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Arte vivo. Una aproximación al bioarte

Arte vivo Por Flavia Costa Publicado en Revista Todavía n° 35, Buenos Aires, mayo de 2016. “¿Es esto arte?”. La pregunta, simple y ácida, atraviesa la recepción de buena parte del arte contemporáneo del último siglo, al menos desde que Kazimir Malevich presentó, en 1913, su obra Cuadrado negro sobre fondo blanco. Con todo, el entrenamiento que hábilmente el campo del arte nos propuso en estas décadas volvió esta pregunta más específica: “¿qué nos dice esta pieza artística? ¿Cuál es su punto de referencia, su problema, en definitiva, su sentido?”. La interrogación así entendida fue particularmente insistente en las poéticas tecnológicas, esto es, en el conjunto de prácticas del campo artístico que asumen de manera explícita su inserción en un mundo-ambiente técnico y entran en diálogo con él, desde el net art hasta la videopoesía, pasando por la música tecno y el cine experimental. Y es ineludible en el llamado bioarte, manifestación artística que, a la luz de las nuevas capacidades científico-técnicas para operar con las estructuras biológicas, explora las fronteras entre arte, técnica y biología. Su genealogía se remonta a los trabajos del fotógrafo y pintor Edward Steichen sobre la herencia en plantas, en particular las Delphinium, conocidas también como Consuelda, Conejito o Espuela de caballero. Steichen utilizaba fármacos como la colchicina para modificar genéticamente las plantas y obtener nuevas variedades, en una operación que concebía como tarea artística. En efecto, sus plantas tuvieron tratamiento de tales en 1936 durante la exhibición Steichen Delphiniums en el MoMA de Nueva York. Su objetivo artístico era provocar variaciones genéticas para obtener matices cromáticos improbables o inexistentes en la naturaleza. Anticipaba así por varias décadas las reflexiones del filósofo checo Vilém Flusser, a quien algunos consideran el primer teórico del bioarte, y quien en 1988, a la luz de los desarrollos de la informática, la ingeniería genética y la biología molecular, expresaba: “[Recientemente] fue descubierto que la información genética (moléculas de ácidos nucleicos) puede ser manipulada. Se trata de un descubrimiento fulminante. Implica que en adelante dispondremos de técnicas para realizar obras de arte vivas que se multiplicarán y darán origen a más obras de artes vivas. ¿Cómo, después de tal descubrimiento, seguir haciendo obras de arte inanimadas (esculturas, cuadros, libros, partituras, películas, videos, hologramas)?”. Esas ideas estaban en el aire. En la posguerra, no tanto orientadas a la cuestión genética – debido a las desventuras eugenésicas del nazismo–, sino en torno a la pregunta sobre las posibilidades de vida artificial y los hábitats tecnológicos. En la Argentina, se había interesado por ellas el artista y arquitecto Luis Benedit, quien entre las décadas de 1960 y 1970 desarrolló una serie de piezas-artefactos (Microzoo, Biotrón, Fitotrón) para hospedar organismos vivos. Lo inquietaba la conducta de comunidades y su condicionamiento tecnológico o cultural. Están en juego en esas obras tanto la tensión entre naturaleza y artificio como el intento de explorar los límites del territorio del arte, apropiándose de materiales y técnicas de la biología sin subordinarse a ella. En 1970, Benedit fue invitado a representar a la Argentina en la Bienal de Venecia, que ese año tenía como tema el arte en diálogo con la ciencia, y llevó uno de sus hábitats más conocidos: el Biotrón, realizado con la colaboración de los científicos Antonio Battro y José Núñez. Consistía en un gran receptáculo de acrílico que permitía observar la actividad de 4.000 abejas, y que estaba conectado con los jardines anexos al Pabellón de la Bienal. Adentro, unas flores automáticas destilaban néctar artificial; las abejas podían realizar su ciclo vital en ese entorno tecnológico o podían hacerlo en los jardines que rodeaban la obra: la enorme mayoría permaneció en cautiverio. Fue, sin embargo, a partir de los años noventa cuando empezó a articularse una masa crítica de artistas, obras, festivales, instituciones e incluso medios especializados, como la revista Leonardo, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), interesados en las relaciones cada vez más intrincadas entre disciplinas como el arte, la biología, la informática, la robótica, la ingeniería, la sociología, la filosofía y la ética. Entre los rasgos más notables de este momento cabe mencionar tres: - - - La utilización de procedimientos biotecnológicos que incluían, además de pequeños seres vivientes (microorganismos, bacterias, hongos), el empleo de “material humano” bajo la forma de ADN, células, grasa, sangre. Tras un primer momento de fascinación por el paradigma genético y sus procedimientos, la incorporación de otras técnicas, como el cultivo celular y de tejidos o la microcauterización, que permitió a los artistas expandir su esfera de acción a métodos que desacoplan el par cuerpo-vida, y que entran en relación directa con lo interno y con lo otro del cuerpo. La emergencia de una tendencia crítica que cuestiona los valores subyacentes a la biotecnología orientada por los intereses corporativos, así como la denuncia del especismo, es decir, el trato desigual y hasta cruel con especies no humanas. Hacia finales de esa década, el bioarte adquirió visibilidad gracias a una de sus ramas polémicas: el “arte genético” o “transgénico”, vinculado tanto al embeleso tecnoindustrial como a los reparos suscitados por el Proyecto Genoma Humano. Su figura más resonante ha sido el artista brasileño Eduardo Kac, quien en mayo de 2000 presentó la obra GFP Bunny, que incluía la proyección y generación de Alba, una coneja que, iluminada con la luz correcta, resplandecía en un tono verde apenas fosforescente. El efecto se producía porque el animal había sido intervenido con EGFP, la mutación sintetizada de un gen de una medusa del Pacífico, la Aequorea Victoria. Si bien Kac se consideraba el autor de Alba porque había diseñado el proyecto, tras el nacimiento de la coneja, el laboratorio francés que llevó a cabo el procedimiento se negó a entregársela, porque consideró que convertirla en mascota no era un uso apropiado del “experimento”. El propio Kac había escrito dos años antes un texto manifiesto, “El arte transgénico”, publicado en la revista Leonardo, en el que proponía “una nueva forma de arte basada en el uso de las técnicas de ingeniería genética para transferir material de una especie a otra, o para crear unos singulares organismos vivientes con genes sintéticos”. Para Kac, este incipiente arte incluía “un compromiso firme y la aceptación de la responsabilidad por la esa forma de vida así creada”. La crítica del especismo también está presente en los trabajos de los artistas e investigadores Oron Catts y Ionat Zurr, miembros del colectivo Tissue Culture & Arts, que a partir de 2000 se asentó en SymbioticA, laboratorio de investigación en arte y ciencia de la Universidad de Western Australia. Catts y Zurr exploraron la técnica de cultivo de tejidos celulares, con la que crearon, entre otras, la obra Cuero sin víctimas: una mini chaqueta de tejido vivo cultivado similar a la piel, desarrollada a partir de líneas de células inmortalizadas de humanos y de ratones, alimentadas por nutrientes a través de un tubo. “La intención –escribieron en 2006– es enfrentar a las personas con las consecuencias morales de utilizar partes de animales muertos por motivos estéticos y de abrigo”. Orientando la indagación en un sentido ecológico, el colombiano Hamilton Mestizo llevó adelante el proyecto colectivo Algas Verdes 2.0, una plataforma de investigación para el uso de recursos fundamentada en las ideas de sustentabilidad, colaboración y autogestión. El objetivo era crear un prototipo para generar oxígeno y eliminar los contaminantes atmosféricos en edificios y espacios urbanos. Usaron tubos de neón convertidos en fotobiorreactores, dentro de los cuales cultivaron algas verdes de la especie clorela. Un circuito electrónico controlaba la entrada de aire del ambiente por medio de un compresor generando burbujas cada diez minutos. La clorela usaba el dióxido de carbono como parte de su metabolismo; luego, como residuo, soltaba moléculas de oxígeno en el aire. En una variante que encuentra su potencia de dislocación al conectar el género tradicional del autorretrato con nuevos procedimientos científico tecnológicos, el artista alemán Edgar Lissel produjo entre 2007 y 2010 una serie titulada Myself, en la que trabajó realizando una impresión directa de partes de su cuerpo, incluido su rostro, sobre lino empapado en un medio de cultivo. En pocos días, los microorganismos de la piel iban creciendo hasta producir una imagen viviente de su cuerpo, que tomaba de él no solo la forma impresa sino también parte de su “contenido”: los microbios que viven en la epidermis. A partir de las diferentes impresiones de la cara, emergían incluso distintas expresiones faciales, producto del ordenamiento de las bacterias. Mi último ejemplo es una pieza del artista e ingeniero industrial argentino Joaquín Fargas, director del primer laboratorio local de bioarte, creado en 2008 en la Universidad Maimónides. Se trata de Inmortalidad (2010), una obra a partir del cultivo de miocardiocitos de ratón que tiene la capacidad de no envejecer y que mantienen la capacidad de latir y sincronizarse entre sí fuera de un organismo. Las células son alojadas en una cápsula monitoreada por un microscopio de alta definición. Mediante un sistema de interfaces, los latidos de esas células se traducen en sonidos y luces que hacen de la pieza una instalación ambiental y habilitan la interacción, ya que, a través de sensores, las células reaccionan acelerando sus latidos ante el paso de los visitantes-espectadores. Llegados hasta aquí, la pregunta es: ¿cómo interpretar estas obras? ¿Mediante qué operaciones estos artistas producen arte, y no simples estetizaciones de la ciencia y la técnica para su divulgación o para su aceptación edulcorada? En 2008, el investigador Stephen Wilson, durante un seminario en Buenos Aires, ofreció algunas indicaciones para distinguir el abordaje artístico del científico-tecnológico. Según Wilson, a propósito de las mismas realidades, los artistas se formulan preguntas diferentes que las de los científicos; asignan otras prioridades en sus proyectos; interpretan de manera distinta los resultados de las investigaciones; deconstruyen las ideas naturalizadas e identifican las consecuencias culturales de los procesos en los que se ven involucrados. Añadiré a estas ideas algunos rasgos que comparten muchas de estas piezas, y que contribuyen a una posible definición de un género todavía en ebullición. En primer lugar, las obras de bioarte son prácticas en vivo o con materiales vivientes, en las que el diseño y la previsión controlada se ponen en tensión con el azar, la contingencia, lo imprevisible de un proceso que se desencadena. Las obras no solo están abiertas a la interpretación del espectador-receptor, sino que están deliberadamente expuestas a su transformación material. En segundo término, constituyen un arte de lo no directamente perceptible o accesible si no es a través de procedimientos tecnológicos que la obra busca explicitar, abriendo así las “cajas negras” de la ciencia y la tecnología. Por otra parte, el bioarte –como toda poética tecnológica– subvierte, resignifica o suprime la utilidad científico-técnica, con finalidades irónico-reflexivas (centrando su análisis en la naturaleza y las potencialidades del medio, como en el trabajo de Fargas), expresivas (poniéndolas al servicio de la manifestación –rarificada– de la subjetividad, como en los autorretratos de Lissel), ecologistas (como en las piezas de Mestizo), de concientización (como en Cuero sin víctimas, de Tissue Culture & Arts) o incluso activistas, como en las intervenciones que critican el elitismo científico o el papel, en el desarrollo biotecnológico, de las corporaciones multinacionales farmacéuticas o de la agroindustria. En cuarto lugar, al hacerlo, propone nuevas miradas sobre el estatuto de los elementos que integran lo existente. El bioarte es, como afirma la crítica Annick Bureaud, un “arte antiantropocéntrico de las continuidades”, de la difuminación de las fronteras entre especies, así como entre lo natural y lo artificial. En relación con el espacio en que se desarrollan, el laboratorio biotecnológico aparece como nuevo ámbito de interrogación filosófica y política, en el que se desnaturaliza la mirada científica sobre las actuales (y futuras) formas de vida. Y por último, en relación con la temporalidad, el bioarte es un arte de la duración en el que, con una literalidad a veces escalofriante, se ponen en juego la vida y la muerte, así como los dilemas del cuidado y el descuido, la atención o la despreocupación sobre el destino de los otros. Para verla con imágenes, ir a: https://issuu.com/fundacionosde/docs/todavia35_issuu