Negro
José Antonio González Alcantud | Sep 8, 2020 | Opinión
https://eltrapezio.eu/es/opinion/negro_12449.html
Durante la presentación el año último en Roma de la traducción italiana del
libro clásico de Paul E. Lovejoy Transformations in Slavery: A History of
Slavery in Africa, con presencia de quienes habían logrado esa hazaña en
tiempos riesgosos para editar, pude percatarme de la emoción que aún
suscita el tema de la esclavitud. Evidentemente no se trata de sólo un tema
histórico. Quienes allí estaban apiñados en un aula de la Sapienza al
anochecer hacían gala de compromiso contra la trata de esclavos como si
fuese un problema actual, cotidiano, y no de hace doscientos años. Desde
luego las noticias que llegaban de Libia, que fue efímera colonia italiana, no
eran alentadoras. El Sáhara sufrió desde los albores de la colonización
europea una profunda crisis, ya que el tráfico de esclavos era una de sus
principales transacciones económicas. Al abolirse, por imposición
occidental, incluso antes del período colonial, obligó a muchos grupos
nómadas que vivían del tráfico esclavista a ejercer un alternativo
bandidismo. Con el presente resurgimiento de la esclavitud en el desierto
libio, y la práctica del secuestro y la extorsión en el Sáhara desde finales de
los años noventa, siempre he tenido la impresión de hallarme frente a un
intento desesperado por recuperar su vieja economía, en desacuerdo
absoluto con los patrones de moralidad imperantes.
Uno de los puntales que subsiste del marxismo teórico a prueba de
historicidad es la acuñación del llamado “modo de producción esclavista”,
aplicado sobre todo al mundo antiguo, pero también con puntuales
prolongaciones africanas. Según los estudios de campo y teóricos que hizo
el antropólogo marxista Claude Meillasoux en Costa de Marfil, el esclavo
está cosificado, y por ello anda provisto únicamente de su condición de bien
material. La alienación de la personalidad conduce directamente a la
reificación del ser. Así de elemental. Negro, nègre, black…, ha significado las
más de las veces “salvaje” o “primitivo”, pero también dependiente. Casi
sin apellido propio: acaso genéricos Koffi, Congo, Mandinga, Pardo, etc.
para designarlos. A veces portaban el apellido de sus amos, con un posesivo
y humillante “de”. Ahí están el Próspero y el Calibán de La tempestad de
Shakespeare, ejemplo de amo blanco, espiritual, y esclavo negro,
animalizado.
La esclavitud es un estigma que trasciende las generaciones. Por eso
encontrar un descendiente de esclavos le produjo una emoción intensísima
a Miguel Barnet, escritor y antropólogo cubano que escribió sobre la base
de un afrodescendiente que había experimentado la esclavitud en su propia
carne, y que encontró sorpresivamente en los ya lejanos sesenta. Era
Esteban Montejo, un antiguo esclavo huido o cimarrón.
La reivindicación de la negritud comenzó muy pronto, con la república
haitiana de Toussaint Louverture, que emulando a los antiguos amos creó
una suerte de Estado fallido a principios del XIX. Su tragedia fue retratada
teatralmente por uno de los padres de la negritud, el antillano Aimé Césaire.
Alejo Carpentier también lo reflejó de manera magistral en El reino de este
mundo, exponiendo literariamente las dificultades de aquel parto de la
libertad abocado al fracaso. En el cine Jean Rouch nos dio una imagen de
impotencia y emulación, al borde de la psiquiatrización, en Les maîtres
fous. Los conjurados en una sociedad secreta de Ghana, relata Rouch,
tienen por único fin emular los poderes de los colonialistas. Su improbable
rebelión es derivada hacia el sufrimiento psíquico, liberado a través de
rituales de trance en lugares alejados de la ciudad.
A partir de allí fue creciendo la celebración creol de la antillinidad, según
Édouard Glissant, o de la cubanidad, en palabras de Fernando Ortiz. Bien
lejos del Black Power norteamericano, marcado por la violencia previa de la
Guerra de Secesión, con el esclavismo de por medio, y de los movimientos
de liberación de los sesenta de los Black Panthers y Malcom X. En este
camino de la centralidad de lo negro, y por ende de la esclavitud, no
importaba acogerse al concepto de raza para buscarle su lado afirmativo.
La “raza negra” como paradigma estaba presente en el sociólogo negro
W.E.B. du Bois, o incluso se apoyaba en las conclusiones del senegalés L.
Sedar Senghor, que aun siendo socialista reivindicaba las teorías del
antropólogo filonazi León Frobenius, partidario de la supremacía en la
historia universal de los pueblos africanos. Prueba de toda esa carga de
emocionalidad, es la polémica recientemente suscitada por el filme
clásico Lo que el viento se llevó, tachado de racista, que expone con toda
crudeza ese mundo. O incluso la película más reciente de Tarantino Django
desencadenado, donde el héroe negro ejerce una venganza largamente
amasada en la humillación esclavista.
Brasil fue el último gran país en abolir oficialmente la esclavitud. La
violencia estaba encubierta bajo las formas patriarcales, que incluían la
sexualidad practicada en un medio hostil, tropical, como bien detectó
Gilberto Freyre. Por ello, el país fue resistente al antiesclavismo, como
quedó ejemplificado en el gran filme de Werner Herzog Silva Cobra verde.
Un aventurero comerciante de esclavos, encarnado por el actor de rostro
enloquecido Klaus Kinski, perdido en las factorías esclavistas de África, ve
derrumbarse ante sus ojos todo un mundo vinculado a la trata cuando
retorna el nordeste brasileño. Herzog, nos presenta fríamente la lógica
estructural del esclavismo, sin atajos morales.
Eso que pareciera un mundo lejano, propio de viejas historias, películas y
cuentos al calor de la lumbre, fluye periódicamente. El antropólogo Francis
Affergan confesaba haber sentido miedo cuando haciendo trabajo de
campo en la Martinica se vio como el único blanco en medio de un mar de
color; el gran africanista George Balandier sintió lo mismo cuando intentó
hablar con los Mau Mau, el movimiento secreto de Kenia, y fue rechazado
simplemente por ser blanco. Yo mismo me sentí incómodo y estupefacto
cuando un rasta jamaicano me paró por una calle de Santiago de Cuba, y
me dijo que no tuviese miedo de que él fuese negro. Creo que no había
hecho ningún gesto que pudiese interpretarse como de temor. Cierto que
experimenté esa sensación en Recife, al anochecer, al mirar a mi alrededor
–iba solo- y comprobar que todo el gentío humano era de color, menos yo
y un borracho chileno de lengua suelta. Confieso haber sentido pavor a que
cayese la noche negra.
Es una emoción tremenda el comprobar en algunas haciendas
reconstruidas cerca de Santiago de Cuba, como el cafetal la Isabelica, que
sirvieron de refugio a los esclavistas de Haití en su huida del general
Toussaint, cómo debía ser aquel ambiente sórdido de la esclavitud. Habría
que esperar hasta la década de los 1880 para que la abolición de la
esclavitud se hiciese oficial en Brasil y real en Cuba. Empero, quizás en la
lusofonía el síndrome de la esclavitud se prolongó más por el contacto de
las guerras coloniales africanas, al menos hasta la revolución de los claveles
de 1974. Así lo vio el director de cine Ivo M. Ferreira en Cartas de guerra,
basada en la correspondencia del joven soldado y literato en ciernes
António Lobo Antunes. Una suerte de experiencia histórica fatídica, en
consonancia con el Heart of Darkness, de Conrad, o con Apocalypse Now,
de Coppola, parecía haber caído sobre esta África torturada antaño por la
esclavitud.
Tras terminar la presentación romana del libro de P. Lovejoy, y haber
pasado todas esas imágenes por mi cabeza, tuve la impresión de haber
irrumpido sin permiso en un cónclave de antiguos anti-esclavistas, cuya
causa redentora no ha periclitado. Ni allí, ni en Brasil, ni en Cuba, ni en
Portugal, ni en España, ni en lugar alguno.
José Antonio González Alcantud es catedrático de antropología social de la
Universidad de Granada y académico correspondiente de la Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas. Premio Giuseppe Cocchiara 2019 a los
estudios antropológicos
Vesión portuguesa
Durante a apresentação, no último ano em Roma, da tradução italiana do
livro clássico de Paul E. Lovejoy “Transformations in Slavery: A History of
Slavery in África”, que contou com a presença daqueles que realizaram essa
proeza em tempos arriscados de editar e pude perceber a emoção que
ainda desperta o tema da escravidão. Obviamente, esta não é apenas uma
questão histórica. Os que ali estavam amontoados numa sala de aula de La
Sapienza ao entardecer fizeram uma demonstração do compromisso contra
o tráfico de escravos como se este fosse um problema actual e diário, e não
de há duzentos anos. É claro que as notícias que vieram da Líbia, uma antiga
colónia italiana de vida curta, não foram animadoras. O Saara sofreu desde
o alvorecer da colonização europeia de uma profunda crise, já que o tráfico
de escravos foi uma de suas principais transacções económicas. Quando foi
abolido, por imposição ocidental, ainda antes do período colonial, obrigou
muitos grupos nómadas, que viviam do comércio de escravos, a exercerem
uma forma de banditismo. Com o actual ressurgimento da escravidão no
deserto da Líbia e a prática de sequestros e extorsões, desde 1990, no
Saara, tive a impressão de estarem a tentar recuperar sua velha economia.
Isto em total desacordo com os padrões de moralidade prevalecentes.
Um dos pilares que sobrevive do marxismo teórico comprovado pela
historicidade é a cunhagem do chamado “modo de produção escravo”,
aplicado sobretudo ao mundo antigo mas também com extensões africanas
específicas. Segundo estudos de campo e teóricos realizados pelo
antropólogo marxista Claude Meillasoux, na Costa do Marfim, o escravo
apenas tem a condição de bem material. A alienação da personalidade leva
directamente à reificação do ser. Tão elementar. Negro, nègre, black…, na
maioria das vezes significou “selvagem” ou “primitivo” mas também
dependente. Quase sem sobrenome, talvez os genéricos Koffi, Congo,
Mandinga ou Pardo para designá-los. Às vezes carregavam o sobrenome
dos senhores, com um “de” possessivo e humilhante. Existem Próspero e
Caliban da Tempestade de Shakespeare, um exemplo de um mestre
espiritual branco e um escravo animalizado negro.
A escravidão é um estigma que transcende gerações. Por isso, encontrar
um descendente de escravos suscitou uma emoção intensa em Miguel
Barnet, escritor e antropólogo cubano que escreveu a partir de um
afrodescendente que experimentou a escravidão na própria carne e que
surpreendentemente o encontrou já distantes anos 60. Era Esteban
Montejo, um ex-escravo fugitivo.
A reivindicação da negritude começou muito cedo, com a república taitiana
de Toussaint Louverture, que emulou os antigos mestres e criou uma
espécie de estado falido no início do século XIX. A sua história foi retratada
teatralmente por um dos pais da negritude, o antilhano Aimé Césaire. Alejo
Carpentier também o retratou com maestria em “O reino deste mundo”,
expondo de forma literária as dificuldades daquele nascimento da
liberdade fadada ao fracasso. No cinema, Jean Rouch deu-nos uma imagem
de desamparo e emulação, à beira da psiquiatria, em “Les maîtres fous”. Os
conspiradores de uma sociedade secreta ganense, relata Rouch, têm o
único propósito de emular os poderes dos colonialistas. A sua improvável
rebelião foi derivada do sofrimento psíquico, liberado por meio de rituais
de transe em lugares distantes da cidade.
A partir daí, cresceu a celebração crioula do antilinidade, segundo Édouard
Glissant, ou cubanidade, nas palavras de Fernando Ortiz. Bem longe do
poder negro norte-americano, marcado pela violência anterior à Guerra
Civil, com a escravidão no meio, e os movimentos de libertação dos
Panteras Negras ou de Malcom X, nos anos 60. Neste caminho da
centralidade do negro e, portanto, escravidão, não era importante usar o
conceito de raça para buscar o seu lado afirmativo. A “raça negra” como
paradigma esteve presente no sociólogo negro W.E.B. du Bois. O mesmo se
apoiou nas conclusões do senegalês L. Sedar Senghor, que, mesmo sendo
socialista, reivindicou para si as teorias do antropólogo Philonazi León
Frobenius, defensor da supremacia na história universal dos povos
africanos. Prova de toda esta carga emocional é a recente polémica
desencadeada pelo clássico filme “E o Vento Levou”, rotulado de racista e
que expõe duramente esse mundo. Mais recentemente temos o filme
“Django libertado”, de Tarantino, onde o herói negro exerce a sua vingança
após ter sido escravizado.
O Brasil foi o último grande país a abolir oficialmente a escravidão. A
violência era ocultada sob formas patriarcais, que incluíam a sexualidade
praticada em ambiente hostil e tropical, como bem detectou Gilberto
Freyre. Por isso, o país resistiu ao antiescravismo, como exemplifica o
grande filme de Werner Herzog Silva, “Cobra Verde”. Nesta obra, um
aventureiro traficante de escravos, interpretado pelo actor Klaus Kinski,
com cara de louco, perde-se nas fábricas de escravos em África e vê um
mundo inteiro ligado ao tráfico desmoronar diante de seus olhos quando
retorna ao nordeste brasileiro. Herzog, friamente e sem atalhos morais,
apresenta a lógica estrutural da escravidão.
O que parece um mundo longínquo, próprio de velhas histórias, filmes e
contos transmitidos junto da lareira, flui periodicamente. O antropólogo
Francis Affergan confessou que sentiu medo quando estava a fazer trabalho
de campo na Martinica e viu ser o único branco num mar de gente de cor;
o grande africanista George Balandier sentiu o mesmo quando tentou falar
com os Mau Mau, movimento secreto do Quénia, e foi simplesmente
rejeitado por ser branco. Eu mesmo me senti desconfortável e estupefacto
quando um rasta jamaicano parou-me numa rua de Santiago de Cuba e
disse para não ter medo que ele fosse negro. Acho que não fez nenhum
gesto que pudesse ser interpretado como medo. É verdade que
experimentei essa sensação no Recife, ao entardecer, quando olhei em
volta. Estava sozinho e e vi que toda a multidão era de cor, menos eu e um
chileno bêbado de língua solta. Confesso que estava com medo de que a
noite negra caísse.
É uma tremenda alegria ver algumas fazendas reconstruídas perto de
Santiago de Cuba, como é o caso da plantação de café Isabelica, que serviu
de refúgio para os escravos haitianos na sua fuga do General Toussaint e
daquele ambiente sórdido de escravidão. Demoraria até a década de 1880
para que a abolição da escravatura se tornasse oficial no Brasil e real em
Cuba. Porém, talvez na Lusofonia a síndrome da escravidão tenha-se
prolongado mais devido as guerras coloniais africanas, terminando com a
Revolução dos Cravos de 1974. É assim que o cineasta Ivo M. Ferreira via
esta situação em “Cartas de Guerra”, baseado na correspondência do
jovem soldado e escritor iniciante António Lobo Antunes. Uma espécie de
experiência histórica fatídica, de acordo com o “Coração das Trevas”, de
Conrad, ou o “Apocalipse Nos”, de Coppola, que parecia ter-se abatido
sobre esta África outrora torturada pela escravidão.
Depois de terminar a apresentação romana do livro de P. Lovejoy, e de ter
todas aquelas imagens terem passado pela minha cabeça, tive a impressão
de ter invadido sem permissão um conclave de antigos antiescravistas, cuja
causa redentora não morreu. Nem lá, nem no Brasil, nem em Cuba, nem
em Portugal, nem na Espanha, nem em lugar nenhum.
José Antonio González Alcantud é catedrático de antropologia social da
Universidade de Granada e académico correspondiente da Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas de Espanha. Premio Giuseppe Cocchiara
2019 aos estudos antropológicos