Arte en Colombia 2010-2020.nos Vieron. Y Nos Vimos
Arte en Colombia 2010-2020.nos Vieron. Y Nos Vimos
Colombia 2010-2020.
Nos vieron. Y nos vimos
D O M I N I Q U E R O D R Í G U E Z DA LVA R D
     N
         ada mejor como metáfora para entrar en la materia que nos convoca,
         de esta última década del arte en Colombia, que los sentimientos de
         incertidumbre y fragilidad con los que nos confrontó como sociedad
la pandemia del covid-19. El mundo desnudó sus debilidades y, allí, el arte tam-
bién develó las suyas. No obstante, para llegar a ello, tendremos que realizar
un largo viaje.
Para entender estas hipótesis tendremos que dividir la década en dos. Unos pri-
meros años, de plena ebullición y efervescencia, y los siguientes, que habitaron
y alimentaron una suerte de espejismo de un campo, con la resistencia propia
del universo de la creación. Con un elemento adicional que, aunque ajeno al
escenario artístico, lo afectó, como a la sociedad colombiana en pleno: un “no”
en el plebiscito por la paz, que rechazó por un estrecho margen la inclusión de
las FARC a la vida civil con el acuerdo alcanzado en La Habana por este grupo
armado y el gobierno nacional de turno. Este resultado les dio a las artes una
notable carga política y nuevos abanderados del tema.
Periodista que vive y trabaja en Bogotá. Se ha especializado en arte, literatura y derechos humanos. Desde 2019 está
explorando nuevas formas de la escritura y está escribiendo su primera novela. Combina la escritura íntima con
la reportería y documenta la vida campesina para la Unidad de Restitución de Tierras y Artesanías de Colombia.
También escribe ensayos para la Comisión de la Verdad y la sección de arte del Banco de la República. Es Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar por el perfil “La mujer invisible”, sobre la artista Doris Salcedo.
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intencionalmente al invitar a artistas de otras geografías a integrar sus mundos
con los nuestros, bajo la idea de que no eran tan disímiles los unos de los otros
y que, justamente, esa conversación debíamos darla. No obstante, la decisión
no estuvo exenta de polémica.
Esta apertura era, en parte, consecuencia de lo que veíamos venir con las gestio-
nes de agentes del arte que buscaban poner al país en la mira del mundo, entre
las que se destacan el plan de visitas internacionales especializadas patrocinadas
por ProColombia, así como la instalación de la Feria Internacional de Arte de
Bogotá (ArtBo). Del primero obtuvimos, entre otros logros, a un “embajador”
que empezó a hablar y a escribir con agudeza sobre Colombia, y a llamar la
atención en Europa sobre nuestra geografía y producción; me refiero al crítico
y curador Hans Ulrich Obrist (autor de Conversaciones en Colombia, 2015). A
lo que hay que sumar el triunfo indiscutible de ese movimiento estratégico de
internacionalización al haber logrado incluir a Bogotá en la selección de la pres-
tigiosa editorial Phaidon, Art Cities of the Future: 21st-Century Avant-Gardes
(2013), y la publicación del libro Contemporary Art Colombia, de Catherine
Petitgas y Hossein Amirsadeghi (Thames & Hudson, 2017). De la Feria, por su
parte, desde su fundación en 2004, el objetivo fue hacer de Bogotá una ventana
al mundo; ArtBo se fue consolidando y fortaleciendo con el tiempo y, para sus
15 años de historia, había acogido 28 países y 256 galerías.
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rías, cuando antes lo hacía con dos. Adicionalmente, el programa de invitados
internacionales de alto perfil (entre compradores privados e institucionales, co-
leccionistas, curadores y prensa especializada, entre otros) alcanzó entre 2011 y
2018 la participación de más de 3.000 agentes clave del medio en los días de la
feria. Paradójicamente, mientras acá se celebraban la voluptuosidad y el creci-
miento, un fenómeno contrario sucedía con Venezuela, como símil de su propia
situación económica interior y como símbolo de la tragedia de un medio que por
décadas representó la vanguardia artística continental: de participar en 2006
con diez galerías, pasó a hacerlo con dos en 2018.
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instante, pero antes quisiera mostrar un caso representativo del fenómeno de esta
década en su espíritu exportador: la confirmación de un lugar en la historia uni-
versal del arte –y ya no solo dentro de Colombia– para la artista Beatriz González.
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solidarios, radicales y vitales de tantos resistentes. El conflicto nos ha enseñado
a ver el mundo desde su prisma, querámoslo o no. Inconscientemente, o no, se
ha instalado como referente de nuestros movimientos, convirtiéndolos en corres-
pondientes, indiferentes o críticos, así como sutiles y poéticos. Esto que nos pasa
a tantos de alguna manera, también, o particularmente, les sucede a los artistas.
En este sentido, las maneras como las nociones de poder que se han venido ma-
nifestando en las artes colombianas son interesantes y versátiles. Me centro en
este punto, quizá, como la condición desde donde se detonan tantos males en
nuestro entorno. Por su verticalidad, por el desprecio y el aplastamiento del otro
y lo otro, literal y verbalmente. Muchos reaccionan y sus expresiones son disími-
les. Pasan por la repetición, el énfasis y la reinterpretación del discurso político
como fórmula para hacernos fijar en lo vacío o prejuicioso que puede llegar a ser
(Ana María Montenegro). O por la ficcionalización de la tragedia humana como
espejo de lo que nos está pasando: “Señores y señoras, por si acaso no se han
dado cuenta, el mundo está por estallar. Es una pena, simplemente el experimen-
to humano se revirtió. Salió mal. Este maravilloso mundo se les cayó, señores
[...]” (fragmento de Las extraterrestres de Juliana Borrero, libro y performance).
O por la alegoría del pasado revolucionario visto con ojos de presente y algo de
nostalgia (Gabriela Pinilla). Con una consecuente euforia hecha añicos, como sí-
mil de la penetración del narcotráfico en la guerra colombiana y la batalla por su
control entre la guerrilla y los paramilitares (Los incontados, Mapa Teatro). Por
su parte, Delcy Morelos persiste en llevarnos al terreno de lo orgánico, porque
lo que hace se huele, porque escurre y se cuela, porque importuna e incomoda y,
así, nos muestra que la violencia continúa, imparable. Así mismo, la masacre o el
descuartizamiento, como manifestaciones extremas del poder, han sido tratados
de maneras muy distintas, esta vez con un componente de sarcasmo que produce
risa nerviosa (nada que se compare con los grabados de Luis Ángel Rengifo de
los años cincuenta): Paulo Licona construyó en 2016 una enorme instalación que
semejaba una piñata de donde colgaban las “sorpresas”, muñecos mutilados por
la guerra, y Mónica Restrepo retomó, en 2019, la leyenda de la Patasola como
metáfora de las violencias cometidas contra las mujeres, a las que primero llaman
locas y así las estigmatizan, para luego colar y regar los “huesos” de sus femini-
cidios en distintos espacios expositivos, acción que finaliza recogiéndolos para
hacer un ritual de duelo. Del mismo modo, y como otra versión de las violencias
de género que atraviesan el mundo queer y sus identidades sexuales diversas,
discriminadas y rodeadas de machismo, Jorge Julián Aristizábal se expresa con
ironía y agudeza sobre ello y House of Tupamaras lo hace con crudeza en su per-
formance Manifiesto del remiendo. Fabio Melecio Palacios ha dedicado ya más
de una década a pensar en el abuso laboral que padecen los corteros de caña del
Valle del Cauca, rescatando sus tradiciones de resistencia a través de luchas que
son como bailes con machete. Finalmente, Edwin Sánchez ha logrado encontrar
un filón feroz para hablar de la explotación de la pobreza.
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de la selva de Abel Rodríguez y las acciones artísticas de grupos de activismo
político como Ríos Vivos y Carolina Caycedo, que protestan contra la construc-
ción de hidroeléctricas en territorios campesinos. La manera de presentar el
territorio indígena y sus ancestralidades es muy diversa en la obra de Julieth Mo-
rales, nacida en tierra misak en el Cauca; en la de Edinson Quiñones, también
caucano pero de ascendencia nasa, y en la de la artista bogotana Bárbara Santos.
Morales aparece en primera persona, se muestra tejedora y heredera de un saber
y con ello nos señala los riesgos y resistencias de su cultura. Quiñones encarna
la búsqueda del pasado prehispánico y exalta, y problematiza, sin moralismos,
tensiones como el hecho de que la colección de precolombinos de una comuni-
dad campesina fuera protegida durante décadas por la extinta guerrilla de las
FARC. Por último, Santos media entre la ciencia occidental y el conocimiento
tradicional de los habitantes del Pirá Paraná, en el Amazonas, proponiendo la
suma de saberes de estos dos universos para que entablen una conversación.
Además se han multiplicado las preguntas alrededor de la comida, que pasan
por la seguridad alimentaria amenazada (María Buenaventura), así como por la
pudrición y el cambio de estado de las cosas, el consumo y la experiencia del y
con el otro (Liliana Sánchez).
Y, por supuesto, las exploraciones formales de tantos más que transitan desde la
sutileza, como es el caso de Juliana Góngora, que con hilos de telaraña o de leche
–sí, de leche– demuestra la fuerza de algunas materias que aparentarían fragili-
dad pero que pueden convivir con ambos universos, y así propone un equilibrio
necesario pleno de belleza. También es el caso de Luz Ángela Lizarazo, que logra
con el vidrio, las medias de nylon, el trigo de la pasta, la cerámica, o simplemente
el hilo, construir las más bellas y poderosas estructuras que controvierten sus
propias naturalezas; es la metáfora de la delicadeza como cuna de la fuerza. O
de Adrián Gaitán, que sea con la tierra con la que construye un tapete “persa”,
unos pesados colchones que atesoran los sueños y se convierten en una cinta de
Moebius, o el polvo contenido en 300 bolsitas con la incineración de documentos
sobre la discusión eterna acerca del Salón Nacional de Artistas, revela un ingenio
y destreza inigualables para hablar de las tensiones entre las apariencias y las
certezas. Leyla Cárdenas, por su parte, aunque aborda un propósito ambicioso,
hablar del paso del tiempo, lo hace con mecanismos que proponen la mayor de las
ligerezas, como impresiones vaporosas de estructuras monumentales o videos de
infinitas capas de sedimento. Es también el caso de Mateo López, quien en estos
años y luego de una fructífera beca, acompañado por William Kentridge como
su mentor, experimentó con nuevas maneras de acercarse a su oficio, llevando el
dibujo al terreno del performance y la danza contemporánea; incorporó al movi-
miento del dibujar, gracias a la coreografía y la escenografía, todo su interés por
la arquitectura y lo convirtió en una experiencia colectiva.
Por último, y sin el ánimo de ser exhaustiva en un terreno extenso, en estos años
también se problematizó la idea de la autoría al ser abordada por los colectivos y
desde los espacios autogestionados, que les apostaron a nuevas perspectivas, mi-
radas y jerarquías del conocimiento, la gestión y la acción. Colectivo Maski o La
Decanatura, Lugar a Dudas, El Parche, Miami (hoy Nuevo Miami), Laagencia,
Taller 7 y Flora Ars+Natura, entre muchos otros, en estos años lucharon desde
la independencia y la originalidad. Varios lograron terminar la década, otros no.
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entre otros– se han atribuido la vocería para hablar de la violencia colombiana a
lo largo de los años, es indiscutible que con la firma de la Ley 1448 de Víctimas y
Restitución de Tierras, en 2011, se les dio a las víctimas un lugar protagónico en
la narrativa nacional alrededor del conflicto. Esto originó distintos debates. De
un lado, porque muchas de ellas reclaman voz propia y escenarios para contar
su verdad, pero, de otro, porque hay una fracción de la sociedad que considera
que otorgarles un rostro es aceptar las responsabilidades de un conflicto que
muchos no están dispuestos a asumir. La discusión está lejos de zanjarse, pues
ello implica decidir qué, cómo y a quién se recuerda.
Por su parte, Jesús Abad Colorado, por décadas reportero gráfico del conflicto,
tiene uno de los archivos del dolor más completos de Colombia. Con un ojo
privilegiado, ha plasmado la tragedia nacional en potentes retratos de quienes
han padecido y ejercido la guerra. También cuenta con un poder narrativo, casi
evangelizador, que lo ha convertido en un relator sin igual del dolor de las víc-
timas. Es difícil no conmoverse con la suma de fotografías y relatos con los que
enfrenta nuestra historia reciente. Cada fotografía tiene nombre propio, que él
se sabe al dedillo y lo pone en una posición de testigo. Incontrovertible. De
hecho, El testigo es el título del documental (2018) y de la exposición retrospec-
tiva (octubre de 2018-2019) que se le consagró por un año en el Claustro de San
Agustín, visitada por más de 500.000 personas. Justamente por su formación en
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reportería gráfica y periodismo, el foco de su trabajo está en el acto de violencia
perpetrado y sus consecuencias. La desolación que dejan la muerte, el pánico o
el despojo. La tiranía que supone tener un arma. Aunque busca encontrar –y lo
logra– ese halo increíble de vida que pareciera encenderse por el solo hecho de
sobrevivir –esa insólita foto de una boda en medio de un territorio bombardea-
do–, su trabajo, sobre todo, produce indignación.
Tres maneras muy particulares que nos hacen reflexionar sobre la representa-
ción de las imágenes de la violencia y sus intencionalidades y alcances.
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a su potente músculo económico –al ser parte de la Cámara de Comercio–, en
lugar de fortalecer el medio fue copando todos los espacios de la escena artís-
tica nacional. En un tiempo récord modificó el orden de las cosas y, dentro de
las paredes del recinto ferial, configuró por unos días del año –pero con una
afectación en el resto de este–, además de una plataforma natural de ventas, un
museo (Referentes), una exposición de talentos emergentes (Artecámara) y de
arte contemporáneo (Proyectos), un ágora de discusión académica (Foro), un
escenario para instalaciones in situ de gran escala (Sitio), un espaldarazo a los
espacios independientes (21 Metros Cuadrados) y hasta un espacio experimental
y pedagógico (Articularte). A lo que se suma un elemento adicional: ArtBo Fin
de Semana, una activación de las galerías de la ciudad de Bogotá en distintos
momentos del año.
¿Esto qué significa? Que dicho ecosistema no era tan sólido como lo pensába-
mos, porque las galerías empezaron a trabajar en función de la feria –lo cual no
es extraño por la naturaleza de su negocio, aunque jerarquiza y pone a competir
a los artistas que representan–, pero también las agendas y derroteros de las ins-
tituciones museales, culturales y académicas de la ciudad se están construyendo
alrededor suyo. Mientras a la feria se le inyectan millones de pesos en publici-
dad y se realizan múltiples alianzas estratégicas con medios de comunicación y
patrocinadores, las misiones de los museos se han visto afectadas por la notable
falta de financiación. Prácticamente todos los recursos para las artes se con-
centran en el evento de mayor visibilidad –que no es lo mismo que calidad–, y
esto ha implicado, en Colombia como en otros países, que en diversas ocasiones
los museos deban construir una agenda expositiva que contenga uno que otro
“highlight” para atraer público, y también hacer “coincidir” esas grandes expo-
siciones o retrospectivas con la participación de los artistas en primera plana
de las ferias. Y en cuanto al terreno académico, que un evento como la Cátedra
Internacional de Arte de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que en 1995 trajo a
Jean-François Lyotard como su conferencista, se haya ido desvaneciendo del pa-
norama artístico de la ciudad –la ligereza de los tiempos hoy haría inaguantable
una charla de filosofía del arte–, o que las universidades no estén diferenciando
con claridad para sus estudiantes qué es un objeto de arte –como bien de consu-
mo y mercadeo– de lo que es una práctica artística, puede significar un problema
para la formación a futuro.
Todo esto no deja de ser problemático, ni aquí ni en el resto del mundo. Porque,
según el Art Basel and ubs Global Art Market Report (2019), el 46% del merca-
do global hoy se hace en ferias de arte (frente a un 30% en 2010), lo que obliga
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a las galerías a armar sus portafolios con proyectos “vendedores”, excluyendo
en gran medida apuestas experimentales y a más largo plazo. Además, esto re-
percute en la apreciación del arte. Basta pensar en la manera como se exhibe
en las ferias, en stands, para evidenciar que la experiencia alrededor de la obra
está mediada por el sobreestímulo de imágenes, por un viaje caótico de todo y
nada. Con un elemento adicional en nuestro contexto: la ausencia de una crítica
de arte que permita formar la mirada.
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