Literatura Infantil-IFD Nº 12
Realidad y fantasía o cómo se construye el
corral de la Infancia, de Graciela Montes
“Una búsqueda nueva; ni el sueñismo de la fantasía divagante ni el realismo mentiroso.
Más bien exploración de la palabra, que es exploración del mundo y que incluye en un solo
abrazo lo que suele llamarse realidad y lo que suele llamarse fantasía. Es decir,
literatura”.
Un norte para quienes trabajamos con las infancias y la
literatura. Graciela Montes, una autora esencial que nos plantea dilemas que nos ayudan a
reflexionar sobre el papel de los adultos en cuanto al traspaso a los niños y niñas del
sentidos de la vida; que nos empujan a pensar sobre cuáles son las acciones necesarias para
mejorar las formas de estar de las infancias en un mundo desigual; que nos respaldan para
“abrir los corrales” en las escuelas y en la sociedad. Graciela Montes, una escritora
fundamental que nos sigue ofreciendo, afortunadamente a chicxs y grandes, su mar de
palabras para zambullirnos.
“Realidad y fantasía…” es un texto nodal que forma parte de “El corral de la infancia”, una
recopilación propia de artículos de su corpus de teoría literaria reeditada por el Fondo de
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Cultura Económica en el 2000. Que les resulte de tanto provecho, emoción y movilización
como lo ha sido y es para mí.
Realidad y fantasía o cómo se construye el corral de la infancia
La querella entre los defensores de la “realidad” y los defensores de la “fantasía” es una
vieja presencia en las reflexiones de los pedagogos acerca del niño y de lo que le
conviene al niño.
Según el parecer de muchos, una de las cosas que menos les convendría a los niños sería
precisamente la fantasía. Ogros, hadas, brujas, varitas mágicas, seres poderosos,
amuletos milagrosos, animales que hablan, objetos que razonan, excesos de todo tipo
deberían según ellos ser desterrados sin más complicaciones de los cuentos. El ataque se
hace en nombre de la verdad, de la fidelidad a lo real, de lo razonable.
Ya Rousseau había determinado que poco y nada habría de intervenir la literatura en la
esmeradísima educación de su Emilio, y muchísimo menos los cuentos de hadas, lisa y
llanamente mentirosos.
Y después de él innumerables voces se levantaron contra la fantasía.
A esta condena tradicional se agregará luego otra, formulada a la luz de la psicología
positivista. “Con los cuentos truculentos, sanguinarios y feroces que leyeron los niños
hasta ayer, es lógico que aumentara la criminalidad en tiempos de guerra y en tiempos
de paz”, así decía el Mensaje del Comité Cultural Argentino que sirvió como prólogo al
libro de Darío Guevara, Psicopedagogía del cuento infantil , un clásico de los años
cincuenta.
Y, para no quedarnos en los cincuenta, en 1978, durante la dictadura militar, un decreto
que prohibió la circulación de La torre de cubos, de Laura Devetach, hablaba en sus
consideraciones de exceso de imaginación –ilimitada fantasía” dice—como una causa
principal para desaconsejarlo.
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En fin, la fantasía es peligrosa, la fantasía está bajo sospecha: en eso parecen coincidir
todos. Y podríamos agregar: la fantasía es peligrosa porque está fuera de control, nunca
se sabe bien adonde lleva.
Pero ¿de qué se acusa en realidad a la literatura infantil cuando se la acusa de fantasía?
¿Por qué tanta pasión en la condena? ¿En nombre de qué valores se lanza el ataque?
¿Qué es lo que se quiere proteger con ese gesto?
Estoy convencida de que, en esta aparente oposición entre realidad y fantasía, se
esconden ciertos mecanismos ideológicos de revelación/ ocultamiento que les sirven a
los adultos para domesticar y someter (para colonizar) a los chicos.
Para echar un poco de luz sobre la cuestión, es indispensable que antes tratemos de
entender qué es esa especie de bicho raro, la literatura infantil, es un campo
aparentemente inocente y marginal donde, sin embargo, se libran algunos de los
combates más duros y más reveladores de nuestra cultura.
Para empezar, si la literatura infantil merece el nombre que tiene, si es literatura,
entonces es un universo de palabras que no nombra al universo de los referentes del
mismo modo como cada una de las palabras que lo forman lo nombraría en otro tipo de
discurso, un universo de palabras que sobre todo se nombra a sí mismo y alude,
simbólicamente, a todo lo demás.
Por dar un ejemplo burdo: nadie corre a buscar un balde de agua cuando lee el relato de
un incendio. Sabe que el fuego está al servicio del cuento. Sin embargo, y aunque
muchos puedan pensar que esto es evidente, el Mensaje de los pedagogos que cité antes,
por ejemplo, o el Decreto de 1978 imaginan una relación tan directa y tan ingenua entre
las palabras y las cosas que recuerdan al que busca el balde para apagar el incendio del
cuento.
Si se defenderían los que corrieron a buscar agua, será literatura, pero es
literatura infantil, y esa palabrita basta para que todo se trastorne, para que entren a
terciar otras fuerzas, para que cambien las reglas del juego. Porque lo infantil pesa, pesa
mucho y, para algunos mucho más que la literatura.
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Y claro, piensa uno, no puede menos que pesar: una literatura fundada en una situación
comunicativa tan dispareja –el discurso que un adulto le dirige a un niño, lo que alguien
que “ya creció” y “sabe más” le dice a alguien que “está creciendo” y “sabe menos”—
no puede dejar de ser sensible a ese desnivel. Es una disparidad que tiene que dejar
huellas.
Pero ¿cuáles son las huellas que deja? ¿Y quien es el que deja marcas, el niño al que el
texto busca como lector, o más bien el adulto en el que se originó el mensaje?
En realidad, basta seguir mirando para darse cuenta de que todo lo que los grandes
hacemos en torno de la literatura infantil (no sólo cuando la escribimos, sino también
cuando la editamos, la recomendamos, la compramos… o la soslayamos) tiene que ver
no tanto con los chicos como con la idea que nosotros –los grandes—tenemos de los
chicos, con nuestra imagen ideal de la infancia.
Y ahí llegamos al ojo de la tormenta.
La relación entre los grandes y los chicos no es una campiña serena, sino más bien una
región difícil y escarpada, de a ratos oscura, donde soplan vientos y tensiones, un nudo
complejo y central a nuestra cultura toda, que de ningún modo podría pretender y o
despejar en unas pocas palabras. Me limito a señalar que nuestra sociedad no ha
confrontado todavía, serenamente como el tema merece, su imagen oficial de la infancia
con las relaciones objetivas que se les proponen a los chicos, porque una cosa es
declamar la infancia y otra muy distinta tratar con chicos. Sólo cuando franqueemos
nuestra relación con los chicos podremos franquearnos con su literatura. Hoy apenas
estamos aprendiendo a cuestionar algunas de las muchas hipocresías con que ocultamos
nuestra relación con la infancia. Al menos, lo infantil es hoy problemático.
Pero ¿qué es lo infantil?
Hoy todo el mundo habla de la infancia. Sabemos, sin embargo, que durante
muchísimos años la cultura occidental se desentendió de los chicos (tal vez, sugieren los
historiadores, porque los chicos se morían como moscas y no valía la pena de detener la
mirada en ellos), y que tardíamente, en el siglo XVIII muy especialmente, se empezó a
hablar de infancia.
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Hasta entonces habría sido insólito que a un escritor se le hubiese
ocurrido escribir para los chicos. Los chicos recibían en
forma indiscriminada, los mensajes que se cruzaban entre los grandes (entre esos
mensajes estaban esos cuentos “sanguinarios, truculentos y feroces”, de los que hablaba
nuestra cita, posiblemente mucho más sanguinarios, truculentos y feroces de lo que
llegarían a ser luego, cuando se convirtieran en tradicionalmente infantiles). Es de
imaginar que esos mensajes que se cruzaban entre adultos eran en parte incomprensibles
y en parte apasionantes, como siempre es para los chicos todo lo que pertenece al
mundo de los grandes.
Hay que admitir que, si bien los grandes tardaron en “descubrir” a los chicos, en cuanto
lo hicieron no cesaron de interesarse en ellos, y de la indiscriminación se pasó a una
especialización cada vez mayor: una habitación para los chicos (la nursery), la industria
del juguete, el jardín de infantes, muebles diminutos, ropa apropiada, la literatura
deliberada, en fin, “lo infantil”.
Con el tiempo se fue sabiendo más y más acerca de los chicos. Su evolución, sus etapas,
sus necesidades, su psicología… Fue la época de oro de los pedagogos.
Casi todos ellos compartían la opinión generalizada de que, si la literatura era infantil,
tenía que adaptarse –-como la ropa, como los juguetes, como el mobiliario—a los
parámetros ya establecidos.
A esa época perteneció la condena, primero por mentirosos y por supersticiosos,
después por crueles y por inmorales, de los cuentos tradicionales, de los cuentos de
hadas, ogros y brujas. La fantasía de esos cuentos no era controlable y debía ser
desterrada del mundo infantil.
Los ogros, las brujas y las hadas europeos pasaron a la clandestinidad, pero
sobrevivieron a pesar de todo: se refugiaron en las clases populares, de donde habían
salido, y en las ediciones de mala calidad y sin pie de imprenta que se vendían por
pocos centavos en los mercados.
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En América, otro coto de colonización tan interesante como la infancia,
simultáneamente, la vigorosa imaginería indígena –en la que no había el menor asomo
de especialización infantil—era arrinconada doblemente, por insensata, por desatada, y
por americana, y sólo sobrevivía en algunos bolsones, muchas veces mezclada con la
imaginería popular europea que traían los colonizadores.
Entretanto, la sensatez y el control avanzaban. Era la época de los juguetes didácticos y
también de una literatura que a mí me gusta llamar “de corral”: dentro de la infancia (la
“dorada infancia” solía llamarse al corral), todo; fuera de la infancia, nada. Al niño
sometido y protegido a la vez, se lo llamaba “cristal puro” y “rosa inmaculada” y se
consideraba que el deber del adulto era a la vez protegerlo para que no se quebrase y
regarlo para que floreciese.
Con el tiempo se elaboraron reglas muy claras acerca de cómo tenía que ser un cuento
para niños. En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente comprensible
(había incluso una pauta que fijaba el porcentaje de vocabulario desconocido que se
podía tolerar), tenía que estar dirigido a cierta edad y responder a los intereses
rigurosamente establecidos para ella. No podía incluir la crueldad, ni la muerte, ni la
sensualidad, ni la historia, porque pertenecía al mundo de los adultos y no a la “dorada
infancia”, eran bestias del otro lado del corral y había que tenerlas a raya. Era común
que esa literatura llamara a su pretendido interlocutor, el niño ideal, “amiguito”: una
manera de ganarse su confianza y, a la vez, mantenerlo en su lugar.
Fue en esa época de creciente control sobre la infancia cuando empezó a cobrar fuerza
la idea de que la fantasía podía ser peligrosa. Se proponía, como alternativa, una especie
de “realismo” muy particular que echó raíces y que, con altibajos, sobrevive hasta
nuestros días. Crecieron como hongos cuentos de “niños como tú” colocados en
situaciones cotidianas, semejantes en todo lo visible a las del lector –cuentos
disfrazados de realista–, en los que sin embargo, por arte de birlibirloque, la realidad era
despojada de un plumazo de todo lo denso, matizado, tenso, dramático, contradictorio,
absurdo, doloroso: de todo lo que podía hacer brotar dudas y cuestionamientos. Así,
despojada, lijada, recortada y cubierta por una mano de pintura brillante era ofrecida
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como la realidad, y el cuento, como cuento realista. Los pedagogos, contentos, porque el
cuento informaba acerca del entorno, “educaba” (fin último de todo lo que rodeaba a lo
infantil) y no se desmadraba por esos oscuros e imprevisibles corredores de la fantasía.
Los discursos que tienen como tema la “información sexual” son particularmente
reveladores de ese mecanismo de información/escamoteo de información, de
mostración/ocultamiento que subyace en el realismo para consumo infantil. Los
pedagogos más progresistas consideraban necesario y recomendable en los años
cincuenta que los relatos para niños dieran cuenta de la actividad sexual en la
naturaleza. Para eso, ya se sabe, se sugería hablar de las flores primero, de los pollitos
después y por último de los terneros. Más de allí no llegaban ni siquiera los más
audaces. Pero lo interesante es que mucho más enfáticas que las recomendaciones para
que se abriese la información eran las infaltables recomendaciones para que no se
fuesen a escapar las “aberraciones”, para que no se soltasen las bestias. Sexo sí, pero un
sexo razonable, sin emociones, sin sexualidad, sin fantasía.
Es curioso, pero los mismos que proponían una literatura realista solían suponer que los
niños vivían en un mundo de ensoñaciones, con poco contacto con el mundo real.
Parecían pensar que al pobre soñador había que fabricarle una realidad ad hoc, una
especie de escenografía, un simulacro para que jugase a la realidad sin asustarse
demasiado. A veces, como concesión a esa supuesta ensoñación perpetua en la que
vivían los niños, aparecían en los cuentos “sueños”, viajes imaginarios cuidadosamente
enmarcados dentro de la realidad, que siempre terminaban cuando el niño se despertaba
y la tranquilizadora realidad volvía a ampararlo.
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Esa fantasía hueca del sueñismo divagante estaba muy lejos de la sólida y vigorosa
fantasía de los cuentos tradicionales, que no divagaba sino que estaba perfectamente
enraizada en las ansiedades, los deseos y los miedos muy reales y contundentes de los
chicos.
El realismo mentiroso y el sueñismo eran dos actitudes perfectamente complementarias:
alternativamente se “protegía” al niño de las fantasías, cercenándole una de las
dimensiones más creativas que poseía, y se lo exiliaba dentro de ella, alejándolo del
mundo de los adultos.
La prueba de la delicada ambigüedad con que los adultos pretenden dosificar la realidad
y fantasía en el brebaje que les preparan a los niños radica en el hecho de que tan
“peligrosa” resulta la fantasía desatada como la realidad sin recortes ni maquillaje.
De que la realidad resulta escandalosa puedo dar testimonio personal. Cuando en 1986
edité una serie de libros para niños donde daba cuenta con palabras sencillas pero sin
pelos en la lengua de lo que había sucedido en nuestro país durante la dictadura y
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hablaba, por primera vez en un texto para chicos, de
los desaparecidos, las críticas de los sectores más reaccionarios de la educación se
centraron en que ésos no eran temas para tratar con chicos. Para muchos no estaba mal
hablar de derechos humanos, por ejemplo, siempre y cuando uno se mantuviese en el
terreno del deber ser; uno podía enumerarlos y decir que había que respetarlos, pero de
ninguna manera relatar sus violaciones.
Esa cuidadosa desrealización de la realidad es la que campea en nuestros libros de
historia, que se convierten en galerías de héroes, villanos y fechas patrias, es decir en la
auténtica deshistorización de la historia.
En síntesis, el manejo de la pareja realidad/fantasía le permite al adulto ejercer un
tranquilo y seguro poder sobre los niños. Con esas dos riendas, los adultos –no porque
sí, sino seguramente por motivos muy profundos, por viejas tristezas y viejas
frustraciones, tal vez tratando de proteger la propia infancia de toda mirada indiscreta –
podemos mantener a los chicos en el corral dorado de la infancia.
El corral protege del lobo, ya se sabe, pero también encierra.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos controladores,
tanto la fantasía descontrolada –la que se atreve a todo, la que se vuelve fácilmente
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sensual o sangrienta y cruel—como la realidad se cuela dentro del corral. Están en los
juegos de los chicos –donde uno vive, muere o se salva fantásticamente pero con
intensidad muy real–, están en los disparates, en las retahílas (siempre me acuerdo de
una que jugábamos cuando era chica para elegir quién era la mancha: “Bichito colorado
mató a su mujer con un cuchillito de punta de alfiler. Le sacó las tipas, las puso a
vender: ‘¡A veinte, a veinte, las tripas de mi mujer!’ “), en los que creo que se
refugiaron los chicos por falta de fantasías nuevas) y también en algunos libros que
burlaron de la vigilancia de los pedagogos y circularon con sus locas fantasías y sus
intensas realidades por todas partes. Tal vez el ejemplo más interesante de cómo la
literatura puede a veces burlar la vigilancia, sea en Europa, el de Lewis Carroll, que era
un párroco inglés tan serio, tan culto, tan puntilloso y respetable que nadie pudo
reprocharle esos cuentos absolutamente inclasificables que escribió, entroncados en el
mejor disparate infantil, en el sin sentido más cruel y despiadado, y que arrastran con
ellos una fantasía tan vigorosa que no podían sino hacer que las convenciones
victorianas se tambalearan como un castillo de naipes. Lo de Carroll era literatura,
mucho más que infantil, por eso burló la vigilancia.
El siglo XX, posfreudiano y postpiagetiano, parece dar vuelta
el prolijo tablero de los pedagogos del siglo XIX. Por lo pronto se le devuelve a la
fantasía la estima oficial.
Para eso hizo falta que el psicoanálisis demostrara que no todo está bajo control, que se
ocupara de los sueños y reivindicara su estrechísima vinculación con la vigilia. Fantasía
y realidad estaban de pronto más cerca que nunca.
Hizo falta también que los educadores rescataran al juego como constructor de lo real.
Hizo falta un Piaget que centrara el desarrollo de la inteligencia en esa actividad que, en
una de sus formas más conspicuas, giraba precisamente en torno de la fantasía.
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El juego simbólico, en que el niño “jugaba a ser” y
“jugaba a hacer” evocando ausencias, era central para el desarrollo del símbolo, del
pensamiento y, por lo tanto, para la adaptación inteligente y creadora a la realidad. La
fantasía no era, entonces, tan evasora de lo real como parecía. Es más, se nutría de lo
real y revertía sobre lo real. Era la dimensión libre y poderosa de la relación entre el
hombre y su entorno. En el juego, el niño compensaba carencias, liquidaba conflictos,
anticipaba situaciones y, en general, purgaba temores.
Es más, hubo más recientemente un Bruno Bettelheim que se ocupó de reivindicar por
terapeúticos a los “sanguinarios, truculentos y feroces” cuentos de hadas de los que
hablábamos al principio.
En fin, podría decirse que hay otras reglas del juego, que las relaciones entre realidad y
fantasía ya no podrían ser las de antes, y sin embargo…
Sin embargo, siguen siendo muchos los que consideran que la fantasía es peligrosa, que
la realidad es peligrosa, y que no hay cómo un buen sueñismo bañado en realismo
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mentiroso para mantener a los niños donde deben estar, en el corral de la infancia. La
razón está, en que el adulto no quiere renunciar al método del corral, que le resulta tan
eficaz y que facilita tanto la tutela sobre los niños.
Pero hay temblores, y me atrevo a decir que hoy esa extrema tutela está sin grietas está
entrando en crisis. No somos pocos los que, tratando de vincularnos con los chicos más
que con la infancia, nos preguntamos si nuestra cultura no estará cambiando la
indiferencia de hace cuatro siglos por la asfixia, si no nos estaremos olvidando de esa
firme voluntad de crecer, que es la característica más señalada de todos los que están
creciendo –y por lo tanto de los chicos–, en fin, si entre tantos juguetes didácticos,
tantos ámbitos controlados y tantos mensajes deliberados, nuestros chicos podrán
encontrar el camino para salir del corral.
Da la sensación de que la literatura infantil está hoy más dispuesta que antes a colaborar
en abrir tranqueras. Algunos controles se han aflojado y a los que escribimos para los
chicos nos está permitido comprometernos con la palabra, es decir, hacer literatura, es
decir, permitir el flujo no dirigido por reglas exteriores de un discurso que se organiza
según leyes propias. Últimamente todos estamos más dispuestos a aceptar que en el
fondo los chicos y los grandes no estamos tan apartados como quisieron hacernos creer,
y hasta sospechamos incluso que los chicos también están adentro de nosotros mismos.
En fin, es una búsqueda nueva; ni el sueñismo de la fantasía divagante ni el realismo
mentiroso. Más bien exploración de la palabra, que es exploración del mundo y que
incluye en un solo abrazo lo que suele llamarse realidad y lo que suele llamarse fantasía.
Es decir, literatura.
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Durante muchos años pesó más el platillo de lo infantil; ahora está empezando a pesar el
platillo de la literatura. La literatura, sospecho, nos va a sacar del corral.
¿Y qué se hizo de lo infantil, que tantos desvelos produjo a nuestra cultura? Creo que,
mientras la literatura crece, lo infantil (que fue durante muchos años una tarea exterior,
un conjunto de deberes) se nos va metiendo adentro de nosotros mismos.
Los que escribimos literatura infantil nos damos cuenta de que cambia el interlocutor.
Ya no es el “niño ideal”, la imagen que nuestra cultura ha ido dibujando y que resume
no lo que los niños son, sino lo que deberían ser, según el pensamiento oficial ; es más
el propio niño interior, mucho más cercano por supuesto a los niños reales –posibles
lectores—que esta imagen impostada y arquetípica. Y ya se sabe que, cuando cambia la
situación comunicativa, cambia el discurso todo. A partir de entonces es con el lector y
no hacia el lector que fluye el discurso.
Ya no es cuestión de “bajar línea” porque no podemos bajarnos línea a nosotros
mismos. Tampoco podemos escamotearnos la realidad ni negarnos nuestras propias
fantasías. Mucho menos podemos palmearnos condescendientemente nuestra propia
cabeza y llamarnos “amiguito”.
Ahora, cuando nos encontramos el adulto que somos con el chico que fuimos, la famosa
polémica realidad/fantasía parece quedar atrás.
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Durante años, pacientes y razonables adultos se ocuparon de levantar cercos para
detener la fuerza arrolladora de la fantasía y la realidad. Tenían un éxito relativo porque,
de todos modos, los monstruos y las verdades se colaban, entraban y salían. Ahora hay
señales claras de que el corral se tambalea, de que los grandes y los chicos se mezclan
indefectiblemente. Ya nadie cree que los chicos vivan en un mundo de ensoñaciones, es
más: todos comprenden que son testigos y actores sensibles de la realidad. Tampoco
quedan muchos ya que no admitan que los adultos –incluidos los sensatos y prudentes
pedagogos—son sensibles, extraordinariamente sensibles a la fantasía.
Graciela Montes, en “El corral de la infancia”, Bs. As., Fondo de Cultura
Económica, 2000