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MONTES, Graciela LIJ05 El Corral de La Infancia

Este documento discute la tensión entre la realidad y la fantasía en la literatura infantil. Muchos pedagogos han condenado tradicionalmente la fantasía en los cuentos infantiles, viéndola como peligrosa e ilimitada. Sin embargo, la autora argumenta que esta oposición entre realidad y fantasía enmascara mecanismos ideológicos de los adultos para controlar e imponer su visión de la infancia. La literatura infantil refleja más las ideas de los adultos sobre los niños que las propias necesidades de estos.
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MONTES, Graciela LIJ05 El Corral de La Infancia

Este documento discute la tensión entre la realidad y la fantasía en la literatura infantil. Muchos pedagogos han condenado tradicionalmente la fantasía en los cuentos infantiles, viéndola como peligrosa e ilimitada. Sin embargo, la autora argumenta que esta oposición entre realidad y fantasía enmascara mecanismos ideológicos de los adultos para controlar e imponer su visión de la infancia. La literatura infantil refleja más las ideas de los adultos sobre los niños que las propias necesidades de estos.
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Graciela Montes.

El corral de la infancia
Acerca de los grandes, los chicos y las palabras

Colección dirigida por


María Adelia Díaz Rönner

LIBROS EL
QUIRQUINCHO

1990
Coquena Grupo Editor
Libros del Quirquincho
Sarmiento 1562, 3º E, Buenos Aires Segunda edición
Hecho el depósito que establece la ley 11. 723.
1ibro de edición argentina Printed in Argentina I.S.B.N. 950-737-006-4
Realidad y fantasía
o cómo se construye el corral de la infancia

La querella entre los defensores de la "realidad" y los defensores de la "fantasía" es una


vieja presencia en las reflexiones de los pedagogos acerca del niño y de lo que le conviene al
niño.
Según el parecer de muchos, una de las cosas que menos les convendría a los niños sería
precisamente la fantasía. Ogros, hadas, brujas, varitas mágicas, seres poderosos, amuletos
milagrosos, animales que hablan, objetos que razonan, excesos de todo tipo deberían según
ellos ser desterrados sin más contemplaciones de los cuentos. El ataque se hace en nombre de
la verdad, de la fidelidad a lo real, de lo razonable.
Ya Rousseau había determinado que poco y nada habría de intervenir la literatura en la
esmeradísima educación de su Emilio, y muchísimo menos los cuentos de hadas, lisa y
llanamente mentirosos. Y después de él innumerables voces se levantaron contra la fantasía.
1
A esta condena tradicional se agregará luego otra, formulada a la luz de la psicología
positivista. "Con los cuentos truculentos, sanguinarios y feroces que leyeron los niños hasta
ayer, es lógico que aumentara la criminalidad en tiempos de guerra y en tiempos de paz", así
decía el Mensaje del Comité Cultural Argentino que sirvió como prólogo al libro de Darío
Guevara, Psicopedagogía del cuento infantil, un clásico de los años cincuenta.
Y, para no quedarnos en los cincuenta, en 1978, durante la dictadura militar, un decreto
que prohibió la circulación de La Torre de cubos, de Laura Devetach, hablaba en sus
considerandos de exceso de imaginación -"ilimitada fantasía" dice- como una causa principal
para desaconsejarlo. 2

En fin, la fantasía es peligrosa, la fantasía está bajo sospecha: en eso parecen coincidir
todos. Y podríamos agregar: la fantasía es peligrosa porque está fuera de control, nunca se
sabe bien adónde lleva.
Pero ¿de qué se acusa en realidad a la literatura infantil cuando se la acusa de fantasía?
¿Por qué tanta pasión en la condena? ¿En nombre de qué valores se lanza el ataque? ¿Qué es
lo que se quiere proteger con ese gesto?
Estoy convencida de que, en esta aparente oposición entre realidad y fantasía, se
esconden ciertos mecanismos ideológicos de revelación/ ocultamiento que les sirven a los
adultos para domesticar y someter (para colonizar) a los chicos.
Para echar un poco de luz sobre la cuestión, es indispensable que antes tratemos de
entender qué es esa especie de bicho raro, la literatura infantil, un campo aparentemente
inocente y marginal donde, sin embargo, se libran algunos de los combates más duros y más
reveladores de nuestra cultura.
Para empezar, si la literatura infantil merece el nombre que tiene, si es literatura,
entonces es un universo de palabras con reglas de juego propias, un universo de palabras que
no nombra al universo de los referentes del mismo modo como cada una de las palabras que
lo forman lo nombraría en otro tipo de discurso, un universo de palabras que sobre todo se
nombra a sí mismo y alude, simbólicamente, a todo lo demás.
Por dar un ejemplo burdo: nadie corre a buscar un balde de agua cuando lee el relato de
un incendio. Sabe que el fuego está al servicio del cuento. Sin embargo, y aunque muchos
puedan pensar que esto es evidente, el Mensaje de los pedagogos que cité antes, por ejemplo,
o el Decreto de 1978 imaginan una relación tan directa y tan ingenua entre las palabras y las
cosas que recuerdan al que busca el balde para apagar el incendio del cuento.
Sí, se defenderían los que corrieron a buscar agua, será literatura, pero es literatura
infantil, y esa palabrita basta para que todo se trastorne, para que entren a terciar otras fuerzas,
para que cambien las reglas del juego. Porque lo infantil pesa, pesa mucho y, para algunos,
mucho más que la literatura. 3

Y claro, piensa uno, no puede menos que pesar: una literatura fundada en una situación
comunicativa tan despareja - el discurso que un adulto le dirige a un niño, lo que alguien que
"ya creció" y "sabe más" le dice a alguien que "está creciendo" y "sabe menos"- no puede
dejar de ser sensible a ese desnivel. Es una disparidad que tiene que dejar huellas. Pero
¿cuáles son las huellas que deja? ¿Y quién es el que deja marcas, el niño al que el texto busca
como lector, o más bien el adulto en el que se originó el mensaje?
En realidad, basta seguir mirando para darse cuenta de que todo lo que los grandes
hacemos en torno de la literatura infantil (no sólo cuando la escribimos, sino también cuando
la editamos, la recomendamos, la compramos... o la soslayamos) tiene que ver no tanto con
los chicos como con la idea que nosotros - los grandes- tenemos de los chicos, con nuestra
imagen ideal de la infancia.
Y ahí llegamos al ojo de la tormenta.
La relación entre los grandes y los chicos no es una campiña serena sino más bien una
región difícil y escarpada, de a ratos oscura, donde soplan vientos y tensiones, un nudo
complejo y central a nuestra cultura toda, que de ningún modo podría pretender yo despejar
en unas pocas palabras. Me limito a señalar que nuestra sociedad no ha confrontado todavía,
serenamente, como el tema merece, su imagen oficial de la infancia con las relaciones
objetivas que se les proponen a los chicos, porque una cosa es declamar la infancia y otra muy
distinta tratar con chicos. Sólo cuando franqueemos nuestra relación con los chicos podremos
franquearnos con su literatura. Hoy apenas estamos aprendiendo a cuestionar algunas de las
muchas hipocresías con que ocultamos nuestra relación con la infancia. Al menos, lo infantil
es hoy problemático. Pero ¿qué es lo infantil?
Hoy todo el mundo habla de la infancia. Sabemos, sin embargo, que durante
muchísimos años la cultura occidental se desentendió de los chicos (tal vez, sugieren los
historiadores, porque los chicos se morían como moscas y no valía la pena el esfuerzo de
detener la mirada en ellos), y que tardíamente, en el siglo XVIII muy especialmente, se
empezó a hablar de infancia.
Hasta entonces habría sido insólito que a un escritor se le hubiese ocurrido escribir para
los chicos. Los chicos recibían, en forma indiscriminado, los mensajes que se cruzaban entre
los grandes (entre esos mensajes estaban esos cuentos "sanguinarios, truculentos y feroces",
de los que hablaba nuestra cita, posiblemente mucho más sanguinarios, truculentos y feroces
de lo que llegarían a ser luego, cuando se convirtieran en tradicionalmente infantiles). Es de
imaginar que esos mensajes que se cruzaban entre adultos eran en parte incomprensibles y en
parte apasionantes, como siempre es para los chicos todo lo que pertenece al mundo de los
grandes.
Hay que admitir que, si bien los grandes tardaron en "descubrir" a los chicos, en cuanto
lo hicieron no cesaron de interesarse en ellos, y de la indiscriminación se pasó a una
especialización cada vez mayor: una habitación para los chicos (la nursery), la industria del
juguete, el jardín de infantes, muebles diminutos, ropa apropiada, la literatura deliberada, en
fin, "lo infantil". Con el tiempo se fue sabiendo más y más acerca de los chicos: su
evolución, sus etapas, sus necesidades, su psicología...
Fue la época de oro de los pedagogos.
Casi todos ellos compartían la opinión generalizada de que, si la literatura era infantil,
tenía que adaptarse -como la ropa, como los juguetes, como el mobiliario- a los parámetros
ya establecidos.

A esa época perteneció la condena, primero por mentirosos y por supersticiosos,


después por crueles y por inmorales, de los cuentos tradicionales, de los cuentos de hadas,
ogros y brujas. La fantasía de esos cuentos no era controlable y debía ser desterrada del
mundo infantil.
Los ogros, las brujas y las hadas europeos pasaron a la clandestinidad, pero
sobrevivieron a pesar de todo: se refugiaron en las clases populares, de donde habían salido, y
en las ediciones de mala calidad y sin pie de imprenta que se vendían por pocos centavos en
los mercados.
En América, otro coto de colonización tan interesante como la infancia,
simultáneamente, la vigorosa imaginería indígena -en la que no había el menor asomo de
especialización infantil- era arrinconada doblemente, por insensata, por desatada, y por
americana, y sólo sobrevivía en algunos bolsones, muchas veces mezclada con la imaginería
popular europea que traían los colonizadores.
Entretanto, la sensatez y el control avanzaban. Era la época de los juguetes didácticos y
también de una literatura que a mí me gusta llamar "de corral": dentro de la infancia (la
"dorada infancia" solía llamarse al corral), todo; fuera de la infancia, nada. Al niño, sometido
y protegido a la vez, se lo llamaba "cristal puro” y "rosa inmaculada" y se consideraba que el
deber del adulto era a la vez protegerlo para que no se quebrase y regarlo para que floreciese.
Con el tiempo se elaboraron reglas muy claras acerca de cómo tenía que ser un cuento
para niños. En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente comprensible (había
incluso una pauta que fijaba el porcentaje de vocabulario desconocido que se podía tolerar),
tenía que estar dirigido claramente a cierta edad y responder a los intereses rigurosamente
establecidos para ella. No podía incluir la crueldad ni la muerte ni la sensualidad ni la
historia, porque pertenecían al mundo de los adultos y no a la "dorada infancia"; eran bestias
del otro lado del corral y había que tenerlas a raya. Era común que esa literatura llamara a su
pretendido interlocutor, el niño ideal, "amiguito": una manera de ganarse su confianza y, a la
vez, mantenerlo en su lugar.
Fue en esa época de creciente control sobre la infancia cuando empezó a cobrar fuerza
la idea de que la fantasía podía ser peligrosa. Se proponía, como alternativa, una especie de
"realismo" muy particular que echó raíces y que, con altibajos, sobrevive hasta nuestros días.
Crecieron como hongos cuentos de “niños como tú", colocados en situaciones cotidianas,
semejantes en todo lo visible a las del lector -cuentos disfrazados por lo tanto de realistas -, en
los que, sin embargo, por arte de birlibirloque, la realidad era despojada de un plumazo de
todo lo denso, matizado, tenso, dramático, contradictorio, absurdo, doloroso: de todo lo que
podía hacer brotar dudas y cuestionamientos. Así, despojada, lijada, recortada y cubierta con
una mano de pintura brillante era ofrecida como la realidad, y el cuento, como cuento realista.
Los pedagogos, contentos, porque el cuento informaba acerca del entorno, "educaba" (fin
último de todo lo que rodeaba a lo infantil) y no se desmadraba por esos oscuros e
imprevisibles corredores de la fantasía.
Los discursos que tienen como tema la "información sexual" son particularmente
reveladores de ese mecanismo de información/escamoteo de información, de mostración/
ocultamiento que subyace en el realismo para consumo infantil. Los pedagogos más
progresistas consideraban necesario y recomendable en los años cincuenta que los relatos para
niños dieran cuenta de la actividad sexual en la naturaleza. Para eso, ya se sabe, se sugería
hablar de las flores primero, de los pollitos después y por último de los terneros. Más de allí
no llegaban ni siquiera los más audaces. Pero lo interesante es que mucho más enfáticas que
las recomendaciones para que se abriese la información eran las infaltables recomendaciones
para que no se fuesen a escapar las “aberraciones", para que no se soltasen las bestias. Sexo
sí, pero un sexo razonable, sin emociones, sin sexualidad, sin fantasía. 4
Es curioso, pero los mismos que proponían una literatura realista solían suponer que los
niños vivían en un mundo de ensoñaciones, con poco contacto con el mundo real. Parecían
pensar que al pobre soñador había que fabricarle una realidad ad hoc, una especie de
escenografía, un simulacro para que jugase a la realidad sin asustarse demasiado.
A veces, como concesión a esa supuesta ensoñación perpetua en la que vivían los niños,
aparecían en los cuentos “sueños", viajes imaginarios cuidadosamente enmarcados dentro de
la realidad, que siempre terminaban cuando el niño se despertaba y la tranquilizadora realidad
volvía a ampararlo.
Esa fantasía hueca del sueñismo divagante estaba muy lejos de la sólida y vigorosa
fantasía de los cuentos tradicionales, que no divagaba sino que estaba perfectamente enraizada
en las ansiedades, los deseos, los miedos muy reales y contundentes de los chicos.
El realismo mentiroso y el sueñismo eran dos actitudes perfectamente complementarlas-
alternativamente se "protegía" al niño de las fantasías, cercenándole una de las dimensiones
más creativas que poseía, y se lo exiliaba adentro de ella, alejándolo del mundo de los adultos.
La prueba de la delicada ambigüedad con que los adultos pretenden dosificar realidad y
fantasía en el brebaje que les preparan a los niños radica en el hecho de que tan "peligrosa"
resulta la fantasía desatada como la realidad sin recortes ni maquillaje.
De que la realidad resulta escandalosa puedo dar testimonio personal. Cuando en 1986
edité una serie de libros para niños donde daba cuenta con palabras sencillas pero sin pelos en
la lengua de lo que había sucedido en nuestro país durante la dictadura y hablaba, por primera
vez en un texto para chicos, de los desaparecidos, las críticas de los sectores más
reaccionarios de la educación se centraron en que ésos no eran temas para tratar con los
chicos. 5. Para muchos no estaba mal hablar de derechos humanos, por ejemplo, siempre y
cuando uno se mantuviese en el terreno del deber ser; uno podía enumerarlos y decir que
había que respetarlos pero de ninguna manera relatar sus violaciones.
Esa cuidadosa desrealización de la realidad es la que campea en nuestros libros de
historia, que se convierten en galerías de héroes, villanos y fechas patrias, es decir en una
auténtica deshistorización de la historia.
En síntesis, el manejo de la pareja realidad/fantasía le permite al adulto ejercer un
tranquilo y seguro poder sobre los niños. Con esas dos riendas, los adultos - no porque sí sino
seguramente por motivos muy profundos, por viejas tristezas y viejas frustraciones, tal vez
tratando de proteger la propia infancia de toda mirada indiscreta- podemos mantener a los
chicos en el corral dorado de la infancia.
El corral protege del lobo, ya se sabe; pero también encierra.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos controladores, tanto la fantasía
descontrolada - la que se atreve a todo, la que se vuelve fácilmente sensual o sangrienta y
cruel- como la realidad se cuelan dentro del corral. Están en los juegos de los chicos - donde
uno vive, muere o se salva fantásticamente pero con intensidad muy real -, están en los
disparates, en las retahílas (siempre me acuerdo de una que jugábamos cuando era chica para
elegir quién era mancha: "Bichito colorado mató a su mujer con un cuchillito de punta alfiler.
Le sacó las tripas las puso a vender: '¡A veinte a veinte las tripas de mi mujer!' "), en los
viejos cuentos (en los que creo que se refugiaron los chicos por falta de fantasías nuevas) y
también en algunos libros que burlaron la vigilancia de los pedagogos y circularon con sus
locas fantasías y sus intensas realidades por todas partes. Tal vez el ejemplo más interesante
de cómo la literatura puede a veces burlar la vigilancia sea, en Europa, el de Lewis Carroll,
que era un párroco inglés tan serio, tan culto, tan puntilloso y respetable que nadie pudo
reprocharle esos cuentos absolutamente inclasificables que escribió, entroncados en el mejor
disparate infantil, en el sin sentido más cruel y despiadado, y que arrastran con ellos una
fantasía tan vigorosa que no podían sino hacer que las convenciones victorianas se
tambalearan como un castillo de naipes. Lo de Carroll era literatura, mucho más que infantil,
por eso burló la vigilancia.
El siglo xx, postfreudiano y postpiagetiano, parece dar vuelta el prolijo tablero de los
pedagogos del siglo XIX. Por lo pronto se le devuelve a la fantasía la estima oficial.
Para eso hizo falta que el psicoanálisis demostrara que no todo está bajo control, que se
ocupara de los sueños Y reivindicara su estrechísima vinculación con la vigilia. Fantasía y
realidad estaban de pronto más cerca que nunca.
Hizo falta también que los educadores rescataran al juego como constructor de lo real.
Hizo falta un Piaget que centrara el desarrollo de la inteligencia en esa actividad que, en una
de sus formas más conspicuas, giraba precisamente en torno de la fantasía. El juego
simbólico, en que el niño "jugaba a ser" y "jugaba a hacer” evocando ausencias, era central
para el desarrollo del símbolo, del pensamiento, y por lo tanto, para la adaptación inteligente y
creadora a la realidad. La fantasía no era, entonces, tan evasora de lo real como parecía. Es
más, se nutría de lo real y revertía sobre lo real. Era la dimensión libre y poderosa de la
relación entre el hombre y su entorno. En el juego el niño compensaba carencias, liquidaba
conflictos, anticipaba situaciones y, en general, hurgaba temores.
Es más, hubo más recientemente un Bruno Bettelheim que se ocupó de reivindicar por
terapéuticos a los “sanguinarios, truculentos y feroces” cuentos de hadas de los que
hablábamos al principio. 6.
En fin, podría decirse que hay otras reglas de juego, que las relaciones entre realidad y
fantasía ya no podrían ser las de antes, y sin embargo...
Sin embargo siguen siendo muchos los que consideran que la fantasía es peligrosa, que
la realidad es peligrosa y que no hay corno un buen sueñismo bañado en realismo mentiroso
para mantener a los niños donde deben estar, en el corral de la infancia. La razón está, me
parece, en que el adulto no quiere renunciar al método del corral, que le resulta tan eficaz y
que le facilita tanto la tutela sobre los niños.
Pero hay temblores, y me atrevo a decir que hoy esa extrema tutela sin grietas está
entrando en crisis. No somos pocos los que, tratando de vincularnos con los chicos más que
con la infancia, nos preguntamos si nuestra cultura no estará cambiando la indiferencia de
hace cuatro siglos por la asfixia, si no nos estaremos olvidando de esa firme voluntad de
crecer, que es la característica más señalada de todos los que están creciendo - y por lo tanto
de los chicos -, en fin, si entre tantos juguetes didácticos, tantos ámbitos controlados y tantos
mensajes deliberados, nuestros chicos podrán encontrar el camino para salir del corral.
Da la sensación de que la literatura infantil está hoy más dispuesta que antes a colaborar
en abrir tranqueras. Algunos controles se han aflojado y a los que escribimos para los chicos
nos está permitido comprometernos con la palabra, es decir, hacer literatura, es decir, permitir
el flujo no dirigido por reglas exteriores de un discurso que se organiza según leyes propias.
Últimamente todos estamos más dispuestos a aceptar que en el fondo los chicos y los grandes
no estamos tan apartados como quisieron hacernos creer, y hasta sospechamos incluso que los
chicos también están adentro de nosotros mismos.
En fin, es una búsqueda nueva; ni el sueñismo de la fantasía divagante ni el realismo
mentiroso. Más bien exploración de la palabra, que es exploración del mundo y que incluye
en un solo abrazo lo que suele llamarse realidad y lo que suele llamarse fantasía. Es decir,
literatura.
Durante muchos años pesó más el platillo de lo infantil; ahora está empezando a pesar el
platillo de la literatura. La literatura, sospecho, nos va a sacar del corral.
¿Y qué se hizo de lo infantil, que tantos desvelos le produjo a nuestra cultura? Creo
que, mientras la literatura crece, lo infantil (que fue durante muchos años una tarea exterior,
un conjunto de deberes) se nos va metiendo adentro de nosotros mismos.
Los que escribimos literatura infantil nos damos cuenta de que cambia el interlocutor.
Ya no es el "niño ideal", la imagen que nuestra cultura ha ido dibujando y que resume no lo
que los niños son sino lo que deberían ser, según el pensamiento oficial; es más bien el propio
niño interior, mucho más cercano por supuesto a los niños reales - posibles lectores- que esa
imagen impostada y arquetípica. Y ya se sabe que, cuando cambia la situación comunicativa,
cambia el discurso todo. A partir de entonces es con el lector y no hacia el lector que fluye el
discurso. Ya no es cuestión de "bajar línea" porque no podemos bajarnos línea a nosotros
mismos. Tampoco podemos escamoteamos la realidad ni negamos nuestras propias fantasías.
Mucho menos podemos palmearnos condescendientemente nuestra propia cabeza y llamarnos
"amiguito”. Ahora, cuando nos encontrarnos el adulto que somos con el chico que fuimos, la
famosa polémica realidad/ fantasía parece quedar atrás.
Durante años, pacientes y razonables adultos se ocuparon de levantar cercos para
detener la fuerza arrolladora de la fantasía y de la realidad. Tenían un éxito relativo porque,
de todos modos, los monstruos y las verdades se colaban, entraban y salían. Ahora hay
señales claras de que el corral se tambalea, de que los grandes y los chicos se mezclan
indefectiblemente. Ya nadie cree que los chicos vivan en un mundo de ensoñaciones, es más:
todos comprenden que son testigos y actores sensibles de la realidad. Tampoco quedan
muchos ya que no admitan que los adultos - incluidos los sensatos y prudentes pedagogos-
son sensibles, extraordinariamente sensibles a la fantasía.

NOTAS:

1 Los pedagogos del siglo XVIII, como la famosa Madame de Genlis, como Madame
Leprince de Beaumont- autora de El almacén de los niños o diálogos de una prudente
institutriz con sus distinguidos alumnos-, como Berquin, como Weisse, como Trimmer, la
condenarán por falsa, por supersticiosa, y también por ajena a las conveniencias sociales.

2 Creo que vale la pena reproducir el Boletín N 2 142 de julio de 1979 por el cual el
Ministerio de la Provincia de Santa Fe prohibió el uso de La torre de cubos en las escuelas.

NIVEL PRIMARIO
Prohibición de una obra
La Provincia de Santa Fe ha dado a conocer la Resolución Nº 480 con fecha 23-5-
79.

Buenos Aires, 23 de mayo de 1979.

VISTO: que se halla en circulación la obra “La torre de cubos” de la autora


Laura Devetach destinada a los niños, cuya lectura resulta objetable; y

CONSIDERANDO:
Que toda obra literaria para niños debe reunir las condiciones básicas del estilo; Que
en ello está comprometida no sólo la sintaxis sino fundamentalmente la respuesta a los
verdaderos requerimientos de la infancia;
Que estos requerimientos reclaman respeto por un mundo de imágenes, sensaciones,
fantasía, recreación, vivencias;
Que inserto en el texto debe estar comprendido el mensaje que satisfaga dicho mundo;
Que del análisis de la obra 'La Torre de Cubos", se desprenden graves falencias tales
como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no
adecuados al hecho estético, limitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y
trascendentes;
Que algunos de los cuentos-narraciones incluidos en el mencionado libro, atentan
directamente al hecho formativo que debe presidir todo intento de comunicación, centrando su
temática en los aspectos sociales como crítica a la organización del trabajo, la propiedad
privada y al principio de autoridad enfrentando grupos sociales, raciales o económicos con
base completamente materialista, como también cuestionando la vida familiar, distorsas y
giros de mal gusto, la cual en vez de ayudar a construir, lleva a la destrucción de los valores
tradicionales de nuestra cultura;
Que es deber del Ministerio de Educación y Cultura, en sus actos y decisiones, velar
por la protección y formación de una clara conciencia del niño;
Que ello implica prevenir sobre el uso, como medio de formación, de cualquier
instrumento que atente contra el fin y objetivos de la Fducaci6n Argentina, como asimismo
velar por los bienes de transmisión de la Cultura Nacional;

Por todo ello EL MINISTRO DE EDUCACIÓN Y CULTURA RESUELVE:

1º) Prohibir el uso de la obra “La Torre de Cubos” de Laura Devetach en todos
los establecimientos educacionales dependientes de este Ministerio.
2º) De forma.

3 Con respecto a este tema, de central importancia y que merecería ser explorado en
serio, es interesante la polémica que se desencadenó en Francia, entre Ruy-Vidal, un editor de
vanguardia de libros para niños, y la psicoanalista Francoise Dolto. Algunos textos muy ricos
en significación de sus acusaciones mutuas puedan leerse en Marc Soriano, Guide de
Litterature pour la jeunesse, París, Flammarion, 1975.

4 "(... ) el artista o literato que quiere servir al niño en los campos del sexo, consciente
de su misión, ha de ser metódico como un maestro; amable y sereno como un buen padre;
imaginativo y realista con el mejor patrimonio de su oficio; cantor como las aves, y suave
como la brisa, y tierno como el niño en gestación de hombre nuevo, o como la niña que se
alista a recibir el mensaje creador de media humanidad." He aquí algunos de los requisitos
que debe reunir el escritor que se atreva a hablar del sexo según Darío Guevara,
Psicopedagogía del cuento infantil, Buenos Aires, Omeba, 1969, pág. 114.

5 Me refiero a la serie Entender y Participar de Libros del Quirquincho que desató las
iras del periodista Carlos Manuel Acuña. Curiosa y coherentemente a la vez, en la rnisma
nota en que se escandalizaba por la referencia a los asesinatos y torturas condenaba por
inmoral la educación sexual en las escuelas.

6 Estoy hablando, por supuesto, de The uses of enchantment, conocido en nuestro rnedio
corno Psicoanálísis de los cuentos de hadas.

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