descriptivo no supone que deba existir un modo único
de ver. Describir es ya, de por sí, ofrecer un universo meta­
fórico. Ver es ante todo interpretar, y mirar es hacer com ­
prensible lo «dado» en la visión al integrarlo en uno o va­
rios universos comprensivos bien trabados. De ahí se sigue
que la creación de universos nuevos es posible cuando la
mirada prospectiva — la que define y estructura— se da so­
bre la base de una mirada primera, reflexiva, despojada al
máximo de lastre conceptual. Quiero decir con ello que
este método de acercamiento a la realidad que es la feno­
menología está destinado a trascenderse a sí mismo en
cuanto que simple —y no tan simple— descripción. Está
destinada la fenomenología a constituirse en el método
constructivo que lleve al hombre, mediante la presentación
de los múltiples universos posibles, a la recuperación de un
origen unívocamente intraducibie. Y este destino se cum­
ple, a mi entender, en la obra de María Zambrano, donde
se da el paso (uno de los muchos posibles) de una fenome­

12
nología a una peculiar filosofía de la acción, de una «des­
cripción constructiva» a una «construcción descriptiva» del
ser del hombre; construcción que es a la vez un acto de
apertura: el acto de creación de la persona. Tal realización
tendrá lugar mediante la palabra, cierta palabra. Mas esa
palabra original a la que acude Zambrano como a un ám­
bito sagrado le pertenece en última instancia al silencio: es
la posibilidad de que se desnude la palabra de todo signifi­
cado, y esa posibilidad es la misma que hace a la palabra
nómada, portadora y creadora de significados diversos.
Descubrir ese núcleo, germen de toda creación, de todo
universo con-sentido es la tarea que nos corresponde al in­
vestigar lo que como método pretende ser la razón-poética.
Por otro lado, al descubrir el camino de conocimiento que
es el de la creación por la palabra ponemos de manifiesto
la acción esencial que se realiza a partir de ese germen
creador en todo proceso de síntesis de los elementos de un
universo metafórico. Doble es, pues, el objetivo de un estu­
dio profundo de la razón-poética: describirla en cuanto mé­
todo y en cuanto acción esencial. La propuesta que desa­
rrollo en este libro es la de reducir el planteamiento a la
investigación de la acción metafórica en su génesis y en su
función. Se trata de ver cómo el cumplimiento del ser tiene
lugar a través de una progresiva integración en la cual la
metáfora juega un papel primordial, tanto para la emergen­
cia de los contenidos como para la configuración de la red
estructural que le permite al hombre hacerse y deshacerse
en este continuo movimiento que es su acción esencial.
Tom ar conciencia, mediante este «ejercicio de visión»
que supone la acción reflexiva, de que toda metáfora es,
como decía Nietzsche mucho antes que Ortega, un «error
óptico necesario» es también, esencialmente, tocar fondo:
penetrar en los lugares donde la palabra es tan callada que
no adquiere forma cierta, porque ya no es necesaria. En
esto consiste el trabajo de la metáfora: descubrirnos como
hacedores de metáforas conduce a la conciencia de la des­
nudez inicial y fundamental y con ello tal vez a la angustia
y al desamparo o, en el mejor de los casos, a la conciencia
del juego. Seguir hablando, a partir de ahí, es una opción.

13
PARTE PRIMERA
I
POR QUÉ LA RAZÓN-POÉTICA

Hace largo tiempo se inició un juego extraño. Se trata­


ba de inventar irrealidades y hacerlas creíbles hasta el pun­
to de lograr que, por la fe de los hombres, tomaran cuerpo:
se convirtieran en realidades. Así palabras como «ser»,
«vida», «diferencia» aparecieron como respuesta a la supo­
sición de negatividades en un mundo en el que éstas nunca
habían existido.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo nació la afición por
esta clase de juegos. Algunos piensan que fue debido a la
admiración que experimentaban los griegos ante la reali­
dad y al hechizo que para ellos suponía el acto de nombrar.
Otros creen que era cuestión de poden aquel que por la peri­
cia de su retórica lograba convencer a las gentes de la reali­
dad de un mayor número de cuerpos irreales alcanzaba
una posición invencible. El caso es que este juego adquirió
tanta relevancia que la materia fue perdiendo poco a poco
su carácter sagrado. Se edificaron altares donde las cosas
aprendieron su función de símbolo. La comprensión, que
en un principio era simple visión, sincronía preverbal, un
estarse en unidad «sin ser con que diferenciarse», empezó a
ser el duro aprendizaje de traducción de mundos paralelos.
Hasta que, en una histórica partida, la propia palabra juego

17
tomó cuerpo. Paradójicamente entonces el carácter lúdico
de su actividad se perdió. Este olvido era en sí mismo una
derrota, pero lo tomaron por una victoria definitiva. Lo que
antes era juego se llamo entonces cultura. Los fantasmas
hablaron, y creyeron en ellos.
Algunos hombres, sin embargo, conscientes de los sofis­
ticados engranajes de esta maquinaria lúdica, pretendieron
devolver a los demás, en la medida de lo posible, la visión
del origen, de ese origen que habita el presente y que, como
él, no perdura: se hace. Y puesto que el gesto se había per­
dido a sí mismo por haber alcanzado significado, fue nece­
sario servirse de la palabra — ese cuerpo sonoro— , de la
palabra en busca de sí misma fuera de sí misma, la palabra
devuelta a su origen.

1. El cometido de la filosofía

Si alguien lleva en verdad a alguno hacia la


Filosofía bien puede decirse que le ha recrea­
do, haciendo no de un hombre un sabio sino
de un hombre otro hombre.
M a r ía Z a m b r a n o

María Zambrano parece haber heredado de aquellos se­


res libres su consagración a la palabra original. La Filoso­
fía, o mejor dicho la forma de conocimiento que ella pro­
pone, no es el desarrollo de un particular sistema intelec­
tual ni su exposición, sino una actividad transformadora
mediante la que el hombre ha de procurar situarse en una
realidad de la que se ha escindido y hacerse a sí mismo
recuperando, colectiva e individualmente, algo de ese ori­
gen perdido. La Filosofía debe acercar al hombre a ese sa­
ber anterior a la Filosofía, el «saber de experiencia», el lo-
gos de lo cotidiano, de las circunstancias, para poder recu­
perar la inmediatez de esa vida que siempre es (de) cada
uno. Las experiencias, los acontecimientos dados a la con­
ciencia no son reducibles a universales porque éstos se es­
tablecen fuera del tiempo mientras que la vida ocurre en
el tiempo. «La experiencia no es sino el conocimiento que

18
no ha querido ser objetivamente universal por no dejar al
tiempo solo».1
El saber de experiencia, según lo describe Zambrano,
es sobre todo contemplación, es a un tiempo visión y escu­
cha. Penetra en la vida sin la violencia que suele ejercer la
razón, sin forzar la realidad a adaptarse a un cierto modo
de mirar y/o un cierto modo de decir. Violentar la realidad
es no dejarla aparecer antes de la palabra, no dejar que su
cuerpo — su materia— sea plenamente antes de que ad­
quiera significado para aquellos que en ella y con ella vi­
ven. Pues la realidad, piensa Zambrano, solamente se ofre­
ce cuando no se la fuerza, y el saber que entonces se reci­
be es «verdad regalada». Ninguna «verdad» puede ser de
utilidad, ninguna verdad puede ser transformadora si no
es recibida por el que escucha en la medida justa y en el
momento adecuado. Y si bien «cada época se justifica ante
la historia por el encuentro de una verdad que alcanza cla­
ridad en ella»,2 este encuentro y esta claridad lo será siem­
pre de una verdad necesaria. «L a verdad», toda ella, con la
que la Filosofía, cierta filosofía, después de ciertas religio­
nes, ha pretendido imponerse mediante el sometimiento
de las formas, no ha logrado nunca transformar a un
hombre en lo más mínimo en cuanto a libertad interior se
refiere.
Algunas filosofías, sin embargo, han tratado de ser guías,
caminos que pudieran conducir, a través del laberinto de
los signos, a ese saber anterior. Y no en su decir, sino en su
mostrar, en su indicación, recuperando el sentido del gesto
en la palabra misma. Así algunas filosofías orientales que,
antes que filosofías propiamente dichas, son «caminos de
liberación» y pueden equipararse en su propósito a aque­
llos géneros que en nuestra tradición occidental plantean,
sistemáticamente o no, una vía de conocimiento interior.
M e refiero a aquel tipo de enseñanza que, como dice Zam­
brano con respecto a las Guías y a las Confesiones, preten­
de solamente «que el que escucha encuentre dentro de sí,

1. M ana Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Madrid, Alianza, 1987, p. 72.
2. Ibíd., p. 19.

19
en status nascens, la verdad que necesita»3 y no más de la
que necesita, pues la vida toma lo justo para seguir su cur­
so, su transformación creadora.
Camino de liberación quiere ser igualmente la escritura
de María Zambrano. Liberación que, como para el oriental,
lo es de la ignorancia, del olvido de unos orígenes en los que
el hombre no se diferenciaba de esa parte de ser que en el
corresponde a un Absoluto. Mas para ser camino la palabra-
símbolo ha de ser utilizada de forma que penetre en la vida
sin dañarla para que pueda reflejarla ante una conciencia
ávida de significado, de sentido. Como el golpe de un bastón,
como una piedra que cae rodando a los pies del caminante y
le detiene, como la gota de agua que cae de un manantial, o
como el canto inesperado de un pájaro, la palabra debe ser
gesto preciso destinado a perderse. De nada sirve grabarla en
la roca o imprimirla en las páginas de un libro si no ha
llenado un espacio, si no ha caído como la piedra o la gota
de agua paira mostrar, desde uno de sus puntos, la totalidad
de un universo no nombrado; de nada sirve si no desaparece
luego sin dejar rastro, sin tomar cuerpo. Pues la palabra
cuando toma cuerpo se introduce entre la realidad y el ojo y
deja de ser mediadora para convertirse en portadora, en
mensajera de «verdades». Por eso la Verdad, como la entien­
den las escuelas iniciáticas, pierde su carácter veritativo si es
transmitida verbalmente, sin experiencia. Por ello la secular
insistencia de los maestros orientales en la transmisión direc­
ta, experiencial, la comprensión irrepetible del momento,
único y particular. Y a Platón4 insistía en la necesidad de la
enseñanza directa en materia filosófica. Y, más cercano a
nosotros, también Ortega habló de las verdades ya sabidas
como de «recetas inútiles», pues una verdad tan sólo obtiene
el rango de «iluminación», esto es, de verdad como revela­
ción (alétheia), en el instante de su descubrimiento. Por ello
tiene también la verdad carácter intransferible. Ningún des­
cubrimiento puede transmitirse, aun repitiéndose los pasos
intelectuales paira lograrlo; de ahí que la mejor pedagogía sea

3. Ibíd., p. 71.
4. Platón, cfr. Fedro, p. 275 d; carta VH, p. 341 c-d.

20
la indicativa, la mostración. Compárense al respecto los tex­
tos de Ortega y de Zambrano:

Quien quiera enseñamos una verdad que no nos la diga,


simplemente que aluda a ella con un breve gesto, gesto que
inicie en el aire una ideal trayectoria, deslizándonos por la
cual lleguemos nosotros mismos hasta los pies de la nueva
verdad. [...] Quien quiera enseñamos una verdad que nos
sitúe de modo que la descubramos nosotros.5

Algo debió de vislumbrar de todo esto la última filosofía;


mejor dicho, el último estilo de filosofar, que ha pretendido
con mesurada modestia sugerir, incitar, cosa que le venía
posiblemente del influjo pedagógico, no siempre sano, pero
en esto prudente y cauteloso: pues la experiencia irrenun-
ciable se transmite únicamente al ser revivida, no aprendi­
da. Y la verdad, la que la vida necesita, sólo es la que en
ella renace y revive, la que es capaz de renacer tantas veces
como sea necesitada.6

Sólo de esta manera puede la Filosofía ser activa y


transformar la vida. La ley de la vida es el tiempo, y la
verdad debe, para ser tal, someterse a su ley. Todo vivir se
da en el tiempo, es suceso, y «no habrá experiencia para
los que han abandonado el tiempo, siquiera sea como pre­
tensión».7 Si una filosofía, en su absolutismo, detiene el
tiempo en la fijeza de sus conceptos, su comprensión de la
vida — y por tanto del ser humano— está destinada al fra­
caso. La influencia de Heidegger en la concepción zambra-
niana de la temporalidad de la vida es innegable: toda filo­
sofía que no tenga en cuenta el tiempo en la comprensión
del ser fracasa ante cualquier intento de ontología. El logos
mismo, en cuanto que radicalidad definitoria del ser huma­
no, es ante todo capacidad de manifestación: de «hacer
presente» algo, en las dos connotaciones de la expresión:
como mostración y como localización temporal. Si era pe­

5. J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Madrid, Espasa-Calpe, 1976,


pp. 51-52.
6. M. Zambrano, ed. cit., 1987, p. 71.
7. Ibíd.

21
rentorio para Heidegger la destrucción de la ontología tra­
dicional y el establecimiento de una nueva ontología que se
interrogara por el sentido del ser, no lo ha sido menos,
para Zambrano, la inclusión de la temporalidad radical
como esencialidad de la existencia del hombre.
Pero el hombre, todo el hombre, es también algo más
que su existencia. El tiempo tiene huecos en los que el
pasado y el futuro trazan, para la conciencia, un presente
siempre a punto de ser descifrado, esto es, de mostrarse
más allá de sus símbolos. Así la vida del hombre tiene m o­
mentos en los que la propia fluidez puede adquirir carácter
de eternidad, de totalidad, y procura a la conciencia des­
pierta la posibilidad de demorarse — pues morar en él no
es posible— en el umbral de aquello que es condición de su
existencia: el tiempo. A la Filosofía le corresponde, pues,
llevar al hombre hasta ese umbral. La Filosofía tiene carác­
ter de iniciación por cuanto que traza el camino que lleva
al umbral, al inicio de otra «ciencia». La Filosofía es enton­
ces educación: conducción, método para el caminante. Y es
este carácter de la Filosofía como «ciencia sagrada» lo que
María Zambrano ha pretendido rescatar.

2. La insuficiencia del racionalismo

Occidente se ha erigido, piensa Zambrano, sobre un esen­


cial racionalismo, entendido éste no como teoría filosófica,
sino como el imperio de una razón definida por sí misma
como justicia y equilibrio. Tal racionalismo, aun albergando
muchas y opuestas teorías, tomaba al mundo comprensible
apartando al hombre, agradecido y sumiso, de la dolorosa
confusión de sus orígenes: de su vida. El racionalismo era el
horizonte de la cultura porque establecía las normas de vi­
sión. Bajo su cetro la filosofía conquistaba la realidad, daba
definición a lo indefinible, identidad a lo múltiple, inmutabi­
lidad al cambio. Llamó a la realidad «el ser»; otorgó constan­
cia al mundo de las apariencias para asentar el mundo del
ser: verdadero, distinto, permanente, causal: inteligible.
Cuando la Filosofía dejó de ser guía para dedicarse a la

22
producción de universales mediante los cuales pretendía
edificar un mundo seguro y estable, dejó al hombre huérfa­
no, inadaptado aún en ese mundo demasiado angosto, de­
biendo adoptar una identidad de la que solamente podía
revestirse como de una máscara. Mas cuando la máscara
logró por fin adherirse a la piel de tal manera que hasta se
confundían sus pliegues con los de ella, esta filosofía dejó
al hombre en el más profundo desamparo: le arrancó la
máscara y, con ella, el rostro. Concluyó una curva de la
Historia y el hombre se encontró perdido fuera del paradig­
ma: había perdido sentido el ser que le daba sentido. La
vida apareció de nuevo como lo que era antes de su organi­
zación racional: extraña, confusa. Y era lógico, pues la acti­
tud racionalista, al erigirse en la única legítima capaz de
dar sentido, había sido una toma de poder y, como tal, no
podía suplantar a la vida, pues el poder es una fuerza que,
como todo lo soterrado, pertenece a la vida misma.
A través de la Historia, el hombre ha ido perdiendo y
recuperando sucesivamente el sentido del ser —-y por tanto
el suyo propio— enmascarándolo, alienándolo, exponiéndo­
lo, interiorizándolo o aun combatiéndolo o identificándolo
consigo. La historia del ser es, en definitiva, la historia del
sentido sin el cual la razón del hombre no sobrevive. Pues
la tragedia humana se vive en el pensamiento, por la resis­
tencia de la realidad a ser aprehendida, conocida, y la reali­
dad-interpretación que persigue el filósofo es, en definitiva,
la resistencia última, fundamental: su propio ser. Para afir­
mar esta identidad, la razón insiste en crear algo «otro»
con lo que diferenciarse, y la materia moldeable para for­
marlo es el fondo oculto que toda vida humana alberga,
aquello que por ser original y desconocido se ha denomina­
do «lo sagrado». Transformar «lo sagrado» en «lo divino»
es darle luz a las tinieblas, hacerlas comprensibles. Al nom­
brarlas, el hombre les da un ser que le permite adquirir,
mediante la distinción, la comparación o incluso la identifi­
cación parcial o total, su propio ser y su sentido. Por ello
puede decirse que, para Zambrano, la historia de la filoso­
fía es la historia de las formas de «lo divino» que dan senti­
do al ser del hombre. La historia de las mutaciones de «lo

23
divino», en cuanto que manifestación o ideación de «lo sa­
grado», viene a ser la descripción de la búsqueda del ser, de
esa identidad del hombre despojado de realidad. En última
instancia, esta búsqueda desembocaría en la del ser origen
de todo ser, pues «[...] era ésta la gran necesidad humana
implicada en el problema del ser; vencer por la visión esa
oscura resistencia de lo sagrado, desentrañar dentro de ella
la pura esencia que siendo hace que cada cosa sea, descu­
brir al final al ser que hace ser».8 ^
«L o divino» no es en Zambrano un problema metafísico
sino fenomenológico, ya que se trata de describir al ser
que, no nombrado aún, se deja transparecer. Zambrano, al
igual que Heidegger, entiende la fenomenología como des­
velación del ser, y éste es el sentido que para ella tienen las
formas de lo divino. El ser oculto, multiplicado en las apa­
riencias, abismo del poeta y obsesión del filósofo, es, en su
presencia y en su ausencia, el objeto central del pensamien­
to zambraniano. N o tiene sentido para ella establecer una
metafísica sistemática pues la alejaría considerablemente
de su objetivo: la descripción de un sentir esencial y pro­
fundo, común al humano padecer, en busca de una luz im ­
posible de conseguir si no es mediante la íntima participa­
ción en la tragedia. Hacer emerger al ser-absoluto desde las
entrañas de lo sagrado es, pues, el cometido de la Filosofía,
a la vez que el reconocimiento de su esencia dramática,
pues, a pesar de ser ese ser-absoluto su propia raíz, el ser-
siendo que es el hombre no alcanza a verla jamás. Y la
mente en esto es inoperante, pues «de nada sirve que en
una situación donde-todo está abismado la mente recuerde
sus claras definiciones y ensaye otras, si no las precede la
realidad misma saliendo del abismo, si no tiene lugar una
versión nueva de lo eterno».9
No obstante, en esta dialéctica de las formas de lo divino
en la que se suceden fases de esplendor y de destrucción,
la muerte cíclica de los dioses tiene carácter de redención: la
herencia divina es en cada etapa la posibilidad que tiene el

8. M. Zambrano, El hombre y lo divino, México, FCE, 1973, p. 77.


9. Ibtd., p. 134.

24
hombre de crecer, de irse «despertando». Pero despertar ¿des­
de qué?, despertar ¿a qué? El ser del hombre es ser-en-el-
tiempo; su vida, fluidez y confusión; su sentido, el puro movi­
miento que, más que definirla, desdibuja su imagen sin cesar.
Era necesario que la Filosofía penetrara en los «ínferos», en
todo lo oscuro, indefinible y movedizo que encierra la vida
humana. Así pensaba Zambrano, y, habiendo asumido la re­
beldía visionaria de Nietzsche tanto como la cotidiana reali­
dad de Ortega, emprendió su tarea en las sendas abiertas por
Heidegger con un objetivo: alcanzar los páramos de luz don­
de el hombre puede dar de sí todo lo que le sobra para ser
enteramente hombre. Nietzsche, Heidegger y Ortega son las
claves filosóficas más evidentes del pensamiento zambrania-
no. A ellos debe de sumarse su profundo conocimiento de los
trabajos de Jung, sus incursiones en la metafísica tradicional
de R. Guénon y una lectura personal y atenta de los autores
de la mística cristiana. De la combinación de todos estos ele­
mentos resulta un humanismo fundamentalmente teleológico:
el hombre ha de llevar a cabo una transformación interior,
bien entendido que para lograrla ha de procurar no oprimir
una vida que le es tan propia como desconocida.
La expresión vida humana es utilizada por Zambrano
atendiendo a dos perspectivas. Una corresponde al ser cultu­
ral, a la dinámica del ser humano engarzado en su transcur­
so social e histórico; es la propia Historia haciéndose en las
subyacentes historias individuales. La otra se refiere a todo
lo irracional que porta y soporta el ser humano, todo aquello
que alberga como ajeno, oscuro y remoto, aquello que le
obliga a padecer su propia historia. La vida humana es el
enigma que se ofrece al filósofo como problema y permane­
ce, tras las interpretaciones, y a pesar de ellas, inalcanzable.
Es el misterio que se ofrece al poeta como respuesta. Y sin
embargo la vida, dice también Zambrano, tiene sentido o no
es nada. Los grandes sistemas filosóficos o «formas triunfan­
tes» del pensamiento se han justificado al ofrecer una visión
que hiciera de la vida humana como temporalidad uno de
los mundos posibles. Pero se agotaron en sí mismos. La vida
__ g] hombre que vive— necesita otro tipo de ideas informa­
doras: las «formas activas o actuantes» del conocimiento.

25
Son formas creadoras que configuran las convicciones o
ideas que son base de una cultura y permiten el cambio in­
herente a la vida. Formas que indagan en las profundidades
del hombre y ofreciéndole el reflejo de sus deseos más ínti­
mos le mueven a construir modelos de conducta. « Y es que
el hecho de una cultura depende enteramente de lo que po­
dríamos llamar la encamación de las ideas. Suceso que su­
pone dos transformaciones: las ideas acercándose a la vida y
la vida transformándose a su vez por su virtud. El conoci­
miento cuando es asimilado no deja la vida humana en el
mismo estado en que la encontró [...]. La vida humana recla­
ma siempre ser transformada, estar continuamente convir­
tiéndose en contacto con ciertas verdades, verdades que no
pueden ser ofrecidas sin persuasión, pues su esencia no es
ser conocidas, sino ser aceptadas [...]. El pensamiento flota
desasido al no transformar la vida, al no ser acogido por ella
y aceptado, sólo patrimonio de los que han sido capaces de
descubrirlo.»10
El ser humano requiere ser transformado de continuo
por las ideas que él mismo genera. Y se transforma en la
medida en que tales ideas son aceptadas por una colectivi­
dad. La vida, tal como la entiende Zambrano, participa de
dos factores; aceptación y resistencia. Ambos constituyen lo
que ella llama «transparencia de la vida», esto es, la posibili­
dad que tiene la vida de darse a la conciencia. La aceptación
es disposición para la acción, apertura y movimiento; la re­
sistencia es otro tipo de acción, la de perseverar en una for­
ma dada, conservación de un orden. La dinámica resultante
de estas fuerzas permite el desarrollo histórico, obs­
taculizando, por una parte, la riada de los cambios (resisten­
cia) y permitiendo, no obstante, que una paulatina y eficaz
transformación (aceptación) fragüe el equilibrio idóneo de la

10. Entre las muchas correcciones hechas por propia mano de Zambrano al mar­
gen de un ejemplar de la primera edición de Hacia un saber sobre el alma, Buenos
Aires, Losada, 1950, la expresión vida humana en la frase «La vida humana requiere
siempre ser transformada...», pp. 54-55 es reemplazada por la de ser humano. Esta
corrección no aparece en la edición de Alianza, 1987, p. 63, en cuya versión, por otra
parte, el texto está sesgado desde: «... dos transformaciones...» hasta «... a su vez por
su virtud».

26
Historia, tanto personal como universal. Un contexto dema­
siado «resistente» llevaría a un estancamiento y a la consi­
guiente degeneración, mientras que un contexto carente de
resistencia no permitiría que se asentara ninguna cultura.
La pobreza de un pueblo, según esto, se manifestaría por
la falta de ideas actuantes, o «ideas vigentes» en terminología
orteguiana, las cuales son aceptadas a modo de convicciones.
Y que el esplendor de los sistemas haya coincidido, según
piensa Zambrano,11 con la pobreza de convicciones, da a en­
tender que el sistema es fruto de una necesidad angustiosa
ante la falta de «verdades» convincentes. Debe hacerse hinca­
pié, no obstante, en el hecho de que tales ideas son creadoras
solamente en el momento en que mediante su fuerza sean
capaces de dar lugar a una transformación. De mantenerse
vigentes largo tiempo, dejarían de serlo.
La vida no es una abstracción, como tampoco lo es la
Historia. Toda vida es historia, y toda historia tiene un ar­
gumento, una estructura, un sentido en definitiva que hace
que la vida no sea ese sueño absurdo soñado por un idiota.
Pero captar su estructura íntima, sus categorías, no puede
hacerse con sólo el uso de la razón. Sería erróneo, no obs­
tante, suponer que María Zambrano haya renunciado algu­
na vez a la razón. Prueba de ello es su concepción de la
vida como argumento. El enlace argumentativo de los
acontecimientos no puede hacerse sino atendiendo a la ley
de la causalidad. Por otra parte, bajo la luz de la razón la
vida deja de ser delirio: los delirios del hombre son formas
de su desesperación, o más bien de su esperanza de ser, de
su ignorancia radical frente a lo más constitutivo de sí mis­
mo. Pero la razón no puede descender directamente a los
abismos del ser. En esos abismos es preciso sumergirse con
un instrumento que, además de soportar las presiones sub­
terráneas, sea capaz de abrir las vías por las que los conte­
nidos más profundos puedan aflorar.
Atendiendo a esto, aunque afirme Zambrano que «la
vida no puede ser vivida sin una idea»,12 precisa que no

11. IbícL, p. 62.


12. IbícL, p. 73.

27
puede tratarse de una idea abstracta. Y esto es lo más im ­
portante: «ha de ser una idea informadora, de la que se
derive una inspiración continua en cada acto, en cada ins­
tante; la idea ha de ser una inspiración».13 La vida sin idea
es confusión. Su unidad — unidad de acción puesto que la
vida es suceso— viene dada por la idea. Pero esa idea, esa
inspiración, no puede ser, para poner en movimiento a la
vida, ninguna idea congelada, no debe repetirse, no debe
aprenderse, no debe ser el eco de un pasado. La «idea» de
Zambrano se parece más a la imagen poética que a la con­
figuración verbal. Sólo puede ser captada de una manera
especial: la razón poética. Y no solamente en razón de la
anterioridad y la inmediatez que pueden suponérsele a la ima­
gen en relación con el pensamiento, sino por la capital im­
portancia que le otorga Zambrano a la dimensión estética
en este proceso de in-formación de la vida: «V ivir bien no
es solamente cuestión moral sino de estética».14 Por lo cual
la manera de difundir las ideas deberá tener también un
estilo, un ritmo propio.
La Filosofía no puede, piensa Zambrano, cerrar ya los
ojos ante lo heterogéneo de la vida ni ante ese ritmo propio
del acontecer. Y para ello, para expresar la vida no tanto
como para aclararla, necesita de la poesía como la necesitó
Nietzsche, como la necesitó Platón a pesar de todo, porque
es la poesía la expresión misma de la vida en su misterio.
Pero esto sin renunciar en ningún momento a la seguridad
que la razón entraña. Zambrano cree posible reconciliar vida
y razón, poesía y filosofía, salvar incluso su aparente contra­
dicción: «quién sabe si hoy por la vía de una novísima filoso­
fía será posible y aún necesario enlazarlas».15 La razón poéti­
ca es propuesta por Zambrano como forma total de conoci­
miento, superación de formas parciales en la unidad de un
saber a la vez racional y pasional que resumiría el doble im­
pulso del ser humano: razón que es expectativa, retiro, pa­
sión que es participación. La razón-poética es así un «saber

13. Ibíd.
14. Ibíd.., p. 74.
15. M. Zambrano, Pensamiento y poesía en la vida española, en Obras reunidas,
Madrid, Aguilar, 1971, p. 262.

28
de reconciliación» que intenta paliar extremismos. Más que
análisis es desciframiento, y descifrar requiere una apertura
y apunta a un acuerdo; es estar abierto y a la vez preparado,
atento, es visión de lo habido, sincronía del propio ser y pro­
yección en la palabra. Por eso la razón-poética es «razón am­
plia y total [...] al par metafísica y religiosa».16 En ella la
conciencia da razón de una historia mediante la visión si­
multánea de un pasado, un presente y un futuro en la clari­
dad sólo alcanzable por una forma de conocimiento que su­
pere y englobe el análisis y la síntesis.
Hay un eco de romanticismo en esta pretensión de Zam­
brano por apresar conceptualmente la totalidad de la vida, lo
que el hombre es, lo que no ha dejado de ser — sus raíces— y
lo que podría volver a ser. Se trata de rescatar un Absoluto y
nombrarlo abriendo y ensanchando los distintos niveles de la
conciencia. La Historia, ese «saber acerca de lo temporal»,
convertirá para ello la filosofía en poesía. Toda ciencia se con­
vierte en poesía después de haberse convertido en filosofía,
decía Novalis. Pero aquí sería esta ciencia: la Historia, la que
habría de dar testimonio de la vida individual y colectiva, da­
ría constancia de su fluidez y llevaría la razón a la intuición
poética de ese fluir. No era suficiente llamar «vida» a la anhe­
lada totalidad del racionalismo si se conservaba la misma
idea bajo un nombre nuevo. Era necesario que la vida se pre­
sentara ante la conciencia como todo lo que es, con su miste­
rio. Para que la vida se convirtiera en punto de partida de la
Filosofía, lo histórico había de dejar de ser una abstracción
para convertirse en el transcurso temporal de todo individuo.
La razón-poética será, pues, «un saber de reconciliación,
un nuevo entrañamiento».17 Reconciliación del hombre con
su pasado, con sus orígenes, reconciliación entre los frag­
mentos en que el hombre se encontró dividido como indivi­
duo y como sociedad, reconciliación también entre las cien­
cias para ofrecer, más allá de las costumbres de la razón,
una visión más unitaria de la realidad. Reconciliación ante
todo y sobre todo con la colectividad de ese sí mismo del que

16. M. Zambrano, El sueno creador, Madrid, Tumer, 1986, p. 77.


17. M. Zambrano, Pensamiento y poesía..., op. cit., p. 266.

29
el individuo tanto se extraña en los raros instantes en que se
le aparece reflejado durante la vigilia. Por ello, la Historia
debe entenderse, más que como la sucesión de eventos públi­
cos y colectivos, como el medio en el que el hombre se reali­
za a sí mismo en sus variadas manifestaciones: en el arte, en
la filosofía, en la ciencia, y especialmente en la escritura. To­
das las expresiones mediante las que el hombre, al exteriori­
zarse, corrobora el principio de que actúa — y mira— según
es. Y, según es, al actuar se descubre. Por ello Zambrano
escribe: «La vida, al exigirle a la filosofía que se justifique
ante ella, le pide que ponga de manifiesto su origen, las raí­
ces del filosofar, que como todas las raíces se hunden en la
vida. Justificarse no es otra cosa que mostrar los orígenes,
confrontar el ser que se ha llegado a ser con la necesidad
originaria que lo hizo surgir; confrontar la imagen del ser
hecho, ''histórico”, con la imagen originaria, especie de ino­
cencia que queda — blanca sombra— tras toda realización
histórica. Y esta imagen originaria de la filosofía deja ver otra
más pura aun: es la necesidad todavía indiferente que el
hombre tiene de expresarse creando, de una expresión que
sea al par objetiva».18 En este texto figuran dos claves funda­
mentales para la comprensión de la razón-poética zambra-
niana. La primera hace referencia a ese trasfondo, la imagen
originaria que permanece como una sombra tras las másca­
ras e indica, con su presencia, la manera en que el hombre
ha de actuar para procurar la emergencia de ese ser oculto
del que da constancia. La segunda es la necesidad que el
hombre tiene de expresarse creando. En sus obras de crea­
ción, expresiones objetuales de su ser, el hombre puede reco­
nocerse. Al crearlas se hace a sí mismo ante sí mismo: vuelve
a crear para sí el contexto que le otorga realidad, que le si­
túa. Los espacios creativos abarcan zonas muy amplias y di­
ferentes, desde las manifestaciones artísticas propiamente di­
chas a los actos nuevos que surgen de experiencias cotidia­
nas, o a la expresión auténticamente religiosa cuyo contenido

18. M. Zambrano, «Poema y sistema», en Hacia un saber... La edición de Alianza


(pp, 44-45) recupera la versión original de Losada (pp. 37-38), después de haber
aparecido el texto corregido y transformado en Obras reunidas (p. 242).

30
mítico, dice Zambrano, «es la manifestación misma de la
vida del alma, especie de procesión de los sueños objetivados
en que el ser humano se revela a sí mismo y busca su lugar
en el universo».19
Expresión y creación unidas constituyen lo que Zambra-
no entiende por poíesis: unión «sagrada», «religiosa» — reli­
gioso entendido en un sentido más próximo al significado
del término religado (acción de ligar) que de aquel otro,
más legítimo al parecer etimológicamente, de religio (escrú­
pulo). Por esta unión o armonización íntima, como por
efecto de un espejo mágico, emerge ante el hombre la reali­
dad de su ser — su ser hecho «real»— en su mutable, efí­
mera identidad de cada trazo, de cada instante.
La razón-poética es así, ante todo, el método mediante
el cual el hombre puede reconciliarse con la totalidad de su
ser. Más allá de la razón vital que, para Ortega, compren­
día el ser de las cosas como lo que éstas representan en
nuestra vida, la razón-poética supone ese trato especial que
se tiene con las cosas cuando se las sabe conformadoras de
situaciones vitales en su aspecto más oculto, más misterio­
so. Se trata de una incursión en aquellas dimensiones expe­
rimentadas a modo de intuición previa al pensamiento filo­
sófico, recuperación de ese ser por el que el hombre es
capaz de dar razón no tanto de lo que la realidad repre­
senta para su vida como de todo lo que supone y, como
mucho, presenta: su dimensión enigmática.
La razón-poética es, pues, un método mediante el que
se trata de descubrir el «ser» — veremos más adelante lo
que entendemos aquí por «ser»— del hombre mediante el
contacto íntimo de su acción reflexiva con las. circunstan­
cias, en principio ajenas al pensar, que conforman la vida.
Un saber de experiencia que, no pudiendo en ningún m o­
mento soslayar la temporalidad que rige la vida, procura
averiguar esta «verdad necesaria», base de su movimiento,
tratando de descubrir el principio que hace aflorar aquellas
ideas-inspiraciones que, nunca estáticas ni absolutas, trans­
forman la vida para que se perpetúe.

19. M. Zambrano, E l sueño creador, ed. cit., 1986, p. 77.

31
La razón-poética, desde esta perspectiva, es mucho más
que unas directrices metodológicas: es la visión necesaria
para que afloren las inspiraciones; «inspiración» también,
esta visión originaria y primera que permite la manifesta­
ción de todas las ideas-inspiraciones. Visión — y no siste­
ma— adquirida mediante el libre juego de las expectativas
y la disposición para acoger las combinaciones azarosas.
En esta visión «habrá mucho de arte, mucho de secreto
personal, no reducible a generalizaciones»,20 pero habrá so­
bre todo un movimiento: aquel que procure el ensancha­
miento necesario para ver, a pesar de las diferencias y gra­
cias a ellas, la unidad que siempre las engloba. De manera
que la «descripción interpretativa» que también podría de­
finir, parcialmente, esta razón-poética y que ya es, en sí
misma, una forma de estar en la vida, es también una ma­
nera de realizar la unidad, por ser el acto interpretativo
una actividad creadora. La razón-poética es transformado­
ra en su acción: en su uso. El hombre se realiza en el acto
de «ver».
Por eso, entender la razón-poética como método de
aproximación racional a la simbología literaria sería una
apreciación muy pobre de lo que representa. Zambrano no
habría aportado gran cosa teniendo en cuenta que la crítica
filosófica se ha encargado de realizar hace largo tiempo es­
tas incursiones en la literatura. Decir que lo que se ha he­
cho hasta ahora en este campo (exceptuando el análisis de
textos) ha sido razón-poética sería poner un nombre nuevo
a una muy vieja actividad. N o es tan importante el método
en su aplicación como el hecho de utilizarlo, y en esto con­
sisten precisamente las líneas rectoras del presente trabajo:
en considerar que el método de la razón-poética es en sí la
propia acción vital del ser humano en vías de la realización
de su ser, la personal actitud de la conciencia dirigida al
descubrimiento de su enigma. La razón-poética es, en defi­
nitiva, el propio hacer del hombre haciéndose a sí mismo;
es razón poiética, razón creadora.

20. M. Zambrano, Hacia un saber..., ed. cit., 1987, p. 80.

32
3. Enigma y misterio

La admiración es una actitud de distanciamiento entre


sujeto y objeto que puede dar lugar a diversos estados se­
gún el grado en que el objeto cumpla las expectativas del
sujeto en su observación. Tanto el asombro como la extra-
ñeza son el resultado de una ruptura de expectativas. So­
brevienen cuando el individuo se encuentra frente a una
realidad que no se da al entendimiento de forma acostum­
brada. Ambos, el asombro y la extrañeza, provocan la de­
tención del acto ante lo desconocido, son como una peti­
ción de tiempo para establecer nuevas coordenadas por las
que transitar más seguro.
Pero, si bien son semejantes en su punto de partida, se
diferencian en sus resultados. El asombro no lleva necesaria­
mente a la pregunta porque la distancia establecida en el
acto de asombro no es aún suficiente. El sujeto asombrado
permanece en contacto inmediato con la realidad. Por el
contrario, la extrañeza lleva directamente a la actitud inquisi­
tiva. El sujeto extrañado necesita respuestas; el sujeto asom­
brado permanece quieto, como dejándose moldear por la
realidad que le invade. Extrañeza y asombro llevan direccio­
nes opuestas: la primera es invasión del objeto para su domi­
nación; el segundo, recepción del objeto para su asimilación.
Por eso, el asombro es el estado correspondiente al misterio
mientras que la extrañeza le corresponde al enigma.
La extrañeza es una de las formas del des-entrañamiento.
El que se extraña ha sacado de sí la realidad, la de fuera y la
suya propia, se ha vuelto extraño a ella y empieza a padecer
su falta de unidad. Y es que la unidad perdida parece ser el
factor determinante de esa falta de sentido que, antes que en
el pensamiento, se manifiesta en las «entrañas», ese lugar,
ese espacio que se abre como una herida y es definido por
Zambrano como «llamada amorosa». Un espacio extraño,
distinto, un espacio a punto de crearse, de abrirse: en reali­
dad un abrirse del corazón, del «centro», y, aunque lo espa­
cial no le corresponde al corazón sino al pensamiento, el co­
razón lo va creando constantemente. La profundidad es así
«el espacio que sentimos crearse por la acción de algo que

33
está a punto de traicionar su ser para ofrecerlo en una entre­
ga suprema, como lo es toda entrega de aquello que no se
tiene primariamente y se adquiere para entregarlo a quien
sólo así puede ir a quien lo llama».21
La profundidad es un espacio de creación, el lugar don­
de el ser ha de fraguar su unidad perdida recuperándola
mediante una acción híbrida de asombro y de extrañeza,
de contemplación y de palabra, de quietud y de tensión, de
razón y de poesía. Lo profundo es el lugar donde los acon­
tecimientos — la vida— , todo lo que constituye la superfi­
cie, debe ser moldeado, debe adquirir la forma de los sím­
bolos y ordenarse en universos comprensibles donde cada
uno de ellos, a modo de piezas de un rompecabezas, obten­
ga su función y su lugar preciso. El sentido, entonces, se
hace sinónimo de totalidad, reintegración de lo disperso del
acontecer a una unidad, la cual siempre tendrá carácter de
verdad por cuanto que cada unidad estructural es la única
posible capaz de lograr la cohesión y la perfecta localiza­
ción de sus propios elementos.
Lo profundo, pues, es el lugar donde el juego de las apa­
riencias obliga al hombre a realizar su acto de ser transfor­
mando los acontecimientos en experiencias para luego ser
devueltos, ya palabra, a la superficie. Y esto tiene lugar me­
diante esa doble actitud del poeta y del filósofo, a medio
camino entre la verdad (unidad) hallada sin previa pregunta
del primero y la verdad (unidad) buscada del segundo.
Toda palabra ejerce de por sí, en mayor o menor grado,
cierto tipo de «violencia» por ser fruto de un alejamiento.
Toda palabra traduce una tensión del sujeto hacia la reali­
dad a la que se refiere. También en la poesía existe, por
tanto, la distancia. N o obstante, la palabra tendrá dos ma­
neras de traducir la realidad según ésta sea entendida como
enigma o como misterio.
El destino de un misterio es ser re-velado, nunca des-ve­
lado, y esto es lo que hace la poesía. Es menester esa pala­
bra en la que no es preciso creer, la palabra-símbolo, para
que el misterio se dé como respuesta inmediata y el enigma

21. Ibíd., 1987, pp. 56-57.

34
no llegue a, o deje de, plantearse. El misterio es en sí res­
puesta como lo es la poesía. La misma vida en su aconte­
cer, en su cambio, es misterio. N o hay necesidad de recu­
rrir a una psicología de lo profundo: en la inmediatez de su
entrega la superficie simplemente se refleja. La palabra
poética es reflejo. Ella es la luz que no trata de explicar ni
de apropiarse nada sino sólo de pro-ponerse a la visión. Y,
sin embargo, en su poner aclara, como si el poner fuese en
sí un acto distintivo: poner es de alguna forma retraer algo
del conjunto en el que se hallaba inmerso.
El enigma, por el contrario, es deudor de las profundi­
dades. Donde se supone que hay profundidades ignotas se
plantea el enigma, y el enigma debe solucionarse sacando a
la superficie — a la luz— los elementos inconexos. La pala­
bra, entonces, debe tomarse transparente. La filosofía, pen­
saba Ortega, es vocación de transparencia, un gigantesco
afán de superficie y claridad. La filosofía siempre ha sido
un intento de desvelar, de dar a luz mediante la palabra. Y,
si la mística, como también cierto tipo de poesía, puede
entenderse como deseo de inmersión, la filosofía será, por
su parte, deseo de emergencia. Toda palabra suspende el
tiempo, dirá Zambrano,22 porque introduce la discontinui­
dad; nada extraño entonces que la filosofía pretendiera dar
a luz el mundo en una abstracción, fuera del tiempo. El ser
quieto, apresable o inasible, es pretensión de la razón; el
devenir, en cambio, esos parajes inseguros ante los cuales
la razón retrocede. N o es la oscuridad lo que teme el filóso­
fo, puesto que su afán, como el de Lucifer, es llevar la luz,
sino la inseguridad, esas montañas cuyo ser depende siem­
pre de que existan dos laderas, solanera una, sombría la
otra, una negando siempre a la otra a los ojos de quien las
mira, afirmándose, sin embargo, mutuamente en la nega­
ción. El filósofo se atemoriza ante una verdad que sea
unión de los opuestos, que trascienda los límites de una
lógica bivalente en cuyo marco se asienta no solamente el
orden de las cosas, sino también el orden del poder: la so­
ciedad, la familia, un mundo de valores permanentes.

22. Ibíd., 1987, p. 57.

35
María Zambrano interpreta a Platón dentro de los cáno­
nes filosóficos tradicionales cuando afirma que desterró a la
poesía porque ésta escapaba al ser y lo burlaba y le dio pre­
ponderancia a la razón, cuyo fin era clarificar, hacer apare­
cer al ser. De ser así, podríamos pensar que algo de cobardía
habría habido en esa renuncia del griego a la poesía. Pero el
sentido tan propiamente poético y científicamente actual
otorgado por Platón a las palabras que definen esta razón
hacen suponer que nunca renunció a lo que el conocimiento
poético significa. Recuperando la significación primigenia de
las palabras, Platón entendía el pensamiento (cppóveon;) como
la intelección del movimiento y del flujo (cpopac vór|CTic,): H
«cppóveoiq». cpopaq yap é c t i koci pot> vór)aiq., o también como
auxiliar del movimiento; y la intelección (vórjoiq) a su vez
como deseo de lo nuevo (véou eoiq), considerando la novedad
de los seres como el hecho de estar siempre en proceso de
devenir. Asimismo la sabiduría (ooxppocrüvri) era considerada
por Platón como la conservación de la (ppóveoiq, es decir, la
constatación permanente del devenir, mientras la compren­
sión ((TÚveoiq) provendría del verbo cruviévai, que significa ir
con, acompañar, de lo cual deduce Platón que comprensión
significa que el alma acompaña a las cosas en su marcha.
Asimismo, el saber (oocpía) marca el contacto con el movi­
miento.23 Lejos, pues, de Platón la intención de dar a enten­
der el pensamiento como algo apartado de las cosas en su
proceso de devenir.
Que la palabra acompañe a las cosas en su devenir, en su
hacerse, no solamente significa que puede cumplir su función
de transparencia, sino que puede ser medio de continua re-ve­
lación. La palabra viste la realidad según la época que la con­
templa y según la luz recibida, nunca la desviste, nunca la
des-vela; la vuelve a velar, en las dos acepciones del término:
la cubre con un velo apenas transparente y la cuida como un
centinela para que no la dañen las miradas o, quién sabe,
para que los ojos que la viesen no fueran heridos por ella.
La palabra que acompaña es palabra en el tiempo. De
no ser por la palabra, nunca lo profundo saldría de sus

23. Platón, Cratilo, pp. 411 d-412 b.

36
dominios, nunca siquiera podría ser nombrado como tal.
En superficie: los acontecimientos. Ellos, los «incorpóreos»,
son lo que les pasa a los cuerpos. Puros verbos atributivos
que solamente tienen lugar en superficie. La vida, lo que es
la vida pasado-futuro, se juega en superficie. Y a la superfi­
cie son devueltas, nombradas ya, las experiencias. La pala­
bra, una vez dada a luz, una vez creada, sufre el destino de
todo lo incorpóreo: pasar, desvanecerse. Y el ser humano
en esto participa de lo divino, pues es propio de toda crea­
ción divina deshacerse, transformarse, morir.
Suponer, como hasta aquí se ha venido haciendo, las
categorías bipolares profundidad/superficie no obliga a
construir un modelo vertical como el que Zambrano here­
da de la psicología psicoanalítica. Enfoque gráfico y simbó­
licamente sugerente, pero quizá demasiado reiterativo. Ca­
brían otros modelos igualmente válidos, como el enfoque
lateral apuntado por G. Deleuze: por efecto de un desliza­
miento del haz al envés la profundidad se convierte en su­
perficie. La profundidad es justo el límite, la piel de las
cosas, y ese límite es precisamente el lenguaje. Ese glisse-
ment ocurre en el mundo de los sueños, donde el vacío
ocurre a modo de espacialidad: lugar sin distancia. Todo
sueño tiene su lugar natural en el vacío, dice Zambrano.24
En tal lugar, las figuras-imágenes se deslizan sin corporei­
dad, sin peso, podría decirse que sin volumen. Los sueños
carecen de profundidad; son a modo de espejo de la zona
oscura y prohibida a la conciencia clara. Su atemporalidad
veda la entrada al pensamiento que necesita del tiempo
para ser (tiempo congelado, tiempo espacial de la razón
según entendía Bergson): no hay pensamiento sin sucesión;
no hay lógica sin tiempo. N o puede darse la profundidad
sin temporalidad, ya que la misma estructura espacio-geo­
métrica supone el tiempo y la progresiva visibilidad de sus
zonas: lo superficial es siempre «anterior» en cuanto a visi­
bilidad se refiere. Pero pasar de lo profundo a la superficie

24. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», en E l sueño creador, Madrid, Tur-


ner, 1986, p. 19. N.B. El artículo «Los sueños y el tiempo» no está recogido en la
edición que hizo Aguilar en 1971 de E l sueño creador en Obras reunidas.

37
supone algo así como franquear el espejo de Lewis Cairol
y, para ello, hallar la clave, el simbolismo del sueno. ^
Todo lo que ocurre acontece en superficie pero «c est en
suivant la frontiére, en longeant la surface, qu’on passe des
corps á l’incorporel».25 La vida de un hombre está hecha de
acontecimientos y éstos sólo son aprehendidos en sus ver­
bos, no tienen constancia, no tienen corporeidad. La pala­
bra en cuanto medio es aquí justo el borde de ese espejo en
que la superficie puede convertirse.
De acuerdo con esto, no solamente se necesita de una pa
labra especial que no empañe la luz de superficie en su pura
«materialidad» — en su puro ser-siendo— , sino que se requie­
re también un método especial. La fenomenología sus prin­
cipios, no su desarrollo— se asemeja a ese espejo que refleja
la realidad toda ella en superficie. Lo «dado» (como objetua-
do) está, en tanto que acontecer, en la superficie. Y es por ello
que con la ayuda de la palabra poética María Zambrano de­
sarrolla una fenomenología del sueño mediante la que contri­
buye a la simbología del ser profundo.

4. Filosofía y poesía

Si la poesía ha sido considerada a través de su historia,


desde sus albores míticos, como estado de posesión (por un
dios, un demonio, un genio, etc.) y más tarde como la pose­
sión de un estado especial, apertura del ser que permite
nombrar el misterio e incluso, en cierta medida, apoderarse
de sus claves simbólicas, para María Zambrano la reflexión
en tomo a la relación entre filosofía y poesía se inicia a par­
tir de la necesidad de posesión del ser, del ser de las cosas en
principio, pero, sobre todo, del propio ser del hombre.
Entre todas las distinciones que traza Zambrano entre
el filósofo y el poeta, la fundamental para el tema que nos
ocupa es ésta que considera la manera en que cada uno de
ellos padece su anhelo de unidad.
«Filosofía», escribe Zambrano, «es encontrarse a sí mis­

25. G. Deleuze, La logique da sens, París, Minuit, 1969, pp. 13 y ss.

38
mo, llegar por fin a poseerse»,26 y ello mediante la voluntad,
adueñándose de un ser que el filósofo ha decidido darse a sí
mismo con su propio esfuerzo. Pues no podría considerar
propiamente suyo aquello que se le entregara como un rega­
lo. El poeta, por el contrario, espera, y no consideraría suyo
aquello que no recibiera gratuitamente, sin haberlo merecido
siquiera. Esta dicotomía atribuida arquetípicamente al filóso­
fo y al poeta es, en realidad, la manera que tiene Zambrano
de descubrir la relación que el hombre ha establecido, desde
los inicios de su historia, con el Padre. El Padre Supremo
venerado y temido por una colectividad, pero, sobre todo, el
Padre introyectado, símbolo del origen, de donde el hombre
proviene y a quien, a la vez, quiere y teme volver. Ante este
temor y este deseo, a veces convertidos en una tensión de
amor y odio, la actitud del «poeta» es la confiada espera a
que el Padre le guíe, y el temor también de que lo haga sin
contar con el resto de los Hijos. El «poeta» es aquel que ante
todo se siente Hijo. El filósofo, por su parte, sabe que habrá
de convertirse en Padre para reintegrarse al origen. Por eso
matará a los dioses, por eso beberá su sangre: para partici­
par de una eternidad cuyo principio es el acto de dar vida, de
hacer la vida, el acto genesíaco.
Para seguir el desarrollo de esta idea dentro de las coor­
denadas de la estructura simbólica de la tradición a la que
María Zambrano pertenece, tendríamos que situamos dentro
del esquema trinitario. El filósofo sería, entonces, aquel que,
atendiendo a la triple dimensión de lo divino, cree necesario
ser cada uno de ellos — Padre, Hijo y Espíritu— para lograr
la Unidad, para ser. Y necesita adueñarse del Espíritu, el Me­
diador por excelencia, el logos, para realizar en sí mismo la
Trinidad, para hacer que el Hijo pueda resucitar: volver al
Padre y así ser luz entre los muertos, para alumbrar a todos
aquellos que no han podido despertar al Espíritu. El poeta,
en cambio, no necesita convertirse ni en Padre ni en Espíri­
tu; con ser Hijo le basta, pues sabe, con ese saber con el que
uno nace, que siendo uno lo es todo, que en él está el origen
y también el universo, la creación entera.

26. M. Zambrano, Filosofía y poesía, en Obras reunidas, op. cit., p. 199.

39
Esta lectura no traicionaría el pensamiento de Zambrano,
quien afirma que el poeta experimenta un tipo de lucidez
que el filósofo no logra obtener a pesar — o tal vez a causa—
de su esfuerzo. Para el poeta esa lucidez es un don que reci­
be sin haberlo deseado. La recibe en pago por su renuncia al
ser, renuncia en definitiva a verse segregado del universo. El
poeta no quiere tener que elegir; ama el mundo y todo lo que
le es dado: las apariencias y lo profundo que es capaz de
alcanzar sin siquiera saber cómo. Y , cuando la luz está a
punto de cegarle, huye atemorizado; estando dotado mejor
que cualquiera para alcanzar el ser, se angustia ante la posi­
ble detención de la vida en la que acostumbra a dejarse fluir
en compañía. El poeta es ante todo amante, no quiere reinte­
grarse solo a los orígenes, y ante la llamada cierra los oídos y
huye, no fuera que el mundo no la oyese y tuviera que que­
darse solo, abandonado en la luz. Mas por esta lucidez ante­
rior al pensar el poeta sabe que nadie puede llegar a poseerse
del todo de no ser olvidándose a sí mismo, volcándose todo
entero, cuerpo y voluntad unidos, en un objeto, entregándo­
se. El poeta, por amor, posee algo más que el universo, se
posee a sí mismo fuera de sí.
El amor, ese deseo de unidad compartido en un princi­
pio por el filósofo y el poeta, llevaría al primero a una li­
bertad entendida como deseo de independencia y poder,
mientras el segundo hallaría su libertad en la entrega que
de ella misma hace. Emprendidos desde el mismo lugar,
estos dos caminos, el de la identidad en la diferencia y el
de la fusión, se andarían en tiempos distintos: para el filó­
sofo un tiempo sucesivo, para el poeta un tiempo simultá­
neo. El tiempo, el ritmo de ambos son, pues, diferentes,
como distinta también parece ser en principio la dirección,
progresiva una, regresiva la otra; aunque en un mundo
donde, como decía Ibn Arabí, todo es circular, los caminos
opuestos siempre terminan encontrándose.
Es menester tener presente que Zambrano distingue la
filosofía de la poesía a modo de patrones tipo. Está claro que
un hombre no suele ser del todo poeta ni del todo filósofo,
sino que todo ser humano participa en mayor o menor me­
dida de las cualidades de ambos. Quien más quien menos

40
espera y decide, retoma al origen y se precipita al futuro;
quien más quien menos se aferra al común hacer y se para,
se individualiza. Para utilizar la teminología de André Lapie-
rre, instaurador de las técnicas de psicomotricidad relacio-
nal, diríamos que un hombre participa tanto del deseo de
fusión como del deseo de identidad. El deseo de fusión per­
tenece al inconsciente, es deseo de armonía, de acuerdo, ne­
cesidad de regresión, en cierto aspecto, al vientre materno; el
deseo de identidad, por el contrario, está ligado al dominio
del consciente. Esta relación alcanza a veces, para algunos,
niveles trágicos cuando se empeñan en eludir una de ambas
tendencias. Y esto es precisamente lo que les ocurre, en
cuanto que figuras límite, al poeta y al filósofo, en los extre­
mos de la regresión y de la decisión, del ser-con y del ser-
solo. Tanto no admitir la soledad como no condescender en
la compañía es no aceptar el destino o la carga de ser hom­
bre. El hombre es a pesar suyo un ser-puente, ser-participan­
te, un ser intermedio. No aceptarlo así es sumirse en la tra­
gedia, la del filósofo o la del poeta. Ser uno más entre la
multitud es, para el filósofo, una situación indigna de la que
orgullosamente pretende escapar. Para el poeta ser-solo es
reiterar la imagen fatal de aquel dios que, por no estar solo,
engendrara a las criaturas.
Ahora bien, conviene entender en qué sentido estas dis­
tinciones entre filosofía y poesía ponen de manifiesto, más
de lo que lo haría el estudio de sus similitudes, la existencia
de un punto esencial donde ambas convergen, precisamente
aquel" que marca el límite, el punto cero donde el tiempo
sucesivo roza, sin dejar de ser tiempo, el lugar de la atempo-
ralidad. En ese punto cero la tensión entre el deseo de fusión
y el deseo de identidad se neutraliza de tal forma que el es­
fuerzo se vuelve innecesario y la unidad sujeto/objeto se rea­
liza. Por un instante, una unidad mínima de tiempo o tal vez
de luz, una unidad de azar. Podría decirse entonces que la
energía resultante de ese encuentro fugaz es lo que capacita
al ser para volver a desear. Todo instante en que esa fusión
se realiza produce la energía necesaria para la separación:
para la existencia. Pues parece ser una de las leyes de la vida
el que toda existencia requiera, para darse, de una fuerza que

41
la engendra para ser negada, pues sólo negándola puede la
existencia producirla a su vez. Así, entre el amor y el deseo
existe la misma distancia que entre aquel campo de fuerza y
el ente separado. El punto cero, la nada de ser, la no-separa­
ción podría también llamarse amor.
A la resolución en la nada a la que el poeta accede por
ese amor que es propiamente negación de las diferencias,
también tiene acceso el filósofo en la mirada metafísica, y
cualquier artista en el instante de la creación.
El esfuerzo por ver es, en principio, el factor que divide:
separa al observador de lo observado. Pero, cuando el objeto
observado resulta ser el propio ser del observador, hallamos
en esta separación una fundamental contradicción: ¿cuál es
entonces el ser que observa? ¿cuál es el observado? Si supo­
nemos que la cualidad esencial del ser — lo que define al
ser— es el estar-siendo, y si suponemos también, por otra
parte, que el ser puede observarse a sí mismo, debemos con­
cluir que en el acto de observarse el ser abandona su propia
esencia: el ser-observando, en tanto que estar-siendo, se de­
tiene. Estar-siendo es fundamentalmente un acto, mientras
que la mirada es un acto detenido, una detención: la quietud
del ojo. El ser observándose a sí mismo sería, por tanto, la
detención del acto; casi podríamos decir, en terminología
heideggeriana, que en el Dasein — el ser que mira al Ser— el
Sein puede detenerse. Adquiere esa posibilidad, que es tam­
bién la posibilidad del anonadamiento: la renuncia a ser por
separado. La mirada, como el amor, es entonces reflejo, su­
perficie en quietud que le da el ser a aquello que no es ella y
al darlo se hace a sí misma. La mirada se convierte en acto
puro, y se realiza, en ese acto de quietud, el puro ser-siendo,
la unidad trascendente de la mirada y el ser, la unidad recu­
perada del sujeto y del objeto.
El artista, por su parte, renuncia a esforzarse por ver;
más aun, hace entrega de sus ojos para ser mejor aquello
que quiere mostrar. La participación en la creación me­
diante la re-creación en el arte exige, por parte del artista,
una entrega en manos de ese «ser» que crea a través suya
manteniéndose oculto, mientras tanto, a su entendimiento.
Como si el acto impidiera ver el rostro del «actor»; como si,

42
al estar volcado en la acción, hacia su objeto, no quedase
energía o fuerza alguna para volver los ojos hacia el sujeto
de la acción, ese que en aquel momento no es sólo él, sino
algo más que él, tal vez todo él. Es como el sacrificio de la
conciencia en pro de la fuerza del obrar; la renuncia al
árbol del conocimiento y la opción por el árbol de la vida.
Hay en la creación artística una renuncia por parte del
artista a su identidad, a todo lo que pudiera definirlo como
individuo antes y después del instante en el que ha elegido
perderse en su obra. En ese momento, cuando el olvido de sí
permite la abertura necesaria al nacimiento de algo nuevo y
completo en sí mismo, el artista logra la comunión con todas
las formas nacientes, aquellas que se hacen de continuo, ge­
neradas por el olvido de algunos, en los huecos de universo
que la voluntad renuncia a colmar. Esas ausencias, esas re­
nuncias, permiten que todo vuelva a nacer, y en esas nuevas
formas toman aliento y se renuevan todas aquellas que, por
un momento, no se han dejado aprisionar por las ideas de
ser. En esos huecos todos los seres participan de la creación.
El punto esencial del acto creador, ese instante que reali­
za la unidad, le pertenece tanto a la poesía como a la filoso­
fía, al arte en general y a la ciencia, puesto que en todo acto
de entrega, sea éste amoroso, estético, metafísico u otro, hay
un encuentro esencial del sujeto con su propio hacer; hay un
momento, mejor dicho, en que el sujeto desaparece en su
hacer. Ese instante es el germen de toda creación.

5. Razón-poética

N o sería adecuado entender, sin más, la razón-poética


como una forma de conocimiento híbrida de razón y poe­
sía, a no ser que se les otorgara a cada uno de estos térmi­
nos la debida amplitud. N i la razón, aquí, se limita a la
forma discursiva del intelecto; ni lo poético, a un formalis­
mo «estético» (sensible) teñido de pensamiento. La razón-
poética es una especial actitud cognoscitiva, un modo en
que la razón permite que las cosas hallen su lugar y se
hagan visibles. La razón — enténdida por supuesto como

43
función, nunca como órgano cognoscitivo— adopta aquí
una manera pasiva de estar, una «activa pasividad», pues
no indaga con la violencia que suele ejercer la filosofía. La
razón-poética no es nada distinto de su puro quehacer: un
modo de recibir el conocimiento. «E l conocimiento poéti­
co», escribe Zambrano, «se logra por un esfuerzo al que
sale a mitad de camino una desconocida presencia. A m i­
tad de camino porque el afán que busca esa presencia ja­
más se encontró en soledad, en esa soledad angustiada de
quien ambiciosamente se separó de la realidad. A ése difí­
cilmente la realidad volverá a entregársele. Pero, a quien
renunció a toda vanidad y no se ahincó soberbiamente en
llegar a poseer por fuerza lo que es inagotable, la realidad
le sale al encuentro y su verdad no será nunca verdad con­
quistada, verdad raptada, violada; no es alezeia, sino revela­
ción graciosa y gratuita; razón poética».27
Este texto puede entenderse mejor si lo relacionamos
con la noción de alétheia, mediante la cual define Ortega la
tarea filosófica. Proponer, no obstante, una simple contra­
posición sería quedarse muy corto, ya que el carácter deve­
latorio de la filosofía es en Ortega algo más complejo de lo
que pudiera parecer. La filosofía tiene en principio un co­
metido: desvelar la realidad, la cual no se nos ofrece desnu­
da, sino encubierta. En un escrito de juventud (La visión de
la historia. San Pedro y San Pablo), entiende ya Ortega la
«revelación» como culminación de un proceso intelectual,28
lo cual Platón ya exponía en la Carta V II (341 c-d): cuando
se ha convivido largamente con un problema la verdad bro­
ta en el alma repentinamente, como la luz surge de la lla­
ma, nutriéndose luego a sí misma.
La desocultación de la realidad es manifestación: logos.
Es en el decir, mediante la palabra, que manifestamos lo
originariamente oculto, en principio a uno mismo en el acto
de pensar, y seguidamente a los otros en los actos de comu­
nicación. Es, así, el pensamiento lugar de manifestación de

27. M. Zambrano, Pensamiento y poesía..., op. cit., p. 295.


28. Para la noción de alétheia en Ortega, consultar el capítulo V de A. Rodríguez
Huesear, Perspectiva y verdad, Madrid, Revista de Occidente, 1966.

44
la verdad: de la realidad desvelada. Entiende, así, Ortega la
alétheia como acto, y toda acción se produce donde algo
ofrece resistencia. Hay en esta conquista filosófica un esfuer­
zo; el logos penetra la realidad en un difícil proceso de desci­
framiento. La verdad no es por consiguiente estática, sino
que corresponde al mismo proceso de averiguación, al acto
continuado mediante el cual «forzamos» la realidad a entre­
gársenos. Sin embargo, es menester distinguir entre esta lí­
nea de acción con la que insistimos en la consecución de la
visión y la visión misma. Toda revelación, en el momento de
darse, es extática, irremediablemente trascendente, ya que la
realidad es la que se nos revela, forzándonos a su vez a salir
de nosotros, a estar fuera de sí, en contacto con ella. Cabría,
pues, hablar de dos momentos según Ortega: el de averigua­
ción, que indudablemente es esfuerzo y violencia, y el de re­
velación, en el que culmina el anterior proceso de averigua­
ción;29 la filosofía sería el procedimiento metódico que nos
lleva a obtener esta revelación. Se trata, por tanto, de una
conquista, lo cual no es posible en el conocimiento «poético»
por el que opta Zambrano. La realidad, en la razón-poética,
se entrega al que simplemente se limita a disponer el lugar
donde ella pueda exponerse. La serenidad de esta espera
contrasta indudablemente con la insistencia del filósofo. Sin
embargo, el descubrimiento como tal parece, a primera vista,
tener lugar de la misma manera y con las mismas caracterís­
ticas en ambos casos: como culminación de un proceso me­
tódico o como resultado de la espera, lo cual induce a pensar
que más que la forma fuese la intención, la autenticidad y la
fuerza del deseo lo que permite que la comprensión abra su
brecha en el hombre dispuesto.
La alétheia es proceso constante; más que pasos indaga­
dores, es vocación, anhelo continuado, intención continua­
mente renovada. Toda razón que fuerza la realidad la incita
a mostrarse bajo — o sobre— ciertos supuestos, y por tanto
bajo — o sobre— cierta luz ya dispuesta. Mas ¿es posible,
mediante el logos, una revelación distinta? ¿No será acaso
entonces en la plenitud del silencio en donde la realidad lle­

29. Ibíd., p. 229.

45
gue a ofrecerse? «El proceso descubridor transcurre entre
dos enigmas: el enigma de que parte — el de los hechos o
interpretaciones— y el enigma esencial a que llega el de la
realidad auténtica libre de interpretaciones».30 Es necesario,
según Ortega, des-interpretar la realidad que nos es dada an­
tes de interpretarla nuevamente: desnudarla de los ropajes
con que se nos presenta de antemano. Es a lo que llama
Ortega principio de «autonomía», el cual, junto con el de
«pantonomía», conforma, según él, el método filosófico. Por
el primero, o «principio ascético de repliegue cauteloso», dig­
na herencia de Descartes, renuncia el filósofo a toda creen­
cia, a toda verdad adquirida fuera de su sistema, convirtién­
dose en «una isla desierta de verdades», para luego conde­
narse al «robinsonismo metódico». Por ello, por alejarse de
la opinión desechando en principio y por principio toda
creencia, tiene la filosofía un carácter paradójico: se aparta
de la doxa y de su espontaneidad, considerando dudoso lo
que podría parecemos incuestionable.31 Por el segundo, o
principio de «pantonomía», el filósofo vuelve a interpretar el
Universo, vuelve a definir cada cosa en función de un todo.
Y, al definir así a las cosas, les otorga carácter «real».
La razón-poética, por el contrario, no necesita darle reali­
dad a lo que tan directamente se le ofrece antes incluso de ser
nombrado. La materia es aquí «materia sagrada, es decir,
materia cargada de energía creadora. Materia que se reparte
en todo y todo lo identifica, que todo lo funde y lo trasfunde,
que es el vehículo y la unión: la comunión asequible y con­
centrada por la cual todo va a todos».32 Hay, en esa vuelta a la
materia como «todo lo que es» más allá de cualquier división
ontológica, una destrucción de las formas y una liberación de
las fuerzas ocultas, un regreso al hermetismo que había sido
exorcisado por el racionalismo aristotélico. «Entrar en contac­
to con la materia es entrar en contacto con lo sagrado, con la
fisis antes del concepto, antes de la filosofía, antes del ser.»33

30. Ibíd, p. 236.


31. Cfr. J. Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía?, Madrid, Alianza, 1985, pp. 82 y ss.
32. M. Zambrano, Pensamiento y poesía..., op. rit., p. 284.
33. M. Zambrano, La agonía de Europa, Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1945, p. 139.

46
No se trata de volver a encerrarla en un concepto, ni tampoco
de despojarla de nombre alguno; se trata de mantener con
ella el contacto primigenio. Al ser sacralizada, la materia pier­
de su condición de opacidad a la vez que su carácter de abs­
tracción. Al entrar en contacto con ella, el sujeto toma con­
ciencia de que nunca había existido por separado aunque así
lo hubiese creído. La admiración primera deja de ser pasiva,
se vuelve participación. La materia es sagrada porque es ese
espacio de unidad y participación donde todo aquel que mira
sufre al mismo tiempo una consubstancial modificación. Así,
la razón-poética, vigilante atención dirigida a ese espacio, le­
jos de ser pasiva, modifica al hombre creándolo en su mirar,
como si la realidad contemplada revirtiera en aquel que con­
templa a modo de in-formación, de inspiración creadora.
N o obstante, todo acto de pensamiento conlleva inevita­
blemente algún tipo de interpretación, de manera que la reali­
dad se nos presenta como un supuesto esencialmente necesi­
tado de ella. El método, el camino de la alétheia, nos conduce
así a un imperativo: la necesidad de esa dialéctica de consecu­
tivas edificaciones y destrucciones de interpretaciones, des­
trucción de creencias ajenas, construcción de las propias, que
a su vez se tomarán ajenas en la dinámica de la evolución
personal e histórica. No es posible entender la realidad sin
interpretarla: todo decir es interpretativo. ¿Dónde queda en­
tonces esa «realidad desnuda»? y ¿de qué sirve destruir los
modelos ajenos para asentar los propios? A lo primero, y tal
como veremos más adelante, puede contestarse que el hom­
bre no es un ser capaz de vivir en la luz. La revelación de la
«realidad desnuda» puede ocumr en un instante, tan efímero
como intenso, en el que el hombre se halle solo frente a esa
realidad, lo cual equivale a decir solo consigo mismo y con las
posibilidades de su decir, de su pensar vertiginosamente, pa­
vorosamente abierto, donde se confunden las cualidades de la
nada y de la totalidad. Y cuando la realidad enfrentada es
realidad radical, esto es, la del ser mismo del hombre, es el
momento de la libertad y del miedo y momento, también, de
aceptación o de rebelión, de sublimación o de caída.
En cuanto a lo segundo, y tal como veremos también en
los capítulos siguientes, tal dialéctica es decisiva en la forma­

47
ción de la persona. El momento de la revelación es acción,
creación por la palabra: logos. Las ideas, dice Ortega en este
sentido, parecen a veces no ser nuestras; no son entonces
invenciones sino revelaciones; «la idea desaparece como tal
idea y se convierte en un puro modo de patética presencia
que una realidad absoluta elige. Entonces la idea no nos pa­
rece idea ni nuestra. Lo trascendente se nos descubre por sí
mismo, nos invade e inunda; y esto es la revelación».34 Fuera
del cuerpo teórico, tales palabras habrían podido ser escritas
por Zambrano. En principio diríamos que el momento extá­
tico al que se refieren ambos es el mismo y que la diferencia
estriba en el trayecto que lleva hasta él: en el método. Sin
embargo, Zambrano distingue de forma bastante categórica
entre lo que llama «conocimiento», que es el resultado de un
método, y «saber», como algo que «nace de una pasión, es
decir, de un padecer la verdad de la vida antes de que se
presente, de haberla concebido como todo lo que se concibe
antes de que nazca».35 El «saber» se produce fuera de todo
método, como un don distinto del conocimiento adquirido
por el esfuerzo, aunque no por ello independiente, pues ha
necesitado del esfuerzo, de la tensión que permite que tal
momento se produzca. Parece sólo cuestión formal la dife­
rencia entre ambos autores, diferencia de expresión y tam­
bién de carácter: para Ortega, en estos casos la idea, culmi­
nación del método, desaparece bajo la presencia; para Zam­
brano, la presencia aparece más allá del método, como algo
constitutivamente distinto.
Al hablar de «métodos» distintos, habría que atender al
período previo al momento de la «revelación», el cual no es
descrito por Ortega, como tampoco lo fue por Platón. A m ­
bos dejan suponer que la evidencia radical que acompaña
toda revelación se sigue normalmente del esfuerzo de inda­
gación. De ser así, el conocimiento sería parcial y ajustado,
como de hecho tan a menudo lo es, a los planteamientos.
Mas la «patética presencia», ese saber padecido y anticipa­

34. J. Ortega y Gasset, Historia como sistema, en Obras completas, Madrid, Revis­
ta de Occidente, 1964, t. VI, p. 46.
35. M. Zambrano, El hombre y lo divino, op. cit., p. 343.

48
do incluso a su propia manifestación, requiere de un proce­
so, un tiempo, en que la propia tensión que ha conducido a
él se decanta; hace falta un paso atrás, una espera, una
renuncia a todos los cabos tendidos, expresiones del orgu­
llo y del afán de poder del hombre sobre la realidad, para
que, reposadamente, ella se asiente.
El método poético asume la incapacidad del hombre para
abarcar una realidad que le desborda. La revelación, esa in­
vasión del ser propio por lo trascendente, lo es precisamente
de ese desbordamiento. Y si Ortega vislumbraba entonces
que la verdad — el auténtico descubrimiento— era la necesi­
dad imperiosa de la verdad, esto es, necesidad de descubri­
miento, Zambrano entiende que esta necesidad es clara ma­
nifestación del padecimiento de la propia trascendencia, la
ineludible llamada a ser absolutamente, más allá de sí.
La razón-poética procura mediar en lo posible: en lo
metafórico, entre la inevitable representación figurativa de
la realidad y la disolución de toda representación en el si­
lencio. Razón y mística tratarían de hallar con ella la pala­
bra adecuada.
La razón-poética es para ello un modo de estar en la
vida comprendiéndola; es una actitud admirativa, con la
mínima dosis de violencia que toda palabra, al proferirse,
entraña inevitablemente. Se trata de una equilibrada sim­
biosis, dramática y gozosa, entre admiración y violencia, el
límite entre la inmersión y la emergencia. Es un estar pre­
sente en la realidad que nos rodea en el momento preciso
en que ésta pasa a traducirse.

6. La palabra mediadora

La palabra despierta al hombre a su libertad creando un


espacio y una luz donde consagrar las formas en ese diálogo
único que son, para Heidegger, los seres humanos. La pala­
bra es introducción en ese «tiempo-libertad-realidad», expre­
sión de un ser determinado por las sucesivas interpretacio­
nes de su pasado colectivo. La historicidad es también para
Zambrano, como lo fue para Heidegger, condición y sustrato

49
de la ontología en el sentido de que un hombre despojado de
su pasado, alejado de él, olvida, paulatinamente, algo de su
ser, de ese ser en el que consiste, según ella, en gran medida
la herencia que individualmente porta el hombre en su cultu­
ra. La historia, pensaba Heidegger, es la unificación de todos
los destinos, como la cordillera lo es para las montanas; es^ el
lazo fundamental que les confiere unidad y determinación.
Pero la historia, sin la poesía que rescata el profundo latido
de los orígenes, sería una mera sucesión de datos faltos de
sentido que, por otra parte, sin la razón permanecerían inco­
nexos. Poesía e historia, alumbrados por la razón, permiten
que el hombre se descubra en su ser. Por ello puede decirse
que el destino del hombre reside y se forja en su pasado,
pues el horizonte ofrece a quien lo contempla una curvatura,
nunca el final de una línea recta, y el hombre sólo puede
descubrir algo de ese destino que va abriendo a su paso si
logra ver la curva entera, o al menos uno de sus segmentos.
La libertad consistiría en adueñarse del pasado y de esa lla­
mada previa de «lo sagrado» a la cual la palabra, según pien­
sa Heidegger, es respuesta. Estamos expuestos a esa llamada,
expuestos también, en el momento en que el lenguaje se nos
da, a la decisión, expuestos, en definitiva, a nuestra libertad.
Nombrar lo sagrado es responder a un destino. Y es decisión
nuestra, cree Zambrano, negar o aceptar la realización del
ser-destino a través de la existencia, elegir «realizar» (pasar
por la realidad) nuestro ser de hombre total. Pero, inevitable­
mente, la pregunta se plantea: ¿qué o quién se niega? ¿Qué o
quién acepta? ¿A qué principio independiente le corresponde
decidir acerca de la asunción de un destino que casi nunca
nos aparece ni claro ni completo? A ello parece que se din-
gen igualmente las preguntas de Heidegger: ¿De qué modo
empieza este diálogo que somos? ¿Quién nombra a los dio­
ses? ¿Quién capta algo que perdura en el tiempo, hace que
algo persista mediante la palabra?36 ¿Qué es aquello, en defi­
nitiva, que genera la palabra y que mediante ella establece en
el tiempo huecos que permiten el concepto, el concepto en

36. Cfr. M. Heidegger, Erlauteningen zu Hólderlins Dichtung, en Gesamtausgabe,


Francfort, V. Klostermann, pp. 38 y 40.

50
su aurora, cuando aún es luz que no ha llegado a cristalizar?
Heidegger contesta con el verso de Hólderlin: «Was bleibet
aber, stiften die Dichter»:37 los poetas son quienes fundan lo
que permanece; la poesía es fundamento del ser por la pala­
bra. Fundamento de un ser que en acto es lo más fugaz, lo
menos dado a permanecer. Como tampoco debe permanecer
la palabra, a pesar de ser ella la esencia del acto poético, o de
lo que por «poesía» entienden tanto Zambrano como Hei­
degger: el acto de crear el mundo, un mundo del que pueda
hablarse, a partir de lo inexplicable. Nombrar no consiste en
dar nombre a algo ya conocido anteriormente, sino en abrir
una perspectiva antes no habida por el simple hecho de no
haber sido vista. Nombrar poéticamente es crear por la pala­
bra, dar existencia, esto es, sacar del ser oculto y misterioso,
innombrado, al ente: lo visible.
Es necesario, con respecto a esto, entender a María Zam­
brano bajo el prisma de Heidegger: la palabra poética es pri­
mera porque abre relaciones entonces in-existentes (no en el
sentido de «no-existentes», sino de «existentes en el interior»,
ocultas a simple vista). En el caos, o en el silencio primor­
dial, son contenidas ¡.odas las posibilidades, la totalidad de
los entes posibles. Pero de este magma sin configuración la
palabra advierte y configura, y al hacerlo realiza también al
hombre en su ser. La palabra poética, hurgando en las pro­
fundidades del sueño, puede des-entrañar relaciones que al
tomar cuerpo — o imagen— darán al hombre la medida de
su ser-creciendo en cada instante de ese «tiempo desgarra­
do» que es el suyo. Al poeta le corresponde abrir, desentra­
ñar aquel fondo de donde surge el ser: el lugar de lo sagrado.
Por ello afirma Heidegger que el poeta habita cerca del ori­
gen. Los poetas señalan la abertura, «consagran el suelo»,
abren en la tierra el lugar común de lo sagrado, esto es, per­
miten la extrañeza y el asombro ante lo existente; y, por ello,
su penetración: el acceso al ser. Es así como cumple la pala­
bra su esencial propiedad, la de «ser como el agua donde la
realidad es como piedra».38

37. Ibíd., p. 41.


38. M. Zambrano, España, sueño y verdad, Barcelona, Edhasa, 1982, p. 206.

51
Desde el reino de las sombras lo inefable siempre pide
ser expresado. Las sombras ya tienen cierto cuerpo, y por
tenerlo exigen ser nombradas. Mas esto no puede hacerse
sin que algo — un mediador— establezca una relación, pues
nada puede conocerse si no es por medio de algo ya cono­
cido. El conocimiento se asemeja a una larga cadena en la
cual cada eslabón hace de mediador entre el que le sigue y
el que le precede. Cada uno es símbolo (del verbo crufi(3áX-
Xetv: juntar) del anterior. La palabra poética es ante todo
participación, unión en el acto cognoscitivo. Pero es tam­
bién distancia, separación entre el símbolo y aquello a lo
que precisamente une. Ver la realidad es ya nombrarla y, al
hacerlo, afirmar la distancia. De no ser por la palabra la
realidad no podría ser «vista». La palabra poética es así
vehículo — pues se mueve en la distancia— aun mantenien­
do su carácter participante. Pero hace falta que la palabra
permita el paso de la luz. Al crear un espacio, dispone tam­
bién sus dimensiones, su superficie, su profundidad. Si
nada pudiera conocerse, nada habría tampoco desconoci­
do, pues sólo el tener conocimiento de algo nos permite
suponer la extensión inmensa de lo que puede quedar por
conocer. Al mismo tiempo que nos muestra una parcial
realidad, la palabra insinúa también la ignorancia en que
estamos de lo que no nos muestra. Así, el conocimiento
puede recibirse como un don, como semilla gozosa de des­
cubrimiento, de aventura, o también como una maldición.
La luz, para Zambrano, abre una herida. El pensamien­
to, como los hijos, se engendra con dolor según la tradición
cristiana. La búsqueda del ser, que no se diferencia para
ella, ni para Heidegger, como tampoco se diferenciaba para
Unamuno, de la búsqueda del Dios desconocido, del Dios
interior, ha de llevarse a cabo en la lucha, el temor y la
angustia. La religión instituida basada en estos principios,
lejos de cumplir su función original de re-unir al hombre
con lo divino, institucionaliza su separación, y ésta es pade­
cida trágicamente: «Una constante ausencia, el hueco de
alguien, ha llenado mi vida más que ningún otro suceso»,
dice Zambrano por boca de Diótima de Mantinea. Ausencia
que se quiere paliar con la esperanza. Apelando por una

52
vida eterna, es por el contrario al tiempo a lo que esta reli­
gión consagra, afianzando en él el reino de la esperanza,
esto es, la versión cristiana del afán de existencia.
N o puede haber salida del tiempo cuando la palabra se
vuelve «lucha con el Ángel»39 en vez de ser lo que siempre
quiso ser: la voz del Ángel, manifestación sonora de la me­
diación suprema (la palabra ángel originalmente significaba
mediador). El ángel, la Inteligencia en sentido tradicional,
es un acto de unión entre lo manifestado y la energía pri­
mera, el «sím bolo» por excelencia. Y, sin embargo, Zam­
brano pretende salirse del tiempo mediante la lucha con la
palabra y su sombra, para desentrañar todo lo que el hom­
bre recela misteriosamente y conducirlo hacia la luz. La
religión es para ella, antes o al par que un deseo de afian­
zarse, el irrenunciable anhelo de penetrar hasta la raíz os­
cura del ser y entrar a la vez en la unidad y en la claridad.
Pues no parece ser destino humano la fusión inconsciente y
su armonía y no es mediante el regreso a la irracionalidad
caótica del principio que el hombre deberá perder aquello
que le sobra para ser todo el hombre.
La creatividad, según estos autores de raigambre cristia­
na, no es lúdica. En el juego el hombre se olvida a sí mismo,
pero aquí, si algún tipo de olvido ha de darse, no será el de la
conciencia. N o habrá propiamente olvido, sino renuncia. Por
la poesía el hombre entra en aquel centro de quietud donde
se fraguan todas las relaciones, el fondo del ser desde donde,
mediante la poiesis, irá haciéndose la «persona», pero la poe­
sía no es lúdica, como tampoco parece serlo la actividad de
esos dioses de los que el poeta es, según Heidegger y la tradi­
ción mítica, el mensajero. Los dioses de la permanencia, sea
ésta la del ser (racionalista) o la del alma individualmente
eterna, no juegan: asisten, inalterables, a la toma de concien­
cia por parte del hombre de su esencialidad trágica, occiden­
tal sin lugar a dudas, pues el concepto oriental de la acepta­
ción vivencial de las mutaciones forzaría a una revisión de
este apriorístico concepto de la naturaleza humana.
Parece haber una circularidad en la génesis de la pala­

39. IbícL, pp. 130-131.

53
bra. Proviene de un inicial silencio, y en el silencio revierte
después de haber despertado a las formas. Pero no importa
mucho que el orden se instale a partir de un grito de dolor
o de una expresión de gozo. N o importa que las múltiples
máscaras que pueblan los lugares profundos, el pasado, de
un individuo ó de un pueblo — pueblo es también el indivi­
duo— participen de una danza festiva o de un ritual fune­
rario. Lo importante es que tanto el dolor como el gozo
establecen relaciones que pueden trazar caminos, dibujar
paisajes, extensiones habitables por el hombre. La palabra
esencial acerca al hombre a sí mismo. Por ello, en esta pa­
labra interior, que es albor de la palabra-luz, confluyen las
actitudes propias tanto del filósofo como del poeta en lo
que tienen de apertura para una visión esencial. Para ser
más que disección lógica, la razón debe participar del ca­
rácter poético en lo que tiene de tensional apeitura a todas
las posibilidades, relaciones aún no efectuadas, redes aún
no establecidas. Al contrario que la función puramente
analítica, que trata de encajar lo nuevo en moldes conoci­
dos para ordenarlo, esta razón participante debe ser capaz
de nombrar y, para ello, debe ser capaz de ver de forma
distinta, de establecer órdenes nuevos.
Zambrano ha procurado hallar el método más apropiado
para conducir al hombre, a través de sí mismo, en la realiza­
ción de su ser; hacer visibles los lugares donde nace la pala­
bra interior que le procure el orden interno, la unidad de su
ser. Esa palabra, antes de volver a ser silencio por el logro de
un íntimo acuerdo, necesitará de la imagen mediadora a su
vez entre la idea y el sentimiento. Ser transparente a sí mis­
mo es como lograr que las imágenes adquieran, por su repe­
tición infinita, un sentido que trasciende el particular sentido
que les procura ser, cada una, algo por separado. Que un
hombre se haga transparente significa que la multitud de
imágenes que le definen han logrado, por su insistencia, por
su repetición, darle carácter único, como de dios sin nombre.
La multiplicidad de las figuras le otorga así unidad a lo di­
verso, un ser que las engloba a todas y es todas ellas en cada
una de ellas. Así la eternidad se manifiesta en la temporali­
dad como la unidad que el tiempo desgarra sin cesar. Y es

54
fuera de la unidad, en el tiempo, donde la conciencia puede
vislumbrar la ambivalente cualidad temporal de esa realidad
a la que de alguna forma crea, y que de alguna forma la
envuelve y la hace ser.
Es el tiempo, su acontecer, lo que permite el sentir reflexi­
vo en la entrecortada fluidez de las pulsiones del existir: in­
quietud, temores, angustia, etc., que no se constriñen en cáp­
sulas lógicas, pero toman forma, alguna «forma», en la ima­
gen y su concepto. La palabra en el tiempo no es, pues, otra
cosa que expresión del hombre mismo, mejor aun, y como
dice Merleau-Ponty: el tiempo es alguien, expresión siempre
de una subjetividad, pues las cosas en sí mismas no son acon­
tecimientos: la nieve se derrite al mismo tiempo que pasa el
río y que desembocan las aguas en el mar.40 Los aconteci­
mientos sólo tienen lugar desde un sujeto; el trato de una
subjetividad con la realidad objetuada es lo que permite la
sucesividad. Palabra en el tiempo es, pues, palabra esencial
porque dice lo que el hombre es en el mismo acto de la pala­
bra antes que en su contenido, pero también y sobre todo
porque en este acto pone de manifiesto el desgarro, la ruptura
incesante de esa eternidad manifiesta en su propia génesis.
Para María Zambrano, no obstante, adentrarse en la
atemporalidad, en el reino de los sueños, puede ser, como
lo veremos más adelante, un camino hacia el despertar.
Será menester internarse en ellos para, descifrándolos, lle­
var al ser en ellos adormecido a las esferas de la vigilia.
Vigilia que, como también veremos, es a su vez, inevitable­
mente, sueño,, pues despertar es sólo un acto, no un estado
permanente. Estar despierto: prolongar el acto, dependerá
de la capacidad del hombre, de cada hombre, de entrañar y
desentrañar lo divino que yace en él. Adentrarse en los sue­
ños no es para Zambrano una huida, ni la respuesta a esa
necesidad del poeta de refugiarse en la quietud antes de
haberla conquistado. Adentrarse en los sueños es, para ella,
la difícil introducción de la conciencia en la atemporalidad
donde el ser habita a modo de enigma o de misterio.

40. M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la Perception, París, Gallimard, 1945,


pp. 470 y ss.

55
Y no es siempre condición indispensable, para el logro
de ese acuerdo del hombre consigo mismo, remontar a la
superficie cargado con todo lo oscuro. La vocación de su­
perficie es propia del pensamiento, pero el cuerpo, todo lo
que es el cuerpo más allá de su apariencia, el cuerpo que se
conoce mucho antes y mejor que el pensamiento que lo
oprime y lo condena a ser menos que sí mismo, ese cuer­
po-espíritu sabe ordenar su medio y ser en él todo él y
mucho más que individuo.
Otra cuestión es esa llamada del hombre a ser testigo de
sí mismo. Para eso necesita el reflejo; para eso, la superficie;
y para eso, también la recta educación de su capacidad de
ordenación simbólica. Habrá, por tanto, dos tipos de ordena­
ción: una primera, perteneciente al mal entendido mundo
del «instinto» y que requiere, para darse, de la mayor liber­
tad que el pensamiento pueda otorgarle; y otra posterior, de
cuya maleabilidad dependerá en gran medida la primera.
Así, los universos simbólicos dan respuesta al enigma:
trazan horizontes, montañas y laderas que hacen al mundo
interior transitable. Al misterio le pertenece una extensión
mayor por cuanto que no solamente es la posibilidad de
todos los universos simbólicos posibles, sino también y
ante todo la posibilidad del acto simbólico y de su uso. Y
ésta, como veremos más adelante, ha de ser la mayor con­
quista del hombre como ser-testigo: el hombre reflejado
ante sí mismo, el hombre transparente, debe ser aquel que
tome conciencia, al actuar, de esta acción creadora de uni­
versos y de él mismo, mediante el acto.
Así como lo es entre el tiempo y la atemporalidad, la
palabra es también mediadora entre el ser y la vida, entre
el sujeto empírico sometido a sus acontecimientos y aque­
lla instancia que, sin evadirse por ello como un sujeto abso­
luto trascendental de la cotidianeidad, le permite a ese suje­
to ver en ella el misterio y sacralizar los gestos que la hacen
transparente: esencial. El hombre inmerso en la vida ha de
ir despertando con su ser mediante la palabra como con un
gesto que sorprende instantáneamente el acontecer, lo ab­
sorbe en la amplitud de su propio movimiento y le devuel­
ve el soplo de su origen.

56
n
EL OBJETO DE LA RAZÓN-POÉTICA

1. El program a filosófico de M aría Zambrano

Si entendiéramos la filosofía de Zambrano como una


analítica del hombre, podría hacérsele a Zambrano la misma
objeción que hace Ricoeur a la ontología de la comprensión:1
entender la comprensión como modo de ser de un ente que
ha necesitado del proceso analítico para lograr la compren­
sión de dicho modo de ser. La comprensión así adquirida
como resultado de una analítica resulta, entonces, ser aquella
misma por la que el hombre se comprende como ente com­
prensivo. La única posibilidad que pudiese haber — piensa
Ricoeur— de reemplazar la comprensión epistemológica por
una ontología comprensiva exigiría que el ser del hombre
pudiese describirse directamente tal como es, sin pretensión
epistemológica previa, y que se recuperase luego la compren­
sión como uno de sus modos de ser. Esto es precisamente,
en líneas generales, lo que hace Zambrano.
Ser comprensivo es, en efecto, uno de los modos de ser
del hombre tenido por ella muy en cuenta ya que es aquel
que da lugar a la paulatina toma de conciencia por parte
del hombre de su ser-distinto. En ello se basa, como vere­

1. P. Ricoeur, Le Conflit des Interprétations, París, Seuil, 1969, pp. 13 y ss.

57
mos, el proceso de desarrollo del ser, el cual nunca es dado
en plenitud, sino que se realiza en sus modos de ser, en la
actualización de sus posibilidades y de la memoria univer­
sal que cada individuo porta en su existencia. Un modo de
ser más profundo — más arcaico— : el pathos, marcará la
pauta de ese cumplimiento. Y su descripción — la del pade­
cer y la del cumplimiento de un destino— será a su vez
cumplimiento, por cuanto que es en sí mismo también, y
ante todo, acción transformadora.
En el enfoque generativo que hace Zambrano de lo on-
tológico, lo óntico aparece como una propuesta a lo ontoló-
gico. Es en parte por el descubrimiento del ser de los entes
como el hombre, que es por definición un ser-haciéndose,
podrá tener acceso al ser. El afloramiento de la conciencia
le permitirá ver y verse entre las cosas. Pero Zambrano no
se ocupa de la cuestión de la objetividad de lo óntico. La
epistemología zambraniana se limita al estudio del «m irar»
en los distintos «estados de visión» (poético, filosófico o
«m ístico») con que el hombre se encuentra, respectivamen­
te, con, frente o en las cosas.
La primera mirada del hombre se posa — como ente di­
rigido al mundo por sus sentidos— en su entorno, fuera de
sí, y es solamente por comparación, por diferencia, que se
tom a hacia sí mismo, sin verse, sintiéndose. La primera m i­
rada del hombre hacia sí mismo será, pues, un sentir. Y en
este sentir inter-vendrá la palabra: vendrá a ponerse «en­
tre», separadora.
El pensamiento de Zambrano es una hermenéutica que
pudiéramos llamar generativa, en el sentido de una des­
cripción del modo en que el ser del hombre va aparecién­
dose a sí mismo. Se trata, por tanto, aquí también de una
ontología comprensiva, pero en la que el quehacer racional
es un tipo de «visión» comprometida, un modo de com ­
prensión en que el sujeto participa de su objeto.
La razón-poética se nos presenta como un método fe-
nomenológico que reúne, con alguna variante, los tres sen­
tidos que Heidegger le diera a la hermenéutica,2 a saber:

2. M. Heidegger, El ser y el tiempo, México, FCE, 1967, pp. 48-49.

58
a) Interpretación: el sentido original del verbo épia.eve'óco: in­
terpretar, expresar en palabras o traducir, es un dar a cono­
cer al hombre el sentido de su ser y de sus peculiares es­
tructuras; un «darse a conocer» el hombre a sí mismo. La
máxima socrática, recuperada tanto por Husserl3 como por
Zambrano,4 sigue vigente en la palabra hermenéutica: «tra­
dúcete a ti mismo», b) Es (sólo en cierta medida) condición
de posibilidad de toda investigación ontológica. Las estructu­
ras fundamentales del hombre, o «categorías de la vida» en
el lenguaje zambraniano, determinan sólo indirectamente
un posible estudio ontológico. El estudio de las «catego­
rías» de la vida del hombre en el mundo se refleja en la
visión con que el hombre se recibe a sí mismo y a su entor­
no. El interés de Zambrano se centra, antes que en la com­
prensión del mundo o de cualquier realidad exterior, en la
comprensión del hombre, su sueño y su despertar, su histo­
ria, su existencia en fin, como manifestación de un ser en
trance de realización. Es el existir y sus condiciones lo que
aparece y puede ser descrito, por lo que se trata de una
fenomenología existencial, es decir, un método de descubri­
miento de lo existenciario del ser del hombre, c) Por lo
mismo, la tercera forma en que Heidegger define la herme­
néutica, a saber, la analítica existenciaria, no responde del
todo, como aludimos antes, al hacer de Zambrano. N o se
trata tanto de una analítica de la existenciariedad de la
existencia como de una descripción comprometida, sin pre­
tensiones de exhaustividad, de las estructuras del ser como
existente.
Finalmente, hay en Zambrano algo más que una ontolo-
gía. La razón-poética en cuanto que método fenomenológi-
co es, como veremos, un método de descubrimiento enca­
minado a posibilitar una acción esencial: la realización de
la persona en su dimensión más absoluta. El ser del hom­
bre adquiere carácter real — trasciende su estado inicial
mediante un acto de descubrimiento constantemente reno­
vado en el que tiene lugar la recuperación y la actualiza­

3. E. Husserl, Méditations Cartésiennes, París, Vrin, 1969, p. 134.


4. M. Zambrano, «Apolo en Delfos», en El hombre y lo divino, op. cit., pp. 340 y ss.

59
ción de los contenidos universales que laten, soterrados, en
cada individuo. Basándose en ello se establece una ética
centrada, como en la más pura tradición hermética, en el
principio de la acción correcta como acción trascendente.
La autoridad remota de esta instancia concllia las variantes
heteronómicas y autonómicas de la ética por cuanto que
por su carácter cósmico en el ser absoluto del hombre se
concentra todo lo aparentemente diverso: la otreidad se di­
suelve en la unidad. Posteriormente, y de acuerdo con esto,
si la necesidad de la reflexión moral se debe en definitiva a
la constatación de la diferencia por cuanto que el hecho de
ser muchos y distintos requiere el establecimiento de unas
normas de convivencia, la disolución de las diferencias re­
duce la ética a su última expresión: la de procurar el acer­
camiento del hombre a esa unidad primordial. Y, siendo
así que el ser del hombre está, según Zambrano, siempre
en trance de hacerse, la tarea de la filosofía consistirá en
indicar los caminos por los que esta acción esencial pueda
cumplirse.

2. El hombre como ser que padece


su propia trascendencia

El pensamiento de Zambrano es ciertamente un huma­


nismo, su peculiaridad consiste en que en él el hombre tie­
ne por destino, por cometido, trascenderse. Tal es el senti­
do de su existencia. Si todo lo que hay, para Sartre, es el
hombre, o mejor dicho, hombres, y si para Heidegger lo
que ante todo «es» es el ser, en Zambrano nos situamos en
el plano, pudiéramos decir, del hombre en busca de su ser:
el hombre en su hacerse.
El hombre es el ser que «padece su propia trascenden­
cia»;5 ¿qué entiende Zambrano por esto? ¿En qué sentido
es trascendente el hombre para sí mismo? y ¿en qué senti­
do ese ser trascendente es padecido?

5. Cfr. M. Heidegger, Vom Wesen des Grundes, Francfort, V. Klostermann 1973


p. 18.

60
Serán útiles al respecto algunas consideraciones de Hei­
degger acerca de la trascendencia: tra scend encia , dice,6 sig­
nifica «ir más allá» ( Ü berstieg ). Lo trascendente, esto es, lo
que trasciende, es aquello que realiza la acción de ir más
allá y permanece en ello habitualmente. Se trata, pues, de
una relación: ir desde algo h a cia algo que está más allá,
siendo así que aquello hacia lo que se tiende forma parte,
al igual que aquello de lo que se parte, de ese movimiento.
Trascender es seguir en marcha siempre más allá de donde
se está; es adelantarse, en este caso a sí mismo, de conti­
nuo. La trascendencia le pertenece al ser humano por
cuanto que, como existente, él también se mueve: existe en
el tiempo y en el espacio. Ahora bien, la trascendencia es la
estructura fundamental de la subjetividad; ser sujeto signi­
fica existir en trascendencia,7 y en consecuencia es tautoló­
gico decir que el ser humano trasciende. La trascendencia
ocurre cuando el existente se constituye como sujeto. Para
Heidegger, aquello que el existente trasciende es a sí mis­
mo en tanto que existente, y aquello hacia lo que trasciende
— el objeto— es el mundo, por lo que la trascendencia mis­
ma es definida por él como s e r-e n -e l-m u n d o . Que el hombre
como existente sea definido a su vez como ser-en-el-mundo
refuerza la tautología. Pero el m u n d o es entendido aquí,
atendiendo al significado de la palabra k ó g j i o <;, como un
modo de ser del existente en su conjunto, con lo cual el
hombre se constituye como una totalidad que engloba la
realidad externa y su propia realidad de existente. El modo
de ser del hombre sería, por tanto, un modo de ser en tota­
lidad, un movimiento integrador a partir de una des-inte­
gración afectiva: la subjetividad.
En Zambrano, la trascendencia, como tal movimiento
integrador esencial, se centra ante todo en el desgarro obje-
tual que ocurre en el interior del hombre cuando éste surge
como ser-en-libertad a partir de una totalidad a la que, ori­
ginalmente, pudo haber pertenecido y que le sigue siendo
constitutiva. Más que un avance, la trascendencia sería re­

6. Ibtd.
7. Cfr. Ibtd., p. 19.

6 1
tom o después del paso por los acontecimientos. Este paso,
circular esta vez, en que consiste la trascendencia, supone
un doble trabajo de creación: la recuperación de las rela­
ciones (el ámbito inicial) que originaron el mundo objetual,
por un lado, y, por otro, la actitud adecuada para la forma­
ción de un ámbito de resolución, aquel en el que fuera po­
sible realizar la unidad ulterior.
¿Por qué es padecida la trascendencia? En principio, se­
ría útil recuperar el significado del término padecer a partir
de la extensión de la palabra en la que pueden incluirse
tanto a los estados anímicos en general, a las denominadas
«pasiones» raxdoq la tristeza como la cólera o el amor; en
definitiva, todo lo que se experimenta. Que el padecer,
como estado vivencial, sea un acto previo al pensar es ac­
tualmente más que dudoso, como incluso puede serlo la
habitual distinción entre actos de emoción y actos de pen­
samiento. Todo padecer lo es de un sujeto, y como tal no
puede estar exento de razón, razón primera que es la de ser
testigo.
Que el padecer para Zambrano sea irracional quiere de­
cir que es previo al pensamiento que tratará de darle signi­
ficación. Y, así, padecer la separación, la ausencia de sí, se
da conjuntamente en el mismo acto que procura la visión.
Y éste es doloroso porque el hombre, con ello, se encuentra
desvalido en una realidad que no le pertenece. Comienza a
padecer su trascendencia en el momento en que se desgaja
de una realidad de la que, en principio, no se diferenciaba.
Ese es el momento doloroso de su nacimiento como sujeto:
el hombre nace en soledad. Doloroso porque es una sole­
dad no deseada, de la que intenta defenderse expresando a
través de los mitos un orden que le reintegre al conjunto de
las cosas y en el que se encuentra protegido. Los mitos son
reinventados, redescubiertos a menudo en el curso de la
historia como respuesta válida — por un tiempo— a sus
preguntas, revestidos de un cariz nuevo en cada ciclo,
adaptados al momento histórico. Y no sólo los mitos, tam­
bién las metáforas, las religiones y las ciencias tratarán de
reintegrar al hombre en su medio.
Pero cuando descubre el hombre su subjetividad no tie­

62
ne más opción que entrar en el difícil y en principio estre­
cho horizonte de su crecimiento, a no ser que no se atreva
a mirar, que pase por la vida a ciegas, dormido. Aun así,
desarrollaría inevitablemente el argumento de su sueño y,
por haberse negado a su libertad, llevaría el peso de su ser
informe.
Que el hombre es un ser trascendente quiere decir que
anda en tránsito, siempre en vías de ser.8 Si en principio la
admiración guió a la recién nacida conciencia en la explo­
ración de su otreidad, la extrañeza adquirirá matices de
guía y maestra cuando se enfrente consigo misma o, mejor
dicho, con la magnitud de su desconocimiento de sí. El
hombre es así definido por Zambrano como «el ser que
trasciende su sueño inicial. Pues el ser en la vida, así, sin
más, se encuentra en estado de sueño».9 Padecerse es so­
ñarse, seguirse soñando con dolor o con gozo en la vida, y
la adquisición del ser tendrá lugar, como veremos, a partir
del sueño inicial, a través de los sucesivos sueños.

3. E l ser y la estructura de la persona.


Jung y Zambrano

Quien se arriesgue a aceptar la teleología zambraniana,


indudablemente atractiva en su expresión, no podrá sin
embargo evitar enfrentarse a algunas preguntas: ¿En qué
consiste para el hombre un ser que, recibido, no lo es sin
embargo del todo? ¿No es acaso demasiada carga de ambi­
güedad suponerle a un hombre un ser en el que consiste
sólo en parte? ¿Se trata acaso de un error de lenguaje el
que hagamos comparecer al hombre como receptáculo de
un ser? Y ¿de dónde se supone que deba despertarse el
hombre junto con su ser? ¿Qué o quién le impulsa a ese
despertar? ¿Qué es el hombre, en definitiva, sin su ser?
«E l hombre», dice Zambrano, «o bien difiere de su pro­
pio ser o bien dentro de su ser hay algo que le exige ir más

8. M. Zambrano, E l hombre y lo divino, op. cit., p. 56.


9. M. Zambrano, E l sueño creador, ed. cit., 1986, p. 27.

63
allá de él; trascenderlo, trascenderse».10 Según esto, el ser
es el hombre, pero no lo es del todo, o no lo es totalmente.
El lo y el se se confunden. Algo empuja, que soy yo, pero
no lo soy del todo, o yo mismo no me soy del todo. Nos
hallamos ante la gran incógnita: el ser que no me soy del
todo, uno mismo que no nos somos del todo: aquello que
de alguna manera nos sobrepasa y hacia lo que tendemos
desesperadamente. ¿Dónde están los límites del «uno mis­
m o»? ¿Cuándo pasó a ser personal ese «uno» y cuándo de­
jó de serlo? O tal vez deberíamos preguntar por el motivo
de la escisión del «s í mismo» (el sí, tercera persona, siem­
pre enajenación del m ism o) para con el « uno m ismo».
Identificar el «uno mismo» con el «ser» presentaría ciertas
dificultades de interpretación a la hora de considerar el
«uno mismo» como lo «personal». En E l sueño creador tra­
ta Zambrano del movimiento hacia el despertar de la indi­
vidualidad: la toma de conciencia del «sí m ism o» más au­
téntico, la cual tiene relación con la dimensión unificante
(colectiva y absoluta) del ser-uno en el ser personal. Pero
en Claros del bosque, cuando el ser es definido como sínte­
sis y quietud, el «uno» adquiere rasgos plotinianos y la in­
dividualidad se disuelve en el amor. Parece, no obstante, no
haberle resultado fácil a Zambrano desprenderse de la idea
de lo «personal» en tanto que individualmente cerrada. A
ello se debe que tuviera en poca consideración, en un prin­
cipio, las místicas de carácter «nihilista», las cuales le pare­
cían una manera de divinizarse el hombre evitando así, en
su afán de ser, la difícil realización «personal». Y aceptar la
humana condición es el inevitable punto de partida para
realizarse como persona ya que la actualización del ser re­
quiere de esa libertad que sólo al hombre — no a los dio­
ses— corresponde. Es acción humana por excelencia la ac­
ción en la que la libertad a la vez opera y se descubre, la
que, desde ese ser primero apenas esbozado tras los «per­
sonajes», impele al hombre al descubrimiento de su totali­
dad. «Acción esencial» es toda acción encaminada a la con­
quista del ser.

10. IbícL

64
Hay por tanto en el hombre algo que no le es; algo ca­
paz de nacer, esto es: de ser nacido, y algo capaz de crear­
se, de nacerse. Y es a este nacimiento sucesivo, ese naci­
miento que es una re-creación, a lo que llama Zambrano,
como en la más pura mística, «despertar»: «despertar como
reiteración del nacer es encontrarse dentro del amor y sin
salir de él, con la presencia de la verdad ella misma».11 Ver­
dad preexistente en el hombre aun antes del despertar, al
igual que el ser; anticipación sobradamente platónica: la
verdad está en el ser, es el ser, el ser escondido que brota al
encuentro con el amor. Porque la verdad y el amor, como
para Platón, como para la gnosis pagana, son una sola
cosa; la verdad como el amor está en el origen. Se nace en
el amor, pero el existir arranca al naciente «con la veloci­
dad propia [...] de lo que sólo es m ovim iento».12 La exis­
tencia aquí, y esto es importante, es «surgida de la preten­
sión de ser por separado».13 Esta es, tal vez, la respuesta a
la pregunta que se nos formulaba de esta manera: ¿de dón­
de proviene que el ser, al que en principio el hombre hubo
de pertenecer, esté oculto? Porque si suponemos que está
llamado a despertar, a renacer, damos por supuesto que
alguna vez hubo de nacer, y que no nació a la existencia,
sino a su ser. Nacemos en las aguas del amor, escribe Zam­
brano, pero el ímpetu de la existencia nos arrebata en su
movimiento. Y es desde la existencia que el hombre se da
cuenta de su ser escondido, y que anhela darlo, dárselo a
conocer. «Un poco desde afuera», esto es: un poco también
desde dentro, pues si el hombre estuviese totalmente fuera
le sería imposible conocerlo, y si estuviese totalmente den­
tro no habría razón para irlo buscando. El hombre es siem­
pre una criatura de en medio. Este ir y venir entre el den­
tro y el fuera, entre el sueño y la vigilia, entre el ser y el
no-ser-aún, constituye, al parecer, la condición humana.
Tal vez porque no sea humano permanecer de una vez por

11. M. Zambrano, Claros del bosque, Barcelona, Seix Barral, 1986, p. 27. Esta
obra pertenece a la última época. En E l sueño creador aún no aparece el tema del
amor junto con el del despertar.
12. Ibíd., p. 23.
13. Ibíd., p. 22.

65
todas en la luz, sino solamente albergar esas chispas que,
invariablemente, nos devuelven a las sombras.
El m ito del paraíso perdido preside y guía el pensa­
miento de Zambrano en toda su amplitud. Existir es ser
arrojado al exterior (de la unidad, de la luz). Es ésta la
condena, el castigo infligido a aquel que quiere ser viéndo­
se ser, separado de sí mismo, de «uno m ismo»: separado
del Ser. Volvemos inevitablemente a considerar al «uno
mismo» como el ser, entendido esta vez no como todo lo
que es, sino más precisamente como aquel fondo donde
anida la «realidad-verdad» sin su reflejo, conocimiento
puro, fuera de la ilusión. El no-ser, en este sentido, le perte­
nece al ser como el reflejo a aquello que refleja. Según esto,
¿no sería posible concebir al «uno m ism o» como la unidad
o re-unión de la existencia con el ser? Como en esos esca­
sos momentos en los que a lo onírico se le superpone la
realidad cotidiana, justo en las lindes del sueño con la vigi­
lia, y vemos asociarse los contenidos oníricos con aquello
que «realmente» ocurre; ahí, en la unión de ambas dimen­
siones sucede que el reflejo se desvanece para dejar sitio a
la «realidad». Despertar sería entonces hacer corresponder
lo que de «realidad» tiene el sueño con la «realidad» que
estamos viviendo, esto es: re-unir-se con ella, reunir lo que
de «uno m ism o» hay en nosotros con el «uno». L o cual
también supondría anular aquella separación que incitaba
al esfuerzo por ver. Pues sólo desde el sueño se espera el
despertar. Y no es posible tratar de ver en la luz. «E l hori­
zonte y el centro se excluyen», dice Zambrano, «pues que el
horizonte viene a sustituir la vida del centro [...]. Sólo la
pérdida del Centro, de su sentido, de su ausencia misma,
erige al horizonte como la máxima llamada, como lejanía
remota, como presencia inalcanzable».14 En el centro no
hay horizonte y, por lo mismo, tampoco es necesario el
acto de mirar pues estar en el centro sólo admite el puro
presenciarse, como en el Paraíso, ese «lugar de la presen­
cia» donde conocer no era necesario ya que acción y con­

14. M. Zambrano, «Acerca del método. La balanza», Analecta Malacitana (Mála­


ga) VI, 1 (1983), 87.

6 6
templación no se diferenciaban;15 conocer, en tal lugar, de­
bía de ser simplemente la «presencia dada y recibida al
p a r»16 y el Árbol de la Vida era el Centro porque el pensa­
miento — la «balanza»— : el juicio, sin nada que diferenciar,
no era necesario. •
La caída se produjo desde el lugar del ser, eterno pre­
sente donde el espacio no era tal, sino «estancia». «En el
lugar aquel del primer hombre, su ser y su estar coincidían,
como coincidían ser y realidad, anhelo y cumplimiento, vi­
sión y tacto, y la distancia no actuaba, puesto que nada se
interponía.»17 Tiempo y espacio comienzan a existir cuando
se interpone la realidad, a la vez que empieza a haber dife­
rencia entre el ser del hombre y su estar. La supresión del
tiempo o del espacio haría imposible la consideración de
una «realidad», pues no puede hablarse de realidad donde
no se ha instaurado la distancia. Y donde hay distancia
debe haber camino para recorrerla: caer a la Historia, a la
existencia, es caer al camino. Pero es también caer al mun­
do de las limitaciones: a la conciencia. Aunque también se­
rá el instrumento de su recuperación, la conciencia es para
Zambrano el alejamiento de la luz. Vivir en la luz era vivir
sin imagen propia y, por lo mismo, sin la tremenda exigen­
cia de «lo otro» que existe como otro porque tiene imagen
frente a «lo m ío». La escisión surge al par que la diferencia
entre el «serse» y el parecerse, en sí mismo primero, luego
y consecuentemente con los demás. La palabra —y el jui­
cio— es el elemento que nos obstaculiza el reconocemos,
nos enajena. En el paraíso no había necesidad de conocer,
«la identidad de cada criatura con su propia imagen se ha­
cía en pura pasividad».18 El conocimiento era solamente
mutua presencia; el amor, complacencia en la armonía, y
no deseo de apropiación. El advenimiento, e incluso la sos­

15. Cfr. ibíd., 86.


16. Ibíd. Esta idea de la no-diferenciación en la unidad del «origen» o del «abso­
luto» y de la consecuente innecesariedad del conocimiento está claramente expuesta
en la doctrina de los Upanishads (Cfr. Brihadñranyaka, 2-4, 14). La reintegración en el
Absoluto suprime la dualidad y las diferencias, y por tanto también el conocimiento.
17. M. Zambrano, «El camino recibido», en E l pensamiento de María Zambrano,
Madrid, Zero, 1983, p. 148.
18. M. Zambrano, «Acerca del método...», op. cit., p. 86.

67
pecha de lo «personal» es el pecado por el que necesaria­
mente deberá pasar (trascender) el ser humano hasta su
reintegración.
De aquel pasado remoto, imagen más expositiva que ex­
plicativa de ese sentir originario que se traduce en nostalgia
y esperanza, deberá haber recuperación. El anhelo de co­
nocimiento es manifestación del deseo de la vuelta al ori­
gen. El hondo sentimiento de incompletud que sufre el
hombre podrá mitigarse con la progresiva conciencia del
acercamiento al origen donde, lógicamente, sobrará todo
conocimiento, como deja de ser necesario el movimiento
donde no hay distancia ni horizonte. Las leyendas, los m i­
tos, las utopías son formas de traducción de la nostalgia y
de la esperanza, formas de inventar un pasado y un futuro
que den sentido al presente, donde el germen disociador
obliga al ser humano a una evolución, a un largo vía crucis
con su propio ser a hombros.
De no ser por esa ausencia tan tremendamente presen­
te, sería irremediable formular la pregunta por el origen o
la base en la que se asienta esa creencia en un «paraíso
perdido», pues está claro que de haber olvido no podría
haber conocimiento o conciencia de un pasado cualquiera,
y si hay conocimiento ya no hay olvido. A no ser que el
olvido se considere como una suerte de conocimiento: el de
una ausencia, de un hueco; o que por algún resquicio de la
mente — ¿o del «alm a»?— penetre en ciertos momentos al­
gún destello que no llega a ser recuerdo, pero que es lo
suficientemente tangible como para despertamos esa in­
quietud, que casi es intuición, de un saber antiguo, a veces
tan confundible con el simple deseo, con el anhelo. De ser
así, no habría razón suficiente aún para descartar tal su­
puesto, pues ¿no es acaso el anhelo un indicio lo suficien­
temente fuerte como para tratar de hallar su causa o, sim­
plemente, para inventarla?
Los supuestos míticos adoptados por Zambrano, aun
ofreciendo tan sólo un modelo posible entre muchos, pro­
ponen no obstante un panorama explicativo válido para el
desarrollo de una trayectoria humana a la vez sujeta e im­
pelida por un sentir innegablemente común e íntimo, y al

6 8
que Jung denominó «proceso de individuación» y Zambra-
no, por su parte, «realización de la persona». Volver al «lu­
gar del ser», recuperar la unidad original y así colmar
aquella ausencia, es el cometido del hombre en su existen­
cia. Y podrá, escribe Zambrano, tratar de cumplir ese desti­
no por tres caminos: el sinuoso, con la inteligencia de la
vida elemental; el recto, construcción de la voluntad; y un
tercer camino, desaparecido u olvidado, el camino «natu­
ral», sendero o «camino recibido». Es éste el camino de la
sabiduría, el camino escondido que «no se abre sin un guía
y no se entra por él sin desprendimiento del corazón, sin
que el corazón se haya movido y la mente le obedezca».19
Tal camino no es tanto un recorrido como una apertura del
ser total.
La ontología zambraniana se vierte, según podemos
comprobar, en una metafísica de carácter mítico cuya ex­
presión se acerca considerablemente a la mística. El ser
personal se desborda en un ser trascendente establecido
justo en la linde de un más allá de la libertad personal,
enfrentando el reto del amor como última llamada a ser-
uno, de manera que el ser del hombre hunde sus raíces en
lo impersonal y su destino consiste en volver a ese suelo
después del paso por la conciencia. La existencia consiste
así en un largo esfuerzo, una tensión hacia la consecución
de una conciencia personal de la que el ser individualizado,
en el pleno uso de su libertad, y como acto final de la mis­
ma, deberá hacer entrega.
El cometido último de la razón-poética no será otro, en
definitiva, que la reintegración del hombre a un absoluto
que ya lleva en sí desde siempre, mas sólo de alguna ma­
nera, pues mientras el hombre «sea sólo hombre será al­
guien obligado a ser libre y a hacer, a hacerse con la espe­
ranza, que por momentos se exaspera, de ser al fin entera­
mente».20
La tarea del hombre consiste, pues, en el descubrimien­
to de la totalidad de su ser. La conquista de sí mismo, de

19. M. Zambrano, «El camino recibido», op. cit., p. 148.


20. M. Zambrano, E l hombre y lo divino, op. cit., p. 347.

69
su persona; ha de «establecer el proceso de integración de
la persona en su propio ser hasta llegar a la libertad, y al
progresivo conocimiento de sí mismo, a la posesión del es­
pacio interior».21 Libertad, conocimiento progresivo de sí
mismo y posesión del espacio interior son los pasos que
definen, sucintamente, el hacerse del hombre en la con­
quista de su ser desde el estado atemporal de la no-con­
ciencia, estado de no-diferenciación en el que la ambigüe­
dad reinante reúne todos los posibles en el fondo ignoto del
«estado de sueño» inicial, hasta un estado de lucidez y de
re-unión fruto del paso por la libertad y la conciencia, en el
que el tiempo —y consecuentemente la historia— se tras­
ciende.
Sera conveniente, para entender el pensamiento de Zam­
brano en este tema, detenerse en los trabajos de Jung, ya
que ella le debe tanto a esta vertiente del psicoanálisis
como a la fenomenología de Heidegger. (El estudio compa­
rativo se hará más que nada para clarificar conceptos, por
lo que se limitara estrictamente a aquello que sea relevante
para el tema que nos ocupa.)
Veíamos antes que el sí mismo nace a partir del uno en
un acto: el primer «acto» de individuación. El hombre «en ­
sim ism ado» procurará perpetuar de diversas maneras este
acto, en un movimiento ambiguo, a la vez de huida y afir­
mación: su existencia. Ahora bien, se hace imperativa la
pregunta: ¿en qué consiste el proceso de realización del sí
m ism o?
El sí mismo, para Jung, es el yo, entendido como la
totalidad consciente/inconsciente, factores que se presentan
como complementarios (el inconsciente tiene una acción
compensadora con respecto al consciente). «E l “sí mis­
m o"», afirma Jung, «siempre seguirá siendo una magnitud
que nos desborda».22 Y esto por dos razones: la primera,
porque, siendo un todo, excede siempre nuestro horizonte
contemplativo: no podemos de ningún modo salimos de lo

21. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», en El sueño creador, ed. cit., 1986,
pp. 27-28.
22. C.G. Jung, El yo y el inconsciente, Barcelona, Luis Miracle, 1972, p. 135.

70
que somos para ver lo que somos, de lo contrario seríamos
también aquello que, fuera de nosotros, no somos, y así
seguiríamos el juego acl infinitum. La segunda, porque,
siendo por definición nuestra zona inconsciente siempre in­
consciente, tampoco lograríamos vemos claramente nunca.
El inconsciente es tan sólo la dimensión de lo ignoto. Para
Jung, esta zona se divide en otras dos: el inconsciente perso­
nal, que reúne contenidos de experiencia personal, y el in­
consciente colectivo, innato y universal.
La conciencia es definida por Jung como «una relación
psíquica con un hecho central llamado yo». Y el yo como
«una magnitud infinitamente compleja, algo como una con­
densación de datos y sensaciones».23 Definir la conciencia
como una pura relación y el yo como una magnitud de datos
no es decir mucho, a no ser que dicha «relación» obtenga
carácter reflexivo, y así parece que sea ya que Jung define el
acto de ser consciente como «percibir y reconocer el mundo
exterior, así como el propio ser en sus relaciones con este
mundo exterior» y sigue diciendo que «verse en las relacio­
nes con el mundo exterior significa reconocerse a sí mismo
en su ambiente».24 Es al ser-en-el-mundo al que Jung parece
referirse: conciencia sería el reconocimiento del hombre por
el hombre como ser-en-el-mundo; y la ampliación de la con­
ciencia, el ensanchamiento de estos horizontes del mundo
con los que el ser humano entra en relación.
El sí mismo es a la vez «todo el hombre» — su yo y su
persona (veremos más adelante lo que se entiende por per­
sona)— y la concordancia con su esencia. Este término in­
dica, por tanto, algo más que una mera relación con los
otros. El sí mismo en tanto que «ser humano» tiene carác­
ter más extenso que el otorgado al ser-existente — o a la
vida humana— por cuanto que, tanto como la temporali­
dad, le pertenece también la atemporalidad, que es el modo
de ser de lo inconsciente y que trasciende lo individual.
El inconsciente colectivo es tratado por Zambrano
como el residuo del estado de delirio que habría habido

23. C.G. Jung, Los complejos y el inconsciente, Madrid, Alianza, 1983, p. 96.
24. Ibíd. ■

71
antes de la identidad, antes del s í mismo, cuando imperaba
la ley del género y de la especie. El sí mismo en tanto que
individualidad aparece con la conciencia. Significa la sepa­
ración de ese sentir común, genérico, en el que todos parti­
cipamos originariamente. Es la salida del delirio y también
el horizonte que se forja el filósofo en su afán de ver. Pero
este afán incluye la tarea de traer a las zonas de la concien­
cia los contenidos arquetípicos que constituyen para Jung
lo más profundo del inconsciente. De manera que el si mis­
mo se lograría plenamente cuando todo lo que constituye el
ser humano — consciente e inconsciente— se diera a luz, a
la conciencia, que es la forma en que lo original vuelve
a hacerse presente después de la individuación. Dicho de
otro modo, en el proceso de su realización, el sí mismo
viene a ser uno mismo — distinción que permanece ambi­
gua en la obra zambraniana— , lo cual equivale a decir que
tiene lugar la recuperación de la unidad en cada una de sus
partes. El proceso existencial es, pues, una especie de ritual
— de «sacrificio»— que propicia la apertura de los lugares
«sagrados», aquellos donde residen la humanidad y el uni­
verso todo entero. El sí mismo es, entonces, la forma de
designar al ente separado en su movimiento hacia el ser-
destino o ser-centro. Y, así como la entrada en la concien­
cia de la individualidad es entrada en soledad, sólo en cier­
ta medida el lugar de la persona — la persona cumplida en
sí misma— será lugar de soledad, siendo así que incluye,
de alguna manera, la humanidad entera. La unidad esen­
cial del ser en el que todo ser participa hace que la búsque­
da del ser, de ese centro del «sí mismo», sea ante todo la
del uno mismo.
Otro término, utilizado de manera bien diferente, inclu­
so contraria, por Jung y por Zambrano, es el de persona.
El concepto persona tiene para Jung un carácter algo
peyorativo, además de ambiguo. Designa al individuo que
en el curso de su individuación ha asumido algunos signifi­
cados de las capas más profundas del inconsciente, produ­
ciéndose un «estado de inflación» de la personalidad debi­
da a una sobrevaloración de sí mismo en la creencia de la
posesión propia de tales contenidos. Jung llama a ese cono­

72
cimiento añadido el «pecado prometeico»: «apoderándose
del conocimiento se hurta en cierto modo el fuego a los
dioses; es decir, un algo que era patrimonio de los poderes
inconscientes se arrebata de ese conjunto naturalístico y se
somete al arbitrio de la conciencia. Pero el hombre, usur­
pador de la nueva comprensión, sufre una alteración o am­
pliación de su conciencia, con lo cual ésta ya pierde su
similitud con la de sus semejantes. Cierto que así el hom­
bre se ha elevado por encima de lo que en su época es lo
humano ("seréis como Dios”) pero a la vez se ha alejado de
los demás. El tormento de esta soledad es la venganza de
los dioses: ya no puede el usurpador volver entre los hom­
bres; queda, como lo refiere el mito, encadenado en la soli­
taria roca del Cáucaso, abandonado por los dioses y por los
hombres».25
La persona no es aquí producto de una auténtica indivi­
duación, sino lo que originariamente significó la palabra:
máscara. El conocimiento añadido es «una consecuencia
indeseable de la concienciación».26 En estos casos hay una
falta de comprensión crítica, y una renuncia al sí mismo a
favor de una valoración social prototípica. La individua­
ción, por el contrario, es la «realización del sí m ism o», y su
proceso es semejante al que Zambrano llama «realización
de la persona».
A lo que Jung denomina «persona» es a lo que Zambra-
no califica de «personaje»: dicho muy brevemente, el papel
que se representa y con el que el sujeto se identifica. Que la
persona sea, como la palabra indica, «máscara» quiere sig­
nificar antes que nada el trato, la relación con el medio,
con lo otro. Zambrano emplea el término «máscara» en el
sentido de envoltura, presentación más bien de la totalidad
del ser humano en su existir. N o se trata de encubrimiento
ni de ficción (fingir), sino de algo que está en trance de
hacerse, de adquirir las condiciones «éticas» que la búsque­
da de la verdad y el aumento de la conciencia proporcio­
nan — verdad y conciencia que instauran un orden, indican

25. C.G. Jung, E l yo y el inconsciente, op. cit., p. 100.


26. Ibíd., p. 99.

73
una dirección. Pero también emplea Zambrano el término
en otro sentido: la «máscara de una pasión» es resultado de
la ensoñación o del endiosamiento, pues la persona se hace
a través, o mediante, sucesivos errores — sueños o deli­
rios— resultantes de la marcha ciega de un ente cuyo prin­
cipal anhelo es adquirir u n ser al cual cree adivinar fuera
de sí. Tales imágenes son los «personajes». La persona será
víctima de su personaje mientras éste actúe, víctima a su
vez del conflicto que arrastra. Los personajes no son tanto,
para Zambrano, las máscaras tras las cuales se ocultaría la
persona como fantasmas del inevitable ensoñarse en que
consiste la vida humana.27 «Durante la vigilia», escribe, «el
sujeto arrastra consigo su propio personaje, ese que se ha
ido conformando inconscientemente, con su correspon­
diente conflicto».28 Y tal conflicto es precisamente el ser
otro para consigo mismo, el no saber q u ié n se es, haber de
nacer, morir y vivir agotando un tiempo dado, y haber
de hacerlo en unas determinadas circunstancias. La perso­
na bajo el personaje vive en un sueño, y todo sueño carece
de horizonte y por tanto de orden, de sentido. Al no haber
horizonte, las cosas no obtienen su lugar, no hay contexto
con referencia al cual puedan ordenarse. Tal es el caso del
hombre y su realidad. El hombre vive en su realidad como
en sueños, y en los sueños todo lo que se quiere se absolu-
tiza.29 Este es el motivo del «endiosamiento». Tratar de co­
rresponder a una imagen determinada para llenar así el va­
cío de ser es para Zambrano el motivo radical de todo ab­
solutismo, tanto del «hom bre» genérico como del indivi­
duo, ya que las imágenes pueden erigirse en modelos de lo
humano tanto como de un sujeto particular.
Ahora bien, el sujeto-persona tiene como destino ir ad­
quiriendo tras el personaje las cualidades de lo ético, reve­
lándose así el ser, su ser, en la realización de un argumento
que en principio es el propio personaje en que el sujeto se
sueña o, mejor, se ensueña. En sueños se actúa y se avan­

27. M. Zambrano, Persona y democracia, San Juan de Puerto Rico, Estado Libre
Asociado de Puerto Rico, 1958, pp. 56 y 57.
28. M. Zambrano, El sueño creador, ed. cit., 1986, p. 65.
29. M. Zambrano, Persona y democracia, op. cit., p. 47.

74
za, a ciegas y sin conocimiento, hacia la realización de sí
mismo. Es bajo el personaje, y acompañado por él, que el
sujeto actúa, guiado por una doble necesidad: por un lado,
las circunstancias y, por otro, la instancia interior.
Aunque tal acción sea llevada a cabo siguiendo las pa­
siones encaminadas a confirmar tal o cual personaje, pare­
ce, sin embargo, que todo deseo que la provoque sea mani­
festación de una voluntad encubierta: la realización de la
persona en su integridad; incluso si esta voluntad es obs­
taculizada por el mismo deseo que la manifiesta. Al mover­
se entonces, el sujeto a menudo niega su más íntimo anhe­
lo, pero esto indudablemente forma parte de su destino,
que es por ello trágico.
Ensoñarse, dice Zambrano, es inevitable, pero esto no
quita que el ensueño de sí mismo sea una especie de «din­
tel trágico» que cuando se evita obliga a volver atrás y a
rehacer el camino. Zambrano utiliza para ilustrar esto la
metáfora del juego de rayuela, en que cada raya sería un
dintel, una etapa a trascender que marcara la imagen en
que la sombra del caminante quedase atrapada. En cada
lugar, en cada detención, el sujeto tropieza con su sombra,
«la sombra de sí mismo, de un sí mismo en vías de hacer­
se, pues al final el que llegue no arrojará ya sombra alguna.
El sabio, o la persona lograda, no tropieza consigo mismo.
Y, si no tropieza consigo mismo, no tropezará con nadie,
pues está en su justo, adecuado lugar».30 También en Jung
hallamos la metáfora de la sombra aplicada al mismo
tema: «E l encuentro consigo mismo significa en primer tér­
mino el encuentro con la propia sombra. Es verdad que la
sombra es un angosto paso, una puerta estrecha, cuya pe­
nosa estrechez nadie que descienda a la fuente profunda
puede evitar».31 Y, «si uno está en situación de ver su pro­
pia sombra y soporta el saber que la tiene, sólo se ha cum­
plido una pequeña parte de la tarea: al menos se ha tras­
cendido el inconsciente personal».32 Encontrarse con la

30. Ibíd.,p. 62. ^


31. C.G. Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, Barcelona, Paidós, 1988, p. 27.
32. TbícL, p. 26.

75
propia sombra es no solamente encontrarse con la parte
del sí mismo que corresponde a la historia personal, sino
con la constancia — o la revelación— de que detrás de ella
se encuentra un rostro original — el nuestro— y que en las
aguas comunes del comienzo, si a ellas bajamos, las másca­
ras no pueden reflejarse. La persona que ya no tropieza
con su sombra, la que ha bajado a las aguas profundas y
ha vuelto, no necesita ya ensoñarse, ni tampoco reconocer­
se en otros; no habrá para ella más enajenación, puesto
que toda enajenación es apropiación de un lugar, y sólo va
a conquistar un lugar aquel que no tiene o no conoce el
que le corresponde, que es aquel en donde todo él pueda
asentarse sin'conflicto. Tal persona habrá alcanzado la ca­
tegoría «m oral», tal como Zambrano lo entiende.
La eticidad, aquí, es esencialmente socrática; el pensa­
miento, cuya finalidad primera y última es la alétheia, no
pretende erigir normas morales, sino desvelar el ser íntegro
del hombre. Como consecuencia inmediata y proporcional
a este descubrimiento, tendrá lugar la acción correcta. Una
acción es «m oral» en la medida en que hay en ella un des­
prendimiento. ¿Cómo entender esto?
Zambrano distingue dos modos de acción: a) la acción
del personaje, que más que acción es actividad, en la que el
sujeto no responde a su destino sino que permanece en el
estado de sueño, identificado con el personaje y sus pasio­
nes; y h) «la acción verdadera, que puede ser pensamiento,
contemplación o acción propiamente dicha, en la que el
sujeto se desposee, se desenmascara».33 Mientras la activi­
dad es alienante (el personaje tiene como característica la
posesión, y en la posesión el sujeto es poseído por lo que
posee), la acción provoca un «despertar», un paso en el ca­
mino de realización de la persona. «La acción propiamente
dicha es trascendente, deshace el sueño y con él la atempo­
ralidad» .34
Que una acción sea trascendente significa, simplemente,
que realiza un tránsito, uno de los tránsitos, hacia su ser

33. M. Zambrano, El sueño creador, ed. cit., 1986, op. cit., p. 66.
34. Ibíd.

76
total. Para que la acción alcance nivel moral, es decir, para
que efectivamente suponga un salto (sin «pisar la raya»), es
menester que haya en ella, al mismo tiempo que se efectúa,
un desprendimiento del personaje: un vaciamiento, una re­
nuncia. Profundamente asumida por Zambrano, la teoría
de la redención por el sacrificio adquiere aquí un valor
muy cercano al vivir cotidiano. Puede decirse que se vuel­
ven a humanizar valores y conceptos «religiosos» que ha­
bían perdido en gran medida su significado. Desprenderse
del personaje es deshacer el sueño y adquirir, con la con­
ciencia creciente de la historia — propia y humana— un
horizonte y, con ello, el sentido de la existencia.
Que el hombre tiene un destino quiere decir que está
obligado a darle un sentido a su existir, y ello no tanto por
la palabra como por la acción auténtica. Por ello dice Zam­
brano que un argumento, una historia personal, es «un
acontecer que está necesitado de un futuro para desarro­
llarse, y no sólo como suceso, sino como cumplimiento y
manifestación de un sentido. Sentido que procede de ser el
hombre persona; es decir, un ser no sólo dotado de finali­
dad, sino constituido esencialmente por ella».35 El destino,
ese «punto remoto», es la realidad unificadora que subyace
en el acontecer múltiple. Su asunción por parte de la perso­
na supone aceptación, comprensión, sacrificio y conver­
sión: un verdadero proceso alquímico.
La realización de la persona implica, además de la ac­
ción, que ésta sea consciente; implica la visibilidad de tal
realización. «M as en la vida de una persona humana, por
dada que sea a la luz, hay siempre una oscuridad y en ella
algo que se esconde; la persona resiste a la luz en los mejo­
res casos tanto como la busca».36 Es la lucha del ser huma­
no entre su afán de ver y su necesidad de ocultarse en los
lugares de la no-conciencia original. La luz es, por ello, un
destino trágico al que puede renunciar pero cuyo peso no
podrá eludir: ese padecimiento que tanto la renuncia como

35. Ibíd., ed. cit., 1986, p. 60.


36. M. Zambrano, «La tumba de Antígona», en Senderos, Barcelona, Anthropos,
1986, p. 219.

77
la aceptación entrañan. Solamente por el sacrificio se neu­
traliza esa resistencia a la luz que las sombras y el deseo de
dormir suponen, ya que el sacrificio es acción, actualiza­
ción de la libertad. Se libera el hombre en el uso de su
libertad negando algo del personaje, de aquel ser deseante
y temeroso de la salida a la luz. La salida a la luz es libera­
ción por un acto de libertad cuando, desde ella, la persona,
como si de una sierpe se tratase, muda la piel antigua y la
entrega: se desposee de «sí», del ser sí mismo en tercera
persona (ese «m ism o» que siempre es otro). Deposita la
máscara, el personaje: se desenajena y, al hacerlo, rompe el
conflicto que todo personaje entraña, la tensión entre dos
impulsos siempre opuestos: ser o existir, desprenderse o
apoderarse, reproducir (activarse) o crear (actuar).

4. La forma-sueño

La estructura de la persona está elaborada sobre la base


de otra estructura: la de los distintos tiempos. La filosofía
de Zambrano se presenta, como hemos visto, como una
teoría del auto-conocimiento. Ella misma la describe en
«Los sueños y el tiempo» como «una guía para que el hom­
bre sepa transitar por sus múltiples tiempos y tratar con
sus múltiples máscaras. Ya que la pluralidad de sus tiem­
pos responde a la no lograda unidad de su ser, a sus múlti­
ples posibilidades de ser».37
La descripción de estos tiempos distintos y su inciden­
cia sobre la acción y el pensamiento señala las siguientes
pautas de investigación:

a) El proceso de integración de la persona (libertad, co­


nocimiento de sí y posesión del espacio interior).
b) Los «sueños de realidad», en los que se manifiesta la
situación de la persona y cuyo estudio dará lugar a
los siguientes puntos:

37. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», en E l sueño creador, ed. cit 1986
p. 27. ’

78
c) La acción y el conocimiento.
d) El nacimiento de la ética a partir del desarrollo in­
terior de la persona: una ética como utilización, pe­
netración y posesión del tiempo y entrenamiento a la
libertad.

Los tiempos vitales son descritos por Zambrano en el


referido artículo (1958) según tres niveles, a los que pode­
mos denominar: a) tiempo de la psique, b) tiempo de la
conciencia o «m edio» de la persona y c) tiempo de creación;
o de otra manera, y tal como ella misma los distingue:

a) La atemporalidad inicial: privación de tiempo que tie­


ne lugar tanto en el estado original del hombre como
también en los sueños. N o da cabida al pensamien­
to ni procura la suspensión necesaria para la visión
objetual y reflexiva. En la atemporalidad — y en el
sueño— no puede haber libertad. La libertad requie­
re de un tiempo sucesivo donde generarse y apli­
carse. N o hay detención, luego no puede haber de­
cisión.
b) El tiempo sucesivo: establecido por la conciencia. Un
tiempo medible en pasado, presente y futuro. Es éste
el tiempo de la persona: el de su libertad. En él pue­
de ejecutarse la voluntad. Este tiempo de la concien­
cia es el «m edio» de la vida humana.
c) Estados de lucidez', «aparición de una unidad de sen­
tido en que el tiempo sin desaparecer ha sido tras­
cendido por esta unidad en que el principio está ya
informado por el fin».38 Son los estados propios de la
creación y del pensamiento.

Una división algo distinta se encuentra en E l sueño crea­


dor (1965):

a) E l tiempo en su fluir: es dado a la conciencia con sus


tres dimensiones (pasado, presente y futuro). Se tra­

38. Ibtd.

79
duce en el acto perceptivo del proceso — nacimiento,
crecimiento y muerte— de todo lo que vive y de toda
obra.
b) El tiempo de la persona: una detención del tiempo
interior que permite, sin embargo, percibir su flujo.
Tiempo de cumplimiento de un argumento, de un
destino.
c ) La atemporalidad de los sueños.

Hablar de tiempos distintos es una forma de designar


los diferentes medios en los que pueden desarrollarse mun­
dos paralelos. La «realidad» de estos universos no se esta­
blece tanto por la constancia o por la continuidad lógica y
sucesiva de sus elementos como por su mayor o menor
pregnancia. Su relatividad se pone de manifiesto en el m o­
mento en que ciertos contenidos de las realidades más dis­
torsionadas en cuanto a temporalidad penetran en la de
mayor continuidad y se revelan a la conciencia como equi­
parables, en otro orden lógico, a las secuencias ordinarias.
Así, si, como pretende Zambrano, el medio del sueño es la
atemporalidad y el medio de la vigilia el tiempo sucesivo,
ni el sueño ni la vigilia corresponden a los estados específi­
cos a los que comúnmente llamamos estar despierto y estar
dormido, sino que cada uno de ellos puede ser referido a
un modo de estar cuando se está despierto y cuando se está
dormido. La ambigua utilización del lenguaje dificulta a
este respecto la comprensión de algo bastante simple en
realidad. Que la vigilia sea una forma de sueño quiere decir
que aquello que es padecido como realidad por un indivi­
duo lo es a modo de imposición de sus elementos, sin liber­
tad por parte del individuo para decidir la forma en que los
recibe. Puede decirse, más claramente, que tanto el sueño
como la vigilia pueden ser vividos de forma inconsciente y
que, por ello, tanto en el sueño como en la vigilia, los sue­
ños (las historias padecidas) pueden ser despertares: pue­
den ser traídos a la conciencia sus contenidos, presentados
con su necesidad de traducción, de organización: de senti­
do. M ejor dicho, no es que sean traídos o llevados a la con­
ciencia como si de un recipiente se tratara, sino que ellos,

80
al presentarse, hacen a la conciencia en el sentido de que
ellos se hacen conscientes. Por este acto no se forma un
«algo» (la conciencia) capaz de discernir y ordenar, sino
que se trata del acto mismo de realización de la persona que
nace así a su destino.
Sueño y vigilia son partes de la persona entre las que,
como para Jung entre el consciente y el inconsciente, existe
una relación compensadora. Sueño y vigilia mantienen a la
persona en la intersección de la atemporalidad y el fluir del
tiempo, entre el movimiento y su absoluto: la inmovilidad.
También para Jung es el sueño una forma de despertar,
por cuanto que hace aflorar los contenidos universales des­
de las profundidades. «Meditar sobre los sueños es volver a
uno m ism o»,39 escribe, es ensanchar las fronteras de la
consciencia individual, hacer más claro el sí mismo. Pero
Zambrano aporta algo más. Si el sueño fisiológico puede
ser, algunas veces, despertar, la enorme extensión atempo-
ral de la vigilia en la que, en principio, consiste la vida es
un enorme sueño del que deberá haber un despertar. Y en
este sentido, que la existencia sea la «actualización de una
esencia»,40 quiere decir que es un ir configurando ese ser
previo que dormita en el sueño, y sacarlo a la luz mediante
sucesivos despertares: «el sueño, el inicial sueño irreducti­
ble, se va transformando en cada despertar. Y, así como la
vigilia estabilizada cae en el sueño, el soñar la despierta.
Soñar, despertar se van dando en una escala. La escala de
los sueños en que el sueño inicial se desvela. Se desvela el
inicial sueño pasando a través de los sucesivos despertares;
va dejándose ver, revelando al sujeto su fondo».41 Sacarlo a
la luz, conocerlo, es darle a ese ser recibido el movimiento
propio de la acción, la cual podrá realizarse, en su momen­
to, de tres maneras:42

39. C.G. Jung, Los complejos y el inconsciente, op. cit., p. 61.


40. Zambrano hereda esta idea de Ortega: «"existir” significa sensu stricto: ejecu­
tar la esencia, ser efectivamente lo que se es, serse» ( Unas lecciones de metafísica,
O.C., Alianza, vol. 12, 1983, p. 62).
41. M. Zambrano, E l sueño creador, ed. cit, 1986, pp. 54-55.
42. Ibíd., ed. cit., 1986, pp. 26-27.

81
a) negar al ser-recibido, anularlo, tratarlo como si fuera
un sueño;
b) entregarse al ser-recibido negándose a despertar; se­
guir el sueño en la más completa pasividad renun­
ciando a encauzarlo (esta forma es contraria a la an­
terior);
c) despertar. Ir despertando al ser de su sueño inicial y
despertarse junto con él: recrearse.

Esta última es la acción correcta, pues el hombre tiene


que ir naciendo, de ese nacimiento que es morirse un poco
en cada despertar. No es solamente a la emergencia de los
arquetipos en sentido junguiano a lo que Zambrano apun­
ta, su propuesta tiene un carácter extremadamente similar
al de las místicas tradicionales, para las que «despertar»
era una muerte pequeña. Y así, porque el ser lleva en sí el
germen de su propio hacerse, puede decir que el hombre es
«el ser que padece su propia trascendencia», como antes ya
vimos, pues está llamado a trascender su sueño inicial m e­
diante el ejercicio de una libertad que también aparece des­
pertando.
Era necesario un estudio de los sueños en su forma, no
ya en su contenido como lo venían haciendo hasta enton­
ces las escuelas psicoanalíticas. En el análisis fenomenoló-
gico que hace Zambrano de los sueños, éstos son tratados
como fenómenos que se nos muestran como una realidad
que, a pesar de ser independiente de nosotros, nos pertene­
ce y en cierto modo nos conforma. Su crítica a la psicolo­
gía psicoanalítica es en este caso dura y clara: tratar los
contenidos de los sueños antes de estudiar su realidad sería
como tratar del objeto de la percepción sin antes haber
procedido al estudio de la percepción como tal.43
En las líneas siguientes, procuraré describir brevemente
los rasgos representativos, según Zambrano, de la forma-
sueño.
«L o primero», dice, «que en sueños advertimos es la im­
posibilidad de hacer nada, entendiendo por hacer el decidir

43. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», ed. cit., 1986, p. 14.

82
ante todo y, aun antes, el hacer una pregunta».44 Esta es
la idea rectora de «Los sueños y el tiempo». En el sueño
no hay acción porque no hay pregunta, no hay pregun­
ta porque no hay extrañeza, y porque no hay pregunta no
hay decisión. En suma, en los sueños no hay propiamente
«pensar» 45 Extrañeza-pregunta-decisión-acción sería la di­
námica propia de la actividad pensante. Por el contrario,
durante el sueño se suceden los acontecimientos sin que
nunca nos extrañemos. Tampoco nos oponemos a lo que
nos va ocurriendo; ni podemos franquear un obstáculo, ni
plantear un enigma, y menos solucionarlo. Es una situa­
ción de pasividad; en los sueños asistimos, un poco desde
dentro, un poco desde fuera. En el estado de sueño somos
«uno» con el acontecimiento; el sujeto es el propio aconte­
cimiento del cual formamos parte.
Si, a pesar de todo, Zambrano sigue suponiendo una
conciencia que permanece dentro del sueño es porque
piensa que, como el propio ser, la conciencia permanece
latente en todos los estados. Que la conciencia «no entra en
juego», que «asiste», quiere decir entonces, simplemente,
que el hombre no se hace cargo de su argumento, que no
decide, pero no implica que no se registre ese acontecer en
la conciencia espectadora.
Discurso y voluntad indispensables para la decisión y
por tanto para la acción libre no tienen lugar en el sueño.
N o hay necesidad de decidir porque todo está pre-dispues-
to; el acontecer parece estar absolutamente determinado.
La única acción posible es despertar, y esto supone una
detención en el proceso, cosa que no ocurre a menos que
se introduzca el pensamiento y, con él, el tiempo sucesivo.
El tiempo de los sueños es la atemporalidad. El sueño
se produce mediante la asociación en la atemporalidad de
contenidos a los que la temporalidad ordenaba en secuen- /
cias. La falta de los a priori kantianos de la sensibilidad
— tiempo y espacio— es, pues, la característica fundamen­
tal del sueño. Como consecuencia de esta falta de tiempo y

44. M. Zambrano, El sueño creador, ed. cit., 1986, p. 62.


45. Cfr. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», ed. cit., 1986, p. 16.

83
espacio, o de su distorsión, las cosas adquieren significado
por sí mismas, independientemente de su situación y de las
relaciones causales.
En E l sueño creador, Zambrano matiza esta idea de la
atemporalidad de los sueños: «siendo el tiempo sucesivo
congénito a la persona humana», escribe, «ella no puede
desprenderse de él enteramente»,46 ni aun en los sueños. El
«espontáneo historiar de la psique» corresponde a esa ne­
cesidad que tiene el ser humano de «contarse» a sí mismo
continuamente, a modo de distorsionado espejo de su pro­
pia historia. Si el sueño es un modo de despertar, si el
hombre despierta con su sueño es porque en la historiada
creación de sus personajes fragua un espejo de múltiples
dimensiones en el que poder reconocerse y comprenderse.
Para que sea posible tal reconocimiento es menester la in­
troducción, a modo de cuña, de algún tipo de expectación,
un tiempo, una conciencia.
La vigilia surge (porque ella es quien surge, y no al con­
trario) del sueño en uri momento de vacío en el correr de
los acontecimientos, un hueco suficiente como para permi­
tir la introducción del pensamiento. Porque para pensar es
preciso detenerse. Un hueco es la discontinuidad que per­
mite que «algo ocurra». Ese «algo» que ocurre es el desper­
tar. La conciencia aparece entonces mediatizada por el
aflorar del pensamiento y la posibilidad de la retrotracción
de los acontecimientos. El hueco es, por tanto, tan necesa­
rio para la conciencia y el pensamiento como el tiempo
sucesivo. El tiempo sucesivo es el espacio del ser-haciéndo­
se, el medio de la vida humana. Es el medio porque en él el
hombre se mueve, porque es su elemento y porque, en defi­
nitiva, es la condición de la libertad y, por tanto, de la reali­
zación de la persona. Zambrano compara el modo que el
hombre tiene de estar en la vida habitualmente a una plaza
fuerte sitiada cuyo soberano, el yo — la persona de Jung—
defiende, con intensa vigilancia, las fronteras de seguridad
para que nada extraño pueda poner en peligro las murallas.
Desde ellas la atención, fiel subordinada del yo (conciencia

46. M. Zambrano, El sueño creador, ed. cit., 1986, p. 62.

84
y razón en este caso), defiende las fronteras armada de
conceptos y de juicios.47 Ya para Jung la atención era un
aspecto de la voluntad, y la voluntad un poder del que el yo
está dotado, «una parcela de oscura fuerza creadora que
yace en nosotros, que nos conforma, que edifica nuestro
ser, que reacciona frente a nuestro cuerpo, que mantiene o
destruye su estructura y crea vías nuevas» 48 Y la voluntad
conlleva la paradoja de sentirse y de aspirar a ser libre.
Pero no se agota la libertad en la realización de acciones
«voluntarias». La difícil libertad supone la conquista de la
realidad, de toda la realidad. Y toda la realidad no es sola­
mente lo que la atención deja pasar. Porque no se limita la
atención a observar sino que, a modo de tamiz, deja pasar
solamente aquello que no puede hacer tambalear la estruc­
tura del yo. Acotando la realidad, la atención condiciona al
hombre a ver el mundo dotado de los límites acostumbra­
dos y heredados. Si estas defensas del yo fueran absolutas y
constantes el equilibio aceptación/resistencia al que aludía­
mos en capítulos anteriores se vería dañado, permanecien­
do la vida en un estado de latencia muy cercano a la muer­
te. Para evitarlo, para que un impulso creador pueda darse,
es menester abrir una brecha en las murallas. Entonces,
algo de la realidad de extramuros penetra en la plaza fuer­
te, algo aún no nombrado, extraño, que el yo pretenderá
incorporar rápidamente al universo conceptual acostum­
brado.
Afortunadamente para la vida y para la creatividad,
existen estos «agujeros» en las murallas. Surgen inespera­
damente permitiendo el trasvase de elementos pertenecien­
tes a distintos campos comprensivos, distintas «realidades».
Cuando esto sucede y el yo aún no ha actuado, se produce
un «despertar». En esos momentos, el tiempo sucesivo es

47. Ibíd., Tumer, p. 43. Compárese la metáfora de los subordinados con esta otra
interpretación de Jung: «La parte del yo que está a la luz, la vertiente de la concien­
cia, detenta el privilegio de la voluntad; el yo consciente es capaz de querer y de
disponer, hasta cierto grado — el de diferenciación— , de las funciones de la concien­
cia; éstas son comparables a cuatro cuerpos de ejército a los que se dirige a cualquier
sitio» (Los complejos..., op. cit., 146).
48. C.G. Jung, Los complejos..., p. 109.

85
puesto entre paréntesis. Son momentos de retiro, de extra­
ñeza o de sorpresa por los que «caemos» a un estado de
atemporalidad o a un estado cercano a éste cuyo ritmo es
más lento que el del tiempo sucesivo. En ellos es posible la
síntesis de «realidades» y su creación.
Por «estado de sueño» entiende, por tanto, Zambrano la
situación inicial del hombre, una situación de pasividad en
la que tanto despierto com o dormido se queda encerrado,
«entrañado» con el ser recibido, en espera de un m ovi­
miento.49 Distingue claramente entre los sueños de la psi­
que, entre los cuales pueden distinguirse a su vez el sueño
de obstáculo y el sueño de orexis, o de deseo, y los sueños
de la persona, o de la realidad, también llamados sueños de
finalidad o del destino. Los primeros son un «espontáneo
historiar de la psique sumida en la pasividad»;50 en ellos la
atemporalidad es absoluta. Es el polo opuesto a la crea­
ción; son sueños viscerales, «prenatales». De los sueños de
obstáculo es representativo El castillo de Kafka, obra de la
que Zambrano hace un magistral estudio en E l sueño crea­
dor. E l castillo es ante todo aquel lugar que no se puede
alcanzar, sin que aparentemente haya ningún motivo para
que se dé tal imposibilidad. En las situaciones kafkianas la
imposibilidad se da de por sí, sin razón alguna. Pero no es
solamente eso. Antes bien, supone la imposibilidad de
asentar y asumir la identidad supuesta o deseada. El perso­
naje pierde lugar, nombre y figura hasta penetrar en el más
absoluto y desolador desconocimiento de su personalidad.
Nada tiene de extraño que Zambrano se haya detenido
en la obra kafkiana — aunque no tanto como en las trage­
dias griegas— puesto que sugiere un impresionante puente
entre dos formas de sueño: la del sueño mismo y la del
sueño de la vigilia (cuando el personaje — que no la perso­
na— prosigue su «actividad», llevado por los acontecimien­
tos). El personaje kafkiano actúa en estado de sueño: no se
extraña, no se para, no se opone. Todo ocurre porque tiene
que ocurrir. El imperioso devenir fluye porque el autor dis­

49. M. Zambrano, El sueño creador, ed. cit., 1986, p. 56.


50. Ibíd., p. 62.

8 6
puso así la obra. Nada aparente obstaculiza el que pudiera
ser de otro modo; no obstante, y por ello mismo, la imposi­
bilidad es absoluta. El absurdo hace que la situación sea
más inapelable aun. La no-apropiación de libertad por par­
te del personaje tiene lugar tanto en un «sueño de obstácu­
lo » como en la vida real de un personaje «actuado» por su
historia.
Los sueños de la persona son aquellos que manifiestan el
conflicto del personaje procurando así la visión necesaria
para que el sujeto actúe, bajo su personaje, desenmascarán­
dolo, desposeyéndose de él. Son llamados «sueños de finali­
dad» porque invitan a la realización de la acción trascen­
dente: el cumplimiento del destino. Son «sueños libera­
dores que denuncian una transformación de la persona ya
habida o en trance de cumplirse. Son un episodio del pro­
ceso de la finalidad-destino; de la libertad concreta. Son lo
que se ha llamado un argumento».51 Surgen en principio en
el sujeto dormido como representación especular del orden
bajo el cual el personaje lleva a cabo su actividad. Son sue­
ños «directos» cuyo fin es ser símbolo.
Cuando los sueños de la persona surgen durante la vigi­
lia son denominados «sueños reales». Se presentan enton­
ces a modo de visión cuyos signos exigen ser descifrados a
modo de enigma. Son claves para el despertar. También
llama Zambrano a estos sueños «imágenes del destino».
Ante ellos no caben palabras lógicas ni razonamientos ni
saberes, sino tan sólo una respuesta no verbal: una acción.
Este tipo de sueño le entrega al sujeto su libertad, le exi­
ge actuar. Como toda posibilidad que se ofrece, tales sue­
ños pueden ser por ello agentes de liberación o, al contra­
rio, pueden esclavizar a quien los recibe si no sabe desci­
frarlos. Pueden incluso transformarse en obsesiones que
son, piensa Zambrano, «sueños de carácter real degrada­
dos».52 El personaje, en este caso, empezará a padecerse.
Hasta que el sujeto no toma entre sus manos su destino y
empieza a actuar, el personaje no es en realidad padecido,

51. Ibíd., p. 57.


52. Ibíd., p. 74.

87
pues lo que el hombre padece es su libertad, la tragedia de
saberse ineludiblemente impelido a la acción. El personaje
en cambio, a través de sus múltiples actuaciones, vagará en
busca de su autor, llegará a presentársele en forma de ob­
sesión, agudizará el conflicto a fin de acelerar el proceso y
así lograr la crisis: la negación indispensable a la síntesis
resolutiva. El personaje deberá ser negado por el sujeto
para que pueda nacer la persona que será, de este modo, el
resultado de la unión del personaje con su autor. Y será
acción trascendente aquella salida de la atemporalidad en
la que el personaje quedaba apresado.
El sueño (del sujeto dormido) ejerce a este fin una es­
pecie de presión sobre el sujeto-personaje (en su sueño
despierto) y le pone en disposición de recibir los «sueños
reales».
Puesto que todo sueño acontece en la atemporalidad,
será ésta, paradójicamente, el medio en que se fragüe lo
más específicamente humano: el estado ambiguo que supo­
ne estar a medio camino entre el sí y el uno mismo, por un
lado, y el continuo tránsito que supone, en tal estado, la
propia acción. La trascendencia revierte en esa especial in­
manencia de lo divino (el uno) en continuo nacimiento a
través del sí. «Dios está naciendo», escobe Zambrano citan­
do a Emilio Prados, «es la fe en el nacimiento de lo divino
que no está todavía acabado de dar a luz, que se da a luz
en cada uno de nosotros en forma diferente».53 Y para dar
a luz, para cumplir esa trascendencia propiciada por los
sueños, se contará con la palabra, con ella se intentará ven­
cer la resistencia que los cuerpos siempre ofrecen a la
transparencia.
Nacer es un acto, un movimiento y un esfuerzo. «Je
souffre naissance», exclamaba maravillosamente Claudel en
su Art Poétique, describiéndose a sí mismo como puro m o­
vimiento, exterior él mismo a su entorno. Para nacer, para
seguir naciendo, es necesario morir un poco, y ante todo
morir a la creencia de que todo está hecho, de que el hom­
bre tiene un ser.

53. M. Zambrano, Liberación (16 diciembre 1984), p. cult. 1.

8 8
Por la palabra el hombre se presenta ante sí; la palabra
es la forma en que le es dado al ser humano descubrirse a
sí mismo pues requiere, para ello, de la fijación momentá­
nea de la imagen, de un tiempo actualizado. Pero la pala­
bra poética, por su capacidad lúdica de modificación de los
contenidos, muestra la realidad como continua proyección
de imágenes móviles. La palabra poética crea un lugar in­
termedio, un cierto presente, un tiempo abierto, y en lo
abierto se tolera el juego y el cambio, la apariencia de lo
inmóvil, la movilidad de lo aparente y la quietud original.
El presente se toma, por ella, un infinito de posibilidades y
el hombre se descubre a sí mismo como conjunto de imá­
genes fluyentes, convertido él también en un infinito de po­
sibilidades.
Mas este tipo de presente alcanzado por la palabra, ese
«presente perfecto» que es ya «supratemporalidad», no ad­
viene sino al final de este recorrer el camino de la palabra,
cuando, mediante ella, habiéndose anulado el conflicto del
hombre con sus circunstancias, éste recupera su unidad.
El presente continuo es el tiempo propio del hombre uni­
ficado.
Ante el esquema existencial que nos presenta Zambra-
no, y su original teleología, no es de extrañar que el método
de descubrimiento que ella propone sea el de una «razón
poética». N o hay, en las fronteras de la razón, ningún otro
método tan abierto como para despertar a la propia razón,
a menudo acaparada por el personaje, y llamarla a la com­
prensión de una realidad más amplia. El awareness, térmi­
no tan utilizado por los psicólogos de la Gestalt, el «darse
cuenta», no puede desencadenarse desde la pura razón; y
éste es probablemente el término más cercano al pensa­
miento de Zambrano a este respecto: será mediante sucesi­
vos awareness que la conciencia del hombre se abrirá a su
realidad. N o es posible que un awareness se produzca por
medio de un procedimiento puramente analítico, sino me­
diante la actitud, la disposición interior que permita a los
contenidos, dispersos, asentarse.
Los sueños, afirma Zambrano, tienden a realizarse, y
pueden hacerlo de dos maneras: a) de forma violenta, sin

89
sufrir transformación alguna, tal como lo hacen en su ma­
yoría los llamados «sueños de la psique»; o b) de forma
creadora, transformándose, «desentrañándose», aflorando
sin violencia desde su atemporalidad onírica a la concien­
cia; esto es a lo que Zambrano llama «realizarse poética­
mente».
El sueño alcanza por la palabra rango de exorcismo en
el momento en que, sacando a la luz los conflictos, permite
anularlos. Las psicoterapias basadas en trabajos con los
sueños hallan así una explicación plausible, y no creo que
sea descaminado pensar que Zambrano haya tenido cono­
cimiento de la terapia gestáltica y se haya dejado influen­
ciar por la utilización formal que esta escuela hace de los
sueños, exenta de las rígidas interpretaciones propias del
psicoanálisis. El punto de coincidencia es que tampoco
para ella los contenidos de las fantasías oníricas tienen más
realidad que la de ser manifestación de «el movimiento ín­
timo del sujeto bajo la atemporalidad», la tensión que pre-
moniza el surgimiento de una realidad cuya liberación se
propiciaría en principio con la simple verbalización, expre­
sión-afloramiento de lo hasta entonces oscuro. La palabra
es ante todo posibilidad de ver. Para la resolución del con­
flicto hará falta algo más, hará falta reconocer el material
como propio y dejar que se ordene por sí mismo a la luz de
la razón-poética, para así poder «rescatarse».
La realidad propia de los seres oníricos — aquella que
llamamos «irrealidad»— es solamente el movimiento de
unas formas que, bajo el efecto de las pulsiones, no logran
hallar su lugar. Los fantasmas oníricos adquieren carácter
de símbolo al hacerse conscientes. Que el sueño, pues, exi­
ge ser realizado quiere decir que requiere ser descifrado en
cuanto símbolo, por la palabra. Descifrado, no analizado,
pues una imagen onírica no puede ser analizada sin que las
defensas del yo se alcen e impidan la entrada a todo aque­
llo que, por desconocido, ponga en peligro su seguridad.
Por ello, la palabra que descifra debe ser creadora. Es pala­
bra que nace en un hueco, en el silencio, y se da como un
acto, el acto por excelencia del hombre como sujeto, el acto
de re-presentación de la realidad.

90
PARTE SEGUNDA
III
CÓMO ES POSIBLE LA RAZÓN-POÉTICA

En la primera parte de este trabajo, se ha tratado de


determinar lo que entiende María Zambrano por razón-poé­
tica, el objeto de esta «razón»: el ser del hombre, su sujeto:
el hombre mismo, y su objetivo: el descubrimiento o «de­
sen trañamiento» de este ser.
Sin embargo, hasta ahora no se ha hecho m is que con­
firmar un nombre ya dado, el de «razón-poética», a una
actividad que, confusamente, parece invitar al ser del hom­
bre a presenciarse y cuyo resultado es ese «nacimiento» de
la persona desde su sueño y a través de él. Pero, ¿cómo es
posible la razón-poética? ¿En qué consiste, en definitiva y
concretamente, esta actividad? Esto es lo que me atrevo a
plantear en esta segunda parte del trabajo.
En lo que pudiera llamarse su «fenomenología del sue­
ño», María Zambrano explica con bastante claridad lo que
entiende por creación de la persona. Se trata de un proceso
de progresiva integración del hombre en su ser mediante el
enlace de consecutivos momentos de «lucidez de la con­
ciencia». En esos momentos, los elementos que aparecen
normalmente dispersos se encadenan formando un argu­
mento con sentido: una unidad de sentido. Esta ordenación
tiene lugar en un tiempo especial, a modo de presentación

93
ante una conciencia espectadora que, al igual que en los
sueños, es a la vez activa y pasiva, pasiva pues en aquel
lugar hace entrega de la propia voluntad ante una voluntad
más alta que rige este acontecer y de la que, de alguna ma­
nera, participa. El conocimiento que de ahí proviene es
«conocimiento verdadero que es al par creación».1
Los «estados de lucidez son, pues, un tipo de tiempo
vital»2 al que, como ya se dijo, Zambrano define como la
«aparición de una unidad de sentido en que el tiempo sin
desaparecer ha sido trascendido por esta unidad en que el
principio está ya informado por el fin». Tal es el tiempo de
creación, o de «sueño lúcido», expresión igualmente utiliza­
da por Zambrano para designar estos estados que, igual
que los sueños, carecen de tiempo sucesivo. Y es por ello
por lo que puede darse en ellos aquella «presentación» de
los elementos en el conjunto de su estructura, simultánea­
mente, sin estar sujetos a la sucesividad del acontecer o a la
linealidad de la razón discursiva. En ese lugar abierto de
la atemporalidad la unidad se da como conformación del
principio por el fin. El principio es in-formado por el desti­
no, de tal manera que el tiempo se trasciende y, por haber­
se ordenado a sí mismos los elementos, también se hace in­
necesario. En otra atemporalidad, la de los llamados «sue­
ños de la psique» (los del sujeto dormido), por el contrario,
éstos vagan confusos, simultáneos también, pero sin uni­
dad, sin sentido, sin tiempo aún.
Hay, por tanto, un tipo de «sueño» — llamado así por el
carácter atemporal de ese estado— que procura la unidad,
no sólo de los elementos que conforman la realidad exter­
na, sino la del propio actor-espectador. En el sujeto que
contempla — pues de «contemplación» se trata en el senti­
do de «vigilante atención»— hacer y padecer, acción y pa­
sión se unen en la dirección que la atención procura, «y
entonces pensamiento y sentir están unificados y surge la
voluntad pura, verdadera, es decir, la libertad».3

1. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», en El sueño creador, ed. cit., 1986,


p. 26.
2. Cfr. sapra.
3. M. Zambrano, «Los sueños y el tiempo», en E l sueño creador, ed. cit., p. 26.

94
El ámbito creativo tiene así un doble campo de activi­
dad: exterior: la disposición de los elementos que se obser­
van, e interior: el crecimiento o cumplimiento del ser del
hombre mediante los actos de descubrimiento. La creación
de la persona tendrá lugar partiendo de la atemporalidad
primera donde el ser late, descubriendo, a su paso por el
tiempo y la conciencia, los sucesivos personajes que la su­
plantan. De ahí la reiteración de Zambrano sobre que el
hombre ha de nacer, ha de seguir naciendo con su ser, ha
de integrarse en él hasta poseer el espacio interior propio
de todo ser cumplido.
Los momentos de creación son, por tanto, aquellos que
permiten el nacimiento, el «despertar» de esos sueños de
ser que constituyen los personajes. Tales momentos son
aquellos en los que es posible la simultaneidad y que re­
quieren, por lo mismo, un espacio abierto, un lugar donde
sea posible la presencia. Zambrano no nos dice cómo es
esto posible, cuál sería el mecanismo que diera lugar al
descubrimiento de la persona. Para intentar descifrarlo,
tendremos en cuenta que:

1. Suponemos una acción esencial, la acción creadora


de la persona. El ser haciéndose a sí mismo median­
te la adopción de una actitud fundamentalmente com­
prensiva que se caracteriza por una «pasiva activi­
dad». (Hemos visto que Zambrano tiene mucho cui­
dado en distinguir la acción, que es el acto encami­
nado al cumplimiento del propio destino, acto de la
persona, de la actividad, propia del «personaje» que
actúa sin decisión propia, sin libertad.)
2. Para que esta acción se realice es menester la aper­
tura de un espacio en el que sea posible la simulta­
neidad.
3. La acción esencial será integra dora y fundamental­
mente dialéctica por cuanto que la creación de la
persona —y el descubrimiento de su ser— es un pro­
ceso abierto que, como veremos, no consiste en lo­
grar estados definitivos y cerrados, sino en seguir de­
sarrollando la propia acción.

95
Los datos que nos ayudarán a averigurar el mecanismo
mediante el cual tiene lugar el descubrimiento creador de
la persona pueden resumirse, por tanto, en lo siguiente: la
acción esencial se realiza mediante la adopción de una acti­
tud «poética» que abre un espacio donde la simultaneidad
es posible. Añadiré a esto dos consideraciones: la primera,
que, siendo el lenguaje poético un lenguaje abierto y tensio-
nal, lo más representativo del mismo será sin duda la metá­
fora; la segunda, que, como dice M. Mannoni,4 «el incons­
ciente se manifiesta por medio de metáforas y eso es lo que
el sueño descubre». Basándonos en ello trataremos de dilu­
cidar: a) qué se entiende por metáfora y cuáles son sus
universos posibles, y b) cómo pueden aplicarse los modelos
descriptivos de la actividad metafórica al tema del descu­
brimiento personal.
Determinar la función metafórica como acción esencial es
hablar del hombre como ser-haciéndose a partir de la atem­
poralidad propia del sueño. Es también aproximarse a la pa­
labra como factor de apertura y tensión, a su dimensión des­
veladora y creadora, en definitiva, a la imaginación creadora.
Es imprescindible, para el buen entendimiento de este
trabajo, tener muy claro que el objeto a alcanzar mediante
el método propuesto por Zambrano es el despertar del ser
total del hombre. Esto evitará la tentación de establecer co­
nexiones inadecuadas, en lo que al uso de la metáfora se
refiere, con el método científico o con la creación artística,
y permitirá considerarla, desde un principio, como núcleo
del lenguaje creativo.
Por otra parte, habrá de tenerse en cuenta que el térmi­
no metáfora se utiliza aquí, generalmente, en un contexto
que rebasa el ámbito puramente lingüístico e incluso a me­
nudo el conceptual. Deberá entenderse el término metáfora
como horizonte o ámbito metafórico excepto en dos supues­
tos: cuando se haga referencia expresa al orden semántico,
y cuando se trate de la acción esencial, en cuyo caso habrá
de entenderse como actividad metafórica.

4. M. Mannoni, Presentación de (El) Trabajo de la metáfora, Barcelona, Gedisa,


1985, p. 12.

96
1. Naturaleza de la metáfora
La palabra griega |isxa(popa proviene de ¡reía (más allá)
y (pepeo (llevar), es decir: |iexa-(pépco o loexa-tpopeco: transpor­
tar; iiexcwpopa significa por tanto, etimológicamente, trans­
porte. Desde sus inicios, el concepto de metáfora se presen­
ta, pues, como el de un instrumento adecuado para traspa­
sar los límites impuestos por la forma literal del lenguaje.
El término metáfora manifiesta por sí mismo la capacidad
fundamental que tiene la mente para expresar relaciones
que trascienden la significación directa o habitual. Aunque
sería demasiado imprudente decir que invita a la prospec­
ción «metafísica», es indudable que el término denuncia la
existencia de un mecanismo de transferencia que, aplicado
al lenguaje, permite superar la simple adecuación significa­
do/significante y construir mundos abstractos.
Platón utilizó el término metáfora refiriéndose a las tra­
ducciones. En Demócrito obtuvo carácter peyorativo: tras­
poner sin orden, poner del revés. Pero es en la Poética de
Aristóteles donde hallamos una primera y extensa defini­
ción:

La metáfora es la traslación [enupopá] a una cosa de un


nombre que designa a otra, del género a la especie, o de
la especie al género, o de la especie a la especie o según la
analogía. Por desde el género a la especie entiendo por
ejemplo: «m i nave está detenida», pues estar anclado es uno
de los modos de estar detenido. De la especie al género,
como: «Ciertamente, Ulises ha llevado a cabo miles de be­
llas acciones», pues «m iles» es mucho, y el poeta lo usa
aquí en el lugar de «muchas». De la especie a la especie,
por ejemplo: «Habiendo agotado su vida con la espada de
bronce» y «habiendo cortado con su duro bronce...», pues
aquí «agotado» quiere decir «cortar» y «cortar» quiere decir
« agotar»; y ambos son maneras de quitar.

En realidad, hasta aquí Aristóteles está aludiendo a los


tropos metonímicos y sinecdóticos,5 pero seguidamente,

5. Para la diferencia entre metáfora, metonimia, sinécdoque y comparación, pue-

97
cuando se refiere a la traslación por analogía, se refiere
propiamente a la metáfora tal como es entendida actual­
mente como figura de lenguaje:

Entiendo por analogía [ává^oyov] los casos en que el


segundo término sea al primero como el cuarto al tercero,
pues el poeta utilizará el cuarto en vez del segundo y el
segundo en vez del cuarto; y algunas veces también se aña­
de el término al que se refiere la palabra sustituida por la
metáfora. Así, por ejemplo, existe la misma relación entre la
copa y Dionysos que entre el escudo y Ares; el poeta dirá,
pues, de la copa que es «el escudo de Dionysos» y del escu­
do que es «la copa de Ares». Asimismo existe la misma rela­
ción entre la vejez y la vida que entre la tarde y el día, el
poeta dirá pues de la tarde, con Empédocles, que es «la
vejez del día», y de la vejez que es «la tarde de la vida» o «el
poniente de la vida». Hay algunos casos de analogía que no
tienen nombre, pero en los que se expresa la relación, por
ejemplo, tirar las semillas se llama «sembrar» pero la ac­
ción del sol echando su luz no tiene nombre; sin embargo,
esta acción del sol con la luz tiene la misma relación que la
de «sembrar» con las semillas; por eso es por lo que se dice
«sembrando una luz divina».6

La metáfora es, para Aristóteles, un medio de conoci­


miento, pues cuando una palabra es desconocida la metá­
fora nos la da a entender por medio del género al que per­
tenece. La metáfora se daría, según esto, como consecuen­
cia de la pobreza de lenguaje de aquel que la utiliza. En
este sentido, ciertas alteraciones afásicas que se caracteri­
zan porque el sujeto recurre sistemáticamente a términos
contiguos serían, según los conocidos trabajos de Jakobson,
manifestaciones de una deficiencia de los mecanismos de
selección de los términos.
En la Retórica, Aristóteles ejemplifica con profusión la

de consultarse, entre los muchos estudios dedicados al tema, la obra de M. Le Guem,


La metáfora y la metonimia (traducido en Cátedra, 1976), o el trabajo fundamental de
Albert Heniy, Métonymie et Métaphore (Académie Royale de Belgique, Mémoire de la
Classe de Lettres, Coll. in-8°-2e série, t. LXVI, fase. 2, 1984).
6 . Aristóteles, Poética, 1457 b, 7-32.

98
metáfora por analogía (Retórica III 1411 a). Según él, las
comparaciones son metáforas que esperan ser desarrolla­
das (Retórica, m , 1407 a, 14). La teoría de la metáfora como
«comparación condensada» ha sido ampliamente adoptada
por manuales y diccionarios,7 aun siendo evidente que la
comparación y la metáfora son esencialmente distintas;
pues, si bien ambas procuran aparentemente una aproxi­
mación entre dos nociones, la comparación, al aproximar­
los, reafirma la distancia que las separa, mientras que la
metáfora es elemento de fusión. Esto es, por otra parte, lo
que hace que la metáfora pueda dar lugar a nociones nue­
vas, a diferencia de la comparación, que es, a este respecto,
absolutamente estéril.
Si la metáfora fuese algo tan simple como el uso de una
analogía, poco más habría que decir, y poco tendría que ver
esta forma condensada de evidenciar las diferencias con las
raíces de la creatividad. «L a metáphore», dice A. Henry,
«fait toujours violence au réel, ou á la représentation com-
mune du réel».8 Y esto es lo que la distingue de la metoni­
mia, pues mientras ésta pone de manifiesto ciertas conjun­
ciones o similitudes la metáfora sintetiza, superponiéndo­
los, campos conceptuales distintos. Y, cuando más alejados
estén éstos entre sí y más sorprendente sea la «superposi­
ción», mayor será su poder de innovación. N o tiene por
qué existir, en principio, ninguna similitud entre ambos
términos: la metáfora es el acto integrador que crea dicha
similitud.
Aunque no sea aquí el lugar apropiado para proceder a
la distinción entre símbolo y metáfora, sería útil comentar
que para W.A. Urban la metáfora ocupa un punto interme­
dio en la evolución del lenguaje desde la copia al símbolo:
«la metáfora pasa a ser símbolo cuando por medio de ella
encamamos un contenido ideal y no puede expresarse de
otra manera».9 Urban ilustra lo dicho de este modo:

7. Cfr. A. Henry, op. cit., cap. III.


8. Ibíd., p. 93.
9. W.A. Urban, Lenguaje y realidad: la filosofía y los principios del simbolismo,
México, FCE, 1952, p. 389.

99
Decir que un hombre es como un zorro es un símil,
decir que es un zorro es una metáfora. El es expresa una
cierta identidad de intuición e idea, y el desarrollo de esto
constituye el símbolo. Un símbolo nunca es una mera simi­
litud, aunque nazca de una similaridad o semejanza. Siem­
pre está implicada en el símbolo una identidad de intuición
e idea, pero no es una identidad completa, porque para que
sea símbolo es necesario que contenga al mismo tiempo
verdad y ficción.10

De acuerdo con la línea de pensamiento que aquí segui­


mos, la metáfora traspasa indudablemente los límites de la
analogía para invadir el campo de lo que Urban considera
privilegio del símbolo.
Para Wheelwright,11 el rango esencial del proceso meta­
fórico es: «el doble acto de sobrepasar lo obvio y com binar}2
Tal es el movimiento de orden semántico ((popa) que la pa­
labra indica. La actividad metafórica es perfecta cuando
ambos actos se dan conjuntamente. Wheelwright los distin­
gue con los nombres de epífora y diáfora, definiendo la pri­
mera como la «superación y extensión del significado me­
diante la comparación» y la segunda como la «creación de
nuevos sentidos mediante la yuxtaposición y la síntesis».13
La epífora es la metáfora entendida según el sentido que
le da Aristóteles: Mexaípopá Se eaxiv óvó|iaxoc, aAAOxpíon
'e7U(popá,14 es decir, como traslación. «Consiste», dice
Wheelwright, «en expresar una semejanza entre algo relati­
vamente bien conocido o sabido de un modo concreto (el
vehículo semántico) y algo que, aunque de mayor valor o
importancia, es más ignorado u oscuro (el tenor semánti­

10. Ibíd.
11. De este autor adoptaré más adelante ciertas directrices porque, al situarse en
una perspectiva vitalista e intuicionista, serán de gran ayuda a la hora de enfrentar­
nos con el tema zambraniano.
12. Ph. Wheelwright, Metáfora y realidad, Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 73.
13. El término óucpopá es utilizado por Platón (Crat. 430 d) como aplicación de lo
desemejante (ávo|iofou) en el lenguaje. El término Siacpopá es utilizado por Aristóte­
les (Pol. 1281 b, 10) como distinción: «los hombres cualificados se distinguen ( 81096-
pouotv) de los individuos de masa»; y por Platón como desacuerdo o disención (Rsp.
607 b) entre la filosofía y la poesía.
14. Aristóteles, Poética, 1457 b, p. 7.

100
c o )».15 Max Black16 prefiere hablar de foco y marco de la
metáfora, entendiendo por lo primero las palabras que en
la exposición son utilizadas metafóricamente, y por lo se­
gundo las que no lo son.
La principal actividad de la epífora es la comparación,
lo cual hace suponer una semejanza entre vehículo y tenor.
Pero tal semajanza no debe ser obvia si quiere proporcio­
nar alguna «tensión-energía». «Las mejores epíforas se dis­
tinguen por su novedad, llaman la atención sobre semejan­
zas no advertidas a primera vista; implican, al decir de
Aristóteles, "una percepción intuitiva de la semejanza de lo
desemejante” » .17
Bajo el nombre de epífora podrían encuadrarse dos de
los tres enfoques que presenta M. Black: el sustitutivo y el
comparativo; el tercero, el interactivo, corresponde más pro­
piamente a la diáfora. «De acuerdo con el enfoque sustituti­
vo-», escribe Black, «el foco de la metáfora [...] vale para la
comunicación de un significado que podría haberse expre­
sado de modo literal: el autor sustituye L por M, y la tarea
del lector consiste en invertir la sustitución, sirviéndose del
significado literal de M como indicio del significado tam­
bién literal de L. Comprender esta metáfora sería como
descifrar un código o desenmarañar un acertijo».18
Las razones que llevan a efectuar tal tipo de metáfora
no pueden ser otras que estilísticas o de gusto estético; la
metáfora sería puramente objeto de recreación o de agrado
intelectual, se convertiría en simple decoración. Solamente
sería pertinente en el caso de la catacresis, es decir, cuando

15. Ph. Wheelwright, op. cit., p. 74. Las palabras tenor y vehículo fueron propues­
tas por I.A. Richards (The Philosophy o f Rhetoric, Oxford, Oxford University Press,
1936, p. 96) para referirse a los dos pensamientos que en la metáfora se ofrecen en
interacción, reservando el término metáfora a la unidad de interacción integrada por
ambos.
16. M. Black, Modelos y metáforas, Madrid, Técnos, 1966.
17. P. Wheelwright, op. cit., p. 75. La comparación actúa como una especie de
choque en el que hay un reconocimiento. Ese mismo reconocimiento tal vez, que
según Aristóteles (Poética, 1452 a, p. 30) se daba en la tragedia: la óvaTVCoptaii;, o
agnición (agnitio), que es paso espontáneo, inmediato, de la ignorancia al conoci­
miento. Choque que produce temor y compasión; saber provocar ese choque pertene­
ce al oficio del poeta trágico.
18. M. Black, op. cit., p. 43.

101
se utilizan palabras antiguas para designar algo nuevo que
aún no tiene nombre. En este caso, la metáfora sería un
remedio momentáneo, ya que «el destino de la catacresis
consiste en desaparecer cuando acierta».19 Desaparecería,
como tal, la metáfora, al adquirir el nuevo objeto o la nue­
va situación significado propio. Por tanto, visto desde este
ángulo, «si los filósofos tienen algo más importante que ha­
cer que recrear a sus lectores, la metáfora no puede ocupar
un lugar serio en el debate filosófico».20
En cuanto al enfoque comparativo, la metáfora consisti­
ría en «la presentación de una analogía o semejanza subya­
cente» 21 Se trata de un caso particular del enfoque sustitu-
tivo, ya que supone que el enunciado metafórico podría
sustituirse por una comparación literal equivalente. Corres­
ponde, pues, a la simple utilización de un sentido figurado.
Es metáfora por transformación, por analogía, en el senti­
do de la definición aristotélica. Black pone una objeción a
la tesis comparativa: se recurre a la metáfora cuando está
descartada la precisión de los enunciados científicos. Por
tanto todo conocimiento del elemento comparativo (si A es
como B, A y B se parecen en P) sería superfluo. Sólo es
lícita la comparación metafórica cuando tal elemento se
desconoce. Por tanto, la metáfora comparativa es bastante
vaga. Si digo «la mujer es (com o) una flor», queda abierto
un campo atributivo muy amplio. Si preciso: «el elemento
P = belleza», o «P = belleza y destinado a marchitarse», y si
solamente se basa la comparación en tales características,
la metáfora sobra o se reduce igualmente a elemento deco­
rativo. Si la metáfora consistiera solamente en eso, no po­
dría concebirse, como ya dije, como elemento fundante de
la creatividad.
Aun dentro del concepto analógico, las consideraciones
en tom o a la metáfora no se limitan a lo mencionado hasta
aquí. Saber utilizar la metáfora, dice también Aristóteles, es
indicio de que se tiene el don de darse cuenta de las simili­

19. Ibíd., p. 44.


20 . IbícL, p. 45.
21. Ibíd., p. 46.

102
tudes. Hacer bien una metáfora no puede ser enseñado;22 y
no resisto a la tentación de asociar tal afirmación a aquella
otra de que las metáforas permiten que algunas palabras
«pinten»: las «palabras buenas» (xot áoxEÍa), esto es, las pa­
labras cultas o de buen gusto provienen, dice Aristóteles, de
una metáfora por analogía, y pintan. Que las palabras pin­
ten quiere decir que significan las cosas en acto (évepTOÍJV-
xa).23 Por «acto» Aristóteles quiere expresar aquí la vivaci­
dad, la rapidez de la acción. También dice que Homero
anima las cosas inanimadas por medio de la metáfora,
mostrando así el «acto»: es la vida que se le atribuye a un
objeto inanimado lo que significa el acto.24 Y, más adelante,
define Aristóteles el acto por el movimiento.25 La metáfora
por analogía da el movimiento y la vida; y el acto es movi­
miento, de ahí que la metáfora exprese las cosas «en acto».
Habrá de tener esto en consideración a la hora de conside­
rar la metáfora como núcleo de un lenguaje abierto.
Otra importante aportación es la de Turbayne, quien se
basa en la exposición aristotélica de la Poética (1457) (asi­
milada también en la definición que da G. Ryle,26 según la
cual la metáfora es «la presentación de los hechos de una
categoría con la expresión apropiada aotracategoría»),
para definir a su vez en parte lametáfora como «cruza de
especies». Pero añade que «no toda cruza de especies es
una metáfora, pero toda cruza de especies es en potencia
una metáfora».27 Para que haya metáfora es necesario, ade­
más, que haya conciencia de la dualidad de sentido de la
expresión, y de la simulación {como si) de que no hay tal
dualidad. De esta manera, cualquier tropo puede lograr ser
metáfora a condición de que quien lo utilice sea consciente
del doble sentido y haga uso de él. Asimismo será metáfora
para un receptor sólo en tanto en cuanto éste tenga igual­
mente conciencia de ello. En definitiva, no hay metáfora

22. Aristóteles, Poética, 1459, a 5-7.


23. Aristóteles, Retórica, 1411 b, p. 24.
24. Ibíd., 1412 a, p. 3.
25. Ibíd., 1412 a, p. 10.
26. G. Ryle, The Concept o f Mind, Londres, Hutchinson, 1949, p. 8.
27. C.M. Turbayne, El mito de la metáfora, México, FCE, 1974, p. 26.

103
per se. Y es más: una misma figura puede presentarse para
unos como «verdad literal» y para otros como metáfora,
según vean o no en ella el hecho de la simulación. Con ello,
Turbayne recupera la definición de Aristóteles ampliándola
por un lado al determinar que todos los signos con duali­
dad de significado son metáforas potenciales, y restringién­
dola por otro, al diferenciar la metáfora del tropo.
Indispensable en una teoría analógica (tengamos en
cuenta que Turbayne aplica su investigación a los modelos
científicos), el hecho de la simulación no lo es tanto, o lo es
de otra manera, en la concepción diafórica.
El error de la mayoría de los enfoques aludidos, o su
simplicidad, radica en tener en cuenta solamente el ele­
mento focal y no los dos elementos en conexión. Richards
recalca esta conexión:28 «cuando utilizamos una metáfora
tenemos dos pensamientos de cosas distintas en actividad
simultánea y apoyados por una sola palabra o frase, cuyo
significado es un resultante de su interacción». La palabra
focal alcanza, en el contexto, un sentido nuevo más extenso
que cualquier término lateral por el que se le pudiese reem­
plazar. Es el contexto, y no el elemento focal, lo que cobra
relevancia, y en él la extensión de vehículo y tenor adquie­
ren un tono particularmente nuevo. En esta conexión de
las dos ideas es donde, dice Black, residen el secreto y el
misterio de la metáfora.29 Se trata de la interacción de dos
pensamientos en «actividad simultánea». Así es como tam­
bién Bedell Stanford habla de una integración de diversida­
des».30 Una metáfora «eficaz»,31 será aquella que pudiera
introducir cambios de actitudes, pues tendría el poder de
hacer ver algo desde la perspectiva de otra cosa indicada.
La metáfora sería una forma de organizar la visión, supri­
miendo detalles y acentuando otros. Black describe metafó­
ricamente la metáfora de esta manera:

28. I.A. Richards, ibíd., p. 93.


29. M. Black, op. cit., p. 49. M. Black distingue entre foco y marco de la metáfora
refiriendo lo primero a las palabras que en la exposición son utilizadas metafórica­
mente, y la segunda a las que no lo son.
30. W.B. Stanford, Greek Methaphor, Oxford, Blackwell, 1936, p. '01.
31. C.M. Turbayne, op. cit., p. 35.

104
Supongamos que miro el cielo nocturno a través de un
trozo de vidrio fuertemente ennegrecido en el que hayan
dejado sin ahumar ciertas líneas: veré entonces únicamente
los astros que puedan caer sobre las líneas preparadas pre­
viamente en tal pantalla, y los que vea se me aparecerán
organizados por la estructura de ésta. Podemos considerar
la metáfora como una pantalla semejante; y el sistema de
«tópicos acompañantes» de la palabra focal, como la red de
líneas trazadas sobre ella.32

Posiblemente se aclare más el sentido de la metáfora


recurriendo a una descripción metafórica que mediante su
análisis. Pero es posible que nos deje la sensación de que
algo falta, de que la idea no está expuesta.
La gran diferencia supuesta por Black entre las metáfo­
ras consideradas bajo el enfoque sustitutivo o comparativo
y las de interacción es que las primeras pueden ser sustitui­
das fácilmente por traducciones literales sin ninguna otra
pérdida que la de la estética o el gusto, pero ninguna de
carácter cognoscitivo; mientras que «de las de “interacción”
no cabe prescindir: su modo de funcionar exige que el lec­
tor utilice un sistema de implicaciones [...] como medio de
seleccionar, acentuar y organizar las relaciones en un cam­
po distinto; y este empleo de un "asunto subsidiario" para
ayudar en la penetración del "asunto principal" es una ope­
ración intelectual peculiar [...] que reclama que nos demos
cuenta simultáneamente de los dos asuntos, pero que no es
reductible a comparación alguna entre ellos».33
Black se queda corto. En principio, la metáfora es o
puede ser mucho más compleja en su «interacción», la cual
puede no ser de dos términos solamente sino de varios, o
de varias frases, o párrafos, reductibles o no a dos o más
términos. Ricoeur34 habla de «metáfora continuada», esto
es, de una red de enunciados. La metáfora se asemejaría en
este caso al modelo científico. En segundo lugar, si habla­
mos de interacción no cabe hablar de marco y palabra focal

32. M. Black, op. cit., p. 51.


33. Ttríd.,p. 55.
34. P. Ricoeur, La metáfora viva, Madrid, Europa, 1980, p. 327.

105
ni de asunto principal y subsidiario, ya que ambas partes
de la metáfora tendrían el mismo valor la una respecto de
la otra. El error, atribuible aún a la definición gramatical
de la metáfora, sigue estando en considerar un término
previo de mayor peso cognoscitivo. Finalmente, y como lo
tendrá muy en cuenta Wheelwright, no se trata de invalidar
la forma analógica o comparativa anteponiéndole la inte­
ractiva, ya que la interacción puede funcionar, y lo hace,
conservando la primera. Cuando es más eficaz la metáfora
es, dice Wheelwright, cuando se aúnan epífora y diáfora.
El carácter principal de la metáfora, puesto de manifies­
to de forma excelente en el análisis de la diáfora realizado
por este autor, podría sintetizarse en dos puntos: la nove­
dad y la multiplicidad. Es mediante la reunión — yuxtaposi­
ción— de distintos elementos como mejor podemos dar a
entender el carácter pluridimensional de lo real.
E. Jordán confirma lo anterior dando a entender35 que
la concepción analógica de la metáfora, aun asumiendo la
variedad de cualidades que la realidad ofrece, no advierte,
sin embargo, el significado esencial de esa variedad, a sa­
ber, su multiplicidad, la presencia simultánea de infinitos
fragmentos cualitativos susceptibles de síntesis. De la mis­
ma manera que la yuxtaposición — o interacción— de ele­
mentos en la naturaleza pueden hacer surgir nuevas com­
binaciones, la simbólica lingüística hace surgir nuevas cua­
lidades mediante nuevas sugerencias de sentido. «L a posi­
bilidad esencial de la diáfora», dice Wheelwright, «reside en
el hecho ontológico que de nuevas cualidades y significados
pueden aparecer, simplemente llegar a ser a partir de una
combinación de elementos no reunidos hasta entonces».36
La metáfora, como ya dije, no necesariamente tiene por qué
basarse en una similitud, sino que puede crearla. En este
sentido la define A. Henry como una intuición nueva que
partiendo de la imaginación alcanza la imaginación. Se tra­
ta de un acto contemplativo de lo fenoménico, «momento

35. E. Jordán, Essays in Criticism, Chicago, University of Chicago Press, 1952,


p. 113.
36. P. Wheelwright, op. cit., p. 87.

106
fecundo en el que se crea una síntesis que actualiza la inte­
racción de ambos factores».37 Y éste es también el sentido
que Heidegger le otorga, como vimos en capítulos anterio­
res, a la palabra poética: es creadora porque nombrando,
es decir, creando nuevas perspectivas, da existencia a los
entes. Y, si la existencia depende de la visión, la visión de­
pende a su vez de ese esfuerzo asociativo y sintetizador del
que el hombre tan fácilmente renuncia a hacer uso sin dar­
se cuenta de que así perpetúa el crimen más perfecto: la
existencia de un solo mundo posible.
Y la manera que tiene el poeta de abrir estas nuevas
perspectivas es creando contextos nuevos. Wheelwright ha­
bla de diáfora cuando el movimiento semántico «se produ­
ce al reunir ciertos aspectos de la experiencia (real o imagi­
nada) de un modo nuevo, que suscita un nuevo significado
por simple yustaposición».38 Mas los elementos yuxtapues­
tos en la diáfora no lo son precisamente en razón de su
semejanza (recordemos que Wheelwright recomendaba
traspasar lo obvio), sino —y esto tiene gran importancia—
de su distancia (señala distancia, separación y no precisa­
mente conjunción).
Ortega lo aclara de forma contundente: «La semejanza
positiva es la primera articulación del aparato metafórico,
pero sólo esto».39 Es un error suponer que consiste en una
aproximación asimilatoria de elementos dispares, y este
error lleva a ocultar su carácter auténtico, que sobrepasa
ampliamente la simple asimilación: metáfora «significa a la
par un procedimiento y un resultado, una forma de actividad
mental y el objeto mediante ella, logrado».40 Por primera vez
se nos aparece aquí en estas pocas palabras el factor esen­
cial: la actividad del sujeto. El sujeto no sólo «em plea» la
metáfora, sino que la «efectúa», la «actúa». La metafora es
ante todo un acto.
El error, según Ortega, ha consistido siempre en creer

37. A. Henry, op. cit., p. 85.


38. A. Wheelwright, op. cit., p. 79.
39. J. Ortega y Gasset, «Ensayos de estética a manera de prologo», en Obras
completas, Rev. de Occidente, 1964, vol. VI, p. 258.
40. Ibíd., p. 257. Subrayado por mí.

107
que toda metáfora encierra una semejanza real entre sus
elementos, cuando, en realidad, las semejanzas en las que
se apoya son y deben ser inesenciales, como veremos segui­
damente. La finalidad de la metáfora es la creación de un
objeto nuevo, pero no de carácter real: el denominado por
Ortega «objeto estético». La formación de este nuevo «obje­
to» se alcanza mediante dos operaciones sucesivas: 1.°, ani­
quilar el objeto real — o, mejor dicho, los dos objetos o tér­
minos de la metáfora— y 2°, dotarlo de una nueva cuali­
dad. Lo primero se consigue mediante el hallazgo de una
semejanza no relevante desde la cual afirmamos indebida­
mente la identidad absoluta de ambos términos. «Unidos
por una coincidencia de algo insignificante, los restos de
ambas imágenes se resisten a la compenetración, repelién­
dose mutuamente. De suerte que la semejanza real sirve en
rigor para acentuar la desemejanza real entre ambas cosas.
Donde la identificación real se verifica no hay metáfora.»41
Tenemos aquí otra característica fundamental: la metá­
fora no consiste en una identificación real. La similitud
apunta a la destrucción del objeto real. Ambos objetos se
fluidifican, pierden sus límites reales para adquirir los ca­
racteres de lo imaginativo. Es en la pura imaginación don­
de se fragua el nuevo objeto. «El resultado de esta primera
separación es, pues, el aniquilamiento de las cosas en lo
que son como imágenes reales [...]. Fuera de la metáfora,
en el pensar extrapoético, son cada una de estas cosas tér­
mino, punto de llegada para nuestra conciencia, son sus
objetos. Por eso, el ir hacia una de ellas excluye el ir hacia
la otra. Mas al hacer la metáfora la declaración de su iden­
tidad radical, con igual fuerza que la de su radical no-
identidad, nos induce a que no busquemos aquéllas en lo
que ambas cosas son como imágenes reales, como térmi­
nos objetivos»,42 sino en un nuevo objeto.
La segunda operación, una vez eliminada la limitación
de los objetos en cuanto reales, es la de insistir en proponer

41. Aunque por «objeto estético» entienda Ortega el resultado de una actividad
artística, sería preferible entenderlo aquí en sentido más amplio.
42. J. Ortega y Gasset, «Ensayo de estética...», p. 258. El subrayado es mío.

108
su identidad. La brecha está ya abierta: la unión de lo dese­
mejante se ha hecho posible con la destrucción de su rea­
lidad. Basta solamente con insistir para que la unión se
efectúe en otra dimensión, en otro «lugar», al que Ortega
llama «lugar sentimental» por ser aquella dimensión donde
las imágenes adquieren valor de presencia activa para el
sujeto.
Toda imagen obtiene, piensa Ortega, una doble dimen­
sión: le pertenece al objeto en cuanto que es imagen del obje­
to, y le pertenece al sujeto en cuanto que es imagen del
objeto en el sujeto. Hay, pues, una dimensión estática per­
teneciente al objeto, aun dentro del sujeto: su imagen, y
otra móvil, activa, que es el propio v e r esta imagen. No
advierte en principio el sujeto su acto de ver mientras se
está efectuando. Supongamos, como hace Ortega, que el
objeto en cuestión es un ciprés: «Si ha de convertirse, a su
vez, en objeto de mi percepción este ser o actividad mía,
será preciso que me sitúe, digámoslo así, de espaldas a la
cosa ciprés, y desde ella [...] mire hacia dentro de mí y vea
al ciprés des-realizándose, transformándose en actividad
mía, en y o . Dicho de otra forma, será preciso que halle el
modo de que la palabra “ciprés", expresiva de un sustanti­
vo, entre en erupción, se ponga en actividad, adquiera un
valor verbal».43 Esquematizando:

a ) Imagen del objeto (el objeto en mí): imagen del ci­


prés = y o-cip rés.
b) Estado ejecutivo de la imagen: actividad del yo; acto
de ver-algo = y o -v e r-cip ré s = «sentimiento».44

En la metáfora no se reemplaza una imagen por otra,


sino que, al ocupar ambas imágenes el mismo lugar, se
efectúa la sincronicidad evitando así la exclusión de cual­
quiera de ellas. Y no solamente no se excluyen, sino que se
compenetran. La transferencia de los términos de la metá­
fora es siempre mutua. Que un término ocupe el lugar de

43. Ibíd., p. 259.


44. Ibíd.., p. 260.

109
otro hace supone que el lugar no pertenece a ninguno de
ellos; por el contrario, el lugar «sentimental» es aquel lugar
de sincronicidad donde las imágenes se realizan — se verba-
lizan— en la propia actividad del sujeto (acordémonos de
la función actualizadora que para Aristóteles tiene la metá­
fora). Ortega niega que pueda tratarse de una dimensión
puramente intelectual, ya que ningún concepto puede com ­
partir el «lugar» de otro a no ser que signifique lo mismo,
en cuyo caso la transferencia resultaría vana. La metáfora
se realizaría, según él, en una dimensión extraconceptual.
La identidad «sentimental» es una incógnita, como la ma­
gia del arte, su irracionalidad, o mejor dicho, su arraciona-
lidad. «Cada metáfora es el descubrimiento de una le\ del
universo. Y, aun después de creada una metáfora, segui­
mos ignorando su porqué. Sentimos simplemente una
identidad, vivimos ejecutivamente el ser ciprés-llama.»45
La reclusión de esta unidad sujeto/objeto a un lugar
«sentimental» parece, en este artículo de Ortega, obstaculi­
zar la obtención, desde la metáfora, de contenidos cognos­
citivos. Como si a aquel lugar le perteneciese el silencio y la
pura actividad en consonancia. No ocurre así en la razón-
poética. Los horizontes abiertos por los sucesivos pasos de
«similitud / desemejanza / identificación» del proceso meta­
fórico suponen, frente a la verticalidad del discurso lógico,
la anticipación de contenidos nuevos. El «lugar sentimen­
tal» es una extensión fértil apropiada para el surgimiento
de toda innovación, sea por descubrimiento o por nuevas
comprensiones. El análisis orteguiano de este complejo y
estratégico proceder, a todas luces inconsciente, e\idencia
de forma inmejorable la dinámica que la energía mental
parece seguir en todo propósito inquisitivo, desde el asom­
bro y la curiosidad de la infancia a las indagaciones cientí­
ficas más sofisticadas. La posibilidad de una visión nueva
surge de un acercamiento entre dos términos o conceptos
de significación más o menos distante. Si se mantiene el
acercamiento a pesar de haberse comprobado que entre
ambos términos no existe semejanza real, o que la seme­

45. Ibíd,, p. 261.

110
janza hallada no basta para hacerlos sinónimos, se produce
entonces un salto cualitativo, dando lugar a una nueva ex­
presión que corresponde a una también nueva articulación
de la realidad. Esta expresión podrá, a su vez, servir de
base para posteriores articulaciones. Es precisamente en
este sentido que P. Ricoeur habla de la «metáfora viva»: la
innovación de sentido que supone la proximidad de cosas
hasta entonces distantes permite una nueva forma de ver.46
En este caso, la visión no es directa — y por «directa» debe­
ríamos entender: de acuerdo con las categorías dadas—
sino «una especie de visión estereoscópica en la que el nue­
vo estado de cosas sólo se percibe en el espesor del estado
de cosas dislocado por el error categoría!».47 Ricoeur llega a
esta consideración después de un análisis del enunciado
metafórico que dista muy poco del esquema orteguiano,
aunque —y esto es digno de mencionarse— no cite este
autor para nada a Ortega en obra tan ampliamente docu­
mentada. «Toda estrategia del discurso poético», dice, «se
juega en este punto: tiende a obtener la abolición de la refe­
rencia por la autodestrucción que se hace manifiesta por
una interpretación literal imposible. Pero ésta es sólo la
primera fase o, más bien, la contrapartida negativa de una
estrategia positiva; la autodestrucción del sentido, por la
acción de la impertinencia semántica, es sólo el reverso de
una innovación de sentido en todo el enunciado, obtenida
por la “distorsión” del sentido literal de las palabras. Preci­
samente esta innovación de sentido constituye la metáfora
viva».48 Autodestrucción del sentido literal por la imposibili­
dad lógica de mantener la proximidad («suspensión de la
referencia en primer grado»), distorsión del sentido y des­
doblamiento de la referencia (producción de una referencia
distinta)49 son, pues, las fases de un proceso con cuya
enunciación Ricoeur expone la tesis de que la poesía no
suprime la función referencial. Frente a la opinion de aque-

46. Cfr. P. Ricoeur, La metáfora viva, op. cit., p. 311.


47. Ibíd.
48. íbíd., p. 310. . •- j
49. Ricoeur distingue, con Frege, entre sentido: lo que dice la proposición; y deno­
tación o referencia: aquello sobre lo que se dice el sentido. Cfr. ibíd., p. 294.

111
líos que mantienen que la obra literaria tiene, como mu­
cho, connotación, pero nunca denotación, afirma que «lo
que sucede en poesía no es la supresión de la función refe-
rencial, sino su alteración profunda por el juego de la am­
bigüedad»,50 ambigüedad que afecta a todas las funciones
de comunicación: emisor, receptor, mensaje y referencia.
Gracias a la ambigüedad, el lenguaje tiene la posibilidad
de desviarse del uso ordinario y de adquirir «una fuerza de
designación que escapa a la alternativa de lo denotativo y
de lo connotativo»,51 superando así la contradicción que su­
pone la tajante distinción positivista entre lo evidencia! de los
hechos y la «subjetividad» de los contenidos emocionales.
A lo que se remite el carácter cognoscitivo de la referen­
cia metafórica, según Ricoeur, es, en definitiva, a la inter­
pretación de los conceptos de «verdad» y de «realidad».
Esencialmente paradójica en su proceso de obtención, pues
entraña la unión de un no-es literal con un es a pesar de
ello, la metáfora es también esencialmente innovadora. La
cópula metafórica, el es como, tiene la doble función de
marcar la distancia lógica y la relación tensional entre lo
mismo y lo otro.
El análisis del juego metafórico se confunde así con
algo mucho más originario: el funcionamiento elemental y
característico de la mente en su propiedad más esencial:
conocer. Cuando los teóricos de la ciencia afirman que
toda interpretación (y por tanto toda «visión») está cargada
de teoría, están diciendo que todo acto cognoscitivo está
condicionado, que la mente «ve» reciclando elementos de
teorías en vigor. Innovar no consiste, por lo tanto, en ver
cosas que nadie ha visto nunca, sino en disponer o articu­
lar los elementos de manera distinta. La innovación es una
nueva disposición.
La creación es algo más o algo distinto. Crear no es algo
que el hombre pueda hacer desde la nada, porque no es
capaz de ver sin prejuicio. Crear es una particular actitud
que lleva a un resultado, el cual es siempre una visión. Que

50. Ibíd., p. 302.


51. Ibíd., p. 307.

112
Dios crea el mundo desde la nada significa que Dios ve:
una visión absolutamente nueva, una visión sin memoria.
Puede decirse que la metáfora es la forma por la que el
hombre puede aproximarse más al acto de creación.
El «lugar» propio de la innovación, ese hueco de posibi­
lidad abierto en el centro de lo que hemos convenido en
llamar «imaginación» y que, a pesar de los muchos nom­
bres que pudieran dársele, permanecerá tras ellos incalifi­
cable y misterioso, no admite restricciones ni distinciones
entre «lo poético» y «lo científico», pues es aquello que per­
mite nuestra caleidoscópica y multidimensional relación
con el mundo. Y es por la existencia de tal «lugar» que
adquiere peso y vigor el consejo de Feyerabend, según el
cual «hay que permitir que los mitos, que las sugerencias
lleguen a formar parte de la ciencia y a influir en su desa­
rrollo. N o sirve de nada insistir en que carecen de base
empírica, o que son incoherentes, o que tropiezan con he­
chos básicos [...]. Después de todo, la base evidencial, la
adecuación a lo fáctico, la coherencia, son algo producido
por la investigación y, por tanto, algo que no puede impo­
nerse como precondición de ella».52

2. Universos metafóricos

Existe cierta tendencia a considerar equivalentes el sím­


bolo y la metáfora, o a pensar que la metáfora es la expre­
sión lingüística de una relación simbólica. La diferencia en­
tre ambos estriba, según M. Le Guem, en la función que
desempeña la imagen en cada caso: «en la construcción
simbólica», constata, «la percepción de la imagen es nece­
saria para captar la información lógica contenida en el
mensaje [...]. En la metáfora, por el contrario, este interme­
diario no es necesario para la transmisión de la informa­
ción».53 Por ello, la imagen simbólica requiere la intelectua-
lización de la analogía, mientras que a la imagen metafóri­

52. P. Feyerabend, Adiós a la razón, Madrid, Técnos, 1984, p. 108.


53. M. Le Guem, op. cit., p. 49.

113
ca le basta con despertar la imaginación o la sensibilidad.
En la relación simbólica nunca se interrumpe el enlace que
hay entre el significante del término que simboliza y el ele­
mento simbolizado. A diferencia de la metáfora, el símbolo
es una representación analógica que mantiene viva la con­
ciencia de que el término que simboliza es atribuido de
forma ficticia al objeto simbolizado.
Por el mismo razonamiento, puede decirse que los uni­
versos simbólicos se diferencian de los universos metafóri­
cos en que éstos superan la simple relación analógica. En
la actividad simbólica no habría innovación a partir de la
fusión de elementos analógicos, sino construcción de ma­
pas equivalentes. Por supuesto, mayor sería el valor creati­
vo de dicha actividad cuanta más amplia fuera la superficie
equivalente. Quiero decir con esto que estos modelos de la
realidad no deben considerarse carentes de valor, en cuan­
to a creatividad se refiere, por el hecho de ser representa­
ciones, pero que dicho valor estará en proporción con el
grado de independencia que el modelo tenga con respecto a
las representaciones anteriores y con su capacidad de inte­
gración de elementos nuevos. El valor creativo de un mode­
lo depende de la coherencia de sus elementos y de su am­
plitud comprensiva. Esto último es válido también para los
universos metafóricos. Estos son innovaciones hechas a
partir de una superposición de elementos o de modelos ya
dados. En vez de proponer un modelo paralelo a los ante­
riores, se forma un modelo que los engloba y que pretende
superarlos, por así decirlo, de una manera «indirecta» o
«lateral», pues la superación, de darse, se habría producido
fuera de las coordenadas o de la línea de progresión de
cualquier modelo precedente. De ahí que los universos me­
tafóricos sean factores determinantes de una cultura, pero
de ahí también que representen un peligro por la facilidad
con que se les puede convertir en la única realidad posible.
Esto ocurre a menudo cuando la metáfora se deteriora:
cuando mengua su actividad hasta que se paraliza y se
transforma en concepto — en este caso, en un universo con­
ceptual— . Este peligro no es pernicioso siempre y cuando
se entienda que esta paralización corresponde a una fase

114
necesaria de la actividad comprensiva del hombre, que la
detención le es tan necesaria para esta comprensión como
el cambio que supone la actividad de las metáforas, que
este avanzar deteniéndose es su manera de hacer la his­
toria. N o sería pernicioso, repito, siempre y cuando no se
le otorgue a la metáfora muerta valor de «verdad» o de
«realidad».
Para que exista una relación simbólica o metafórica no
es preciso postular la existencia de una realidad fundamen­
tal a la que todas las construcciones de universo repre­
sentarían. Una construcción puede ser perfectamente sím­
bolo — mediador— entre otras dos. Así, los constructivistas
hablan de coexistencia de una pluralidad de universos legí­
timos mutuamente o sucesivamente referenciables. Todo
referente de una construcción sería, a su vez, una construc­
ción y las construcciones son «reales» en sí mismas ya que
la realidad no se diferencia del significado. Los universos
simbólicos formarían una larga cadena, los últimos de cu­
yos eslabones no anularían a los anteriores, sino que los
representarían. Según la visión constructivista no tiene por
qué existir ninguna realidad originaria a la cual deban co­
rresponder las interpretaciones.54 Éstas se elaboran a partir
de interpretaciones anteriores. Que esta larga cadena se
origine en la elaboración mítica o deba de considerarse un
regreso ad infinitum no es una cuestión relevante para el
constructivismo. Más importante es averiguar los modos en
que se lleva a cabo la construcción de universos. «El poder
para recrear la realidad», afirma J. Bruner,55 «para reinven-
tar la cultura [...] es el punto donde una teoría del desarro­
llo debe comenzar su discusión sobre la mente». Y no sola­
mente una teoría del desarrollo, sino, me atrevo a decir,
toda teoría del pensamiento y toda epistemología. Y el pri­
mer foco de atención, por ser el núcleo de ese poder de
recreación, debería ser la actividad metafórica.

54. Si quisiéramos restringir el uso del símbolo a la mediación entre una realidad
nouménica y su representación haríamos del símbolo un instrumento para la con­
cepción verdad/adecuación.
55. J. Bruner, Realidad mental y mundos posibles, Barcelona, Gedisa, 1988,
p. 152.

115
Sin embargo, es difícil creer que se pueda averiguar
algo acerca del poder de recreación cuando aquello sobre
lo que ese poder actúa permanece absolutamente descono­
cido. La realidad cotidiana, aquella con la que topamos
continuamente está tan lejos de corresponder a un universo
«fáctico» como a «realidades» metafísicas. Tratar de com­
prender la realidad que nos es dada se parece al vano in­
tento de construirse un barco de agua en mitad del océano
sin saber nadar. N o es necesario indagar más allá de lo
inmediato para reconocerse indigente cognoscitivamente
hablando.
El universo zambraniano admite la existencia de un re­
ferente intraducibie. Su teoría de la persona está elaborada
dentro de un contexto metafísico que se sostiene sobre da­
tos tan inmediatamente dados a la conciencia como pue­
dan serlo — si es que pueden— los datos sensibles. Son fe­
nómenos de la conciencia que conforman a la persona al
mismo tiempo que conforman en ella el mundo que le ro­
dea. La propuesta de una teoría de un ser-haciéndose con­
trasta, por su carácter dinámico, con esa realidad referen-
cial a la cual tendríamos tendencia a suponer inalterable.
No obstante, tiene lugar, en este universo zambraniano,
una superposición temporal que aúna la «verdad» entendi­
da como modelo inmóvil y eterno con la «verdad» existen­
cia!, esa verdad que es lo que simplemente se realiza por­
que se realiza, la verdad como acto. Esta unión se efectúa
en un lugar — el de la simultaneidad— donde la presencia
— el presentarse de los entes— es «realidad» absoluta: tem­
poral y atemporal a la vez. Esta superación de dicotomías
fundamentales no puede establecerse mediante relación
simbólica alguna. Ocurre en un ámbito propiamente meta­
fórico. La teoría de la construcción metafórica de la perso­
na que expondré seguidamente corresponde a este mismo
principio de superación dinámica de las dicotomías.
Pero antes será conveniente considerar la metáfora
como núcleo del lenguaje tensivo y tratarla atendiendo a
las características que, con fines descriptivos, y a modo de
hipótesis de trabajo, podría atribuírsele a la realidad.
«N o hay caminos que lleven de la gramática a la metafí­

116
sica», afirma Black;56 basta con que el lenguaje sea apto
para expresar lo fáctico. Pero, ¿acaso las construcciones
significativas del universo factual no constituyen todas ellas
el mayor homenaje a la metafísica? ¿No son acaso los «he­
chos» un cúmulo de metáforas muertas? Y, si nos bastara
con expresar lo que nuestra cultura analítica entiende por
fáctico, ¿no nos quedaríamos mudos frente a gran parte de
las circunstancias vitales que no gozan — ¿por consenso?—
de naturaleza factual?
Para Zambrano no sólo existe el camino de la gramática
a la metafísica, sino que en ello radica precisamente su em­
peño: en expresar mediante la palabra dimensiones que,
por no acceder al campo de lo fáctico, no han tenido dere­
cho a ser objeto de conocimiento y, menos aun, de consen­
so. Ella se encarga de mantener abierto dicho camino, in­
cluso frente a la posibilidad de que, como en las selvas ocu­
rre, vuelva a cerrarse tras su paso. El ser humano, según
ella, tiene ante sí una tarea: «ha de fijarse una extraña rea­
lidad, la del propio sujeto, la del ser que ha cobrado, por la
vida y merced a ella, la realidad propia».57 La realidad, tan­
to si nos referimos a la exterior como si lo hacemos a los
fenómenos de la experiencia interna, psíquica o espiritual,
tiene siempre, para el sujeto que, padeciendo el tiempo, la
contempla, carácter huidizo; es realidad viva. Reducida a
hechos predeterminados, pierde movilidad y se hace objeto
del lenguaje positivista o lenguaje cerrado; o, mejor dicho,
tal lenguaje objetiva positivamente la realidad: le otorga
una posición.
Ciertamente, cualquier lenguaje, por ser mediador, ocul­
ta parcialmente lo que pretende desvelar. Al utilizarlo se
corre el peligro no sólo de reducir la realidad a conceptos,
a esquemas ficticios, sino de que estos esquemas corres­
pondan más a la articulación del propio pensamiento que a
la de la realidad. Podría optarse, como parece hacerlo el
constructivismo, por una especie de kantismo dinámico:
dejar de lado la pregunta por una realidad nouménica y

56. M. Black, op. cit., p. 27.


57. M. Zambrano, Claros del bosque, op. cit., p. 58.

117
fijamos tan sólo en otra «realidad»: el pensamiento, sus ar­
ticulaciones, su poder de «creación». Podríamos considerar
las formas mentales no como meras representaciones, sino
como formas de visibilidad. Pero éstas serían, al fin y al
cabo, una «realidad» tan poco tangible como cualquier
otra, y a la hora de ser descrita lo sería también simbólica­
mente.
No es necesario darle a la realidad carácter nouménico
para atribuirle esta esencia: el misterio. La realidad se nos
presenta en la experiencia como «verdades vivas», totalida­
des complejas que se resisten a ser definidas, pero que, sin
embargo, piden ser expresadas. Para Wheelwright, el len­
guaje que las representa debe también estar vivo, debe ser
lenguaje abierto. Pero no es suficiente, dice, con que un len­
guaje sea abierto; para que no sea vago, ambiguo e ineficaz
debe tener valor potencial, debe ser lenguaje tensivo (tensi-
ve), expresión esta que denota a la vez tensión, intensidad e
intencionalidad. Sólo el lenguaje tensivo es apto, según él,
para representar la tensión vital y la realidad bajo sus
aspectos tensionales. «Las principales características de la
realidad viviente», escribe, «parecen ser tres: es presencial y
tensiva; es unitaria y se caracteriza por la compenetración
de sus elementos, y es, finalmente, perspectiva, y por ello
latente, y se nos revela sólo de manera parcial y ambigua y
a través de una oblicuidad simbólica».58
Aunque éstos no sean, por supuesto, los únicos aspectos
bajo los cuales la realidad pueda ser concebida, adoptaré
aquí esta triple dimensión teórica — analítica en su forma a
pesar de todo, y tan parcial como otras a las que conde­
na— con la intención de mostrar cómo el lenguaje tensivo
—y en él específicamente la actividad metafórica— es el
medio más adecuado para manifestar, expresándola, esa
otra realidad: el ser del hombre, la cual puede entenderse
igualmente, como veremos, bajo estos tres aspectos que va­
mos a tratar.

58. Ph. Wheelwright, op. cit., p. 156.

118
a) Perspectividad

La historia de la filosofía — y de la conciencia— se ha


sostenido, decía Ortega,59 sobre dos grandes metáforas: la
primera, la del sello que imprime su huella en la cera, su­
pone al hombre inmerso en el universo, en relación el uno
con el otro. Es la metáfora del realismo. En la segunda, la
del idealismo, la tabla cerina y el sello son sustituidos por
un contenido y un continente; las cosas son ideas conteni­
das en la conciencia. En este último siglo, la filosofía pare­
ce haber hallado una tercera gran metáfora: el hombre es
luz que alumbra el universo y, lo que es más, sabe que lo
es. La perspectiva vital ha sido considerada como la forma
en que Ortega entiende y propone esta tercera metáfora.60
Ortega entiende que lo real no corresponde nunca a la
idea, siempre parcial, que tenemos de ello. Las ideas son
irrealidades. Por tanto, decir que la realidad es perspectiva
es hacer una metáfora; la realidad no es propiamente pers­
pectiva; la perspectiva la pone el pensamiento, y esto es
inevitable. Todo pensar es necesariamente metafórico y
abstracto: abstraído de la realidad, o sea, irreal. La vida
humana, su cotidianeidad, no alcanzará nunca a enmar­
carse en la abstracción del pensamiento por la sencilla ra­
zón de que lo que en ella está «a la vista» es sólo el contor­
no; todo lo demás conforma un contenido latente, al que
Ortega denomina horizonte. Es sobre este horizonte que la
atención destaca en cada momento la circunstancia ade­
cuada al proyecto vital de cada individuo en función de un
enjambre de sensaciones vitales (apetitivas, emotivas, ha­
bituales o convenientes) a las que engloba bajo el término
corazón.
Mucho antes que Ortega, la noción de perspectiva había
sido elaborada por Nietzsche. La perspectiva era, según él,
un engaño necesario para la vida. Esta capacidad de enga­
ño, voluntariamente utilizada, es la que hace del hombre
ese «animal fantástico» creador de los mitos que le simpli­

59. J. Ortega y Gasset, «Las dos grandes metáforas», p. 617.


60. A. Rodríguez Huesear, op. cit., p. 115.

119
fican la vida, y es también la matriz de donde surge toda
óbra de arte.61
Otra manera de entender el perspectivismo es la de Zu-
biri, quien considera62 que, si en la primera gran metáfora
el hombre era un trozo de universo y en la segunda un algo
donde el universo es contenido, era perentorio considerar
el ser del hombre como «luz que alumbra el universo». Fiel
a la indicación de Heidegger según quien no son las cosas
las que están fuera del pensamiento, sino el pensamiento el
que existe fuera de las cosas, la existencia humana habría
de ser la luz que hace que las cosas sean, porque, como
decían tanto Aristóteles como Platón, las cosas son real­
mente en la luz. Para Zambrano, la existencia del hombre
se resuelve finalmente en la «fuente» de esa luz. Asimilado
el legado de Ortega y el de Zubiri, Zambrano añade a la
complejidad de la realidad y de la vida la explicitación de
su carácter misterioso. La realidad, en sus innumerables
facetas, y ese «otro lado» que siempre adivinamos o supo­
nemos detrás de lo que vemos, permanece, a pesar de los
espejos de la ciencia o del arte, parcialmente inasible.
Y no es extraño, pues, como indica N. Goodman,63 hay
tantos modos de ser del mundo como modos hay de expre­
sarlo, verlo, describirlo. Y ninguno de estos modos de ser
es el modo de ser del mundo. Lo que equivale a decir que
el hecho de que el mundo se predique de diversas maneras
no da derecho a suponer que el mundo es de una determi­
nada manera. Sin embargo, puede decirse que el mundo es
de diversas maneras, siendo así que el hombre es un ser
condenado a captarlo, verlo, entenderlo, describirlo, sola­
mente en uno u otro de sus modos. Pero, consecuentemen­
te, cada hermeneuma o interpretación (en terminología de
Goodman) será «real», será el mundo verdadero, y poco
importa que exista o no, fuera de ellos, un mundo original.
El hombre, según esta nueva versión del perspectivismo,

61. Para este tema, consultar el trabajo ya clásico de H. Vahinger, La voluntad de


ilusión en Nietzsche, Valencia, 1980 (Cuadernos Teorema, n.° 36).
62. X. Zubiri, «Hegel y el problema metafi'sico», Cruz v Rava (Madrid) (abril
1933).
63. N. Goodman, «The way the World is», Review o f Methaphisics, X IV (1960).

120
pasa de ser intérprete a ser creador de realidad. Y ésta po­
dría ser otra modalidad de la tercera gran metáfora, o tal
vez una cuarta: el hombre ya no sería luz que alumbra lo
que hay, sino agua viva azotada por el viento. Al encrespar­
se refleja el cielo en cada uno de sus infinitos y cambiantes
espejos. Cada una de esas imágenes es tan real como el
agua misma, que reflejándose a sí misma refleja el cielo y
reflejando al cielo se refleja a sí misma infinitamente. Es
tradición en las diferentes escuelas del budismo considerar
el espíritu como el agua tranquila de un estanque. Los pen­
samientos son el viento que la agita. Al serle preguntado a
un maestro qué pasaría si no hubiese viento, él se echó a
reír: tampoco habría espíritu, dijo. La solución es fácil: el
agua y el viento son la misma cosa.
La creación de realidades no es una actividad solitaria;
se crea en sociedad, igual que se hacen las culturas, las
cuales son expresiones ordenadas de las realidades. N o hay
realidad independiente como no hay mirada absolutamente
descondicionada. «Los mitos del ojo inocente y del dato
absoluto», afirma Goodman, «son cómplices terribles. Am ­
bos derivan de, y la favorecen, la idea del conocimiento
como proceso de la materia prima captada por los senti­
dos, como si esta materia prima fuese recuperable, ya
mediante ritos de purificación, ya mediante una desinter­
pretación metódica».64 Desestimada la recuperación de las
formas, hay, sin embargo, una manera de conjurar la reali­
dad, de lograr su presencia en su indefinible totalidad, utili­
zando la metáfora como diagrama y un centro íntimo de
quietud como lugar de ceremonia. Si se trata de extender
los límites de la imaginación o de averiguar cuáles son es­
tos límites, si es que realmente los hay, el lenguaje meta­
fórico parece el más adecuado para conseguir ensanchar
continuamente superficies visibles, abriendo nuevas pers­
pectivas horizontales, esto es, no hacia un conocimiento
acumulativo, sino extensivo.

64. N. Goodman, Los lenguajes del arte, Barcelona, Seix Barral, 1976, p. 26.
b) Unidad

Por «unidad» se hace referencia, en primer lugar, a la


distinción ficticia, aunque intelectualmente indispensable,
entre sujeto y objeto. Es obvio que a la realidad no le perte­
necen los límites exactos que el pensamiento quiere atri­
buirle. La belleza de la rosa no está ni en la rosa, ni en el
ojo que la contempla, sino en ambos a la vez. Este proble­
ma sería lo que la razón-poética procuraría solventar tras el
intento de la «razón vital» por superar esta nuestra difícil
herencia del racionalismo.
En segundo lugar, la unidad hace referencia al carácter
metamórfico de la realidad. La multiplicidad de lo real es
vivida comúnmente de manera fragmentaria. La cualidad
del poeta consiste precisamente en saber utilizar esa capa­
cidad asociativa que logra ofrecer una visión múltiple den­
tro de la unidad. Así lo expresa Eliot: «W hen a poet’s mind
is perfectly equipped for its work, it is constantly arnalga-
mating disparate experience; the ordinary man's experience
ir chaotic, irregular, fragmentary. The latter falls in love, or
read Spinoza, and these two experiences have nothing to
do with each other, or with the noise o f the typewriter or
the smell o f cooking; in the mind o f the poet these expe­
riences are always forming new wholes».65 Nuevas totalida­
des surgen de lo múltiple; ésta es la función metamórfica
del lenguaje poético: su capacidad de transformación. M e­
táfora es principalmente metamorfosis y, con ello, plasma-
ción por presentación— de la realidad. La metáfora in­
crementa nuestra capacidad de comprender la realidad al
enfrentamos con su carácter esencialmente metamórfico.
El juego de las metamorfosis, dice Zambrano, le pertenece
a los dioses; es la cualidad de lo sagrado, de todo lo numi-
noso que lo real encierra. El sentido de la metáfora no debe
buscarse en sus términos, ni en el resultado de su análisis
lógico, sino en la capacidad de transformación que com­
porta. Apunta a un poder — la vis poética, según la expre­

65. T.S. Eliot, «The Methaphisical poets», en Selected Essays, Londres-Boston


Faber, 1980, p. 287.

122
sión acuñada por Urban— que emerge de lo que llamamos
imaginación y se ofrece en el lenguaje; o, más que emerger,
podría decirse que es el substrato mismo de la imagina­
ción. La poesía parece ser resultado de las imbricaciones
de la imaginación, de la acción de unas figuras sobre otras
basándose en la capacidad metafórica. Identificando metá­
fora y metamorfosis puede resumirse esta idea. El carácter
esencialmente metamórfico de la realidad lo es también de
toda creación poética. Y, si fuera preciso que, como supo­
nía el racionalismo, la realidad tuviera una estructura más
o menos similar a nuestro pensamiento para poder ser cap­
tada por él, la metáfora ofrecería, con la metamorfosis de
sus signos, un modelo perfecto de la perenne metamorfosis
de lo real.

c) Presencialidad

Por presencialidad se entiende el carácter absoluto y ple­


no con que la realidad se nos ofrece. La presencialidad tie­
ne a la vez sentido de presencia (estar) y presente (actuali­
dad). Wheelwright entiende por «presencial» un mundo de
presencias ocultas. Es el «todo está lleno» de Tales, lo sa­
grado que lo real encierra. Es también lo que R. Otto de­
nomina lo «numinoso»; lo «divino» vivenciado como pre­
sencia.
La presencialidad es una propiedad compartida tanto
por el sentimiento poético como por el espíritu mítico, por
cuanto que ambos revelan la presencia de lo «sagrado» que
late en las cosas, la «vida nouménica». Zambrano se refiere
expresamente a la metáfora como definición de una reali­
dad inasible y supervivencia de una sacralidad anterior al
pensar.66 El mundo del hombre mítico es un mundo exten­
so donde se mezclan elementos imaginativos, fantásticos,
con el sentimiento incuestionable de una fusión íntima de
lo propio — para él inadvertido como propio— y el mundo.
Es la metáfora un modo de recuperación de esta primitiva
unidad, es «manera de presentación de una realidad que no

66. Cfr. M. Zambrano, Hacia u n saber..., ed. cit., 1987, p. 50.

123
puede hacerlo de mcxio directo; presencia de lo que no pue­
de expresarse directamente, ni alcanzar definición racio­
nal. La metáfora es una definición que roza lo inefable».67
Presentación que nos permite la aprehensión: «La metáfora
es un procedimiento por cuyo medio conseguimos apre­
hender lo que se halla más lejos de nuestra potencia con­
ceptual».68
Toda presencia es un misterio. Lo misterioso no puede
ser analizado, sino solamente presenciado; cuando se ofre­
ce a la investigación se convierte en problema, y para ello
requiere ser conceptualizado. El enigma, por ello, siempre
es susceptible de respuesta. En esto consiste la diferencia
entre misterio y enigma. Lógicamente, Aristóteles no podía
aceptar la condición de lo misterioso; para él toda oscuri­
dad debía poder ser alumbrada. Por ello hablaba de enigma
(aivry]J.a) como de adivinanza cuando definía la metáfora
como «voz peregrina» (^eviKÓv ovo|ia), esto es: «que se
aparta de lo usual». «Si uno lo compone todo a base de
metáforas», decía, «habrá enigma» y «la esencia del enigma
consiste en unir, diciendo cosas reales, términos irreconci­
liables».69 Lo irreconciliable es precisamente ese absurdo,
esa imposible conciliación o identificación de las diferen­
cias de la que hablaba Ortega, capaz, al ser forzada, de
producir algo absolutamente nuevo.
El enigma en su condición de misterio, esto es, imper­
meable a toda lógica, es condición del salto cualitativo;
«mirar todo el cosmos no es una cuestión de cantidad, sino
de cualidad [...]; debemos encontrar el cosmos en nosotros
mismos, más allá de las concepciones. Entonces podemos
alcanzar la armonía perfecta».70 Estas palabras de un maes­
tro del budismo zen describen inmejorablemente, como lo
suelen hacer los haiku y las enseñanzas de esta escuela del
budismo, lo que se entiende por presencialidad. El mirar se
reduce — o se restituye— a una «condición-estado interior».
Se trata de una manera de mirar no objetual, desenfocada

67. , p. 41.
68. J. Ortega y Gasset, «Las dos grandes metáforas», op. cit., p. 604.
69. Aristóteles, Poética, 1458 a, 25-27.
70. T. Deshimaru, El canto del inmediato Satori, Barcelona, Visión, 1981, p. 27.

124
(«ver sin ver, oír sin oír, pensar sin pensar...») capaz de
abarcar, por su ausencia de intencionalidad, simultánea­
mente, la figura y el fondo. Se requiere para que esto su­
ceda una atención y una concentración abiertas, donde el
foco de atención sirva solamente de referente para el estar
del ser personal, el cual a su vez se pierde una vez lograda
la presencia total. El misterio, también aquí en el zen, pasa
entonces de pertenecer al noúmeno a pertenecer al fenóme­
no, pero no al fenómeno como sustantividad, sino como
acontecer. Es el budismo z,en, en este aspecto, una puesta
en práctica de la más pura fenomenología heideggeriana.
El fondo accede a la superficie mediante su «presencializa-
ción». Uno de los más conocidos sutras del canon sánscrito
del budismo mahayana, el Hridaya Prajña Paramita, dice:
«los fenómenos (skandhas) no son diferentes del vacío
(.sunya); el vacío no es diferente de los fenómenos»; o según
la versión japonesa que identifica el despertar (satori) con
el estado de vacuidad (sunyata): «las ilusiones no se dife­
rencian del despertar; el despertar no se diferencia de las
ilusiones». Es preciso tener en cuenta que los fenómenos
son, para la concepción oriental, ilusorios, mientras que el
noúmeno, o la esencia de las cosas, es vacío. Vacío no debe
ser entendido en sentido nihilista. Sunya (en sánscrito) o
Ku (en japonés) es «vacío de determinación»; es lo inalcan­
zable; « “inalcanzable” significa hallarse más allá de la per­
cepción, más allá de la captación, pues el vacío está en el
otro lado del ser y del no-ser».71 El vacío trasciende, es pre­
vio y subyace bajo la dualidad; es el Absoluto, también lla­
mado Talidad (Tathatá). N o se trata de la «talidad» en el
sentido que le da. Zubiri,72 sino como realidad radical, una
realidad que está más allá del ser y del no-ser, del bien y
del mal, más allá de la conciencia separadora. El budismo
propone una manera no racional de recibir al mundo en su
(to)talidad mediante una comprensión no re-presentativa
sino presentativa.

71. D.T. Suzuki, La doctrina Zen del inconsciente, Buenos Aires, Kier, 1977, p. 63.
72. Según Zubiri, la esencia es esencia en el orden de la talidad, esto es, que la
realidad física de la esencia es la manera de estar «construida» la cosa real como «tal»
(Sobre la esencia, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1972, pp. 361-375).

125
El despertar o satori es un darse cuenta, un awareness:
«Satori, en realidad, designa la manera repentina e intuiti­
va de ver en el interior de cualquier cosa, ya sea recordar
un nombre ya olvidado o entender los principios más pro­
fundos del Budismo».73 Sólo que ocurre de manera espon­
tánea, fuera de toda intención, así como tradicionalmente
se admite entre los investigadores de Gran Bretaña que tie­
nen lugar los descubrimientos científicos: en momentos en
que la actividad voluntaria de la mente queda reducida al
mínimo (los momentos de «las tres b»: bath, bed y bus),
momentos en los que la actividad reflexiva deja lugar a una
auto-ordenación de los contenidos cerebrales. El secreto de
las prácticas de dhyana (meditación) en este caso consisti­
ría en lograr voluntariamente este estado propicio y en
mantenerlo.
La presencialidad no supone, pues, ningún tipo de ex­
plicación, porque toda explicación lo es de algo concreto,
de una faceta determinada de la realidad. Las explicacio­
nes, como las informaciones acerca de algo o de alguien,
son siempre «periféricas». La presencialidad, por el contra­
rio, es una visión espontánea y global, vulnerable, precisa­
mente y sobre todo, a las explicaciones y a las preguntas.
Dar a entender la realidad en su presencialidad es tarea del
lenguaje tensivo y, más propiamente, del poético-tensivo.
Comunicar totalidades es tarea que precisa de un sistema
de comunicación más próximo a la señalización que a la
traducción y, en el caso en que la expresión sea verbal,
requiere formas transgresoras del propio sistema lingüísti­
co. Las estructuras metafóricas, cuando son utilizadas con
este fin, no pueden ser consideradas como visiones imper­
fectas, erróneas o parciales de la realidad. Cada visión es
perfecta en sí misma, y es completa porque no es un
«com o si», no tiene carácter representativo, sino mostrati-
vo. Decir que la realidad es «la rama de sauce movida por
el viento» o «el canto de un pájaro en la mañana fría» no
es ni un acertijo ni una expresión simbólica; decir esto es
decir toda la realidad, no representarla.

73. A. Watts, El camino del Zen, Barcelona, Edhasa, 1977, p. 193.

126
Hay una simplicidad en la presencia, porque, visto des­
de un criterio holístico, las totalidades gozan de la mayor
simplicidad.74 Pero la simplicidad siempre ha sido de difícil
comunicación. Se requiere un lenguaje sumamente mostra-
tivo y no particularizado, capaz de armonizarse con la ca­
pacidad comprensiva del receptor. Se requiere un lenguaje
«em pático», es decir, mediante el cual se logre la necesaria
empatia. «Toda respuesta», dice Wheelwright, «toda corres­
pondencia genuina es imaginativa, como toda genuina ima-
ginatividad es respuesta, correspondencia. Una auténtica
obra de arte suscita esa respuesta en el contemplador o el
oyente, y al hacerlo revela presencias de modos nuevos e
imaginativos. Es un trance en el que la obra de arte funcio­
na metafísicamente, y el único sentido en que el arte tiene
algún derecho, como tal arte, a ser metafísico».75 Este pá­
rrafo, rico en sugerencias, nos da a entender: a) que la me­
tafísica tiene un cometido: el de revelar presencias; b) que
la presencia se revela mediante la función imaginativa al
procurar relaciones nuevas; c) que el arte funciona de di­
cho modo, y más propiamente el poético. De lo cual pode­
mos deducir las siguientes conclusiones: a) que el arte tie­
ne, entre otras, una función metafísica; y b) que, siendo
toda correspondencia imaginativa, el arte es corresponden­
cia, respuesta, comunicación. Y, en conclusión: que el arte
— y en particular la poesía— tiene la capacidad metafísica
de revelar (comunicar intersubjetivamente) presencias (lo
«sagrado»). En otras palabras: el lenguaje poético — y prin­
cipalmente la metáfora— sería la forma privilegiada de co­
municación intersubjetiva de «lo sagrado». El arte como
poíesis o capacidad creadora asume, pues, totalmente esta
propiedad mediante el uso de la palabra poética, creando
estructuras metafóricas que a su vez serán utilizadas como
vehículo de otras nuevas metáforas que reflejarán, como el
agua azotada por el viento, esa realidad de la que cada
hombre es una simple gota.

74. No estarían de acuerdo en esto los empiristas, que consideran la totalidad


como suma de particulares a los que correspondería la cualidad de lo simple.
75. Ph. Wheelwright, op. cit., p. 158.

127
3. Metáfora y acción esencial

Hemos visto en qué consiste la metáfora desde el punto


de vista semántico y su función «descubridora» de la reali­
dad. Probablemente la realidad más difusa y problemática,
más difícil de cercar en virtud de nuestra falta de perspec­
tiva, esa la del ser mismo del hombre y su hacerse. El pro­
pósito de este trabajo en este capítulo es indagar el papel
creador de la actividad metafórica en el descubrimiento de
la persona, en su autocreación, en aquel proceso de la con­
ciencia que ha sido descrito como realización del ser del
hombre, y ver cómo la práctica metafórica puede activar el
conocimiento de este ser y guiarlo a través de su historia.
Nos detendremos en la consideración de dos dimensio­
nes en las que dicha capacidad creadora se manifiesta:

a) La dimensión especular descriptiva de la metáfora: la


metáfora como desvelación de los contenidos de las
zonas oscuras mediante el trabajo simbólico del in­
consciente.
b) La dimensión constructiva de la metáfora: la metáfora
como creación de la persona a través de sucesivas
identificaciones.

Para ello me ceñiré a dos esquemas de trabajo, respecti­


vamente:

a) Para la dimensión especular, atenderé a las caracte­


rísticas de la realidad susceptibles de ser expresadas
mediante el lenguaje metafórico: perspectividad, uni­
dad y presencialidad.
b) Para la dimensión constructiva, me centraré en el
esquema orteguiano:
sim ilitud / desemejanza / identificación
creación del destrucción del identidad:
personaje: personaje: ruptura superación de la
intento de hacer del espejo por contradicción
corresponder falta de coincidencia (conflicto)
la imagen con el ser. con el ser. interior.

128
A. La dimensión especular de la metáfora:
la metáfora com o desvelación del ser

Hemos visto ya, siguiendo a Zambrano, cómo mediante


el sueño — sueño de orexis por un lado, sueño creador por
01x0— se producía el despertar de la persona; cómo ésta se
encaminaba a la realización de su ser mediante los sucesi­
vos desplazamientos de sus sueños, y cómo, desde los «in ­
feras», era conducido el ser, a través de la creación simbóli­
ca, a esferas más claras de conciencia. N o es, pues, necesa­
rio detenemos en este proceso, ampliamente descrito en los
capítulos anteriores. Lo que es menester ahora es tratar de
averiguar la manera en que trabaja la metáfora en este pro­
ceso de emergencia desde las zonas oscuras; para ello vere­
mos en primer lugar en qué consiste el material sumergido.
Considerando el sueño como cualquier otro producto
psíquico, Jung tenía en cuenta que: a) todo proceso psíqui­
co es resultado de contenidos psíquicos anteriores; por tan­
to, cada parte de la imagen onírica se remonta a conteni­
dos psíquicos precedentes; b) todo proceso psíquico tiene
un sentido y un objetivo propio.76 Si atendemos exclusiva­
mente a lo primero, nos situamos en el enfoque freudiano,
o sea, en un determinismo causal. Según esta concepción,
el sueño es producto de un contenido reprimido que emer­
ge de forma simbólica debido a la «censura» de la concien­
cia. Jung propone, frente a ello, una interpretación que, sin
rechazar el mecanismo causal de los contenidos oníricos,
diera a entender la finalidad de la expresión onírica. Supo­
ne que la función reguladora del inconsciente ejerce duran­
te el sueño una función «orientadora» aprovechando la in­
terrupción de los procesos conscientes. Por ello entiende
Jung que el material onírico debe ser seriamente considera­
do, ya que puede proporcionar pautas de gran ayuda para
la concienciación del individuo, el logro de su plenitud
como persona.
El símbolo es apreciado de forma muy distinta en am­

76. C. Jung, Energética psíquica y esencia del sueno, Buenos Aires, Paidós, 1972,
pp. 118 y ss.

129
bos enfoques, el freudiano y el de Jung. En el primero su­
pone la expresión de un deseo reprimido, mientras que en
el segundo, en vez de ocultar, enseña, tiene valor de pará­
bola. «El determinismo causal», escribe Jung, «por su mis­
ma naturaleza, tiende hacia una reducción unívoca, es de­
cir, hacia una interpretación fija de los símbolos. La con­
cepción finalista, en cambio, ve en las variaciones de la
imagen onírica la expresión de una situación psicológica
variada. N o conoce interpretaciones fijas de los símbo­
los».77 El psicoanálisis junguiano no reduce pues, como lo
hizo Freud, la imaginación simbólica a un astuto instru­
mento de traducción para mentes castradoras. La «cura a
través de la conciencia», esto es, la interpretación del mate­
rial oculto en las «zonas profundas» como un componente
neurótico, «anormal» o enfermizo necesitado de curación,
y su supuesta posible cura mediante la visión consciente,
relega toda simbólica al status de constructo-puente o de
traducción comprensiva. La libertad interpretativa y el jue­
go siempre renovado de los elementos simbólicos no son
tenidos en cuenta, como tampoco lo es el carácter lúdico
de la imaginación libre, su función de descubrimiento y de
ruptura de parámetros inflexibles. Sin duda, era menester
que la antipsiquiatría planteara la cuestión de la «anormali­
dad normativa» para erradicar el carácter patológico atri­
buido a lo onírico durante tan largo tiempo y hacer que la
fantasía recuperase poco a poco su reino en el mundo de
los vivos.
N o se trata de curar mediante la conciencia sino de
aprender, de tomar conciencia de una serie de posibilida­
des que han quedado sumergidas bajo las normas, los há­
bitos y el buen sentido. Tomar conciencia no es sino pro­
ceder a una cierta ordenación del mundo interior. Por lo
tanto, y para que la imaginación cumpla su función orien­
tadora, los elementos simbólicos deben quedar libres al
máximo de interpretaciones rígidas; deben poder someterse
a todas las transformaciones que requiera la propia diná­
mica de la imaginación. Solamente así, mediante el libre

77. Ibíd., p. 129.

130
curso de la creatividad onírica y su atenta recepción, puede
la imaginación ser factor detonante de la acción esencial.
La imaginación crea el sentido cuando los conceptos — los
signos se han vaciado de él: «L a imaginación posibilita el
proyecto fundamental del ethos, de vivir en la casa del ser,
en la dignidad que los márgenes de la razón imaginaria
dibuja como paréntesis luminoso frente a la oscuridad ame­
nazante de una conciencia apagada por los signos».78 La
imaginación creadora (no estamos hablando de libre aso­
ciación) es, pues, el punto donde convergen la ética y la
estética, lugar este donde, precisamente, entiende Zambra-
no que ha de darse el nacimiento de la persona y su desa­
rrollo, rebasado, o integrado, el tiempo propio de la con­
ciencia.
Mientras no se ha logrado algún tipo de ordenación por
la conciencia, el material disperso existe a modo de refe­
rencia a todo lo desconocido. El «inconsciente» es ya de
por sí un símbolo, y la expresión «zonas oscuras», una me­
táfora. Sería tal vez más riguroso hablar de la ignota di­
mensión del propio desconocimiento. Las «zonas oscuras»
no serían entonces otra cosa que la extensión, cuyos límites
desconocemos, de nuestra ignorancia. Y, en cuanto a con­
tenidos se refiere, hablaríamos del enorme potencial que
tiene la energía psíquica para crear formas — metafóricas:
reales— de penetración en estas zonas vedadas en principio
a la conciencia. La palabra «inconsciente» significa, en ri­
gor, lo que no es consciente, o sea, aquello de lo que no
tenemos noción aparte de esto mismo: que por definición
es aquello de lo que no tenemos noción. N o tiene sentido,
por tanto, referirse al «inconsciente» como a un determina­
do lugar u órgano. Más adecuado sería hablar de «energía
psíquica», de «fondo original» o, en terminología zambra-
niana, de «ser recibido». Esta noción, mucho más amplia
que la de «inconsciente», traza un puente entre lo prerrefle-
xivo (que en la fenomenología husserliana seguía siendo lo
que pudiera venir a ser consciente y que no ha llegado a
serlo por constituir algo así como una zona de inatención)

78. D. Romero de Solis, Poíesis, Madrid, Taurus, 1981, p. 231.

131
y la noción psicoanalítica de inconsciente. Para el psicoaná
lisis no tendría objeto hablar de inconsciente si no se pu­
diese trabajar con ciertos «contenidos» que de alguna ma­
nera logran representación; y toda representación se da,
por supuesto, en la conciencia. Pero lo realmente incons­
ciente es ese proceso de ordenación cuyo resultado son los
actos de desciframiento. Éstos no necesariamente tienen
lugar a partir de un material oculto que espera ser resca­
tado, ya que este material se va formando en el mismo
proceso hermenéutico. El inconsciente, dice Ricoeur, «est
"constitué” par l’ensemble des démarches hermenéutiques
qui le déchiffrent».79 El conjunto de actos intencionales de
significación es lo que constituye, antes que nada, ese su­
puesto denominado «inconsciente». Así cobra sentido, más
que de ningún otro modo, la afirmación reiterada por Zam­
brano de que el ser recibido ha de nacer, ha de seguir na­
ciendo. El hombre ha de nacer a su ser renovando conti­
nuamente el acto hermenéutico que le define.
Insistir en la idea de un rescate del material sumergido
en las profundidades de la inconsciencia ¿no es acaso dar
un paso atrás? Lo sería, de considerarse estas profundida­
des como una zona donde ciertas «verdades» esperan el
momento de ser vistas o conocidas. N o lo es, si las conside­
ramos como un espacio donde todos los elementos almace­
nados por la memoria, individual e histórica, pueden com­
binarse. Y lo harán guiados por la propia fuerza lúdica que
caracteriza su actividad cuando no es forzada por la volun­
tad o el deseo. Llamamos imaginación a esa fuerza lúdica
cuya lucidez nada tiene que ver con la capacidad discursiva
(superficial) de la mente.
Es ya un tópico considerar la poesía como un medio
para hacer aflorar la riqueza de nuestras profundidades,
como una llamada a ciertas regiones interiores que comu­
nican con una realidad más amplia («cósm ica») y más pro­
funda que aquella con que podemos conectar en estado de
vigilia o «prosaico». La poesía, pensaba por ejemplo A. Bé-
guin, «intéresse cette part de nous-mémes que nous igno-

79. P. Ricoeur, Le conflit des Interprétations, París, Seuil, 1969, p. 109.

132
rons dans nos heures de conscience claire, et qu'il nous est
difficile de faire affleurer á la surface».80 Concepción esta
que fue casi acto de fe para el romántico y que consagra la
segunda gran metáfora, la de la conciencia como recipien­
te: el contenido tiene necesariamente profundidad y super­
ficie. Y a cada nivel de profundidad le corresponde un rit­
mo propio. La poesía, ese instrumento que roza la atempo­
ralidad, permite mediante el ritmo la penetración de los
lugares prohibidos. El ritmo actúa a modo de llave secreta,
a modo de encantamiento. Y si todo método, como afirma­
ba Novalis, es ritmo,81 ¿cómo no pensar en la poesía a la
hora de pretender hallar el método por excelencia? El mun­
do es ritmo; cada individuo tiene su ritmo; aquel que pu­
diera armonizar su palabra con el ritmo polimétrico del
mundo, ¿acaso no lograría captar el mundo, «verlo»? ¿No
sería ésta acaso la función del logos?
Para el pensamiento romántico era necesario, para es­
capar al castigo del tiempo, que el hombre descendiera a sí
mismo y descubriera allí, en el amor, en la noche, en la
poesía, todo aquello que pudiera recordarle sus orígenes.
La claridad conceptual aparecía al espíritu romántico como
mucho menos certera que los abismos de la propia angus­
tia. Es desde la noche, desde aquello que la razón había
proscrito, desde donde habría de nacer la lucidez, desde las
profundidades consideradas como sede de todas las posibi­
lidades humanas. Sólo que no era lúdica la lucidez del ro­
mántico, era trágica como una locura gozosa y dolorosa a
un tiempo.
La lucidez también puede sobrevenir como consecuen­
cia de un exceso. Exceso de gozo o de dolor, exceso de
silencio, de soledad o de ruido. Como consecuencia de
cualquier movimiento que rompa el ritmo acostumbrado.
Una metáfora es un exceso. Hacer una metáfora es produ­
cir un cambio brusco de ritmo. Y esto es lo que hace que la
poesía sea un instrumento de penetración en las zonas os­
curas, un instrumento para la transformación de las estruc­

80. A. Béguin, L ’áme romantique et le reve, París, J. Corti, 1939, p. 110.


81. Novalis, La Enciclopedia, 1.336 (IV).

133
turas, puesto que los elementos se combinan cuando se ar­
monizan según cierto ritmo. La luz, la luz pura y total, es
manifestación de la polimetría universal; la claridad es ma­
nifestación de un ritmo determinado. La lucidez es el acto
siempre renovado de sumergirse en la luz y volver envuelto
en cierta claridad. Por eso el «estado» de lucidez no es nun­
ca un estado permanente; la lucidez se produce sólo en
ciertos instantes que a veces se repiten a lo largo de una
vida, pero que nunca son duraderos. La lucidez es el acto
por el que el hombre es capaz de construir universos nue­
vos. Universos que al adquirir solidez se destruyen quedan­
do de ellos la sombra, igual que la claridad se entenebrece
cuando la noche llega.
Sueño y poesía coinciden en poseer las claves del ámbi­
to metafórico. Ambos alteran el ritmo normal al hacer que
converjan realidades pertenecientes a órdenes distintos. El
choque que entonces se produce puede romper el espejo
que separa la profundidad de la superficie o, simplemente,
permite pasar, como decíamos antes, del haz al envés.

En el capítulo, anterior habíamos tratado de ver la ma­


nera en que el lenguaje metafórico expresa la realidad en
los tres aspectos de unidad, perspectividad y presenciali­
dad. Veremos ahora cuál es el trabajo metafórico de la con­
ciencia onírica con respecto a la realidad personal, aten­
diendo a estos mismos aspectos.

a) Perspectividad

Tanto la perspectividad como la unidad son, con respec­


to a la realidad personal, modos de enfocar el problema de
las múltiples facetas de la personalidad. Se diferencian des­
de el punto de vista metodológico, ya que la perspectividad
considera el sujeto como observador de sí mismo, mientras
que la unidad lo considera como objeto de sí mismo.
Frente a la univocidad conceptual del hombre para
consigo mismo, la simbólica onírica pone de manifiesto
sus numerosas perspectivas. En los sueños suelen apare­
cer una infinidad de formas paralelas, apariencias del

134
propio sujeto, a menudo contradictorias. Supongamos
que unos sean introyectos de imágenes o juicios ajenos,
los cuales no corresponden, por lo general, al concepto
que el sujeto tiene de sí, de acuerdo con el papel que se
atribuye en su vida cotidiana. Supongamos que otros son
resultado de las actitudes y los actos censurados en la
vida consciente. Éstos, al ser admitidos y realizados en
los sueños, le procurarían al sujeto, cuando despierta, la
posibilidad de tomar conciencia de la acción compensato­
ria que suponen. La apropiación, por parte del mismo, de
estas imágenes de sí, y la asunción de los mecanismos
oníricos por los que éstas se forman determinarían, como
pensaba Jung, una ampliación de la conciencia que el su­
jeto tiene de sí mismo.
Pero lo que nos interesa aquí no es el modo de confi­
guración de las imágenes ni su causa, sino la manera en
que se encadenan y se superponen para formar los uni­
versos metafóricos. Interesa una aproximación a ese fac­
tor clave que homogeneiza los elementos dispersos y con­
fronta las unidades resultantes. Llámese lucidez, sabidu­
ría, disposición anímica o actitud correcta, ese factor es
aquel que procura que unos datos estériles en cuanto a
significado se ordenen formando un universo con sentido.
Este universo a su vez, al igual que lo haría cualquier
otro, dará constancia — será signo— de esa actitud que lo
procura. Pues así parece ser la ley que los rige: esta acti­
tud, esta quietud que es centro mismo de la energía trans­
formadora, necesita significarse, darse a ver, para ser. Los
hechos no son, en definitiva, más que signos de determi­
nadas actitudes.
Lo que por perspectividad se entiende entonces, con res­
pecto a la realidad personal, es, en síntesis, la flexibilidad
mental que necesita el sujeto para observar la formación
simultánea de las distintas imágenes. Y es también la acti­
tud atenta que permite que estas imágenes entren en con­
tacto, evitando así la metáfora muerta que supondría la
existencia de una imagen única, paralizada.

135
b) Unidad

En primer lugar, tendremos en cuenta que, como ha


podido verse en el apartado dedicado a la fenomenología
zambraniana de la forma-sueño, en los sueños sujeto y ob­
jeto se confunden. En la atemporalidad no hay cabida para
una acción voluntaria; el hombre es en su sueño «actuado»
por las circunstancias, es objeto de ellas — y de sí mismo—
y es a la vez sujeto sin decisión, incapacitado para el uso de
una libertad que requiere del tiempo de la conciencia. La
unidad sujeto/objeto requiere, para manifestarse y para ser
imaginada (puesta en imagen), un género inusual de orden:
el de la fantasía.
En cuanto al carácter metamórfico, si la realidad es
múltiple, no lo es menos el sujeto. Múltiples caras o face­
tas, múltiples esbozos de sí mismo — el juego multicolor de
sus engarces conductuales, emotivos o conceptuales con los
acontecimientos— encerrados en un cuerpo único que jus­
tifica la creencia de que también la «personalidad» debiera
ser propia y definitoria, esto es: «característica». Cierto es
que estos «emblemas» de sí mismo que el sujeto se procura
son, como dice Merleau-Ponty, también el propio sujeto,
«puisque sans eux il serait comme un cri inarticulé et ne
parviendrait pas méme á la conscience de soi».82 La necesi­
dad de procurarse tales emblemas o imágenes de sí forma
parte de la estructura íntima del sujeto tanto como la nece­
sidad de ordenación. Ambas necesidades responden a otra
necesidad primera: la de identidad. Son una manera de ha­
cer obvia la existencia de un mundo exterior para así cons­
tituirse en algo diferenciado, único en sí mismo. Pero esto
no implica que las imágenes no deban transformarse o
reemplazarse por otras. Fritz Perls entendía83 que «tener
carácter» es una contribución negativa a la vida auténtica
de un individuo, ya que cuanto más enmarcable y definible
sea será menos flexible y menos consciente de sus posibili­
dades. Tener carácter es ser un sistema rígido; la conducta,

82. M. Merleau-Ponty, op. cit., p. 488.


83. F. Perls, Sueños y existencia, Chile, Cuatro Vientos, 1974, p. 19.

136
y por tanto la persona, se petrifica y se vuelve predecible.
Los acontecimientos obtienen respuestas catalogadas, repe­
titivas, sistemáticas y hasta compulsivas que terminan anu­
lando el factor creativo. Tener carácter es una de las for­
mas de la falsa identidad, una manera entre otras muchas
de amparar al «personaje» creyendo que se está defendien­
do lo más personal de uno mismo. Este tipo de protección
impide el desarrollo de otras partes o facetas de la persona­
lidad. «Tener carácter» se distingue de «tener personali­
dad» en que, mediante lo primero, el individuo reproduce
un determinado comportamiento estándar, mientras que lo
segundo permite el juego de la simbólica interna enrique­
ciendo el mundo propio y permitiendo esa toma de con­
ciencia que es la base del autoconocimiento.
«L a vida humana», dice Zambrano, «transcurre en una
unidad que encubre la multiplicidad prisionera».84 .Y donde
más acuciante se hizo la expresión de tan humana y per­
pleja situación fue, según ella, en la primitiva Grecia. El
hombre creó a sus dioses porque necesitaba proyectar, divi­
dida, su propia multiplicidad, y especialmente del carácter
metamórfico de Dionysos. El destino trágico del hombre es
ser uno solamente sin ser uno realmente, es decir, que la
unicidad de cada hombre: el ser «no-frente-a-o/ro y que­
riendo ser otro, no corresponde a su anhelo de unidad. Es
precisamente por ser uno frente a otro que el hombre no
logra ser uno mismo. Alcanzar la unidad es reunir en la
identidad todas las posibilidades de ser sin aprisionarlas.

N o en todos los hombres es capaz la conciencia de reali­


zar el largo y paciente trabajo de reunir las posibilidades,
los conatos de alma, alrededor de un proyecto de vida úni­
co, de unificar las diversas almas y conatos de alma en una
persona, al modo de la diosa Atenea, convirtiendo en cuali­
dades los medio-seres que se agitan en las profundidades
del interior de toda vida, de encontrar la ley que sea, al par,
proyecto creador.85

84. M. Zambrano, El hombre y lo divino, op. cit., p. 57.


85. Ibíd., p. 58.

137
De esta manera expone Zambrano lo que es, en definiti­
va, el trabajo de realización de la persona: la paciente labor
de reunir todas las posibilidades y abrazarlas en una sola
fuerza compensadora y compensada. N o se trata, pues, de
someter a algunos de estos «medio-seres» al dominio de
otros, de aceptar a unos y a otros no, de prolongar indefini­
damente la contienda entre las fuerzas del bien y del mal.
Se trata de dar vida a todas las imágenes; de hacer que
cada uno de estos «medio-seres» se exprese libremente y
colabore con su propia fuerza al desarrollo íntegro de la
persona.
Los dioses griegos fueron un modo de identificación
creadora y liberadora porque a través de ellos el hombre se
atrevió a expresarse de muchas maneras. Los dioses crea­
ron un espacio propicio para la libertad. Por ser más que
nada figuras, formas transparentes, permitieron que el hom­
bre emprendiera, a través suya, el camino de la conciencia.
El ser dormido alcanza a vislumbrarse cuando las imáge­
nes que lo ocultan empiezan a hacerse transparentes. Y es­
to ocurre cuando participan en el juego de las metamorfo­
sis, cuando su continuo hacerse y deshacerse contribuye a
que ninguna de ellas adquiera solidez. Las imágenes, como
los dioses, son mediadoras. Símbolos imperfectos, parcia­
les, siempre re-veladores de una «realidad» radical. Los dio­
ses griegos eran símbolos; no eran aún metáforas. Diony­
sos, el mediador por excelencia, ayudó al hombre a liberar
a sus imágenes, a liberarse de ellas en realidad, pues las
imágenes oprimen a aquel que las retiene prisioneras.
Aprendió el hombre a soltar los espectros (spectrum) de sus
deseos y temores. Pero estos seres espectrales aparecían
uno a uno, y el hombre no acertó a dar el paso del símbolo
a la metáfora: no logró ni unificar las figuras ni dejar que
evolucionaran simultáneamente. Antes bien, dejó que, una
tras otra, le fueran poseyendo, y se identificó sucesivamen­
te con el miedo, con el valor, con la cobardía, con el amor,
con aquella pasión que cada una de ellas representaba. La
incapacidad de asumir la dialéctica trágica de su multiplici­
dad le hizo entonces inventarse un ser que englobara a to­
das las figuras y las sometiera. Una diosa demasiado hu­

138
mana pero sin cuerpo, una diosa encadenada a sí misma y
condenada a generarse a partir de sí misma: la razón. La
razón fue el logos, el símbolo único destinado a suplir la
deficiencia de esos símbolos parciales que habían sido los
dioses. La razón fue en realidad, para Occidente, la prime­
ra metáfora, el primer resultado de una actividad metafóri­
ca cumplida en forma extrema: no era resultado de la con­
frontación de dos términos, sino de multitud de ellos. Sólo
que la unidad lograda por la razón era una unidad ficticia
porque se había pretendido conseguir con ella de una vez
por todas lo que solamente es posible conseguir mediante
un largo proceso metafórico y porque no se había tenido
en cuenta que este progresivo acercamiento a la unidad de­
bía ser cumplido particularmente por cada individuo. Tal
como se ha descrito la actividad filosófica al principio de
este estudio, el proceso metafórico debe ser descubrimien­
to, iniciación. Y no hay cabida para las metáforas muertas
en las ciencias sagradas. Los conceptos son el lastre que es
preciso soltar para poderse iniciar.

c) Presencialidad

En líneas generales, poco habría que añadir a lo que se


ha dicho con respecto a la presencialidad en el capítulo
anterior. Sólo recalcar la manera en que la propiedad me­
tafísica del arte se aplica en este caso a un objeto particu­
lar: el ser del hombre. Si la propiedad metafísica del arte es
revelar presencias, es obvio que la primera presencia que se
revela en la actividad artística es la del ser mismo del artis­
ta. Por otra parte, la función comunicativa del arte se cum­
ple doblemente: en primer lugar, porque el sujeto entra di­
rectamente en contacto con «lo sagrado» que en él exige
ser expresado; en segundo lugar, porque la obra de arte es
ante todo comunicación de la participación del ser humano
en lo sagrado que hay en él: la presencia de su propio ser.
El ser se muestra, en la visión artística — poética en el caso
que nos ocupa— , como una totalidad presencial en la que
figura y fondo se dibujan, se desdibujan y vuelven a dibu­
jarse de mil maneras.

139
La función de emergencia presencial que cumple la me­
táfora con respecto al ser tiene lugar, principalmente de dos
maneras, correspondiendo cada una a un grado distinto en
la evolución del ser humano. La primera es la presencia del
ser personalizado en los sueños, tanto en los «sueños de la
psique» como en las creaciones fantasiosas de la vigilia. El
ser emerge en la vida onírica en esa atemporalidad, previa
al despertar de la conciencia, en la que la disyunción suje­
to/objeto se da solamente de modo incipiente. En la vigilia,
los huecos del tiempo sucesivo, esos «tiempos en blanco»,
permiten la presencia, el estar del sujeto consigo mismo,
presente en sí mismo, que no ante sí mismo, sin reflexión,
sin fluencia, sin la conciencia del momento que pasa, que
ya pasó o que está por venir. Cada uno de esos instantes
efímeros de fusión con el entorno es un silencio de los sen­
tidos, que es a su vez condición de la palabra poética. Sólo
que, a causa de ser tan sumamente efímeros, no son siem­
pre aprovechados esos instantes.
Otro tipo de silencio es aquel que procura el despertar
más absoluto del ser: el despertar a la totalidad. Pero esta
es una cuestión cuyos parámetros se aproximan a los de la
mística, pues ya no se trata de la realización propiamente
personal, sino de lo que pudiéramos decir que constituye el
acto final de este proceso. N o se trata de la conquista de la
libertad, sino del acto más radicalmente libre: la entrega de
la libertad conquistada.
M. Zambrano utiliza un término también metafórico
para designar, el lugar — el modo— de aparición del ser a
este nivel: el Claro. El Claro es ese lugar de aparición hacia
el cual la razón-poética pretende conducir al hombre. Más
que lugar para la visión, el Claro es el lugar de la escucha;
el lugar donde la razón llega agotada por la insistencia de
las preguntas y, sobre todo, de la pregunta esencial: la pre­
gunta por el ser. Es el lugar donde la razón se entrega,
rendida, después del largo caminar por el bosque de la
existencia.
Nuevamente, recurro a Heidegger, a su noción de Li-
chtung, para ayudamos a comprender esta noción de Claro
en Zambrano. Con este fin, reproduzco aquí unos párrafos

140
del texto presentado por Heidegger en el Coloquio organi­
zado por la UNESCO en París, en 1964:

Con Hegel, por ejemplo, la dialéctica especulativa es la


modalidad según la cual el asunto de la filosofía — es decir,
la subjetividad— penetra, a partir de sí misma y para sí
misma, en la dimensión del aparecer y, así, se expone en un
presente. Tal aparecer adviene necesariamente en una cier­
ta claridad. Sólo a través de ella puede dejarse ver, es decir,
puede mostrarse aquello que aparece. Pero la claridad mis­
ma tiene su reposo en la libertad, todavía más apartada de
lo abierto.
A este estado de abertura, que es el único que le hace
posible a cualquier cosa el ser dada a ver, lo llamamos die
Lichtung. El sustantivo Lichtung remite al verbo lichten. El
adjetivo licht es la misma palabra que leicht (ligero). Etwas
lichten significa aligerar, hacer ligero a algo, hacerlo abierto
y libre; por ejemplo, despejar en un lugar el bosque, desem­
barazarle de los árboles. El espacio libre que así aparece es
la Lichtung. N o hay nada común entre licht, que quiere de­
cir ligero, despejado, y el otro adjetivo licht, que significa
claro y luminoso. Es necesario atender aquí para compren­
der bien la diferencia entre Lichtung (el claro, el lugar des­
pejado [del bosque]) y Licht (la luz). Pero la luz puede visi­
tar el claro, lo que éste tiene de abierto, y hacer jugar en él
lo luminoso con lo oscuro. Sin embargo, nunca es la luz la
que crea primeramente lo abierto del claro; por lo contra­
rio, ella, la luz, presupone a éste, el claro, el lugar despeja­
do. El claro, lo abierto, no está libre tan sólo para la luz y la
sombra, sino también para la voz y para todo lo que suena
y resuena. La Lichtung es claro, lugar libre para la presencia
y la ausencia.
Tal vez un día el pensar podrá dejar de tropezar ante sí
mismo y preguntarse, por fin, si el libre claro de lo abierto
no sería precisamente el paraje en que están contenidos y
recogidos la amplitud del espacio y los horizontes del tiem­
po, así como todo lo que en ellos se presenta y se ausenta.
La filosofía habla mucho de la luz de la razón, pero no
presta atención al claro del ser. El lumen naturale, la luz de
la razón, no hace más que jugar en lo abierto. Encuentra,
ciertamente, lo abierto del claro. Pero a éste, al claro, sin
embargo, lo constituye en tan poca medida que más bien

141
tiene necesidad de él para poder derramarse sobre aquello
que está presente en lo abierto. Sin embargo, desde un ex­
tremo a otro de la filosofía, lo abierto que reina ya en el ser
mismo, en el estado de presencia, permanece impensable
en cuanto tal.86

El Claro no significa, pues, aquel lugar donde está la luz


sino un lugar despejado, abierto, en el que es posible que se
dé el juego de luz y sombras. La claridad requiere de la
abertura, pero la abertura no es la luz. En todo caso, está
antes que la luz, «reina ya en el ser mismo, en el estado de
presencia» y más allá de la luz de la razón permanece im­
pensable.
En mi opinión, el estado de presencia debe ser entendi­
do, en virtud de su dinamicidad, como aparecer, no como
apariencia. El estado de presencia es evépTEta, porque es un
acto — el de «presencialización»— nunca acabado de cum­
plirse. El estado de presencia es el estar-siendo del ser, lo
más alejado de la apariencia, que es el acto detenido. Por
otra parte, difiere tanto la presencia del estado de presencia
como difiere, para Heidegger, el claro (Lichtung) de la luz.
La Lichtung, dice él, es claro, lugar libre para la presencia y
la ausencia. El Claro es lo abierto, el estado de presencia,
aquello que prepara el Lugar que la presencia habita o des­
habita. Es el lugar libre, desbrozado. La presencia se nos
muestra; el estado de presencia permite el mostrarse, da
lugar a la presencia y, por supuesto, también a la ausencia.
La luz no hace sino jugar en lo abierto, y en su juego puede
posarse en aquello que se presenta, o simplemente en los
huecos de ser, siendo entonces su propio reflejo: la luz
alumbrando la nada sólo puede permanecer en su ser.
El Claro es aquel lugar vacío donde el hombre, en efí­
meros instantes, logra descubrir el juego de las imágenes
haciendo y deshaciendo su «realidad», y donde, acallando
por fin los rituales de la existencia, puede escuchar la «pa­
labra callada». Un espacio vacío y libre donde sólo penetra

86. M. Heidegger, «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en Sartre y otros,
Kierkegaard vivo, Madrid, Alianza, 1980, pp. 127-128 (el subrayado es mío).

142
el hombre que rompe sus ataduras, aunque sea momentá­
neamente: ideas, creencias, hábitos, todo aquello que, en
suma «presenta» al personaje; un espacio donde penetra
aquel que ha sabido «desidentificarse», palabra ésta tan uti­
lizada en la mística oriental y que viene a significar, en
nuestra mística occidental, el verdadero combate contra el
orgullo o la necesidad de «ser alguien». Desidentificarse es
despojarse del propio hombre, de todo hombre, y surge en­
tonces una nueva admiración, una extrañeza en la que re­
conocemos la actitud propia del poeta: «E l poeta se man­
tiene como vacío, en disponibilidad siempre. Su alma viene
a parecer un ancho espacio abierto, desierto. Porque hay
presencias que no pueden descender y posarse en lo que
está poblado por otras».87
Todas las tradiciones han perpetuado la misma ense­
ñanza, la misma guía: dejar la casa deshabitada para cuan­
do llegue el Amigo. Limpiar, desbrozar el Lugar, abrir en el
ser la posibilidad de que la «verdad» se muestre, verdad
ajena a toda idea o concepto, exenta de prejuicios, juicios y
asociaciones mentales. «Verdad» que no se establece tam­
poco como respuesta a ningún deseo.
El estado de presencia es, para Zambrano, lo que per­
mite, además de la vivencia intensa del propio ser, la vi­
sión. La actitud poética procura ese estado a partir de un
despojamiento interior, un vaciamiento. Lo llama, por eso,
«la nada creadora». A partir de la edición de la Guía espiri­
tual de Miguel de Molinos en 1975, se manifestó un impor­
tante giro en el pensamiento de Mana Zambrano con res­
pecto a la cualidad mística de la nada. Hasta entonces, ha­
bía contrapuesto la llamada «mística nadista» a la «mística
de la creación» de S. Juan de la Cruz, más apreciada por
ella. El místico, pensaba ella, realiza una «autofagia», una
destrucción de su individualidad, que desencadena una
transmutación (Dios es quien habla a través de él) durante
la cual se abre un espacio vacío, una «nada»: la noche os­
cura de S. Juan. «Este momento de la nada», pensaba ella
entonces, «ha engañado a otros místicos que han creído

87. M. Zambrano, Filosofía y poesía, en O.R., op. cit., p. 205.

143
que era ello lo último, el fin deseado: es la mística nadista
o nihilista que no había de tardar mucho desde San Juan
en resurgir con M. de Molinos; es la mística de los que sólo
buscan quietud, aplacamiento».88 La necesidad de presen­
cia sería para Molinos, según Zambrano, «am or de muerte,
tendencia a la aniquilación final, mortal desgana de la exis­
tencia».89 Pero, a pie de página de la última edición de este
artículo, la propia autora señala: «Desde hace tiempo he
dejado de ver de este modo la mística de Molinos y esta su
u J )f
nada ».
En efecto, en el artículo publicado con ocasión de la
reedición de la Guía espiritual, afirma que esa «nada» es
«el punto cero de la existencia humana, lugar de encuentro
del hombre con su Dios, donde — diríamos— los dos se
aniquilan y nadifican».90 Imaginemos el camino que hubo
de andar la autora para que se diera en ella tal cambio
conceptual. La búsqueda de la quietud, antes considerada
negativamente, viene a significar ahora la vía hacia el «cen­
tro» donde se realiza la unión suprema. Más aun: los ras­
gos cuasi eróticos de la mayoría de nuestros místicos signi­
fican menos, a sus ojos, que la templada y serena sobriedad
de Molinos. No hay fuegos, ni chispas, ni luces..., «ni tan
siquiera el “eros” ascendente, puro, fecundo, que se aloja
en la metáfora de las nupcias y que esplende de tantos m o­
dos en la mayor parte de los escritos místicos, aparece en
los de Miguel de Molinos. La esposa — y todo místico lo
es— va al encuentro del esposo en la Nada».91 Si la de S.
Juan de la Cruz era «mística de amor y conocimiento»,
¿cómo llamar entonces a ésta? La «objetividad del amor»,
que mejor debería llamarse «objetivación de lo amado», ya
no tiene lugar aquí. Todo lo contrario, puesto que el objeto
se aniquila. N o es, en efecto, el objeto lo que se crea sino el
lugar, un lugar vacío: la nada creadora. La nada es el Lu­
gar, ese lugar despejado donde late nuestro común origen,

88. M. Zambrano, «San Juan de la Cruz. De la noche obscura a la más clara


mística», Litoral (Málaga), 124-125-126, II (1983), 24
89. Ibíd., 25.
90. M. Zambrano, «Miguel de Molinos reaparecido», ínsula, 338 (enero 1975)
91. Ibíd.

144
ese punto cósmico, quieto, donde se fragua la existencia.92
En ella, en la nada, por su ausencia de límites, atisba el ser
humano esa ansiada unidad en la que puede morar, pues
ni en la nada ni en la unidad puede el hombre permanecer,
si no es al precio de su existencia.

Resumiendo, puede decirse que el ser del hombre se


muestra — se «presencia»— de dos maneras principalmen­
te: en el juego metafórico de la vida onírica y del arte y en
el proceso, también metafórico, que desemboca en el Claro.
Con lo primero, las imágenes estables que tiene el hombre
de sí mismo en la vigilia se multiplican y tienen lugar suce­
sivas integraciones del individuo como sujeto observador y
como objeto de su observación. Esta unificación se da ade­
más tanto a- nivel de praxis como a nivel de conciencia: el
hombre es, en tales momentos, lo que está siendo.
En cuanto a lo segundo, se trata de la acción metafórica
por excelencia. La nada es el resultado de una síntesis total
de los opuestos. Es el punto final de un proceso en el cual
el individuo ha ido sintetizando progresivamente los pares
de opuestos; ha ido realizando sucesivas reducciones con
las que ha obtenido cualidades cada vez más simples. La
síntesis de cada par de opuestos supone no tanto un acto
puramente racional como un acto vivencial, un acto propio
de la razón-poética.
Tanto el Claro como la razón-poética son actitudes. Mien­
tras la razón-poética es una actitud-guía (método), el Claro es
el punto cero al que desemboca el sujeto que ha seguido este
método hasta el final. Y en el Claro la nada es el estado resul­
tante del proceso; la nada es la última metáfora, trascenden­
cia incluso de la extrema dualidad: el ser y la nada. La nada
creadora significa el paso más allá de la oposición del ser y de
la nada. Y es, sobre todo, el paso más allá de la propia ten­
dencia de la mente a pensar opuestos, lo cual es lo mismo
que decir el paso más allá de la razón discursiva.

92. Con respecto al problema de la nada en M. Zambrano, consultar el artículo


de J.F. Ortega Muñoz, «El sentido teologal de la filosofía de Zambrano», Azafea,
(Universidad de Salamanca) I (1985).

145
La presencia, en la nada, es absoluta, porque ésta, la
nada, contiene todas las posibilidades de ser.

B. La dimensión constructiva de la metáfora:


la metáfora com o creación de la persona

Mediante el estudio de esta nueva dimensión se preten­


de no sólo complementar lo dicho con respecto a la fun­
ción emergente de la metáfora, sino explicar cómo, a partir
de estas emergencias, tiene lugar la evolución de la perso­
na. A estos efectos, y para mostrar la fundamental impor­
tancia de la metáfora en el proyecto de la realización perso­
nal, me serviré del esquema orteguiano procediendo a una
extrapolación del mismo desde su ámbito originalmente
«estético» al ámbito ontológico que aquí nos interesa.
Hemos visto que, en el proceso de apertura de la con­
ciencia en el que cifra Zambrano la creación del ser-per­
sona, intervienen sueños que conducen al despertar y que
tienen lugar tanto en el sujeto dormido como en el suje­
to despierto. Haré referencia aquí principalmente a estos
últimos.
Inevitablemente, el sujeto va fraguando su ser en la his­
toria, y más propiamente en una historia, desarrollando
uno o varios argumentos en cada uno de los cuales se de­
senvuelve ún personaje. Tal personaje es, a modo de más­
cara, una función del propio ser sumido en el acontecer.
Todo personaje corresponde a una imagen y lleva consigo
un conflicto desde el instante en que el sujeto cree en la
identidad de tal imagen con el ser auténtico sin lograr de­
sentrañar, desvelar, su auténtica condición. Se trata, pues,
de una identificación que el sujeto deberá romper para su­
perar el conflicto y lograr el acuerdo con su ser. Esta rup­
tura supone para Zambrano el paso por la conciencia: el
despertar.
Ahora bien, a lo largo de la vida de un individuo ten­
drán lugar múltiples procesos de «identificación / ruptura /
identidad», y en ello consistirá el proceso de construcción o
creación de su persona, puesto que — recordamos— el des­

146
pertar es un «lugar» en el que el hombre no puede perma­
necer. Sueño y vigilia se encadenan y superponen como
eslabones de una eterna espiral. Se trata, en realidad, de
una forma dialéctica que, partiendo, más que de una opo­
sición, de una identidad ficticia, proyecta una síntesis fi­
nal tendente a establecer la utópica unidad del hombre con
su ser.
A fin de evitar equívocos, reemplazaremos en este capí­
tulo los términos del esquema de la metáfora (similitud /
desemejanza / identificación) por los de «identificación /
ruptura / identidad», más propios de un lenguaje psicoló­
gico.
Recuperando brevemente la teoría de Ortega, recorda­
remos que la semejanza propuesta en el primer momento
— semejanza que entraña evidentemente una desemejan­
za— aniquila por su exceso la igualdad efectiva de ambos
objetos y conduce a la formación de una entidad distinta y
superior en el denominado «lugar sentimental». Trasladan­
do esta teoría al nuevo enfoque, hablaremos entonces de la
identificación del sujeto con un personaje (aprendido, here­
dado o mimetizado) (a) y, posteriormente a la conciencia-
ción del conflicto (b) la creación de un nuevo «sujeto» (c)
(no ya de un «objeto») en una dimensión que en vez de
«estética» pudiera llamarse «religiosa»: el «lugar» de unión
— o conato de unión— con el ser.
Las imágenes adoptadas en la figuración de los perso­
najes lo serían como resultado del juego dialéctico de los
deseos; mientras, por otra parte, el «lugar sentimental», es­
pacio de surgimiento de este objeto-sujeto estético-religio­
so, parece ser el paso por el amor, lugar de unidad y trans­
parencia donde se establece la unión de lo desemejante.
En el movimiento hacia el ser, es decir, en la prosecu­
ción de la identidad del sujeto en su dimensión «religiosa»,
es necesario, en primer lugar, la aparición del personaje
con el cual el sujeto se vaya a identificar. Se obtienen así
los polos correspondientes a una situación metafórica: por
la metáfora toda contradicción se convierte en unidad, pero
antes tiene que producirse una identificación. Luego, para
que lo «otro» hacia lo cual tiende todo acto identificador

147
sea asumido y permita la transformación, es menester que
en el momento de máxima asimilación sobrevenga la radi­
cal puesta en cuestión tanto del objeto de identificación
como del sujeto que lo integra.
Se establece así un proceso dialéctico con carácter «reli­
gioso», puesto que cada destitución de personaje acerca al
sujeto a una «verdad» que es su propio ser cada vez más
carente de imagen, cada vez más vacío. Es, en última ins­
tancia, hacia lo Otro que se proyecta el sujeto, identifica­
ción máxima y última, preparada y esbozada mediante
las últimas identificaciones con los «otros». La metáfora
es, entonces, instrumento para la trascendencia; más que
transferencia será «transporte» hacia lo Otro que cobra
sentido de lo Mismo o de Vacío: vacío de comparación o
anulación de todo lo que potencialmente implique compa­
ración.
Con respecto a este carácter de proyección trascendente
de la metáfora, se pregunta J. Kristeva93 si no sería la metá­
fora la celebración permanente de la identificación prima­
ria de Freud, esto es, la identificación con «el padre de la
prehistoria personal». Esto significaría otra versión del re­
tom o al origen (la vuelta a la casa del padre), con el matiz
de que aquí se frustra el proceso de evolución que supone
este retomo, ya que se hace hincapié en la permanencia
nostálgica del origen, pero no se tiene en cuenta lo más
importante: el desarrollo hacia la unidad que suponen,
para una persona o, incluso, para una sociedad, las identifi­
caciones sucesivas. Tendremos en cuenta el parecer de
W.M. Urban, subrayando con él que no entenderemos nun­
ca la «metáfora radical», esto es, la metáfora entendida
como actividad inconsciente creadora del lenguaje y de
sentidos, «a menos que entendamos también que lo que
llamamos elementos de antropomorfismo y personificación
en la mitología, lejos de ser una Einfühlung arbitraria o
una proyección de nuestros estados subjetivos, era efectiva­
mente necesario para el crecimiento de la raza misma y del

93. J. Kristeva, «De la identificación: Freud, Baudelaire, Stendhal», en (E l) Traba­


jo de la metáfora, op. cit., p. 57.

148
lenguaje m ism o».94 Es más: no creo que ninguna Einfüh-
lung sea arbitraria, sino que, tanto en el caso de las perso­
nificaciones mitológicas como en el caso de las identifica­
ciones individuales, todas surgen de un mismo impulso for-
mador de la conciencia histórica y, en ella, de la creación
personal.
Para dar razón de este movimiento de asimilación con
una «Otreidad» de carácter supremo, tal vez debiéramos
remontamos al origen de la capacidad amorosa, dado que
toda identificación adviene en los cauces de la esfera afec­
tiva deseo-amor. Decir capacidad amorosa es, por ello, tan­
to como decir el origen de la capacidad simbólica. Para
Freud, la identificación amorosa es un tipo de locura, un
estado hipnótico en el que el ideal del yo es el que permite
el sentido de la realidad. El yo se aliena en el fenómeno de
la tensión amorosa odio-amor, ya que lo «otro», cargado de
la fuerza tensiva de la idealización, devora lo personal. En
tal estado, el yo desaparece, reemplazado por el objeto. Así,
la Einfühlung es también definida por J. Kristeva como «lí­
mite de advenimiento-y-de-pérdida del sujeto».95 En el pro­
ceso de transferencia, el yo se desvanece en el «otro»: en la
mimesis y en el deseo del deseo del otro.
Aun así, los modelos adoptados — los personajes— son
transformadores desde el momento en que permiten la
apertura de una conciencia a una comprensión fundamen­
tal: la vacuidad intrínseca a la dinámica del deseo, por un
lado (en el momento en que se unlversaliza, el deseo del
deseo-del-otro es carente de objeto), y, por otro, la imposi­
bilidad de lograr satisfacción. De considerar este deseo infi­
nito como un desequilibrio ontológico constitutivo, debere­
mos entender la capacidad simbólica como respuesta a un
imperativo; la función deseante — mal llamada capacidad
amorosa— sería la manifestación primordial de un ser ne­
cesitante y falto de sí. «Am ar» no sería, en este sentido,
sino la apropiación de una libertad ajena que no puede ser
poseída más que renunciando a ser lo que es.

94. W.M. Urban, op. cit., p. 145.


95. J. Kristeva, op. cit., p. 49.

149
Pudiérase objetar que para que ocurriese una pérdida
personal sería menester primero el advenimiento del sujeto
independiente. Sin embargo, la forma de subjetividad adqui­
rida no puede ser otra que la adopción sucesiva de los diver­
sos personajes asimilados, los cuales irán dejando libre el
espacio a medida que vayan aniquilándose por la propia di­
námica de la historia personal. «La identificación con el otro
adquiere toda su importancia en la formación de la persona­
lidad sólo en relación con lo que Freud llama "la carga de
objeto", es decir, la percepción de otro como objeto de amor
u odio, de placer o desagrado».96 Por «carga de objeto» — ob-
jekt-besetzung— se entiende la ocupación de un lugar. «La
carga de objeto quiere decir saturar un lugar, ocupar un te­
rreno. La carga tiene una signficación topográfica al mismo
tiempo que dinámica y emocional»,97 lo cual da a entender
que, en el momento de la identificación se desaloja el lugar
de la persona, si lo hubiera: el objeto metafórico, dice Kriste-
va, es «el grado cero de la subjetividad».98 No obstante, nece­
sariamente, para seguir siendo deseado, el «otro» necesita
seguir siendo otro. Por ello todo amor-deseo lleva, en la mis­
ma tendencia a devorar su objeto, su propia destrucción; y
por ello también toda aniquilación de tal amor en mí será
destrucción de mí, puesto que no se destruye lo otro en sí,
sino lo otro asimilado, convertido en mí. La destrucción del
personaje es entonces ruptura de un espejo en el que iba «la
propia vida», que al fin y al cabo es traslación de imágenes;
no así «el propio ser», que emerge de los cristales esparcidos,
de la derrota, del angustioso encuentro, en el vacío, con la
huella dejada por la imagen.
Desde el estado preverbal, pasando por el lenguaje adop­
tado y reproducido, el ser humano pone en marcha una
capacidad original: la metafórica, traslaticia de lo otro en lo
propio y de lo propio expuesto, mediante la cual tiene lugar
la gestación de la persona.

96. E. Ortigues, «Las referencias identificatorias en la formación de la personali­


dad», en (El) Trabajo de la metáfora, op. cit., p. 92.
97. Ibíd., p. 93.
98. J. Kristeva, op. cit., p. 50.

150
A m odo de apéndice.
Identificación, comunicación y creatividad:
tres canales básicos de utilización de la metáfora
para la realización de la persona

La actividad creativa, que parece ser resultado de una ac­


tividad preconsciente o inconsciente, tiene la capacidad am­
bivalente de situamos en la existencia y de sacamos de ella.
N o son pocos los autores que, después de Freud, conside­
ran el proceso creativo como proceso «primario» que no está
sometido a las limitaciones del pensamiento consciente. Al­
gunos autores psiconalíticos ven el momento creativo como
«una indiferenciación pasajera del yo, como una momen­
tánea regresión a una fase anterior de desarrollo».99 Tal tipo
de pensamiento pre-lógico podría prescindir, según algu­
no de estos autores, de la focalización figura-fondo. Difícil­
mente puede entenderse cómo una obra creativa pueda pres­
cindir de toda localización si no es a riesgo de ofrecer una
confusa expresión de totalidad sin sentido; no obstante, pue­
de hacerse que se diluyan sus límites figurativos de tal mane­
ra que otros distintos y múltiples se ofrezcan a la visión. En
esto consiste en gran parte la creatividad. Que un estado de
desenrollo anterior indiferenciado permita esto mejor que la
fase lógica no es suficiente, sin embargo, para deducir que
todo estado creativo sea una regresión. Más aun: difícilmente
puede precederse a una nueva configuración de la realidad si
no se la ha delimitado de alguna forma anteriormente.
Más constructiva es la teoría de H. Maldiney que supo­
ne una pre-realidad en la que el ser humano entra en con­
tacto con el mundo en un estado previo a la objetuación:
«el mundo», afirma, «existe mucho antes que el sujeto y el
objeto; en primer lugar, el mundo es lo sentido en comuni­
cación simbiótica».100 Este mundo preobjetual, o «premun-

99. M. Schuster, «Por qué las obras de arte producen efecto: aportaciones del
psicoanálisis», en M. Schuster y H. Beisl, Psicología del arte, Barcelona, Blume, 1982,

100. H. Maldiney, conferencia sobre «El autismo en el arte», ref. en G. Haag,


«Reflexión sobre los primeros niveles de identificación», en (El) Trabajo de la metáfo­
ra, op. cit., p. 134.

151
do», tiene más realidad que aquel otro, posterior, nuestro
mundo, que nos permite la comunicación, «el mundo de
objetos familiares se funda en ese premundo puramente es­
tético, artístico, hecho de colores, de formas inobjetiva-
das».101 Esta realidad es comparada por el autor de estas
citas con el mundo autista. Es una pre-realidad. En el pro­
ceso existencial es preciso atravesar este mundo: «si estoy
solamente allí (en el mundo inobjetivo), si no puedo atrave­
sarlo para ir al mundo (el de los objetos), entonces perma­
nezco en ese premundo que es el del niño autista».102 El
niño autista está inmerso en este pre-mundo, negándose a
la exteriorización propia del movimiento existencial. Los
trabajos realizados en el proceso de recuperación del niño
autista mediante la experiencia estética darían a entender
que el nivel de comunicación puede establecerse en el lím i­
te entre estos dos tipos de realidad (inobjetual y objetual) a
partir de la expresión (verbalización, expresión gestual o
representación plástica) de las similitudes. Nuevamente ha­
llamos la capacidad metafórica en las riberas de la posibili­
dad existencial.
Sabido es que el autismo es una regresión, una nega­
ción de la existencia, recuperable mediante la relación «am o­
rosa», única capaz de reestablecer el contacto del niño con
el entorno. Con demasiada precipitación quizá querríamos
ver planteada una relación entre la necesidad y la capaci­
dad (¿acaso toda capacidad no responde a una necesidad?)
de amor y la fundamental comunicación con el entorno,
esencial al movimiento existencial. Quizá la malentendida
palabra «am or» significa aquí más propiamente «com uni­
cación», y de allí los resultados obtenidos con niños autis-
tas en tratamientos en los que prevalece la empatia del te­
rapeuta. Quizá también suponga recuperar el sentido del
mundo de la vida (los presupuestos de lo cotidiano) perdi­
do como consecuencia de la privación de la comunicación;
y, en ella, de los consiguientes fundamentos relaciónales
proporcionados por la intersubjetividad.

101. Ibíd.
102. Ibtd.

152
Identificación, comunicación y creatividad son, por tanto,
elementos clave en el desarrollo de la persona elementos cuya
raíz com ún es la metáfora en sentido amplio. Todo espacio
lúdico es, en principio, un ámbito metafórico.
Mas es preciso tener en cuenta lo siguiente: lo impor­
tante, tanto para el desarrollo personal como para la reedu­
cación terapéutica, parece no ser tanto el acierto de una
determinada simbología en su interpretación como la es­
tructuración que éstas proporcionan. El trabajo de los sue­
ños en Gestalt-terapia, por ejemplo, no requiere la adecua­
ción de la simbología con ningún modelo, ni tan siquiera
individual, sino que basta con que haga aparecer en el pa­
ciente las pulsiones adecuadas sobre las que, con ayuda de
la imaginación, se irá trabajando. Lo que importa no son
los contenidos historiados, sino la carga energética que
ellos transportan.
Es probable que el éxito de un desarrollo personal con­
sista no en la teoría, sino en el hecho de que la red estruc­
tural proporcione un marco idóneo para que la capacidad
metafórica — creativa y de identificación— se manifieste. El
juego relacional sugerido por la actividad simbólica pondrá
en funcionamiento esta capacidad, que irá desarrollándose
conforme al uso que de ella se haga, de forma quizá pareci­
da a como Piaget describe el desarrollo de las capacidades
del individuo.

153
IV
CONSIDERACIONES ACERCA DEL MÉTODO

1. La reforma del entendimiento

Antes de proponer una razón-poética, y mucho antes


de su uso metódico, Zambrano, aún influenciada por Orte­
ga — aún y siempre, pero más cercana entonces, en el
tiempo, a su enseñanza— , consideraba la imperiosa nece­
sidad de un nuevo tipo de razón que penetrase en las zo­
nas de irracionalidad del ser humano. Es remontándonos
a este primitivo proyecto como hallaremos las coordena­
das adecuadas para comprender m ejor lo que significa la
razón-poética. El hombre, decía Zambrano,1 ha procedido
a una «reform a del entendimiento» cada vez que, en m o­
mentos críticos de la Historia, la realidad ya no correspon­
día a las explicaciones dadas, porque es propio de la reali­
dad resistirse al entendimiento. Cuando el hombre nota,
por un lado, la falibilidad de su entendimiento y, por otro,
el hecho de que sólo a él puede recurrir frente a esa reali­
dad es cuando procede a una crítica, la cual puede adop­
tar una de las dos modalidades siguientes: a) analizar el
propio instrumento sin tener en cuenta su objeto de apli-

1. Cfr. M. Zambrano, «La reforma del entendimiento español», Hora de España


(Valencia), IX (sept. 1937), recogido en Senderos, Barcelona, Anthropos, 1986.

155
cación; b) incluir en la crítica «una conciencia de todo
aquello que no entra bajo la luz del entendimiento o, al
menos, de su existencia».2 A este segundo modo más am­
plio y más completo sería al que se adscribiría la autora,
asumiendo con ello la difícil tarea de suponer — y de algu­
na forma nombrar— lo irracional. No hacerlo así sería
caer en un intelectualismo que terminaría siendo víctima
de sí mismo.
Una crisis histórica, dice, supone que «una nueva reali­
dad aparece ante el hombre, y una realidad para el hombre
es siempre y en primer término un problema a resolver,
algo que le exige ser descifrado y en lo que tiene que desa­
rrollar una actividad.3 Una realidad siempre requiere por
paite del hombre una actividad, y ésta deberá ser renova­
dora por cuanto que las ideas viejas son lastre que dificulta
la comprensión. Zambrano contempla una nueva realidad
que la estructura lógica parece no poder abarcar íntegra­
mente. El nuevo mundo es un mundo histórico, y lo que
más pavor puede darle a la conciencia que lo contempla es
que «este mundo histórico integrado por acciones humanas
sea el que mayor resistencia ofrezca al conocimiento hu­
mano».4 Esto, sigue diciendo, evidencia la trágica dualidad
habida en el interior del hombre: la de su razón y su ser
mismo. El orden de las ideas bien puede ser idéntico al de
la naturaleza, pero no hay identidad entre la razón y el ser
del hombre.- El ser del hombre no es racional, no se puede
medir, el ser del hombre es para el hombre lo menos inteli­
gible, \ ello está en la base de su esencia trágica. N o obs-

1. Ibíd., p. 74.
3. Ibíd., p. 76.
4. Foíd., p. 77.
5. Zambrano hace aquí referencia a Spinoza. Su crítica bien pudiera remontarse
a Kierkegaard. quien lúcidamente denunciaba (Samlede Voeurker: VII, Copenhague
1920-19^6, 2. ed., pp. 175-176) la tautología habida en la concepción puramente
abstracta del ser. En lo abstracto la identidad entre ser y pensamiento es evidente,
pero no llega a nada más que a poner el acento en la identidad. La verdad como
adecuación del ser con el pensamiento apunta simplemente a la cópula: la verdad es
lo que es. El problema sui^e cuando tomamos el ser en su concreción: en su devenir,
pues ni el ser entonces ni el «espíritu que conoce», que es espíritu existente, son algo
hecho, cumplido. La verdad se presenta entonces ella misma como una perpetua
aproximación.

15o
tante, y sacando fuerzas de su inagotable inquietud por ver
— comprender— aquello que se le presenta, el hombre de­
bería tratar de adecuar su instrumento a su objeto. «Se tra­
taría, por tanto, de descubrir un nuevo uso de la razón, más
complejo y delicado, que llevara en sí mismo su crítica cons­
tante, es decir, que tendría que ir acompañado de la con­
ciencia de la relatividad».6 Si lo que estaba en crisis era el
carácter absoluto tanto de la razón como del ser que tal
razón acotaba a su imagen y semejanza, era preciso cons­
truir un nuevo modo de ver, «un relativismo que no cayera
en el escepticismo, un relativismo positivo»:7 una actitud lo
bastante amplia y cuidadosa como para incluir la duda sin
llegar a asentarla como principio y que, a la vez que una
incidencia sobre los hechos, tuviera la capacidad constante
de autocrítica.
Este «relativismo positivo» no es, por otra parte, una
mera reducción de principio ni tampoco les supone a los
hechos una merma en cuanto a su «realidad», todo lo con­
trario: «quiere decir que la razón humana tiene que asimi­
lar el movimiento, el fluir mismo de la historia, y, aunque
parezca poco realizable, adquirir una estructura dinamica
en sustitución a la estructura estática que ha mantenido
hasta ahora».8 Pedir que la razón adopte los rasgos de dina-
micidad de la vida humana no es otra cosa que abogar por
una «razón vital». La cuestión es: cómo pasó a ser en Zam­
brano una «razón-poética»; en qué se distingue o qué apor­
ta el factor poético a la razón vital ya preconizada por
Ortega.
Examinemos las cualidades de este nuevo entendimiento.

1° Será un uso de la razón «delicado» y «complejo».


2.° Capaz de constante autocrítica.
3.° Fluido, adaptable e histórico: vital (adopción de una
estructura dinámica).
4 ° Dirigido a la comprensión del hombre mismo.

6. M. Zambrano, «La reforma...», ibíd., p. 79 (el subrayado es mío).


7. Ibíd.
8. Ibíd.

157
1° Por «delicado» podemos entender cuidadoso, no pre­
cipitado, atento, y, por otra parte, también sutil e intuitivo.
Por «com plejo» se alude seguramente tanto a las múltiples
formas que tal uso puede revestir, las múltiples maneras de
encarar un objeto, como a la dificultad que la propia auto­
ra tendría a la hora de describirlo, y ello no tanto por con­
fusión como por el hecho de que un uso de la razón que se
defina principalmente por su movilidad impide, por defini­
ción, toda posible determinación subsecuente que no sea la
de su propia multiplicidad.
2 ° Una razón que esté acompañada constantemente de
la conciencia de su propia relatividad y de una continua
actitud crítica es una razón que no puede exigir verdades,
sino tan sólo modelos. La propuesta de Zambrano puede
considerarse tal vez ingenua, tal vez poco clara, pero lo que
es indudable es el hecho de que sienta las bases de un m é­
todo que, aplicado a la ciencia, no se distanciaría gran cosa
de ciertas teorías actualmente en vigor. Es inevitable, por
ejemplo, establecer un paralelismo entre este «relativismo
positivo» y la teoría desmitificadora de la metáfora científi­
ca que expone Turbayne. Una razón vital, dinámica, debe
ser consciente de que su uso es interpretativo — metafóri­
co— y cumplir el requerimiento del citado autor: debemos
usar la metáfora, pero no ser usados por ella. Al igual que
Ortega, Turbayne es consciente de que el hombre está con­
denado tanto a la interpretación como a la perspectiva y,
por tanto, a la metáfora. Lo importante es que sea cons­
ciente de las metáforas que establece y que no las confunda
con la realidad. Turbayne denuncia al respecto ciertas me­
táforas que, a lo largo de la historia, comenzaron siendo
modelos geniales para terminar erigiéndose en verdades;
así, el mecanismo de Descartes y de Newton. Esto se debe'
piensa el autor, a una «invasión de especie»: «cuando se es
empleado por una metáfora y se la toma en sentido literal,
estamos frente a un ejemplo de invasión de una especie».9
Como ya vimos, una metáfora encierra lo que Turbayne
denomina una «cruza de especie». Pero es muy distinto fu­

9. C.M. Turbayne, op. cit, p. 37.

158
sionar dos términos de confundirlos. En el primer caso so­
mos conscientes del cruce o fusión que efectuamos: utiliza­
mos la metáfora; en el segundo, somos victiméis de ésta. Ni
Descartes ni Newton advirtieron el cruce de especies que
efectuaban: confundieron la relación deductiva del entendi­
miento con la relación entre los hechos, es decir, el proce­
dimiento con el proceso de la naturaleza que dicho pro­
cedimiento se propone estudiar. N o es de ningún modo in­
dudable que la naturaleza obedezca a la lógica del método
deductivo. N o obstante, Turbayne no quiere decir con esto
que se deba rechazar estas ni otras interpretaciones, sino
tan sólo considerarlas como hipótesis en su sentido genui­
no, es decir, como suposiciones. N o todas las hipótesis son
metáforas, por supuesto: para que sean metáforas es me­
nester que haya a) cruza de especie y tí) simulación.
La simulación es la primera cualidad a tener en cuenta
a la hora de fundamentar un «relativismo positivo», puesto
que, en el momento en que deja de haber simulación la
metáfora se convierte en creencia. Dicho de otro modo, el
sentido metafórico se convierte en literal cuando se desva­
nece la conciencia de la simulación. Se dice entonces que
la metáfora es una metáfora muerta (la metáfora viva es
aquella en cuya enunciación se sigue manteniendo la con­
ciencia de la aplicación inadecuada de sus términos). Con­
vertida en creencia, la metáfora muerta hará perder a la
razón su movimiento genuinamente creativo y se producirá
un anquilosamiento. A la larga, éste desencadenará otro de
los momentos críticos de la historia en los que, como apun­
taba Zambrano, la realidad ofrece al entendimiento descon­
certado su ineludible rostro de solidez. «E l que cae víctima
de la metáfora», afirma Turbayne, «acepta una manera de
clasificar, agrupar o colocar los hechos como la única que
existe para clasificarlos, agruparlos o ubicarlos».10
3.° Esta rigidez sistemática es lo que Zambrano preten­
dió evitar con un nuevo uso de la razón. N o distaría mucho
este nuevo uso, por su dinamicidad, del procedimiento que
Turbayne propone para evitar el anquilosamiento y paliar

10. Ibíd., p. 42.

159
la falta de respuestas adecuadas, por parte de los sistemas
de creencias, al movimiento histórico. Puede resumirse este
procedimiento del siguiente modo: a) detección de la pre­
sencia de una metáfora; b) intento de desnudarla, «presen­
tando la verdad literal»; c) restablecimiento de la teoría,
con conocimiento de su estatuto metafórico.
La «verdad literal» a la que Turbayne alude es induda­
blemente una falacia, ya que, en primer lugar, si se ha he­
cho uso — consciente o inconscientemente— de una metá­
fora, es porque no se podía ofrecer una visión más «autén­
tica» aun en el supuesto de que la hubiese. Y, en segundo
lugar, ¿qué necesidad habría de restablecer la metáfora, de
haber podido presentar «la verdad literal»? Turbayne es,
por supuesto, consciente de ello, y más adelante lo confir­
ma: ninguno de los que han denunciado una metáfora,
dice, ha dejado de reemplazarla por otra y, lo que es más,
no lo ha hecho proponiéndola como tal metáfora sino,
como mínimo, como una aproximación a los hechos con
carácter veritativo.
¿Quiere esto decir que todo conocimiento de la realidad
deba ser metafórico? Que todo conocimiento sea interpreta­
tivo no implica que toda interpretación sea metafórica. Ya
hemos tocado este punto en el capítulo dedicado a los uni­
versos simbólicos y metafóricos. Lo que parece ser cierto es
que, siendo así que la realidad nunca se nos dio «con las
instrucciones», hay que suponer una cadena ilimitada de in­
terpretaciones, cada una de las cuales se habría generado por
analogía con otra. Toda interpretación, como toda hipótesis,
tiene en su base una analogía, aunque sólo fuese por el mero
hecho de que lo que no conocemos debe expresarse en base
a algo ya conocido, ya sea por contradicción o semejanza,
por extensión, pertenencia, etc. Ver algo como otra cosa pa­
rece inevitable, de manera que las estructuras cognitivas lle­
gan a ser sofisticados sistemas referenciales cuyo referente
no es ninguna «realidad» originaria, sino el mismo sistema
lingüístico con sus propias y primitivas referencias.
La cuestión es: ¿puede darse alguna interpretación de la
realidad que no se base en algún sistema o estructura pre­
via de pensamiento? ¿Puede darse alguna interpretación in­

160
mediata que no suponga de por sí un modo de ver? La
dificultad no estriba tanto en que la realidad pueda dárse­
nos de modo inmediato — esto parece ocurrir en los m o­
mentos de «revelación»— como en que pueda hallarse la
manera de prolongar ese momento sin perder la inmedia­
tez para así convertir la revelación en conocimiento.
Para Ricoeur, el discurso poético despliega lo que él lla­
ma «referencia de segundo grado» (o metafórica) basado
en, o regulado por, un poder de redescripción que también
interviene en el discurso científico. Esta redescripción pro­
pia de un nuevo uso del lenguaje supondría un uso tam­
bién nuevo de la razón;11 y, «si todo lenguaje o simbolismo
consiste en “rehacer la realidad", no hay lugar del lenguaje
en que esta acción se manifieste con mayor evidencia que
cuando este simbolismo infringe sus límites adquiridos y
conquista tierras desconocidas».12 La invención, en el dis­
curso metafórico, se realiza basándose en una ficción que
le confiere a la invención el doble sentido de creación y
descubrimiento («ficción y heurística»), de tal forma que la
realidad así transcrita sería a la vez manifestación y crea­
ción. «Es preciso», escribe, «restituir a la hermosa palabra
"inventar” su propio sentido desdoblado, que implica a la
vez descubrir y crear».13 La metáfora permite una nueva
visión, una nueva organización del universo, un nuevo or­
den, pero lo realmente nuevo son las asociaciones que per­
miten ese nuevo orden. Inventar una metáfora es crear aso­
ciaciones nuevas. Dar lugar a una metáfora (abrir un lugar)
es crear sentido. Y, si toda realidad, como piensa Zambra-
no, exige ser descifrada de un modo tan nuevo como nueva
es la forma de presentarse la realidad en cada momento, la
razón que la descifre habrá de ser razón creadora.

11. Hay cierta diferencia de matiz en la utilización que hace aquí Ricoeur de la
expresión « nuevo uso de la razón», de la que hemos venido haciendo hasta ahora de
acuerdo con Zambrano. Se trata, en este contexto, de «actos de razón»: cada redes­
cripción es un acto de razón que requiere una nueva manera de enfocar la realidad,
un «nuevo uso» de la razón. A lo que se refiere Zambrano, en cambio, es a una
actitud permanente de apertura de la razón; por «nuevo uso» de la razón, pretende
dar a entender un modo distinto de predisponerse a realizar los actos de razón.
12. P. Ricoeur, La metáfora viva, op. cit., p. 319.
13. Ibíd., p. 413.

161
La estructura dinámica de este nuevo uso de la razón se
establece basándose en un elemento tensional que es el
mismo que origina el movimiento de la metáfora. La con­
frontación de una afirmación (la de la identidad metafóri­
ca: «A [en cierto sentido] es B ») con la negación que genera
( « pero A [literalmente] no es B ») tiene, como resultado, la
aparición de la cópula metafórica: «A es com o [se parece a]
B». El nudo de esta dialéctica corre el peligro de ser enten­
dido con demasiada facilidad como la expresión de una
simple semejanza. Hacer hincapié, como lo hace Turbayne,
en la simulación en detrimento del factor tensional de la
cópula metafórica es quedarse en el plano analógico. El es
como se traduce en la metáfora como un si pero no, y en
ello pone Ricoeur el énfasis cuando expone su teoría de la
«verdad tensional». Hace extensiva la función referencial de
la cópula al plano ontológico: si pero no significa es pero no
es. Mantener la tensión de la cópula exige no decantarse
ni por el es ni por el no es. Por ello Ricoeur intenta mos­
trar, por un lado, «la inadecuación de una interpretación
que, por ignorancia del “no es” implícito, cede a la ingenui­
dad ontológica en la evaluación de la verdad metafórica»
y, por otro lado, «la inadecuación de la interpretación in­
versa, que malogra el “es” al reducirlo al “como si” del jui­
cio pensante, bajo la presión crítica del “no es” » .14 Tanto
Wheelwright como Turbayne permanecen, según Ricoeur,
en una concepción verdad-adecuación. Por una parte, cali­
fica de «ingenuidad ontológica» la interpretación de Wheel­
wright, extrañándose de que dicho autor, después de asen­
tar tan enfáticamente un lenguaje tensional, no haya repa­
rado en la posibilidad de una aplicación de esta tensionali-
dad al concepto de verdad. Por otra parte, la desmitifica-
ción crítica de Turbayne se movería en un sentido verifica­
tivo de la verdad que no se distingue del utilizado por el
positivismo al que critica.
Con la noción de «verdad tensional», Ricoeur apunta a
una superación de las filosofías del «com o si», cuestionan­
do las nociones de verdad, hecho, objeto y realidad, y per­

14. Ibíd., p. 334

162
maneciendo en una perpetua situación dialogal (tensional)
de la cópula en su sentido ontológico. Mediante el movi­
miento basculante que la metáfora procura, esta noción re­
capitula y asume los distintos tipos de tensiones en sus dis­
tintos niveles (sujeto/predicado, interpretación metafóri­
ca/interpretación literal, identidad/diferencia), reúne estas
diferencias en una «referencia desdoblada» y finalmente
«las hace culminar en la paradoja de la cópula: ser-como
significa ser y no ser».15 Esta verdad tensional que pertene­
ce a la poesía, termina diciendo Ricoeur, representa la dia­
léctica más originaria: «la que reina entre la experiencia de
pertenencia en su conjunto y el poder de distanciación que
abre el espacio del pensamiento especulativo.16 La meta-
poética de Wheelwright se superaría, según Ricoeur, me­
diante la dialéctica tensional abierta por el discurso poéti­
co, al procurar éste «la experiencia de pertenencia que in­
cluye al hombre en el discurso y el discurso en el ser».17 El
lenguaje poético situaría al hombre, de este modo, en ese
nivel precientífico donde el objeto parece recuperar algo de
su indeterminación original.
Sin embargo, podrían hacerse dos objeciones a esta ex­
posición. La primera es que Ricoeur utiliza de manera un
tanto forzada los respectivos enfoques de Wheelwright y de
Turbayne para su propósito. N i Wheelwright desecha tan
claramente la negación en el es pero no es de la metáfora,
ni Turbayne rechaza tan rotundamente su afirmación. Am ­
bos, efectivamente, se mueven en un universo de adecua­
ción, y ambos se enfrentan a la dificultad de salirse de él y
superarlo; el primero, abogando por una forma de proceder
mostrativa que le añade a la vez que le resta realidad a «lo
dado»; el segundo, aplicándose en denunciar los peligros de
un asentimiento inmoderado a un determinado entendi­
miento de «lo dado».
La razón-poética se beneficia de ambos trabajos: del de
Wheelwright en cuanto a lo que tiene de poética y por lo

15. Ibíd., p. 424.


16. Ibíd. , p. 425.
17. Ibíd., p. 424.

163
tanto de apertura y del de Túrbame por lo que tiene de
razón y por lo tanto de necesaria disciplina. Mas, por enci­
ma de todo ello, la razón poética participa tanto de una
dialéctica como de una metapoética ( toda vez que acorde­
mos considerar que lo uno no está reñido con lo otro): ex­
presión misma de la ambivalencia humana, sitúa el conoci­
miento entre la pertenencia y el distanciamiento, en un
continuo vaivén entre la poesía (a la vez lírica y fabuladora:
mito v mimesis) \ el discurso especulativo. Entrenada en la
captación de los movimientos dionisíacos y apolíneos del
ser íntimo del hombre, está destinada a procurar, mediante
la expresión el difícil equilibrio, la quietud de un centro y,
desde allí, una cierta ordenación del caos. Y, sin embargo,
la imposibilidad de detener el movimiento pendular invita
a cuestionar la crítica de Ricoeur, pues una verdad tensio-
nal situada en el movimiento entre el es y el no es, ¿acaso
no salvara de una concepción verdad-adecuación tanto o
tan poco como el neti-neñ («n o exactamente eso») upanis-
hádico asumido por Wheelwright y criticado por Ricoeur?
¿Acaso no nos enfrenta igualmente al hecho de que todo
acto interpretativo establece una correlación entre fenóme­
nos, al margen de cualquier posible contrastación «eviden-
cial»? Se resumiría, pues, la segunda objeción en la pre­
gunta siguiente: ¿No presupone acaso la verdad tensional
una verdad-adecuación?
4.° En cuanto a este punto: que ese nuevo uso de la
razón esté dirigido a la comprensión del hombre mismo, lo
hemos tratado ampliamente en los capítulos correspon­
dientes.
Queda por tratar una cuestión marginal: los distintos
niveles en que la razón-poética puede ser entendida. En
sentido restringido, la razón-poética, como Zambrano mis­
ma parece haberlo entendido, es discurso poético-racional.
En sentido amplio, la razón poética es actividad creadora
que genera v es generada a su vez, en mutuo feed-back, por
un modo de ver o disposición especial aplicable a todo obje­
to en todo momento, pero particularmente al ser propio de
uno. En sentido amplio, la razón-poética es procedimiento
a la vez que acción y resultado. Es actitud vital (disposi­

164
ción) y acción ética. El sentido restringido (o función des­
criptiva) podría considerarse como una aplicación del sen­
tido amplio (o función práctica). Por lo primero se procede
a una desvelación a través del símbolo mientras lo segundo
permite la creación de la persona con su ser. La función
creadora puede surgir a partir de la función descriptiva por
cuanto que ésta participa de la función práctica.
Un ejemplo de lo que sería la razón-poética entendida
según su uso restringido es la descripción que de ella hace
el profesor E.L. Palacios.18 Según él, la razón-poética sería
una razón cuya artística ordenación de los hechos nos reve­
laría el ser profundo del hombre. El hombre, dice, es algo
más que una simple sucesión de actos; el hombre — y en
esto coincide con Zambrano— tiene una esencia, la cual se
manifiesta en la existencia. La historia nos da a conocer
hechos, pero sin engarces; y, por su parte, la razón históri­
ca trata de damos una serie de explicaciones de estos he­
chos sucesivos sin tener en cuenta que los nexos entre estos
hechos no pueden conocerse más que basándose en las ín­
timas motivaciones proporcionadas por experiencias indivi­
duales. «L a obtención de un conocimiento perfecto del
hombre y la superación del espectáculo que nos ofrece la
historia pragmática y tradicional no se obtendrán nunca
invocando la supuesta dialéctica de una razón histórica
acuñada pou r le besoin de la cause. Para obtener un conoci­
miento del hombre más perfecto que el ofrecido por la his­
toria tradicional es menester invocar una razón que ya
no sea histórica: la razón de la poesía, la razón poética.»19
N o se contenta la poesía con exponer las motivaciones de
los hechos, sino que penetra para ello en la intimidad
de los personajes y considera los fines hacia los que van
dirigidas sus acciones para luego ordenarlas sistemática­
mente. Se trataría, así, de una razón poética, la cual «dispo­
ne las cosas de manera que se vea lo que el hombre es por
lo que el hombre hace».20 Habría, según esto, una sistemá­

is. Cfr. «De la razón histórica a la razón poética», Revista de Filosofía, 2.a s., IX
(1986).
19. Ibíd , p. 7.
20. Ibíd , p. 13.

165
ticidad en el quehacer poético-narrativo (el autor descarta
la lírica a estos efectos) gracias al cual se nos revela el au­
téntico ser del hombre. «Esta razón-poética», sigue dicien­
do, «y la síntesis y coordinación de los hechos que ella fin­
ge en la acción fabulosa [...] son sólo un procedimiento téc­
nico para que surja el milagro: la aparición de lo que el
hombre es, que se nos ofrece de una manera que ya no es
racional o discursiva, sino intuitiva y estética».21 La técnica
racional es una representación que nos sirve para evocar la
interioridad del hombre, la cual captamos por «una especie
de connaturalidad que ya no es racional, que es estética».22
A esto debe de objetarse que, si la razón-poética se lim i­
tase a la expresión narrativa o dramática, no haría falta
llamarla «razón poética». Aunque podamos concebir —y lo
hemos hecho— el quehacer poético como razón-poética,
Zambrano ha probado de sobra que no se limita a ello. Por
otra parte, si bien es cierto que la exposición racional argu­
mentativa basándose en o sobreañadida a la fabulación es­
tá patente en la práctica que hace Zambrano de su razón-
poética, hay otro carácter que es a la vez previo y posterior
(no sólo posterior), del cual el profesor Palacios no da ex­
plicación en el texto citado: se trata de aquella «connatura­
lidad estética» a la que hace referencia, que parece ser pri­
vativa del factor poético.
Es menester subrayar, aunque se haya dado por supues­
to hasta ahora, que «lo poético» no comporta aquí ninguna
referencia al gusto o al juicio estético. Aunque las normas
del gusto instituidas sean también un modo de conocer
(puesto que la atención se enfoca siempre dentro de una
determinada normativa), Zambrano no alude a ello en nin­
gún momento. Debe establecerse una clara diferencia entre
el método preceptivo (que preconice una manera de «ver»
basada en determinados preceptos, sean éstos estéticos o
lógicos) y un método al que pudiéramos llamar de carácter
«disponente» (que sugiera una determinada actitud para
ver). La razón-poética puede considerarse como método so­

21. Ibíd.., p. 14.


22. Ibíd.

166
lamente en cuanto se aprecie la validez hermenéutica de
este carácter «disponente».
La razón-poética, de acuerdo con el sentido amplio que
le hemos otorgado, es un instrumento que proporciona una
actitud de disponibilidad, una apertura no para el juicio,
sino para la visión. (De acuerdo con esto, Zambrano se si­
túa fuera del alcance de toda crítica a favor o en contra de
cualquier teoría sobre el juicio estético.)
Considerar, como lo hemos hecho, la metáfora como
núcleo de la razón-poética puede enfrentamos, de no tener­
se en cuenta su carácter «disponente», al peligro de que
ésta no pueda ser entendida como un método distinto de
cualquier otro método de conocimiento. En su prólogo al
trabajo de Turbayne, M. Peckam condena la noción, acadé­
micamente aceptada en los medios literarios, de que «la
poesía es un medio para el descubrimiento de una "verdad”
que resulta inaccesible a cualquier modo de pensamiento, y
que la técnica de tal pensamiento es la metáfora».23 Pec­
kam, en cambio, está convencido de que «la metáfora no es
sólo un modo semántico normal sino también un modo
esencial de la existencia y, sobre todo, a la expansión de las
funciones semánticas del lenguaje. Es la única manera con
que contamos para decir algo nuevo».24 Según esto, podría­
mos pensar que el valor distintivo de la razón-poética se
reduce a hacer uso conjuntamente del análisis y de la sínte­
sis. Pero hay algo más que le otorga a la razón-poética ca­
rácter propio: su objeto, y el hecho de que el uso de la
metáfora en la razón-poética no se limite a la función inno­
vadora de la actividad productora de modelos científicos,
sino que, como se ha puesto de manifiesto a lo largo de
este estudio, procura el desarrollo personal y esencial de
aquel que sigue este método.
Lo más importante a tener en cuenta a la hora de consi­
derar el uso de esta razón desde el punto de vista metodo­
lógico es lo siguiente: puede hablarse de un uso poético de
la razón cuando su actividad tiene lugar a partir de un va­

23. Prólogo a C.M. Turbayne, op. cit., p. 9.


24. Ibíd., p. 10.

167
cío, de un des-conocimiento previo, de una epojé. Esta epojé
— aunque inevitablemente parcial— no sólo ha de darse
respecto de los contenidos, sino que ha de ser antes y sobre
todo un modo de ver, un arte, y, como decía Blanchot, «étre
“artiste” , c’est ignorer qu’il y a déjá un art»; realizar un acto
propiamente artístico es redescubrir la realidad, pero es,
antes que eso, redescubrir la fórmula que nos hace capaces
de entrar en contacto con ella, abrir nuevos cauces para la
visión.
La vuelta al origen es, más que nada, la renuncia a los
caminos trillados y la entrada en el desierto, donde las hue­
llas nunca perduran lo bastante como para indicar el paso
de otros hombres, o lo que otros hombres han visto y cóm o
lo han visto. La devolución al origen, o a lo preobjetivo,
significa la apertura de las posibilidades para la visión, de
todas las posibilidades.

2. El problema de la objetividad

El problema de la objetividad de la razón-poética en


cuanto método de conocimiento deja de plantearse en tér­
minos de «objetividad científica» desde el momento en que
se concibe la Filosofía no como «ciencia estricta» sino
como «estricta subjetividad». La razón-poética no es un
método científico, sino un método de descubrimiento per­
sonal. Plantear entonces la validez metodológica de la ra­
zón-poética no equivale a preguntar por el criterio de verifi­
cación al que se someterían las teorías a las que diera lugar
(ni siquiera un tipo de verificación intersubjetiva), sino por
la utilidad de la formulación (más que de la aplicación) de
las mismas para quien realice dicha formulación. Lo que la
razón-poética pretende ser como método es un modelo
para que cada persona pueda formular su propia teoría, su
propio universo metafórico, bien entendido que toda for­
mulación se realiza a través de un proceso y que, en este
caso, lo esencial es el proceso.
Que el método sea útil supone, obviamente, la existen­
cia de una problemática para cuya solución dicho método

168
sea requerido. Supone igualmente que esa problemática sea
«objetiva» (concreta), es decir, que esté lo bastante definida
como para poder ser «objeto» de tratamiento.
A menudo la «objetividad» de un problema está en fun­
ción de los términos en los que éste se expone. Lo que
pudiera ser tachado de pseudoproblema o de «metafísica»
en sentido positivista puede adquirir valor objetivo al ver­
terse en otros términos. Así, el discutible ámbito del «ser»
adquiere espontáneamente consistencia cuando es reducido
al carácter «padeciente» o paciente (en su triple acepción
de padecimiento, pasión y paciencia o esperanza) del hom­
bre. El hombre como ser que padece su trascendencia no
es sino la expresión poético-filosófica de un ente puesto al
descubierto en un universo interior que le rebasa y al que
trata desesperadamente de dar sentido. Ningún problema,
pues, más acuciante que éste del juego — o la tragedia—
humano. Tal substrato: la esencialidad trágica de un ser
cuyo ser consiste en ir realizándose, es decir, ir gastándose
y haciéndose al par, desarrollando una actividad que a la
vez le acerca y le aleja, como existente, de su «centro» (de
sí mismo), tal substrato debe ser «objeto» suficiente para
que sea requerido un método para su comprensión.
Dentro del panorama zambraniano, la razón-poética no
solamente cubre la necesidad de un método para la com­
prensión de esta dinámica esencial, sino que logra además
ser condición de posibilidad de ese ser, una de cuyas princi­
pales características es ser comprensivo. La «trascendencia»,
en el sentido de paso o tránsito del individuo a su ser autén­
tico, se cumple en la trascendentalidad de la razón-poética.
La razón-poética es, entonces, la «acción auténtica» por an­
tonomasia, a la vez que la actitud de disponibilidad que per­
mite que se realicen los actos de la persona. Hemos hablado
de que la consideración de la razón-poética como método
dependía de que se apreciara la validez hermenéutica de su
carácter «disponente». Pero a ello hay que añadir que esta
«razón» rebasaría los márgenes de cualquier hermenéutica,
de no elevarse la propia hermenéutica al rango principal de
esa «acción comprensiva» ontológicamente esencial.
El problema de la objetividad de la razón-poética podría

169
plantearse de otra manera: ¿Logra ser la razón-poética algo
más que poética en el sentido de que logre efectivamente ser
algún tipo de desarrollo racional? o en otras palabras: ¿Logra
dar alguna «explicación» de sus aprehensiones? Pero, antes
que eso, habría que preguntar si la razón-poética pretende
dar alguna explicación. Y, para contestar a ello, debemos re­
mitimos a lo expuesto en los primeros capítulos; en principio
para tener presente que, según lo entiende Zambrano, el co­
metido de la Filosofía no se limita a un conocimiento espe­
culativo, sino a un conocimiento esencial cuyo objeto perte­
nece también al ámbito de la Psicología y al de la mística. El
acto filosófico no depende simplemente de un esfuerzo inte­
lectual ni de la relativa facilidad que tenga el pensador enla­
zando conceptos. El filósofo ha de realizar una depuración
de su interioridad. Ningún «conocimiento» — en este caso
bien pudiera llamarse sabiduría— adviene sin un trabajo in­
terior que se realice al mismo tiempo que el proceso discur­
sivo. «De allí», dice Zambrano, «la dificultad de la filosofía,
que no radica propiamente en lo teórico, sino en lo que de
ellos nos separa; en lo que tiene que ocurrir en nuestra inte­
rioridad para que el conocimiento objetivo se realice».25 La
depuración interior es, así, condición de toda comprensión.
La comprensión, según lo entendió Heidegger y lo re­
afirmó Gadamer, no es simplemente uno de los modos de
comportarse el hombre, sino radicalmente el movimiento
de su ser, su esencialidad. Tal es la razón-poética para
Zambrano. Y tal es asimismo el valor interpretativo que
debemos otorgarle al método: el uso de la razón-poética,
aparte de su aplicación a determinados contenidos, es en sí
la propia actividad del sujeto haciéndose.
Desde que Heidegger reconoció la comprensión como el
principal rasgo determinante del hombre y la esencial his­
toricidad de éste, se nos hace imposible entender la com­
prensión como una mirada hacia el pasado. La compren­
sión no se refiere únicamente a lo ocurrido o transmitido
(lo cual sería aprender, mecanizar, repetir, restituir incluso
los hechos a sus moldes ya usados); la comprensión tiene

25. M. Zambrano, «San Juan de la Cruz...», en Senderos, p. 195.

170
también carácter prospectivo (el hombre es también pro­
yecto). La comprensión como esencialidad del hombre
debe, pues, considerarse como el acto cognitivo que abarca
tanto lo pasado como lo que ha de venir. Ciertamente, la
propuesta del «ser recibido» y su exigencia de realización,
en Zambrano, cualifica el conjunto de su pensamiento para
una integración en las filosofías de la comprensión univer­
sal ya que supone considerar la conciencia como aptitud.
La comprensión no se da como un hecho sino como un
proyecto en continua realización: más una actitud que
un logro, más una disposición que un asentamiento. El ca­
rácter móvil de dicha comprensión, de dicha indagación
del hombre por sí mismo, y en él, de sus condiciones exis-
tenciarias, se reafirma en el modelo zambraniano. Y así
como la comprensión no debe confundirse con los actos
comprensivos, tampoco la razón-poética debe confundirse
con sus actos; en todo caso sí con su «actualidad», entendi­
da ésta como actitud continuada, presente y constante.
Pues antes que concebirla como sus actos sucesivos o
como el conjunto de ellos, la razón-poética debe conside­
rarse como aptitud para la realización de estos actos de
razón-poética. Cumple, en definitiva, una doble función: la
de procurar la apertura del ámbito de visión y la exposición
o expresión de los elementos que aparecen y/o se constru­
yen en dicho ámbito. El factor poético procura la apertura;
el factor racional permite la expresión retrospectiva, pros­
pectiva y, sobre todo, presencial de los aspectos siempre
huidizos de la realidad.
Toda comprensión incluye, por su carácter sintético, los
elementos necesarios para la explicación, pero ésta no for­
zosamente ha de desarrollarse. La utilización del método
analítico, imprescindible para la explicación, no lo es, en
todo caso, para la comprensión. Las formas comprensivas
se establecen de acuerdo con el propio impulso comprensi­
vo, y ese impulso, ese élan, requiere, para darse, de una
apertura previa. La razón-poética no pretende explicar,
pero las explicaciones surgirán, a modo de transferencias
de los elementos pertenecientes a los distintos universos
analógicos, para perpetuar la actividad metafórica.

171
Aparte de proponer la razón-poética como método, M a­
ría Zambrano la ha utilizado personalmente. Ha creado un
universo simbólico basándose en el cual ha ido desarrollan­
do su propia actividad creadora. N o está aún confirmada, y
puede que no lo esté nunca, la validez universal de lo que
he denominado carácter disponente de la razón-poética.
Pero menos aun lo está el universo simbólico que Zambra-
no ha ofrecido. Es inútil decir que tales comprobaciones
podrían realizarse únicamente a nivel personal y que los
resultados que se obtuvieran dependerían de las cualidades
receptivas de cada cual y del grado de asimilación del uni­
verso simbólico propuesto.
En tales esferas de objetivación no podemos sino acoger
con buenos ojos el «todo vale» que nos brinda el anarquismo
epistemológico. Mas, aun así, lo que propiamente no vale,
para quien se precia de conquistar su libertad, es el estableci­
miento de una creencia en las coordenadas del sistema, esto
es: que la metáfora se adueñe de su creador. En esta pers­
pectiva es lícito plantearse preguntas tales como: ¿Hasta qué
punto Zambrano utiliza la metáfora o es utilizada por ella?
¿Hasta qué punto el universo metafórico por ella creado asi­
miló a su creadora como un elemento más? (aunque de ser
así, teniendo en cuenta que la validez de un sistema está en
función de su capacidad de asimilación, éste sería más apre-
ciable que ninguno) ¿Hasta qué punto es coherente Zambra-
no con el nuevo entendimiento que ella misma propone?
¿Hasta qué punto aplica a su propio universo simbólico
aquel «relativismo positivo» y asume aquella actitud dinámi­
ca, amplia y capaz de autocrítica constante? Tal vez pueda
contestar lo siguiente a todas estas preguntas: Zambrano ha
hecho un uso dinámico del pensamiento lo justo para permi­
tir que su propio mundo fuese coherente. Aquellos que inves­
tigaran en su mundo interior a partir del modelo propuesto
por ella habrían de hacerlo también con la flexibilidad nece­
saria para alimentar su propia creatividad. Esto, indudable­
mente, modificaría el modelo, lo cual es perfectamente co­
rrecto si lo que se pretende es descubrir eso llamado «ser».
La dinámica de la fenomenología de la forma-sueño permite
el juego y todos los juegos posibles dentro de su universo.

172
CONCLUSIONES

Al término del presente estudio creo que es conveniente


recuperar la pregunta que lo originó y que en principio de­
bía figurar como título del mismo: ¿Es posible una « razón-
poética»? Con la presente investigación he pretendido con­
testar a esta pregunta, la cual condensaba la duda de mu­
chos y la reserva de otros con respecto a la viabilidad de
una forma de conocimiento que en principio parecía aunar
o confundir intuiciones «poéticas» y patrones racionales.
A lo largo de la primera etapa, el único logro de la in­
vestigación fue el de confirmar la pertinencia de la pregun­
ta acerca de la posibilidad de la razón-poética. Lejos de
desanimarme, consideré el hecho bastante satisfactorio te­
niendo en cuenta el principio de que toda pregunta bien
planteada lleva en sí su respuesta. Pero esto no era sufi­
ciente. Había que empezar delimitando el campo de acción
de esta razón-poética dentro de la obra zambraniana.
Observé que se trataba de una forma de conocimiento
que atiende a un objeto particular: el ser del hombre, y que
pretende, al conocerlo, contribuir a su realización. Era,
pues, necesario averiguar en qué consiste ese ser meneste­
roso de un particular modo de acceso. M e di cuenta enton­
ces de que me hallaba ante la exposición de un sistema

173
abierto de una total coherencia. La ontología de Zambrano
va acompañada de un proyecto ético y de una metafísica
que, lejos de partir de conceptos apriorísticos carentes de
referente, se construye a partir de fenómenos vivenciales,
recuperando, para su ordenación, la terminología simbólica
de las tradiciones herméticas.
De haber tenido la intención de trazar la trayectoria que
siguió Zambrano para desembocar en la instauración de
una razón-poética, probablemente hubiese tenido que em­
pezar por el encuentro de la autora con aquellas realidades
que, para ser expresadas, debían primero ser «desentraña­
das». Ese encuentro con un ser oscuro, una resistencia, una
negativa, el «no puedes», «no llegas», «no eres», como res­
puesta tensional al deseo, al anhelo de ser más, de ser todo,
de S E R al fin y al cabo; y el encuentro, también, con un ser
de luz que invade a ratos y en otros se diluye o desaparece.
La palabra parecía ser el modo más inmediato para aliviar
esa sensación de ambigüedad, esta tensión ontológica. Ex­
presar todo aquello era ordenar el caos, dibujar un mapa
para poder transitar por aquel universo extraño. Tales con­
tenidos, sutiles y movedizos, no podían ser objeto de un
tajante racionalismo; era preciso hallar una forma de cono­
cimiento que aun siendo razón, aun ordenando, fuese capaz
de hacer emerger y de nombrar esa clase de realidad. Un
tipo de razón que fuese testigo y exponente de un ser que
padece la trágica ambigüedad de ser y saberse su propio
objeto sin lograr ser del todo ni sujeto ni objeto de sí mis­
mo. Un tipo de razón, pues, que aun participando del saber
original fuese capaz de ordenar el mundo — interior y exte­
rior— en la conciencia despierta. Zambrano llamaría «ra­
zón-poética» a esta forma de conocimiento que surgiría
como respuesta a la más honda y urgente necesidad huma­
na. Razón poiética, creadora de un espacio comprensivo
desde el que la persona pudiera salirse del sueño.
Que la vida es sueño es una de las primeras grandes
metáforas con las que construye Zambrano su universo.
Los sueños son espacios carentes de horizonte, espacios en
los que las figuras no logran destacarse; lo que los caracte­
riza es la falta de proyección referencia! de los personajes

174
que en ellos se activan y la consecuente imposibilidad de
ordenar los hechos. Salir del sueño, nacer, significa en
principio construir un marco de referencia donde puedan
encajarse todos y cada uno de los elementos. Un sistema
abierto es aquel que es lo bastante amplio como para poder
asimilar cualquier tipo de elemento y la validez del sistema
depende más de su capacidad de asimilación y de desarro­
llo interno que de una improbable adecuación a una su­
puesta realidad noemática. La articulación del sistema y su
capacidad de admisión de elementos nuevos dependen a
su vez del tipo de razón que construye dicho sistema. La
estructura de pensamiento por la que Zambrano aboga tie­
ne la particularidad de ser «un sistema que se prodiga a sí
mismo», un «sistema que fluirá como un río ».1 N o se trata
de una actividad directora y ordenadora, sino de una acti­
tud abierta, una disposición para ver cómo los elementos
van encajándose para formar el universo que están destina­
dos a configurar. Es un tipo de razón paciente y observado­
ra, actitud intermedia entre el ver dejando que las cosas
ocupen el lugar que les corresponde y el trazar — imaginar,
crear— el horizonte adecuado sobre el que puedan hacerse
visibles. Es, así, doblemente mediadora: entre la realidad
pre-sentida y su presencia expresa, y entre las formas pasi­
va y activa del ser humano.
La estructura del pensamiento era propuesta por Zam­
brano como fluidez interior; en cuanto a su aspecto formal,
había que indagar. ¿Tal vez el uso de la metáfora?
A medida que había ido progresando la investigación, la
pregunta inicial por la viabilidad de la razón-poética se ha­
bía convertido en la pregunta por sus condiciones de posi­
bilidad. Si la Filosofía era, antes que discurso, vocación de
ser absolutamente con la conciencia de ser, el método filo­
sófico adecuado habría de ser no solamente capaz de des­
cripción, sino también de participación activa en el cumpli­
miento de esta unidad esencial. Habría de ser capaz de rea­
lizar una descripción dinámica de la realización poiética del
ser humano. El hecho de que la razón-poetica, amplia e

1. Cfr. M. Zambrano, España, sueño y verdad, p. 126.

175
imaginativa, fuese la más apta para introducirse en las zo­
nas difícilmente expresables de lo humano no nos decía
cómo lograría realizar aquella anhelada unidad. Tampoco
era suficiente el reconocimiento del carácter intuitivo de lo
poético, su lógica múltiple, su atención, su quietud, su apti­
tud en fin, para penetrar en el mundo onírico; nada de esto
era suficiente para decimos cómo, a partir del sueño, iba a
procurar los sucesivos despertares de la conciencia a un ser
más auténtico.
La metáfora se planteó entonces como una hipótesis so­
bre la base de las siguientes consideraciones: la metáfora es
el núcleo del lenguaje poético (creativo). El inconsciente se
manifiesta en los sueños mediante metáforas y los sueños
exigen ser descifrados.
La cuestión no era contentarse con la constatación de la
analogía existente entre la simbólica del inconsciente y la
poesía, sino tratar de averiguar los factores por los que tie­
ne lugar. Esto significaba tocar una cuestión más radical;
era plantearse la pregunta por las condiciones de posibili­
dad de la propia imaginación creadora.
Me detuve entonces en dos tipos de correspondencia,
dos esquemas que podían trasladarse perfectamente del ni­
vel semántico en el que habían sido propuestos al nivel on-
tológico. El primer esquema atiende a la expresión de la
realidad — en este caso, de la realidad esencial del hom­
bre— que el lenguaje metafórico procura. Las tres caracte­
rísticas que definen esta forma de expresión son las de
perspectividad, unidad y presencialidad. Por la primera
(perspectividad), el lenguaje ofrece la posibilidad de exten­
derse abriendo perspectivas horizontales en la visión siem­
pre parcial que podemos obtener de la realidad. Por la se­
gunda (unidad), se palia en cierta medida la estricta sepa­
ración entre la experiencia de simultaneidad preobjetiva y
la subsiguiente objetivación, a la vez que se expresa me­
diante la yuxtaposición de elementos analógicos la multipli­
cidad implicada en la unidad del objeto. En cuanto a la
presencialidad, ofrece la experiencia del carácter absoluta­
mente sacro (ignorado y remoto) de la realidad en la uni­
dad de su ser y su aparecer; una experiencia de totalidad

176
apresada en una visión espontánea y directa. Por esta terce­
ra característica, el lenguaje poético puede entenderse como
la forma privilegiada de comunicación intersubjetiva de «lo
sagrado» y, por tanto, suponérsele una clara función meta­
física.
Tales características permitían entender el trabajo de la
metáfora con respecto al material sumergido «inconscien­
te» o «preconsciente»: su dimensión especular. El símbolo
proporciona pautas de orientación para la atención vigilan­
te de la conciencia; hace emerger fragmentos que la razón
deberá ir ensamblando. Es ésta la primera tarea de la me­
táfora: la presentación de la realidad oculta. Por el carácter
perspectivista de la simbólica onírica, el individuo puede
adquirir una apreciación más amplia de su persona y de
sus posibilidades, restringidas normalmente en la cotidia-
neidad a aquellas, pocas, que conforman al personaje. La
unidad sitúa al hombre en su origen, antes de la escisión,
antes de la «caída», le sitúa en la comunidad de sus imáge­
nes propias, antes del juicio que las quiebra. El carácter
múltiple se manifiesta en la existencia en las numerosas
facetas de la personalidad. Aquél que se sabe partícipe de
todas ellas sin que ninguna le pertenezca en exclusiva ni
por sí sola le confiera identidad, empieza a entrar en sole­
dad, esa soledad que es propia de aquel que ha sabido su­
perar la fase de asimilación y reproducción de patrones. La
conciencia no es la meta, sino la tarea del hombre. Reali­
zarla supone, primero, la adquisición de la conciencia per­
sonal; luego, la conciencia de la indigencia de la conciencia
con respecto a su propio conocimiento, su visión de sí; y,
por último, el acto de rendición de la conciencia. Sólo así
parece ser posible que el ser se muestre, desvelado. En el
primer momento, el de la adquisición de la conciencia per­
sonal, el ser a veces simplemente se re-vela, y para ello es
indispensable la simbólica en su función descubridora y
encubridora a la vez. La conciencia tendría, entre otras, la
aptitud para reconocer las figuras ofrecidas por el trabajo
de la metáfora. Los momentos siguientes pertenecen a otro
tipo de trabajo en el que las formas metafóricas, de haber­
las, son más abstractas.

177
La presencialidad es tal vez el rasgo más importante de
la función metafórica. Se trata en este caso de la aplicación
a la persona de la propiedad metafísica del arte. La presen­
cia revelada corresponde al ser del hombre, a su intimidad,
a su dimensión ignota: el aflorar de «lo sagrado» y su co­
municación. La metáfora cumple su carácter presencial de
dos maneras: en los sueños — tanto si se trata de metáforas
oníricas («sueños de la psique») como de fantasías a nivel
artístico o fabulador («sueños de la persona», o «sueño
creador», o «sueño de la vigilia»)— y a través de lo que
llamamos «metáforas del Claro» (que pueden incluirse en
lo que Zambrano llama «sueños reales»). Mediante los pri­
meros tiene lugar una «presencialización» a modo de refle­
jos parciales de estados de ser entremezclados con todo
tipo de circunstancias, sobre todo a modo de «fantasmas
de ser» configurados por el deseo — o más bien la caren­
cia— de ser propiamente. Las segundas (metáforas «del
Claro») se forman en momentos de máxima quietud de la
voluntad propia y son fruto, casi siempre, de una intensa
labor personal. Más que acto de presencia, el Claro es un
estado de presencia que permite el presenciarse absoluto
del ser.
La función reveladora o de emergencia del ser que cum­
ple la metáfora en esta dimensión «especular» no tendría,
sin embargo, razón de ser ni afectividad de no realizarse al
par que la «dimensión constructiva» de la metáfora. La di­
námica tensional del proceso metafórico sirvió de esquema
para describir esta segunda dimensión: la anulación de los
dos términos de una analogía por el choque producido por
la afirmación de su identidad y la producción de un nuevo
objeto de un «lugar» que permite la sincronía de las dife­
rencias. Afirmación, negación y síntesis son los elementos
de este movimiento creativo que se realiza en la cópula m e­
tafórica. Los varios procesos de: identificación (enajena­
ción) / ruptura (saturación y descubrimiento de la ficción
con la consiguiente caída en soledad) / identidad (acuerdo
íntimo) conducirán al individuo al progresivo encuentro
consigo mismo o a la realización de lo que Zambrano lla­
ma la «persona». El material de trabajo, de acuerdo con la

178
visión zambraniana, serán los «sueños» de la vigilia (el
hombre se sueña continuamente, dice Zambrano, en su
vida y en sus obras, y su tarea es la de ir despenando:
pasar por la conciencia su «ser recibido»), Pero, de igual
manera que lo que es real en el sueño del sujeto dormido
no son tanto las fantasías como el movimiento íntimo del
sujeto bajo el sueño (la tensión que le lleva al descubri­
miento de su juego trágico), lo que es real en los sueños de
la vigilia es igualmente esa tensión que implica el movi­
miento metafórico del hombre en sus procesos de identifi­
cación. Un sueño es creador en tanto en cuanto provoca
esta dinámica comprensiva.
Multiplicidad, perspectiva y presencialidad (primer es­
quema) constituyen, pues, la base especular sobre la cual,
al hilo de este proceso dialéctico (segundo esquema), el in­
dividuo se irá despojando de los sueños de sí, realizando
progresivamente su ser al desprenderse de sus personajes.
La acción metafórica se manifiesta, por tanto, en un
movimiento de integración un tanto paradójico. La acción
propiamente creadora (creadora de objetos metafóricos) es
un acto de vaciamiento: el despojamiento interior que re­
sulta del descubrimiento progresivo de las ficciones perso­
nales. Pero, por otra parte, la acción metafórica es también
un acto constructivo que, al realizarse, realiza al ser del
hombre puesto que ese ser, en la existencia, se cumple por
la acción. La razón-poética es algo más que una metodolo­
gía, es acción esencial: el acto por el cual el hombre realiza
su trascendencia o, lo que es lo mismo, el acto por el cual
el hombre realiza su ser.
Es indudable que Zambrano no se plantea en ningún
momento la cuestión de si el supuesto radical (el ser del
hombre) sobre el que edifica su pensamiento pudiera ser
entendido asimismo como una gran metáfora heredada a
la que carga de contenidos en parte nuevos y en parte tam­
bién heredados, expresión y/o conclusión de un conjunto
de sensaciones diversas y confusas que en principio habi­
tan conceptos tales como los de tragicidad, angustia, anhe­
lo, luz, etc. Pero, por otra parte, también despoja, a este
supuesto radical, de contenidos hasta dejarlo en una «casi

179
nada». Un principio tan supremamente neutro, tan «vacío»,
no puede siquiera acceder al rango de metáfora, por la sen­
cilla razón de que se trata de la respuesta muda a la pre­
gunta primera: ¿qué o quién soy yo? ¿qué o quién es el
hombre? Respuesta muda porque no puede darse más que
en el silencio final de la autocomprensión, cuando todas las
respuestas previas se han depurado, quedando reducidas a
una expresión cada vez más simple. Al mismo tiempo, los
personajes correspondientes a cada una de estas respuestas
— de estas creencias— habrán sido desechados, o simple­
mente se habrán desvanecido. Pues cada respuesta va
acompañada de un personaje y todo personaje tiene que
«actuarse». Y no es lícito tirar la máscara en mitad de la
escena, y menos aun antes de la representación, a no ser
que de pronto baje el telón: que se deshaga el hechizo al
comprender que la respuesta dada no era la respuesta esen­
cial, sino sólo una forma de hablar, de actuar, de soñar.
Ciertamente, si alguna tragicidad hay en el hombre, es ésta
de no poder dejar de responder y de que toda respuesta es
una acción. N o puede el hombre dejar de actuar, y en este
hacer siempre errante consiste su existir. El ser, su ser de
cada cual irá, pues, haciéndose en la medida de su irse
desnudando, de su irse quedando vacío, en la medida de su
desprendimiento de esos «sí mismo» que en cada respuesta
toman forma. Y, si esta última respuesta, este «ser» — para
expresarlo de alguna manera— carente de forma y capaz
de adoptarlas y/o de crearlas todas, fuera considerada
como la última metáfora, no podría hallársele ningún tér­
mino análogo u opuesto con el que construir otra metáfora,
de la misma manera como tampoco puede hallarse ningu­
no que se oponga al sunyata budista o se pueda identificar
con ello. En esta respuesta se anula, por tanto, toda pre­
gunta y el acto mismo de preguntar.
Las dos dimensiones de la metáfora — especular y cons­
tructiva— que forman el núcleo del presente estudio nos
han llevado al mismo punto: la nada — la nada creadora—
como resolución de la dinámica del ser humano. Tanto la
simbólica del Claro como la dialéctica de las identificacio­
nes, pertenecientes respectivamente a las dimensiones es-

180
pecular y constructiva, nos conducen a un vacío: en el Cla­
ro, la presencia absoluta del ser en el Lugar vacío; en la
dialéctica, los despojamientos progresivos en el «lugar de
síntesis» abierto en cada proceso metafórico. Y, a medida
que ese «objeto estético» obtenido en el proceso metafórico
logra ser algo cada vez más simple, más carente de “carac­
terísticas", más se parece a la presencia absoluta en el Cla­
ro. Puede decirse que a medida que la persona pierde iden­
tidad (deja de identificarse) va ganando presencia: unidad.
Ningún discurso estrictamente racional sería capaz de
orientar al hombre en esta tarea. La lógica más perfecta no
serviría para realizar el acercamiento progresivo a ese va­
cío, a ese silencio en el que la palabra ya no es necesaria
pero donde la nada se da a modo de posibilidad de todas
las metáforas, de todas las palabras: donde la nada es posi­
bilidad de la existencia.
La razón-poética es apertura para la visión, camino ha­
cia la visibilidad, estado de atención y disponibilidad para
el conocimiento de un ser que en esa tensión hacia la aper­
tura se realiza. La razón-poética es, por tanto, acción ética
y estética por cuanto que es acción creadora esencial a la
vez que existencia!, acción que solamente puede realizarse
plenamente cuando aquello en lo que estamos (el objeto de
nuestra acción, cualquiera que sea) ocupa toda nuestra
atención, es decir, cuando en ello va nuestro ser. El hom­
bre nace en la medida en que se entrega, en la medida en
que muere a sí mismo. El hombre se hace a su ser en la
medida en que renuncia a ser sí mismo. Y esto significa
también que el ser se hace en la medida en que el hombre
se entrega a su acción, cualquiera que esta sea, razón y
pasión unidas. Solamente así se cumple la acción metafóri­
ca, pues solamente así el impulso creador obtiene la fuerza
suficiente para ser eso: pura fuerza creadora, libre de deter­
minaciones, libre para cumplirse en sí misma, libre para
ser lo que llamamos azar: fuerza vibrátil, transformadora,-
mágica.

181
ÍNDICE ALFABÉTICO

acción asom bro, 33, 34, 51


— ética, 165, 181 atem poralidad, 37, 41, 55, 56, 76,
— creadora de la persona, 95 80, 81, 83, 86, 88, 90, 94-96,
— esencial, 11, 13, 59, 60, 64, 95, 133, 136, 140
96, 128, 179 — de los sueños, 80, 84
— metafórica, 13, 145, 179, 181 — inicial, 79
— trascendente, 60, 88 awareness, 89, 126
— verdadera, 76 B éguin, A., 133 y n.
«Acerca del método. B la ck , M., 101 yn., 102, 104 y n.,
La balanza», 14 n. 105, 117 y n.
activa pasividad, 44 B la n c h o t, M., 168
actividad, 76, 86, 95 Brihadaranyaka Up., 67 n.
— metafórica, 96, 100, 115, 118 B ru n e r, J., 115 y n.
acto hermenéutico, 132 carácter disponente, 167, 169, 172
Adiós a la razón, 113 n. catacresis, 101
alétheia, 20, 44, 45 y n., 76 centro, 33, 66, 72,144, 169
ámbito metafórico, 96, 134 C laro (el), 140, 142, 145, 180, 181
analogía, 98, 99, 102, 103, 113, Claros del bosque, 64, 65 n., 117 n.
160, 178 C la u d el, P., 88
«Apolo en Delfos», 59 n. com u n icación , 44, 153
argumento, 27, 74, 77, 83, 87, 93, con tem plación , 19, 34, 94
146 Cratilo, 33 n.
A r is t ó t e le s , 97, 98 n., 100 y n., creatividad, 151
103 y n „ 110, 120, 124 n. cruza de especies, 103, 158
Arquetipos e inconsciente colectivo, «D e la razón histórica a la razón
75 n. p o é tic a », 165 n.
Art Poétique, 88 D e le u z e , G., 37, 38 n.

183
D em ó crito , 97 epífora, 100, 101, 106
«D e la identificación: Freud, epojé, 168
Baudelaire, Stendhal», 148 n. Erláuterungen zu Hólderlins
des-entrañamiento, 33, 51, 55, 90 Dichtung, 50 n.
D esca rtes, R., 46, 158, 159 España, sueño y verdad, 51 n.,
deseo 175 n.
— de fusión, 41 Essays in Criticism, 106 n.
— de identidad, 41 estado de presencia, 142, 178
Deshim aru T., 124 n. estar-siendo, 42, 142
despertar, 25, 55, 65, 66, 76, 81, estética, 43, 131, 181
82, 84, 87, 95, 96, 125, 126, 129, ética, 60, 74, 76, 79, 131, 181
140, 146, 176 experiencia, 18, 20, 21
(El) Trabajo de la metáfora, 96 n., — saber de, 18
150 n. extrañeza, 33, 34, 51, 83
diáfora, 100, 101, 106, 107 Fedro, 20 n.
D ionysos, 137, 138 fenomenología, 11, 12, 24, 38, 70,
Diótim a d e M antinea, 52 125, 131
disponibilidad — de la forma-sueño, 136, 172
— actitud de, 169, 181 — del sueño, 38, 93
divino (lo), 23, 24, 88, 123 — existencial, 59
doxa, 46 F eyerab en d , P., 113 y n.
Einfühlung, 148, 149 Filosofía, 18-22, 24, 38, 44, 168, 175
E lio t , T.S., 122 y n. — cometido de la, 18, 60, 170
«El autismo en el arte», 151 n. Filosofía y poesía, 39 n., 143 n.
El camino del Zen, 126 n. físis, 46
«El camino recibido», 67 n., 69 n. foco de la metáfora, 101, 104 n.
El canto del inmediato satori, 124 n. forma-sueño, 78-90
El castillo, 86 Freud, S„ 130, 148-150
El hombre y lo divino, 24 n., 49 n., Gadamer, 170
59 n., 63 n., 69 n., 137 n. Gestalt, 89
El mito de la metáfora, 103 n. — terapia, 153
El pensamiento de María gesto, 18, 19, 21, 56
Zambrano, 67 n. Goodman, N., 120 y n., 121 n.
«El sentido teologal de la filosofía Guenon, R., 25
de Zambrano», 145 n. guía, 19, 23
El ser y el tiempo, 58 n. Guía espiritual, 143
El sueño creador, 63 n., 65 n., 70 H aag, G., 151 n.
n., 74 n., 76 n., 81 n., 83 n., 84 Hacia un saber sobre el ahna, 19 n.,
n., 86 n. 26 n., 32 n., 123 n.
El yo y el inconsciente, 70 n„ 73 n. H e g e l, 141
Energética psíquica y esencia del «Hegel y el problema metafísico»,
sueño, 129 n. 120 n.
enfoque H e id e g g e r , 11, 21, 22, 24, 25, 49,
— comparativo, 101, 102, 105 50 y n., 51-53, 58 y n., 59, 60 y
— interactivo, 101 n„ 61, 70, 107, 120, 140, 142 n.,
— sustitutívo, 101, 105 170
enigma, 12. 25, 32-38, 46, 55, 56, H enry , A., 99 n., 107 n.
83, 87, 124 hermeneuma, 120
«Ensayo de estética a manera de hermenéutica, 58, 59
prólogo», 107 n. — generativa, 58

184
Historia como sistema, 48 n. Le Conflit des Interprétations, 57 n.,
H o ld e r lin , 51 132 n.
H o m ero , 103 Lenguaje y realidad: la filosofía y los
horizonte metafórico, 96 principios del simbolismo, 99 n.
H u s s e r l, 11, 59 y n. lenguaje
I b n A r a b i , 40 — abierto, 96, 103, 118
ideas — tensional o tensivo, 96, 116,
— actuantes, 27 118, 126, 162
— ideas-inspiraciones, 31 Liberación, 88 n.
— informadoras, 25, 28 Lichtung, 141, 142
imagen originaria, 30 logos, 18, 21, 39, 44, 45, 48, 133,
inconsciente 139
•— colectivo, 71 Los complejos y el inconsciente, 71
— personal, 71 n„ 81 n.
inferas, 25, 129 Los lenguajes del arte, 121 n.
Ja k o b s o n , 98 «Los sueños y el tiempo», 37 n., 70
Jo r d á n , E., 106 y n. n., 78 y n., 83, 94 n.
Juan d e l a C ruz, 143, 144 lucidez, 133, 134
Juego, 13, 17, 18, 53, 89, 130, 137, — estados de, 94, 134
142, 169, 172 lugar sentimental, 109, 110, 147
— de las apariencias, 34 M a l d in e y H., 151 y n.
— libre, 32 marco de la metáfora, 101, 104 n.
— metafórico, 112, 145 máscara, 23, 30, 54, 73, 74, 76, 78,
•— trágico, 179 146, 180
Ju n g , C „ 25, 63-78, 129 y n., 130, Meditaciones del Quijote, 21 n.
135 Méditations Cartésiennes, 59 n.
K a f k a , F ., 8 6 M e r l e a u - P o n t y , M ., 55 y n., 136
K ie r k e g a a r d , 156 n . Y n.
Kierkegaard vivo, 142 n. metáfora
K r is t e v a , J., 148 y n., 149 y n., 150 — «del Claro», 178
— dimensión constructiva de la,
, y n '
L’áme romantique et le reve, 133 n. 128, 178, 180
L a p ie rre , A., 41 — dimensión especular de la, 128,
La agonía de Europa, 46 n. 129, 177, 178, 180
La doctrina Zen del inconsciente, — función emergente de la, 146
125 n. — muerta, 115, 135, 159
La Enciclopedia, 133 n. — trabajo de la, 177
La logique du sens, 38 n. — viva, 111, 159 ■
La metáfora viva, 105 n., 111 n. método, 13, 31, 32, 38, 47, 48, 54,
«La reforma del entendimiento 96, 133, 145, 158, 166-171, 175
español», 155 n. — científico, 168
«La tumba de Antígona», 77 n. — de aproximación racional, 32
La voluntad de ilusión en Nietzsche, — de carácter disponente, 166
120 n. — de conocimiento, 168
«Las dos grandes metáforas», 119 — de descubrimiento personal, 168
n., 124 n. — de descubrimiento, 59, 89
«Las referencias identificatorias en — fenomenológico, 12, 58
la formación de la — preceptivo, 166
personalidad», 150 n. metonimia, 99
L e G u e r n M ., 113 y n. Métonymie et Métaphore, 98 n.

185
«M ig u e l de M o lin o s reap arecid o», — creación de la, 13, 93, 95, 128,
144 n. 146, 165
m isterio, 25, 28, 33-38, 55, 56, 124 — desarrollo de la, 153
m ística, 49, 69, 82, 140, 143, 170 — descubrimiento de la, 95, 128
Modelos y metáforas, 101 n. — estructura de la, 63-78
M o l in o s , M „ de, 143, 144 — evolución de la, 146
nada (la), 42, 143, 144, 180, 181 — nacimiento de la, 131
— creadora, 143-145 — realización de la, 59, 69, 73, 77,
N e w t o n , 158, 159 81, 151, 178-179
N eetzsche , F., 25, 28, 119 personaje, 64, 73-78, 86-89, 95,
N o v a lis , 29, 133 y n. 137, 143, 146-150, 174, 177,
objeto estético, 108, 181 179, 180
Obras reunidas, 28 n., 37 n., 39 n. — conflicto del, 88
origen, 18, 22, 39, 50, 51, 65, 68, Perspectiva y verdad, 45 n.
133, 148, 168, 177 perspectividad, 119, 128, 134, 135,
O r t e g a M u ñ o z , J.F., 145 n. 176, 179
O r t e g a , 11, 20, 21, 25, 31, 35, Pkénoménologie de la Perception,
44-46 y n., 48 y n., 49, 107 y n., 55 n.
108 y n „ 109-111, 1 1 9 y n „ 120, P ia g e t , J., 153
124 y n. P l a t ó n , 20 n„ 28, 33 n„ 36, 48, 65,
O r t ig u e s , E ., 150 n . 120
O t t o , R., 123 Poética, 97, 98 n., 100 n., 103 y n.,
palabra 124 n.
— creación por, 48 poíesis, 31, 53, 127
— crear p o r la, 51 Poíesis, 131 n.
— en el tiem po, 36, 55 P r a d o s , E., 8 8
— esencial, 54, 55 prerreflexivo, 131
— génesis de la, 53-54 presencialidad, 118, 123, 124, 128,
— interior, 54 134, 139, 176, 178, 179
— m ediadora, 20, 49-56 presente perfecto, 89
— original, 13 principio
— palabra-luz, 54 — de autonomía, 46
— poética, 38, 51, 52, 89, 107 — de pantonomía, 46
— que acom paña, 36 proceso
— separadora, 58 — de individuación, 69
— sím bolo, 20, 34 — hermenéutico, 132
P a l a c io s , E .L ., 165, 166 profundo (lo), 34-37, 40, 52, 132,
pasiva actividad, 95 134
pathos, 58 Psicología del arte, 151 n.
Peckam, M., 167 racionalismo, 12, 22, 174
Pensamiento y poesía en la vida razón vital, 12, 31, 122, 157
española, 28 n., 29 n., 40 n., Realidad mental v mundos posibles,
46 n. 115 n.
P e r ls , F., 136 y n. «Reflexión sobre los primeros
Persona y democracia, 74 n. niveles de identificación», 151 n.
persona, 48, 53, 70, 72-74, 76-78, relativismo positivo, 158, 172
84, 87, 116, 129, 137, 150, 174, resistencia, 26
177, 181 Retórica, 98, 99, 103 n.
— construcción m etafórica de la, revelación, 44, 45, 48, 49, 161
116 R ic o e u r , P ., 57 y n., 105 y n., 111

186
y n., 112, 132, 161 y n., 162, simulación, 159, 162
163 simultaneidad, 95, 96, 116, 138,
R ich ard s, I.A., 104 y n. 176
ritmo, 28, 40, 133, 134 sí mismo, 30, 64, 70-73, 75, 76
R o d r íg u e z H u esca r, A., 45 n., símbolo, 17, 52, 53, 90, 99, 100,
119 n. 129, 130, 138, 165, 177
R o m e ro d e S o lís , D., 131 n. — y metáfora, 99, 113
R y le , G., 103 y n. sistema abierto, 173-175
saber S p in o z a , 156 n.
— anterior, 18, 19 S t a n f o r d , WB., 104 y n.
— de experiencia, 18, 19, 31 Sueños y existencia, 136 n.
— de reconciliación, 29 sueño
sagrado (lo), 23, 50, 51, 123, 127, — inicial, 82
139, 177, 178 — lúcido, 94
«San Juan de la Cruz. De la noche — creador, 129, 178
obscura a la más clara mística», sueños
144 n. — de finalidad, 86, 87
Sartre , J-P., 11, 60, 142 n. — de la persona, 86, 87, 178
SctrusTER, M., 151 n. — de la psique, 86, 90, 94, 178
Selected Essays, 122 n. — de la vigilia, 86, 178
Senderos, 77 n., 155 n., 170 n. — de obstáculos, 86, 87
ser — de orexis, 86, 129
— apertura del, 38 — de realidad, 78, 87, 88, 178
— conquista del, 64 superficie, 34, 35, 37, 52, 56, 125,
— cultural, 25 133
— cumplimiento del, 13, 58, 95 S u z u k i , D .T ., 125 n.
— desvelación del, 24, 129 T a l e s , 123
— emergencia del, 30, 178 T a l i d a d , 125
— oculto, 24, 65 tenor semántico, 100-101, 104
— ideas de, 43 77ze Concept o f Mind, 103 n.
— individualizado, 69 «The Methaphisical poets», 122 n.
— personal, 64, 69 The Phibsophy o f Rhetoric, 101 n.
— por separado, 42, 65 «The way the World is», 120 n.
— profundo, 38 tiempo
— que padece su propia — de creación, 79, 94
trascendencia, 60-63, 82, 169 — de la conciencia, 79, 131
— realización del, 32, 128 — de la persona, 79, 80
— recibido, 63, 82, 86, 131, 132, — de la psique, 79
171, 179 — en su fluir, 79, 81
— ser-con, 41 — huecos de, 51, 84, 140
— ser-destino, 50, 72 — salida del, 53
— ser-distinto, 57 — sucesivo, 41, 79, 80, 83-85, 94
— ser-en-el-mundo, 61,71 tiempos vitales, 79
— ser-en-libertad, 61 transparencia, 35, 36, 88
— ser-haciéndose, 58, 84, 96, 116 trabajo metafórico de la conciencia
— ser-observando, 42 onírica, 134
— ser-siendo, 24, 38, 42 trascendencia, 60-62, 88, 169, 179
— ser-solo, 41 — padecimiento de la propia, 49,
— ser-uno, 64, 69 60-63
— trascendente, 69 T u r b a y n e , C .M ., 103 y n., 104 y n.,

187
158 y n„ 159, 160, 162-164, V a h in g e r , 120 n.
167 vehículo semántico, 100, 104
unidad/multiplicidad, 122, 128, verdad-adecuación, 162, 164
134-136, 176, 179 verdad
universo — regalada, 19
— conceptual, 114 — tensional, 162, 164
— consentido, 13, 135 vida
— zambraniano, 116 — categorías de la, 59
universos — humana, 25, 26, 137
— construcción de, 115 — transparencia de la, 26
— metafóricos, 12, 13, 113-127, vigilante atención, 47
135, 160, 168, 172 Vom Wesen des Grundes, 60 n.
— nuevos, 12, 134 W a t t s , A., 126 n.
— posibles, 12, 25, 96, 107 W h e e l w r ig h t , PH., 100 y n„ 101 y
— simbólicos, 12, 56, 114, 115, n., 106, 107 y n., 118 y n., 123,
160, 172 127 y n.
— comprensibles, 34 yo, 84, 85
— paralelos, 80 — defensas del, 85, 90
uno mismo, 64, 66, 72, 81 — estructuras del, 85
Upanishads, 67 n. ¿Qué es filosofía?, 47 n.
U r b a n , W.A., 99 n„ 100, 123, 148, zen, 125
149 n. Z u b ir i , X ., 120 y n ., 125 y n.

188
ÍNDICE

P r e f a c io ....................................................................................... 9

I n t r o d u c c ió n ............................................................................ 11

PARTE PRIM ERA

I. P o r q u é l a r a z ó n -p o é t ic a ................................................ 17
1. El cometido de la f i l o s o f í a ......................................... 18
2. La insuficiencia del racionalismo ............................. 22
3. Enigma y misterio ..................................................... 33
4. Filosofía y p o e s í a ..................................................... 38
5. Razón-poética ........................................................ 43
50
6. La palabra mediadora ............................................

E . E l o b j e t o d e l a r a z ó n -p o é t ic a ...................................
57
1. El programa filosófico de Mana Z a m b ra n o ............ 57
2. El hombre como ser que padece
60
su propia trascendencia .........................................
3. El ser y la estructura de la persona. Jung y Zambrano 63
78
4. La form a-su eñ o........................................................

189
PARTE SEGUNDA

n i.CÓMO ES POSIBLE LA R A Z Ó N -P O É T IC A ...................................... 93


1. Naturaleza de la m e t á f o r a ............................................ 97
2. Universos metafóricos .................................................. 113
3. Metáfora y acción esencial........................................ 128

IV . C o n s id e r a c io n e s a c e r c a d e l m é t o d o ............................ 155
1. La reforma del en ten d im ien to ....................................... 155
2. El problema de la objetividad ....................................... 168

C o n c l u s io n e s ................................................................................ 173

Í n d ic e a l f a b é t ic o ......................................................................... 183

190

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