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El Corral de La Infancia

Este capítulo discute la tensión entre la realidad y la fantasía en la literatura infantil. A lo largo de la historia, muchos pedagogos han condenado la fantasía en los cuentos infantiles por considerarla mentirosa, supersticiosa o cruel. Sin embargo, la autora argumenta que esta oposición entre realidad y fantasía enmascara mecanismos ideológicos de los adultos para controlar e imponer su visión de la infancia. También explora cómo se ha construido históricamente el concepto de "lo infantil" y la literatura
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El Corral de La Infancia

Este capítulo discute la tensión entre la realidad y la fantasía en la literatura infantil. A lo largo de la historia, muchos pedagogos han condenado la fantasía en los cuentos infantiles por considerarla mentirosa, supersticiosa o cruel. Sin embargo, la autora argumenta que esta oposición entre realidad y fantasía enmascara mecanismos ideológicos de los adultos para controlar e imponer su visión de la infancia. También explora cómo se ha construido históricamente el concepto de "lo infantil" y la literatura
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Libro: El corral de la infancia

Autor: Graciela Montes

Capítulo:

Realidad y fantasía o cómo se construye el corral de la infancia

La querella entre los defensores de la “realidad” y los


defensores de la “fantasía” es una vieja presencia en las
reflexiones de los pedagogos acerca del niño y de lo que le
conviene al niño.

Según el parecer de muchos, una de las cosas que menos


les convendría a los niños sería precisamente la fantasía. Ogros, hadas, brujas,
varitas mágicas, seres poderosos, amuletos milagrosos, animales que hablan,
objetos que razonan, excesos de todo tipo deberían según ellos ser desterrados
sin más complicaciones de los cuentos. El ataque se hace en nombre de la
verdad, de la fidelidad a lo real, de lo razonable.

Ya Rousseau había determinado que poco y nada habría de intervenir la literatura 


en la esmeradísima educación de su Emilio, y muchísimo menos los cuentos de
hadas, lisa y llanamente mentirosos.

Y después de él innumerables voces se levantaron contra la fantasía.

A esta condena tradicional se agregará luego otra, formulada a la luz de la


psicología positivista. “Con los cuentos truculentos, sanguinarios y feroces que
leyeron los niños hasta ayer, es lógico que aumentara la criminalidad en tiempos
de guerra y en tiempos de paz”, así decía el Mensaje del Comité Cultural
Argentino que sirvió como prólogo al libro de Darío Guevara, Psicopedagogía del
cuento infantil , un clásico de los años cincuenta.

Y, para no quedarnos en los cincuenta, en 1978, durante la dictadura militar, un


decreto que prohibió la circulación de La torre de cubos, de Laura Devetach,
hablaba en sus consideraciones de exceso de imaginación  –ilimitada fantasía”
dice—como una causa principal para desaconsejarlo.

En fin, la fantasía es peligrosa, la fantasía está bajo sospecha: en eso parecen


coincidir todos. Y podríamos agregar: la fantasía es peligrosa porque está fuera de
control, nunca se sabe bien adonde lleva.

Pero ¿de qué se acusa en realidad a la literatura infantil cuando se la acusa de


fantasía? ¿Por qué tanta pasión en la condena? ¿En nombre de qué valores se
lanza el ataque? ¿Qué es lo que se quiere proteger con ese gesto?
Estoy convencida de que, en esta aparente oposición entre realidad y fantasía, se
esconden ciertos mecanismos ideológicos de revelación/ ocultamiento que les
sirven a los adultos para domesticar y someter (para colonizar) a los chicos.

Para echar un poco de luz sobre la cuestión, es indispensable que antes tratemos
de entender qué es esa especie de bicho raro, la literatura infantil, es un campo
aparentemente inocente y marginal donde, sin embargo, se libran algunos de los
combates más duros y más reveladores de nuestra cultura.

Para empezar, si la literatura infantil merece el nombre que tiene, si es literatura,


entonces es un universo de palabras que no nombra al universo de los referentes
del mismo modo como cada una de las palabras que lo forman lo nombraría en
otro tipo de discurso, un universo de palabras que sobre todo se nombra a sí
mismo y alude, simbólicamente, a todo lo demás.

Por dar un ejemplo burdo: nadie corre a buscar un balde de agua cuando lee el
relato de un incendio. Sabe que el fuego está al servicio del cuento. Sin embargo,
y aunque muchos puedan pensar que esto es evidente, el Mensaje de los
pedagogos que cité antes, por ejemplo, o el Decreto de 1978 imaginan una
relación tan directa y tan ingenua entre las palabras y las cosas que recuerdan al
que busca el balde para apagar el incendio del cuento.

Si se defenderían los que corrieron a buscar agua, será literatura, pero es


literatura infantil, y esa palabrita basta para que todo se transtorne, para que
entren a terciar otras fuerzas, para que cambien las reglas del juego. Porque lo
infantil pesa, pesa mucho y, para algunos mucho más que la literatura.

Y claro, piensa uno, no puede menos que pesar: una literatura  fundada  en una
situación comunicativa tan dispareja –el discurso que un adulto le dirige a un niño,
lo que alguien que “ya creció” y “sabe más” le dice a alguien que “está creciendo”
y “sabe menos”—no puede dejar de ser sensible a ese desnivel. Es una disparidad
que tiene que dejar huellas.

Pero ¿cuáles son las huellas que deja?


¿Y quién es el que deja marcas, el niño
al que el texto busca como lector, o
más bien el adulto en el que se originó
el mensaje?

En realidad, basta seguir mirando para


darse cuenta de que todo lo que los
grandes hacemos en torno de la
literatura infantil (no sólo cuando la
escribimos, sino también cuando la
editamos, la recomendamos, la
compramos… o la soslayamos) tiene
que ver no tanto  con los chicos como con la idea que nosotros –los grandes—
tenemos de los chicos, con nuestra imagen ideal de la infancia.

Y ahí llegamos al ojo de la tormenta.

La relación entre los grandes y los chicos no es una campiña serena, sino más
bien una región difícil y escarpada, de a ratos oscura, donde soplan vientos y
tensiones, un nudo complejo y central a nuestra cultura toda, que de ningún modo
podría pretender y o despejar en unas pocas palabras. Me limito a señalar que
nuestra sociedad no ha confrontado todavía, serenamente como el tema merece,
su imagen oficial de la infancia con las relaciones objetivas que se les proponen a
los chicos, porque una cosa es declamar la infancia y otra muy distinta tratar con
chicos. Sólo cuando franqueemos nuestra relación con los chicos podremos
franquearnos con su literatura. Hoy apenas estamos aprendiendo a cuestionar
algunas de las muchas hipocresías con que ocultamos nuestra relación con la
infancia. Al menos, lo infantil es hoy problemático.

Pero ¿qué es lo infantil?

Hoy todo el mundo habla de la


infancia. Sabemos, sin embargo,
que durante muchísimos años la
cultura occidental se desentendió
de los chicos (tal vez, sugieren los
historiadores, porque los chicos se
morían como moscas y no valía la
pena de detener la mirada en ellos),
y que tardíamente, en el siglo XVIII
muy especialmente, se empezó a
hablar de  infancia.

Hasta entonces habría sido insólito


que a un escritor se le
hubiese ocurrido escribir para los
chicos. Los chicos recibían en
forma indiscriminada, los mensajes
que se cruzaban entre los grandes
(entre esos mensajes estaban esos
cuentos “sanguinarios, truculentos y
feroces”, de los que hablaba
nuestra cita, posiblemente mucho
más sanguinarios, truculentos y
feroces de lo que llegarían a ser
luego, cuando se convirtieran en
tradicionalmente infantiles). Es de
imaginar que esos mensajes que se cruzaban entre adultos eran en parte
incomprensibles y en parte apasionantes, como siempre es para los chicos todo lo
que pertenece al mundo de los grandes.
Hay que admitir que, si bien los grandes tardaron en “descubrir” a los chicos, en
cuanto lo hicieron no cesaron de interesarse en ellos, y de la indiscriminación se
pasó a una especialización cada vez mayor: una habitación para los chicos
(la nursery), la industria del juguete, el jardín de infantes, muebles diminutos, ropa
apropiada, la literatura deliberada, en fin, “lo infantil”.

Con el tiempo se fue sabiendo más y más acerca de los chicos. Su evolución, sus
etapas, sus necesidades, su psicología… Fue la época de oro de los pedagogos.

Casi todos ellos compartían la opinión generalizada de que, si la literatura era


infantil, tenía que adaptarse –-como la ropa, como los juguetes, como el mobiliario
—a  los parámetros ya establecidos.

A esa época perteneció la condena, primero por mentirosos y por supersticiosos,


después por crueles y por inmorales, de los cuentos tradicionales, de los cuentos
de hadas, ogros y brujas. La fantasía de esos cuentos no era controlable y debía
ser desterrada del mundo infantil.

Los ogros, las brujas y las hadas europeos pasaron a la clandestinidad,  pero
sobrevivieron a pesar de todo: se refugiaron en las clases populares, de donde
habían salido, y en las ediciones de mala calidad y sin pie de imprenta que se
vendían por pocos centavos en los mercados.

En América, otro coto de colonización tan interesante como la infancia,


simultáneamente, la vigorosa imaginería indígena –en la que no había el menor
asomo de especialización infantil—era arrinconada doblemente, por insensata, por
desatada, y por americana, y sólo sobrevivía en algunos bolsones, muchas veces
mezclada con la imaginería popular europea que traían los colonizadores.

Entretanto, la sensatez y el control avanzaban. Era la época de los juguetes


didácticos y también de una literatura que a mí me gusta llamar “de corral”: dentro
de la infancia (la “dorada infancia” solía llamarse al corral), todo; fuera de la
infancia, nada. Al niño sometido y protegido a la vez, se lo llamaba “cristal puro” y
“rosa inmaculada” y se consideraba que el deber del adulto era a la vez protegerlo
para que no se quebrase y regarlo para que floreciese.

Con el tiempo se elaboraron reglas muy claras acerca de cómo tenía que ser un
cuento para niños. En pocas palabras, tenía que ser sencillo y absolutamente
comprensible (había incluso una pauta que fijaba el porcentaje de vocabulario
desconocido que se podía tolerar), tenía que estar dirigido a cierta edad y
responder a los intereses rigurosamente establecidos para ella. No podía incluir la
crueldad, ni la muerte, ni la sensualidad, ni la historia, porque pertenecía al mundo
de los adultos y no a la “dorada infancia”, eran bestias del otro lado del corral y
había que tenerlas a raya. Era común que esa literatura llamara a su pretendido
interlocutor, el niño ideal, “amiguito”: una manera de ganarse su confianza y, a la
vez, mantenerlo en su lugar.

Fue en esa época de creciente control


sobre la infancia cuando empezó a
cobrar fuerza la idea de que la fantasía
podía ser peligrosa. Se proponía, como
alternativa, una especie de “realismo”
muy particular que echó raíces y que,
con altibajos, sobrevive hasta nuestros
días. Crecieron como hongos cuentos
de “niños como tú” colocados en
situaciones cotidianas, semejantes en
todo lo visible a las del lector –cuentos
disfrazados de realista–, en los que sin
embargo, por arte de birlibirloque, la
realidad era despojada de un plumazo
de todo lo denso, matizado, tenso,
dramático, contradictorio, absurdo,
doloroso: de todo lo que podía hacer
brotar dudas y cuestionamientos. Así,
despojada, lijada, recortada y cubierta
por una mano de pintura brillante era
ofrecida como la realidad, y el cuento,
como cuento realista. Los pedagogos,
contentos, porque el cuento informaba
acerca del entorno, “educaba” (fin último
de todo lo que rodeaba a lo infantil) y no
se desmadraba por esos oscuros e
imprevisibles corredores de la fantasía.
Los discursos que tienen como tema la “información sexual” son particularmente
reveladores de ese mecanismo de información/escamoteo de información, de
mostración/ocultamiento que subyace en el realismo para consumo infantil. Los
pedagogos más progresistas consideraban necesario y recomendable en los años
cincuenta que los relatos para niños dieran cuenta de la actividad sexual en la
naturaleza. Para eso, ya se sabe, se sugería hablar de las flores primero, de los
pollitos después y por último de los terneros. Más de allí no llegaban ni siquiera los
más audaces. Pero lo interesante es que mucho más enfáticas que las
recomendaciones para que se abriese la información eran las infaltables
recomendaciones para que no se fuesen a escapar las “aberraciones”, para que
no se soltasen las bestias. Sexo sí, pero un sexo razonable, sin emociones, sin
sexualidad, sin fantasía.

Es curioso, pero los mismos que proponían una literatura realista solían suponer
que los niños vivían en un mundo de ensoñaciones, con poco contacto con el
mundo real. Parecían pensar que al pobre soñador había que fabricarle una
realidad ad hoc,  una especie de escenografía, un simulacro para que jugase a la
realidad sin asustarse demasiado. A veces, como concesión a esa supuesta
ensoñación perpetua en la que vivían los niños, aparecían en los cuentos
“sueños”, viajes imaginarios cuidadosamente enmarcados dentro de la realidad,
que siempre terminaban cuando el niño se despertaba y la tranquilizadora realidad
volvía a ampararlo.

Esa fantasía hueca del sueñismo divagante estaba muy lejos de la sólida y
vigorosa fantasía de los cuentos tradicionales, que no divagaba sino que estaba
perfectamente enraizada en las ansiedades, los deseos y los miedos muy reales y
contundentes de los chicos.

El realismo mentiroso y el sueñismo eran dos actitudes perfectamente


complementarias: alternativamente se “protegía” al niño de las fantasías,
cercenándole una de las dimensiones más creativas que poseía, y se lo exiliaba
dentro de ella, alejándolo del mundo de los adultos.

La prueba de la delicada ambigüedad con que los adultos pretenden dosificar la


realidad y fantasía en el brebaje que les preparan  a los niños radica en el hecho
de que tan “peligrosa” resulta la fantasía desatada como la realidad sin recortes ni
maquillaje.

De que la realidad resulta escandalosa puedo dar testimonio personal. Cuando en


1986 edité una serie de libros para niños donde daba cuenta con palabras
sencillas pero sin pelos en la lengua de lo que había sucedido en nuestro país
durante la dictadura y hablaba, por primera vez en un texto para chicos, de los
desaparecidos, las críticas de los sectores más reaccionarios de la educación se
centraron en que ésos no eran temas para tratar con chicos. Para muchos no
estaba mal hablar de derechos humanos, por ejemplo, siempre y cuando uno se
mantuviese en el terreno del deber ser; uno podía enumerarlos y decir que había
que respetarlos, pero de ninguna manera relatar sus violaciones.
Esa cuidadosa desrealización de la realidad es la que
campea en nuestros libros de historia, que se
convierten en galerías de héroes, villanos y fechas
patrias, es decir en la auténtica deshistorización de la
historia.

En síntesis, el manejo de la pareja realidad/fantasía


le permite al adulto ejercer un tranquilo y seguro
poder sobre los niños. Con esas dos riendas, los
adultos –no porque sí, sino seguramente por motivos
muy profundos, por viejas tristezas y viejas
frustraciones, tal vez tratando de proteger la propia
infancia de toda mirada indiscreta –podemos mantener a los chicos en el corral
dorado de la infancia.

El corral protege del lobo, ya se sabe, pero también encierra.

Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos controladores, tanto la fantasía


descontrolada –la que se atreve a todo, la que se vuelve fácilmente sensual o
sangrienta y cruel—como la realidad se cuela dentro del corral. Están en los
juegos de los chicos –donde uno vive, muere o se salva fantásticamente pero con
intensidad muy real–, están en los disparates, en las retahílas (siempre me
acuerdo de una que jugábamos cuando era chica para elegir quién era la mancha:
“Bichito colorado mató a su mujer con un cuchillito de punta de alfiler. Le sacó las
tipas, las puso a vender: ‘¡A veinte, a veinte, las tripas de mi mujer!’ “), en los que
creo que se refugiaron los chicos por falta de fantasías nuevas) y también en
algunos libros que burlaron de la vigilancia de los pedagogos y circularon con sus
locas fantasías y sus intensas realidades por todas partes. Tal vez el ejemplo más
interesante de cómo la literatura puede a veces burlar la vigilancia, sea en Europa,
el de Lewis Carroll, que era un párroco inglés tan serio, tan culto, tan puntilloso y
respetable que nadie pudo reprocharle esos cuentos absolutamente inclasificables
que escribió, entroncados en el mejor disparate infantil, en el sin sentido más cruel
y despiadado, y que arrastran con ellos una fantasía tan vigorosa que no podían
sino hacer que las convenciones victorianas se tambalearan como un castillo de
naipes. Lo de Carroll era literatura, mucho más que infantil, por eso burló la
vigilancia.
El siglo XX, posfreudiano y postpiagetiano, parece dar
vuelta el prolijo tablero de los pedagogos del siglo XIX.
Por lo pronto se le devuelve a la fantasía la estima
oficial.
Para eso hizo falta que el psicoanálisis demostrara que
no todo está bajo control, que se ocupara de los sueños
y reivindicara su estrechísima vinculación con la vigilia.
Fantasía y realidad estaban de pronto más cerca que nunca.

Hizo falta también que los educadores rescataran al juego como constructor de lo
real. Hizo falta un Piaget que centrara el desarrollo de la inteligencia en esa
actividad que, en una de sus formas más conspicuas, giraba precisamente en
torno de la fantasía. El juego simbólico, en que el niño “jugaba a ser” y “jugaba a
hacer” evocando ausencias, era central para el desarrollo del símbolo, del
pensamiento y, por lo tanto, para la adaptación inteligente y creadora a la realidad.
La fantasía no era, entonces, tan evasora de lo real como parecía. Es más, se
nutría de lo real y revertía sobre lo real. Era la dimensión libre y poderosa de la
relación entre el hombre y su entorno. En el juego, el niño compensaba carencias,
liquidaba conflictos, anticipaba situaciones y, en general, purgaba temores.

Es más, hubo más recientemente un Bruno Bettelheim que se ocupó de reivindicar


por terapeúticos a los “sanguinarios, truculentos y feroces” cuentos de hadas de
los que hablábamos al principio. En fin, podría decirse que hay otras reglas del
juego, que las relaciones entre realidad y fantasía ya no podrían ser las de antes,
y sin embargo…

Sin embargo, siguen siendo muchos los que consideran que la fantasía es
peligrosa, que la realidad es peligrosa, y que no hay cómo un buen sueñismo
bañado en realismo mentiroso para mantener a los niños donde deben estar, en el
corral de la infancia. La razón está, en que el adulto no quiere renunciar al método
del corral, que le resulta tan eficaz y que facilita tanto la tutela sobre los niños.

Pero hay temblores, y me atrevo a decir que hoy esa extrema tutela está sin
grietas está entrando en crisis. No somos pocos los que, tratando de vincularnos
con los chicos más que con la infancia, nos preguntamos si nuestra cultura no
estará cambiando la indiferencia de hace cuatro siglos por la asfixia, si no nos
estaremos olvidando de esa firme voluntad de crecer, que es la característica más
señalada de todos los que están creciendo –y por lo tanto de los chicos–, en fin, si
entre tantos juguetes didácticos, tantos ámbitos controlados y tantos mensajes
deliberados, nuestros chicos podrán encontrar el camino para salir del corral.
Da la sensación de que la literatura infantil está hoy más dispuesta que antes a
colaborar en abrir tranqueras. Algunos controles se han aflojado y a los que
escribimos para los chicos nos está permitido comprometernos con la palabra, es
decir, hacer literatura, es decir, permitir el flujo no dirigido por reglas exteriores de
un discurso que se organiza según leyes propias. Últimamente todos estamos más
dispuestos a aceptar que en el fondo los chicos y los grandes no estamos tan
apartados como quisieron hacernos creer, y hasta sospechamos incluso que los
chicos también están adentro de nosotros mismos.

En fin, es una búsqueda nueva; ni el sueñismo de la fantasía divagante ni el


realismo mentiroso. Más bien exploración de la palabra, que es exploración del
mundo y que incluye en un solo abrazo lo que suele llamarse realidad y lo que
suele llamarse fantasía. Es decir, literatura.

Durante muchos años pesó más el platillo de lo infantil; ahora está empezando a
pesar el platillo de la literatura. La literatura, sospecho, nos va a sacar del corral.

¿Y qué se hizo de lo infantil, que tantos desvelos produjo a nuestra cultura? Creo
que, mientras la literatura crece, lo infantil (que fue durante muchos años una
tarea exterior, un conjunto de deberes) se nos va metiendo adentro de nosotros
mismos.

Los que escribimos literatura infantil nos damos cuenta de que cambia el
interlocutor. Ya no es el “niño ideal”, la imagen que nuestra cultura ha ido
dibujando y que resume no lo que los niños son, sino lo que deberían ser, según el
pensamiento oficial ; es más el propio niño interior, mucho más cercano por
supuesto a los niños reales –posibles lectores—que esta imagen impostada y
arquetípica.  Y ya se sabe que, cuando cambia la situación comunicativa, cambia
el discurso todo. A partir de entonces es con el lector y no hacia el lector que fluye
el discurso.

Ya no es cuestión de “bajar línea” porque no podemos bajarnos línea a nosotros


mismos. Tampoco podemos escamotearnos la realidad ni negarnos nuestras
propias fantasías. Mucho menos podemos palmearnos condescendientemente
nuestra propia cabeza y llamarnos “amiguito”.
Ahora, cuando nos encontramos el adulto que somos con el chico que fuimos, la
famosa polémica realidad/fantasía parece quedar atrás.

Durante años, pacientes y razonables adultos se ocuparon de levantar cercos para


detener la fuerza arrolladora de la fantasía y la realidad. Tenían un éxito relativo
porque, de todos modos, los monstruos y las verdades se colaban, entraban y
salían. Ahora hay señales claras de que el corral se tambalea, de que los grandes
y los chicos se mezclan indefectiblemente. Ya nadie cree que los chicos vivan en
un mundo de ensoñaciones, es más: todos comprenden que son testigos y actores
sensibles de la realidad. Tampoco quedan muchos ya que no admitan que los
adultos –incluidos los sensatos y prudentes pedagogos—son sensibles,
extraordinariamente sensibles a la fantasía.

Graciela Montes, en “El corral de la infancia”, Bs. As., Fondo de Cultura Económica,
2000. 
 

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