RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL
ANTE UN DOBLE ANIVERSARIO
Jesús Antonio Cid
Fundación Ramón Menéndez Pidal / U.C.M.
E
n este año de 2018, y en el venidero 2019, se cumplen el medio siglo y el
siglo y medio del nacimiento y la muerte de Ramón Menéndez Pidal. Con
este motivo, ocasión, o pretexto, se han celebrado ya o están previstos
diversos actos conmemorativos en universidades, centros de enseñanza media,
ayuntamientos y otras entidades públicas o privadas.
La Fundación que lleva el nombre de Menéndez Pidal, que tiene su sede en
la que fue su casa, y tiene a su cargo su legado intelectual, no podía permanecer ajena y quedar al margen de estas celebraciones, y ha procurado poner
en marcha un amplio y ambicioso programa de exposiciones, ciclos de conferencias y debates, publicaciones y presentaciones de libros, conciertos, visitas
guiadas, etcétera. Son actividades que se han iniciado ya, y que se continuarán
a lo largo de lo que queda de este año y del próximo. La inauguración formal
del este bienio Ramón Menéndez Pidal, o bienio pidalino, se hace hoy, aquí y
ahora, gracias a la Real Academia Española, a la que tan vinculado estuvo don
Ramón, como académico y director.
Hago una rápida reseña de las actividades proyectadas, sin olvidar las ya
realizadas. Entre estas últimas destaco el acto conmemorativo, que la Fundación llevó a cabo el pasado 30 de junio de 2018, en la Peña del Arcipreste, en la
Sierra de Guadarrama, para recordar la inauguración del peculiar «monumento», un monumento «natural» con mínima intervención humana, que se erigió
en noviembre de 1930 por iniciativa de Menéndez Pidal y la Real Academia
Española. El acto, a seguida de una marcha desde la casa de Menéndez Pidal
en San Rafael hasta la Peña, contó con intervenciones de filólogos, geógrafos y
expertos en senderismo y montañismo. Como complemento al acto, se instaló
una exposición en el ayuntamiento del Espinar y otros municipios de la Sierra.
Simultáneamente la Fundación ha publicado el libro Ramón Menéndez Pidal en
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la Sierra de Guadarrama. Crónica de un vecino de San Rafael, a cargo de Álvaro Piquero, que evoca los largos años de veraneo serrano de don Ramón y su
familia, el ambiente «institucionista» que propició la elección de San Rafael para construir su segunda residencia, los huéspedes ilustres que albergó la casa
(empezando por don Francisco Giner de los Ríos, que la inauguró en 1914, su
último año de vida), y las excursiones que condujeron a don Ramón a localizar
las ruinas de la venta del Cornejo, y a concebir la idea del monumento en el
risco que corona la sierra.
En octubre de 2018 se celebró en la Universidad Complutense, heredera de
la llamada «Universidad Central», en la que Menéndez Pidal fue alumno y profesor, un Seminario internacional hispano-portugués dedicado a «Don Ramón
y sus romances», es decir aquellos romances que fueron objeto de su particular predilección, como es el caso de «La muerte del príncipe don Juan», «Doña
Alda», «Flérida y don Duardos», o algunos de los incluidos en la Flor nueva de
romances viejos, como «La loba parda» y el «Llanto del pastor desesperado», que
han tenido la peculiar fortuna de memorizarse y «retradicionalizarse» en distintas áreas de la península.
Pasando ya a los actos programados para 2019, y limitándome a los de mayor
entidad:
En la Biblioteca Nacional se instalará en junio de 2019 la exposición «Dos
españoles en la historia: el Cid y Ramón Menéndez Pidal». La muestra se centrará
en los estudios medievales de Pidal y en especial en el Poema de Mio Cid, cuyo
códice único formará parte, por especial deferencia de la Biblioteca, de esta
exposición. La muestra se verá completada por conferencias sobre el Cantar y
los estudios pidalinos acerca del poema, a cargo de Alberto Montaner; sobre la
ideación cinematográfica de Samuel Bronston y Anthony Mann, a cargo de Elena
Girbal; y habrá un concierto con la recreación de la ejecución juglaresca del
poema, según la propuesta de Antoni Rosell. También en la Biblioteca Nacional
se celebrará una conferencia-coloquio sobre Menéndez Pidal y el liberalismo
unitario en la España de los siglos xix y xx, con las intervenciones de Carmen
Iglesias, Jon Juaristi y Enrique Krauze.
También en junio e 2019 está proyectada, en la sede central del Instituto
Cervantes otra exposición de largo alcance, bajo el lema «Menéndez Pidal y las
escalas del español». Su objeto es poner de relieve la contribución decisiva de
Pidal y su escuela en la difusión americana y europea de la lengua y la cultura
hispánica. Los tempranos viajes de don Ramón a Estados Unidos, a Argentina y
Chile, a Roma, a varias universidades europeas, o ya en su extrema ancianidad
al estado de Israel, así como las prolongadas estancias de sus discípulos directos
en varios países (Américo Castro y Fernández Montesinos en Alemania, Dámaso
Alonso en Inglaterra y Estados Unidos; Federico Onís en Nueva York; Castro
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y Amado Alonso en Buenos Aires; Navarro Tomás en Puerto Rico, Solalinde
en Wisconsin, etc.), sentaron las bases para una dignificación de los estudios
hispánicos de la que todavía en buena parte somos herederos, y hasta rentistas.
Exposiciones de alcance más monográfico están previstas en diversas ciudades e instituciones:
Así, en Granada, para recordar la visita de don Ramón a los barrios gitanos del Albaicín y el Sacromonte en una peculiar excursión que Pidal realizó
en busca de romances en 1920. En esa incursión a zonas que se consideraban
peligrosas, Menéndez Pidal contó con la ayuda de un guía, el joven poeta Federico García Lorca; y ambos, junto con Jimena Menéndez Pidal, a seis manos,
anotaron una docena de curiosas versiones de romances. A nadie se le puede
escapar la más que probable relación entre esa experiencia de asistir al canto
de romances en las gitanerías de Granada y la elaboración pocos años después,
entre 1924 y 1927, y la publicación del libro de poemas más conocido de García Lorca, el Romancero gitano de 1928. Es propósito de la Fundación publicar
la pequeña colección granadina de Menéndez Pidal-Jimena-García Lorca, junto con el facsímil de los originales manuscritos de los tres ilustres colectores.
Complemento ideal de esta colección sería publicar igualmente la más amplia,
remitida, también en 1920, por Gloria Giner y Fernando de los Ríos. Es una
colección reunida con la colaboración de maestras de escuelas de la ciudad y
pueblos de la provincia de Granada, y consta en gran parte de originales de
mano popular, con versiones anotadas por las propias niñas de romances que
ellas mismas conocían o tomaron al dictado de madres, abuelas o vecinas
Está previsto que esa misma exposición granadina viaje después al Puerto de
Santa María, en Cádiz. Coincidiendo con la muestra, se celebrarán unas sesiones
sobre los estudios alfonsíes y el romancero de los gitanos bajo-andaluces.
A Asturias, solar natal de los Menéndez Pidal, a Pola de Lena, Llanes, Villaviciosa y Oviedo, se llevará una muestra biográfica de Menéndez Pidal e ilustraciones y materiales de sus trabajos sobre el dominio lingüístico asturiano-leonés
y las encuestas dialectológicas de Pidal y sus discípulos, y sobre la exploración
del romancero asturiano. En la Universidad de Oviedo la exposición servirá de
marco a unas conferencias sobre Pidal y sus estudios sturianos.
En fin, alterando parcialmente su formato, la exposición viajará también a
Cantabria, por la especial vinculación de Pidal con su maestro Menéndez Pelayo,
y su biblioteca; y al País Vasco, por el interés que don Ramón siempre manifestó
hacia la lengua vasca, por la correspondencia copiosa que tuvo con el padre
Azkue, con Julio de Urquijo y tantos otros, por su amistad con Unamuno, Pío
Baroja, Julio Caro y otras personas señaladas de la cultura vasca; y por las raíces
vizcaínas de María Goyri. También figuran en el itinerario del bienio pidalino
Santiago de Compostela y la Coruña. No debe olvidarse que Menéndez Pidal
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era, por su nacimiento, un gallego accidental, pero sobre todo fue lector atento
y estudioso de la poesía gallega medieval; y el Romancero de Galicia le debe las
más copiosas y mejores colecciones de romances recogidas en fecha temprana.
En todos los casos se ha procurado que las exposiciones vayan acompañadas
de unas jornadas de estudio en las que la persona y la obra de Menéndez Pidal
sirva de acicate y percha para tratar y renovar temas que se juzguen de interés
por parte de instituciones colaboradoras.
Capítulo distinto de las actividades del bienio son las publicaciones que saldrán a luz concidiendo con la efeméride.
La Fundación Ramón Areces ha patrocinado la edición del «Romancerillo
de Salónica» que en plena Guerra Civil reunió Maximo Kahn, un judío alemán,
no sefardí, pero radicado en Toledo, enamorado de la cultura medieval judeoespañola, y nombrado cónsul de la República en la ciudad griega. Allí propuso
que el Ministerio de Estado publicara un Romancero sefardí para sefardíes, no
para españoles ni para hispanistas. La idea fue aceptada y Máximo Kahn preparó ese romancerillo con criterios selectivos estéticos muy personales. La derrota
de la República impidió culminar la edición, pero los materiales reunidos le llegaron a Menéndez Pidal y son los que ahora se publican. En la presentación del
libro, en el auditorio de la Fundación Ramón Areces, esta previsto un coloquio
a cargo de especialistas en la cultura sefardí, y un concierto de música sinagogal
y tradicional judeo-española.
También en coincidencia con el bienio, esperamos que salgan a luz al menos cuatro obras, que la Fundación considera de importancia crucial para el
patrimonio cultural hispánico, y que han requerido largos años de preparación:
Las dos primeras suponen la reanudación del Romancero Tradicional de las
Lenguas Hispánicas, paralizado durante treinta años: son la edición de los volúmenes del Romancero del Cid y de La muerte del príncipe don Juan.
Que el Romancero del Cid, icono, para bien e incluso para mal, de lo hispánico,
esté sin publicar en edición solvente y rigurosa, a la altura de 2018, cabría
calificarlo casi de vergüenza nacional. Es un estado de cosas que, esperamos,
por fin se podrá subsanar. La muerte del príncipe don Juan, por otra parte, es
un romance tótem para Menéndez Pidal y su familia; su casual hallazgo por
María Goyri en 1900 revelaba la supervivencia del romancero oral en la Castilla
nuclear. Pero el romance es además un ejemplo máximo de la variación creativa
y del arte de la refundición en la poesía narrativa tradicional. El luctuoso hecho,
la tragedia que supuso la muerte del heredero de los Reyes Católicos en 1497,
ha conservado abundantes rastros de historicidad que se manifiesta en las más
de 500 versiones del romance hoy documentadas, pero no menos evidentes son
las invenciones y desarrollos novelescos del todo ajenos al suceso de fines del
siglo xv.
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La tercera obra es la edición de la correspondencia de Menéndez Pidal y Américo Castro, que me permito adjetivar como el corpus epistolar más importante
para la filología española del siglo xx, y para la propia historia cultural española.
Son trescientas cartas, varias de ellas muy extensas –de seis y más folios–, escritas a lo largo de casi cincuenta años. En ellas y en un diálogo siempre sincero
y a veces muy tenso, vemos desfilar, en un amplio panorama las apreciaciones
sobre sus contemporáneos, desde Alfonso XIII y Manuel Azaña a Unamuno y
Ortega, a toda la romanística y el hispanismo europeo y americano; y vemos
surgir anticipadamente los elementos básicos de la teoría histórica de Castro,
forjada en contraposición a los puntos de vista de su maestro en el desgarro del
exilio.
Una última obra, muy distinta, que la Fundación confía en publicar es el
libro inédito de Menéndez Pidal sobre Marcelino Menéndez Pelayo, escrito e
1914, y corregido incesantemente por don Ramón hasta la década de 1950, sin
que llegara a darle la mano definitiva. Se trata de una aproximación a la personalidad intelectual y humana de Menéndez Pelayo, trazada por su discípulo más
insigne, y un examen riguroso de toda la obra de don Marcelino; examen, claro
está, ponderativovo, pero no hagiográfico ni exento de crítica. Es un libro que
ha requerido una compleja preparación, por los abundantes pentimenti a lo largo de todo el texto, dobles y triples redacciones de varios capítulos, cambios de
ordenación, etc., y por la copiosa anotación que ha sido necesaria Es, también,
un libro por el que esta Real Academia Española manifestó su interés. Lamentamos no haber cumplido los plazos de entrega para la planeada coedición, y
esperamos que el bienio nos dé la oportunidad de saldar esta deuda.
Todas estas proyectadas actividades, exposiciones, jornadas de estudio, sesiones de conferencias, y publicaciones, no serían posibles sin la generosa ayuda
de varias instituciones y personas. Ya ha quedado constancia de la colaboración
de esta Real Academia Española, de la Biblioteca Nacional y el Instituto Cervantes. Nos es muy grato personalizar nuestra gratitud en Darío Villanueva, Ana
Santos, y Juan Manuel Bonet y Luis García Montero.
Agradecimiento muy especial debemos a la Fundación Ramón Areces, que
desde la creación de la Fundación Ramón Menéndez Pidal ha garantizado el
mantenimiento de la casa de Menéndez Pidal como sede de la Fundación, y
ha apoyado varios proyectos de investigación y publicaciones. El patrocinio
y mecenazgo de la Fundación Ramón Areces se ha incrementado de manera
muy significativa en este último año, y son varias las actividades del Bienio
que podrán realizarse merced a su ayuda. Para D. Florencio Lasaga, D. Carlos
Martínez Echavarría, y D. Raimundo Pérez-Hernández vaya, pues, el testimonio,
explícito y nominatim, de nuestra gratitud.
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Llegados aquí, cabría preguntarse ¿Por qué estos homenajes a Menéndez
Pidal? ¿Se trata sólo de la inercia de un nombre ilustre que nos arrastra a la
simple complacencia en un pasado abolido? ¿Estamos solo, como escribía Diego Catalán, ante «esa ansiedad de pasado, de continuidad, en que se asienta
la extremosa proliferación de ‘centenarios’ institucionalizados en medios políticos y sociales muy varios?» ¿Tiene la obra de Pidal la suficiente vigencia para
merecer recordarse en 2018, para servir de modelo a nuevas generaciones de
filólogos e hispanistas?
Las celebraciones de efemérides –se ha dicho– o son prospectivas o son pura
melancolía. Mi convicción, compartida, creo, por muchos otros, es que en la actividad, en el modelo de trabajo e investigación, y en la obra de Menéndez Pidal
hay aspectos esenciales que siguen siendo ejemplares y provechosos para cualquier investigador actual. Y también de agradable y útil recordación, aunque
sólo fuera por la elevada calidad de su prosa castellana, más allá de la precisión,
sobriedad y desdén a ciertas galas retóricas al uso.
No hay lugar ahora para recordar lo que la Filología hispánica debe a Menéndez Pidal. Es un balance que ya hicieron en su momento discípulos y estudiosos
tan insignes y excepcionalmente facultados para ello como Américo Castro, Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Yakov Malkiel; o, más allá de la estricta Filología,
Marcel Bataillon, José Antonio Maravall, Miguel Batllori, Julio Caro, o Julián
Marías. Tampoco cabe aquí glosar los mayores logros teóricos y metodólogicos
de Pidal, que según expuso magistralmente Diego Catalán, debemos cifrar en
haber alcanzado «uno de los tratamientos más sistemáticos de ese problema
esencial –para las Ciencias Sociales y Políticas y para las Humanidades– que es
la relación entre individuo y colectividad», o el extraordinario equilibrio que
desarrolló «en el juego combinado de la inducción y la deducción», es decir entre la atención positivista al dato y la aspiración a la teoría, a la hipótesis y las
grandes síntesis.
Me limitaré a evocar dos aspectos de la personalidad de Pidal como investigador que tal vez pudieron parecer periféricos en su momento, pero que son hoy
cada vez más decisivos y centrales para unas Humanidades no deshumanizadas,
o, más en general, para una ética de la ciencia.
En primer lugar, la idea de trabajo colectivo. Investigar, trabajar en colaboración con otros es siempre costoso, difícil, desde la adquisición de una disciplina
y un lenguaje común a limar asperezas personales, pero tiene un efecto multiplicador. Don Ramón empezó a trabajar «en equipo» desde el principio, con su
mujer.
Refiere don Julio Caro Baroja, que a su madre, Carmen Baroja, le hizo impresión fuerte conocer a María Goyri, en unas vacaciones en El Paular a principios
del siglo xx, y el hecho de que ella colaborase en los trabajos de su marido. «Lo
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que para una muchacha feminista de comienzos de siglo –dice–, metida en la
lectura de Tolstoy, de Ibsen, y aun de Bernard Shaw, podía suponer de ideal esta
colaboración intelectual de la mujer con el hombre, es algo de lo que no tiene
idea mucha gente de la España de hoy». Tanto es así, dice, que podría parecer
mentira. «Pero no –sigue don Julio– No es mentira. Porque pasados los años,
yo mismo fui pequeño testigo de la colaboración ejemplar y memorable» entre
María Goyri y Menéndez Pidal.
En esas mismas fechas un amigo italiano, Mariano Schiff, le acusaba el recibo
de dos trabajos, de Pidal y Goyri, y le escribe:
Gracias, amigo, y gracias a María por su interesante estudio. Leyendo sus
obras veo las mesas hermanas de su despacho y muchas cosas que los eruditos en general no saben distinguir. Su colaboración íntima y constante es
para mí un milagro que me llena de amistosa admiración.
Ese modelo del trabajo colaborativo es que Menéndez Pidal trasladó al Centro de Estudios Históricos, obteniendo un raro éxito. Es un difícil arte el saber
conjuntar los diversos talentos, personalidades e intereses de un grupo amplio
de colaboradores. Es obvio que Américo Castro no valía para las mismas cosas
que Tomás Navarro, Rafael Lapesa, Pedro Salinas, Solalinde o Serís. Don Ramón
supo potenciar el que cada uno sacara lo mejor de sí mismo.
A los intereses comunes en los estudios lingüísticos y literarios se superponía
todo un tejido de relaciones humanas y afectos que Rafael Lapesa supo plasmar
en un texto recordado ya más de una vez:
Toda escuela científica, filosófica o artística forma, sí, una familia donde
los vínculos establecidos por la transmisión del saber se refuerzan con el
afecto creado por la convivencia. Así se forman relaciones, intelectuales y
cordiales a la vez, de paternidad, filialidad o hermandad; o semejantes a las
que el vasallaje común, el ejemplo y la edad establecían en las mesnadas
medievales. Hacia 1925, en la escuela filológica de Menéndez Pidal, don
Ramón era el patriarca. El Cid de vellida barba, camino de convertirse ya en
Carlomagno de barba florida; su Álvar Fáñez, su Martín Muñoz o su duque
Naimes eran Américo Castro, Navarro Tomás y, allá en el lejano Wisconsin,
entre nieves y lagos, Solalinde; los tres, maestros consagrados ya. La segunda generación de discípulos, la de los caballeros jóvenes y hazañosos. Tenía
su Per Vermudoz, su Roldán y su Oliveros en Montesinos, Amado Alonso
y Dámaso Alonso. A ellos me sumé sin hazañas, con la inexperiencia del
«bachelier léger», en el otoño de 1927, cuando entré de becario en el Centro
de Estudios Históricos.
A esa convivencia intergeneracional en una comunidad de intereses científicos y afectos es a lo que se llama crear una escuela. Dámaso Alonso diría muchos
años después:
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He procurado que durante el gran bache del 40 al 60, y después, no se
extinguiera la escuela de filología de Menéndez Pidal, que era una de las
pocas actividades científicas por las que se nos conocía en el mundo.
En segundo lugar, no querría dejar de recordar lo que dejó escrito Américo
Castro.
Menéndez Pidal nos enseñó algo que él había oído a Gaston Paris: «La probité vaut plus que la compétence». Él había practicado siempre esa discreta
máxima. Él y nosotros hemos luchado a veces largas horas con una cuartilla
que, con una leve omisión imposible de notar, hubiera quedado lista en un
momento. En el fondo había en todo ello un espíritu de estricta religiosidad,
que cada uno siente a su modo.
En otro lugar dice don Américo que Menéndez Pidal nos enseñó también algo
que hoy nos parece elemental, es decir a reconocer lo que se toma de fuentes
previas, a poner comillas y notas al pie de página con las referencias de los
autores y obras utilizadas. Algo elemental, sí, pero que no se practicaba mucho
en España. Hacerlo, confesar la procedencia de las citas y fuentes, sería, pues,
una conquista que en buena parte debemos a Menéndez Pidal y su escuela. Una
conquista, sin embargo no del todo irreversible, como se ha podido comprobar
en tiempos recientes. La deontología científica y académica sigue necesitando
una atención vigilante, pero, sobre todo, requiere generalizar e interiorizar unos
principios éticos.
Por último y para concluir, querríamos que este Bienio, sirviera para corregir
o matizar algo la imagen humana que nos ha llegado a veces de Menéndez Pidal.
Un Menéndez Pidal hierático, un tanto acartonado, solemne, rancio o severo.
Decía, en efecto, Juan Ramón Jiménez
Hay siempre en D. Ramón algo severo, como si siempre fuera a un presidir,
viniera de un funeral, a un descubrimiento, de cualquier alto academicismo […] Aún en la calle, y de prisa, está D. Ramón en el estrado, va en
ceremonia; manifestación especial o entierro. ¿Habla? Fabla.
Y un amigo y compañero de estudios, José Ramón Lomba y Pedraja, le reprochaba a Pidal una ya juvenil insensibilidad de témpano en sus relaciones y
afectos, si le apartaban de sus fines y su trabajo.
Entre otras lindezas, escribía Lomba:
No sabes el poder inmenso de tu propio egoísmo, de ese monstruo que has
estado alimentando años y años y que hoy es mucho más fuerte que tú. Es
un gran animal, voraz y lóbrego, que lo convierte todo en filología, cuanto
toca, y te convertirá a ti mismo en códice o en cantar de gesta.
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Es muy cierto que la mesura y la contención en su trato personal, igual que,
en su escritura el aborrecimiento a la sintaxis oratoria, pueden justificar esa
imagen de sequedad o incluso frialdad. Una frialdad que se trasparentaría en
reflexiones y máximas que D. Ramón anotaba para su uso personal. Por ejemplo:
Anteponer la consideración de las cosas, y atender a las personas solo en
cuanto sirvan para llevar adelante las cosas. Y esto, empezando por uno
mismo.
Esto trae grandes disgustos personales y por eso nadie sigue este criterio
en España. Las personas son la realidad del hoy inmediato, las cosas son el
mañana lejano.
Sobre esta máxima, que en su desnudez aforística nos trae a la memoria
al Pascal de Les Pensées y a La Rochefoucauld, o a un Maquiavelo a lo científico, hemos reflexionado tanto Inés Fernández Ordóñez como yo mismo, por
la importancia que le dio Diego Catalán. Pero no es fácil delimitar qué entendía exactamente Menéndez Pidal por «personas» y, sobre todo, por «cosas», ni
sabremos nunca si es posible una separación tajante de ambas instancias.
En cualquier caso el posible mito de la insensibilidad de don Ramón se nos
desvanece o al menos se relativiza tan pronto como se acude al testimonio de
otros que lo conocieron bien. Un Menéndez Pidal humanizado y sufriente es el
que nos presenta su amigo de juventud, el ya mencionado Mario Schiff:
Sí, mi querido Ramón, siento cada día con mayor fuerza lo que hay de
penoso y trágico en la vida de Vd.
Me parece imposible que al ver cuán hondas raíces el amor tiene en Vd. no
reconozcan los que le quieren que el hombre no puede ni debe pensar en
separar lo que Dios ha unido.
Schiff se refería, naturalmente, a la oposición familiar que Menéndez Pidal
tuvo que superar por su relación amorosa con María Goyri, y hay que reconocer que don Ramón se puso el mundo por montera para hacer caso omiso de
prejuicios muy asentados y casarse con una hija de madre soltera.
Súmense la muerte prematura de su madre, y la del primer hijo varón, o las
vivencias trágicas de la guerra civil, y sus consecuencias. Lanzado a un poco
disimulado exilio en Francia, Cuba y Estados Unidos, breve pero difícil de sobrellevar para un casi septuagenario, Menéndez Pidal vio como se desmoronaba
todo el mundo de una España modernizada que había contribuido a crear, o inventar; y la ruptura de lazos afectivos no excluyó las relaciones personales con
los antiguos colaboradores del Centro de Estudios Históricos, o los compañeros
de las Academias de que formaba parte.
En medio de los horrores de la guerra, en carta a Castro, en 1938, Pidal
todavía saca fuerzas para consolar y animar a su discípulo y amigo:
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El horizonte de España es tenebroso como en ninguna otra época de su pasado (exceptuando la invasión musulmana, yo no veo otro tiempo peor); la
pérdida de los tesoros materiales, culturales y morales es espantosa, y sin
embargo tengo esperanza que la vida intelectual se ha de restaurar mejor
de lo que ahora podemos figurarnos. No sea Vd. tan pesimista. Vd. recobrará sus libros y sus papeles; Vd. escribirá sus buenos estudios sobre nuestros
siglos de oro, que España los necesita, para consolarse de su dolor. Sí, volveremos otra vez a reunirnos y a planear y discutir nuestros trabajos, y lo
tendremos que hacer con más ánimos que antes para compensar la ruina
que nos rodea. Lo que importa es que la matanza cese cuanto antes. Es
horrible esta prolongación de la guerra.
Y ya en 1952, cuando el mismo Américo Castro insinúa a su maestro que de
haber salido definitivamente de España en 1939, su obra básica la Historia de la
lengua española, se habría visto beneficiada, don Ramón contesta con la misma
vehemencia que tantas veces había reprochado a su más brillante discípulo:
Y ahora ¡qué equivocado está Vd. en lamentar el que no ande yo rodando
por esos mundos! Contra lo que Vd. dice, el que vive en su patria vive
en estado normal; el emigrado padece anormal deficiencia. Si yo cada vez
que España tuvo gobiernos que me desagradaban, me hubiese expatriado,
hubiese vivido casi siempre en el extranjero. Mi patria es más mía que de
los varios gobiernos que la detentan.
No, no deshumanicemos a Menéndez Pidal. Un simple estudioso insensible y
acartonado nunca habría podido vibrar con el Romancero, con el Cantar del Cid
o con Lope de Vega, como lo hizo Menéndez Pidal, y transmitirnos esas vibraciones. Un egoísta severo y rancio nunca habría podido generar la admiración y el
afecto de personas como Castro, Amado y Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Pedro
Salinas, Pedro Laín, José Antonio Maravall, Alfonso Reyes y tantos otros, o el
de los que cincuenta años después de su muerte seguimos leyendo y admirando
la obra de Menéndez Pidal.
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