Jinetes Enlutados - Marcial Lafuente Estefanía
Jinetes Enlutados - Marcial Lafuente Estefanía
MARCIAL L. ESTEFANIA
 SERIE OESTE
MARCIAL L. ESTEFANIA Jinetes enlutados
Capítulo I
    —Conmigo no tendrá éxito. Hace tiempo que se ha dado cuenta; por eso ha dejado
de molestarme.
     —Es que ahora parece que empieza de nuevo.
     —¿Estás celoso?
     —Lo estoy, Diana; lo confieso.
     —Eres un idiota.
     Le besó cariñosa en la mejilla.
     Frank la estrecho entre sus brazos y la besó con fuerza.
     —¡Casi me asfixias!
     Abandonaron la habitación, adelantándose Frank para que no les vieran aparecer
juntos.
      Diana se internó en el estrecho y largo pasillo de la parte trasera para poder llegar
al despacho de su jefe sin tener necesidad de cruzar el salón.
     Llamó con suavidad a la puerta.
     —Adelante —autorizó Edgar Harris.
     La muchacha abrió la puerta y entró decidida.
     —Siéntate, Diana.
     —Frank acaba de decirme que desea verme.
     —Así es.
    —Ha podido acordarse durante las horas de trabajo… Cuando estoy descansando
no me gusta que me molesten.
     —Discúlpame, Diana. Creo que la noticia que voy a darte lo recompensará todo.
Ya tengo listo el nuevo contrato. Léelo y verás las condiciones que te ofrezco.
     Un tanto desconfiada, decidió leer el contrato muy despacio.
     Era una copia exacta del anterior, variando únicamente la cantidad a percibir todos
los meses.
     —¿Qué le ha obligado a sentirse tan generoso? Mil doscientos dólares al mes es
una fortuna.
     —Me interesa tenerte aquí.
     —Solamente en una cosa no estoy de acuerdo.
      —Explícamelo. El contrato es exactamente igual que el anterior. Lo he copiado
literalmente.
     —Sólo que hasta ahora he venido cobrando todas las semanas y en mi nuevo
contrato tendré que hacerlo al finalizar el mes.
     Edgar se echó a reír.
     —Eso no será inconveniente. He podido equivocarme al copiar.
     Tomó el contrato e hizo un pequeño arreglo, haciendo constar en una nueva
cláusula que Diana cobraría por semanas en vez de por meses.
     Llegaron a un acuerdo y la muchacha firmó.
     Edgar expresó su gran alegría y dijo:
     —Esto hay que celebrarlo. Mira, ya tenía preparada una botella de champaña.
     Diana bebió una sola copa.
     Insistió Edgar y viose obligada a repetir la dosis.
     —Ahora sí que no beberé más. ¿Puedo retirarme? Todavía encontraré el almacén
de Walter abierto. Deseo cambiar todo mi vestuario y en ello se me irán unos cuantos
dólares.
     —¿Necesitas algún dinero?
     —Walter es amigo mío… Me dará todo lo que le pida sin necesidad de pagarle
nada de momento.
     —Haremos otra cosa: todo tú nuevo vestuario lo pagará la casa.
     —¡Estoy sorprendida!¡Cuántas atenciones estoy recibiendo!
      —Y hay algo más que no te he dicho. A partir de la próxima semana, tu misión en
la casa será vigilar las mesas de juego. Frank hace tiempo que me está engañando… Va a
resultarte un poco duro al principio, pero pronto te acostumbrarás. A pesar de la gran
amistad que te une a Frank, confío en ti.
     Diana sonrió y tendió su delicada mano a Edgar, la que éste besó con suma
delicadeza.
     Mostróse alegre y juvenil la muchacha al abandonar el despacho.
      Se encontró con una de sus compañeras al salir.
     —Pareces muy contenta, Diana.
      —Es para estarlo. Acabo de firmar un nuevo contrato con la casa. El jefe, sin duda,
se ha vuelto loco.
     —¿Cuánto te ha ofrecido?
      —Lo mismo —mintió Diana, para no disgustar a su compañera—. Lo único que
cambiará es mi trabajo. Ya no tendré que estar en la puerta de reclamo. Me dedicaré a
vigilar las mesas de juego.
Capítulo II
     —¡Es un tozudo! Lleváoslo esta noche y le colgáis… Con su hijo tendremos más
suerte.
     Stirling fue arrastrado hasta el interior de la celda. Varios amigos del detenido se
presentaron horas más tarde en la oficina, solicitando se les permitiera visitarle, pero los
ayudantes del sheriff, siguiendo las instrucciones de su jefe, lo impidieron.
    Un cowboy de elevada estatura desmontaba en aquellos momentos ante el almacén
de Walter.
     Sin preocuparse de amarrar su caballo a la barra, entró en el establecimiento.
      Otro joven alto, aunque no tanto como el que acababa de entrar, era el único
cliente.
     Con el sombrero de ancha ala inclinado hacia adelante, se aproximó al mostrador.
    —Lo siento, amigo. Está cerrado. ¿No sabes leer? La culpa es mía por no cerrar
como es debido.
     —No vengo con intención de comprar nada —dijo el alto vaquero, echándose a reír
y dando un golpe con los dedos de la mano derecha al ala del sombrero, que casi le
cubría la frente.
     —¡Jeff! —exclamó Walter.
     El joven con quien Walter hablaba les contemplaba en silencio.
     Walter y el alto cowboy continuaban abrazados y propinándose golpes en la
espalda.
     —¡Hay que ver lo que has crecido! ¡Déjame que te vea bien! ¡No pareces hijo de tu
padre!
     —Tú estás exactamente igual como yo te recuerdo…
     —¡Bastante más viejo, pequeño! Bueno, llamarte ahora pequeño no va muy en
consonancia contigo…
     Volvieron a reír.
     —Acércate, Lee… Voy a presentarte al hijo del hombre de quien tanto os he
hablado.
      Se estrecharon los dos jóvenes la mano, dando la impresión, minutos más tarde,
que los tres se conocían de toda la vida.
      Walter dio a conocer a Jeff el problema por el que Lee atravesaba con su padre.
     —Hace varios días que le tienen detenido sin que se sepan los motivos por lo que
lo han hecho. Y lo peor es que no permiten a nadie entrar a verle.
     —¿Hablasteis con el sheriff?
     —Estamos cansados de hacerlo, Jeff.
     —¿Qué os ha dicho?
     —Que no se puede entrar a verle. Ni siquiera sabemos cómo está…
     Unos suaves golpes en la puerta les interrumpieron.
      —No abriré —dijo Walter—. No hay forma de acostumbrar a los clientes a venir a
otras horas.
     Pero insistieron repetidas veces en la llamada.
    —Será mejor que abras y le digas a quien sea que no podrás despacharle hasta
mañana —aconsejó Jeff.
     Walter se dirigió muy enfadado a la puerta. Al abrirla y encontrarse con Diana,
exclamó:
     —¿Qué haces a estas horas aquí?
     —¡Es horrible, Walter! ¡Acabo de estar en la oficina del sheriff! ¡Han dado una
paliza a…!
     No se atrevió a continuar hablando al darse cuenta de la presencia de Lee.
     —¡Termina lo que ibas a decir, Diana! —exigió Lee.
     —¡Créeme que lo siento, Lee!... —exclamó la muchacha, con lágrimas en los ojos—
¡Acabo de ver a tu padre!... ¡Está desconocido de los golpes que le han dado!
     —¡Malditos!
     —¡Lee! ¿Dónde, vas? ¡No le dejes salir, Jeff!
     Jeff se puso ante Lee.
     —Espera un momento, Lee. No debes presentarte en la oficina sin saber lo que ha
ocurrido.
      —¡Déjame pasar! ¡Ya he perdido demasiado tiempo!... Pero Jeff impidió que saliera
a la calle.
     Entre los tres le convencieron y le hicieron comprender lo peligroso que sería para
su padre lo que se disponía a intentar.
     Lee lloraba como un niño.
     —¡Son unos cobardes! ¡Me vengará de todos ellos!
     Una hora más tarde abandonaba Diana la oficina, diciendo al despedirse:
     —Han pretendido obligarle a decir dónde se encuentra la mina de oro que
descubrió hace tiempo, pero no lo han conseguido. Stirling tiene un «Colt» en su poder
que yo misma le entregué
     Lee se acercó a ella y la besó cariñoso en la frente.
     —Jamás podremos pagarte lo mucho que estás haciendo por nosotros... ¡Gracias!
que tendrá en el Banco de Sacramento, donde parece ser que lo ingresan casi todo… Y a
propósito que hablamos de Stirling, ¿se puede saber por que se le ha detenido?
     —Lamento no poder responder a tu pregunta, preciosa. Se trata de un secreto
profesional. Uno de los motivos es no haber registrado sus tierras, y sabemos que lo ha
hecho por no pagar los impuestos como los demás mineros.
      —No creo que sea motivo para detenerle. Corre únicamente el riesgo de que otro,
si averigua dónde sé encuentra esa mina, lo haga en su nombre y se quede sin nada.
     —Es precisamente lo que trato de hacerle comprender, pero ese viejo es tan tozudo
que no hay forma de metérselo en la cabeza.
     —Tozudo lo es bastante. Le conozco hace mucho tiempo.
     —¿Aceptas una invitación?
     —Sabe que no alterno con los clientes, pero con usted haré una pequeña excepción.
     Frank sintió un profundo malestar al escuchar esto. La muchacha se llevó al
comisario del oro al mostrador y se puso intencionadamente junto a Jeff para que éste
pudiera oír lo que hablaban.
     El barman les atendió en seguida.
     —Hábleme de la cuenca.
      —Allí es todo lo mismo. Problemas y más problemas es lo único que hay
diariamente. Aquí es donde uno puede divertirse un poco.
     —Al principio hablaban muy bien de ese saloon que han montado. —
     —No hay nada en él. Ya estás viendo que hasta los mineros se vienen cuando
deciden pasar una temporada de descanso.
     Ofreció una copa de champaña a la muchacha y brindaron con cierta animación.
    —Ya sé que vas a continuar trabajando para Edgar. El me lo ha dicho. Todos nos
hemos alegrado.
     —Me ofreció unas condiciones bastante buenas y las he aceptado. Ya veremos…
     Miró de reojo el comisario al darse cuenta que Frank estaba pendiente de ellos.
     —¿Qué le ocurre a Frank? No hace más que estar pendiente de nosotros. ¿Por qué
no pasamos a uno de esos reservados?
     —Cuidado. No se equivoque.
    —Disculpa. No era mi intención molestarte. Es para que ese pelma nos deje en paz.
¿Continúa estando enamorado de ti?
     Se echó a reír al decir esto.
     —Guarde esas bromas para otras ocasiones. Me resultan desagradables.
    —Gracias a este «Colt» hemos podido salvar la vida, hijo. A Diana se lo debemos.
Hay que irse de aquí lo antes posible.
                                        Capítulo III
      Alec Dawson, preocupado por la falta de noticias de sus hombres, se presentó en la
oficina del sheriff.
        —Me disponía a salir en este preciso momento —dijo el de la placa—. ¿Necesitas
algo?
        —¿Has recibido alguna noticia de Samuel y Monty?
        —No. ¿Por qué?
        —Resulta muy extraño todo esto.
        —Se habrán llevado al viejo a la montaña para obligarle mejor a hablar.
      —Tenían orden de avisarme en cuanto consiguieran algo. Estoy seguro que no han
ido a la montaña. Me preocupa que tarden tanto. Ha debido ocurrirles algo.
     —No hay que ser tan pesimistas, Alec. En realidad no hace más que unas horas
que abandonaron el pueblo.
        —El hijo de Stirling no está aquí tampoco.
        —No hace mucho que le han visto en el almacén de Walter.
      —No está en el pueblo. Lo hemos comprobado. El propio Walter nos confirmó que
se ha marchado.
        Un gesto de preocupación se dibujó en el rostro del sheriff.
        —¿Has hablado con Norman?
        —Estuve en Eldorado, pero no se ha levantado toda vía. Me acercaré otra vez.
        —¿Dónde llevaron a Stirling?
    —Tenían orden de colgarle en el lugar más próximo. Alec se despidió del sheriff y
abandonó la oficina.
     Norman desayunaba tranquilamente en compañía de Diana cuando Alec se
presentó nuevamente en el saloon.
        —Buenos días, Alec Me han dicho que estuviste preguntando por mí. ¿Ocurre
algo?
        —Quiero hablar a solas contigo.
        —Discúlpame un momento, preciosa —dijo Norman a Diana.
        La muchacha no respondió.
     Sabía lo que había ocurrido durante la noche y sospechó que aquellos hombres
habían descubierto algo.
     Todos estuvieron de acuerdo con la teoría de Alec. Ordenó Norman que avisaran
al enterrador, presentándose éste cuando ya habían sido registradas las ropas de los
muertos.
     —¡Ni un maldito centavo! —exclamó furioso el enterrador—.¡Así no se puede
trabajar!
     Alec se acercó a él.
     —¡Termina de una vez, amigo! ¡Otra vez tendrás más suerte!
     —Resulta muy extraño que no llevaran nada encima.
     —Porque les robaron después de matarles! Me estás poniendo nervioso. Llévatelos
de aquí.
     Se hizo cargo de las víctimas el enterrador y cumplió, dos horas más tarde, con su
cometido.
     La noticia se extendió con rapidez por todo el pueblo.
     Jerry Mac Gregor y su hija Betty comenzaron a dar saltos de alegría al enterarse de
que Stirling había conseguido huir de la cárcel.
     El que les había informado abandonó la granja inmediatamente.
     —Entremos en la casa, papá. Hace demasiado calor para los animales. Prepararé
un refresco para celebrar la buena noticia que acaban de darnos. Hoy hay que ir sin falta
al pueblo. Hay que traer varias cosas del almacén de Walter.
     —Yo me quedaré aquí.
     —Vendrás conmigo. No está bien que vaya sola.
     —De acuerdo. Tengo la garganta completamente seca.
      Mientras la muchacha preparaba el refresco en el interior de la casa, Jerry guardó
en el granero todos los aperos de labranza.
     Los caballos que habían estado utilizando agradecieron que les liberaran del
pesado lastre que habían estado arrastrando durante tantas horas.
      Padre e hija comentaban lo sucedido mientras bebían tranquilamente a la sombra
del gigantesco árbol que había ante la pequeña vivienda.
     —Lo malo es que Stirling no podrá volver por Placerville mientras Sidney Grant
continúe siendo el sheriff.
      —Ya falta poco para las próximas elecciones. Supongo que conseguiréis algo en
esta ocasión.
     —Yo no estoy tan seguro, pequeña. Ahora son muchos los que se han puesto de
acuerdo, pero cuando llegue el día de la votación, por temor a muchas cosas, votarán,
como siempre, en favor de Sidney.
     Caminaba tranquilamente por el centro de la calle principal sin darse cuenta que
un cowboy se dirigía a ella.
     —¡Eh!¿Dónde vas tan despistada?
     —Hola, Rod; disculpa. No te había visto.
     —Ya me he dado cuenta. Cada día estás más bonita.
     —No me gustan esas bromas, Rod!
     —Ahora no está. Lee en el pueblo. Tengo entendido que ni él ni su padre podrán
volver por aquí después de lo que ha ocurrido y que me imagino has de estar enterada
ya.
     —Hizo bien Stirling en escapar… No habla ningún motivo para detenerle.
     —Que te lo crees tú. Si oyeras hablar al comisario del oro…
     —No me resulta simpática esa persona.
     —Será mejor que no te oigan sus hombres. Allí en frente tienes a uno de ellos.
      Betty dirigió una mirada al hombre que les contemplaba bajo el porche de entrada
de Eldorado.
     —Llevo mucha prisa. Cuando veas a tu patrona dile que pronto le haré una visita.
     —Otra vez has vuelto a llamarme Rod, y Rod se llama el patrón.
     —Siempre me ocurre lo mismo. Discúlpame, Warren
     —No tiene importancia… ¿Puedo acompañarte?
     —No.
     —¿Por qué?
     —¡Porque no quiero! ¡O me veré obligada a hablar con tu patrón!
     —Al patrón no le importa lo que haga durante mis horas libres. Cumplo
perfectamente con mi trabajo.
     —¡No te acerques a mí!
      Comenzó a caminar con paso firme y el capataz de los Armstrong la siguió.
     Dio unos cuantos pasos y alcanzó a la muchacha.
     —¿Quieres dejarme en paz de una vez?
      —Antes deseo que me escuches, Betty: Estoy enamorado de ti hace mucho tiempo
y tú lo sabes.
     —¡Apártate de mi camino, cobarde! ¡Si Lee estuviera aquí no te atreverías a…!
     —Intenta olvidar a Lee —interrumpió el capataz—, Ya no volverás a verle más.
     —¡Embustero! ¡Farsante!
     —Tranquilízate.
     La muchacha emprendió de nuevo la marcha.
     Warren, por temor a que le vieran, se quedó donde estaba.
     Y Betty entró nerviosa en la casa del doctor.
     —¡Betty! ¿Qué te ocurre?
     —¡Oh, Sally! ¡Ese miserable de Warren no me deja en paz!
     —¿Ha vuelto a molestarte?
     Explicó lo que le había ocurrido.
     —Pediré a mi esposo que hable con Rod, no te preocupes.
     —¡Me da miedo ese hombre!
     —Alguien le parará los pies. Debes tranquilizarte. Estás muy nerviosa.
     —¡No lo puedo remediar! ¡Si supieras lo mucho que odio a ese hombre…!
     Al abrirse la puerta de la clínica y aparecer en ella el paciente que había estado
reconociendo el doctor Morgan, Betty dejó de hablar.
     Sally, que así se llamaba la esposa del doctor, acompañó al paciente hasta la
puerta.
     Y con su característica amabilidad le despidió.
      —Hacía mucho tiempo que no te veíamos por aquí —decía el doctor a Betty—.
Sally pregunta todos los días por ti.
     —Walter me lo ha dicho…
     —¿Te ocurre algo? Pareces muy nerviosa.
     —Warren ha vuelto a molestarla —informó Sally a su esposo.
     Y le contó todo lo que había ocurrido.
    —Cuando vea a su patrón hablaré con él. De todas formas sería conveniente
ponerlo en conocimiento del juez.
     —No he querido armar un espectáculo en la calle por temor a mi padre. Me está
esperando en el almacén de Walter.
     —¿Cómo no ha venido contigo?
     —Lo hará más tarde…
     —¿Qué tal se encuentra?
     —Estupendamente desde que dejó de beber.
      —Es lo que tiene que hacer. El alcohol es un veneno para él. Si lo bebe con exceso,
claro está.
                                        Capítulo IV
     —Adelante, Jack. Creí que te habías marchado sin hablar conmigo. Hace más de
dos horas que te estoy esperando. Por eso no me he movido del despacho.
     —Me entretuvieron en el registro. No he podido venir antes.
     —¿Muchos problemas?
     —Lo de siempre. ¿Qué quieres de mí?
      —Ofrecerte un buen trabajo. Déjame que te explique. Sé por Norman lo mucho que
estás ganando en la cuenca, pero te garantizo que si trabajas para mí ganarás mucho
más sin exponerte tanto y el «trabajo» es mucho más tranquilo.
     —¿Has hablado de esto con Norman?
     —Antes quería hacerlo contigo…
     —Si es como dices, a mí me da lo mismo. Por lo menos sé que aquí tendré
oportunidad de divertirme más.
    —Eso por descontado. Precisamente estoy en tratos para traerme un par de
mujeres de Sacramento que volverán locos a los mineros.
     —Hablemos de condiciones.
     —Saldrás a unos mil dólares mensuales aproximadamente entre unas cosas y otras.
     El pistolero se echó a reír.
     —Algo más está ganando Diana y ya ves lo que hace. Es cierto que te proporciona
muchos beneficios, pero también yo te solucionaría muchos problemas si decidiera
quedarme. El doble de la cantidad que acabas de mencionar y me quedo, siempre que tú
consigas convencer a Norman.
     —Dos mil dólares es mucho dinero.
     —Entonces no hablemos más.
     Se puso en pie con intención de abandonar el despacho.
     —Espera un momento, Jack.
      —Hemos hablado suficiente. Continuaré en la cuenca. Norman se alegrará cuando
lo sepa,
     —Me interesa que te quedes. Te pagaré lo que me has pedido.
     Sonrió el pistolero.
    —Habla con Norman. El es quien debe decidir. Si le convences me quedaré una
temporada.
     —Con quien tenéis que estar vigilantes es con el juez. Le creo capaz de cualquier
cosa —aconsejó Norman—. Estuve en su despacho y quiso darme algo a entender que
no alcancé a comprender.
     —Tiene muchos amigos en Sacramento. Lo más seguro es que haya escrito, como
ya tenía pensado hacer, pidiendo a las autoridades de la capital que se den una vuelta
por Placerville.
     —Lo que hace falta es que todo el mundo vote por Sidney, y si Jack se queda, estoy
seguro que lo conseguirá.
      —Puedes estar bien seguro, Norman. Mañana mismo empezaré a «trabajar».
Ahora, si no os importa, deseo continuar divirtiéndome. Frank me habló muy bien de
los ayudantes de Sid.
     —Puedes confiar en ellos —agregó Edgar—. Lo mismo Oswald que Carl son de
confianza.
     —Entonces no habrá problemas.
    Se marchó Jack mientras que Norman y Edgar continuaron charlando
animadamente.
     La conversación, más tarde, se ciñó en torno a los problemas mineros de la cuenca.
      —En el registro acaban de darme una buena noticia —decía Norman—. Aquí llevo
la situación exacta donde se encuentra la parcela de Wilkie, supongo recordarás este
nombre…
     —¡Ya lo creo! Es otro caso parecido al de Stirling.
    —Muy similar. Pero con la diferencia que Wilkie cometió el error de registrar su
mina en Placerville. Alec se encargará de visitarle cuando lleguemos.
    —¿Qué pasa con aquel tal Ruston? Me has hablado en muchas ocasiones de él
también.
      —Ruston es de los mineros más populares de la cuenca. Tan desconfiado como
Stirling. Estuve en el Banco, pero no me atreví a pedir al director que me enseñara el
libro de ingresos de todos los clientes.
     —Es muy amigo mío. Si quieres podemos ir ahora mismo a verle.
     —¿Por qué no me lo dijiste antes? Naturalmente que me interesa.
     Se pusieron los dos en pie.
     Por la parte trasera del edificio salieron a la calle sin que nadie les viera.
     El director del Banco miró con sorpresa a los hombres que aparecieron en la puerta
de su despacho.
     —¡Qué susto me habéis dado! ¡Creí se trataba de otra cosa! ¿Por qué no me has
avisado, Edgar?
     —Tú me enseñaste la forma de poder entrar a cualquier hora del día. Míster Drake
es un buen amigo mío y deseo le atiendas.
     —Usted dirá, míster Drake. Ignoraba que tuviera amistad con míster Harris.
     —Somos muy amigos. Verá, se trata de lo siguiente; deseo aclarar ciertos
problemas en la cuenca y para ello tengo necesidad de echar un vistazo al libro de
ingresos de los clientes del Banco.
     —¡Ahora mismo!
     Descendieron los tres a la planta baja.
     Repasaron varias veces todas las cuentas que figuraban en el libro sin que Norman
encontrara lo que iba buscando.
     Y al convencerse de que Ruston, el minero sobre el que deseaba indagar, no había
hecho ningún ingreso en el Banco de Placerville, dijo:
     —Ya es suficiente. En ninguna de estas cuentas figura el nombre de la persona que
busco.
     —,Cómo se llama? Puede que recuerde…
    —Ruston. Es posible que haya oído hablar de este hombre. Se trata de uno de los
mineros más populares de toda la cuenca.
      —Ruston... Ruston… —repitió el director— ¡Creo que ya recuerdo! Stirling Baxley
me habló de este hombre… Estuvieron los dos aquí en una ocasión. No logro recordar la
fisonomía de ese tal Ruston, lo único que puedo decirle es que continuó camino a
Sacramento donde se disponía a ingresar una cantidad Importante en uno de los Bancos
de la capital.
     —Muchas gracias. ¿A qué hora piensa marcharse?
     —En cuanto termine de ordenar los papeles que dejé sobre la mesa.
     —Si no le molesta, mi amigo Edgar y yo podemos esperarle. Me gustaría que
cenara con nosotros.
     Aceptó la invitación el director.
    Tardó unos minutos en ordenar los papeles que había sobre su mesa de trabajo y
marcharon los tres a Eldorado.
     Diana, por orden de Edgar, fue la encargada de servirles la cena.
     Comieron los tres con apetito.
     La sobremesa resultó entretenida y un poco larga, durante la que hablaron de los
más variados problemas del pueblo.
     Frank continuaba pendiente de Diana.
     Puso como pretexto el no encontrarse muy bien para abandonar la partida que
estaba jugando y ascendió a la parte alta del edificio, lugar en que se encontraba su
habitación.
     Vigiló durante más de una hora, poniéndose cada vez más nervioso al comprobar
que Diana continuaba sin aparecer.
    Valiéndose de uno de sus amigos, empleado del local también, se informó que
Diana continuaba en el comedor particular.
      Sin embargo, la muchacha, para evitar toda clase de compromisos, se disculpé ante
el director del Banco y se retiró.
     Edgar la alcanzó antes de llegar a la puerta.
      —¿Dónde vas con tanta prisa? No está bien que nos abandones ahora que nuestro
invitado empezaba a divertirse. Piensa que el director nos puede hacer falta en cualquier
momento y conviene tenerle contento.
     —Ya he sido demasiado condescendiente al servirles la cena, cosa que no estoy
obligada a hacer. ¿Qué más quiere que haga? No se equivoque conmigo, míster Harris.
     —¡Por favor, Diana! Procura por lo menos que no se dé cuenta nuestro invitado.
     —Buenas noches.
     Abrió la puerta y desapareció.
     El corazón de Frank latía precipitadamente al verla.
     Diana pasaba ante él poco después.
     —Diana.
     —¡Frank! ¿Qué haces aquí?
     —Estaba preocupado por ti… No he podido remediarlo.
      —Eres un loco. Tendrás un disgusto con el jefe cuando sepa que has abandonado
tu trabajo.
     —¿Por qué has estado tanto tiempo en el comedor?
    —Me pidió el jefe que sirviera la cena y no tuve inconveniente. El director del
Banco es el invitado…
     Frank la miró en silencio.
     —Estamos equivocando nuestros caminos —dijo con resentimiento—. Si supiera lo
mismo tu familia que la mía a lo que nos estamos dedicando se morirían de
vergüenza… Abandonemos esta vida. Podemos casarnos en cualquier sitio y vivir
decentemente como lo hacen las personas honradas. No me importará trabajar las horas
que sean…
     Unas rebeldes lágrimas aparecieron en los ojos de la muchacha.
     —¡Pobre Frank! A lo que has llegado por mi culpa. No has debido seguirme.
     —No habría sabido vivir sin estar a tu lado… Tus padres tienen la culpa de todo lo
que nos está pasando a los dos.
    —Por favor, Frank! ¡No me lo recuerdes! Si me hubiera casado con el hijo de los
Marvin tú hubieras continuado en San Francisco.
     —Te equivocas… No soportaría verte casada con otro hombre. Desde niños
estamos enamorados el uno del otro…
     —Me duele verte así. ¿Por qué no ejerces tu profesión? Eres un buen abogado…
     —Olvídalo, Diana. Ahora soy Frank Robsart, el ventajista.
     —¡Por Dios, no menciones ese nombre!
      Con los ojos cubiertos de lágrimas se abrasaron y besaron repetidas veces.
     —¡Soy muy feliz a tu lado, Diana!
     —¡A mí me ocurre lo mismo! Pero estoy temiendo que se presenten cualquier día
los hombres de mi padre en el pueblo y me obliguen a ir con ellos.
     —Llevo unos cuantos días pensando en algo que no me he atrevido a proponerte.
     —¿De qué se trata?
     —El juez Luseland nos aprecia a los dos mucho... También el. doctor Morgan.
Casémonos sin decir a nadie nada. Es de la única forma que podemos evitar que tu
padre te obligue a casarte con Jimmy Marvin. Tú misma acabas de decirme hace un
momento que los hombres de tu padre pueden presentarse en Placerville en cualquier
momento.
     —¡Cariño! ¡No perdamos tiempo! ¡Lo deseo tanto corno tú! Es demasiado tarde
para pensar en los errores que hemos cometido...
     —¡Esto lo recompensa con creces, querida!
     Volvieron a besarse.
     Pusiéronse de acuerdo y Frank regresó al salón, mostrándose mucho más animado
y alegre.
     —Da la impresión que te ha sentado bien el descanso
     —le dijo Jack al fijarse en el rostro de Frank.
     —Me encuentro estupendamente ahora. No te puedes imaginar el fuerte dolor de
cabeza que tenía.
     —Siéntate. Falta un punto para completar la partida.
     —Preferiría salir a dar un paseo. Tengo miedo que...
     A pesar de la petición de su jefe puso un pretexto, con acierto por cierto, ya que fue
disculpada por los tres.
     Una hora más tarde se asomaba a la ventana de su habitación descubriendo a
Frank bajo la misma.
     Apagó la luz y no tardó en reunirse con él.
    Frank se hizo cargo de los caballos arrastrándolos de la brida, mientras que la
muchacha le contaba lo que le había ocurrido a última hora.
     —Conozco a Edgar mejor que tú, Diana. Sin duda estará muy enfadado.
Alejémonos de aquí.
                                         Capítulo V
     Frank se impacientaba a medida que transcurría el tiempo, y temiendo que de un
momento a otro pudieran presentarse en Placerville los hombres del padre de Diana,
propuso a ésta una tarde:
     —Ya hemos esperado demasiado. No podemos continuar viviendo así, Diana.
Ayer estuve hablando con el pastor. Está dispuesto a casarnos en cuanto se lo pidamos.
     —¿Qué haremos después, Frank? Si nos casamos, no podremos continuar aquí.
     —¿Por qué?
     —Sería como vivir en un Infierno...
      Frank la miró en silencio.
     —No pienses mal, cariño. Sabes que te quiero más que a nadie en este mundo.
     —Casémonos entonces, Diana. Antes que se presenten en el pueblo los hombres de
tu padre.
     La muchacha cerró los ojos en varias ocasiones.
     —¡Por favor, Frank! Mi corazón sangra cada vez más de tanto amarte...
      —Jeff nos está esperando en el almacén de Walter. También éste firmará como
testigo.
     —Jeff es un gran muchacho. ¿Qué tal le va en el almacén?
     —Está muy contento. Y Walter también lo está con él,
     —Me alegro... ¿Han tenido noticias de los Baxley?
     —No me han dicho nada.
     —¿Qué será de ellos?
    —Parece ser que viven muy tranquilamente en la montaña. Cámbiate de ropa.
Recuerda que Jeff y Walter nos están esperando.
     —Tengo miedo, Frank; mucho miedo.
     —Yo hablaré con Edgar. Le diré que unos amigos acaban de llegar y...
     —No. Hablaré yo con él.
     —Está bien. Lo único que deseo es que no tardes.
     Diana se presentó en el despacho de su jefe y habló con él.
     Inventó una historia que Edgar tragó.
     —Vais a tardar mucho?
    Jeff salió de la trastienda y les saludó con agrado. Sin pérdida de tiempo
abandonaron el almacén, haciéndolo por la parte trasera para que no pudieran verles.
     Los hombres que Jack había enviado con el fin de vigilar a Frank y a Diana
continuaban pendientes de la puerta del almacén.
     La ceremonia duró poco tiempo.
     Una hora más tarde regresaban los cuatro al almacén.
     Frank sentíase muy feliz junto a su esposa.
     Había hablando con unos mineros amigos y todo salió como habían pensado.
     Regresaron con ellos al saloon, donde Frank viose obligado a separarse de su
esposa.
     Jack apareció sonriente ante la muchacha.
     —¿Qué tal, Diana?
     —Hola, Jack. Estos son los amigos de quienes te hablé. Han montado un negocio
en Sacramento y parece ser que les va bastante bien.
     Los mineros, siguiendo las instrucciones de Diana, hablaron del extraño negocio
inventado por la muchacha.
     Jack estrechó la mano de los tres y más tarde eran presentados al propietario del
establecimiento.
     Edgar les brindó toda clase de atenciones.
     Y aquella noche viéronse obligados los mineros a jugar al póquer, dejándose unos
cuantos billetes sobre la mesa de tapete verde.
     Informado Edgar al cerrar el local, llamó a Diana para felicitarla.
     —Parte de este dinero te pertenece, Tus amigos han resultado ser buenos clientes.
     —¿Qué tal se portó Frank?
     —Como siempre... Siéntate a mi lado.
     —Estoy muy cansada, prefiero retirarme.
     —Toma.
     Entregó Edgar un puñado de billetes a la muchacha. Los contempló durante unos
segundos, diciendo al final:
     —No está mal...
     —¿Te parece poco?
     —Algo más: me parece ridículo
     Un gesto de seriedad cubrió el rostro de Edgar.
     —¡Eres un traidor! ¡Me has engañado! ¡Sé que vienes haciéndolo durante mucho
tiempo!
     —Ahí tiene al juez. Dígaselo a él.
     —Te pesará! ¡Me vengaré de ti! ¡Lo juro!
     —Es mejor que deje las cosas como están. Yo no negaré, si llega el caso, que me he
dedicado a engañar a sus clientes, pero también ellos sabrán muchas más cosas...
     Lívido como un cadáver, le contempló en silencio.
     —¡Ya tendré ocasión de hablar nuevamente contigo a solas!
     Frank sonrió y contó el dinero que Edgar le había entregado.
     —Falta mucho dinero aquí, amigo Edgar. Doscientos dólares exactamente.
     —¡Cobarde!
     —¡Cuidado! Le advierto que sé utilizar esto también... Golpeó con suavidad en la
culata del «Colt» que iba en la funda de su costado derecho.
                                        Capítulo VI
     —¡No se reirá de mí! ¡No lo consentiré!
    —Tranquilízate, Edgar. ¿Ves cómo Jack tenía razón? Venían comportándose de
manera muy extraña Frank y Diana, bueno, Brenda. Así es como en realidad se llama.
     —¿Quién iba a decir que...?
   —Nos engañó a todos esa muchacha. Los hombres de Bob ya se han marchado.
Compadezco a Charles cuando llegue a San Francisco y le diga a su patrón lo ocurrido.
     —¿Dónde está Jack?
     —Estuvo aquí, pero se marchó.
     —¡Frank va a pagármelas con creces! ¡Jack se encargará de él! ¡Le pagaré lo que me
pida! Tú continúas siendo el sheriff y puedes ayudarle. ¡Detén a ese cobarde!
     —No puedo hacerlo, Edgar. Compréndelo... Las nuevas elecciones están a punto
de celebrarse y no conviene crear un ambiente raro en estos momentos.
     —¿Cuándo se celebrarán por fin?
     —La próxima semana. Alec ya tenía que haber llegado con los muchachos.
     —No tardarán en llegar. ¿Se ha recibido alguna noticia de Norman?
    —Yo, por lo menos, no. Lo que debes ir pensando es en traer otra muchacha que
pueda ocupar el puesto de Diana o Brenda, como quieras llamarla.
     —Escribí a Sacramento. Me han hablado de una muchacha que está armando una
verdadera revolución en la capital. No voy a tener más remedio que ir personalmente.
     —Eso es lo que debes hacer.
     —Me iré después de las elecciones.
     Edgar, más tranquilo, abandonó la oficina del sheriff. Visitó a su amigo Mark
Curtis, encargado del Registro, por si éste había recibido alguna noticia del comisario
del oro.
     Mark era un hombre de carácter duro. Tampoco había recibido noticia alguna.
    —También a mí me sorprende no haber recibido noticias de Norman —decía
Mark—. Por cierto que tengo que darle algunos informes muy interesantes para él.
     —¿Alguna noticia de los Baxley?
      —No, nada se sabe de ellos. El viejo Stirling es muy astuto. Sabe a Jo que se expone
si denuncia su mina.
     —¿Qué diablos hacen los hombres de Norman?
    —Es precisamente lo que hay que evitar. Sidney Grant es uno de nuestros peores
enemigos...
        Jeff propuso un nuevo sistema con el que el juez estuvo de acuerdo.
     —Jeff tiene razón, Walter. Es preciso nivelar la fuerza. Hay que conseguir, por
todos los medios, unirnos como Jeff nos ha dado a entender.
        —Rod cuenta con muchos amigos en el pueblo.
      —Rod es uno de los que más asustados está, Walter. Lo sabes lo mismo que yo.
Únicamente podemos contar con él si logramos convencerle de que es preciso
enfrentarse a ese grupo de hombres que desde hace tiempo viene dominando el
pueblo... Yo me encargaré de esto. Hablaré con unos cuantos amigos. El rancho de Rod
es el mejor sitio para reunirnos y evitar que se enteren los demás.
        —No te compliques la vida, Sean. Ya tienes bastantes problemas.
     —¿Por qué preocuparnos entonces? Para seguir pensando como tú no vale la pena
intentar nada.
        —Perdona, Sean. Es que me da miedo.
     —Hablaré con mis amigos. A ver si conseguimos reunirnos en el rancho de Rod
dentro de un par de días.
        Frank y Brenda apenas salían de la tierra que habían comprado.
        Los Mac Gregor les prestaron una valiosa ayuda.
     Trabajaron todos sin descanso en la construcción de la nueva vivienda para los
recién casados.
    Una tarde recibieron una gran sorpresa al presentarse un grupo de mineros en la
nueva granja.
        Brenda lloraba de alegría al conocer los propósitos de aquellos hombres.
        Gracias a la ayuda de los mineros, la casa quedó lista dos días mas tarde.
        Y el matrimonio, con tal motivo, decidió celebrar una pequeña fiesta en la nueva
casa.
        Frank y Brenda sentianse muy felices viendo cómo los invitados se divertían.
        El sheriff, invitado también, no acudió a la fiesta por motivos de trabajo.
    Y la reunión que el juez había acordado en el rancho de los Armstrong fue
demorada para el siguiente día.
      Lynda Armstrong era la mujer más admirada de todo el territorio, lo mismo por
los ricos ganaderos que por los sencillos mineros y cowboys.
        Basta en los lugares más apartados se hablaba de su belleza.
        Betty Mac Gregor era su compañera inseparable.
     —¡Cuidado, gigante! ¡El único borracho que hay aquí eres tú!
     —¡Warren! —intervino valientemente Lynda.
     —No se moleste, miss Armstrong, el capataz ha bebido demasiado y no sabe lo
que hace en estos momentos.
     —¡Maldito! ¡Ahora sabrás lo que es bueno!
      Intentó golpear a Jeff, pero éste esquivó con habilidad la embestida y el capataz, al
perder el equilibrio, fue a parar contra un grupo de mineros, que le ayudaron a ponerse
en pie.
        Golpeó a uno de ellos, furioso, y dio media vuelta con rapidez.
     Jeff había quedado completamente aislado.
     —Tranquilízate, amigo. Ese hombre no te hizo nada para que le golpees como lo
has hecho.
     —¡Eso no es nada cuando veas lo que hago contigo!
        Se echó a reír Jeff.
     Intentó nuevamente Warren golpearle por sorpresa.
    —Despacio, amigo —dijo Jeff, al mismo tiempo que le sujetaba por las ropas del
pecho, sin permitirle que se moviera.
     Soltó con fuerza el puño izquierdo y Warren salió despedido hacia atrás, rodando
seguidamente por el suelo.
        El golpe fue tan contundente que perdió el conocimiento.
        Con el rostro desfigurado, quedó tendido en el suelo con los brazos en cruz.
        Sangraba copiosamente por boca y nariz.
        El doctor Morgan viose obligado a entrar en acción.
     Reconoció al herido y dio orden que le llevaran a la clínica, ya que allí no podía
atenderle como requería el caso.
      Rod Armstrong presentó sus disculpas a los propietarios de la granja y abandonó
la misma.
        Linda se quedó con Betty y la fiesta continuó hasta muy tarde.
        Las dos muchachas buscaron a Jeff, pero éste había abandonado la fiesta sin decir
nada.
      Walter y Jerry Mac Gregor hacían comentarios con Frank sobre lo sucedido horas
ms tarde, siendo los únicos invitados que permanecían en la granja a aquellas horas.
                                       Capítulo VII
     El juez contemplaba en silencio a los cuatro hombres que habían llegado al rancho
de los Armstrong.
     Cansados de esperar a los hombres que faltaban por llegar, dijo el juez, poniéndose
en pie:
     —Así no conseguiremos nada. Luchar en estas condiciones no vale la pena.
Mañana se celebrarán las elecciones y no habrá forma de impedir que Sidney Grant
salga reelegido para desgracia de muchos.
      —¡No hay más que cobardes en este pueblo! exclamó Rod Armstrong—. El juez
tiene razón. ¿Por qué no han venido los que faltan?
     No hubo respuesta porque todos se hacían la misma pregunta.
    —La sesión ha terminado —dijo el juez—, Regresad todos a vuestras casas. Ya
hemos perdido demasiado tiempo inútilmente.
     Abandonaron el rancho todos, sin que nadie les viera.
     Rod, al llegar a la casa principal, se detuvo ante la puerta.
     Echó un vistazo a la nave de los vaqueros, comprobando que nadie se encontraba
levantado.
     Pero al entrar en su despacho recibió una sorprendente visita.
     Le temblaban visiblemente las piernas.
     —Buenas noches, míster Armstrong —saludó uno de aquellos enlutados hombres
que aguardaban su regreso—. Casi nos quedamos dormidos de tanto esperar., ¿Dónde
estaba?
     —¿Qué significa esto?...
     —Somos nosotros los que hacemos preguntas y usted el que debe responder.
     —Esto es un atropello
     —¡Siéntese, amigo!
     Fue empujado violentamente sobre uno de los cómodos sillones, sobre el que Rod
cayó de mala postura.
     Abrió los ojos, asustado, recorriendo cada uno de aquellos desconocidos rostros.
     No tardó en saber lo que se proponían.
     Le intimidaron para que votara en favor del sheriff actual al siguiente día,
diciéndole el que debía mandar en el grupo, como así supuso el asustado Rod.
     —Sabemos que tienes una hija y muy bonita por cierto. Mañana, al votar, firma el
papel para que podamos saber si hemos contado o no con tu voto.
     El corazón daba la impresión que iba a saltar en pedazos de un momento a otro.
     Y así que los enlutados visitantes se marcharon, respiró profundamente y no se
atrevió a moverse de donde estaba hasta que escuchó el galope de los caballos.
     Apagó la luz y echó un vistazo a través de una de las ventanas.
     En ese momento se encendía la luz en el interior de la nave de los vaqueros.
     Vio asomarse a alguien sin que pudiera distinguir el rostro del vaquero.
     Otros compañeros del equipo de éste le imitaron.
    —Me ha parecido escuchar el galope de varios caballos... —dijo el cowboy a sus
compañeros.
     —Siempre estás oyendo cosas raras. ¿Por qué has encendido la luz?
     —Juraría que he oído.
      —Déjanos dormir en paz. Lo que debes hacer es ir al médico en cuanto amanezca.
Si estuviera Warren despierto ibas a saber lo que es bueno.
     Rod se tranquilizó al ver apagarse la luz en la nave de los vaqueros.
     Se acercó a la habitación de su hija, comprobando que dormía tranquilamente.
     Marchó a su habitación y se dejó caer sobre la cama. Le costó mucho trabajo
quedarse dormido. A la mañana siguiente despertó muy temprano y salió a dar un
paseo.
     Había varios vaqueros ante la vivienda destinada a ellos cuando regresó.
     Le saludaron como de costumbre.
     Warren, que aún conservaba la huella en su rostro del golpe que Jeff le había
propinado, salió de la nave.
     —Buenos días, patrón. ¿Cómo se ha levantado tan temprano?
     —No podía dormir y decidí salir a dar un paseo. Ya está mejor tu rostro.
     —Hoy espero poder ver al cobarde que me golpeó a traición. No crea que he
olvidado esto.
     Pasó los dedos de su mano derecha por el lado de la cara donde había recibido el
golpe.
     —Debes olvidarlo. Ese muchacho demostró ser más peligroso con los puños de lo
que en realidad aparenta.
    —¡La próxima vez le demostraré que es un cobarde y un ventajista! ¡Voy a darle
una paliza como no la ha recibido, en su vida! Y hablando de otra cosa: uno de los
muchachos no trabajará por la mañana. Anoche volvió a levantarse diciendo que había
escuchado el galope de varios caballos cuando todos dormíamos. Conviene que le vea el
doctor Morgan.
     El vaquero al que el capataz se refería salía en ese momento de la nave.
     Rod le contempló con atención durante unos cuantos segundos.
     —.Qué te ocurre, muchacho? —le preguntó, al final—. Warren acaba de decirme
que anoche sufriste una de esas pesadillas que te vienen aquejando hace tiempo.
     —Lo lamento, patrón, pero aún juraría que anoche escuché el galope de varios
caballos.
     —Es muy probable que lo hayas oído...
     Varias carcajadas siguieron a este comentario.
     —No se rían. Puede que haya pasado alguien por nuestras tierras, cerca de la casa,
y que éste lo haya escuchado.
     —Yo también vi anoche un caballo que volaba, patrón —agregó otro cowboy.
     Todos sus compañeros se echaron, a reír.
     —Ven conmigo, muchacho. No les hagas caso. Te acompañaré hasta la clínica del
doctor Morgan. No estará de más que te vea.
     —Si me encuentro estupendamente, patrón...
     —¡Y tan estupendamente! —exclamó el capataz.
     Cualquier día vas a levantarte diciendo que has visto atracar un barco en el rancho.
     La risa fue en aumento.
     Rod ordenó a todos que se callaran y pidió al vaquero que había escuchado el
galope de los caballos durante la noche que le acompañara.
      Lynda dijo a su padre que no iría por el pueblo. A ella no le importaban las
elecciones.
    Rod marchó al pueblo en compañía del cowboy. Ante Eldorado ya había
numerosas personas en espera de que abrieran las puertas.
      El doctor Morgan saludó con agrado a Rod.
     —,Qué es lo que te ocurre ahora? Sin duda será una de esas cosas raras que de vez
en cuando suelen ocurrirte.
      —No vengo yo a consultarme, es este vaquero mío... Pero antes deseo hablar a
solas contigo.
     Se puso muy nervioso el cowboy al escuchar esto.
      Las cosas más raras pasaban por su imaginación, y empezó a pensar que en
realidad estaba enfermo.
     Rod explicó al doctor lo ocurrido durante la noche, dándole a conocer toda la
verdad.
    Cambiaron alguna impresión e inmediatamente pasó el cowboy a la habitación
donde el doctor reconocía a todos sus pacientes.
     Y dio comienzo el reconocimiento.
      —Dígame la verdad, doctor. Yo sé que estoy enfermo, pero me gustada conocer el
tipo de enfermedad que padezco.
     —Yo no he dicho que estés enfermo. Lo que te ha ocurrido anoche le ocurre a
mucha gente que goza de buena salud. Tu organismo está perfectamente. De haber
estado yo anoche junto a ti es muy probable que también hubiera escuchado el galope
de varios caballos.
     —¡Por favor, doctor! ¿Qué quiere decir con eso?
    —Pues muy sencillo: que no es extraño que oyeras el galope de caballos porque
también tu patrón los escuchó.
     —No, sé que no me está diciendo la verdad.
     —Sabes que no me agrada mentir. Siempre aconsejo bien a mis pacientes. Salvo
cuando uno de esos casos sin solución se presenta, trato de impedir que el paciente se
entere.
     —Mi caso, por ejemplo, puede ser...
     —No, afortunadamente, no lo es. Estás estupendamente. Y para que te convenzas
que no te engaño, te diré toda la verdad.
     Refirió al cowboy lo que su patrón le había estado contando antes de reconocerle.
     Llamó a Rod y éste habló sin rodeos.
     Al convencerse el vaquero que no se trataba de un engaño, respiré con
tranquilidad.
     Rod le exigió que no dijera nada a sus compañeros, y así prometió hacerlo.
     Invitados por el doctor, bebieron un poco de whisky y marcharon a Eldorado.
     Mineros, granjeros y cowboys diéronse cita en aquel mismo lugar.
      Sidney Grant, acompañado de sus dos ayudantes, saludó a todos los congregados
al llegar:
     Entraron en el local donde el juez les estaba esperando para dar comienzo a la
votación.
    —Ese minero en quien tanto interés tenía el comisario en encontrar está ahora
mismo en el mostrador.
     El rostro de Jack cambió de expresión.
     —Stirling Baxley?
     —No, Wilkie creo que se llama.
     ¡Ah, sí! Había pensado en Stirling... Ven conmigo El jefe no te dirá nada.
     —Protestarán mis compañeros si no regreso pronto al mostrador.
     Le indicó que le siguiera.
     Edgar miró a ambos con sorpresa.
     —¿Aun está ahí ese idiota?
     —Le he pedido que me acompañe. Cuando entró en este despacho venia con la
intención de decirte que Wilkie acaba de llegar y se encuentra en este momento en el
mostrador.
     Norman Drake saltó del asiento.
     —¿Estás seguro, amigo? —exclamó, dirigiéndose al barman.
     —Hace un momento por lo menos le vi en el mostrador y yo mismo le serví la
bebida que solicitó.
    —¡Ya lo has oído, Alec! Jack te acompañará. Edgar mostróse más amable con el
barman y le invitó a un trago.
     Minutos después recibía orden de incorporarse al trabajo.
     El viejo minero continuaba arrimado al mostrador, contemplando en silencio el
vaso de whisky que acababan de servirle nuevamente.
     Alec le abordó sin rodeos.
     —Hola, viejo zorro. ¿Qué haces por aquí?
     —¡Vaya! Lo mismo digo. Los mineros que trabajan en la cuenca se habrán quedado
descansados al no verte por allí.
     Se echó a reír Alec.
     —Me gustaría saber por qué me odias tanto. Nunca te hice nada.
     —Porque no habéis podido.
     —¿Has registrado la mina?
     —Es algo que a nadie le importa, amigo.
      Cerró los ojos Alec.
      Con gran esfuerzo, consiguió serenarse, y dijo:
      —Me tiene sin cuidado lo hayas hecho o no. Es por el bien tuyo... Ya sabes las cosas
raras que están ocurriendo por no hacer las cosas como es debido.
     El viejo le dio la espalda.
     —¡Estoy hablando contigo, viejo inútil! —protestó Alec—.¡Vas a conseguir que me
enfade y...!
     —Estaba muy tranquilo hasta que tú apareciste. ¿No ha venido Drake contigo?
     —Se encuentra en estos momentos reunido con unos amigos. He sido yo quien ha
venido con él, amigo Wilkie.
     —¿Amigo?¿Desde cuándo lo somos?
     Ahora era el minero el que reía.
     —Norman desea hablar contigo.
     —¿Para qué?
     —El te lo dirá.
     —Dile que venga a yerme si tanto interés tiene.
     Jack impidió que Alec cometiera un grave error.
     —Debéis calmaros los dos —intervino Jack—. Creo que debes ir a ver al comisario,
Wilkie.
      —Sé que ha estado preguntando por mí en la cuenca. Unos amigos me informaron
en el poblado.
    Consiguió convencer Jack al minero y se presentaron los dos en el despacho de
Edgar.
     Norman se mostró amable con el viejo, y tan pronto supieron que había ido a
Placerville a hacer un ingreso importante en el Banco, Jack se despidió.
     Marchó directamente al Banco, donde consiguió informarse de la cantidad que
Wilkie había ingresado, comunicándoselo más tarde a su amigo Norman.
     Este dio orden que vigilaran todos los movimientos del minero, y dos hombres de
Alec le siguieron a todas partes.
     Mark Curtís, el encargado del Registro, se presentó en el despacho de Edgar con
una buena noticia.
     —¡Ahora sabrá lo que es bueno ese viejo idiota! —exclamó Norman—.¡Esto es lo
que estaba esperando! En cárgate de Wilkie, Alec... Ya sabemos dónde se encuentra su
mina...
     Felicitó al encargado del Registro y brindaron por el nuevo éxito.
     Wilkie continuaba en el almacén de Walter.
                                      Capítulo VIII
     —Acércate a la granja de los Mac Gregor, Jeff. Es muy extraño que Wilkíe tarde
tanto.
    —Puede que haya decidido pasar la noche en la granja de Jerry. Si son tan amigos
como dices...
     —Tengo el presentimiento que algo ha ocurrido.
     —Al final resulta que eres más pesimista que los mineros. Ten un poco de
paciencia. Déjame terminar con esa mercancía.
     —Yo continuaré el trabajo.
     Encogióse de hombros Jeff y salió a la calle.
     Su caballo le empujó con el hocico al arrimarse a él.
    —Llevas una vida muy descansada. No te pongas nervioso. A los dos nos ocurre lo
mismo: somos de temperamento Inquieto.
     Relinchó el animal al sentir el peso de la silla de montar y Jeff se echó a reír.
     Caballo y jinete caminaron sin prisa.
     Llegaron a la granja, saludando Jeff a Betty, que se encontraba bajo el porche de
entrada de la casa.
     —Hoja, Jeff, buenas noches, Da gusto estar al fresco, ¿Qué te trae por aquí a estas
horas?
     —¿Está tu padre?
     —Preparando algo de cenar. Le diré que eche un poco más para que puedas cenar
con nosotros.
      —Espera un momento, Betty. Walter espera mi regreso... He venido a informarme
si está con vosotros un minero llamado Wilkie. Dijo en el almacén que venía a visitaros.
     —Estuvo aquí, pero se marchó hace mucho tiempo. Hace más de dos horas que se
marchó... Tenía bastante prisa en regresar al pueblo. Entra, mi padre podrá contarte
alguna cosa más. Les dejé solos para que pudieran hablar con libertad.
     Jerry se alegró al ver a Jeff, pero al conocer el motivo de aquella visita, se preocupó.
    —No lo comprendo... —decía—. Wilkie salió de aquí con idea de regresar
inmediatamente al almacén de Walter.
     —Pues no ha llegado todavía.
     —Espera... Tal vez se haya entretenido en la granja de los Robsart; sí, la más seguro
es que esté allí. Diré a Betty que termine de preparar la cena y te acompañaré. Regresaré
en seguida.
     Trató de impedirlo Jeff, pera no lo consiguió.
    Tardaron poco en llegar a la mencionada granja, preocupándose ambos al saber
que Wilkie no había estado allí.
      Jeff pensaba exactamente igual que Walter y el mismo presentimiento se apoderé
de él.
     Horas más tarde entraba en el almacén.
     Walter le escuchó en silencio,
     —Estoy seguro que algo le ha ocurrido. Lo presentía... Avisaré al juez.
     —¿Quieres que te acompañe?
    —Repasa la lista que Wilkie me entregó y ve si falta algo. Regresaré en seguida.
Debe haber alguien aquí, por si se ha entretenido en algún sitio...
     Entró Jeff en el almacén y repasó la lista del minero.
     A Walter no se le había olvidado nada.
     Cansado de esperar, Jeff decidió salir a dar un paseo.
     Pasó ante el bar que solían frecuentar él y Walter y se asomó sin ánimo de entrar.
      Un gesto de sorpresa se dibujó en su rostro al des cubrir en el interior del reducido
local a Walter y al juez.
     Entró decidido y se dirigió a la mesa en la que se encontraban.
     —¡Vaya! —dijo—. Ya podía estar esperando…
     —Siéntate, Jeff. Es horrible lo que ha ocurrido. Nuestras sospechas se han
confirmado... Estuve con el juez en la oficina del sheriff y he visto con mis propios ojos el
cadáver de Wilkie. ¡Le han asesinado!
     —Pobre hombre…
     —He tenido que ir al Banco; por eso he tardado..
     Walter tenía unas rebeldes lágrimas apuntando en sus ojos.
     Con la manga de la camisa impidió que resbalaran por sus mejillas.
      Y tan entretenidos estaban los tres, que ninguno se dio cuenta de la presencia de
los ayudantes del sheriff.
     Carl pasó intencionadamente junto a Jeff y fingió tropezar con él, dejándose caer al
suelo.
     —¡Me has zancadilleado intencionadamente! —protestó, al ponerse en pie.
      —Abre bien los ojos si no quieres tropezar con todos los obstáculos que encuentres
a tu paso. Soy yo el que debía protestar y ya ves que no lo hago.
     —¿Lo has oído, Oswald?
     —Será mejor que nos acompañe a la oficina. Allí lo aclararemos.
     —¡Dejad en paz a este muchacho! —ordenó el juez.
     —Tranquilícese, juez Luseland. Preocúpese de sus cosas y deje que nosotros nos
encarguemos de...
    —No se mueva de donde está —dijo Jeff al juez, al mismo tiempo que se ponía en
pie—. ¿Qué es lo que queréis?
     —¡Que nos acompañes a la oficina!
     —¿Para qué?
     —Allí te lo explicaremos.
      —No tengo ninguna gana de ir con vosotros, y menos a la oficina de vuestro jefe,
sólo porque a vosotros se os antoje.
     —Un viejo minero, muy conocido en Placerville, ha aparecido muerto en las
afueras y queremos saber dónde has estado entre las nueve de la noche y las once,
aproximadamente, hora en que al parecer se cometió el crimen.
     —Estuve en el almacén. Y ya está bien de molestar.
     —Tendrás que acompañarnos.
     —¡Hum!... Mal camino habéis elegido, amigos. ¡Cuidado! Otro movimiento como
el que acabas de hacer puede costarte la vida.
     Carl, que había sido el que intentó ir hacia sus armas, quedó paralizado.
     La presencia del juez les hizo desistir y abandonaron el local.
     Poco después informaban a su jefe y éste les echó una fuerte bronca, pidiéndoles
que detuvieran a Jeff.
     —¡Traedle aquí! ¡Sois unos idiotas! ¿Sabéis cuánto ofrece Edgar por ese muchacho?
Dos de los grandes...
     —Estaba el juez y no nos atrevimos a...
     —¡El juez no tiene nada que ver en todo esto!
     Respiraron con tranquilidad al verse nuevamente en la calle.
     Visitaron el bar, pero Jeff y Walter ya se habían marchado.
    En compañía del juez, visitaron al doctor Morgan, con quien estuvieron charlando
durante bastante tiempo.
         Se hizo tarde y Lynda obtuvo permiso de su padre para pasar la noche en la granja.
         Jeff durmió en el campo.
      Varios días más tarde, el empleado del Banco que había anotado la serie de los
billetes robados se encontraba tranquilamente bebiendo en Eldorado cuando de pronto
su corazón latió precipitadamente al fijarse en el billete nuevo que uno de los ayudantes
del sheriff había puesto sobre el mostrador.
         Continuó bebiendo tranquilamente y simuló que no se había fijado.
         —Mira a quién tenemos aquí, Carl —dijo Oswald, el otro ayudante del sheriff
     —¡Hola, amigo! Como se entere el director que bebes tanto terminará por
despedirte del Banco.
         Contagiaron con sus potentes carcajadas a un grupo de mineros que había cerca de
ellos.
         —Mientras cumpla con mi trabajo, el director no me dirá nada.
         —Tengo entendido que no le gusta que sus empleados abusen de la bebida.
    —Es la primera vez que lo oigo. Lo único que nos pide el director es que
cumplamos todos con nuestra misión, y creo que así lo venimos haciendo.
     —Resulta muy extraño que no conocierais ninguno a los que os atracaron hace
unos días...¿No estaréis complicados alguno de vosotros?
         —Es una broma de mal gusto.
       —¡Yo nunca hablo en broma, amigo! ¿Es que no sabes que también representamos
a la ley?
    —¿Aceptáis una invitación? Me queda algo de dinero en los bolsillos. Esta semana
me ha sobrado más que otras veces... Aún tengo un billete de diez dólares.
    —¡Caramba! —exclamó Oswald, al fijarse en el billete que mostró el empleado del
Banco—. También yo tengo otro, mira.
    —Está más nuevo que el mío... Esos son los únicos billetes que guardo. Si me lo
cambias por éste no lo gastaré.
         —¡Ahí lo tienes! A mi me da igual uno que otro.
     —Gracias... Veré si me queda dinero suelto en el bolsillo... Sí, aún tengo. ¿Qué vais
a beber?
         —Nosotros bebemos siempre whisky. Es la bebida más sana.
         El barman les atendió inmediatamente.
    Tan pronto como el empleado tuvo oportunidad de desentenderse de los
ayudantes del sheriff abandonó el saloon.
                                        Capítulo IX
      Hola, Jeff. Buenas tardes.
     —Hola, amigo, si necesitas algo tendrás que esperar un momento. Walter no
tardará en salir de la trastienda, Yo me marcho ahora mismo. Me está esperando un
amigo.
     —Deseo hablar contigo de algo muy urgente, pero a solas.
     —Veamos de qué se trata. Habla, te escucho.
     —Echa un vistazo a esto.
     Jeff contempló con indiferencia el billete de Banco.
     —Es un billete de diez dólares —dijo, con naturalidad.
     —Sí, pero pertenece a la serie de los billetes robados en el Banco.
     Cambió ligeramente de expresión el rostro de Jeff.
     —¿Estás seguro?¿Cómo lo sabes?
      —Se me ocurrió anotar aquí en esta pequeña libreta el número de serie de aquellos
billetes…
     —Muy bien, amigo. ¿Sabe alguien más esto?
     —No.
     —Tranquilízate. Estás temblando.
     —¡Tengo miedo, Jeff! Los ayudantes del sheriff me han seguido. Han debido
desconfiar...
     Seguidamente refirió la historia que ideó para pedir que le cambiaran aquel billete
por otro.
      Con disimulo echó Jeff un vistazo al exterior a través de una de las ventanas y
descubrió a los ayudantes del sheriff, comprobando que, en efecto, vigilaban la entrada
del almacén.
     Dijo al empleado lo que tenía que hacer y le entregó una navaja barbera.
     Salió tranquilamente el empleado del Banco con el pequeño paquete en la mano.
     Al pasar junto a los ayudantes del sheriff, uno de ellos le llamó.
     —Eh, tu, acércate.
     —Me has asustado…
     Carl le contempló con una maliciosa sonrisa.
     —¿De dónde vienes? —interrogó seguidamente.
     —Tenéis razón —rió Jeff—. Se lo he dicho muchas veces y no hace caso. El sabrá lo
que hace. Terminará quedándose solo como no cambie la bebida.
     —Es más tozudo ese viejo que los mulos dé Texas. Rieron todos y Jeff se despidió.
       Caminó basta el final de la calle, exactamente hasta el lugar en que se encontraba
el último de los edificios, y miró con disimulo hacia atrás por el rabillo del ojo.
     Desmontó bajo un grupo de árboles y se ocultó durante unos minutos.
     Y al convencerse de que nadie le había seguido, caminó unas cuantas yardas con el
caballo de la brida.
     Minutos más tarde se presentaba en el despacho del juez.
     —Hola, Jeff. Cierra la puerta. Me alegro que hayas venido. Llevo no sé cuánto
tiempo repasando este montón de papeles y todavía no he conseguido encontrar un
documento me hace mucha falta. Sé que tiene que estar en los cajones de esta mesa, pero
no soy capaz de dar con él.
     —¿Ha venido por aquí el inspector Farrell?
     —Tú eres la única persona que me ha visitado hasta este momento.
    —No le distraeré más. Me gustaría poder ayudarle a encontrar ese documento,
pero… —
     —Ya aparecerá. Siéntate, Jeff. ¿Se ha recibido alguna noticia de los Baxley?
     —Ninguna que yo sepa.
      —La hija de Jerry está muy preocupada. Ayer estuvo aquí. Me dijo que pensaba ir
a la montaña en busca de Lee.
     —¡Es una locura!
     —Jerry ya lo sabe. No he tenido más remedio que decírselo.
      —Ha hecho bien. Haré por verla hoy mismo. Debo convencerla de que no corneta
el error de ir sola a la montaña.
     —No creo que se atreva a hacerlo después de lo que le dije en este mismo
despacho.
      Sonrió el juez al fijarse en uno de los papeles que había sobre la mesa.
     —¿Te das cuenta, Jeff? —exclamó—. Mira dónde estaba el documento que con
tanto interés estuve buscando. Lo he tenido más de doscientas veces en la mano y no me
he dado cuenta.
     Se echó a reír Jeff.
     Unos golpes en la puerta de la calle anunciaron una nueva visita.
     Se puso en pie el juez y no tardó en recibir al visitante.
     —Conozca a este hombre, inspector. Siempre suele crear algún problema cuando
bebe un poco más de la cuenta.
      Warren diose cuenta de lo que el sheriff quería decirle con aquello y guardó
silencio.
     —¡Tengo una deuda pendiente con este cobarde!...
     —¡Camina! —ordenó el sheriff a Warren.
     Con los brazos en alto, viose obligado a caminar hasta la calle.
     Y el sheriff se lo llevó a su oficina.
     Al llegar, y sin poder contenerse, le golpeó con fuerza en el estómago.
     —¡Te advertí que te callaras! ¡Me dan ganas de llenarte el vientre de plomo!
     —¡Yo no creí que...!
     —¡Cállate, idiota!
     Y el sheriff volvió a golpearle.
     Poco después le entregó las armas y le ordenó que no apareciera por el pueblo en
toda la noche.
     Warren se marchó furioso.
     Rod había sido informado de lo ocurrido y se disgustó.
     Lynda, con más decisión, al ver llegar al capataz, esperó a que desmontara y se
acercó.
     —¡Tienes media hora para recoger todas tus cosas!
     —le dijo—. ¡Estás despedido!
     Warren se puso muy nervioso.
     —¡Qué le ocurre, patrona? ¿A qué viene esto?
     —¡Tus amigos te lo explicarán cuando llegues al pueblo!
     —¡Patrona!
     —¡Ya no soy tu patrona! ¡Tienes media hora para abandonar el rancho!
     El elegante que acompañaba a Lynda miró en silencio Warren.
      —Ya lo has oído, amigo... Si transcurrida la media hora que te han dado no te has
ido, yo me encargaré do obligarte a salir.
     —¡Recibo las órdenes del patrón nada más! ¡Procura no meterte donde nadie te ha
llamado, «caballero»!
     Rod Impidió que el elegante disparara sobre Warren.
     —¡Hace tiempo que he debido despedirte, Warren! Hoy me sobran motivos para
hacerlo... Márchate antes que sea demasiado tarde.
     Los ojos de Warren despedían fuego.
     Recogió la ropa que tenía en la nave y la cargó sobre su caballo.
      La noticia se extendió con rapidez, y fueron muchos los que pidieron a Warren que
les explicara lo sucedido.
     —¡Atrás! ¡Dejadme tranquilo! ¡Apartaos! —gritaba.
     Marchó a la oficina del sheriff, liberándose de esta manera de los curiosos.
     —¡Eres un inútil, Warren! —recriminó el de la placa—. Tendrás que irte a la cuenca
con Alec…
                                         Capítulo X
    —Tenemos más billetes para cambiarte. Mira, están igual de nuevos que el que te
cambié hace unos días.
      Carl se echó a reír.
      —Si esperáis a que termine la semana y cobre...
      —¿Lo has oído, Oswald? Este idiota pretende reírse de nosotros. ¡Me dan ganas
de…
      Retrocedió, asustado, el empleado del Banco.
      —No tengo dinero ahora mismo…
      —¡Pídele un anticipo a tu jefe!
      —No lo necesito…
    —Me da la impresión que te da lo mismo un billete viejo que nuevo. ¿Por qué nos
cambiaste aquel billete? ¡Responde!
      —Ya lo sabéis. Una manía como otra cualquiera.
      —Vamos a la calle. Aquí no hay forma de poder entenderse con este ruido.
      Obedeció el empleado y salió con los ayudantes del sheriff.
      Le obligaron a caminar delante, empujándole de vez en cuando.
     —¡Vamos, muévete! —gritó Carl, al mismo tiempo que le propinaba una tremenda
patada.
     —Creo que vamos a divertirnos en la oficina —agregó Oswald—. Sidney no
aparecerá en toda la noche…
     La risa de ambos murió en flor —al sentir el frío en los riñones de los cañones de
los «Colt» de Jeff.
      —Los brazos en alto —ordenó.
      Obedecieron en el acto.
      —¿Qué significa esto?
      —Creo que vamos a ser nosotros los que nos vamos a divertir.
     —¡Déjame, Jeff! ¡Este cobarde ha estado a punto de dejarme inútil con la tremenda
patada que me ha dado! ¡Tiene la misma fuerza en los pies que un mulo!
      El empleado golpeó a placer a Carl.
      Marcharon junto al río, lugar en que se detuvieron.
    Llevó la mano derecha a la funda y fue cuando se dio cuenta que iba desarmado.
—Espera... Se me ha caído el «Colt» al desmontar...
     —No lo vas a necesitar.
     —¡Un momento, amigo!...
     —¡Camina!
     Le empujó con fuerza y el sheriff rodó por el suelo. Intentó levantarse y no pudo.
     Jeff le arrastró hasta el árbol del que colgaban Oswald y Carl.
     —Ahí tienes a tus ayudantes. Stirling ha sido más astuto que ellos y los ha colgado.
     El sheriff tenía la garganta seca.
     Intentó tragar saliva y no pudo.
      —Antes de morir escribieron en este papel muchas de las cosas que sabían. Una de
las cosas que te culpan es de haber robado en el Banco. Llevaban encima varios de los
billetes robados.
     —¡Canallas! ¡Fueron los hombres de Alec quienes...! ¿Por qué tengo que darte
explicaciones?...
    —¿Quién es Alec? ¡Ah, ya recuerdo! Así se llama el hombre que acompaña a
Norman Drake casi siempre…
     El sheriff se dio cuenta del grave error que había cometido, pero comprendió que
era ya demasiado tarde.
    Intentó confiar a Jeff, pero éste, que vigilaba todos sus movimientos, le golpeó
cuando intentaba utilizar el pequeño «colt» que escondía en el interior de su camisa.
     Lo elevó con facilidad sobre los hombros, estrellándole de bruces contra el suelo.
     La muerte fue instantánea
                                              ***
     La noticia revolucionó al pueblo y se extendió a lo largo de la cuenca.
     Días más tarde acudían a Placerville numerosos mineros para poder dar crédito de
lo que se decía.
     Norman, con todo su equipo, continuaba en el pueblo, Alec y sus hombres
investigaron incansablemente, tratando de encontrar alguna pista que les condujera
hasta los autores de aquellas muertes.
     Edgar vivía asustado.
     Apenas salía de su despacho, del que Norman Drake tampoco salía.
     —Esto se pone feo, Norman. Alguien ha debido traicionarnos.
     —Estoy seguro de que así es, ¿pero quién?
     En la parte trasera del edificio era el lugar ideal para cierta clase de «trabajos».
     Edgar desenfundó un «Colt» y apuntó al viejo.
     —¡No!... No dispares!...
     —¿Dónde llevas el dinero?
     —¡Aquí!
     —Dispararé sobre otro lado para no estropear los billetes…
     Riendo, apretó dos veces el gatillo.
     Registró las ropas del muerto y se incautó de todo lo que llevaba encima.
     El encargado le estaba esperando en el interior del saloon.
      —¿Cuánto dinero llevaba encima? Es aquí donde debes dejarlo… Y la próxima vez
no te lo guardes tanto.
    Edgar entregó el dinero y regresó a la mesa. Nadie se preocupó por el viejo, y
Edgar continuó jugando toda la noche.
                                              Final
     —¡Míster Harris! ¡Qué sorpresa!
    —Hola, Agnes… Se me han hecho muy largas las semanas que he estado fuera.
¿Alguna novedad?
     —No… Todo continúa igual.
     —¿Dónde está el dinero de la recaudación?
     —En el Banco. Yo misma suelo llevarlo todos los días.
     —No di orden de que lo llevaras al Banco.
     —El inspector Farrell me encargó que así lo hiciera.
      —¡Vaya! ¿Y quién es el inspector Farrell para dar órdenes en mi negocio? Ahora
irás al Banco y retirarás todo el dinero que haya en la cuenta.
     —Está bloqueada la cuenta. Hable usted con el juez.
      —¿También el juez? ¡Naturalmente que hablaré con él! Primeramente lo haré con
el inspector Farrell…
     —Se marchó hace un par de días y no creo que vuelva.
     Sonrió con agrado Edgar.
     Le agradó la noticia.
     Dio una vuelta por el salón, recibiendo una gran presa al encontrarse con el viejo
Baxley.
     —¿Qué haces tú por aquí, Stirling?
     —Ya no tendré necesidad de vivir huyendo. He comprado unas tierras junto á la
granja de los Mac Gregor para mis hijos.
     —¿Tus hijos? En todo caso, querrás decir para tu hijo.
     —Su esposa es hija mía ahora también.
     —¡Vaya! Se ha casado al fin con esa muchacha… Ha cometido un grave error.
     —¿Por qué?
     —Porque esa muchacha servirá de diversión a los jinetes enlutados cuando
lleguen, lo mismo que la hija de Rod Armstrong.
     —¡Canalla!
     —¡Cuidado, Stirling! Todavía no ha llegado el momento de matarte.
     Retrocedió, asustado, el viejo.
     Dio una vuelta por el salón con el solo propósito de que todos los clientes le vieran
y comenzó a protestar al ver que todas las mesas de juego habían desaparecido.
     Supo que la orden la había dado el juez y el nuevo sheriff y salió decidido a la calle
para entrevistarse con el primero de los dos mencionados.
     El juez recibió una gran sorpresa al verlo.
      —Creí que no se atrevería a volver —dijo el juez—. Hubiera sido mucho mejor que
no lo hiciera.
     —¡Idiota!
     Con la mano del revés abofeteó al juez.
    Charles Riddle, capataz de Bob Mansfield, visitaba en aquel mismo momento al
nuevo sheriff de Placerville.
     Los cuatro hombres que acompañaban a Charles rodearon al de la placa.
     —¿Qué deseáis?
     —Dame esa placa que llevas en el pecho.
     —¿Te ha vuelto loco?...
     —Ya lo has oído, amigo. Déjala sobre la mesa si es que no prefieres que te la
quitemos nosotros.
     —¡No podéis hacer esto!...
     Hizo una seña Richard con la cabeza y el viejo recibió un golpe en el estómago.
     Le arrancaron la placa y le sacaron a la calle por la parte trasera del edificio.
     Minutos después colgaba de un árbol a la entrada del pueblo.
     Un grupo de jinetes enlutados se presentaron en el despacho del juez.
    Este fue conducido al mismo lugar que el sheriff y del mismo árbol le colgaron
también.
      Bob Mansfield se presentó en la granja de su hija acompañado de los enlutados
jinetes.
     Brenda se alegró de que su esposo no estuviera en casa.
     Sonriendo cínicamente, se acercó Bob a su hija.
     —Hola, Brenda.
     —¡Papá! ¿Qué haces aquí con esa gente?
    —¡No me llames papá! Venimos a buscar a Frank... Haremos con él lo mismo que
hemos hecho con el juez y con el sheriff.
     Brenda retrocedió asustada.
      El ruido de los disparos obligó a los que se divertían en el saloon a tomar otra
clase de medidas.
     Empuñaron en el acto las armas y dio comienzo el tiroteo.
     Edgar corrió a la parte de atrás y saltó a la calle por una de las ventanas.
     Una descarga cerrada le segó la vida.
     —¡Estamos rodeados, jefe! ¡No saldremos de aquí ninguno con vida!
     —¡Ve a aquella ventana!
     Tres de los enlutados saltaron a la calle con los brazos en alto.
     —¡Cobardes! ¡Canallas! ¡Traidores! —gritó Bob, al mismo tiempo que disparaba
sobre los tres por la espalda.
     Minutos más tarde no quedaban con vida más que Charles y el padre de Brenda.
     —¡Estamos perdidos, Bob! ¡Apenas nos queda munición...!
     —¡Aún queda bas…¡Ay!
     —¿Te han alcanzado?
     —¡Esto no es nada!
     —¡Está sangrando mucho...!
     —¡Dispara! ¡Por aquella ventana!
     Charles miró en silencio a su jefe.
     Por primera vez en su vida se dio cuenta de que era un loco y además peligroso.
     —Creo que debemos entregarnos, Bob…
     —¡No lo repitas otra vez!
     —¡Eres un loco, Bob! ¡Ahora me doy cuenta…!
     —¡Charles...!
    Charles apretó el gatillo hasta agotar por completo la munición del «Colt» que
empuñaba.
    Una bala alcanzó a Charles en la cabeza mientras contemplaba el cadáver del
hombre que le había llevado al crimen.
                                               ***
     —¿Quién es, Jeff?
     —El doctor Morgan, querida. Hola, doctor.
     —Hola, Jeff. ¿Cómo se encuentra Lynda?
     —Yo la encuentro bastante bien, pero es usted quien debe decirlo.
     —Creo que hemos tenido mucha suerte, Jeff. Ha sido un parto muy difícil. Salvar
al pequeño ha sido un milagro…
     Lynda sonrió al saludar al doctor.
     —¿Cómo nos encontramos, Lynda?
      —Algo mejor parece, doctor… ¿Has leído este periódico, Jeff? No puede ser cierto
esto. Habla de los jinetes enlutados de San Francisco... Tú debes saberlo, me dijiste que
estuviste mucho tiempo en San Francisco.
    —No hables de eso ahora, querida. Betty y su esposo no tardarán en llegar... No te
muevas tanto, yo cuidaré del pequeño.
    Besó cariñoso a su esposa, la que una vez reconocida anunció el doctor que el
mayor peligro había desaparecido.
     Se presentaron los esperados visitantes y bromearon con ella.
     —Vaya un hijo más precioso que Dios te ha dado, Lynda.
     —¡Es maravilloso, Betty!
     —Yo no he tenido la misma suerte.
     —¡Por favor, Betty; la tendrás, estoy segura…! Recuerda lo que te dijo el doctor.
     —Habrá que tener paciencia.
     Stirling entraba en ese momento con unos papeles en la mano.
     —¿Qué traes ahí, papá?
     —He registrado la mina. Tú y Jeff os encargaréis de la explotación. Nosotros ya
somos demasiado viejos. Con atender de nuestros nietos ya tenemos bastante… De vez
en cuando habrá que contarles alguna de esas historias que uno revive al contarlas
también. Procura ponerte pronto buena, Lynda. En la montaña lo pasaréis bien. Es un
lugar muy bonito donde está la mina.
     —¿Dónde vas, papá?
    —Me vais a perdonar, pero es que me están esperando en el pueblo. Ya sabéis
cómo es Walter.
     —Espera un momento, Stirling. Iré contigo.
      Rod se marchó con Stirling mientras que en el interior dé la casa se quedaban
criticándoles.
Fin