[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
47 vistas14 páginas

Arte en Colombia 2010-2020.nos Vieron. Y Nos Vimos

Cargado por

Brahyan Garces
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
47 vistas14 páginas

Arte en Colombia 2010-2020.nos Vieron. Y Nos Vimos

Cargado por

Brahyan Garces
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 14

Arte en

Colombia 2010-2020.
Nos vieron. Y nos vimos
D O M I N I Q U E R O D R Í G U E Z DA LVA R D

Ilustraciones: Juan Sebastián Rubiano

N
ada mejor como metáfora para entrar en la materia que nos convoca,
de esta última década del arte en Colombia, que los sentimientos de
incertidumbre y fragilidad con los que nos confrontó como sociedad
la pandemia del covid-19. El mundo desnudó sus debilidades y, allí, el arte tam-
bién develó las suyas. No obstante, para llegar a ello, tendremos que realizar
un largo viaje.

El panorama trazado para las artes en la década anterior presentaba un escenario


optimista, cargado de promesas de consolidación del medio, con la consecuente
internacionalización del arte colombiano. También preguntas que, aún hoy, no
acaban de resolverse sobre lo que es o debería ser un arte nacional. Algunas de
las promesas se cumplieron, pero con muchos más matices de los deseados en
ese momento de las proyecciones y que analizaremos a lo largo de estas páginas.
También revisaremos las consecuencias que tuvo depositar las esperanzas del
desarrollo de las artes, casi enteramente, en el mercado.

Para entender estas hipótesis tendremos que dividir la década en dos. Unos pri-
meros años, de plena ebullición y efervescencia, y los siguientes, que habitaron
y alimentaron una suerte de espejismo de un campo, con la resistencia propia
del universo de la creación. Con un elemento adicional que, aunque ajeno al
escenario artístico, lo afectó, como a la sociedad colombiana en pleno: un “no”
en el plebiscito por la paz, que rechazó por un estrecho margen la inclusión de
las FARC a la vida civil con el acuerdo alcanzado en La Habana por este grupo
armado y el gobierno nacional de turno. Este resultado les dio a las artes una
notable carga política y nuevos abanderados del tema.

CUANDO TODO FUE DICHA AL MIR AR HACIA AFUER A


Ya desde 2007 y 2008, el medio del arte en Colombia venía apuntando la mirada
hacia el exterior. En estos años se realizaron en Medellín y Cali, respectiva-
mente, el MDE 07 y el 41 Salón Nacional de Artistas “¡Urgente!”, que iniciaban
la posibilidad del diálogo con actores internacionales. Esa insularidad que tan-
to habíamos protegido, encerrados y hablando entre nosotros mismos, se abría

Periodista que vive y trabaja en Bogotá. Se ha especializado en arte, literatura y derechos humanos. Desde 2019 está
explorando nuevas formas de la escritura y está escribiendo su primera novela. Combina la escritura íntima con
la reportería y documenta la vida campesina para la Unidad de Restitución de Tierras y Artesanías de Colombia.
También escribe ensayos para la Comisión de la Verdad y la sección de arte del Banco de la República. Es Premio
Nacional de Periodismo Simón Bolívar por el perfil “La mujer invisible”, sobre la artista Doris Salcedo.

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [21]
intencionalmente al invitar a artistas de otras geografías a integrar sus mundos
con los nuestros, bajo la idea de que no eran tan disímiles los unos de los otros
y que, justamente, esa conversación debíamos darla. No obstante, la decisión
no estuvo exenta de polémica.

Algunos se preguntaban si era una necesidad de legitimación del arte produci-


do en Colombia, otorgada por ojos foráneos; otros dijeron que si acá no había
suficiente materia prima creativa como para tener que importar ideas de otras
latitudes. También se sugirió que estábamos cayendo en nuevos colonialismos
de la mirada al someternos a la seducción de lo producido afuera, a lo que se le
estaba dando un carácter jerárquico con respecto a lo propio. Bajo estos argu-
mentos se dieron muchos debates que derivaron en respuestas muy concretas,
como lo vemos hoy a través del lente de la historia.

Así, el siguiente Salón Nacional de Artistas (2010-2011), el 42, se denominaría


“Independientemente”, con el firme propósito de reafirmar el carácter de lo lo-
cal; tuvo como sedes Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, y su tono, además,
le imprimió un foco caribeño como guiño a una firme “independencia”, esta
vez, del centro, o de Bogotá. Este salón tendría su respectiva y provocadora
respuesta, el 43 Salón (inter)Nacional de Artistas “Saber Desconocer” que, para
no dejar duda alguna sobre la necesidad de abrirnos, inauguraba la muestra con
una gigantesca instalación del brasileño Ernesto Neto en la nave central del
Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM). Al año siguiente, 2014, se llevó
a cabo en Cartagena la primera Bienal Internacional de Arte Contemporáneo
(Biaci), con invitados de distintos países del mundo, entre ellos el estadouniden-
se Bill Viola o uno de los colombianos más internacionales del momento como
fenómeno de mercado, Óscar Murillo. Y en 2017 se recreaba en el MAMM la
segunda versión de un evento icónico que había tenido ocasión en 1981: el Colo-
quio Latinoamericano de Arte no Objetual y Arte Rural.

Esta apertura era, en parte, consecuencia de lo que veíamos venir con las gestio-
nes de agentes del arte que buscaban poner al país en la mira del mundo, entre
las que se destacan el plan de visitas internacionales especializadas patrocinadas
por ProColombia, así como la instalación de la Feria Internacional de Arte de
Bogotá (ArtBo). Del primero obtuvimos, entre otros logros, a un “embajador”
que empezó a hablar y a escribir con agudeza sobre Colombia, y a llamar la
atención en Europa sobre nuestra geografía y producción; me refiero al crítico
y curador Hans Ulrich Obrist (autor de Conversaciones en Colombia, 2015). A
lo que hay que sumar el triunfo indiscutible de ese movimiento estratégico de
internacionalización al haber logrado incluir a Bogotá en la selección de la pres-
tigiosa editorial Phaidon, Art Cities of the Future: 21st-Century Avant-Gardes
(2013), y la publicación del libro Contemporary Art Colombia, de Catherine
Petitgas y Hossein Amirsadeghi (Thames & Hudson, 2017). De la Feria, por su
parte, desde su fundación en 2004, el objetivo fue hacer de Bogotá una ventana
al mundo; ArtBo se fue consolidando y fortaleciendo con el tiempo y, para sus
15 años de historia, había acogido 28 países y 256 galerías.

Ya para el inicio de la década en estudio, que coincide con el cambio de dire-


cción de ArtBo, resultaba claro que la apuesta del evento era ampliar la invita-
ción de países participantes, así como su número de galerías. Veamos el ejemplo
de España: si entre 2005 y 2009 este país trajo entre tres y cinco galerías, de
2010 en adelante vinieron en promedio diez por año. Lo mismo sucedió con
Estados Unidos que, de 2010 a 2015, participó con un promedio de ocho gale-

[22] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
rías, cuando antes lo hacía con dos. Adicionalmente, el programa de invitados
internacionales de alto perfil (entre compradores privados e institucionales, co-
leccionistas, curadores y prensa especializada, entre otros) alcanzó entre 2011 y
2018 la participación de más de 3.000 agentes clave del medio en los días de la
feria. Paradójicamente, mientras acá se celebraban la voluptuosidad y el creci-
miento, un fenómeno contrario sucedía con Venezuela, como símil de su propia
situación económica interior y como símbolo de la tragedia de un medio que por
décadas representó la vanguardia artística continental: de participar en 2006
con diez galerías, pasó a hacerlo con dos en 2018.

Ningún resultado, a continuación, sería un golpe de suerte. Era una jugada


maestra que en 2015 empezaba a recoger sus frutos. En ese año se empezó a
consolidar todo aquello por lo cual Colombia había luchado durante años: con-
vertirse en un nombre en el ámbito internacional. Haber sido invitado como país
de honor a la emblemática Feria de Arte Contemporáneo de Madrid (ARCO)
era un sueño hecho realidad. También, ser el protagonista del Año Colom-
bia-Francia 2017. Ambos, logros diplomáticos continentales y la evidencia de
que merecíamos ser vistos en la escena internacional. Si bien la muestra “Cantos
cuentos colombianos” (2004), en Zúrich, había sido esencial para abrir el campo,
una consolidación en un escenario como esta feria española resultó fundamen-
tal como impulso legitimador: todo un tejido que explicaría el interés de ArtBo
por invitar tantas galerías de ese país a Bogotá. De esta forma, vemos cómo las
galerías y el aparato institucional –volcado hacia un evento netamente comer-
cial– se dieron a la tarea de construir un proyecto curatorial que nos hiciera
brillar y que circulara más allá de los límites del mercado.

Así, además de la presencia de galerías colombianas en el recinto ferial, el arte


nacional se “tomó” Madrid al lograr que grandes figuras instalaran sus obras en
espacios destacados de la ciudad, como Óscar Muñoz en La Tabacalera, Miguel
Ángel Rojas en el Museo Nacional de Artes Decorativas, José Antonio Suárez
en La Casa Encendida, Felipe Arturo en el palacio de Cibeles, Milena Bonilla
en el Centro de Arte Dos de Mayo, Liliana Angulo y Ana María Millán en Ma-
tadero Madrid y Antonio Caro en el mercado de San Antón –el 2021 nos sacudió
con la muerte súbita de este artista esencial del conceptualismo nacional–. Fue,
indudablemente, una exposición que les permitió a muchos nuevos ojos fijarse
en nuestra producción artística.

Lo propio pasaría en Francia, dos años después. Fueron más de 50 exposiciones


en todo el país, en instituciones tan importantes como el Museo de Arte Contem-
poráneo de Burdeos (originalmente Centro de Artes Plásticas Contemporáneas,
CAPC), el Centro de Arte Contemporáneo La Halle des Bouchers en Vienne,
Les Abattoirs de Toulouse, la Maison de l’Amérique Latine, el Centro de Arte
Contemporáneo La Villa du Parc en Annemasse, además de la participación
colombiana en eventos como la Bienal del Centro Pompidou (con la muestra
“Cosmopolis #1 Collective Intelligence”) así como en la Feria Internacional de
Arte Contemporáneo de París (FIAC) en el Grand Palais (con “Focus Colom-
bia”). Este desembarco también resultó ser una enorme vitrina para el país.

Lo cierto es que la presentación de tantos y tan variados nombres de creadores na-


cionales en la escena internacional, a diferencia de décadas anteriores, en las cuales
se había reconocido a los artistas colombianos principalmente como exponentes
de la violencia, es prueba de que en estos años vimos múltiples estéticas, formatos y
detonantes alrededor de las obras nacidas aquí. Ya nos detendremos en ello en un

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [23]
[24] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
instante, pero antes quisiera mostrar un caso representativo del fenómeno de esta
década en su espíritu exportador: la confirmación de un lugar en la historia uni-
versal del arte –y ya no solo dentro de Colombia– para la artista Beatriz González.

Es difícil creer que el mercado viniera a descubrir a Beatriz González (1938) en


estos años, cuando hoy su obra supera las decenas de miles de dólares y pertene-
ce a colecciones internacionales de gran relevancia. Es memorable el momento
en que la curadora Carolina Ponce de León, desde El Museo del Barrio, les pre-
sentó el trabajo de “la maestra” a los neoyorquinos en la primera retrospectiva
individual que se hiciera de su obra en el extranjero (1998). Cuenta que fue im-
posible llevar la obra de González a subasta porque sus precios, en ese entonces
con casi 40 años de carrera encima, no superaban los 3.000 dólares y para entrar
a Sotheby’s debían ser mínimo de 10.000.

El trasegar de una artista como González simboliza el trabajo ininterrumpido


durante toda su carrera. Y un reconocimiento tardío pero esencial, dado que lo
recibe en vida, como les sucedió también a otras mujeres como Carmen Herrera
o Agnes Martin. Su recorrido es contundente: 256 exposiciones en Colombia (185
colectivas y 71 individuales) en 60 años de trabajo. Y en el terreno que nos compe-
te en este momento, el internacional, entre 1960 y 2000 participó en 54 muestras
colectivas y tres individuales. Una circulación internacional que de 2000 a 2018 se
aceleró a un ritmo de 44 exposiciones colectivas y siete individuales, de las cuales
24 colectivas y cinco individuales se llevaron a cabo entre 2015 y 2018.

Si bien durante el 41 Salón Nacional de Artistas, en 2008, curadores del MoMA


de Nueva York que visitaron la muestra en Cali se decidieron a adquirir 31 di-
bujos (varios de los cuales pertenecían a la importante serie de Turbay, de 1980),
algo que a ella le resultó insólito, un nuevo interés por su obra en el exterior se
empezó a dar, en gran medida, por la exposición curada por María Inés Rodrí-
guez, la cual itineró del CAPC (2017-2018) al Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía (2018) y terminaría en el KW Institute for Contemporary Art, en
Berlín (2018-2019). Ese despliegue fue muy importante también para realizar la
retrospectiva que el Pérez Art Museum Miami (PAMM) le consagró en 2019. De
todo este movimiento salió la adquisición de algunas de sus piezas más impor-
tantes, La última mesa (1970) y el telón Decoración de interiores (1981), por el
Tate Modern de Londres y la invitación a participar en la Documenta 14 (2017)
en sus dos sedes, Kassel y Atenas, donde desplegó los telones que había hecho en
homenaje a Manet y como sarcasmo a Turbay, los que no había vuelto a mostrar
desde la XXXVIII Bienal de Venecia en 1978.

González no para. Nunca lo ha hecho. No solo en el terreno de la creación ar-


tística, sino también en sus actividades como curadora, investigadora y escritora
especializada en el siglo XIX. Así mismo, sabe cómo llegarle a la gente: no en
pocas ocasiones sus obras han circulado en medios de comunicación masiva, y
varios de sus dibujos, como algunos de la serie Duelo con celular, aparecieron
en 2019 pegados con cola, como afiches, en distintas paredes de la capital. Entre
la solemnidad y la ironía, González ha logrado hacer de su obra un universo que
le interesa al mundo.

EL CONFLICTO: ENTRE LA RESISTENCIA Y LA POTENCIA


La guerra ha definido en gran medida lo que somos como sociedad. Es inevitable
sentir su eco. Uno que invade y recuerda el trauma en cada gesto de desconfianza
y cinismo que nos habita, como también, en su lado opuesto, inspira con los actos

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [25]
solidarios, radicales y vitales de tantos resistentes. El conflicto nos ha enseñado
a ver el mundo desde su prisma, querámoslo o no. Inconscientemente, o no, se
ha instalado como referente de nuestros movimientos, convirtiéndolos en corres-
pondientes, indiferentes o críticos, así como sutiles y poéticos. Esto que nos pasa
a tantos de alguna manera, también, o particularmente, les sucede a los artistas.

Si bien decíamos que el arte colombiano ya no se caracteriza desde el rasero


del conflicto armado, por sus muchas manifestaciones que no pasan por este
de manera directa, es innegable que somos ya varias generaciones las que veni-
mos cargadas de una historia trágica de violencias de múltiples índoles, difícil
de ocultar y que, muchas veces, resuena de distintas maneras en las retóricas e
intimidades con las cuales los artistas construyen sus ideas.

En este sentido, las maneras como las nociones de poder que se han venido ma-
nifestando en las artes colombianas son interesantes y versátiles. Me centro en
este punto, quizá, como la condición desde donde se detonan tantos males en
nuestro entorno. Por su verticalidad, por el desprecio y el aplastamiento del otro
y lo otro, literal y verbalmente. Muchos reaccionan y sus expresiones son disími-
les. Pasan por la repetición, el énfasis y la reinterpretación del discurso político
como fórmula para hacernos fijar en lo vacío o prejuicioso que puede llegar a ser
(Ana María Montenegro). O por la ficcionalización de la tragedia humana como
espejo de lo que nos está pasando: “Señores y señoras, por si acaso no se han
dado cuenta, el mundo está por estallar. Es una pena, simplemente el experimen-
to humano se revirtió. Salió mal. Este maravilloso mundo se les cayó, señores
[...]” (fragmento de Las extraterrestres de Juliana Borrero, libro y performance).
O por la alegoría del pasado revolucionario visto con ojos de presente y algo de
nostalgia (Gabriela Pinilla). Con una consecuente euforia hecha añicos, como sí-
mil de la penetración del narcotráfico en la guerra colombiana y la batalla por su
control entre la guerrilla y los paramilitares (Los incontados, Mapa Teatro). Por
su parte, Delcy Morelos persiste en llevarnos al terreno de lo orgánico, porque
lo que hace se huele, porque escurre y se cuela, porque importuna e incomoda y,
así, nos muestra que la violencia continúa, imparable. Así mismo, la masacre o el
descuartizamiento, como manifestaciones extremas del poder, han sido tratados
de maneras muy distintas, esta vez con un componente de sarcasmo que produce
risa nerviosa (nada que se compare con los grabados de Luis Ángel Rengifo de
los años cincuenta): Paulo Licona construyó en 2016 una enorme instalación que
semejaba una piñata de donde colgaban las “sorpresas”, muñecos mutilados por
la guerra, y Mónica Restrepo retomó, en 2019, la leyenda de la Patasola como
metáfora de las violencias cometidas contra las mujeres, a las que primero llaman
locas y así las estigmatizan, para luego colar y regar los “huesos” de sus femini-
cidios en distintos espacios expositivos, acción que finaliza recogiéndolos para
hacer un ritual de duelo. Del mismo modo, y como otra versión de las violencias
de género que atraviesan el mundo queer y sus identidades sexuales diversas,
discriminadas y rodeadas de machismo, Jorge Julián Aristizábal se expresa con
ironía y agudeza sobre ello y House of Tupamaras lo hace con crudeza en su per-
formance Manifiesto del remiendo. Fabio Melecio Palacios ha dedicado ya más
de una década a pensar en el abuso laboral que padecen los corteros de caña del
Valle del Cauca, rescatando sus tradiciones de resistencia a través de luchas que
son como bailes con machete. Finalmente, Edwin Sánchez ha logrado encontrar
un filón feroz para hablar de la explotación de la pobreza.

Vemos, además, un campo expandido en las representaciones de la protección


del medio ambiente, que se reflejan en propuestas tan disímiles como los dibujos

[26] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
de la selva de Abel Rodríguez y las acciones artísticas de grupos de activismo
político como Ríos Vivos y Carolina Caycedo, que protestan contra la construc-
ción de hidroeléctricas en territorios campesinos. La manera de presentar el
territorio indígena y sus ancestralidades es muy diversa en la obra de Julieth Mo-
rales, nacida en tierra misak en el Cauca; en la de Edinson Quiñones, también
caucano pero de ascendencia nasa, y en la de la artista bogotana Bárbara Santos.
Morales aparece en primera persona, se muestra tejedora y heredera de un saber
y con ello nos señala los riesgos y resistencias de su cultura. Quiñones encarna
la búsqueda del pasado prehispánico y exalta, y problematiza, sin moralismos,
tensiones como el hecho de que la colección de precolombinos de una comuni-
dad campesina fuera protegida durante décadas por la extinta guerrilla de las
FARC. Por último, Santos media entre la ciencia occidental y el conocimiento
tradicional de los habitantes del Pirá Paraná, en el Amazonas, proponiendo la
suma de saberes de estos dos universos para que entablen una conversación.
Además se han multiplicado las preguntas alrededor de la comida, que pasan
por la seguridad alimentaria amenazada (María Buenaventura), así como por la
pudrición y el cambio de estado de las cosas, el consumo y la experiencia del y
con el otro (Liliana Sánchez).

Y, por supuesto, las exploraciones formales de tantos más que transitan desde la
sutileza, como es el caso de Juliana Góngora, que con hilos de telaraña o de leche
–sí, de leche– demuestra la fuerza de algunas materias que aparentarían fragili-
dad pero que pueden convivir con ambos universos, y así propone un equilibrio
necesario pleno de belleza. También es el caso de Luz Ángela Lizarazo, que logra
con el vidrio, las medias de nylon, el trigo de la pasta, la cerámica, o simplemente
el hilo, construir las más bellas y poderosas estructuras que controvierten sus
propias naturalezas; es la metáfora de la delicadeza como cuna de la fuerza. O
de Adrián Gaitán, que sea con la tierra con la que construye un tapete “persa”,
unos pesados colchones que atesoran los sueños y se convierten en una cinta de
Moebius, o el polvo contenido en 300 bolsitas con la incineración de documentos
sobre la discusión eterna acerca del Salón Nacional de Artistas, revela un ingenio
y destreza inigualables para hablar de las tensiones entre las apariencias y las
certezas. Leyla Cárdenas, por su parte, aunque aborda un propósito ambicioso,
hablar del paso del tiempo, lo hace con mecanismos que proponen la mayor de las
ligerezas, como impresiones vaporosas de estructuras monumentales o videos de
infinitas capas de sedimento. Es también el caso de Mateo López, quien en estos
años y luego de una fructífera beca, acompañado por William Kentridge como
su mentor, experimentó con nuevas maneras de acercarse a su oficio, llevando el
dibujo al terreno del performance y la danza contemporánea; incorporó al movi-
miento del dibujar, gracias a la coreografía y la escenografía, todo su interés por
la arquitectura y lo convirtió en una experiencia colectiva.

Por último, y sin el ánimo de ser exhaustiva en un terreno extenso, en estos años
también se problematizó la idea de la autoría al ser abordada por los colectivos y
desde los espacios autogestionados, que les apostaron a nuevas perspectivas, mi-
radas y jerarquías del conocimiento, la gestión y la acción. Colectivo Maski o La
Decanatura, Lugar a Dudas, El Parche, Miami (hoy Nuevo Miami), Laagencia,
Taller 7 y Flora Ars+Natura, entre muchos otros, en estos años lucharon desde
la independencia y la originalidad. Varios lograron terminar la década, otros no.

LA BATALLA POR LA MEMORIA


¿Quién encara la guerra en Colombia? Aunque muchos actores de la vida na-
cional –políticos, celebridades, investigadores, académicos, activistas y artistas,

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [27]
entre otros– se han atribuido la vocería para hablar de la violencia colombiana a
lo largo de los años, es indiscutible que con la firma de la Ley 1448 de Víctimas y
Restitución de Tierras, en 2011, se les dio a las víctimas un lugar protagónico en
la narrativa nacional alrededor del conflicto. Esto originó distintos debates. De
un lado, porque muchas de ellas reclaman voz propia y escenarios para contar
su verdad, pero, de otro, porque hay una fracción de la sociedad que considera
que otorgarles un rostro es aceptar las responsabilidades de un conflicto que
muchos no están dispuestos a asumir. La discusión está lejos de zanjarse, pues
ello implica decidir qué, cómo y a quién se recuerda.

Aunque esta escuálida dicotomía ha polarizado la conversación nacional, lo


cierto es que el campo del arte no se ha querido quedar por fuera de la discusión.
Quisiera centrarme en tres posturas alrededor del tema, que para mí resultan
propias de estos años y presentan intereses que vale la pena revisar: las respecti-
vas miradas de dos artistas que se han convertido en el epítome de las víctimas,
la escultora Doris Salcedo y el fotógrafo Jesús Abad Colorado, y la propuesta
de una institución que intentó construir una nueva manera de acercarse a ellas,
el Museo de Memoria Histórica de Colombia con su exposición “Voces para
transformar a Colombia”.

Por décadas, Salcedo se mantuvo al margen del país, si bien el cimiento de su


obra ha sido el dolor padecido en Colombia y desde aquí ha configurado el cuer-
po de trabajo que la ha hecho brillar en el mundo. No le interesaba la figuración
y no concedía entrevistas en medios nacionales. Aunque hizo algunas aparicio-
nes públicas –en los homenajes a Jaime Garzón después de su asesinato (1999) y
a los magistrados muertos en la toma del Palacio de Justicia en 1985 (2002)– en
donde diferenciaba su obra de estas acciones colectivas, en 2007, con la muerte
de once diputados del Valle, su activismo empezó a cambiar, así como su prota-
gonismo, al convocar a la ciudadanía para realizar duelos masivos en la plaza de
Bolívar, en ese entonces, encendiendo velas por ellos. Esto se exacerbó durante
las conversaciones de paz con las FARC, cuando miles de personas respondieron
a su llamado para tejer los nombres de cientos de víctimas (Sumando ausencias,
2016), y posteriormente para sellar en vidrios cortados los nombres de líderes so-
ciales asesinados (Quebrantos, 2019), de nuevo, sobre la misma plaza. Mientras
esto pasaba, gestionaba la construcción de un espacio de memoria al sur del Pa-
lacio de Nariño (Fragmentos, 2019) que utilizaría la fundición de 8.994 armas de
la depuesta guerrilla para que decenas de mujeres, víctimas de violencia sexual
por cuenta del conflicto, a manera de catarsis martillaran sus penas en láminas
que serían el suelo sobre el cual todos caminaríamos. Todo lo ha enmarcado en
la noción de contramonumento, que por naturaleza es efímero, pero que quiere
hacer perdurar en la memoria.

Por su parte, Jesús Abad Colorado, por décadas reportero gráfico del conflicto,
tiene uno de los archivos del dolor más completos de Colombia. Con un ojo
privilegiado, ha plasmado la tragedia nacional en potentes retratos de quienes
han padecido y ejercido la guerra. También cuenta con un poder narrativo, casi
evangelizador, que lo ha convertido en un relator sin igual del dolor de las víc-
timas. Es difícil no conmoverse con la suma de fotografías y relatos con los que
enfrenta nuestra historia reciente. Cada fotografía tiene nombre propio, que él
se sabe al dedillo y lo pone en una posición de testigo. Incontrovertible. De
hecho, El testigo es el título del documental (2018) y de la exposición retrospec-
tiva (octubre de 2018-2019) que se le consagró por un año en el Claustro de San
Agustín, visitada por más de 500.000 personas. Justamente por su formación en

[28] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [29]
reportería gráfica y periodismo, el foco de su trabajo está en el acto de violencia
perpetrado y sus consecuencias. La desolación que dejan la muerte, el pánico o
el despojo. La tiranía que supone tener un arma. Aunque busca encontrar –y lo
logra– ese halo increíble de vida que pareciera encenderse por el solo hecho de
sobrevivir –esa insólita foto de una boda en medio de un territorio bombardea-
do–, su trabajo, sobre todo, produce indignación.

Por último, el Museo de Memoria Histórica de Colombia, que aún no se ha cons-


truido a pesar de ser una medida de reparación nacida de la Ley de Víctimas,
probó su guion museográfico con la visita de 70.000 personas a la exposición
“Voces para transformar a Colombia”, que se llevó a cabo durante los 16 días
de la Feria del Libro de Bogotá en 2018. Muchas cosas pasaron entre tanto. El
mencionado plebiscito, que votó mayoritariamente “no” el 2 de octubre de 2016,
cambió el ambiente político de Colombia y para el nuevo gobierno, que nacía
de esa coalición, la narrativa del museo no parecía corresponder a sus posturas.
Muchos de los investigadores del Centro Nacional de Memoria Histórica –de
donde surgía la iniciativa y corpus museal– renunciaron. En ese sentido, la ex-
posición propuesta fue un experimento único y, por eso mismo, digno de ser
recordado. El relato del conflicto se concibió a partir del sentido metafórico
de tres elementos: el agua, la tierra y el cuerpo. Agua invadida por la guerra,
depositaria de cadáveres, contaminada por los químicos de la extracción mine-
ra, desviada para alimentar el ganado y no a los campesinos; tierra despojada,
espacio estratégico para vigilar y castigar, móvil de la guerra desde siempre;
cuerpo lacerado, estigmatizado, asesinado, resistente. Como resistentes fueron
todos aquellos que sobrevivieron y recuerdan para contar. El recuento buscaba
ampliar el discurso del “enemigo” y problematizar las razones de las violencias,
sus consecuencias y responsabilidades compartidas. También presentaba las vo-
ces de las víctimas y sus representaciones del dolor y la resiliencia. Respondía,
así, a ese pedido de ellas mismas de no encerrarlas en el rótulo de la tragedia,
sino mostrarlas como vidas completas, con un antes, un durante redefinido por
la violencia vivida, y un después.

Tres maneras muy particulares que nos hacen reflexionar sobre la representa-
ción de las imágenes de la violencia y sus intencionalidades y alcances.

EPÍLOGO: EL DOBLEFAZ DEL MERCADO


Por décadas, el comercio del arte fue un tema tabú del que pocos querían hablar
y del que los artistas “respetables” se alejaban a riesgo de no ser tomados en
cuenta –la única excepción en Colombia fue Fernando Botero–. Sin embargo,
esto cambió, y muy rápidamente, en los últimos años.

Porque en el medio del arte convive el artista con su aparato institucional, de


museos, centros culturales, “barrios del arte” y universidades, con el universo
de galerías y su escenario temporal de ventas que son las ferias, con los espacios
independientes de creación y experimentación, así como con los coleccionistas,
un público y los muchos agentes (curadores, investigadores, gestores, monta-
jistas, museógrafos, aseguradores, marqueteros, periodistas) que alimentan su
ecosistema. Su buena salud reside en el equilibrio que exista entre todos los
componentes.

Lo que ha venido sucediendo en esta década, sin embargo, es una alteración de


esta balanza. Si bien la meta de ArtBo era contribuir a la profesionalización
del campo para consolidar un mercado, los años fueron probando que, gracias

[30] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
a su potente músculo económico –al ser parte de la Cámara de Comercio–, en
lugar de fortalecer el medio fue copando todos los espacios de la escena artís-
tica nacional. En un tiempo récord modificó el orden de las cosas y, dentro de
las paredes del recinto ferial, configuró por unos días del año –pero con una
afectación en el resto de este–, además de una plataforma natural de ventas, un
museo (Referentes), una exposición de talentos emergentes (Artecámara) y de
arte contemporáneo (Proyectos), un ágora de discusión académica (Foro), un
escenario para instalaciones in situ de gran escala (Sitio), un espaldarazo a los
espacios independientes (21 Metros Cuadrados) y hasta un espacio experimental
y pedagógico (Articularte). A lo que se suma un elemento adicional: ArtBo Fin
de Semana, una activación de las galerías de la ciudad de Bogotá en distintos
momentos del año.

¿Esto qué significa? Que dicho ecosistema no era tan sólido como lo pensába-
mos, porque las galerías empezaron a trabajar en función de la feria –lo cual no
es extraño por la naturaleza de su negocio, aunque jerarquiza y pone a competir
a los artistas que representan–, pero también las agendas y derroteros de las ins-
tituciones museales, culturales y académicas de la ciudad se están construyendo
alrededor suyo. Mientras a la feria se le inyectan millones de pesos en publici-
dad y se realizan múltiples alianzas estratégicas con medios de comunicación y
patrocinadores, las misiones de los museos se han visto afectadas por la notable
falta de financiación. Prácticamente todos los recursos para las artes se con-
centran en el evento de mayor visibilidad –que no es lo mismo que calidad–, y
esto ha implicado, en Colombia como en otros países, que en diversas ocasiones
los museos deban construir una agenda expositiva que contenga uno que otro
“highlight” para atraer público, y también hacer “coincidir” esas grandes expo-
siciones o retrospectivas con la participación de los artistas en primera plana
de las ferias. Y en cuanto al terreno académico, que un evento como la Cátedra
Internacional de Arte de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que en 1995 trajo a
Jean-François Lyotard como su conferencista, se haya ido desvaneciendo del pa-
norama artístico de la ciudad –la ligereza de los tiempos hoy haría inaguantable
una charla de filosofía del arte–, o que las universidades no estén diferenciando
con claridad para sus estudiantes qué es un objeto de arte –como bien de consu-
mo y mercadeo– de lo que es una práctica artística, puede significar un problema
para la formación a futuro.

De esta forma, vemos que el espacio legitimador de los procesos artísticos se


está convirtiendo en uno de carácter comercial. Lo que desvirtúa el recorrido
de una obra de arte que, en lugar de llegar al mercado como consecuencia de
un reconocimiento y apropiación social, así como de la circulación en exposi-
ciones sin ánimo de lucro y de premios derivados de allí, nace con un objetivo
mercantil. Muchos artistas están produciendo para vender o acomodándose a la
oferta para acceder a becas o residencias artísticas, antes que tener una práctica
de taller con la que desarrollen el trabajo de una mirada. Aunque es natural el
deseo de éxito y sostenibilidad de los artistas en un medio precario e incierto
laboralmente, también es verdad que es difícil proyectar una carrera relevante
basada en lo que le gusta al mercado y al star system, porque si una obra no
resulta significativa culturalmente, por lo que expresa y cómo lo hace, al final
terminará desvalorizándose.

Todo esto no deja de ser problemático, ni aquí ni en el resto del mundo. Porque,
según el Art Basel and ubs Global Art Market Report (2019), el 46% del merca-
do global hoy se hace en ferias de arte (frente a un 30% en 2010), lo que obliga

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [31]
[32] B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1
a las galerías a armar sus portafolios con proyectos “vendedores”, excluyendo
en gran medida apuestas experimentales y a más largo plazo. Además, esto re-
percute en la apreciación del arte. Basta pensar en la manera como se exhibe
en las ferias, en stands, para evidenciar que la experiencia alrededor de la obra
está mediada por el sobreestímulo de imágenes, por un viaje caótico de todo y
nada. Con un elemento adicional en nuestro contexto: la ausencia de una crítica
de arte que permita formar la mirada.

La alerta está lanzada. La riqueza de nuestro entorno artístico, como la abun-


dancia de nuestros recursos naturales, están ahí, palpables. Hay materia para
crear e ideas para seguir imaginando y discutiendo por años. Un año extraordi-
nario como el 2020 puso a prueba la solidez de nuestro medio del arte y probó
que, como en toda vuelta de tuerca de la historia, las ideas son el bien que más
valor tiene para el hombre. Por su capacidad de adaptación al cambio, porque
nos permiten imaginar en medio de la incertidumbre, porque nos dan aire y
poesía cuando todo es ahogo y desazón. Y eso el mercado, en sí mismo, nunca
lo podrá crear solo. Esta década sacó a flote los peligros de la abundancia que,
de no cuidarse, se agota. Pero estamos a tiempo para remediarlo, el covid-19 le
dijo al mundo que nada es tan fuerte como lo creíamos. Es nuestra oportunidad
para reenfocar la mirada y valorar los procesos. ■

B O L E T Í N C U L T U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . L V, N .o 1 0 1 , 2 0 2 1 [33]

También podría gustarte