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Packer Hacia Conocimiento Dios 66-126

Este documento describe la palabra de Dios en la Biblia. En 3 oraciones o menos: La palabra de Dios creó el universo y todo lo que contiene, y también se dirige a los humanos para establecer leyes, promesas y testimonios. La Biblia muestra la palabra de Dios en Génesis determinando las circunstancias del mundo y ordenando al hombre, invitándolo a confiar y revelando la mente de Dios. Toda la Biblia enfatiza que los eventos en el mundo cumplen la palabra omnipotente de

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Packer Hacia Conocimiento Dios 66-126

Este documento describe la palabra de Dios en la Biblia. En 3 oraciones o menos: La palabra de Dios creó el universo y todo lo que contiene, y también se dirige a los humanos para establecer leyes, promesas y testimonios. La Biblia muestra la palabra de Dios en Génesis determinando las circunstancias del mundo y ordenando al hombre, invitándolo a confiar y revelando la mente de Dios. Toda la Biblia enfatiza que los eventos en el mundo cumplen la palabra omnipotente de

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cumplimiento, y menos agobiados (no menos sensitivos, sino menos perplejos) de lo

que estamos ante las cosas oscuras y dolorosas de las que la vida en este mundo caído
está llena. El Nuevo Testamento nos dice que el fruto de la sabiduría es la semejanza a
Cristo -paz, humildad, y amor (San. 3:17)- y que su raíz es la fe en Cristo (I Cor. 3:18;
cf. 1 Tim. 3:15) como manifestación de la sabiduría de Dios (I Cor. 1:24,30). Así, el
tipo de sabiduría que Dios espera poder dispensar a los que se la piden es una sabiduría
que nos liga a él, una sabiduría que ha de encontrar expresión en un espíritu de fe y en
una vida de fidelidad.

Procuremos, pues, que nuestra búsqueda de la sabiduría sea una búsqueda de estas
cosas, y que no frustremos el propósito sabio de Dios descuidando la fe y la fidelidad
con el fin de perseguir un tipo de conocimiento que en este mundo no nos es dado
poseer.

CAPITULO 11: TU PALABRA ES VERDAD

En todo pasaje bíblico se dan por supuestos, cuando no se expresan, dos hechos en
relación con el Jehová trino. El primero es el de que él es rey -monarca absoluto del
universo, que dirige todos sus asuntos, que obra su propia voluntad en todo lo que en él
ocurre. El segundo hecho es el de que él habla -pronunciando palabras que expresan su
voluntad a fin de que ella se cumpla. El primer tema, el del gobierno de Dios, ya ha
sido tocado en capítulos anteriores. Es el segundo tema, el de la palabra de Dios, el que
ahora nos concierne. El estudio del segundo tema aumentará de hecho nuestro
entendimiento del primero, porque así como las relaciones de Dios con su mundo tienen
que entenderse en términos de su soberanía, esta ha de entenderse en términos de lo que
nos dice la Biblia acerca de su palabra.

El gobernante absoluto, como lo eran los reyes en el mundo antiguo, habla, en el curso
ordinario de los acontecimientos, en dos niveles generalmente, y con dos fines. Por un
lado, ha de promulgar decretos y leyes que directamente determinan el ambiente -
judicial, fiscal, cultural- en el cual han de vivir en adelante sus súbditos. Por otro lado,
hará discursos públicos con el fin de establecer, en lo posible, un lazo personal entre él
y sus súbditos, y de despertar en ellos el máximo apoyo y cooperación para lo que hace.
Para la Biblia la palabra de Dios tiene también este doble carácter. Su palabra se refiere
tanto a lo que nos rodea como a nosotros mismos: habla tanto para establecer el ámbito
de nuestro vivir como para captar nuestra mente y nuestro corazón.

En relación con lo primero, vale decir, la esfera de la creación y la providencia, la


palabra de Dios consiste en un mandato soberano, "Sea... “En el segundo aspecto, la
esfera en la cual la palabra de Dios se dirige a nosotros personalmente, ella consiste en
la Tora real (Tora es la palabra hebrea que se traduce "ley" en el Antiguo Testamento,
que en realidad denota "instrucción" en sus variadas formas). La Tora de Dios el rey
tiene un triple carácter: parte de ella es ley (en el sentido estrecho de mandamientos o
prohibiciones, con las correspondientes sanciones); parte es promesa (favorable o
desfavorable, condicionada o incondicional); parte es testimonio (información
suministrada por Dios mismo o los hombres, y sus respectivos actos, propósitos,

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naturaleza, y expectativas).

La palabra que Dios nos dirige directamente a nosotros es (como lo es un discurso real,
sólo que en mayor medida aun) un instrumento, no sólo de gobierno, sino también de
comunión. Porque, por más que Dios sea un gran rey, no es o su deseo vivir distanciado
de sus súbditos. Más bien todo lo contrario: él nos hizo con la intención de que él y
nosotros pudiésemos andar juntos por siempre en una relación de amor. Pero una
relación de este tipo sólo puede existir cuando las partes se conocen mutuamente. Dios,
nuestro Hacedor, nos conoce a nosotros antes que digamos nada (Sal. 139.1-4); pero
nosotros no podemos conocerlo a él a menos que se nos dé a conocer. Aquí, por lo
tanto, tenemos una nueva razón de por qué Dios nos habla: no sólo para movemos a
hacer lo que él quiere, sino para hacer posible el que lo conozcamos a él a fin de que
podamos amarlo. Por ello Dios nos manda su palabra en carácter tanto de información
como de invitación. Nos llega con el doble fin de atraemos e instruimos; no solamente
nos pone en antecedentes de lo que Dios ha hecho y está haciendo sino que nos llama a
una comunión personal con nuestro amante Señor.

II

La palabra de Dios nos sale al encuentro, en sus diversas manifestaciones, en los tres
primeros capítulos de la Biblia. Miremos primeramente el relato de la creación en
Génesis 1. Parte del propósito de dicho capítulo es el de aseguramos que cada uno de
los elementos que constituyen el ambiente natural en que nos movemos ha sido colocado
allí por Dios.

El primer versículo declara el tema que ha de ser desarrollado en el resto del capítulo -
"En el principio creó Dios los cielos y la tierra." El segundo versículo se refiere al
estado de cosas en el que se desarrollará la obra de Dios en la tierra: es un estado en el
que la tierra estaba vacía y desolada, sin vida, oscura, y completamente anegada en
agua. Luego el versículo tres nos informa de cómo en medio del caos y la esterilidad
Dios habló -"Y Dios dijo: Sea la luz." ¿Qué ocurrió? Inmediatamente "fue la luz". Siete
veces más (vv. 6, 9, 11, 14, 20, 24,26) se escuchó la palabra creadora de Dios, "Sea...
", y paso a paso las cosas comenzaron a existir y organizarse. El día y la noche (v. 5),
el cielo y el mar (v. 6), el mar y la tierra seca (v. 9) fueron separados; la vegetación
verde (v. 12), los cuerpos celestiales (v. 14), los peces y las aves (v. 20), los insectos y
los animales (v. 24), y finalmente el hombre mismo (v. 26) hicieron su aparición. Todo
fue creado por la palabra de Dios (cf. Sal. 33:6,9; Heb. 11:3; II Pedro 3:5).

Pero luego la historia nos traslada a una etapa posterior. Dios les habla al hombre y a la
mujer que había creado. "Dios... les dijo... “(v. 28). Aquí Dios se dirige al hombre
directamente; así se inaugura la comunión entre Dios y el hombre. Nótense las
categorías a que corresponden las palabras dirigidas por Dios al hombre en el resto del
relato. La primera palabra de Dios a Adán y Eva consiste en un mandato, llamándolos a
cumplir la vocación del hombre de dominar el orden creado: "Fructificad... sojuzgadla
(la tierra)... y señoread... “(v. 28). Luego viene la palabra de testimonio: "He aquí..."
(v. 29), en la que Dios explica que las legumbres, los cultivos, y las frutas fueron
hechos para que hombres y animales los comiesen. En seguida viene una prohibición,
con la sanción correspondiente: "Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás;
porque el día que de él comieres, ciertamente morirás" (2:17). Finalmente, después de

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la caída, Dios se arrima a Adán y Eva y les habla nuevamente, y esta vez sus palabras
son palabras de promesa, tanto favorable como desfavorable, por cuanto si bien por una
parte afirma que la simiente de la mujer ha de herir a la serpiente en la cabeza, por otra
parte establece para Eva el dolor en el parto, y para Adán el trabajo fatigoso a la vez
que para ambos la muerte segura (vv. 15-20).

Aquí, en el marco de estos breves capítulos, vemos la palabra de Dios en todas las
relaciones en que aparece hacia el mundo, y hacia el hombre dentro de él. Por un lado,
fijando las circunstancias y el ambiente; por otro, ordenando la obediencia del hombre,
invitándolo a confiar, y dando a conocer al hombre la mente de su Hacedor. El resto de
la Biblia nos ofrece muchos pronunciamientos posteriores de Dios, pero no aparecen
otras categorías de relación entre las palabras de Dios y sus criaturas. En cambio, la
presentación de la palabra de Dios en Génesis 1-3 se reitera y se confirma. Así, de
principio a fin, la Biblia insiste por una parte en que todas las circunstancias y
acontecimientos en el mundo están determinados por la palabra de Dios, el omnipotente
"Sea... “del Creador. La Escritura describe todo lo que ocurre como cumplimiento de la
palabra de Dios, desde los cambios en el tiempo (Sal. 147: 15-18; 148:8) hasta el
surgimiento y la caída de las naciones. El hecho de que la palabra de Dios realmente
determine los acontecimientos del mundo es la primera lección que Dios le enseñó a
Jeremías cuando lo llamó a la función profética. "Mira -le dijo Dios- que te he puesto en
este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para
derribar, para edificar y para plantar" (Jer. 1: 10).

¿Cómo podía ser esto, sin embargo? El llamado de Jeremías no era a ser un estadista o
un potentado mundial sino a ser profeta, el portador de los recados de Dios (v. 7).
¿Cómo podía un hombre sin cargo oficial alguno, cuya única función era hablar, ser
descrito como gobernador de las naciones, designado por Dios? Pues simplemente
porque él tenía en su boca las palabras de Jehová (v. 9): y toda palabra que Dios le
diera que hablase en relación con el destino de las naciones se habría de cumplir
inevitablemente. A fin de grabar esto en la mente de Jeremías, Dios le proporcionó su
primera visión. "¿Qué ves Jeremías? ... una vara de almendro (shaked)... Bien has
visto; porque yo velo (shoked) sobre mi palabra para darle cumplimiento" (Jer. 1: 11s,
VM).

Por medio de Isaías Dios proclama la misma verdad en estos términos: "Como
desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá sino que riega la tierra, y la
hace germinar y producir ... así será la palabra que sale de mi boca; no volverá a mí
vacía, sino que hará lo que yo quiero ... " (Isa. 55: 10ss). Toda la Biblia insiste
invariablemente en que la palabra de Dios constituye un instrumento ejecutivo en todos
los asuntos humanos. De él puede decirse con la verdad, como no puede decirse de
ningún otro, que lo que dice tiene vigencia. Es rigurosamente cierto que la palabra de
Dios gobierna al mundo, y es la que determina nuestra fortuna.

Luego, también, la Biblia afirma sistemáticamente, por otra parte, que la palabra de
Dios nos viene directamente en ese triple carácter en que fue presentada en el jardín de
Edén. En algunos casos nos llega como ley -como en el caso del Sinaí, y de muchos de
los sermones de los profetas, y en buena parte de la enseñanza de Cristo, como también
en la exhortación evangélica a arrepentimos (Hech. 17:30) y creer en el Señor Jesucristo
(I Juan 3:23). Otras veces nos , llega en forma de promesa -como en la promesa de

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posteridad, Y en la promesa del pacto, dadas a Abraham (Gen. 15:5; 17: 1ss), la
promesa de redención de Egipto (Exo. 3:7ss), las promesas del Mesías (cf. Isa. 9:6ss;
11: 1s) y del j reino de Dios (Dan. 2:44s; 7; 13s), y las promesas neotestamentarias de
justificación, resurrección, y glorificación para I los creyentes.

Otras veces nos llega como testimonio -instrucción divina relativa a los hechos de la fe
y los principios de la piedad, en forma de relatos históricos, argumentación teológica,
salmodia, y sabiduría. En todos los casos se deja constancia de que lo que la palabra de
Dios nos exige tiene carácter absoluto: la palabra ha de ser recibida, y obedecida, y en
ella se ha de confiar porque se trata de la palabra del Dios rey. La esencia de la
impiedad es el orgullo y la terquedad de "este pueblo malo, que no quiere oír mis
palabras" (Jer. 13: 10). La marca de la verdadera humildad y santidad, por otra parte,
está en el hombre que "tiembla a mi palabra" (Isa. 66:2).

III

Pero lo que la palabra de Dios exige de nosotros no depende meramente de nuestra


relación con él como criaturas y subiditos. Hemos de creerla y obedecerla, no solamente
porque él nos manda que lo hagamos sino también, y en primer lugar, porque se trata de
palabras verdadera. Su autor es el "Dios de verdad" (Sal. 31; 5; Isa. 65: 16), "grande
en...verdad" (Exo. 34:6); "hasta los cielos [llega] tu verdad" (Sal. 108:4; cf. 57: 10), es
decir, es universal e ilimitada. Por lo tanto su "palabra es verdad" (Juan 17:17). "La
suma de tu palabra es verdad" (Sal. 119: 160). "tú eres Días, y tus palabras son verdad"
(Il Sam. 7:28).

La verdad en la Biblia es una cualidad de las personas principalmente, y de las


proposiciones solamente en segundo término: significa estabilidad, confianza, firmeza,
veracidad; la cualidad de la persona que es enteramente consecuente, sincera, realista,
no engañada. Así es Dios: la verdad en este sentido es su naturaleza, y no está en él ser
de otro modo. Por eso es que él no puede mentir (Tit. 1:2; cf. Num. 23:19; 1 Sam.
13:29; Heb. 6: 18). Es por eso que sus palabras son verdad y no puede ser otra cosa que
verdad. Constituyen el índice de lo real: ellas nos muestran las cosas tal como son, y
como lo serán para nosotros en el futuro, según que acatemos o no las palabras de Dios
para nosotros. Consideremos esto un poco más, en dos sentidos.

1. Los mandamientos de Dios son verdaderos

"Todos tus mandamientos son verdaderos" (Sal. 119:151). ¿Por qué se los describe de
este modo? Primero, porque tienen estabilidad y permanencia en cuanto establecen lo
que Dios quiere ver en la vida de los seres humanos en todas las épocas; segundo,
porque nos dicen la verdad inalterable acerca de nuestra propia naturaleza. Porque esto
es parte del propósito de la ley de Dios: nos ofrece una definición práctica de lo que es
la verdadera humanidad. Nos muestra, qué es lo que debió ser el hombre, nos enseña
cómo es verdaderamente, y nos previene contra el auto destrucción moral. Este es
asunto de gran importancia, asunto que requiere seria consideración en el momento
actual.

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Nos resulta familiar el concepto de que nuestro cuerpo es como una máquina, que
requiere una rutina en cuanto a alimento, descanso, y ejercicio si ha de funcionar
eficientemente, y que puede, si se le llena de combustible inadecuando -alcohol, drogas,
veneno- perder su capacidad de funcionar saludablemente y acabar sucumbiendo a la
muerte física. Lo que quizá no comprendamos tan fácilmente es que Dios desea que
pensemos en el alma de manera similar. Como seres racionales fuimos creados para
llevar la imagen moral de Dios -es decir, nuestra alma fue hecha para "funcionar" con la
práctica de la adoración, de guardar la ley, de la verdad, de la honestidad, de la
disciplina, del autocontrol, y del servicio a Dios y a los semejantes. Si abandonamos
dichas prácticas, no solamente incurrimos en culpabilidad delante de Dios; de manera
progresiva destruimos también nuestra propia alma. La conciencia se atrofia, el sentido
de vergüenza se marchita, la capacidad para obrar con veracidad, lealmente y
honestamente se desvanece, el carácter se desintegra. No sólo nos volvemos
desesperadamente miserables; sino que gradualmente nos vamos deshumanizando. Este
es un aspecto de la muerte espiritual. Richard Baxter tenía razón cuando formuló las
alternativas de este modo: “Un santo - o un bruto"; esta, en definitiva, es la única
elección, y todos, tarde o temprano, en forma consciente o inconsciente, hacemos la
opción por uno u otro. Hoy en día sostendrán algunos, en nombre del humanismo, que
la moralidad sexual "puritana" de la Biblia es hostil a la consecución de la verdadera
madurez humana, y que algo más de libertad abre el camino hacia un vivir más rico. De
esta ideología sólo diremos que el nombre adecuado para ella no es humanismo sino
brutismo. El relajamiento sexual no nos hace más hombres, sino todo lo contrario;
embrutece y destroza el alma. Lo mismo puede decirse de cualquier mandamiento de
Dios que tienda a descuidarse. Sólo vivimos verdaderas vidas humanas en la medida en
que nos esforzamos en cumplir los mandamientos de Dios; nada más que eso.

2. Las promesas de Dios son verdad

"Fiel es el que prometió" (Heb. 10:23). La Biblia proclama la fidelidad de Dios en


términos superlativos. "Tu fidelidad alcanza hasta las nubes" (Sal. 36: 5); "de
generación en generación es tu fidelidad" (Lam. 3:23). ¿Cómo se manifiesta la fidelidad
de Dios? Mediante el fiel cumplimiento de sus promesas. El es un Dios que cumple sus
pactos; jamás les falla a los que confían en su palabra. Abraham comprobó la fidelidad
de Dios cuando esperó a lo largo de un cuarto de siglo, en su ancianidad, a que se
produjese el nacimiento del heredero prometido; y millones de personas lo han compro-
bado posteriormente.

En los días en que la Biblia era aceptada universalmente en las iglesias como "la Palabra
escrita de Dios", se entendía claramente que las promesas de Dios contenidas en la
Escritura constituían la base adecuada, dada por Dios, para la vida de fe, y que la
manera de fortalecer la fe estaba en depositarla en promesas particulares que nos decían
algo. El puritano de nuestros días, Samuel Clark, en la introducción a sus Scripture
Promises; or, the Christian 's Inheritance, A colection the Promises of Scripture under
their proper Heads (Promesas de las Escrituras; o, la herencia del cristiano, colección de
las promesas de las Escrituras bajo los encabezamientos correspondientes), escribió así:

Una atención firme y constante a las promesas, y una firme creencia en ellas, resolvería
el afán y la ansiedad acerca de los problemas de esta vida. Haría que la mente estuviese

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tranquila y serena ante cualquier cambio, y mantendría en alto el espíritu, desfalleciente
bajo las presiones diversas de la vida... Los cristianos se privan de los más sólidos
consuelos a causa de su incredulidad y olvido de las promesas de Dios. Porque no hay
necesidad tan grande para la que no haya alguna promesa adecuada, y sobradamente
suficiente para nuestro alivio.

Un conocimiento pleno de las promesas sería de la mayor ventaja en la oración. ¡Con


qué consuelo puede el cristiano dirigirse a Dios en Cristo cuando considera las repetidas
aseveraciones de que sus oraciones han de ser oídas! ¡Con cuánta satisfacción ha de
ofrecer ante el altar los diversos anhelos de su corazón cuando reflexiona sobre los
versículos que contienen las promesas de su misericordia! ¡Con qué fervor de espíritu y
fortaleza de fe ha de presentar sus súplicas, haciendo valer las diversas promesas de la
gracia que se relacionan expresamente con su caso!

Estas cosas se entendían en otros tiempos; pero la teología liberal, con su negativa a
identificar las Escrituras con la Palabra de Dios, nos ha privado en buena medida del
hábito de meditar en las promesas, y de fundar nuestras oraciones en ellas, y de
aventuramos a encarar con fe la vida de todos los días sólo en la medida en que nos lo
permiten las promesas. Hoy la gente hace un gesto de desprecio ante las cajitas de
promesas que solían usar nuestros abuelos, pero esta actitud no tiene nada de sabia;
puede que se haya abusado de las cajitas de promesas, pero la actitud hacia la Escritura
y hacia la oración que evidenciaban era correcta. Es algo que nosotros hemos perdido y
tenemos que recuperar.

IV

¿Qué es un cristiano? Se lo puede describir desde muchos ángulos, pero por lo que
hemos dicho resulta claro que podemos abarcarlo todo diciendo que es una persona que
acepta la Palabra de Dios y vive amparado en ella. Se somete sin reserva a la Palabra de
Dios que está escrita "en el libro de la verdad" (Dan. 10: 21), cree su enseñanza, confía
en sus promesas, sigue sus mandamientos. Sus ojos se dirigen al Dios de la Biblia como
su Padre, y hacia el Cristo de la Biblia como su Salvador. Dirá, si se le pregunta, que la
Palabra de Dios no solamente lo ha convencido de pecado sino que le ha asegurado el
perdón. Su conciencia, como la de Lutero, está cautiva a la Palabra de Dios, y aspira,
como el salmista, a que su vida toda esté en línea con ella. “¡Ojala fuesen ordenados
mis caminos para guardar tus estatutos!" "No me dejes desviar de tus mandamientos."
"Enséñame tus estatutos. Hazme entender el camino de tus mandamientos." "Inclina mi
corazón a tus testimonios." "Sea mi corazón íntegro en tus estatutos" (Sal. 119:5,
10,26s, 36,80). Las promesas están delante de él cuando ora, y los preceptos están
también delante de él cuando se mueve entre los hombres. Sabe que además de la
palabra de Dios que le habla directamente por las Escrituras, la palabra de Dios ha
salido también a crear, y a controlar y ordenar las cosas que lo rodean; pero como las
Escrituras le dicen que Dios dispone todas las cosas para su bien, el pensamiento de que
Dios ordenando todas sus circunstancias no le trae más que gozo. Es un hombre
independiente, porque usa la palabra de Dios como piedra de toque para probar los
diversos puntos de vista que se le ofrecen, y no acepta nada que no esté seguro de que
reciba la sanción de la Escritura.

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¿Por qué es que esta descripción nos cuadra a tan pocos de los que profesamos ser
cristianos en estos días? Al lector le resultará provechoso consultar a su propia
conciencia, y que ella misma le responda.

CAPITULO 12: EL AMOR DE DIOS

La declaración que San Juan repite dos veces, "Dios es amor" (1 Juan 4:8,16), es una
de las expresiones más formidables de la Biblia - y también una de las que más se han
interpretado mal. Alrededor de ella se han tejido ideas falsas como una cerca de espinas,
ocultando de la vista su verdadero significado, y no resulta nada fácil atravesar esta
maraña de maleza mental. Mas el esfuerzo mental que ello requiere resulta más que
compensado cuando el verdadero sentido de dichos versículo s se hace claro al alma del
creyente. Los que escalan una montaña no se quejan del esfuerzo una vez que
contemplan el panorama que se ve desde la cima.

Felices, por cierto, los que pueden decir, como dice Juan en las palabras que preceden
al segundo "Dios es amor", "nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene
para con nosotros" (v. 16). Conocer el amor de Dios equivale realmente a tener el cielo
en la tierra. El Nuevo Testamento expone este conocimiento no como un privilegio para
unos pocos favorecidos sino como parte normal de la experiencia cristiana corriente,
algo de lo cual únicamente el que no disfruta de buena salud espiritual o el que ostenta
una mala formación espiritual ha de carecer. Cuando Pablo dice, "el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado" (Rom.
5:5), no quiere decir el amor hacia Dios, como pensaba Agustín, sino el conocimiento
del amor de Dios hacia nosotros. Y aun cuando no conocía a los cristianos de Roma a
quienes escribía, daba por sentado que lo que les decía había de ser tan real en ellos
como lo era en él.

Tres puntos en las palabras de Pablo merecen comentario. Primero, notemos el verbo
"derramado". Significa literalmente eso. Es el vocablo que se emplea al hablar del
"derramamiento" del Espíritu Santo en Hechos 2: 17,18,33; 10:45; Tit. 3:6. Sugiere un
fluir libre y una gran cantidad, es decir, una inundación. De allí la traducción que
adopta la New English Bible: "El amor de Dios ha inundado lo más profundo de nuestro
corazón." Pablo no se refiere a impresiones inciertas y caprichosas, sino a impresiones
profundas y sobrecogedoras.

Luego, en segundo lugar, notemos el tiempo del verbo. Es el tiempo perfecto, lo cual
indica un estado permanente resultante de una acción completada. La idea es la de que
el conocimiento del amor de Dios, habiendo inundado nuestro corazón, ahora lo
mantiene colmado, del mismo modo en que un valle que ha sido inundado permanece
lleno de agua. Pablo da por supuesto que todos sus lectores, como él mismo, viven
disfrutando de un sentido fuerte y perdurable del amor de Dios en ellos.

Tercero, notemos que se considera que parte del ministerio regular del Espíritu para con
los que reciben a Cristo consiste en impartirles dicho conocimiento, esto es, a todos los
que nacen de nuevo, todos los verdaderos creyentes. Sería de desear que este aspecto

72
del ministerio del Espíritu fuese apreciado más altamente de lo que pareciera serio en
nuestros días. Con una perversidad que resulta tan patética como lo es empobrecedora,
nos hemos vuelto obsesivos hoy en día con los ministerios esporádicos y no universales
del Espíritu, en detrimento de sus ministerios corrientes y generales. Por ejemplo,
mostramos mucho más interés en los dones de curación y de lenguas -dones que, como
lo indicó Pablo, no son ciertamente para todos los cristianos (I Cor. 12:28-30)- que en
la obra corriente del Espíritu de impartir paz, gozo, esperanza, y amor mediante el
derramamiento en nuestro corazón del conocimiento del amor de Dios. Y, sin embargo,
este último aspecto es mucho más importante que el otro. A los corintios, que habían
dado por sentado que cuanto más hablaran en lenguas tanto mejor, y tanta más piedad
demostrarían también, Pablo tuvo que recalcarles insistentemente que sin amor -
santificación, semejanza a Cristo- las lenguas no valían absolutamente nada (I Cor. 13:
1ss).

Seguramente que encontraría razón suficiente para emitir una amonestación similar en la
actualidad. Resultaría trágico que el anhelo de avivamiento que se evidencia en la
actualidad en muchas partes se desvirtuase metiéndose en el callejón sin salida de un
nuevo brote de corintianismo. Lo mejor que les podía desear Pablo a los efesios en
relación con el Espíritu era el que pudiese continuar con ellos el ministerio descrito en
Romanos 5:5 con creciente poder, llevándolos a un conocimiento más y más profundo
del amor de Dios en Cristo. La versión de Efesios 3: 14ss que ofrece la versión del
Nuevo Testamento realizada por Felipe de Fuenterrabía dice así: "Doblo mis rodillas
ante el Padre... El os conceda... ser vigorizados por la acción de su espíritu para
robustecimiento de vuestro hombre interior... Así ... podréis en unión con todos los
fieles comprender cuál es la anchura y largura, la altura y profundidad, y conocer la
caridad en Cristo que excede todo conocimiento ... " El avivamiento consiste en que
Dios restaure en el seno de una iglesia moribunda, de un modo fuera de lo común, las
normas de vida y experiencia cristianas que para el Nuevo Testamento son enteramente
comunes; y la actitud adecuada del que desea el avivamiento se ha de expresar, no en la
apetencia del don de lenguas (en última instancia no tiene ninguna importancia si
hablamos en lenguas o no) sino más bien en un ferviente anhelo de que el Espíritu
derrame el amor de Dios en nuestro corazón con más poder. Porque es con esto con lo
que comienza el avivamiento personal, y es por medio de esto que el avivamiento en la
iglesia, una vez iniciado, se mantiene.

Nuestro objetivo en este capítulo es el de mostrar la naturaleza del amor divino que el
Espíritu derrama. Con este fin concentramos la atención en esa gran aseveración de Juan
de que Dios es amor: que, en otras palabras, el amor que Dios muestra para con el
hombre, y que los cristianos conocen y en el que se regocijan, es una revelación de su
propio ser interior. Nuestro tema nos introducirá en el misterio de la naturaleza de Dios
en la medida en que puede profundizarlo el hombre, y mucho más de lo que hemos
logrado hacerla en los estudios anteriores. Cuando consideramos la sabiduría de Dios
vimos algo de su pensamiento; pero ahora, al contemplar su amor, hemos de
introducimos en su corazón. Estaremos pisando tierra santa; necesitamos la gracia de la
reverencia, a fin de que podamos pisada sin pecar.

II

73
Dos comentarios generales sobre la declaración de Juan aclararán el camino que
tenemos por delante.

1. La expresión "Dios es amor" no encierra la verdad total acerca de Dios en lo que


respecta a la Biblia.

No se trata de una definición abstracta y aislada sino de un resumen, desde el punto de


vista del creyente, de lo que toda la revelación que aparece en la Escritura nos dice
acerca de su Autor. Esta afirmación presupone todo el resto del testimonio bíblico
acerca de Dios. El Dios del que habla Juan es el Dios que hizo el mundo, el que lo
juzgó con el diluvio, el que llamó a Abraham y lo hizo nación, el que castigó al pueblo
del Antiguo Testamento mediante su conquista, cautiverio, y exilio, el que envió a su
Hijo a salvar al mundo, el que desechó al Israel incrédulo, el que poco antes de que
Juan escribiese destruyó a Jerusalén, y el que algún día habrá de juzgar al mundo con
justicia. Es este Dios, dice Juan, el que es amor. Es perverso citar la declaración de
Juan, como lo hacen algunos, como si con ella pusiera en tela de juicio el testimonio
bíblico de la severidad de la justicia de Dios. No es posible argumentar que un Dios que
es amor no puede ser al mismo tiempo un Dios que condena y castiga la desobediencia;
porque es precisamente del Dios que hace estas cosas que habla Juan.

Si hemos de evitar el entender mal la declaración de Juan, debemos tomarla juntamente


con otras dos declaraciones importantes y de forma gramatical exactamente igual que
encontramos en otras partes de sus escritos, y ambas, resulta interesante notarlo,
tomadas directamente de Cristo. La primera procede del evangelio de Juan. Se trata de
las propias palabras de nuestro Señor dirigidas a la mujer samaritana, de que "Dios es
espíritu" (Juan 4:24, VM, BJ, etc.; la versión "Dios es un espíritu, es incorrecta). [La
RVR tiene "Espíritu" con mayúscula - N. del Trad.] La segunda se encuentra en el
comienzo de la epístola donde aparece la de "Dios es amor". Juan la ofrece como una
síntesis del "mensaje que hemos oído de él [Jesús], y os anunciamos", y es este, que
"Dios es luz" (I Juan 1: 5). La afirmación de que Dios es amor tiene que ser
interpretada a la luz de lo que estas otras dos afirmaciones nos enseñan, y nos
convendrá analizarlas brevemente a continuación.

"Dios es espíritu." Cuando nuestro Señor dijo esto estaba tratando de desengañar a la
mujer samaritana en cuanto a la idea de que sólo puede haber un lugar verdadero para
adorar, como si Dios estuviera de 'algún modo reducido a algún lugar en particular.
"Espíritu" contrasta con "carne"; la cuestión que Cristo señala es la de que mientras que
el hombre, por ser "carne", sólo puede estar presente en un solo lugar a la vez, Dios,
por ser "espíritu", no está limitado de la misma manera. Dios es inmaterial, incorpóreo,
y por lo tanto no es lá localizado. Así (prosigue Cristo), la condición verdadera para la
adoración aceptable no es la de que se tenga los pies ya sea en Jerusalén o en Samaria,
ni en ningún otro lado, para el caso, sino que el corazón sea receptivo y que responda a
su revelación. "Dios es espíritu; y los que le adoran, es menester que le adoren en
espíritu y en verdad" (VM).

El primero de los Treinta y nueve Artículos, de la Iglesia Anglicana, aclara aun más el
sentido de la "espiritualidad" (como le llama el libro) de Dios mediante la aseveración
algo extraña de que él es "sin cuerpo, ni partes, ni pasiones". Mediante estas negaciones
se está expresando algo sumamente positivo. Dios no tiene cuerpo, por lo tanto, como

74
acabamos de decir, está libre de todas las limitaciones de espacio, y distancia, y es
omnipresente. Dios no tiene partes, esto significa que su personalidad, poderes, y
cualidades están perfectamente integrados, de tal modo que nada hay en él que pueda
sufrir alteraciones. Con él "no cabe variación, ni sombra que resulte de cambio alguno"
(San. 1: 17, VHA). Por ello está enteramente libre de todas las limitaciones de tiempo y
de procesos naturales, y se mantiene eternamente el mismo. Dios no tiene pasiones, esto
no significa que no sienta (que sea impasible), o que no haya en él nada que
corresponda a nuestras emociones y afectos, sino que, en tanto que las pasiones
humanas -especialmente las dolorosas, el temor, la pena, la compunción, la
desesperación- son, en cierto sentido, pasivas e involuntarias, que responden a
circunstancias fuera de nuestro control, las actitudes correspondientes en Dios tienen el
carácter de elecciones deliberadas y voluntarias, y por lo tanto 110 son en absoluto del
mismo orden que las pasiones humanas.

De manera que el amor del Dios que es espíritu no es algo caprichoso y fluctuante,
como lo es el amor del hombre, ni es tampoco un mero anhelar impotente por cosas que
pueden no ser nunca; es, más bien, una determinación espontánea del ser total de Dios
manifestada en una actitud de benevolencia y favor, una actitud libremente elegida, y
firmemente establecida. No hay inconsecuencias ni vicisitudes en el amor del
todopoderoso Dios que es espíritu. Su amor "fuerte es como la muerte... Nada puede
separarla de aquellos a quienes una vez ha abrazado" (Rom. 8:35-9).

Mas, se nos afirma, el Dios que es espíritu es también "luz". Juan hizo esta declaración
contra ciertos cristianos profesantes que habían perdido contacto con las realidades
morales y que afirmaban que nada de lo que pudieran hacer ellos constituía pecado. La
fuerza de las palabras de Juan surge de la frase siguiente: "Y no hay ningunas tinieblas
en él." "Luz" significa santidad y pureza, medidas con la ley de Dios; "tinieblas"
significa perversidad moral e iniquidad, medidas con la misma ley (cf. 1 Juan 2: 7 -11:
3: 10). Lo que Juan quiere decir es que solamente los que "andan en luz", procurando
ser como Dios en santidad y justicia de vida, y evitando todo lo que no sea consecuente
con ello, disfrutando de comunión con el Padre y el Hijo; los que "andan en tinieblas",
sea lo que fuere lo que afirman en cuanto a sí mismos, son extraños a dicha relación (v.
6s).

De manera que el Dios que es amor es; primero y principalmente, luz, y las ideas
sentimentales de que su amor sea blandura indulgente y benevolente, divorciado de toda
norma y consideración morales, debe quedar excluida de entrada. El amor de Dios es un
amor santo. El Dios a quien Jesús dio a conocer no es un Dios que sea indiferente a las
distinciones morales, sino un Dios que ama la justicia y odia la iniquidad, un Dios cuyo
ideal para sus hijos es el de que sean "perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto" (Mal. 5:48). Dios no recibe a ninguna persona, por ortodoxa que sea
en su manera de pensar, que no siga el camino de la santidad en su vida, y a aquellos a
los cuales acepta los somete a una drástica disciplina con el fin de que alcancen lo que
buscan. "El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo... para lo
que nos es provechoso, para que participemos en su santidad... Da fruto [la disciplina]
apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados" (Heb. 12:6-11). El amor de
Dios es severo, porque es expresión de santidad en el que ama y procura la santidad de
aquel a quien ama. La Escritura no nos permite suponer que porque Dios es amor
podemos pedirle que conceda felicidad a quienes no buscan la santidad, o que proteja

75
del peligro a los que ama cuando sabe que no necesitan afligirse más por su
santificación.

2. La expresión "Dios es amor" es toda la verdad acerca de Dios por lo que


concierne al cristiano.

Decir que "Dios es luz" equivale a decir que la santidad de Dios encuentra expresión en
todo lo que dice y hace. Semejantemente, la afirmación de que "Dios es amor" significa
que su amor encuentra expresión en todo cuanto hace y dice. El conocimiento de que
esto es así para él personalmente es el consuelo supremo del cristiano. Como creyente,
encuentra en la cruz de Cristo seguridad de que él, como individuo, es amado por Dios;
"el Hijo de Dios... me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal. 2:20). Sabiendo esto,
puede el creo yente aplicar a sí mismo la promesa de que todas las cosas obran para el
bien de los que aman a Dios y que son llamados según su propósito (Rom. 8:28). ¡No
se trata de algunas cosas, nótese, sino de todas las cosas! Cada una de las cosas que, sin
excepción alguna, le ocurren, expresa el amor de Dios hacia él. Por lo tanto, por lo que
a él concierne, Dios es amor para él amor santo y omnipotente- en todo momento y en
todo acontecimiento de su vida diaria. Incluso cuando no puede ver el cómo ni el
porqué del proceder de Dios, sabe que el amor está en ello, de modo que puede
regocijarse siempre, incluso cuando, hablando humanamente, las cosas andan mal. Sabe
que la verdadera historia de su vida, cuando se conozca, será una vida, como lo dice el
himno, de "misericordia de comienzo a fin -y esto lo satisface plenamente.

III

Pero hasta ahora todo lo que hemos hecho es circunscribir el amor de Dios, mostrando
en términos generales cómo y cuándo funciona, y esto no basta. ¿Qué es,
esencialmente?, nos preguntamos. ¿Cómo hemos de definirlo y analizarlo? Para
responder a esta pregunta la Biblia desarrolla un concepto de Dios que podemos
formular de la siguiente manera:

El amor de Dios es un ejercicio de su bondad para con los pecadores individuales, por
el cual, habiéndose identificado con el bienestar de los mismos, ha dado a su Hijo para
que fuese su Salvador, y ahora los induce a conocerlo y a gozarse en él en una relación
basada en un pacto.

Expliquemos las partes constituyentes de esta definición.

1. El amor de Dios es un ejercicio de su bondad

Por la bondad de Dios la Biblia entiende su generosidad cósmica. La bondad en Dios,


escribe Berkhof, es "esa perfección en Dios 'que lo lleva a tratar generosamente y
amablemente a todas sus criaturas. Es el afecto que el Creador siente hacia sus criaturas
conscientes como tales" (Systematic Theology, p. 70 Grand Rapids, Michigan, EE.UU.;
T.E.L.L., 1969; citando Salmo 145:9, 15,16; cf. Lucas 6:26; Hechos 14:17). De esta
bondad el amor de Dios es la manifestación suprema y más gloriosa. "Generalmente, el
amor -escribió James Orr- es ese principio que lleva a un ser moral a desear a otro y a
deleitarse en él, y alcanza su forma más elevada en esa comunión personal en la que

76
cada una de las partes vive en la vida del otro y encuentra su gozo en impartirse al otro,
y en recibir de vuelta el afecto de ese otro" (Hastings, Dictionary of the Bible
/Diccionario de la Biblia, III, 153). Tal es el amor de Dios.

2. El amor de Dios es un ejercicio de su bondad para con los pecadores.

Como tal, tiene el carácter de la gracia y la misericordia. Es una manifestación de la


generosidad de Dios que no sólo no es merecida sino que es contraria a los
merecimientos; porque los que son objeto del amor de Dios son seres racionales que han
quebrantado la ley de Dios, cuya naturaleza está corrompida a los ojos de Dios, y que
merecen solamente la condenación y la exclusión definitiva de su presencia. Es
tremendo el qué Dios ame a los pecadores; pero es cierto. Dios ama a seres que se han
hecho inmerecedores del amor y que (podríamos pensar) no pueden ser amados. No
había, en quienes constituyen el objeto de su amor, nada que lo provocara; nada hay en
el hombre que pudiera granjear o provocar dicho amor. Entre los hombres el amor lo
despierta algo en el ser amado; pero el amor de Dios es libre, espontáneo, inmotivado,
encausado. Dios ama a los hombres porque ha elegido amados –como lo expresó
Charles Wesley: "Nos ha amado, nos ha amado, porque quiso amar" (con
reminiscencias de Deuteronomio 7:8)- y para su amor no se pueden dar razones, salvo
su soberana buena voluntad. El mundo griego y el mundo romano de la época
neotestamentaria ni siquiera habían soñado con tal amor; a menudo se consideraba que
sus dioses codiciaban mujeres, pero no que amasen a los pecadores; y los escritores del
Nuevo Testamento tuvieron que introducir lo que virtualmente constituía un nuevo
vocablo griego, ágape, para expresar el amor de Dios como ellos lo conocían.

3. El amor de Dios es un ejercicio de su bondad para con pecadores individuales.

No se trata de buena voluntad difusa y vaga, manifestada para con todos en general y
para con nadie en particular; más bien, por ser función de la omnisciente omnipotencia,
su carácter lo lleva a particularizar tanto el objeto como los efectos. Los propósitos de
amor de Dios, que tuvieron su origen antes de la creación (cf. Efe. 1:4), involucraban,
primero, la elección y selección de aquellos a quienes había de bendecir y, segundo, la
designación de los beneficios que se les otorgarían y los medios por los cuales dichos
beneficios habrían de ser procurado s y disfrutados. Todo esto quedó establecido desde
el principio. De modo que Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica: "Debemos dar
siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios
os haya escogido [selección], mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la
verdad [el medio indicado]" (lI Tes. 2: 13). El ejercicio del amor de Dios para con
pecadores individuales en el tiempo es la ejecución del propósito de bendecir a esos
mismos pecadores individuales que ya había adoptado en la eternidad.

4. El amor de Dios para con los pecadores conlleva el que él se identifique con el
bienestar de ellos.

En toda expresión de amor está involucrada esta clase de identificación: es, más aun, la
prueba de si el amor es genuino o no. Si un padre sigue alegre y despreocupado
mientras su hijo se está metiendo en líos, o si un esposo permanece impasible cuando su
mujer está angustiada, nos preguntamos en el acto cuánto amor puede haber en su
relación, porque sabemos que los que realmente aman sólo están contentos cuando

77
aquellos a quienes aman están verdaderamente contentos también. Así es con Dios en su
amor para con el hombre.

En capítulos anteriores hemos demostrado que el fin último de Dios en todas las cosas
es su propia gloria que él sea manifestado, conocido, admirado, adorado. Esta
afirmación es verdad, pero es incompleta. Tiene que ser equilibrada por el
reconocimiento de que, al centrar su amor en los hombres, Dios ha ligado
voluntariamente su propia felicidad definitiva con la de ellos. No es por nada que la
Biblia habla habitualmente de Dios como el amante Padre y Esposo de su pueblo. Se
sigue de la misma naturaleza de estas relaciones que la felicidad de Dios no será
completa hasta que todos sus amados estén definitivamente libres de problemas y
peligros:

Hasta que toda la iglesia redimida de Dios sea salva para no pecar más.

Dios era feliz sin el hombre antes que el hombre fuese creado; y hubiera seguido siendo
feliz si se hubiese limitado simplemente a destruir al hombre después que pecó; pero, tal
como están las cosas, ha derramado su amor para con pecadores particulares, y esto
significa que, por su propia y libre elección, ya no ha de conocer la felicidad perfecta y
permanente mientras no haya llevado al cielo a cada uno de ellos. En efecto, Dios ha
resuelto que en adelante, y para toda la eternidad, su felicidad estará condicionada por
la nuestra. Así Dios salva, no sólo para su gloria, sino también para su felicidad. Esto
sirve en buena medida para explicar por qué es que hay gozo (el gozo de Dios mismo)
en la presencia de los ángeles cuando un pecador se arrepiente (Luc. 15:10), y por qué
habrá "gran alegría" cuando Dios nos presente sin culpa en el día final en su propia
presencia sacrosanta (Jud. 24). Este pensamiento sobrepasa el entendimiento y casi
agota la fe, pero no cabe duda de que, según la Escritura, tal es el amor de Dios.

5. El amor de Dios para con los pecadores se expresó mediante el don de su Hijo
para que fuese su Salvador.

La medida del amor depende de cuanto da, y la medida del amor de Dios es el don de
su Hijo único para hacerse hombre, y para morir por los pecados, y de este modo
hacerse el único mediador que puede llevamos a Dios. No es de sorprender que Pablo
hable del amor de Dios como "grande", y "que excede a todo conocimiento" (Efe. 2:4;
3: 19) ¿Hubo jamás munificencia tan costosa? Pablo arguye que este don supremo es él
mismo la garantía de todos los demás: "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?" (Rom. 8: 32).
Los escritores del Nuevo Testamento señalan constantemente a la Cruz de Cristo como
la prueba culminante de la realidad y el carácter ilimitado del amor de Dios. Así, Juan
pasa directamente de su primer "Dios es amor" a decir: "En esto se mostró el amor de
Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que
vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados"
(I Juan 4:9s). De igual modo, dice en su evangelio que "de tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree... tenga
vida eterna" (Juan 3: 16). Así, también, Pablo escribe: "Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5:8) y

78
encuentra la prueba de que el "Hijo de Dios... me amó" en el hecho de que "se entregó
a sí mismo por mi'" (Gal. 2:20).

6. El amor de Dios para con los pecadores alcanza su objetivo en cuanto los lleva a
conocerlo ya gozarse en él en una relación basada en un pacto

La relación conforme a un pacto es aquella en que dos partes están obligadas


permanentemente la una a la otra en mutuo servicio y dependencia (ejemplo: el
matrimonio). La promesa que responde a un pacto es aquella por la cual se establece
una relación pactada (ejemplo: los votos matrimoniales). La religión bíblica tiene la
forma de una relación pactada con Dios. La primera ocasión en que los términos de la
relación fueron especificados fue cuando Dios se mostró a Abraham como El Shaddai
(Dios Todopoderoso, Dios Todo suficiente), y formalmente le entregó la promesa del
pacto, "para ser tu Dios" (Gen. 17:lss,7). Todos los cristianos heredan esta promesa
mediante la fe en Cristo, como insiste Pablo en Gálatas 3:15ss (nótese el versículo 29).
¿Qué significa? Es en verdad una promesa múltiple: lo contiene todo. "Esta es la
primera y fundamental promesa", declaró Sibbes el puritano, "en realidad es la vida y el
alma de todas las promesas" (Works / Obras, VI, 8). Brooks, otro puritano, la describe
así: “... es como si Dios dijera, Tendrás un interés tan real en todos mis atributos para
tu bien, como lo son míos para mi propia gloria… Mi gracia, dice Dios, será tuya para
perdonarte, y mi poder será tuyo para dirigirte, y mi bondad será tuya para aliviarte, y
mi misericordia será tuya para proveerte, y mi gloria será tuya para coronarte. Esta es
una promesa amplia, que Dios sea nuestro Dios: lo incluye todo. Deus meus et omnia
(Diós es mío, y todo es mío), dijo Lutero" (Works / Obras, V, 308).

"Esto es amor verdadero para con cualquiera", dijo Tillotson, "que hagamos lo mejor
que podamos para su bien." Esto es lo que hace Dios para los que ama -lo mejor que
puede hacer; ¡y la medida de 10 mejor que puede hacer Dios es la omnipotencia! Así, la
fe en Cristo nos introduce a una relación plena de incalculable bendición, tanto ahora
como por la eternidad.

IV

¿Es cierto que Dios es amor para conmigo como cristiano? ¿Y significa el amor de Dios
todo 10 que se ha dicho? Si es así, surgen ciertas interrogantes. ¿Por qué me quejo y
doy evidencias de descontento y resentimiento ante las circunstancias en que me ha
colocado Dios? ¿Por qué soy desconfiado, o me siento temeroso o deprimido? ¿Por qué
me permito enfriarme, volverme formal, hacer sin ganas el servicio para ese Dios que
me ama así?

¿Por qué permito que mis lealtades estén divididas, de tal modo que Dios no tiene todo
mi corazón? Juan escribió que "si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros
amamos unos a otros" (I Juan 4: 11). ¿Podría un observador aprender de la calidad y el
grado de amor que le muestro yo a otros -mi mujer, mi esposo, mi familia, mis vecinos,
la gente de la iglesia, la gente en el trabajo- algo acerca de la grandeza del amor de
Dios para conmigo? Meditemos sobre estas cosas. Examinémonos a nosotros mismos.

79
CAPITULO 13: LA GRACIA DE DIOS

Es un lugar común en todas las iglesias el caracterizar al cristianismo como la religión


de la gracia. Constituye un axioma de la erudición cristiana el que la gracia, lejos de ser
una fuerza impersonal, una especie de electricidad celestial que se recibe como la carga
de una batería conectando una línea a los sacramentos, sea una actividad personal por la
que Dios obra en amor para con el hombre. Se señala repetidamente, tanto en libros
como en sermones, que la palabra para gracia (charis) en el Nuevo Testamento griego,
como la que denota amor (ágape), tiene un uso específicamente cristiano, y que expresa
la noción de una espontánea bondad auto determinada y que anteriormente era
totalmente desconocida en la ética y la teología greco-romana. En la escuela dominical
la dieta incluye comúnmente la gracia en forma de "las riquezas de Dios a expensas de
Cristo". Y sin embargo, a pesar de estos factores, no parece que hubiera muchos en
nuestras iglesias que realmente crean en la gracia.

Desde luego que siempre están los que encuentran que la doctrina de la gracia es tan
sobrecogedoramente maravillosa que nunca se han podido acostumbrar a la idea. La
gracia se ha vuelto el tema constante de su conversación y sus oraciones. Han escrito
himnos sobre el tema, algunos de los himnos más hermosos de la lengua inglesa -y se
requiere tener gran sensibilidad para escribir un buen himno. Han luchado por ella,
aceptando el ridículo y la pérdida de privilegios, en caso necesario, como precio de su
posición; así como Pablo combatió a los judaizantes, también Agustín combatió a los
pelagianos, los reformistas combatieron el escolasticismo, y los descendientes
espirituales de Pablo y Agustín, y los reformadores vienen combatiendo desde entonces
las doctrinas romanistas y pelagianas. Con Pablo, su testimonio es "Por la gracia de
Dios soy lo que soy" (I Coro 15:10), y su norma de vida es "No desecho la gracia de
Dios" (Gal. 2:21). Pero mucha gente de iglesia no es así. Puede que crean en la idea de
la gracia de labios afuera, pero de allí no pasan. El concepto que tienen de la gracia no
es tanto un concepto bajo sino inexistente. El concepto no significa nada para ellos; no
entra en el campo de su experiencia para nada. Si se les habla de cuestiones como la
calefacción de la iglesia, o el balance del año pasado, demuestran entusiasmo en el acto;
pero si se les habla acerca de las realidades que denota la palabra "gracia", su actitud es
la de una deferente laguna mental. No acusan al interlocutor de estar hablando tonteras;
no cuestionan el hecho de que lo que dice pueda tener sentido; pero les parece que, sea
lo que fuere lo que se les está diciendo, está fuera del alcance de ellos; y, cuanto más
tiempo hayan vivido sin ella, tanto más seguros están de que en su etapa de la vida ya
no la necesitan realmente.

¿Qué es lo que impide a tantas personas que profesan creer en la gracia creer realmente?
¿Por qué es que el tema significa tan poco, incluso para algunos de los que hablan
mucho sobre el mismo? La raíz del problema parece estar en un descreimiento arraigado
no sólo en la mente sino en el corazón, en el nivel más profundo de las cosas que jamás
cuestionamos, porque las damos por sentado. La gracia presupone cuatro verdades
cruciales en esta esfera, y si no se las acepta ni se las siente en el corazón, una decidida
fe en la gracia de Dios se hace imposible. Desgraciadamente el espíritu de nuestra época

80
está directamente opuesto a ellas, y no podría estarlo más. No es de sorprender, por lo
tanto, que la fe en la gracia sea algo raro en el día de hoy. Las cuatro verdades son
estas:

1. La falta de merecimiento del hombre moralmente

El hombre moderno, consciente de sus tremendos éxitos científicos en los últimos años,
naturalmente tiende a tener alto concepto de sí mismo. Considera las riquezas materiales
como más importantes, en cualquier caso, que el carácter moral; y en la esfera moral se
trata a sí mismo en forma decididamente amable, estimando que las pequeñas virtudes
compensan los grandes vicios, y rehusando tomar en serio la idea de que, moralmente
hablando, haya algo de malo en su comportamiento. Tiende a descartar la mala
conciencia, tanto en sí mismo como en otros, como si fuese una rareza psicológica
malsana, señal de enfermedad o' de aberración mental, más que índice de realidad
moral. Por que el hombre moderno está convencido de que, a pesar de todos sus
pecadillos, la bebida, los juegos de azar, el conducir en forma irresponsable, la
holgazanería, las mentiras piadosas y las otras, la deshonestidad en el comercio, las
lecturas pornográficas, y todo lo demás, en el fondo es un tipo excelente. Luego, al
igual que los paganos (y el corazón del hombre moderno es pagano, de eso no tengamos
dudas), imagina a Dios como si fuera una imagen magnificada de él mismo, y supone
que Dios comparte su propia complacencia consigo mismo. La idea de que él puede ser
una criatura que ha perdido la imagen de Dios, un rebelde contra la ley de Dios,
culpable y sucio a la vista de Dios, digno de la condenación de Dios, jamás se le
ocurre.

2. La justicia retributiva de Dios

El método del hombre moderno es el de hacer la vista gorda a la maldad, hasta donde le
conviene. La tolera en otros, porque piensa que allí, de no haber sido por el accidente
de va las circunstancias, va él. Los padres titubean cuando tienen que corregir a los
hijos, y los maestros cuando tienen que castigar a los alumnos, y el público aguanta el
vandalismo y el comportamiento antisocial de todo tipo casi sin chistar. La máxima
aceptada parece ser la de que mientras se pueda olvidar el mal, así debe hacerse; sólo se
debe castigar como último recurso, y aun en ese caso sólo en la medida necesaria para
impedir que el mal tenga consecuencias sociales demasiado graves. La buena voluntad
para tolerar y dar rienda suelta al mal en la medida de lo posible se considera una
virtud, mientras que se censura por algunos como algo moralmente dudoso el intento de
vivir en forma consecuente con principios fijos del bien y del mal. Siguiendo esta
orientación pagana damos por descontado que Dios siente y piensa como nosotros. La
idea de que la retribución pudiera ser la ley moral del mundo de Dios, y expresión de su
santo carácter parece al hombre moderno enteramente imaginaria: los que la sostienen se
ven acusados de proyectar sobre Dios sus propios impulsos patológicos de ira y
venganza. Sin embargo, la Biblia insiste constantemente en que este mundo creado por
Dios en su bondad es un mundo moral, en el que la retribución es un hecho tan básico
como lo es la respiración. Dios es el Juez de toda la tierra, y él ha de obrar rectamente,
vindicando al inocente, si lo hubiere, pero castigando "en ellos su pecado" a los que
quebrantan la ley (cf. Gen. 18: 25). Dios no es fiel a sí mismo a menos que castigue el
pecado. Y a menos que uno sepa y sienta la verdad de este hecho, que los que hacen el

81
mal no tienen ninguna esperanza, en el orden natural de las cosas, de recibir de Dios
sino el juicio retributivo, uno no puede jamás compartir la fe bíblica en la gracia divina.

3. La impotencia espiritual del hombre

El libro de Dale Carnegie titulado How to Win Friends and Influence People (Cómo
ganar amigos e influir sobre los demás, hay ediciones en castellano), es casi como una
Biblia moderna; y toda una técnica de relaciones públicas se ha creado en los últimos
años siguiendo el principio de colocar a la otra persona en una posición en la que no
puede decentemente decir "no". Esto ha confirmado al hombre moderno en la esperanza
que han alentado las religiones paganas desde que tales cosas existen, a saber, la
creencia de que podemos reparar nosotros mismos nuestra relación con Dios, mediante
la técnica de colocar a Dios en una posición donde ya no pueda decir no. Los paganos
de la antigüedad pensaban que podrían lograr esto multiplicando dones y sacrificios; los
paganos modernos procuran hacerla mediante la moralidad y la actividad eclesiástica.
Reconocen que no son perfectos, pero, aun así, no les cabe la menor duda de que su
honorabilidad, de aquí en adelante, es garantía de que van a ser finalmente aceptados
por Dios, cual quiera haya sido su vida pasada. Pero la posición de la Biblia es la que
expresa Toplady:

No son las obras de mis manos las que pueden cumplir las demandas de tu ley. Aunque
mi cielo no conociera el descanso, aunque mis lágrimas corrieran interminablemente,
nada de esto podría expiar mi pecado -lo cual conduce a la admisión de la propia
impotencia y a la conclusión de que: Tú tienes que salvar, y sólo tú.

"Por las obras de la ley [es decir, la moralidad y la actividad eclesiástica] ningún, ser
humano será justificado delante de él", declara Pablo (Rom. 3: 20). El reparar nuestra
propia relación con Dios, reconquistando su favor luego de haberlo perdido, está más
allá de lo que puede hacer ninguno de nosotros. Y es preciso ver esto y aceptado
humildemente antes de poder compartir la fe bíblica en la gracia divina.

4. La libertad soberana de Dios

El paganismo de la antigüedad consideraba que cada uno de sus dioses estaba ligado a
los que lo adoraban con lazos egoístas, porque dependía de sus servicios y dones para su
propio bienestar. El paganismo moderno tiene en el fondo un sentimiento similar de que
Dios está de algún modo obligado a amamos y ayudamos, por poco que lo merezcamos
nosotros. Este es el pensamiento del que se hizo eco el librepensador francés que murió
diciendo:"Dios ha de perdonar -es su oficio (c'est son métier)". Pero es un sentimiento
que no está fundado adecuadamente. El Dios de la Biblia no depende de sus criaturas
humanas para su bienestar (véase Salmo 50:8-13; Hechos 17:25), ni tampoco, ya que
nosotros hemos pecado, está obligado a mostramos ningún favor. Todo lo que podemos
exigirle es justicia -y justicia, para nosotros, significa condenación segura. Dios no tiene
por qué evitar que la justicia siga su curso. No está obligado a tener lástima ni a
perdonar; si lo hace es un acto que hace, como se dice, "por su propia y libre voluntad",
y nadie lo obliga hacer lo que no quiere. "No depende de querer o de esforzarse, sino de
que Dios tenga compasión" (Rom. 9:16, VP). La gracia es libre, en el sentido de que se
origina en sí misma, y en el sentido de proceder de aquél que estaba en libertad de no

82
obrar con gracia. Sólo cuando se comprende que lo que decide el destino de cada
hombre es el que Dios haya resuelto o no salvado de sus pecados, y que se trata de una
decisión que Dios no está obligado a tomar en ningún caso, se puede comenzar a
comprender la perspectiva bíblica de la gracia.

II

La gracia de Dios es amor libremente manifestado hacia pecadores culpables, a pesar de


lo que merecían o, mejor dicho, a despecho de su falta de mérito. Es Dios manifestando
su bondad hacia personas que sólo merecen severidad, y que no tenían razón alguna
para esperar otra cosa que severidad. Hemos visto por qué es que el concepto de la
gracia significa tan poco para mucha gente de la iglesia -a saber, que no comparten las
creencias acerca de Dios y el hombre que la presuponen. Ahora tenemos que preguntar:
¿por qué es que este concepto significa tanto para otros? No es necesario andar mucho
para encontrar la respuesta; más aun, resulta evidente de lo que ya se ha dicho. De
seguro que queda claro que, una vez que el hombre se convence de que su estado y su
necesidad son tales como se han descrito, el evangelio neotestamentario de la gracia no
puede menos que infundida gran alegría y admiración. Porque nos cuenta la forma en
que nuestro Juez se ha transformado en nuestro Salvador.

La "gracia" y la "salvación" son conceptos que van juntos como causa y efecto. "Por
gracia sois salvos" (Efe. 2: 5, cf. v. 8). "La gracia de Dios se ha manifestado para
salvación" (Tito 2: 11). El evangelio declara que "de tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas
tenga vida eterna" (Juan 3: 16); que "Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5:8); que un manantial ha sido
abierto, según la profecía (Zac. 13: 1) para el pecado y la inmundicia, y que el Cristo
viviente ahora llama a todos los que escuchan el evangelio diciendo: "Venid a mí ... y
yo os haré descansar" (Mat. 11: 8).

Como lo expresó Isaac Watts, en su poesía más evangélica, si no la más exaltada,


estamos por naturaleza en un estado de total extravío, Pero hay una voz de gracia
principesca que resuena de la Santa Palabra de Dios; ¡ah! pobres pecadores cautivos,
venid, y confiad en el Señor. Mi alma obedece al soberano llamado, y corre hacia este
alivio; quiero creer tu promesa, Señor, oh, ayuda mi incredulidad. A la bendita fuente
de tu sangre, Dios encarnado, acudo, para lavar mi alma de manchas escarlata, y
pecados del tinte más profundo. Como gusano vil, débil e impotente, en tus manos me
entrego; tú eres el Señor, mi justicia, mi Salvador, y mi todo.

El hombre que pueda sinceramente repetir con: sus propios labios las palabras de Watts
no se ha de cansar fácilmente de cantar las alabanzas de la gracia.

El Nuevo Testamento declara la gracia de Dios en tres sentidos particulares, cada uno
de los cuales constituye un motivo constante de maravilla para el creyente cristiano.

1. La gracia como fuente del perdón del pecado

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El evangelio se centra en la justificación; es decir, en la remisión de pecados y en la
consecuente aceptación de nuestra persona. La justificación es la transición
verdaderamente dramática del estado del criminal condenado que espera una terrible
sentencia, al de un heredero que espera una herencia fabulosa. La justificación viene por
fe; se produce en el momento en que el hombre pone su confianza en forma
incondicional en el Señor Jesucristo como su Salvador. La justificación es gratuita para
todos, pero a Dios le resultó costosa, por cuanto su precio fue la muerte expiatoria del
Hijo de Dios. ¿Por qué fue que Dios "no escatimó ni a -su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros" (Rom. 8: 32)? A causa de su gracia. Su propia decisión,
tomada libremente; de salvar dio como resultado la expiación. Pablo deja esto bien en
claro. Somos justificados, dice, "gratuitamente [es decir, sin pago alguno] por su gracia
[es decir, como consecuencia de la misericordiosa decisión de Dios], mediante la
redención que es en Cristo Jesús: a quien Dios puso como propiciación [es decir, el que
desvía la ira divina expiando los pecados] por medio de [es decir, haciéndose efectiva
para los individuos] la fe en su sangre" (Rom. 3: 24s; cf. Tito 3: 7). Pablo también nos
dice que en Cristo "tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las
riquezas de su gracia" (He. 1: 7). La reacción del corazón cristiano que contempla todo
esto, que compara cómo eran las cosas con lo que son ahora, como consecuencia de la
presencia de la gracia en el mundo, recibió expresión sublime en el que fuera presidente
de la Universidad de Princeton, Samuel Davies:

¡Gran Dios de maravillas! Todos tus caminos despliegan los atributos divinos; pero
innumerables actos de gracia perdonadora brillan más allá de tus otras maravillas;
¿quién es Dios perdonador como tú? ¿O quién tiene gracia tan rica y gratuita? Envueltos
en el asombro, con tembloroso gozo, aceptamos el perdón de nuestro Dios; perdón para
los crímenes del más profundo tinte, perdón comprado con la sangre de Jesús: ¿quién es
Dios perdonador como tú? ¿O quién tiene gracia tan rica y gratuita? ¡Oh, que esta
extraña, esta incomparable gracia, este divino milagro de amor, llene este ancho mundo
con agradecida alabanza, como ya llena los coros celestiales! ¿Quién es Dios
perdonador como tú? ¿O quién tiene gracia tan rica y gratuita?

2. La gracia como el motivo del plan de salvación

El perdón es la médula del evangelio, pero no constituye toda la doctrina de la gracia.


Porque el Nuevo Testamento coloca el don del perdón divino en el contexto de un plan
de salvación que comenzó con la elección antes que el mundo fuera y se completará
sólo cuando la Iglesia sea perfeccionada en la gloria. Pablo se refiere brevemente a este
plan en varias partes (véase, por ejemplo, Rom. 8:29s; 11 Tes. 2: 12s), pero la versión
más completa del mismo se encuentra en un largo párrafo -porque, a pesar de las
subdivisiones, la continuidad del pensamiento hace que sea un sólo párrafo- que
comienza en Efesios 1: 3 y sigue hasta 2: 10. Como otras veces, Pablo comienza con un
breve resumen y luego dedica el resto del párrafo a analizarlo y explicarlo. El resumen
dice que "Dios... nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales [es
decir, el reino de las realidades espirituales] en Cristo" (v. 3). El análisis empieza con la
elección y predestinación eternas para ser hijos en Cristo (v. 4), prosigue con la
redención y remisión de pecados en Cristo (v. 7), y sigue luego con la esperanza de
glorificación en Cristo (v. 11s) y el don del Espíritu en Cristo para sellamos como
posesión de Dios para siempre (v. 13s). De allí, Pablo pasa a concentrar su atención en
el acto de poder mediante el cual Dios regenera en Cristo a los pecadores (1: 19; 2: 7),

84
despertando en ellos la fe como parte del proceso (cf. 2: 8). Pablo pinta todos estos
elementos como partes de un sólo y grande propósito de salvación (1:5,9,11) y nos dice
que la gracia (la misericordia, el amor, la bondad, 2:4,7) es su fuerza motivadora (véase
2:4-8); que "las riquezas de su gracia" aparecen en el transcurso de su administración
(1:7, 2:7); y que la alabanza de su gracia es su meta última (1: 6, cf. 12,14, 2: 7). De
manera que el creyente puede alegrarse en el conocimiento de que su conversión no fue
ningún accidente sino un acto de Dios que tuvo su lugar en un plan eterno para
bendecirlo con el don gratuito de la salvación del pecado (2:8-10); Dios promete, y se
propone cumplir su plan hasta el final, y, en razón de que se ejecuta el mismo con su
soberano poder (1: 19ss), nada puede desbaratarlo. Bien podía Isaac Watts exclamar, en
palabras que son tan magníficas como verdaderas:

Anunciemos su maravillosa fidelidad, y proclamemos su poder por doquier; cantemos la


dulce promesa de su gracia, ya nuestro actuante Dios. Grabada como en bronce eterno
brilla la poderosa promesa; no pueden los poderes de las tinieblas borrar esas líneas
imperecederas.
Su misma palabra de gracia es fuerte como aquella que hizo los cielos; la voz que hace
trasladarse a las estrellas anuncia todas las promesas. Las estrellas, por cierto, podrán
caer, pero las promesas de Dios permanecerán y se cumplirán. El plan de la salvación
se llevará a cabo en forma triunfante; y así se dejará ver que la gracia es soberana.

3. La gracia como garantía de la preservación de los santos

Si el plan de salvación se ha de cumplir ineludiblemente, el I futuro del cristiano está


asegurado. "Sois [y seréis] guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar
la salvación" (I Pedro 1: 5). No necesita atormentarse con el temor de que su fe fracase;
como la gracia lo encaminó hacia la fe en primer término, así también la gracia lo
ayudará a mantenerse en la fe hasta el final. La fe en su origen y en su continuidad es
un don de la gracia (cf. F n. 1: 29). De manera que el cristiano puede decir con
Dodridge:

La gracia primero inscribió mi nombre, en el eterno libro de Dios: fue la gracia la que
me llevó al Cordero, quien quitó todos mis pesares. La gracia enseñó a mi alma a orar,
y a conocer el amor perdonador; fue la gracia la que me guardó hasta este día, y que no
me dejará.

III

No necesitamos pedir disculpas por haber echado mano tan libremente a nuestro rico
acervo de "himnos de la gracia gratuita" (pobremente representados, lamentablemente,
en la mayoría de los himnarios corrientes del siglo veinte), porque ellos destacan lo que
queremos decir en forma más penetrante de lo que jamás se podría hacer con la prosa.
Tampoco necesitamos pedir disculpas por el que citaremos en seguida, al volver, a
modo de conclusión, a pensar un momento en la respuesta que el conocimiento de la
gracia de Dios debiera arrancar de nosotros. Se ha dicho que en el Nuevo Testamento la
doctrina es gracia, y la ética gratitud; algo anda mal con cualquier forma de cristianismo
en el que, experimental y prácticamente, no se verifique este dicho. Quienes suponen
que la doctrina de la gracia de Dios tiende a favorecer el relajamiento moral ("la

85
salvación final está asegurada de todos modos, hagamos lo que hagamos; por lo tanto
nuestra conducta no interesa") demuestran simplemente que, en el sentido más literal,
no saben lo que están diciendo. Porque el amor despierta amor a su vez; y el amor, una
vez que ha sido despertado, desea complacer; y la voluntad revelada de Dios es la de
que aquellos que han sido receptores de la gracia deben en adelante entregarse a las
"buenas obras" (Efe. 2: 10, Tito 2: 11s); y la gratitud ha de impulsar a todo hombre que
en verdad ha recibido la gracia a obrar como Dios desea, y a exclamar diariamente de
este modo:

¡Oh! ¡Qué gran deudor a la gracia diariamente estoy obligado a ser! ¡Que esa gracia
ahora como una cadena ligue mi descarriado corazón a ti! Inclinado a vagar, Señor, la
siento; ¡toma mi corazón, oh, tómalo y séllalo, séllalo desde tu trono celestial!

¿Estima el lector que conoce el amor y la gracia de Dios en su propia vida? Pues que lo
demuestre, entonces, orando de este modo.

CAPITULO 14: DIOS EL JUEZ

¿Creemos en el juicio divino? Por esto quiero decir, ¿creemos en un Dios que actúa
como nuestro Juez?

Parecería que muchos no creen. Si se les habla acerca de Dios como Padre, amigo,
ayudador, el que nos ama a pesar de toda nuestra debilidad y pecado, toda nuestra
necedad, se les ilumina el rostro; estamos en la misma onda de inmediato. Pero si se les
habla de Dios como Juez, fruncen el ceño y sacuden la cabeza. Se resisten a aceptar
semejante idea. La encuentran repelente e indigna.

Pero pocas cosas en la Biblia se recalcan más enfáticamente que la realidad de la obra
de Dios como Juez. La palabra "Juez" se aplica a Dios con frecuencia. Abraham,
intercediendo por So doma, esa ciudad parecida a Londres que Dios estaba a punto de
destruir, exclamó diciendo: "El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?"
(Gen. 18:25). Jefté, concluyendo su ultimátum a los invasores amonitas, les declaró:
"Yo nada he pecado contra ti, mas tú haces mal conmigo peleando contra mí Jehová,
que es el juez, juzgue hoy entre los hijos de Israel y los hijos de Amón" (Jue. 11:27);
"Dios es el juez", declaró el salmista (Sal. 75: 7); "Levántate, oh Dios, juzga a la tierra"
(Sal. 82:8). En el Nuevo Testamento el escritor de Hebreos habla de "Dios el Juez de
todos" (Heb. 12: 23).

Pero no es cuestión de palabras meramente; la realidad del juicio divino, como hecho,
aparece en página tras página del relato de la Biblia. Dios juzgó a Adán y Eva
expulsándolos del jardín de Edén y pronunciando maldiciones sobre su futura vida
terrenal (Gen. 3). Dios juzgó al mundo corrompido de la época de Noé enviando un
diluvio que destruyese a la humanidad (Gen. 6-8). Dios juzgó a Sodoma y Gomorra,
envolviéndolas en una catástrofe volcánica (Gen. 18-19). Dios juzgó a los capataces

86
egipcios de los israelitas, exactamente como había dicho que 10 haría (Gen. 15: 14),
desencadenando contra ellos los terrores de las diez plagas (Exo. 7-12). Dios juzgó a los
que adoraron al becerro de oro, valiéndose de los levitas como ejecutores (Exo. 32: 26-
35). Dios juzgó a Nadab y Abiú por ofrecer fuego extraño (Lev. 10: 1s), como más
tarde juzgó a Coré, Datán, y Abiram, las que fueron tragadas por un temblor de tierra.
Dios juzgó a Acán por un robo; él y los suyos fueron exterminados (Jos. 7). Dios juzgó
a Israel por su infidelidad después de haber entrado en Canaán, haciendo que fueran
subyugados por otras naciones (Jue. 2: 11ss; 3: 5ss; 4: 1 ss). Mucho antes de que
entraran en la tierra prometida, Dios amenazó a su pueblo con la deportación, como
castigo por su impiedad, y, eventualmente, luego de repetidas advertencias por parte de
los profetas, los juzgó dando cumplimiento a su amenaza: el reino del norte (Israel) fue
víctima de los asirios y el pueblo fue llevado cautivo; el reino del sur (Judá) sufrió la
cautividad babilónica (II Rey. 17; 22: 15ss; 23: 26s). En Babilonia, Dios juzgó tanto a
Nabucodonosor como a Belsasar por su impiedad. Al primero se le dio tiempo para que
enmendara su vida, al segundo no (Dan. 4: 5). Los relatos de juicio divino no se limitan
tampoco al Antiguo Testamento. En el relato neotestamentario reciben juicio los judíos
por rechazar a Cristo (Mat. 21 :43s; 1 Tes. 2: 14ss), Ananías y Safira por mentirle a
Dios (Hec. 5), Herodes por su orgullo (Hec. 12:21ss), Elimas por su oposición al
evangelio (Hec. 13: 8ss), los cristianos en Corinto, que fueron afligidos con enfermedad
(la que en algunos casos resultó fatal), en razón de su grosera irreverencia en relación,
particularmente, con la Cena del Señor (I Coro 11:29-32). Esta no es más que una
selección de los abundantes relatos de actos divinos de juicio que contiene la Biblia.

Cuando pasamos de la historia bíblica a la enseñanza bíblica -la ley, los profetas, los
libros sapienciales, las palabras de Cristo y sus apóstoles- encontramos que el
pensamiento de la acción de Dios como juez domina todo lo demás. La legislación
mosaica es promulgada en nombre de Dios, que es justo juez, y no titubeará en aplicar
penas mediante la acción providencial directa, si su pueblo quebranta la ley. Los
profetas retornan este tema; más todavía, la mayor parte de la enseñanza registrada
consiste en exposición y aplicación de la ley, en amenazas de juicio contra los que
hacen caso omiso de la ley y contra los impenitentes. ¡Dedican mucho más tiempo a
predicar juicio que a 'predecir la venida del Mesías y su reino! En la literatura sapiencial
encontramos el mismo punto de vista: la consideración básica, invariable y segura, que
está en la raíz de todas las discusiones sobre los problemas de la vida en Job y
Eclesiastés, y todas las máximas prácticas de los Proverbios, es la de que "te juzgará
Dios", "Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o
sea mala" (Ecl. 11:9; 12: 14).

La gente que en realidad no lee la Biblia confiadamente nos asegura que, cuando
pasamos del Antiguo Testamento al Nuevo, el tema del juicio divino pasa a un segundo
plano; pero si examinamos el Nuevo Testamento, aun del modo más superficial,
encontramos de inmediato, que el énfasis del Antiguo Testamento relativo a la acción de
Dios como Juez, lejos de reducirse, se acentúa. Todo el Nuevo Testamento está
dominado por la certidumbre de que en un día venidero habrá un juicio universal, y por
el problema que esto plantea: ¿cómo podemos nosotros los pecadores arreglar cuentas
con Dios mientras todavía hay tiempo? El Nuevo Testamento contempla a la distancia
"el día del juicio”, "el día de la ira", "la ira venidera", y proclama a Jesús como el
divino Salvador, como el Juez divinamente señalado. "El juez" que "está delante de la
puerta" (Sant. 5: 9), listo "para juzgar a los vivos y a los muertos" (I Pedo 4:5), el "juez

87
justo" que le dará a Pablo su corona (lI Tim. 4:8), es el Señor Jesucristo el que "Dios ha
puesto por Juez de vivos y muertos" (Hec. 10:42). "Dios... ha establecido un día en el
cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien determinó", les dijo Pablo a
los atenienses (Hec. 17: 30s); y a los romanos les escribió que "Dios juzgará por
Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio" (Rom. 2: 16). El
propio Jesús dice lo mismo. "El Padre… todo el juicio dio al Hijo… el Padre... le dio
autoridad de hacer juicio... vendrá la hora cuando todos los que están en los sepulcros
oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a 'resurrección de condenación" [la
New English Bible dice aquí: "se levantarán para oír su sentencia"] (Juan 5:22,26s,
28s). El Jesús del Nuevo Testamento, que es el Salvador del mundo, es también su
Juez.

II

¿Qué significa esto, pues? ¿Qué involucra la idea de que el Padre, o Jesús, sea juez?
Comprende por lo menos cuatro cosas.

1. El juez es una persona con autoridad

En el mundo bíblico el rey era siempre el juez supremo, porque era la autoridad
suprema. Es sobre esta base, según la Biblia, que Dios es juez de este mundo. Como
nuestro: Hacedor, somos propiedad de él, y corno nuestro Propietario, tiene derecho a
disponer de nosotros; tiene, por lo tanto, derecho a dictar leyes y a recompensarnos
según que las guardemos o no. En la mayoría de los estados modernos la legislatura y la
jurisprudencia están separadas a fin de que el juez no haga las leyes que tiene que
aplicar; pero en el mundo antiguo no era así, y tampoco lo es con Dios. El es tanto el
Legislador corno el Juez.

2. El juez es la persona que se identifica con lo que es bueno y justo

La idea moderna de que el juez tiene que ser frío y desapasionado no tiene cabida en la
Biblia. El juez bíblico tiene que amar la justicia y el juego limpio, y tiene que detestar
todo lo que sea mal trato del hombre por el hombre. Un juez injusto, que no tiene
interés en asegurarse de que el bien triunfe sobre el mal, constituye, según las normas
bíblicas, una monstruosidad. La Biblia no nos deja con dudas de que Dios ama la
justicia y odia la iniquidad, y de que el ideal del juez totalmente identificado con todo lo
bueno y justo se cumple perfectamente en él.

3. El juez es una persona con sabiduría, para discernir la verdad

En el mundo bíblico la primera tarea del juez es la de constatar los hechos del caso que
se le presenta. No hay jurado; es responsabilidad de él, y de él solo, interrogar, volver a
interrogar en caso necesario, y descubrir las mentiras, ver a través de las evasivas, y
establecer como son las cosas realmente. Cuando la Biblia muestra a Dios como juez,
destaca su omnisciencia y su sabiduría, como el que escudriña los corazones y el que
descubre los hechos. Nada se le escapa; podremos engañar a los hombres, pero no
podemos engañar a Dios. El nos conoce, y nos juzga, tal como realmente somos.
Cuando Abraham se encontró con el Señor en forma humana en el encinar de Mamre, el

88
Señor le dio a entender que estaba en camino a Sodoma para establecer la verdad acerca
de la situación moral imperante allí. "Por cuanto el clamor contra So doma y Gomorra
se aumenta más y más, y el pecado de ellos se ha agravado en extremo, descenderé
ahora, y veré si han consumado su obra según el clamor que ha venido hasta mí; y si
no, lo sabré" (Gen. 18:20s). Así es siempre. Dios lo sabrá. Su juicio es según verdad -
verdad factual, tanto como verdad moral. El juzga "los secretos de los hombres", no
solamente la fachada exterior. No en vano dice Pablo que "todos hemos de ser
manifestados ante el tribunal de Cristo" (Cor. 5: 10, VM).

4. El juez es la persona con poder para ejecutar sentencia

El juez moderno no hace más que pronunciar la sentencia; otro departamento de tribunal
judicial se encarga luego de cumplirla. Así era también en el mundo antiguo. Pero Dios
es su propio ejecutor. Así como legisla y sentencia, también ~ castiga. Todas las
funciones judiciales se juntan en él. .

III

De lo que se ha dicho queda claro que la proclamación bíblica de la obra de Dios como
Juez es parte de su testimonio del carácter divino. Confirma lo que se dice en otra parte
acerca de su perfección moral, su justicia, su sabiduría, su omnisciencia, y su
omnipotencia. Nos muestra, igualmente, que la médula de la justicia que expresa el
carácter de Dios es la retribución, el dar a los hombres lo que ellos han merecido;
porque esta es en esencia la tarea del juez. El otorgar bien por bien y mal por mal es
natural a Dios. De manera que cuando el Nuevo Testamento habla del juicio final, 19
representa siempre en términos de retribución. Dios ha de juzgar a todos los hombres,
dice, "conforme a sus obras" (Mat. 16:27; Apo. 20: 12s). Pablo amplía: "Dios... pagará
a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que, perseverando en bien hacer,
buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no
obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre
todo ser humano que hace lo malo pero … gloria y honra y paz a todo el que hace
lo bueno porque no hay acepción de personas para con Dios ... "(Rom. 2:6-11). El
principio de la retribución se aplica a todos: los cristianos, tanto como los no cristianos,
recibirán según sus obras. Los cristianos están incluidos explícitamente en la referencia
cuando Pablo dice que "todos hemos de ser manifestados ante el tribunal de Cristo; para
que cada uno reciba otra vez las cosas hechas en el cuerpo, según lo que haya hecho sea
bueno o malo" (II Cor. 5: 10, VM).

De modo que la retribución aparece como la expresión natural y predeterminada de la


naturaleza divina. Dios ha resuelto ser el Juez de todo hombre, para recompensar a cada
cual según sus obras. La retribución es la ineludible ley moral de la creación; Dios se
asegurará de que todo hombre reciba tarde o temprano lo que se merece -si no aquí, en
el más allá. Este es uno de los hechos básicos de la vida. Además, habiendo sido hechos
a la imagen de Dios, todos sabemos en el fondo que es justo que así sea. Así es como
tiene que ser. Con frecuencia nos quejamos de que, como dijo cierto malhechor, "no
hay justicia". El problema del salmista, que veía como hombres inocentes estaban
siendo víctimas, y que los impíos "no saben de desdichas de mortales" sino que
prosperan y tienen paz (Sal. 73, EA), se re plantea vez tras vez en la experiencia

89
humana. Pero el carácter de Dios es la garantía de que todos los males serán rectificados
algún día; cuando llegue "el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios"
(Rom. 2: 5), la retribución será exacta, y no habrá problemas de injusticia cósmica para
atormentamos. Dios es el Juez, de modo que se hará justicia.

¿Por qué es, entonces, que los hombres esquivan el pensamiento de Dios como Juez?
¿Por qué sienten que se trata de un concepto indigno de Dios? La verdad está en que
parte de la perfección moral de Dios es su perfección para juzgar. ¿Acaso un Dios a
quien no le interesara la diferencia entre el bien y el mal sería un ser bueno y
admirable? ¿Acaso un Dios que no hiciera distinción entre las bestias de la historia, los
Hitler y los Stalin (si nos atrevemos a mencionar nombres), y los santos sería
moralmente digno de alabanza y perfecto? La indiferencia moral sería una imperfección
en Dios, no una perfección. Pero no juzgar al mundo sería mostrar indiferencia moral.
La prueba definitiva de que Dios es un ser moral perfecto, a quien preocupan cuestiones
de bien y mal, es el hecho de que se ha comprometido a juzgar al mundo.

Resulta claro que la realidad del juicio divino tiene que tener un efecto directo sobre
nuestra perspectiva de la vida. Si sabemos que el juicio retributivo nos espera al final
del camino no viviremos como de otro modo lo haríamos. Pero no debemos olvidar que
la doctrina del juicio divino, y particularmente la del juicio final, no debe entenderse
como un fantasma con el cual asustar a los hombres para obligarlos a adoptar una
apariencia exterior de "justicia" convencional. Indudablemente tiene aterradoras
derivaciones para los impíos; pero su función principal consiste en revelar el carácter
moral de Dios, y en impartir significación moral a la vida humana. Lean Morris escribió
así:
La doctrina del juicio final... destaca la responsabilidad del hombre y la seguridad de
que la justicia ha de triunfar finalmente sobre todos los males que son parte integrante
de la vida aquí y ahora. Lo primero acuerda dignidad a la acción más humilde, lo
segundo otorga paz y seguridad a quienes se encuentren en lo más intenso de la lucha.'
Esta doctrina le da sentido a la vida... El punto de vista cristiano del juicio significa que
la historia se mueve hacia una meta... El juicio protege la idea del triunfo de Dios y del
bien. Resulta inconcebible que el conflicto actual entre el bien y el mal haya de ser
resuelto de forma autoritaria, decisiva, y definitiva. El juicio significa que al final la
voluntad de Dios se hará en forma perfecta (The Bíblical Doctrine al Judgment/La
doctrina bíblica del juicio, p.72).

IV

No siempre se comprende que la autoridad principal, en cuanto al juicio final en el


Nuevo Testamento, es el propio Señor Jesucristo. Con toda razón el ceremonial fúnebre
anglicano se dirige a Jesús en una misma frase con las palabras "santo y misericordioso
Salvador, dignísimo Juez eterno". Porque Jesús afirmaba constantemente que en aquel
día cuando todos comparezcan ante el trono de Dios para recibir las consecuencias
permanentes y eternas de la vida que han vivido, él mismo será el agente judicial del
Padre, y que su palabra de aceptación o rechazo será definitiva. Pasajes que deben
considerarse en relación con esto son, entre otros, Mateo 7:13-27; 10:26-33; 12:36s,
13:24-49; 22:1-14; 24:36-25:46; Lucas 13:23-30; 16: 19-31; Juan 5:22-29.

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La prefiguración más clara de Jesús como juez se encuentra en Mateo 25:31ss: "El Hijo
del Hombre... se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las
naciones [es decir, todos]; y apartará a los unos de los otros... Entonces el Rey dirá a
los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad... Entonces dirá también a los
de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno ... " El relato más claro de la
prerrogativa de Jesús como juez se encuentra en Juan 5: 22ss: "El a nadie juzga, sino
que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre ... el
Padre ... le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre [a quien le
fue prometido dominio, incluyendo funciones Judiciales; Daniel 7: 13s] ... vendrá hora
cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno,
saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de
condenación." El mandato de Dios mismo ha hecho inescapable a Cristo Jesús. Se
encuentra al final del camino de la vida para todos sin excepción. "Prepárate para venir
al encuentro de tu Dios" fue el mensaje de Amós a Israel (Amós 4: 12); "prepárate para
venir al encuentro del Cristo resucitado" es el mensaje de Dios al mundo en la
actualidad (véase Hec. 17:31). Podemos estar seguros de que aquel que es verdadero
Dios y perfecto hombre obrará como juez perfecto.

El juicio final, como vimos, será según nuestras obras, es decir, nuestros actos, Todo el
curso de nuestra vida. La relevancia de nuestros "actos" no está en que jamás merezcan
un premio del tribunal -son demasiado imperfectos para que así sea- sino en que
proporcionan un índice de lo que hay en el corazón, lo que, en otras palabras,
constituye la verdadera naturaleza de cada agente. Jesús dijo cierta vez que "de toda
palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque
por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado" (Mat. 12: 36ss).
¿Qué significación tienen las palabras que emitimos (emisión que constituye, desde
luego, una "obra" en el sentido que aquí corresponde)? Nada más que, esta: las palabras
demuestran lo que uno es por dentro. Jesús acababa de decir esto mismo. "Por el fruto
se conoce el árbol... ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la
abundancia del corazón habla la boca" (v. 33ss). De igual modo, en el pasaje de las
ovejas y los cabritos, se apela al hecho de si los hombres habían o no aliviado las
necesidades de los cristianos. ¿Qué importancia tiene esto? No se trata de que un modo
de obrar fuese meritorio mientras que el otro no, sino de que estas acciones pueden
determinar si hubo amor a Cristo, el amor que surge de la fe, en el corazón (véase Mat.
25:34ss).

Una vez que comprendamos que la importancia de las obras en el juicio final es la de
ofrecer un índice del carácter espiritual, se hace posible contestar un interrogante que
desconcierta a muchas personas. Lo podemos formular de este modo. Jesús dijo: "El
que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a
condenación, más ha pasado de muerte a vida" (Juan 5:24). Pablo dijo: "Es necesario
que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba
según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo" (II Cor. 5:10). ¿Cómo podemos
conciliar estas dos afirmaciones? ¿Pueden ser compatibles el perdón gratuito y la
justificación por la fe con el juicio según las obras? La respuesta parece ser la siguiente.
Primero, el don de la justificación protege indudablemente a los creyentes de la

91
condenación y de la expulsión de la presencia de Dios como pecadores. Esto surge de la
visión de juicio en Apocalipsis 20:11-15, donde, a la par de "los libros" que contienen
las obras de cada hombre, se abre también "el libro de la vida", y aquellos cuyos
nombres están escritos en él no son lanzados "al lago de fuego", como el resto de los
hombres. Pero, segundo, el don de la justificación no impide en absoluto que el
creyente sea juzgado como tal, ni lo protege contra la pérdida del bien que disfrutarán
otros, si resulta que como cristiano ha sido negligente, malicioso, y destructivo. Esto es
lo que surge de la advertencia de Pablo a los corintios, en el sentido de que tuvieran
cuidado en cuanto al estilo de vida que edificaban en Cristo, el único fundamento. "Si
sobré este fundamento alguno edifica oro, plata, piedras preciosas, madera, heno,
hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el
fuego será revelada... Si permaneciere la obra de alguno que sobre edificó, recibirá
recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será
salvo, aunque así como por fuego" (I Coro 3: 12-15). La "recompensa" y la "pérdida"
significan una relación enriquecida o empobrecida con Dios, aunque en qué forma no
nos es dado saberlo en el presente.

El juicio final se hará también según nuestro conocimiento. Todo el mundo tiene algún
conocimiento de la voluntad de Dios a través de la revelación general, aun cuando no
hayan sido instruidos en la ley o el evangelio, y todo el mundo es culpable ante Dios
por no haber cumplido según su grado de conocimiento del bien. Pero el castigo
merecido será graduado según haya sido ese conocimiento del bien; véase Romanos
2:12, y compárese con Lucas 12:47s. El principio que está en juego aquí es el de que "a
todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará" (v. 48). La justicia de
esto resulta obvia. En cada caso el Juez de toda la tierra obrará con justicia.

VI

Pablo se refiere al hecho de que todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo
denominándolo "el temor del Señor" (II Cor. 5: 11), y nada más justo. Jesús el Señor,
igual que su Padre, es santo y puro; nosotros no somos ninguna de las dos cosas.
Vivimos a la vista del Señor, él conoce nuestros secretos, y en el día del juicio la
totalidad de nuestra vida será pasada en revista, por así decido, en su presencia. Si
realmente nos conocemos, sabemos que no estamos en condiciones de aparecer delante
de él. ¿Qué hemos de hacer, entonces? La respuesta del Nuevo Testamento es esta:
pedidle al Juez que ha de venir que sea vuestro Salvador presente. Como Juez, él es la
ley, pero como Salvador es el evangelio. Si nos escondemos de él ahora, nos
encontraremos con él luego como Juez -y ya sin esperanza. Busquémoslo ahora, y lo
encontraremos (porque "el que busca halla"), y entonces descubriremos que pode mas
esperar ese futuro encuentro con alegría, sabiendo que ahora' ya "ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús" (Rom. 8:1).

Por lo tanto, Mientras haya de vivir; y al instante de expirar, cuando vaya a responder,
a tu augusto tribunal, sé mi escondedero fiel, Roca de la eternidad.

92
CAPITULO 15: LA IRA DE DIOS

La palabra "ira" puede definirse como "enojo e indignación intensa y profunda". El


"enojo" se define como "el desagrado, el resentimiento, y el profundo antagonismo que
se experimenta ante la presencia de los daños ocasionados o los insultos"; la
"indignación" es "el enojo justo que producen la injusticia y la bajeza". Tal es la ira. Y
la ira, nos informa la Biblia, es un atributo de Dios.

La costumbre moderna en toda la iglesia cristiana es la de restarle importancia a este


tema. Los que todavía creen en la ira de Dios (porque no todos creen;' hablan poco de
ella; tal vez no le den mayor importancia. A un mundo que se ha vendido
descaradamente a los dioses de la codicia, el orgullo, el sexo, y la autodeterminación, la
iglesia le sigue hablando desganadamente acerca de la bondad de Dios, pero no le dice
nada virtualmente sobre el juicio. ¿Cuántas veces en los doce meses transcurridos ha
oído el lector un sermón sobre la ira de Dios? ¿O cuántas veces, si se trata de un
ministro del evangelio, ha predicado sobre el tema? Me pregunto cuánto tiempo hace
que algún cristiano ha encara. do el tema en programas de radio o televisión, o en
alguno de esos breves sermones de media columna que aparecen en algunos diarios y
revistas. (Y si alguien lo hiciese, me pregunto cuánto tiempo pasaría antes que le
volviese a pedir que hable o escriba.) El hecho es que el tema de la ira divina se ha
convertido en un tabú en la sociedad moderna; y en general los cristianos han aceptado
el tabú y se han acomodado de tal modo que jamás mencionan la cuestión.

Haremos bien en preguntamos si está bien que así sea; porque la Biblia obra de modo
muy diferente. Es fácil imaginar que el tema del juicio divino no deba haber sido nunca
muy popular, y, sin embargo, los escritores bíblicos se. refieren al mismo
constantemente. Una de las cosas más notables sobre la Biblia es el vigor con que
ambos testamentos destacan la realidad y el terror de la ira de Dios. "Una mirada a la
concordancia nos revelará que en las Escrituras hay más referencias al enojo y al furor y
la ira de Dios, que a su amor y su benevolencia" (A. W. Pink, The Attributes of God,
p. 75/Los atributos de Dios, Lima, Perú, El Estandarte de la Verdad, 1971, pp. 101-
02.)

La Biblia elabora el concepto de que así como Dios es bueno con los que confían en él,
también es terrible para con aquellos que no lo hacen. "Jehová es Dios celoso y
vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios, y
guarda enojo para sus enemigos. Jehová es tardo para la ira y grande en poder, y no
tendrá por inocente al culpable... ¿Quién permanecerá delante de su ira? ¿Y quién
quedará en pie en el ardor de su enojo? Su ira se derrama como fuego, y por él se
hienden las peñas. -Jehová es bueno, fortaleza en el día de la angustia; y conoce a los
que en él confían. Mas... tinieblas perseguirán a sus enemigos ('a sus enemigos persigue
hasta en las tinieblas', BJ)" (Nah. 1: 2-8).

La esperanza de Pablo de que el Señor Jesús aparecerá un día "en llama de fuego, para
dar retribución a los que no conocieron a Dios ni obedecen al evangelio de nuestro
Señor Jesucristo, los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia

93
del Señor y de la gloria de su poder cuando venga en aquel día para ser glorificado en
sus santos" (II Tes. 1: 8ss), es indicación suficiente de que lo que destacaba Nahum no
es peculiar al Antiguo Testamento. En efecto, en todo el Nuevo Testamento "la ira de
Dios", "la ira", o simplemente "ira", constituyen virtualmente términos técnicos para
expresar la acometida de Dios con fines retributivos, por cualquier medio, contra los
que lo han desafiado (véase Rom. 1:18; 2:5;5:9; 12:19; 13:48; 1 Tes. 1:10; 2:16; 5:9;
Apo. 6:16s; 16:19; Luc. 21:22-24; etc.).

La Biblia tampoco se limita a dar a conocer la ira de Dios mediante afirmaciones


generales como las que hemos citado. La historia bíblica, tal como la vimos en el
capítulo anterior, proclama vivamente la severidad, tanto como la bondad, de Dios. En
el mismo sentido en que podría llamarse al Progreso del peregrino un libro sobre los
caminos al infierno, la Biblia podría llamarse el libro de la ira de Dios, porque está
llena de descripciones de castigo divino, desde la maldición y el destierro de Adán y
Eva en Génesis 3 hasta la caída de "Babilonia" y los grandes juicios de Apocalipsis 17,
18,20.

Es evidente que los escritores bíblicos no sentían inhibición alguna al encarar el tema de
la ira de Dios. ¿Por qué, entonces, hemos de tenerla nosotros? ¿Por qué, si la Biblia la
proclama, hemos de sentimos nosotros obligados a guardar silencio? ¿Qué es lo que nos
hace sentir incómodos y avergonzados cuando surge el tema, y qué nos lleva a
suavizado e, incluso, a eludirlo, cuando se nos pregunta sobre el mismo? ¿Cuál es la
causa de nuestros titubeos y dificultades? No estamos pensando ahora en aquellos que
rechazan la idea de la ira divina simplemente porque no están preparados para tomar en
serio ninguna parte de la fe bíblica. Estamos pensando, más bien, en los muchos que
consideran que están "adentro", que tienen creencias firmes, que creen firmemente en el
amor y la misericordia de Dios, y en la obra redentora del Señor Jesucristo, y que
siguen fielmente las enseñanzas de las Escrituras en otros aspectos, pero que vacilan
cuando se trata del asunto que nos ocupa aquí. ¿Qué es realmente lo que falla aquí?

II

La razón fundamental de nuestra infelicidad parece ser una inquietante sospecha de que
el concepto de la ira es de uno u otro modo indigno de Dios.

A algunos, por ejemplo, la palabra ira les sugiere pérdida del dominio propio, una
explosión que consiste en "ver todo rojo", lo cual es, en parte, si no totalmente,
irracional. A otros les sugiere un ataque de impotencia (consciente), o de orgullo herido,
o de mal humor liso y llano. Es indudable, arguyen, que está mal atribuir a Dios
semejantes actitudes.

La respuesta es esta: claro que estaría mal, pero la Biblia no nos pide que lo hagamos.
Parecería haber aquí una confusión en cuanto al lenguaje "antropomórfico" de la
Escritura, es decir, la costumbre bíblica de describir las actitudes y los afectos de Dios
en términos que se emplean ordinariamente para hablar sobre los hombres. La base de
esta costumbre está en el hecho de que Dios hizo al hombre a su propia imagen, de
modo que la personalidad y el carácter del hombre se parecen más al ser de Dios que
ninguna otra cosa creada. Pero cuando la Escritura se refiere a Dios

94
antropomorfitamente, no está queriendo decir que las limitaciones e imperfecciones que
corresponden a las características personales de nosotros las criaturas pecadoras se
correspondan también con las cualidades correspondientes de nuestro Santo Creador;
más bien da por sentado que no es así. Por ejemplo, el amor de Dios, como se refleja
en la Biblia, jamás lo conduce a cometer acciones necias, impulsivas, o inmorales,
como ocurre con el amor humano, que con harta frecuencia nos lleva justamente a esto.
Del mismo modo, la ira de Dios en la Biblia jamás es algo caprichoso, desenfrenado,
producto de la irritabilidad, moralmente indigno, como suele serlo frecuentemente la ira
humana. Todo lo contrario, constituye una reacción objetiva y moral, correcta y
necesaria para con la maldad. Dios sólo se enoja cuando corresponde enojarse. Incluso
entre los hombres existe lo que se denomina la ira justa, aunque probablemente sea
bastante rara. Pero toda la indignación que manifiesta Dios es justa. ¿Acaso sería un
Dios bueno el que encontrara tanto placer en la ira como en la bondad? ¿Acaso sería,
por otra parte, moralmente perfecto un Dios que no reaccionara adversamente ante el
mal en su propio mundo? Por cierto que no. Pero es justamente esta reacción adversa al
mal, la cual constituye una parte necesaria de la perfección moral, la que contempla la
Biblia cuando habla sobre la ira de Dios.

A otros, el pensamiento de la "ira" de Dios les sugiere crueldad. Piensan, quizá, en lo


que se les ha contado sobre el famoso sermón evangélico de Jonathan Edwards, Sinners
in the Hands of an Angry God (Pecadores en las manos de un Dios airado), que fue
utilizado por Dios para iniciar un avivamiento en el pueblo de Enfield, en Nueva
Inglaterra, Estados Unidos, en 1741. En dicho sermón, Edwards, desarrollando el tema
de que "los hombres naturales están sostenidos en las manos de Dios sobre el foso del
infierno", empleaba las más vívidas imágenes infernales para lograr que su congregación
sintiera el horror de su situación, y para darle fuerza a su conclusión: "Por lo tanto, todo
aquel que esté sin Cristo, debe despertarse y escapar de la ira que vendrá." Cualquiera
que haya leído el sermón sabrá que A. H. Strong, el gran teólogo bautista, tenía razón
cuando recalcó que las imágenes de Edwards, por agudas que fuesen, no eran más que
imágenes, que, en otras palabras, Edwards no consideraba que el infierno consistiera en
fuego y azufre, sino, más bien, en la infidelidad y la separación de Dios, producto de la
conciencia culpable y acusadora, y de la que el fuego y el azufre constituyen símbolos
(Systematic Theology, p. 1035, Teología sistemática). Pero esto no resuelve totalmente
la crítica que se le hace a Edwards, esto es, la de que el Dios que puede infligir castigo
tal que requiera semejante lenguaje para describirlo tiene que ser un monstruo cruel y
feroz.

¿Se sigue esto? Hay dos consideraciones bíblicas que nos demuestran que no es así.

En primer lugar, en la Biblia la ira de Dios es siempre judicial, es decir, es la ira del
juez, cuando administra justicia. La crueldad es siempre inmoral, pero el presupuesto
explícito de todo lo que encontramos en la Biblia -y en el sermón de Edwards, para el
caso- sobre los tormentos de quienes experimentan toda la ira de Dios, es el de que cada
cual recibe precisamente lo que merece. "El día de la ira", nos dice Pablo, es también el
día "de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus
obras" (Rom. 2.5s). Jesús mismo -que tuvo más que decir sobre este tema que cualquier
otra figura del Nuevo Testamento- dejó claro que la retribución sería en proporción con
el merecimiento individual. "Aquel siervo que conociendo la voluntad de su Señor no se
preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin

95
conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien
se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más
se le pedirá" (Luc. 12:47s). Dios se encargará, dice Edwards en el sermón a que hemos
hecho referencia, "de que no sufráis más de lo que la estricta justicia exige"; pero
precisamente "lo que la estricta justicia exige", insiste, es lo que resultará tan penoso
para quienes mueran en la incredulidad. Si se hace la pregunta: ¿Es posible que la
desobediencia a nuestro Creador realmente merezca castigo tan grande y atroz? , la
respuesta es que todo el que haya sido convencido de pecado alguna vez sabe sin la
menor sombra de duda que sí, y sabe también que aquellos cuya conciencia no ha sido
despertada aún para comprender, como lo expresó Anselmo, "qué pesado es el pecado"
no tienen derecho a opinar.

En segundo lugar, en la Biblia la ira de Dios es algo que los hombres eligen por sí
mismos. Antes que el infierno sea una experiencia infligida por Dios, es un estado por
el cual el hombre mismo opta, rechazando la luz que Dios hace brillar en su corazón
para dirigido hacia él mismo. Cuando Juan escribe "el que no cree [en Jesús], ya está
juzgado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Días", agrega en
seguida la siguiente explicación: "Y este es el juicio, que la luz ha venido al mundo, y
los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Juan 3:
18s, VHA). Quiere decir exactamente eso: la acción decisiva de juicio contra los
perdidos es el juicio que ellos mismos se dictan cuando rechazan la luz que les llega en
y mediante Jesucristo. En último análisis, todo lo que hace Dios subsiguientemente
como acción judicial para con el incrédulo, ya sea en esta vida o más allá, es mostrada,
o guiado hacia, las consecuencias plenas de la elección que ha hecho.

La elección básica fue y sigue siendo siempre: ya sea responder a la invitación "Venid a
mí .. , llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí" (Mat. 11:28s), o no; ya sea
"salvar" la vida, para lo cual es preciso evitar que Jesús pueda censurada, y resistir su
exigencia de hacerse cargo de ella, o "perderla", para lo- cual es necesario negarse a sí
mismo, tomar la cruz, hacerse discípulo, y permitir que Jesús cumpla su voluntad
quebrantadora en nosotros. En el primer caso, nos dice Jesús, podemos ganar el mundo,
pero no nos hará ningún bien porque perderemos el alma; mientras que, en el segundo
caso, si perdemos nuestra vida por amor de él, la encontraremos (Mat. 16:24ss).

¿Qué significa, empero, perder el alma? Para responder a esta pregunta Jesús se vale de
sus propias y solemnes imágenes: "Gehena" ("infierno" en Marcos 9:47 y una decena de
versículos evangélicos más), el valle fuera de Jerusalén donde se quemaba la basura; el
"gusano" que "no muere" (Mar. 9:47) es, aparentemente, figura de la interminable
disolución de la personalidad por efecto de la conciencia condenatoria; el "fuego" es
figura de la agonía que resulta de tener conciencia del disgusto de Dios; las "tinieblas de
afuera" son figura de conocimiento de la pérdida, no sólo de Días, sino de todo bien y
de todo lo que hacía que la vida pareciera valer la pena; el "crujir de dientes" es figura
de la auto condenación y el auto desprecio. Estas cosas son, sin duda,
indescriptiblemente espantosas, aunque quienes han sido convencidos de pecado tienen
algún conocimiento de lo que significan. Pero no se trata de castigos arbitrarios;
representan, más bien, un desarrollo consciente del estado en que se ha elegido estar. La
esencia del accionar de Dios en ira es la de dar a los hombres lo que han elegido, con
todas sus consecuencias: nada más y, asimismo, nada menos. La disposición de ánimo
de Dios de respetar la elección humana hasta este punto puede parecer desconcertante y

96
hasta aterradora, pero está claro que en esto su actitud es soberanamente justa, y que
está lejos de ser un castigo caprichoso e irresponsable, que es lo que queremos decir
cuando hablamos de crueldad.

Necesitamos, por lo tanto, recordar que la clave para interpretar los muchos pasajes
bíblicos, a menudo altamente figurativos, que pintan al divino Rey y Juez en una actitud
iracunda y vengativa es comprender que 10 que Dios hace en ese caso no es sino
ratificar y confirmar los juicios que aquellos a quienes "visita" ya han emitido por sí
mismas en el curso que han elegido seguir. Esto se ve en el relato del primer acto de ira
de Dios hacia el hombre, en Génesis 3, donde vemos que Adán ya había escogido
esconderse de Dios, y eludir su presencia, antes de que Dios lo echara del jardín de
Edén; este mismo principio tiene aplicación en toda la Biblia.

III

El análisis clásico de la ira de Dios en el Nuevo Testamento se encuentra en la Epístola


a los Romanos, que según Lutero y Calvino constituye la puerta de entrada a la Biblia,
y que contiene más referencias explícitas a la ira de Dios que todas las otras cartas de
Pablo sumadas. Terminaremos este capítulo analizando lo que nos dice Romanos sobre
el tema: esto nos servirá para clarificar algunas de las cosas que ya hemos mencionado.

1. El significado de la ira de Dios

La ira de Dios en Romanos denota la decidida acción de Dios de castigar el pecado. Es


tanto una expresión de una actitud personal y emocional del trino Dios como lo es su
amor para con los pecadores: es la manifestación activa de su odio hacia la
irreligiosidad y el pecado moral. La frase "la ira" puede referirse específicamente a la
manifestación culminante, en el futuro, de su odio en "el día de la ira" (5:9; 2:5), pero
puede también referirse a hechos y procesos providenciales y actuales en los que se
evidencia el castigo divino por el pecado. De este modo el magistrado que sentencia a
los criminales es "ministro de Dios, vengador suyo, para ejecutar ira sobre aquel que
obra mal" (13:4, cf. 5, VM). La ira de Dios es su reacción ante nuestro pecado, y "la
ley produce ira" (4: 15), porque la ley hace surgir el pecado que está latente dentro de
nosotros y hace que la trasgresión -el comportamiento que provoca la ira- abunde (5:20;
7:7-13). Como reacción contra el pecado, la ira de Dios es expresión de su justicia, y
Pablo rechaza indignado la sugerencia de que "sea injusto Dios que da castigo" (3:5,
VHA). A los que son "preparados para destrucción" los describe como "vasos de ira" -es
decir, objeto de la ira en un sentido similar al que en otro lugar llama a los esclavos del
mundo, la carne, y el mal, "hijos de ira" (Efe. 2:3). Tales personas, por el solo hecho
de ser lo que son, acarrean sobre sí mismos la ira de Dios.

2. La revelación de la ira de Dios

"La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres
que detienen con injusticia la verdad" (1:18). El tiempo presente, "se revela", implica
un revelar constante, que prosigue todo el tiempo; "desde el cielo", que se opone a "en
el evangelio", en el versículo anterior, implica una revelación universal que incluye a
quienes no han sido alcanzados aún por el evangelio.

97
¿Cómo se efectúa esta revelación? Se imprime directamente en la conciencia de cada
hombre: aquellos a quienes Dios ha entregado a una "mente reprobada" (1:28), a
cometer lo malo sin restricciones, conocen, sin embargo, "el juicio de Dios, que los que
practican tales cosas son dignos de muerte" (1:32). Ningún hombre ignora totalmente
que hay un juicio venidero. Esa revelación inmediata que tiene se confirma con la
palabra revelada del evangelio, que nos prepara para sus buenas nuevas dándonos
información acerca de las malas noticias de un futuro "día de la ira y de la revelación
del justo juicio de Dios" (2: 5).

Pero esto no es todo. Para quienes tienen ojos para ver aparecen aquí y ahora pruebas de
la ira activa de Dios en la situación actual de la humanidad. En todas partes el cristiano
observa un esquema de degeneración, que se va desarrollando en forma constante -desde
el conocimiento de Dios hasta la adoración de aquello que no es Dios, y desde la
idolatría hasta la inmoralidad de un tipo todavía más grosero, de manera que cada
generación prepara una nueva cosecha de "impiedad e injusticia de los hombres". En
esta decadencia hemos de reconocer la acción 'presente de la ira divina, en un proceso
de endurecimiento judicial y de anulación de restricciones, por los que los hombres van
siendo entregados a sus preferencias corruptas, y algunos llegan a poner en práctica en
forma cada vez más desenfadada las concupiscencias de su corazón pecaminoso. Pablo
describe el proceso, tal como lo conocía él por su Biblia y el mundo de su día, en
Romanos 1: 19-31, donde las frases claves son, "Dios los entregó a la inmundicia",
"Dios los entregó a pasiones vergonzosas", "Dios. los entregó a una mente reprobada"
(v. 24, 26,28). Si queremos pruebas de que la ira de Dios, revelada como un hecho en
nuestra conciencia, ya opera en el mundo como fuerza, diría Pablo, basta con que
miremos al mundo a nuestro alrededor, para ver a qué ha entregado Dios a los hombres.
¿Y quién en el día de hoy, diecinueve siglos después de cuando él escribió, se atrevería
a rebatir su tesis?

3. La salvación de la ira de Dios

En los tres primeros capítulos de Romanos Pablo se propone llamar nuestra atención a la
cuestión de, si "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia
de los hombres", y "el día de la ira" viene cuando Dios "pagará a cada uno conforme a
sus obras", ¿cómo podrá escapar al desastre ninguno de nosotros? La cuestión urge
porque "todos están bajo pecado", -"no hay justo, ni aun uno"; "todo el mundo" está
"bajo el juicio de Dios" (3:9, 10,19). La ley no puede salvamos, por cuanto su efecto
único es estimular el pecado y mostramos qué lejos estamos de ser justos. Los adornos
externos de la religión no pueden salvamos tampoco, como tampoco puede la mera
circuncisión salvar al judío. ¿Existe por lo tanto algún medio de liberación de la ira que
vendrá? Lo hay, y Pablo lo conoce. "Estando ya justificados en su sangre", proclama
Pablo, por él "seremos salvos de la ira" [de Dios] (5:9). ¿Por la sangre de quién? La
sangre de Jesucristo, el Hijo encarnado de Dios. ¿Y qué significa estar "justificados"?
Significa ser perdonados y aceptados como justos. ¿Y cómo podemos ser justificados?
Mediante la fe, o sea, la confianza absoluta en la obra y la persona de Jesús. ¿Y cómo
puede la sangre de Jesús vale decir, su muerte expiatoria- constituir la base de nuestra
justificación? Pablo lo explica en Romanos 3: 24s, donde habla de "la redención que es
en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre".
¿Qué significa "propiciación"? Es un sacrificio que conjura la ira por medio de la
expiación del pecado y la anulación de la culpa.

98
Esto, como veremos en mayor detalle más adelante, constituye la médula misma del
evangelio: que Cristo Jesús, en virtud de su muerte en la cruz, como nuestro sustituto y
portador de nuestro pecado, "es la propiciación por nuestros pecados" (I Juan 2:2).
Entre nosotros los pecadores y las tormentosas nubes de la ira divina está ubicada la
cruz del Señor Jesucristo. Si somos de Cristo, por la fe, entonces somos justificados por
su cruz, y la ira no nos alcanzará jamás, ni aquí ni en el más allá. Jesús "nos libra de la
ira venidera" (I Tes. 1: 10).

IV

No cabe duda de que el tema de la ira divina ha sido considerado en el pasado en forma
especulativa, irreverente, y hasta maliciosa. No cabe duda que ha habido quienes han
predicado la ira y la condenación sin lágrimas en los ojos ni dolor en el corazón. No
cabe duda de que el espectáculo de algunas sectas que alegremente consignan a todo el
mundo, aparte de ellos mismos, al infierno ha sido motivo de disgusto para muchos.
Más si queremos conocer a Dios, es imprescindible que nos enfrentemos con la verdad
relativa a su ira, por más que esté pasada de moda la idea, y por fuertes que sean
nuestros prejuicios iniciales contra ella. De otro modo no podremos entender el
evangelio de la salvación de la ira, ni la propiciación lograda por la cruz, ni la maravilla
del amor redentor de Dios. Tampoco entenderemos la mano de Dios en la historia, y el
proceder actual de Dios con los hombres de hoy; no le veremos pie ni cabeza al libro de
Apocalipsis; nuestro evangelismo no tendrá la urgencia que recomienda Judas -Ha otros
salvad, arrebatándolos del fuego" (Jud. 23). Ni nuestro conocimiento de Dios ni nuestro
servicio para él se conformarán a su Palabra.

La ira de Dios [escribió A. W. Pink] es una perfección del carácter divino sobre el cual
debemos meditar frecuentemente. Primero, para que nuestro corazón sea debidamente
impresionado por el hecho de que Dios de testa el pecado. Siempre nos sentimos
inclinados a considerar el pecado con ligereza, a disimular su fealdad, a excusado. Mas
cuanto más estudiamos y meditamos sobre la forma en que Dios lo aborrece, y su
terrible venganza sobre él, tanto más probable es que nos demos cuenta de su
perversidad. Segundo, para crear en nuestro corazón un verdadero temor de Dios.
"Tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y
reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor" (Heb. 12:28,29). No podemos
servir a Dios "agradándole" a menos que haya la debida "reverencia" ante su
abrumadora Majestad, y "temor" ante su justa ira; y la mejor forma de promover entre
nosotros dichas actitudes es la de traer a la memoria frecuentemente el hecho de que
"nuestro Dios es fuego consumidor". Tercero, para que nuestra alma se proyecte en
ferviente alabanza [a Jesucristo] por habernos librado de "la ira venidera" (I Tes. 1: 10).
El hecho de que estemos dispuestos o no a meditar sobre la ira de Dios constituye la
prueba más segura de cómo está realmente nuestro corazón para con él (op. cit., p. 77).

Pink tiene razón. Si realmente queremos conocer a Dios y ser conocidos por él,
debemos pedirle que nos enseñe aquí y ahora a enfrentar la solemne realidad de su ira.

99
CAPITULO 16: BONDAD Y SEVERIDAD

"Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios", escribe Pablo en Romanos 11: 22. La
palabra clave aquí es "y". El apóstol está explicando la relación entre judío y gentil en el
plan de Dios. Acaba de recordarles a los lectores gentiles que Dios rechazó a la gran
masa de los judíos de la época por su incredulidad, mientras que al mismo tiempo
colocó a muchos paganos como ellos en una situación de fe salvadora. Ahora los invita
a que tomen nota de los dos lados del carácter de Dios que aparecen en la transacción.
"Mira, pues, la bondad y la' severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los
que cayeron, pero la bondad para contigo." Los cristianos de Roma no han de
considerar únicamente la bondad de Dios, ni únicamente su severidad, sino a ambas
juntas. Ambas constituyen atributos de Dios, es decir, son aspectos del carácter revelado
de Dios. Ambas aparecen a la par en la economía de la gracia. Ambas han de ser
reconocidas juntas si hemos de conocer verdaderamente a Dios.

Tal vez nunca, desde que escribió Pablo, haya sido tan necesario como lo es hoy
explanar esta cuestión. La estupidez y la confusión modernas en cuanto al significado de
la fe en Dios resultan casi indescriptibles. Los hombres dicen creer en Dios pero no
tienen idea de quién es aquel en el cual creen, ni qué puede significar el creer en él. El
cristiano que quiere ayudar al prójimo que se debate en la incertidumbre a fin de que
disfrute de lo que un famoso tratado de otros tiempos llamaba "seguridad, certeza, y
gozo" se encuentra constantemente perplejo porque no sabe por dónde empezar: la
abrumadora mezcolanza de fantasías acerca de Dios con que se enfrenta prácticamente
lo deja sin respiración. ¿Cómo ha llegado la gente a semejante estado? se pregunta.
¿Cuál es la causa de semejante confusión? Para estas preguntas existen varias series de
respuestas contemporáneas. Una es la de que la gente se ha acostumbrado a seguir sus
propios presentimientos religiosos más bien que a aprender de Dios en su propia
Palabra; y tenemos que ayudarlas a anular el orgullo, y, en algunos casos, las
concepciones equivocadas acerca de la Escritura que dieron lugar a dicha actitud, y en
adelante a afirmar sus convicciones, no en lo que sienten sino en lo que dice la Biblia.
Una segunda respuesta es que el hombre moderno considera que todas las religiones son
iguales y equivalentes, y adopta un conjunto de ideas acerca de Dios, tomándolas tanto
de fuentes paganas como cristianas; y tenemos que tratar de demostrarle a la gente el
carácter único y definitivo del Señor Jesucristo, la última palabra de Dios al hombre.
Una tercera respuesta es la de que los hombres han dejado de reconocer la realidad de
su propio pecado, lo cual imparte un grado de perversidad y enemistad contra Dios a
todo lo que piensan y hacen; y es tarea nuestra enfrentar a la gente con este hecho a fin
de que dejen de confiar en sí mismos y se hagan accesibles a la corrección por medio de
la palabra de Cristo. Una cuarta respuesta, no menos importante que las tres anteriores,
es la de que la gente hoy en día tiene la costumbre de disociar el pensamiento de la
bondad de Dios del de su severidad; y tenemos que procurar erradicar esta costumbre,
por cuanto lo único que cabe mientras persiste dicha costumbre es la incredulidad.

La costumbre en cuestión, aprendida primeramente de ciertos teólogos alemanes del


siglo pasado, ha invadido al protestantismo occidental y moderno todo. En el hombre
común hoy en día constituye más bien la regla que la excepción el rechazar toda idea de

100
ira divina y juicio, y dar por sentado que el carácter de Dios, desfigurado (¡por cierto!)
en muchas partes de la Biblia, es en realidad un carácter de indulgente benevolencia sin
severidad alguna. Cierto es que algunos teólogos recientes, como reacción, han
procurado reafirmar la doctrina de la santidad de Dios, pero sus esfuerzos han resultado
débiles y sus palabras en general han caído en oídos sordos. Los protestantes modernos
no van a abandonar su adhesión "esclarecida" a la doctrina de un Papá Noel celestial
simplemente porque un Brunner o un Niebuhr sospechen que aquí no termina la historia.
La certidumbre de que no hay más que decir sobre Dios (si es que hay Dios) que
afirmar que es infinitivamente indulgente y bueno es tan difícil de erradicar como la
correhuela. Una vez que ha echado raíces, el cristianismo, en el verdadero sentido de la
palabra, sencillamente se muere. Porque la sustancia del cristianismo es la fe en el
perdón de pecados mediante la obra redentora de Cristo en la cruz. Más, según la
teología del Papá Noel, los pecados no ocasionan ningún problema y la expiación
resulta innecesaria; el favor activo de Dios se extiende no menos a quienes desoyen sus
mandamientos que a quienes los guardan. La idea de que la actitud de Dios hacia mí se
afecta por el hecho de que yo haga o no lo que él me dice no tiene lugar en el
pensamiento del hombre de la calle, y cualquier intento de indicar la necesidad de sentir
temor ante la presencia de Dios, y de temblar ante su palabra, se descarta como algo
irremediablemente pasado de moda -como un concepto "victoriano", "puritano”, o "sub-
cristiano”.

Mas la teología del Papá Noel lleva en sí la semilla de su propio 'colapso, porque no
puede dar razón del mal. No es accidental que cuando la creencia en el "buen Dios" del
liberalismo alcanzó difusión, a principios de siglo, el así llamado "problema del mal"
(que hasta entonces no había sido ningún problema) súbitamente adquirió prominencia
como la cuestión prioritaria de la apologética cristiana. Esto era inevitable, porque no
era posible ver la buena voluntad de un Papá Noel celestial en cosas tan desgarradoras y
destructivas como la crueldad, la infidelidad matrimonial, la muerte en las calles, o el
cáncer al pulmón. La única forma de salvar la perspectiva liberal de Dios es la de
disociado de estas cosas, y negar que él tenga relación directa con ellas o control sobre
ellas; en otras palabras, negar su omnipotencia y su señorío sobre el mundo. Los
teólogos liberales adoptaron esta posición hace cincuenta años, y el hombre de la calle
la acepta hoy. De este modo ha quedado con un Dios bueno que quiere hacer el bien,
pero que no siempre puede aislar a sus hijos del dolor y las dificultades. Cuando se
presentan las dificultades, en consecuencia, no hay otra solución que sonreír y aguantar.
De este modo, mediante una irónica paradoja, la fe en Dios que es toda bondad y nada
de severidad, tiende a afirmar a los hombres en su actitud fatalista y pesimista hacia la
vida.

He aquí, por lo tanto, una de las Veredas religiosas de nuestro día, que conducen (como
lo hacen todas de un modo o de otro) al país del Castillo de la Duda y del Gigante
Desesperación. ¿Cómo pueden los que se han descarriado de este modo volver al
camino verdadero? Solamente aprendiendo a relacionar la bondad de Dios con su
severidad, según las Escrituras. El propósito del presente capítulo es el de bosquejar la
sustancia de la enseñanza bíblica sobre este asunto.

II

101
La bondad, tanto en Dios como en el hombre, significa algo admirable, atractivo, digno
de alabanza. Cuando los escritores bíblicos llaman a Dios "bueno", están pensando en
general en todas aquellas cualidades morales que hacen que su pueblo lo llame
"perfecto", y, en particular, en la generosidad que los lleva a llamado "misericordioso"
y lleno de "gracia", como también a hablar de su "amor". Ampliemos esto un poco.
La Biblia proclama constantemente el tema de la perfección moral de Dios, como la
declaran sus propias palabras y se verifica en la experiencia de su pueblo. Cuando
estaba con Moisés en el monte Sinaí "proclamando el nombre (es decir, el carácter
revelado) de Jehová (es decir, Dios como el Jehová de su pueblo, el soberano salvador
que dice de sí mismo 'Yo soy el que soy' en el pacto de la gracia)", lo que dijo fue esto:
"¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en
misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la
rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado... “(Exo.
34: 5-7). Y este proclamar de la perfección moral de Dios se llevó a cabo como el
cumplimiento de su promesa de hacer pasar delante de Moisés todo su bien, su bondad
(Exo. 33: 19). Todas las perfecciones particulares que se mencionan aquí, y todas las
que van con ellas -toda la veracidad y absoluta honestidad de Dios, su inagotable
justicia y sabiduría, su ternura, su paciencia, y su total suficiencia para todos cuantos
buscan penitentemente su auxilio, la nobleza de su bondad al ofrecer a 'los hombres el
exaltado destino de la comunión con él en santidad y amor-, todas estas cosas en
conjunto constituyen la bondad de Dios, en el sentido pleno de la suma total de sus
reveladas excelencias. Y cuando David declaró, "En cuanto a Dios, perfecto es su
camino" (II Sam. 22: 31; Sal. 18: 30), lo que quiso significar fue que el pueblo de Dios
encuentra en la experiencia, como lo había encontrado él mismo, que Dios jamás obra
sino encuadrado en el marco de la bondad que ha manifestado poseer. "Perfecto es su
camino, y acrisolada la palabra de Jehová; escudo es a todos los que en él esperan."
Este salmo en general constituye la declaración retrospectiva de David sobre la forma en
que él mismo había comprobado que Dios es fiel a sus promesas y del todo suficiente
como escudo y defensor; y todo hijo de Dios que no ha perdido el derecho a la
primogenitura reincidiendo, comparte una experiencia similar.

(Incidentalmente, si el lector no ha leído cuidadosamente todo este salmo,


preguntándose en cada punto en qué medida su testimonio se compara con el de David,
le sugeriría que lo hiciese de inmediato -y que luego lo siga haciendo con frecuencia.
Descubrirá que se trata de una disciplina saludable, si bien demoledora.)

Con todo, hay más todavía. Dentro del conjunto de perfecciones morales de Dios hay
una en particular a la que apunta el término "bondad" ("misericordia"): la cualidad que
Dios destacó en forma específica dentro del total cuando proclamó "todo su bien" (cf.
BJ: toda su bondad) a Moisés. Habló sobre sí mismo con la expresión "grande en
misericordia y verdad" (Exo. 34: 6). Esta es la cualidad de la generosidad. La
generosidad significa una disposición a dar a otros en forma que no tiene motivo
mercenario alguno y que no está limitada por lo que merecen los destinatarios, sino que
invariablemente va más allá. La generosidad expresa el simple deseo de que otros
tengan lo que necesitan para que sean felices. La generosidad es, por decido así, el foco
\ central de la perfección moral de Dios; es la cualidad que determina cómo se han de
desplegar todas las restantes excelencias de Dios. Dios es "grande en misericordia" -
ultra bonus, como solían expresado los teólogos latinos de otros tiempos,
espontáneamente bueno, rebosante de generosidad. Los teólogos de la escuela reformada

102
emplean la palabra neotestamentaria "gracia" (favor gratuito) para cubrir todo acto de
generosidad divina, del tipo que sea, y por lo tanto distinguen entre la "gracia común"
de la "creación, preservación, y todas las bendiciones de esta vida", y la "gracia
especial" manifestada en la economía de la salvación. El sentido del contraste entre
"común" y "especial" está en que todos se benefician de la primera, pero no a todos
alcanza la segunda. El modo bíblico de trazar la diferencia sería el de decir que Dios es
bueno con todos en algunas maneras y con algunos en todas las maneras.

La generosidad de Dios, consistente en conceder bendiciones naturales, es aclamada en


el Salmo 145. "Bueno es Jehová para con todos, y sus misericordias sobre todas sus
obras... Los ojos de todos esperan en ti, y tú les das su comida a su tiempo. Abres tu
mano, y colmas de bendición a todo ser viviente (vv. 9, 15,16; cf. Hec. 14:17). Lo que
quiere decir el salmista es que, desde el momento que Dios controla todo lo que ocurre
en su mundo, toda comida, toda alegría, toda posesión, todo momento de sol, toda
noche de sueño, todo momento de salud y seguridad, todo cuanto sustenta y enriquece
la vida, es don divino. ¡Y cuán abundantes son estos dones! "Cuenta tus bendiciones,
menciónalas una por una", dice la canción (el "corito") infantil, y todo el que con
sinceridad se dedique a enumerar solamente sus bendiciones naturales comprenderá a
poco andar la fuerza de la línea siguiente: "y te sorprenderá lo que ha hecho el Señor".
Pero las misericordias de Dios en el plano natural, por abundantes que sean, se
empequeñecen ante las bendiciones mayores de la redención espiritual. Cuando los
cantores de Israel llamaban al pueblo a dar gracias a Dios "porque él es bueno; porque
para siempre es su misericordia" (Sal. 106: 1; 107: 1; 118: 1; cf. 100:4s; II Cro. 5: 13;
7: 13; Jer. 33: 11), generalmente estaban pensando en misericordias redentoras:
misericordias tales como "las poderosas obras" de Dios al salvar a Israel de Egipto (Sal.
106: 2ss, 136), su disposición para ser paciente y perdonar cuando sus siervos caen en
el pecado (Sal. 86: 5), y su ánimo pronto para enseñar al hombre 'su camino (Sal. 119:
68). Y la bondad a que se refería Pablo en Romanos 11: 22 era la misericordia de Dios
de injertar gentiles "silvestres" en el olivo -es decir, la comunión del pueblo del pacto,
la comunidad de los creyentes salvados.

La exposición clásica de la bondad de Dios es el Salmo 107. Allí, para reforzar su


llamado a alabar "a Jehová, porque él es bueno", el salmista generaliza basado en
experiencias pasadas de Israel en la cautividad, y de israelitas con necesidades
personales, para dar cuatro ejemplos de cómo "clamaron a Jehová en su angustia, y los
libró de sus aflicciones"(vv. 6, 13, 19,28). El primer ejemplo es el de Dios redimiendo
a los impotentes de manos de sus enemigos y conduciéndolos por el desierto hasta
encontrar lugar donde vivir; el segundo es el de Dios librando de las "tinieblas y sombra
de muerte" a quienes él mismo había llevado a esa condición a causa de su rebeldía
contra él; el tercero es el de Dios sanando las enfermedades con las que había castigado
a los "insensatos" que no lo tuvieron en cuenta; el cuarto es el de Dios protegiendo a los
que andaban en el mar cuando la tempestad amenazaba hundir el barco. Cada uno de los
episodios termina con el estribillo" Alaben la misericordia de Jehová, y sus maravillas
para con los hijos de los hombres" (vv. 8, 15, 21,31). El Salmo todo constituye un
majestuoso panorama de las operaciones de la bondad divina en la tarea de transformar
vidas humanas.

103
III

Veamos ahora lo que es la severidad de Dios. La palabra que emplea Pablo en Romanos
11: 22 significa literalmente I "cortar"; denota el retiro terminante por parte de Dios de
(su bondad para con los que la han despreciado. Nos recuerda un hecho en relación con
Dios que él mismo declaró I cuando proclamó su nombre ante Moisés; a saber, que si
bien él es "grande en misericordia y verdad", "de ningún modo tendrá por inocente al
malvado" -vale decir, los culpables obstinados e impenitentes (Exo. 34:6s). El acto de
severidad al que se refería Pablo era el rechazo por parte de Dios de Israel como cuerpo
-separándolos del olivo, del que constituían ellos ramas naturales- porque no creyeron el
evangelio de Jesucristo. Israel calculaba que contaba con la misericordia de Dios, pero
no tuvieron en cuenta la manifestación concreta de su misericordia en el Hijo; y la
reacción de Dios fue veloz: cortó a Israel. Pablo aprovecha la ocasión para advertir a los
cristianos gentiles que si se alejaban como ocurrió con Israel, Dios los cortaría a ellos
también. "Tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no
perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará" (Rom. 11:20s).

El principio que Pablo aplica en este caso es el de que, por detrás de todo acto de
misericordia divina, se yergue una amenaza de severidad en juicio si dicha misericordia
es menospreciada. Si no permitimos que ella nos acerque a Dios en espíritu de gratitud
y de amor recíproco, no podemos echarle la culpa a nadie sino a nosotros mismos
cuando Dios se nos vuelve en contra. En la misma carta a los Romanos Pablo ya se
había dirigido al crítico no cristiano y satisfecho de sí mismo en los siguientes términos:
"su benignidad te guía al arrepentimiento", es decir, como lo expresa correctamente J.
B. Phi1lips en su paráfrasis, "tiene como fin guiarte al arrepentimiento". "Tú que juzgas
a los que tal hacen, y haces lo mismo", y, sin embargo, Dios ha cargado con tus faltas,
las mismas faltas que 'en tu opinión merecen el juicio divino cuando las ves en otros, y
tendrías que sentirte muy humillado y muy agradecido. Mas si, mientras despellejas a
otros, tú mismo no te vuelves a Dios, entonces "menosprecias las riquezas de su
benignidad, paciencia y longanimidad", y, de este modo, "por tu dureza y por tu
corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira" (Rom. 2: 1-5). De modo semejante,
Pablo les dice a los cristianos romanos que la misericordia de Dios sería su porción si se
daba una condición: "si permaneces en esa bondad pues de otra manera tú también serás
cortado" (Rom. 11: 22). Es el mismo principio en cada caso. Quienes rehúsan responder
a la bondad de Dios arrepintiéndose, y expresan do fe, confianza, y sumisión a su
voluntad, no pueden sorprenderse o quejarse si, tarde o temprano las pruebas de su
bondad son quitadas, la oportunidad para beneficiarse de ella termina, y sobreviene el
castigo.

Pero Dios no es impaciente en su severidad; todo lo contrario. Dios es "tardo ["lento"]


para la ira" (Neh. 9: 17; Exo. 34:6; Num. 14: 18; Sal. 86: 15; 103:8; 145:8; Joel 2: 13;
Jon. 4:2). La Biblia da gran importancia a la paciencia y la tolerancia de Dios, por
cuanto pospone juicios merecidos con el fin de extender el día de la gracia y dar mayor
oportunidad para el arrepentimiento. Pedro nos recuerda cómo, cuando la tierra estaba
corrompida y clamaba pidiendo juicio, con todo, "esperaba la paciencia de Dios en los
días de Noé" (I Ped. 3:20) -referencia, probablemente, a los ciento veinte años de tregua
(como parece haberlo sido) que se mencionan en Gen. 6: 3. Asimismo, en Romanos 9:
22, Pablo nos dice que, a lo largo del curso de la historia,

104
Dios "soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción".
Además, Pedro explica a sus lectores del primer siglo que la razón de que el prometido
regreso de Cristo para juzgar no ha ocurrido aún es que Dios "es paciente para con
nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento" (II Pedo 3: 9); y esa misma explicación tiene vigencia hasta hoy
aparentemente. La paciencia que Dios manifiesta al dar "tiempo para que se arrepienta"
(Apo. 2:21), antes de que se produzca el juicio; constituye una de las maravillas de la
historia bíblica. No es de sorprender que el Nuevo Testamento recalque el hecho de que
la paciencia es una virtud y una obligación cristianas; es en verdad parte de la imagen
de Dios (Gal. 5:22; Efe. 4:2; Col. 3: 12).

IV

Siguiendo la línea de pensamiento expresada arriba podemos aprender por lo menos tres
lecciones.

1. Debemos apreciar la bondad de Dios

Debemos contar nuestras bendiciones. Aprendamos a no dar por sentados los beneficios
naturales, capacidades, y deleites; aprendamos a darle gracias a Dios por todo. No
menospreciemos la Biblia, ni el evangelio de Jesucristo, con una actitud ligera f hacia
cualquiera de los dos. La Biblia nos muestra un Salvador que sufrió y murió con el
objeto de que nosotros los pecadores pudiésemos ser reconciliados con Dios; el Calvario
es la medida de la bondad de Dios; tomémoslo a pechos. Hagámonos la pregunta del
salmista: "¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?" Procuremos
tener la gracia suficiente para hacer nuestra su propia respuesta: "Tomaré la copa de la
salvación, e invocaré el nombre de Jehová... Oh Jehová, ciertamente soy yo tu siervo...
A Jehová pagaré ahora mis votos ... " (Sal. 116: 12ss).

2. Debemos apreciar la paciencia de Dios

Pensemos en cómo nos ha aguantado, y nos sigue aguantando, cuando tanto de lo que
hay en nuestra vida es indigno de él, y cuando hemos merecido que nos rechace sin
contemplación. Aprendamos a maravillamos de su paciencia, y a buscar la gracia
necesaria para imitada en nuestro trato con los demás; y procuremos en adelante no
poner a prueba su paciencia.

3. Debemos apreciar la disciplina de Dios

El es tanto nuestro sustentador como, en último análisis, nuestro medio; todas las cosas
vienen de él y hemos probado su bondad todos los días de nuestra vida. ¿Nos ha llevado
esta experiencia al arrepentimiento, y a la fe en Cristo? Si no, estamos jugando con
Dios, y estamos expuestos a la amenaza de su severidad. Pero si, ahora, él, en la frase
de Whitefield, coloca espinas en nuestra cama, es con el único fin de despertamos del
sueño de la muerte espiritual y para hacernos levantar para buscar su misericordia. O si
somos verdaderos creyentes, y él todavía nos pone espinas en la cama, es con el único
fin de impedir que caigamos en el sopor de la complacencia, y para asegurar que
"permanezcamos en esa bondad", permitiendo que nuestro sentido de necesidad nos

105
lleve constantemente a buscar su rostro en actitud de humillación y fe. Esta benévola
disciplina, en la que la severidad de Dios nos toca por un momento en el contexto de su
bondad, tiene como fin evitar que tengamos que afrontar todo el peso de su severidad
sin dicho contexto. Se trata de una disciplina de amor, -y ha de ser aceptada en
conformidad. "Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor" (Heb. 12:5). "Bueno
me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos" (Sal. 119:71).

CAPITULO 17: EL DIOS CELOSO

"El Dios celoso”... suena ofensivo, ¿no es cierto? Porque conocemos el celo, "ese
monstruo de ojos verdes", como un vicio, uno de los defectos más voraces y
destructivos que existen, mientras que Dios, lo sabemos muy bien, es perfectamente
bueno. ¿Cómo, entonces, es posible que alguien pudiera imaginar jamás que haya celo
en él?

El primer paso en la elaboración de una respuesta a esta pregunta es el de aclarar que no


se trata de imaginar nada. Si estuviéramos imaginando un Dios, entonces, naturalmente,
le asignaríamos únicamente características que admira más, y el celo no entraría en
escena para nada. A nadie se le daría por imaginar un Dios celoso. Pero no estamos
fabricando una idea sobre Dios en base a nuestra imaginación; más bien, estamos
procurando escuchar la voz de la Sagrada Escritura, en la que Dios mismo nos dice la
verdad sobre sí mismo. Porque Dios, nuestro Creador, ha quien jamás hubiéramos
podido descubrir mediante el ejercicio de la imaginación, se ha revelado a sí mismo. Ha
hablado. Ha hablado mediante muchos agentes humanos, y en forma suprema por su
Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Y no ha dejado que sus mensajes, y el recuerdo de sus
portentosos hechos, fue sen torcidos y perdidos por los procesos deformatorios de la
transmisión oral. En vez de esto, ha dispuesto que quedasen registrados en forma de
escritos permanentes. Y allí en la Biblia, el "registro público" de Dios, como la llamaba
Ca1vino, encontramos que Dios habla repetidas veces de su celo.

Cuando Dios sacó a Israel de Egipto y lo llevó al Sinaí, para darle la ley y el pacto, su
celo fue uno de los primeros hechos que le enseñó en cuanto sí mismo. La sanción del
segundo mandamiento, que le fue dado a Moisés en forma audible y escrita "con el dedo
de Dios" en tablas de piedra (Exo. 31:18), se hizo con estas palabras: "Yo soy Jehová tu
Dios celoso" (20:5). Poco después Dios le dio a Moisés el mismo concepto en forma
más sorprendente: "Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es" (34: 14). Por
encontrarse en el lugar que se encuentra, este texto resulta sumamente significativo. El
hacer conocer el nombre de Dios -es decir, como siempre en la Escritura, su naturaleza
y su carácter- constituye un tema básico de Éxodo. En el capítulo 3 Dios había
declarado que su nombre era "Yo soy el que soy", o, simplemente, "yo SOY", y en el
capítulo 6, "Jehová" ("el SEÑOR"). Dichos nombres hacían referencia a su existencia
propia, su autodeterminación, y su soberanía. Luego, en el capítulo 34: 5ss, Dios había
proclamado a Moisés su nombre diciéndole que Jehová es "misericordioso y piadoso;
tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad;' que guarda misericordia que
perdona la iniquidad que visita la iniquidad... ". He aquí un nombre que destacaba su

106
gloria moral. Finalmente, siete versículos más adelante, como parte de la misma
conversación con Moisés, Dios resumió y redondeó la revelación sobre su nombre
declarando que era "Celoso". Está claro' que esta palabra inesperada representaba una
cualidad en Dios que, lejos de ser incompatible con la exposición anterior de su
nombre, era en algún sentido su resumen. Y como esta cualidad era en el sentido
verdadero su "nombre", es evidente que era muy importante que su pueblo la
comprendiera.

En realidad, la Biblia habla bastante sobre el celo de Dios. Hay otras referencias a él en
el Pentateuco (Num. 25:11; Deú. 4:24; 6:15; 29:20; 32:16,21), en los libros históricos
(Jos. 24: 19; 1 Rey. 14:22), en los profetas (Eze. 8:3-5; 16:38,42; 23:25; 36:5ss; 38:
19; 39:25; Joel 2: 18; Nah. 1:2; Sof. 1: 18; 3:8; Zac. 1: 14, 8:2), y en los Salmos
(78:58; 79:5). Se lo presenta constantemente como motivo para la acción, ya sea en ira
o en misericordia. "Me mostraré celoso por mi santo nombre" (Eze. 39:25); "Celé con
gran celo a Jerusalén y a Zion" (Zac. 1: 14); "Jehová es Dios celoso y vengador" (Nah.
1: 2). En el Nuevo Testamento Pablo les pregunta a los insolentes corintios:
"¿Provocaremos a celos al Señor?" (I Cor 10: 22); Santiago 4:5, versículo de difícil
interpretación, dice así en la RVR: "El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos
anhela celosamente. "

II

Empero, ¿de qué naturaleza es este celo divino? nos preguntamos. ¿Cómo puede ser una
virtud en Dios cuando es un defecto en los hombres? Las perfecciones de Dios son
asunto para la alabanza; pero, ¿cómo podemos alabar a Dios por ser celoso?

La respuesta a estas interrogantes la encontraremos teniendo en cuenta dos factores.


Primero: las afirmaciones bíblicas acerca del celo de Dios son antropomorfismos, vale
decir, descripciones de Dios en lenguaje tomado de la vida humana. La Biblia está llena
de antropomorfismo -el brazo, la mano, el dedo de Dios, su facultad de oír, de ver, de
oler; su ternura, enojo, arrepentimiento, risa, gozo, etcétera. La razón de que Dios'
emplee estos términos para hablamos acerca de sí mismo es la de que el lenguaje
tomado de nuestra propia vida personal constituye el medio más preciso de que
disponemos para comunicar nociones 'sobre él. El es un ser personal, y también lo
somos nosotros, de un modo que no lo comparte ninguna otra cosa creada. Sólo el
hombre, de todas las criaturas físicas, fue hecho a la imagen de Dios. Como nos
parecemos más a Dios que ningún otro ser que conozcamos, resulta más instructivo, y
menos desconcertante, que Dios se nos ofrezca en términos humanos de lo que lo sería
si se valiese de cualquier otro medio. Esto ya lo dejamos aclarando en el capítulo 15.

Ante los antropomorfismos de Dios, sin embargo, es fácil tomar el rábano de las hojas.
Hemos de tener presente que el hombre no es la medida de su Hacedor, y que, cuando
se emplea para Dios el lenguaje relacionado con la vida de los seres ,humanos no debe
suponerse que están incluidas las limitaciones de la criatura humana de conocimiento,
poder, visión, fuerza, o consistencia, o cualquiera otra semejante. Y debemos recordar
que aquellos elementos de las cualidades humanas que evidencian el efecto corruptor del
pecado no tienen contrapartida en Dios. Así, por ejemplo, su ira no es esa innoble
erupción de cólera humana tan frecuente en nosotros, señal de orgullo y debilidad, sino

107
que es la santidad que reacciona ante el mal, de un modo que resulta moralmente justo y
glorioso. "La ira del hombre no obra la justicia de Dios" (San. 11: 20), pero la ira de
Dios es precisamente su justicia manifestada en acción judicial. Del mismo modo, el
celo de Dios no es un compuesto de frustración, envidia, despecho, como lo es tan a
menudo el celo humano, sino que aparece en cambio como un fervor (literalmente)
digno de alabanza para preservar algo supremamente precioso. Esto nos lleva al segundo
punto.

Segundo: hay dos clases de celos entre los hombres, y sólo uno de ellos constituye un
defecto. El celo vicioso (la envidia) es una expresión de la actitud que dice: "Yo quiero
lo que tienes tú, y te odio porque no lo tengo." Se trata de un resentimiento infantil que
brota como consecuencia de la codicia no reprimida, que se expresa en envidia, malicia,
y mezquindad de proceder. Es terriblemente potente, porque se nutre y a la vez es
alimentado por el orgullo, la raíz principal de nuestra naturaleza caída. El celo puede
volverse obsesivo y, si se le da rienda suelta, puede llegar a destrozar totalmente una
personalidad que antes era firme. "Cruel es la ira, e impetuoso el furor; mas ¿quién
podrá sostenerse delante de la envidia?", pregunta el sabio (Pro. 27:4). Lo que con
frecuencia se denomina el celo sexual, la loca furia de un pretendiente rechazado o
suplantado, es de este tipo.

Pero hay otra clase de celo: el celo por proteger una I relación amorosa, o por vengarla
cuando ha sido rota. Este celo opera igualmente en la esfera del sexo; allí, sin embargo,
aparece, no como la reacción ciega del orgullo herido sino como fruto del afecto
conyugal. Como lo ha expresado el profesor Tasker, las personas casadas "que no
sintieran celo ante la irrupción de un amante o un adúltero en el hogar carecerían por
cierto de percepción moral; porque la exclusividad en el matrimonio es la esencia del
mismo" (The Epistle 0f James/La Epístola de Santiago, p. 106). Este tipo de celo es una
virtud positiva, por cuanto denota una real comprensión del verdadero significado de la
relación entre marido y mujer, juntamente con el celo necesario para mantenerla intacta.
El Antiguo Testamento reconocía la justicia de dicho celo, y especificaba una "ofrenda
de celos", y una prueba con una maldición aparejada a ella, por la que el esposo que
sospechaba que su mujer le había sido infiel y que en consecuencia estaba poseído de un
"espíritu de celos", pudiera salir de la duda, en un sentido u otro (Num. 5: 11-32). Ni
aquí ni en la otra referencia al esposo ofendido, en Proverbios 6: 34, sugiere la Escritura
que el "celo" sea cuestionable en este caso; más bien, trata su decisión de cuidar su
matrimonio contra la invasión, y de tornar medidas contra cualquiera que ose violarlo,
corno algo natural, normal y justo, y como prueba de que valora el matrimonio corno
corresponde.

Ahora bien, para la Escritura, invariablemente, el celo de Dios es de este último tipo:
vale decir, corno un aspecto de su amor hacia su pueblo del pacto. El Antiguo
Testamento considera el pacto de Dios corno su casamiento con Israel, que lleva en sí la
demanda de un amor y una lealtad incondicionales. La adoración de ídolos, y toda
relación comprometedora con idólatras no israelitas, constituía desobediencia e
infidelidad, lo cual Dios veía corno adulterio espiritual que lo provocaba al celo y la
venganza. Todas las referencias. mosaicas al celo de Dios tienen que ver con la
adoración de ídolos de un modo o de otro, todas tienen su origen en la sanción del
segundo mandamiento, que citamos anteriormente. Lo mismo se puede decir de Josué
24: 19; 1 Reyes 14:22; Salmo 78:58, y en el Nuevo Testamento 1 Corintios 10:22. En

108
Ezequiel 8:3, a un ídolo que se adoraba en Jerusalén se le llama, "imagen de celos, la
que provoca a celos", En Ezequiel 16 Dios caracteriza a Israel como su esposa adúltera,
embrollada en impías alianzas con ídolos e idólatras de Canaán, Egipto, y Asiría, y
pronuncia sentencia corno sigue: "Yate juzgaré por las leyes de las adúlteras, y de las
que derraman sangre; y traeré sobre ti sangre de ira y de celos" (v. 38; cf. v. 42;
23:25).

Por estos pasajes podemos ver claramente lo que quería decir Dios cuando le dijo a
Moisés que su nombre era "Celoso". Quiso significar que exige de aquellos a quienes ha
amado y redimido total y absoluta lealtad, y que vindicará .su exigencia mediante
acción rigurosa contra ellos si traicionan su amor con infidelidad. Calvino dio en el
clavo cuando explicó la sanción del segundo mandamiento corno sigue:

El Señor con frecuencia se dirige a nosotros en el carácter de esposo... Así corno él


cumple todas las funciones de un esposo fiel y verdadero, requiere de nosotros amor y
castidad; es decir, que no prostituyamos nuestra alma con Satanás... Así como cuanto
más puro y casto sea un marido, tanto más gravemente se siente ofendido cuando ve que
su mujer se vuelve hacia un rival; así también el Señor, que en verdad nos ha desposado
consigo, declara que arde con el celo más ardiente cada vez que, ignorando la pureza de
su santo matrimonio, nos contaminamos con concupiscencias abominables, y
especialmente cuando la adoración de su Deidad, que tendría que haber sido mantenida
incólume con el mayor cuidado, se transfiere a otro, o se adultera con alguna
superstición; por cuanto de este modo no sólo violamos nuestro desposorio sino que
contaminamos el lecho nupcial, permitiendo en él a los adúltero s (Institutes, II, viii,
18; Institución de la Religión Cristiana, Países Bajos: Fundación Editora de literatura
Reformada, 1968, en dos volúmenes).

Empero, si hemos de ver la cuestión en su verdadera dimensión, tendremos que aclarar


algo más. El celo de Dios por su pueblo, como hemos visto, presupone el amor que'
responde al pacto; y dicho amor no es un afecto transitorio, accidental y sin objeto, sino
que es la expresión de un propósito soberano. El objetivo del amor de Dios en el pacto
es 1 el de contar con un pueblo en la tierra mientras dure la historia, y posteriormente el
de tener a todos los fieles de todas las épocas consigo en la gloria. El amor pactado es
el centro del plan de Dios para su mundo. Y esa la luz del plan total de Dios para su
mundo que debe entenderse, en último análisis, su celo. Porque el objetivo último de
Dios como lo declara la Biblia, es triple: el de vindicar su gobierno y su justicia
mostrando su soberanía al juzgar el pecado; el de rescatar y redimir a su pueblo elegido;
y el de ser amado y alabado por ellos por sus gloriosos actos de amor y auto
vindicación. Dios busca lo que nosotros deberíamos buscar -su gloria, en y a través de
los hombres-, y su celo tiene como fin asegurar al cabo dicho propósito. Su celo es,
precisamente, en todas sus manifestaciones, "el celo de Jehová de los ejércitos" (Isa. -
9:7; 37:32; cf. Eze. 5:13) para lograr el cumplimiento de su propósito de Misericordia y
justicia.

De manera que el celo de Dios lo lleva, de un lado, a juzgar y destruir a los infieles
entre su pueblo, los que caen en la idolatría y el pecado (Deu. 6:14s; Jos. 24:19; Sof. 1:
18) ;y, más aun, a juzgar a los enemigos de la justicia y la misericordia en todas partes
(Nah. 1:2; Eze. 36:5s; Sof. 3:8); también lo lleva, de otro lado, a restaurar a su pueblo
luego que el juicio nacional los ha castigado y humillado (el juicio de la cautividad,

109
Zacarías 1: 14; 8:2; el juicio de la plaga de langostas, Joel 2: 18). ¿Y qué es lo que
motiva estas acciones? Simplemente el hecho de que se muestra "celoso por [su] santo
nombre" (Eze. 39:25). Su "nombre" es su naturaleza y su carácter como Jehová, el
Señor, soberano de la historia, el "nombre" que debe ser conocido, honrado, alabado.
"Yo Jehová, este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas."
"Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea mancillado mi nombre, y mi
honra no la daré a otro"(Isa. 42:8; 48: 11). He ahíla quintaesencia del celo de Dios.

III

¿Qué relación práctica tiene todo esto con los que se dicen pueblo del Señor? La
respuesta podemos dada bajo dos encabezamientos.

1. El celo de Dios exige que seamos celosos para con Dios

Como la respuesta adecuada al amor de Dios para con nosotros es amor para con él, así
también la respuesta adecuada a su celo por nosotros es el celo para con él. Su ' interés
en nosotros es grande; por ello nosotros también r debemos ocupamos grandemente de
él. Lo que implica la 1 prohibición de la idolatría en el segundo mandamiento es que el
pueblo de Dios ha de dedicarse en forma positiva y apasionada a su persona, su causa, y
su honor. La palabra bíblica para tal devoción es justamente celo, a veces denominado
precisamente celo de Dios. Dios mismo, como hemos visto, ostenta dicho celo, y los
fieles han de manifestarlo también.

La descripción clásica del celo de Dios la hizo el obispo C. Ryle. Lo citamos


extensamente: El celo en lo religioso es un deseo ardiente de agradar a Dios, hacer su
voluntad, y proclamar su gloria en el mundo en todas sus formas posibles. Es un deseo
que ningún hombre siente por naturaleza -que el Espíritu pone en el corazón de todo
creyente cuando se convierte-, pero que algunos creyentes sienten en forma mucho más
fuerte que otros, al punto de que sólo ellos merecen que se los considere "celosos”...

El hombre celoso en lo religioso es prominentemente hombre de una sola cosa. No basta


con decir que es diligente, sincero, inflexible, cabal, activo, ferviente en espíritu. Sólo
ve una cosa, está envuelto en una sola cosa; y esa sola cosa es agradar a Dios. Sea que
viva o que muera: sea que tenga salud, sea que padezca enfermedad; sea rico o sea
pobre; sea que agrade a los hombres o que los ofenda; sea que se lo considere sabio, o
que se lo considere tonto; sea que reciba alabanza o que reciba censura; sea que reciba
honra o pase vergüenza; al hombre que tiene celo nada de esto le importa. Siente fervor
por una sola cosa; y esa sola cosa es agradar a Dios y proclamar su gloria. Si ese fervor
ardiente lo consume, esto tampoco le importa; está contento. Siente que, como una
lámpara, ha sido hecho para arder; y si se consume al arder, no ha hecho más que
cumplir con la tarea para la que Dios lo ha señalado. Tal persona siempre encontrará
campo para su celo. Si no puede predicar, trabajar, dar dinero, podrá llorar, suspirar,
orar. ... Si no puede luchar en el valle con J Josué, hará la obra de Moisés, Aarón, y
Hur en el monte (Exo. 17:9-13). Si se le impide trabajar a él mismo, no le dará
descanso al Señor hasta que la ayuda necesaria surja de alguna parte y la obra se realice.
Esto es lo que quiero decir cuando hablo de "celo" en lo religioso (Practical
Religion/Religión práctica, ed. 1959, p. 130).

110
El celo, anotamos, es un mandato en las Escrituras. Se lo alaba. Los cristianos han de
ser "celosos de buenas obras" (Tit. 2: 14). Por su "celo", luego de haber sido
reprendidos, los corintios fueron aplaudidos (II Coro 7: 11). Elías sintió "un vivo celo
por Jehová Dios de los ejércitos" (1 Rey. 19: 10,14), y Dios honró su celo enviando un
carro de fuego que lo llevase al cielo y eligiéndolo como el representante de la
"compañía de los profetas" para estar con Moisés en el monte de la transfiguración y
hablar con el Señor Jesús. Cuando Israel provocó la ira de Dios por su idolatría y su
prostitución, y Moisés hubo sentenciado a los culpables a muerte y el pueblo lloraba, y
un hombre eligió ese momento para aparecer con una mujer madianita del brazo, y
Finees, prácticamente loco de desesperación, alanceó a ambos, Dios ensalzó a Finees
por haber tenido "celo por su Dios", "llevado de celo entre ellos; por lo cual yo no he
consumido en mi celo a los hijos de Israel" (Num. 25: 11,13). Pablo era un hombre
celoso, concentrado enteramente en la obra para su Señor. Estando en peligro de ser
encarcelado, y del sufrimiento consiguiente, declaró: "De ninguna cosa hago caso, ni
estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el
ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de
Dios" (Hec. 20: 24). Y el propio Señor Jesús fue un ejemplo supremo de celo. Cuando
lo vieron limpiar el templo "se acordaron sus discípulos de que está escrito: El celo de
tu casa me consume" (Juan 2:17).

¿Y qué de nosotros, entonces? ¿Nos consume el celo por la casa de Dios y la causa de
Dios? ¿Nos posee? ¿Arde realmente en nosotros? ¿Podemos decir, con el Maestro, "Mi
comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra" (Juan 4: 34)?
¿Qué clase de discipulado es el nuestro? ¿Tenemos o no necesidad de orar, con aquel
ardiente evangelista, George Whitefield -hombre tan humilde como lo era celoso-,
"Señor, ayúdame a comenzar a comenzar"?

2. El celo de Dios amenaza a las iglesias que no tienen celo de Dios

Amamos a nuestras iglesias; ellas tienen para nosotros recuerdos sagrados; no podemos
imaginar que desagraden a Dios, por lo menos, no seriamente. Pero el Señor Jesús en '
cierta ocasión le mandó un mensaje a una iglesia muy parecida a algunas de las nuestras
-la engreída iglesia de Laodicea- en el que le decía a la congregación que su falta de
celo constituía fuente de supremas ofensas para él. "Yo conozco tus obras, ni eres frío
ni caliente. ¡Ojala fueses frío o caliente!" ¡Cualquier cosa hubiera sido mejor que esa
apatía satisfecha de sí misma! "Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te
vomitaré de mi boca... Sé, pues, celoso, y arrepiéntete" (Apo. 3: 15s, 19). ¿Cuántas de
nuestras iglesias en el día de hoy son ortodoxas, respetables... y tibias? ¿Cuál ha de ser
entonces, la palabra de Cristo para ellas? ¿Qué esperanza podemos alentar, a menos
que, por la misericordia de ese Dios que en su ira recuerda la misericordia, encontremos
el celo necesario para el arrepentimiento? ; Avívanos, Señor, antes de que se
desencadene el juicio.

111
CAPITULO 18: LA ESENCIA DEL EVANGELIO

El príncipe Paris se había llevado a la princesa Elena a Troya. La fuerza expedicionaria


griega se había embarcado con el fin de recuperada, pero se vio detenida a mitad de
camino por persistentes vientos contrarios. Agamenón, el general griego, mandó traer a
su hija y ceremonialmente la mató en sacrificio a fin de apaciguar a los dioses, que
evidentemente le eran hostiles. El recurso dio resultado; los vientos del occidente
volvieron a soplar, y la flota llegó a Troya sin mayores dificultades.

Este incidente en la leyenda guerrera de Troya, que data del 1000 A.C., refleja la idea
de la propiciación en que se basan las religiones paganas en todo el mundo y en todas
las épocas. El concepto es como sigue. Hay diversos dioses, ninguno de los cuales
disfruta del dominio absoluto, pero cada uno con cierta facultad de hacer que la vida sea
más fácil o más difícil. Su humor es uniformemente imprevisible; se ofenden ante las
cosas más insignificantes, o se ponen celosos porque consideran que se les está
prestando demasiada atención a otros dioses o personas en detrimento de ellos, y se
desquitan manipulando las circunstancias en contra del ofensor. El único recurso a esa
altura es seguidas la corriente y aplacados ofreciendo un sacrificio. La regla con los
sacrificios es la de que cuanto mayor sea tanto mejor, por cuanto los dioses. Refieren
algo más bien grande. En esto son crueles e implacables; pero ellos tienen la ventaja, y,
por lo tanto, ¿qué se puede hacer? El hombre sabio se inclina ante lo inevitable, y se
asegura de que ofrece algo lo suficientemente atractivo como para obtener el resultado
deseado. Los sacrificios humanos, en particular, resultan costosos pero son efectivos.
De modo que la religión pagana aparece como un comercialismo insensible, cuestión de
manejar y manipular a los dioses mediante astutos sobornos; y, dentro del paganismo, la
propiciación, el aplacamiento del mal humor celestial, tiene su lugar como parte normal
de la vida, una de las muchas necesidades fastidiosas que no se pueden eludir.

Ahora bien; la Biblia nos saca completamente de ese mundo que es la religión pagana.
Condena al paganismo de entrada, tomándolo como una distorsión monstruosa de la
verdad. En lugar de un núcleo de dioses hechos todos obviamente a la imagen del
hombre, y que se comportan como muchas de las estrellas de cine de Hollywood, la
Biblia coloca al único Dios todopoderoso, el único Dios real y verdadero, en el que toda
bondad y verdad tienen su fuente, y al que toda perversión moral resulta aborrecible. En
él no hay mal humor, ni capricho, ni vanidad, ni mala voluntad. Podría suponerse, por
ello, que no cabría en la religión bíblica la noción de la propiciación.

Pero de ningún modo encontramos esto: todo lo contrario. La idea de la propiciación -es
decir, la de conjurar el furor de Dios mediante el sacrificio- recorre toda la Biblia. En el
Antiguo Testamento dicha idea está en la base de los rituales establecidos para "el
sacrificio expiatorio", el "sacrificio por la culpa", el día de la expiación (Lev. 4: 1-
6:7;16); además, encuentra expresión clara en relatos tales como el de Números l6:41ss,
donde Dios amenaza con destruir al pueblo por difamar su juicio sobre Coré, Datán, y
Abiram: "Y dijo Moisés a Aarón: Toma el incensario, y pon en él fuego del altar, y
sobre él pon incienso, y ve pronto a la congregación, y haz expiación por ellos, porque
el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado. Entonces...,

112
Aarón... hizo expiación por el pueblo... y cesó la mortandad" (v.46ss).

En el Nuevo Testamento el grupo de vocablos relacionados con la "propiciación" se


encuentra en cuatro pasajes de importancia tan trascendental que conviene que nos
detengamos a considerados a fondo.

El primero es la clásica declaración de Pablo relativa a la exposición razonada de la


justificación de los pecadores por Dios. Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado
la justicia de Dios... la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los
que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos
de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la
redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la
fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a
fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús" (Rom: 3:22-26).

El segundo es parte de la exposición en Hebreos relativa a la exposición racional de la


encarnación de Dios Hijo. "Convenía que en todo fuese semejado a sus hermanos, a fin
de que les fuese un sumo sacerdote misericordioso y fiel, en lo perteneciente a Dios,
para hacer propiciación por los pecados del pueblo" (Heb. 2: 17, VM).

El tercero es el testimonio de Juan sobre el ministerio celestial de nuestro Señor. "Si


alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él
es la propiciación por nuestros pecados" (I Juan 2: ls).

El cuarto es la definición del amor de Dios que hace Juan. "Dios es amor. En esto se
mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al
mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su hijo en propiciación por
nuestros pecados" (I Juan 4: 8-10).

¿Tiene la palabra "propiciación" algún lugar en nuestro cristianismo? En la fe


neotestamentaria ocupa un lugar central. El amor de Dios, el acto de hacerse hombre el
Hijo, el significado de la cruz, la intercesión celestial de Cristo, y el camino de la
salvación, se explican todos por ella, como lo demuestran los pasajes transcriptos; y
toda explicación en la que falte la noción de la propiciación será incompleta; más
todavía, conducirá al error, según los cánones neotestamentarios. Al decir esto,
nadamos en contra de la corriente de buena parte de la enseñanza moderna, y
condenamos de un solo trazo los puntos de vista de un gran número de distinguidos
dirigentes eclesiásticos del día de hoy; pero esto no lo podemos evitar. Pablo dijo: "Mas
si aun nosotros, o un ángel del cielo, [cuanto más un ministro, obispo, profesor o
maestro, o algún conocido escritor] os anunciare otro evangelio diferente del que os
hemos anunciado, sea anatema" ["Sea puesto bajo maldición", VP; "sea maldito",
Fuenterrabía] (Gál. 1:8). Y un evangelio sin propiciación en su centro es otro evangelio,
diferente del que predicaba Pablo. Las implicaciones de esto no deben eludirse.

II

En algunos casos las versiones castellanas han empleado la palabra expiación (o

113
"sacrificio expiatorio", "expiar") en lugar de propiciación. ¿Dónde está la diferencia? La
diferencia está en que expiación tiene la mitad del significado de la propiciación. La
expiación es una acción que tiene como su objeto el pecado; denota el acto de esconder,
cubrir, apartar, borrar el pecado [cf. aquí la VP - N. del T.], de modo que no constituya
ya una barrera para una amistosa comunión entre el hombre y Dios. La propiciación, sin
embargo, en la Biblia, denota todo lo que significa la expiación, además de la
consiguiente pacificación de la ira de Dios. Así han sostenido, por lo menos, los
eruditos cristianos a partir de la Reforma, cuando estas cosas comenzaron a estudiarse
por primera vez con vigor; y lo mismo puede sostenerse convincentemente hoy (véase
León Morris, The Apostolic Preaching of the cross / La predicación apostólica de la
cruz, pp. 125-285, para un ejemplo de ello). Pero en el presente siglo una cantidad de
investigadores, notablemente el DI. C. H. Dodd, han redescubierto el punto de vista del
unitario Socino del siglo dieciséis, una perspectiva que ya había sido retornada hacia
fines del siglo diecinueve por Albrecht Ritschl, uno de los fundadores del liberalismo
alemán, en el sentido de que no hay en Dios tal cosa como furor ocasionado por el
pecado humano, y en consecuencia no hay necesidad alguna, ni posibilidad, de
propiciación. Dodd se ha esforzado en demostrar que el grupo de palabras relacionado
con la "propiciación" en el Nuevo Testamento no lleva en sí el sentido de apaciguar el
furor de Dios, sino que denota solamente el apartamento del pecado, y que; por
consiguiente, resulta más acertado traducir "expiación".

¿Logra dicho autor lo que se propone? No podemos entrar aquí en los tecnicismos de lo
que constituye esencialmente una disquisición entre eruditos; más, por lo que pudiera
valer, adelantamos aquí nuestro veredicto. Dodd, parece, ha demostrado que este
conjunto de palabras no significa más que "expiación", si el contexto no requiere un
significado más amplio; pero no ha demostrado que el conjunto no puede significar
"propiciación" en contextos donde se requiere dicho significado. Esta es, no obstante, la
cuestión crucial: en la epístola a los Romanos (para referirnos al pasaje más claro y más
obvio de entre los cuatro) el contexto sí requiere el significado de "propiciación" en
3:25.

Porque en Romanos 1: 18 Pablo prepara su escena para la declaración del evangelio


afirmando que "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia
de los hombres". "La ira de Dios es dinámicamente y efectivamente operativa en el
mundo de los hombres, y por cuanto procede del cielo, el trono de Dios, es que resulta
así de activa" (John Murray, The Epistle to the Romans / La epístola a los Romanos,
tomo 1, pág. 34). En lo demás de Romanos 1 Pablo traza la actividad presente de la ira
de Dios en el endurecimiento judicial del hombre apóstata, expresada en la triple
repetición de la frase "Dios los entregó" (vv. 24, 26,28). Luego, en Romanos 2:1-16,
Pablo nos coloca ante la certidumbre del "día de la ira y de la revelación del justo juicio
de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras: ... a los que... no obedecen a
la verdad, sino que obedecen a la injusticia, tribulación y angustia... en el día en que
Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio" (vv.
5s, 8,16). En la primera parte de Romanos 3 Pablo prosigue con el argumento para
probar que todo hombre, tanto judío como gentil, por estar "bajo pecado" (v. 9), está
expuesto a la ira de Dios, tanto en su manifestación presente como futura. Aquí
tenemos, por tanto, a todo hombre en su estado natural, sin el evangelio; la realidad
definitiva en su vida, esté consciente de ello o no, es el furor activo de Dios. Pero
ahora, dice Pablo, a todos aquellos que antes eran "impíos" (4: 5) y "enemigos de Dios"

114
(5: 10), pero ahora depositan su fe en Cristo Jesús, "a quien Dios puso como
propiciación por medio de la fe en su sangre", les son dados gratuitamente aceptación,
perdón, y paz. Y los creyentes saben que "mucho más, estando justificados' ya en su
sangre, por él seremos salvos de la ira" (5:9).

¿Qué ha ocurrido? La ira de Dios contra nosotros, tanto presente como venidera, ha sido
sofocada. ¿Cómo se operó esto? Mediante la muerte de Cristo. "Siendo enemigos,
fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (5: 10). La "sangre" -es decir,
la muerte expiatoria de Jesucristo- anuló la ira de Dios contra nosotros, y aseguró el que
su relación con nosotros habrá de ser para siempre ya propicia y favorable. De allí en
más, en lugar de aparecer contrario a nosotros, habrá de manifestarse a favor de
nosotros en nuestra vida y nuestra experiencia. ¿Qué es lo que expresa, en
consecuencia, la frase "propiciación por medio de... su sangre"? Expresa, en el contexto
de la argumentación de Pablo, precisamente el siguiente pensamiento: que por su muerte
expiatoria a favor de nuestros pecados Cristo apaciguó la ira de Dios.

Cierto es que en la generación anterior Dodd intentó eludir esta conclusión arguyendo
que la ira de Dios en Romanos es un principio cósmico e impersonal de retribución, en
el que la mente y el corazón de Dios hacia los hombres no encuentra verdadera
expresión; en otras palabras, la ira de Dios es un proceso externo a la voluntad de Dios
mismo. Pero ahora se admite en forma creciente que este intento resultó ser un elegante
fracaso. "Resulta inadecuado -escribe T. V. G. Tasker- considerar al término ira
meramente como una descripción del "inevitable proceso de causa y efecto en un
universo moral", o como otra manera de hablar acerca de los resultados del pecado. Es
una cualidad más bien personal, sin la cual Dios dejaría de ser plenamente justo y su
amor se degeneraría hasta transformarse en sentimentalismo" (New Bible Dictionary
/Nuevo Diccionario Bíblico, ver bajo "Ira"). La ira de Dios es tan personal, y tan
potente, como lo es su amor; y, como el derramamiento de la sangre del Señor Jesús
fue la manifestación directa del amor de su Padre para nosotros, así también fue la
directa conjura de la ira de su Padre para con nosotros.

III

¿Qué viene a ser esa ira de Dios que fue propiciada en el Calvario? No es el furor
caprichoso, arbitrario, mal humorado y consentido que los paganos atribuyen a sus
dioses. No es el furor pecaminoso, resentido, malicioso, infantil que encontramos entre
los hombres. Es una función de esa santidad que le expresa en las demandas de la ley
moral de Dios ("Sed santos, porque yo soy santo"- 1 Pedo 1: 16) y de esa justicia que se
expresa en los actos divinos de juicio y recompensa. "Conocemos al que dijo: Mía es la
venganza, yo daré el pago" (Heb. 10: 30). La ira de Dios es "la santa revulsión del ser
de Dios contra aquello que es' la contradicción de su santidad"; da como resultado "una
positiva: exteriorización del desagrado divino" (John Murray, loco cit.). Y esto es ira
justa -la reacción correcta de la perfección moral en el Creador hacia la perversión
moral en la criatura. Lejos de ser moralmente dudosa la manifestación de la ira de Dios
al castigar el pecado, lo que sería realmente dudoso moral mente sería que él no
mostrase su ira de este modo. Dios no es justo -es decir, no obra del modo que es
correcto, no hace lo que corresponde que haga el juez- a menos que castigue como se lo
merece todo lo que sea pecado y obrar indigno. Dentro de un momento veremos a Pablo
mismo razonando sobre esta base.

115
IV

Notemos, a continuación, tres hechos en relación con la propiciación, como la describe


Pablo.

1. La propiciación es obra de, Dios mismo

En el paganismo el hombre propicia a sus dioses, y la religión se transforma en una


especie de comercialización y, más todavía, de soborno. En el cristianismo, empero,
Dios propicia su ira con su propia actuación. Dios puso a Cristo Jesús, dice Pablo,
como propiciación; envió a su Hijo, dice Juan, para ser la propiciación de nuestros
pecados. No fue el hombre, a quien Dios era hostil, el que tomó la iniciativa para
obtener la amistad de Dios, ni fue Cristo Jesús, el Hijo eterno, quien tomó la iniciativa
para volver la ira del Padre en amor. La idea de que el bondadoso Hijo le hizo cambiar
la actitud a su despiadado Padre, ofreciéndose en lugar del hombre pecador, no tiene
parte en el mensaje evangélico, es un concepto sub-cristiano, más aun, anti-cristiano,
porque niega la unidad de la voluntad en el Padre y el Hijo y por ello pasa a ser en
realidad 'politeísmo, con su creencia en dos dioses diferentes. Pero la Biblia elimina esta
posibilidad totalmente al insistir en que fue Dios mismo quien tomó la iniciativa cuando
sofocó su propia ira contra aquellos a quienes, a pesar de no merecido, amó y eligió
para salvar.

La doctrina de la propiciación es precisamente esto, que Dios tanto amó a los objetos de
su ira que dio a su propio Hijo con la mira de que él, por su sangre, hiciera provisión
para la remisión de su ira. Correspondía a Cristo resolver la cuestión de la ira de modo
que quienes Dios amó no volvieran a ser objeto de su ira, y que el amor lograse su
objetivo, consistente en hacer de los hijos de la ira los hijos de la buena voluntad de
Dios (John Murray, The Atonement/ La expiación, p. 15).

Tanto Pablo como Juan afirman esto en forma explícita y enfática. Dios revela su
justicia, dice Pablo, no solamente por medio de la retribución y el juicio según la ley de
Dios, sino también "aparte de la ley", al declarar justos a los que ponen su fe en
Jesucristo. Todos han pecado, más son todos justificados (absueltos, aceptados,
rehabilitados, puestos en la debida relación con Dios) en forma libre y gratuita (Rom.
3:21-24). ¿Cómo se lleva a cabo esto? "Por gracia" (es decir, misericordia por oposición
a mérito; amor para con los que no aman ni, podría decirse, son dignos de ser amados).
¿En qué forma obra la gracia? "Mediante la redención" (liberación por rescate) "que es
en Cristo Jesús". ¿Cómo es que, para qUienes depositan su fe en él, Cristo Jesús es la
fuente, el medio, y la sustancia de la redención? Porque, dice Pablo, Dios lo puso para
ser propiciación. De esta iniciativa divina surgen la realidad y la disponibilidad de la
redención.

El amor entre hermanos, dice Juan, es la semejanza familiar de los hijos de Dios; el que
no ama a los cristianos evidentemente no forma parte de la familia, por cuanto "Dios es
amor", y él comunica amor como parte de su naturaleza a todos los que lo conocen (I
Juan 4:7s). Pero "Dios es amor" es una fórmula vaga; ¿cómo podemos formamos una
idea cabal del amor que Dios quiere reproducir en nosotros? "En esto se mostró el amor
de Dios para con nosotros, en que Dios mandó a su Hijo unigénito... para que vivamos
por él." Y esto que Dios hizo no fue en reconocimiento de alguna devoción real de

116
nuestra parte, en absoluto. "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino que (en una situación en que nosotros no lo amábamos a él, y no
había en nosotros nada que lo moviera a hacer otra cosa que maldecimos y
desahuciamos por nuestra inveterada religiosidad] él nos amó a nosotros, y envió a su
Hijo en propiciación por nuestros pecados." Mediante esta iniciativa divina, dice Juan,
podemos conocer el sentido y la medida del amor que tenemos que emular.

El testimonio de ambos apóstoles a la iniciativa de Dios en la propiciación no podía ser


menos claro.

2. La propiciación es producto de la muerte de Jesucristo

La palabra "sangre", como lo indicamos más arriba, se refiere a la muerte violenta que
padecían los animales sacrificados según el pacto antiguo. Dios mismo instituyó dichos
sacrificios con mandamientos directos, y en Levítico 17: 11 explica por qué. "La vida
de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por
vuestras almas; y la misma sangre hará expiación ... " Cuando Pablo nos dice que Dios
puso a Jesús para ser la propiciación "por su sangre", lo que quiere decir es que lo que
apagó la ira de Dios, y con ello nos redimió de la muerte, no fue la vida o las
enseñanzas de Jesús, ni su perfección moral, ni su fidelidad al Padre, como tales, sino
el derramamiento de su sangre al morir. Con los otros escritores del Nuevo Testamento
Pablo señala la muerte de Jesús como el acto expiatorio, y explica la expiación en
términos de sustitución representativa -en la que el inocente toma el lugar del culpable,
en el nombre del culpable y por su bien, bajo el hacha del castigo judicial de Dios. Para
ilustrar esto podemos citar dos pasajes.

"Cristo nos redimió de la maldición de la ley." ¿Cómo? "Hecho por nosotros maldición"
(Gal. 3: 13). Cristo llevó la maldición de la ley que era para nosotros, para que no
tuviésemos que llevada nosotros. Esto es sustitución representativa.

"Uno murió por todos", y en la muerte de Jesús Dios estaba "reconciliando consigo al
mundo". ¿Qué envuelve esta reconciliación? "No tomándoles en cuenta a los hombres
sus pecados", sino haciendo que en Cristo fuesen "hechos justicia de Dios", vale decir,
aceptados como justos por Dios. ¿Cómo se logra esto de que no se les tome en cuenta
sus pecados? Imputando los pecados a otro, quien soportó las consecuencias. "Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado". De este modo surge que fue en sacrificio
por los pecadores, sufriendo la pena de muerte en su lugar, que "uno murió por todos"
(II Coro 5: 14,18-21). Esto es sustitución representativa.

La sustitución representativa, como forma y medio de expiación, fue enseñada


típicamente por el sistema de sacrificios instituido por Dios en el Antiguo Testamento.
Allí, al animal perfecto que iba a ser ofrecido por el pecado se lo constituía
simbólicamente en representante, para lo cual el pecador ponía su mano sobre la cabeza
del animal identificando de este modo al animal consigo y a sí mismo con el animal
(Lev. 4: 4,24; 29: 33); luego este era muerto como sustituto del oferente y la sangre era
rociada "delante de Jehová" y aplicada a uno de los altares, o a los dos, en el santuario
(vv. 6s, l7s, 25,30), como señal de que se había cumplido la expiación, conjurando la
ira y restaurando la comunión. En el día anual de expiación se utilizaban dos machos
cabríos: uno era muerto como sacrificio por el pecado en la forma acostumbrada, y el

117
otro, luego de que el sacerdote hubiese puesto sus manos sobre la cabeza del animal y
puesto los pecados de Israel "sobre la cabeza" del animal mediante la confesión de los
mismos, era enviado al desierto para que llevara "sobre sí todas las iniquidades de ellos
a tierras inhabitadas" (Lev. 16:21s). Este doble ritual enseñaba una sola lección: que
mediante el sacrificio de un sustituto representativo se conjura la ira de Dios y se
trasladan los pecados a un lugar fuera de la vista, de modo que no vuelvan a perturbar la
relación del individuo con Dios. El segundo macho cabrío (la víctima propiciatoria)
ilustra lo que, según el tipo, se lograba mediante la muerte del primer macho cabrío.
Dichos rituales constituyen el trasfondo inmediato de la enseñanza de Pablo sobre la
propiciación: es el cumplimiento del sistema de sacrificios del Antiguo Testamento lo
que proclama Pablo.

3. La propiciación manifiesta la justicia de Dios

Lejos de poner en tela de juicio la moralidad del método divino para resolver la cuestión
del pecado, dice Pablo, la doctrina de la propiciación la establece, y justamente tenía
como fin explícito el establecerla. Dios puso a su Hijo como propiciación de su propia
ira "para manifestar su justicia... a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es
de la fe de Jesús". La palabra "puso" implica una exhibición pública. Lo que Pablo
quiere significar es que el espectáculo público de la propiciación, en la cruz, fue una
manifestación pública, no sólo de misericordia justificante de parte de Dios, sino de
justicia como base de esa misericordia justificante.

Tal manifestación se hacía necesaria, dice Pablo, "a causa de haber pasado por alto, en
su paciencia, los pecados pasados". Lo que importa aquí es que aun cuando los hombres
eran, y lo habían sido desde tiempos inmemorables, tan malos como los pinta Romanos
1, Dios no se había propuesto en ningún momento desde el diluvio darle públicamente a
la raza lo que se merecía. Si bien los hombres no habían sido en nada mejores desde el
diluvio, de lo que fueron sus padres antes del mismo, Dios no había reaccionando ante
su impenitencia, su irreligiosidad, y desobediencia con actos públicos de providencia
adversa. En cambio de ello había obrado "haciendo bien, dándonos lluvia... y tiempos
fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones" (Hech. 14: 17). Este
"pasar por alto" de los pecados "en su paciencia" no era, desde luego, perdón, sino
postergación del juicio solamente; no obstante, sugiere una pregunta. Si, como ocurre,
los hombres hacen lo malo, y el Juez de toda la tierra sigue haciéndoles el bien, ¿puede
él seguir preocupándose de la moralidad y la santidad, la distinción entre el -bien y el
mal en la vida de sus criaturas, como parecía preocuparse anteriormente, y como
parecería requerirlo la justicia perfecta? Más aun, si permite que los pecadores sigan sin
castigo, ¿no podría decirse acaso que está lejos de ser perfecto en el cumplimiento de su
oficio de Juez de todo el mundo?

Pablo ya ha contestado la segunda parte de esta pregunta con su doctrina del "día de la
ira y... del justo Juicio" en Romanos 2: 1-6. Aquí responde a la primera parte, diciendo
en efecto que, lejos de no importarle a Dios las cuestiones morales, y la justa
retribución del mal obrar, a Dios le preocupan tanto estas cosas que no perdona -aun
más, nos parece que Pablo diría rotundamente que no puede perdonar- a los pecadores,
ni justifica a los incrédulos, salvo sobre la base de la justicia que se manifiesta en la
retribución. Nuestros pecados ya han sido castigados; la rueda de la retribución ya ha
girado; el juicio ya ha sido desencadenando sobre nuestra impiedad- pero cayó sobre

118
Jesús, el cordero de Dios, que ocupó nuestro lugar. De este modo Dios es justo -y
además el que justifica a los que depositan su fe en Jesús, "el cual fue entregado por
nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación" (4: 25).

De modo que la justicia de Dios Juez, que se declara en forma tan vívida en la doctrina
de la ira divina en la primera parte de la carta de Pablo, vuelve a declararse en la
doctrina paulina sobre el modo en que esa ira divina fue conjurada. Resulta vitalmente
importante para su argumentación demostrar que las doctrinas de la salvación y de la
condenación manifiestan ambas la esencial justicia retributiva inherente al carácter
divino. En cada caso -la salvación de los que se salvan, y la condenación de los que se
pierden- se produce la retribución; se inflige castigo; Dios es justo, y la justicia se
cumple.

Lo que hemos dicho hasta aquí puede re sumirse del siguiente modo. El evangelio nos
dice que nuestro Creador es ahora nuestro Redentor. Anuncia que el Hijo de Dios se ha
hecho hombre para nosotros los hombres y nuestra salvación, y ha muerto en la cruz
para salvamos del juicio eterno. La descripción básica de la muerte salvante de Cristo en
la Biblia es que se trata de una propiciación, es decir, aquello que sofocó la ira de Dios
contra nosotros borrando nuestros pecados de su vista. La ira de Dios es su justicia
reaccionando con la injusticia; ella se muestra en la justicia retributiva. Pero Cristo
Jesús nos ha protegido de la alucinadora perspectiva de la justicia retributiva haciéndose
nuestro sustituto representativo, en obediencia a la voluntad de su Padre, y recibiendo el
pago de nuestro pecado en nuestro lugar. De este modo se ha hecho justicia, por cuanto
los pecados de todos los que alguna vez serán perdonados fueron juzgados y perdonados
en la persona de Dios Hijo, y es sobre esta base que ahora se nos ofrece perdón a
nosotros los que hemos ofendido. El amor redentor y la justicia retributiva unieron sus
manos, por decirlo así, en el Calvario, porque allí Dios se mostró "justo, y el que
justifica al que es de la fe de Jesús"

-¿Entendemos esto? En caso afirmativo hemos penetrado hasta el corazón mismo del
evangelio cristiano. Ninguna versión de dicho mensaje va más profunda que aquella que
declara que el problema fundamental del hombre ante Dios es su pecado, pecado que
despierta la ira, y que la provisión básica de Dios para el hombre es la propiciación,
propiciación que surgiendo de la ira produce paz. En verdad, algunas versiones del
evangelio son dignas de censura porque jamás llegan a este nivel.

Todos habremos oído presentaciones del evangelio como si fuese la respuesta triunfante
de Dios para los problemas humanos -problemas de relación del hombre consigo mismo,
con sus semejantes, y con su medio. Bien es cierto que el evangelio aporta soluciones
para dichos problemas, pero lo hace resolviendo primero un problema más profundo -el
más profundo de los problemas humanos, el problema de la relación del hombre con su
Hacedor; y a menos que dejemos bien en claro que la solución de aquellos problemas
depende de que resolvamos primeramente el problema básico, falseamos el mensaje y
somos testigos falsos de Dios; porque una media verdad presentada como si fuera toda
la verdad se transforma por ese mismo hecho en una falsedad. Ningún lector del Nuevo
Testamento puede dejar de ver que sus escritores conocen perfectamente todos nuestros
problemas humanos -temor, cobardía moral, debilidad corporal y mental, soledad,

119
inseguridad, desesperanza, desesperación, crueldad, abuso de poder, y todo lo demás-,
pero de la misma manera ningún lector del Nuevo Testamento puede perder de vista el
hecho de que, de un modo u otro, todos esos problemas tienen su origen en el problema
fundamental que es el pecado contra Dios. Por pecado el Nuevo Testamento no entiende
los errores sociales o los fracasos, en primera instancia, sino la rebelión contra el Dios
Creador, el desafío a su soberanía, el apartamento de él, y la consiguiente culpabilidad
ante él; y el pecado, dice el Nuevo Testamento, es el mal principal del cual necesitamos
ser liberados; justamente, para salvamos de él murió Cristo. Todo lo que ha andado mal
en la vida humana entre hombre y hombre es, en última instancia, debido al pecado; y
nuestra situación actual, la de estar en malas relaciones con nosotros mismos y con
nuestros semejantes, no puede ser remediada mientras no hayamos arreglado nuestra
situación con Dios.

La falta de espacio nos impide embarcamos aquí en una demostración de que el tema
del pecado, el de la propiciación, y el del perdón, constituyen los aspectos estructurales
básicos del evangelio neotestamentario; mas si nuestros lectores quisieran repasar
atentamente Romanos 1-5, Gálatas 3, Efesios 1-2, Hebreos 8-10, 1 Juan 1-3, y los
sermones en Hechos, creemos que encontrarán que no cabe duda alguna en cuanto a
esto. Si surgiera un interrogante sobre la base de que la palabra "propiciación" sólo
aparece en el Nuevo Testamento cuatro veces, la respuesta es que el concepto de la
propiciación aparece constantemente.

Algunas veces la muerte de Cristo se describe como reconciliación, o la concertación de


la paz luego del odio y la guerra (Rom. 5: lOs; II Coro 5: 18ss; Col. 1:20ss); a veces se
la describe como redención, o liberación por rescate del peligro y la cautividad (Rom.
3:24; Gal. 3: 13; 4:5; 1 Pedo 1: 18, Apo. 5: 9); otras veces se la pinta como un
sacrificio (Efe. 5:2; Heb. 9 - 10: 18), como un acto de entrega voluntaria (Gal. 1: 4; 2:
20; 1 Tim. 2: 6), de cargar con el pecado (Juan 1: 29; 1 Pedo 2: 24; Heb. 9: 28), y de
derramamiento de sangre (Mar. 14:24; Heb. 9:14; Apo. 1:5). Todos estos aspectos
tienen que ver con la idea de quitar el pecado y la restauración de una comunión franca
entre el hombre y Dios, como lo demuestra la lectura de los versículos mencionados; y
todos ellos tienen como su trasfondo la amenaza del juicio divino, juicio que fue
conjurado por la muerte de Jesús. En otras palabras, son otras tantas figuras e
ilustraciones de la realidad de la propiciación, vista desde distintos puntos de vista. Es
falaz imaginar, como lo hacen muchos investigadores lamentablemente, qué esa
variedad de lenguaje deba significar al mismo tiempo variación en el pensamiento.

A esta altura debemos agregar una consideración más. No es solamente que la doctrina
de la propiciación nos lleve al corazón del evangelio neotestamentario; también nos
conduce a una posición ventajosa desde la cual podemos ver lo fundamental de muchas
otras cosas. Cuando estamos en la cumbre de una montaña, podemos ver toda la
campiña alrededor, y disfrutamos de una amplitud de visión que resulta imposible desde
cualquier otro punto en la zona. De igual manera, cuando hemos dominado la doctrina
de la propiciación, podemos ver toda la Biblia en perspectiva, y estamos en posición de
medir cuestiones vitales que no pueden comprenderse adecuadamente en ninguna otra
condición. En lo que sigue, hemos de tocar cinco de dichas cuestiones: la fuerza motriz
en la vida de Jesús; el destino de aquellos que rechazan a Dios; el don de la paz con
Dios; las dimensiones del amor de Dios; y el significado de la gloria de Dios.

120
VI

Pensemos primero, entonces, en la fuerza motora en la vida de Jesús. Si dedicamos una


hora a leer enteramente el evangelio según Marcos (un ejercicio sumamente
provechoso:' encarecemos al lector que lo haga aquí y ahora), obtenemos una impresión
de Jesús que incluye por lo menos cuatro aspectos.

La impresión básica será la de un hombre de acción: un hombre que está siempre en


movimiento, invariablemente modificando situaciones y provocando cosas, obrando
milagros; llamando y formando discípulos; desbaratando errores que pasaban por
verdades, y la irreligiosidad que pasaba por piedad; y, finalmente, dirigiéndose
directamente y con los ojos abiertos hacia la traición, la condenación, y la crucifixión,
una especie de antojadiza secuencia de irregularidades sobre las que nos queda, del
modo más extraño, la impresión de que él mismo las controlaba en todo momento.

La impresión siguiente será la de un hombre que se sabía persona divina (Hijo de Dios),
que cumplía un papel mesiánico (Hijo del Hombre). Marcos nos muestra claramente que
cuanto más se entregaba Jesús a sus discípulos, tanto más tremendamente enigmático lo
encontraban; cuanto más próximos estaban a él, tanto menos lo entendían. Esto suena
paradójico, pero es estrictamente cierto, porque a medida que aumentaba su intimidad
con él se acercaban más a la comprensión que él tenía de sí mismo como Dios y
Salvador, y esto es algo a lo cual ellos no le veían pie ni cabeza. Pero esa singular
autoconciencia doble de Jesús, confirmada por la voz de su Padre desde el cielo en el
bautismo y la transfiguración (Mar. 1:11; 9:7), surgía constantemente. Basta pensar, de
una parte, en la pasmosa naturalidad con la que asumía autoridad absoluta en todo lo
que decía y hacía (véase 1: 22,27; 14: 27 -33), Y por otra, su respuesta a la doble
pregunta del sumo sacerdote durante su proceso judicial: "¿Eres tú el Cristo [Mesías, el
Rey-salvador de Dios], el Hijo del Bendito [persona sobrenatural y divina]?" - a lo cual
Jesús respondió categóricamente: "Yo soy" (14:61s).

A continuación nuestra impresión será la de un ser cuya misión mesiánica se centraba en


el hecho de que sería entregado a la muerte un ser que se estaba preparando
conscientemente y sin distracciones de este modo mucho antes de que la idea de un
Mesías sufriente fuera captada por nadie. Cuatro veces por lo menos, después de que
Pedro lo hubiera saludado como el Cristo en Cesárea de Filipo, Jesús predijo que habría
de ser muerto y que resucitaría, aunque sin que los discípulos pudieran comprender lo
que les decía (8:31, cf. v. 34s; 9:9; 9:31; 10:33s). En otras ocasiones hablaba del hecho
de su muerte como algo seguro (12:8; 14: 18ss), algo predicho ya en la Escritura
(14:21,49), y algo que habría de conquistar para muchos una trascendental relación con
Dios. "El Hijo del Hombre... vino para dar su vida en rescate por muchos" (10: 45).
"Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada" (14:24).

La impresión final será la de un ser para el cual esta experiencia de la muerte fue la más
tremenda prueba. En Getsemaní "comenzó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi
alma está muy triste, hasta la muerte" (14:34). La gran ansiedad manifestada en su
oración (para la que "se postró en tierra" en lugar de arrodillarse o quedarse en pie) era
índice del rechazo y la desolación que sentía al contemplar lo que le esperaba. Jamás
sabremos hasta qué punto se habrá sentido tentado a decir amén después de la expresión
"aparta de mí esta copa", más bien que agregar "mas no lo que yo quiero, sino lo que

121
tú" (14: 36). Luego, en la cruz, Jesús evidenció que se encontraba en oscuridad interior
cuando exclamó ante su soledad: "Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (15:34).

¿Cómo podemos explicar la creencia de Jesús en la necesidad de su muerte? ¿Cómo


podemos dar cuenta del hecho de que lo que lo empujaba durante su ministerio público,
como lo afirman los cuatro evangelios, era la convicción de que debía ser muerto? ¿Y
cómo podemos explicar el hecho de que, mientras que los mártires como Esteban
afrontaban la muerte con gozo, y hasta Sócrates, el filósofo pagano, bebió la cicuta y
murió sin estremecerse, Jesús el siervo perfecto de Dios, que jamás había demostrado
anteriormente el menor temor hacia el hombre, ni dolor, ni sentido de pérdida, en el
Getsemaní parecería estar muerto de miedo, y en la cruz se declaró abandonado por
Dios? "Jamás hombre alguno temió a la muerte como este hombre", comentó Lutero.
¿Por qué? ¿Qué significa esto?

Quienes ven en la muerte de Jesús nada más que un trágico accidente, en nada diferente
esencialmente de la muerte de cualquier otro hombre condenado falsamente, no pueden
sacar nada en limpio de todos estos hechos. El único curso que les queda, sobre la base
de sus principios, es el de suponer que Jesús tenía en su ser un mórbido rasgo de
timidez que de tanto en tanto lo traicionaba: primero, induciendo en su ánimo una
especie de deseo de morir, y luego abrumándolo con el pánico y la desesperación
cuando llegó el momento de la muerte. Pero como Jesús fue resucitado de la muerte, y
en el poder de su vida resucitada siguió enseñándoles a sus discípulos que su muerte
había sido una necesidad (Luc. 24:26s), esta así llamada explicación pareciera ser tanto
absurda como penosa. Con todo, quienes niegan la realidad de la expiación no tienen
nada mejor que decir.

Más, si relacionamos los hechos en cuestión con la enseñanza apostólica acerca de la


propiciación, las cosas se aclaran de inmediato. "¿Acaso no podemos argumentar",
preguntaba James Denney, "que estas experiencias de temor mortal y de desamparo son
de una pieza con el hecho de que, en su muerte y en la agonía del Getsemaní, por los
que aceptó esa muerte como la copa que su Padre le había dado que bebiese, Jesús
estaba cargando sobre sí los pecados del mundo, aceptando que se lo contase entre los
transgresores, e incluso llegando a serlo?" (The Death of Christ/ La muerte de Cristo,
ed. 1911, p. 46). Si a Pablo o a Juan se le hubiese hecho esta pregunta no cabe duda
alguna de lo que hubieran contestado. Jesús tembló en el Getsemaní porque iba a ser
hecho pecado, e iba a recibir el juicio de Dios por el pecado; y fue porque
efectivamente sufrió el juicio que se declaró abandonado por Dios en la cruz. La fuerza
motora en la vida de Jesús era su decisión de hacerse "obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz" (Fil. 2:8), y el carácter único y tremendo de su muerte radica en el
hecho de que gustó en el Calvario la ira de Dios que nos correspondía a nosotros; pero
de este modo hizo propiciación por nuestros pecados. Siglos antes ya lo había declarado
Isaías. "Le tuvimos por herido de Dios...; el castigo de nuestra paz fue sobre él...;
Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros; por la rebelión de mi pueblo fue herido
con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo; cuando haya puesto su vida en expiación por
el pecado... verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho" (lsa. 53:4-
10).

¡Oh Cristo, qué cargas te hicieron inclinar la cabeza! Nuestra carga fue depositada
sobre ti; tú ocupaste el lugar del pecador, llevaste todas mis enfermedades por mí.

122
Llevado como víctima, tu sangre fue derramada; ahora ya no hay carga para mí. El
Santo escondió su rostro, oh Cristo, ese rostro fue escondido de ti: la muda oscuridad
envolvió tu alma por un momento, esa oscuridad nacida de mi culpa. Pero ahora ese
rostro de gracia radiante brilla y me da a m í la luz. Hemos discurrido en extenso en
esto, dada su importancia para comprender los hechos básicos del cristianismo; las
secciones que siguen no necesitan ser tan largas.

VII

Pensemos, en segundo lugar, en el destino de los que rechazan a Dios. Los


universalistas suponen que la clase de personas mencionadas en este encabezamiento
terminará finalmente por no tener miembros; pero la Biblia indica lo contrario. Las
decisiones que se toman en esta vida tienen consecuencias eternas. "N o os engañéis
[como ocurriría si hicieseis caso a los universalistas]; Dios no puede ser burlado: pues
todo lo que el hombre sembrare, eso también segará" (Gal. 6:7). Aquellos que en esta
vida rechazan a Dios serán rechazados para siempre por Dios. El universalismo es la
doctrina de que, entre otros, Judas será salvo; pero Jesús no creyó así. "A la verdad el
Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el
Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido" (Mar. 14:
21). ¿Cómo hubiera podido decir esas últimas palabras Jesús si pensaba que en última
instancia Judas iba a ser salvo?

Algunos, por lo tanto, tendrán que afrontar una eternidad en el destierro. ¿Cómo
podemos comprenderlo que se acarrean para sí dichas personas? Desde luego que no
podemos formamos ninguna idea acertada del infierno, como tampoco podemos hacerlo
del cielo, y sin duda es mejor que no podamos; pero quizá la noción más clara que
podamos formarnos es la que se deriva de la contemplación de la cruz.

En la cruz, Dios juzgó nuestros pecados en la persona de su Hijo, y Jesús soportó los
resultados de la acción retributiva correspondiente a nuestro mal obrar. Contemplemos
la cruz, por lo tanto, y veremos cómo será en definitiva la reacción judicial de Dios para
con el pecado de la humanidad. ¿Cómo será? En una palabra, retiro del bien y anulación
de sus efectos. En la cruz Jesús perdió todo el bien que tuvo antes: todo sentido de la
presencia y el amor de Dios, todo sentido de bienestar físico, mental, y espiritual, todo
disfrute de Dios y de las cosas creadas, todo lo agradable y reconfortante de las
amistades, le fueron retirados, y en su lugar no quedó sino soledad, dolor, y un
tremendo sentido de la malicia y la insensibilidad humanas, y el horror de una gran
oscuridad espiritual. El dolor físico, si bien grande (porque la crucifixión sigue siendo la
forma más cruel de ejecución judicial que el mundo haya conocido), era, no obstante,
una parte pequeña de su agonía; los sufrimientos principales de Jesús fueron mentales y
espirituales, y lo que estaba contenido en un lapso de menos de cuatrocientos minutos
era en sí mismo una eternidad, como bien lo saben los que sufren mentalmente.

Así, también, los que rechazan a Dios tienen que prepararse- para el momento en que se
verán desprovistos de todo bien, y la mejor forma de hacerse una idea de lo que será la
muerte eterna es la de considerar este hecho. En la vida corriente, jamás notamos todo
el bien de que disfrutamos, como consecuencia de la gracia común de Dios, hasta que
nos vemos privados de ella. Jamás valoramos la salud, o condiciones seguras de vida, o
la amistad y el respeto de los demás, como debiéramos hacerla, hasta que los perdemos.

123
El Calvario nos muestra que bajo el juicio final de Dios nada podremos retener de lo
que hayamos valorado, o pudiéramos valorar; nada de lo que podamos llamar bueno. Es
un pensamiento terrible, pero podemos estar seguros de que la realidad es más terrible
aun. "Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido... “Que Dios nos ayude a aprender
esta lección, lección que el espectáculo de la propiciación mediante la sustitución penal
en la cruz nos enseña tan claramente, y que al final cada cual sea hallado en Cristo, con
los pecados cubiertos por su sangre.

VIII

Tercero, pensemos en el don de la paz de Dios. ¿Qué es lo que nos ofrece el evangelio
de Dios? Si decimos "la paz de Dios" no habrá objeción, ¿pero entenderán todos? ¡El
empleo de las palabras adecuadas no garantiza que se entiendan bien! Con harta
frecuencia se piensa que la paz de Dios fuera esencialmente un sentimiento de
tranquilidad interior, alegre y despreocupada, que nace del conocimiento de que Dios
nos va a proteger de los golpes más duros de la vida. Pero esto es falso, porque, por
una parte, Dios no proporciona a sus hijos un lecho de rosas de esta manera, y el que
así piensa se llevará un chasco; y, por otra, lo que resulta básico y esencial para la paz
de Dios no entra para nada que ver con este concepto. Las realidades que este concepto
de la paz de Dios busca (aunque las falsea, como hemos dicho) son las de que la paz de
Dios proporciona tanto el poder para enfrentar las propias bajezas y fracasos, y aprender
a vivir con ellos, como también la aceptación de "las hondas y flechas de la fortuna
desaforada" (para lo cual la denominación cristiana es la sabia providencia de Dios). La
realidad que esta noción ignora es la de que el ingrediente básico de la paz de Dios, sin
el cual las demás no pueden existir, es el perdón y la aceptación en el pacto, es decir,
adopción en la familia de Dios. Pero donde no se proclama este cambio de relación con
Dios -de la hostilidad a la amistad, de la ira a la plenitud del amor, de la condenación a
la justificación- tampoco se está proclamando verazmente el evangelio de la gracia. La
paz de Dios es, primero y principalmente, paz con Dios; es el estado de cosas en que
Dios, en lugar de estar contra nosotros, está por nosotros. Ninguna relación de la paz de
Dios que no comience por allí puede hacer sino daño. Una de las miserables ironías de
nuestro tiempo es la de que, mientras los teólogos liberales y "radicales" creen que están
re-descubriendo el evangelio para hoy, en su mayor parte han rechazado las categorías
de la ira, la culpa, la condenación, y la enemistad de Dios, y de este modo no pueden
presentar jamás el evangelio, porque ya no pueden proclamar el problema básico que el
evangelio de la paz resuelve.

La paz de Dios, por lo tanto, es primaria y fundamentalmente, una nueva relación de


perdón y aceptación, y la fuente de la cual proviene es la propiciación. Cuando Jesús
llegó a donde estaban sus discípulos en el aposento alto, al atardecer del día de la
resurrección, les dijo: "Paz a vosotros. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las
manos y el costado" (Juan 20: 19s). ¿Por qué hizo eso? No solamente para establecer su
identidad sino para recordarles la muerte propiciatoria en la cruz mediante la cual había
hecho la paz para ellos ante el Padre. Habiendo sufrido en lugar de ellos, como su
sustituto, para lograr la paz para ellos, ahora volvía en el poder de su resurrección para
traerles esa paz. "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." Es aquí
o sea, en el reconocimiento de que -mientras que nosotros por naturaleza estamos de
punta con Dios, y Dios con nosotros- Jesús ha hecho "la paz mediante la sangre de' su
cruz" (Col. 1: 20), donde comienza el verdadero conocimiento de la paz de Dios.

124
IX

Pensemos, en cuarto lugar, en las dimensiones del amor de Dios. Pablo ora pidiendo
que los lectores de su carta a los Efesios sean "plenamente capaces de comprender con
todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de
conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento" (Efe. 3: 18s). El toque de
incoherencia y de paradoja en su lenguaje refleja el sentido que tenía Pablo de que la
realidad del amor divino es inexpresablemente grande; con todo, piensa que alguna
medida de comprensión del mismo puede alcanzarse. ¿Cómo? La respuesta en Efesios
es esta: considerar la propiciación en su contexto, vale decir, todo el plan de la gracia
como aparece en los primeros dos capítulos de la carta (elección, redención,
regeneración, preservación, glorificación), en cuyo plan el sacrificio expiatorio de Cristo
ocupa el lugar central. Véanse las referencias clave a la redención y la remisión de
pecados, y el acercamiento a Dios de los que estaban lejos, mediante la sangre
(sacrificio de muerte) de Cristo (1: 7; 2: 13). Véase también la enseñanza del capítulo 5,
la que dos veces señala el sacrificio propiciatorio de Cristo como demostración y medida
de su amor por nosotros, ese amor que hemos de imitar en nuestro trato con los demás.
"Andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros,
ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante" (v. 2). "Maridos, amad a vuestras mujeres,
así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella" (v. 25). El amor de
Cristo fue gratuito, no fue resultado de ninguna bondad en nosotros (cf. 2: lss); fue
eterno, siendo uno con la elección de los pecadores, para salvar a los cuales el Padre
"los escogió en él antes de la fundación del mundo" (1:4); fue sin reservas, porque
condujo al Señor a las profundidades de la humillación, y, más todavía, a las
profundidades del infierno mismo, en el Calvario; y fue soberano, por cuanto ha
logrado lo que se proponía: la gloria final de los redimidos, su perfecta santidad y
felicidad en. la fruición de su amor (cf. 5:25-27), están ya garantizadas y aseguradas
(cf. 1:14; 2:7ss; 4: 30; 4: 11-16). Mediten en estas cosas, urge Pablo, si quieren obtener
una vista, por borrosa que sea, de la grandeza y la gloria del amor divino. Son estas
cosas las que conforman "la gloria de su gracia" (1: 6); solamente aquellos que las
conocen pueden alabar el nombre del trino Dios como corresponde. Y esto nos lleva al
último punto.

Pensemos, finalmente, en el significado de la gloria de Dios. En el aposento alto,


después de que Judas hubo salido a la oscuridad de la noche para traicionado, Jesús
dijo: "Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él" (Juan
13:31). ¿Qué quiso decir? "Hijo del Hombre" era su nombre en la función de Rey-
Salvador que antes de ser entronizado debía cumplir lo que profetizó Isaías 53; y cuando
habló de la glorificación del Hijo del Hombre en ese momento, y de la glorificación de
Dios en él, estaba pensando específicamente en la muerte expiatoria, en el "ser
levantado" en la cruz, lo cual Judas había ido a precipitar. ¿Alcanzamos a ver la gloria
de Dios en su sabiduría, poder, justicia, verdad, y amor, exhibidos en forma suprema en
el Calvario, en el acto de hacer propiciación por nuestros pecados? La Biblia sí la ve; y
nos atrevemos a agregar que si sintiésemos la carga y la presión de nuestros propios
pecados en su real dimensión, nosotros también la veríamos. En el cielo, donde estas
cosas se comprenden mejor, los ángeles y los hombres se unen para alabar al "Cordero
que fue inmolado" (Apo. 5: 11ss; 7:9ss). Aquí en la tierra quienes por la gracia se han

125
constituido en realistas espirituales hacen lo propio.

Soportando la vergüenza y desestimando el vituperio fue condenado en mi lugar; selló


mi perdón con su sangre: ¡Aleluya! ¡Qué salvador! ...Dejó el trono de su Padre en el
cielo, tan gratuita, tan infinita su gracia; se vació de todo menos el amor y sangró por la
impotente raza de Adán. ¡Asombroso amor! ¿Cómo puede ser? ¡Pues me encontró, oh
Dios, a mí ...Si tú has procurado mi libertad, y soportado gratuitamente en mi lugar la
plenitud de la ira divina, Dios no puede exigir dos veces el pago, primero de la mano de
mi ensangrentado fiador, y luego nuevamente la mía. Vuélvete luego, mi alma, a tu
descanso; los méritos de tu gran Sumo Sacerdote han comprado tu libertad. Confía en
su sangre eficaz, y no temas que seas expulsado por Dios, ¡porque Jesús murió por ti!

Estas son las canciones de los herederos del cielo, aquellos que han visto "la
iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz [es decir, la persona, el
ministerio, la obra terminada] de Jesucristo" (II COL 4:6).

Las buenas nuevas del amor redentor y de la misericordia propiciatoria, que es lo que
constituye la médula del evangelio, los estimula a alabar incesantemente. ¿Estamos
nosotros entre ellos?

CAPITULO 19: HIJOS DE DIOS

¿Qué es un cristiano? Esta pregunta puede contestarse de muchas maneras, pero la


respuesta más idónea que conozco es la de que cristiano es aquel que tiene a Dios por
Padre. Más, ¿no puede decirse esto con respecto a todos los hombres, sean cristianos o
no? ¡Por cierto que no! La idea de que todos los hombres son hijos de Dios no se
encuentra en la Biblia en ninguna parte. El Antiguo Testamento muestra a Dios corno el
Padre, no de todos los hombres, sino de su propio pueblo, la simiente de Abraham.
"Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo... “(Exo.
4:22s). El Nuevo Testamento ofrece una visión mundial, pero él también muestra a Dios
como Padre, no de todos los hombres, sino de aquellos que, sabiéndose pecadores,
ponen su confianza en el Señor Jesucristo como el enviado divino que lleva sus pecados,
y corno su maestro, y son así contados corno simiente espiritual de Abrahán. "Todos
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús;... todos vosotros sois corno uno en Cristo
Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois" (Gal. 3:26ss). El
ser hijo de Dios no es, por lo tanto, una condición que adquirimos todos por nacimiento
natural, sino un don sobrenatural que se recibe por aceptar a Jesús. "Nadie viene al
Padre [en otras palabras, es reconocido por Dios como hijo] sino por mi (Juan -14:6). El
don de la relación filial para con Dios se hace nuestro por el nuevo nacimiento y no por
el nacimiento natural. "A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les
dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios" (Juan 1: 12s).

El derecho de ser Hijo de Dios es, por lo tanto, un regalo de la gracia. No tiene carácter
natural sino adoptivo: y así lo describe explícitamente el Nuevo Testamento. En la ley
romana constituía práctica reconocida el que el adulto que quisiera heredero, alguien

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