Los claroscuros del populismo
El caso de la Revolución Ciudadana en Ecuador
Soledad Stoessel
Entre los diversos gobiernos de izquierdas en América del Sur es quizás el de Rafael Correa en Ecuador el que provoca lecturas más contrastadas entre sí. Más allá
de las interpretaciones que lo colocan en el bando de la «izquierda carnívora»,
existen otros enfoques que lo sitúan en el triángulo maldito de los «populismos
radicales» del siglo XXI, junto a Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. También emergen lecturas que lo posicionan como uno de los vectores más
robustos del giro «post-neoliberal» de la región (Ellner, 2012) y hasta análisis que
lo implantan como un gobierno de vocación transformacional de perfil modernizador, técnico y desarrollista. Éstos últimos llegan a calificar su gestión como la de
un gobierno «jacobino tecnocrático» (Saint-Upéry, 2008) y aluden al presidente
Correa bajo la ambivalente etiqueta de «tecno-populista» (De la Torre, 2013).
De este modo, si Chávez aparecía como la más viva expresión del convencional populismo latinoamericano, haciendo de su gestión el blanco pertinaz de
los ansiosos pensadores liberales, su coideario ecuatoriano no siempre ha sido
fácilmente ubicable en los casilleros que el establishment tiene diseñados y fijados
para los políticos díscolos. Después de todo no parece evidente que alguien que
ha gobernado durante más de siete años con un nivel inflacionario menor al 4%,
con ritmos de crecimiento superiores al promedio de la región y con mejoramiento constante de la competitividad sistémica de la economía (acaba de subir
15 puestos en relación al año anterior según el Índice de Competitividad Global
diseñado por el Foro Económico Mundial) pueda ser identificado automáticamente con el prototípico caudillo populista que expande irresponsablemente el
gasto público hasta llevar a su país a un espiral inflacionario que pone en crisis el
conjunto de la actividad productiva.
Esta lectura, predilecta de los estrados liberales que se escandalizan ante todo
atisbo de lo que denotan como «populismo económico» (Paramio, 2003), considera que la intervención estatal en todos los campos del orden social, especialmente la economía, el excesivo gasto fiscal y la primacía del desarrollo nacional
por encima de los imperativos del capital transnacional y los organismos internacionales de crédito, constituyen males que deben ser erradicados.
La alusión constante a la eficacia del gobierno de la «Revolución Ciudadana»,
tal como se conoce al actual proceso político liderado por Correa, a su lado tec-
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POPULISMOS
no-burocrático y a su perfil de gestor moderno –todo lo cual no se opone con la
(también exitosa) procura de justicia social e igualdad durante sus mandatos– parece pues contradecir las imágenes arquetípicas del líder populista cuyo apego a la
movilización popular y a la aclamación de las masas ponen por detrás cualquier
objetivo de racionalización de la economía y la sociedad. Asimismo, la tan pregonada tesis de la debilidad de las instituciones clásicas de todo régimen democrático como consecuencia del peso de los liderazgos y fenómenos populistas parece
perder sus anclajes en el contexto de un gobierno que, si bien no escatima pretensiones concentradoras de poder político a través de la apropiación de espacios y recursos institucionales, al mismo tiempo crea y fortalece el entramado institucional
empezando por el Estado mismo y pasando por aquellas instancias institucionales
de representación, control y participación ciudadana ubicadas en las «interfaces
socio-estatales» (Isunza, 2006). Así, el maridaje establecido por diversos estrados
neoconservadores entre populismo y anti-institucionalidad, y como parte de esta
ecuación, anti-democrático, peca de reduccionista al invisibilizar ciertos aspectos
innovadores de los actuales procesos políticos como el de Ecuador. En palabras de
Aboy Carlés en relación a los populismos tradicionales, «¿cómo considerar al populismo lo otro de las instituciones cuando supuso por ejemplo la consolidación
del voto universal o la creación de tribunales laborales capaces de hacer cumplir la
institución de nuevos derechos del trabajo?» (2010: 25).
Este breve preámbulo evidencia el entreverado debate que ha generado la
categoría de populismo para dar cuenta de las dinámicas y procesos políticos,
especialmente en América Latina. Lejos de volver a la revisión del estado de la
cuestión así como a los fatigantes lamentos acerca de la imposibilidad de definir
unívoca e inequívocamente al populismo como categoría analítica «pura» –llegando incluso a posturas que proponen su eliminación del léxico de las ciencias
sociales– en este artículo se intentará observar algunas dimensiones que reviste la
noción para el análisis del vigente procesos político ecuatoriano.
En este marco surgen algunas interrogantes que no pretenden ser abordadas
en su totalidad sino iluminar algunas aristas de este fenómeno que, al decir de
Lechner respecto al Estado, continúa despertando esa extraña fascinación y horror similar a la que provoca lo sagrado (Lechner, 1983). En este sentido, ¿qué
aspectos del proceso político de la Revolución Ciudadana (RC) ilumina de modo
virtuoso la tan manoseada noción de populismo? ¿Qué dimensiones, por el contrario, requieren ser trabajadas a la luz de otras aproximaciones analíticas? ¿En
qué sentido entonces es que cabe referirse a Correa como un liderazgo populista1
y a la RC como un proceso político populista?
Para avanzar en esta discusión, en las siguientes secciones se enfatizará en
dos aspectos de la actual coyuntura ecuatoriana: el modo en que se relaciona el
gobierno de Correa con la institucionalidad en sentido amplio (concibiendo al
populismo como proceso político) así como con las diversas expresiones de la
sociedad (populismo como modo de inclusión social).2 Frente a los enfoques
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que asumen una posición normativa para desacreditar a los «populismos latinoamericanos», en este trabajo se recupera al «populismo» como categoría analítica para dar cuenta de las intervenciones políticas del gobierno de la RC que
operaron para reinstituir una institucionalidad que sostenga el proyecto de cambio político así como para articular, tramitar e incluir diversas demandas sociales,
especialmente de los sectores populares y excluidos durante la etapa neoliberal
–demandas de los «de abajo»– y de esta forma vincularse con la heterogeneidad
social. A modo de cierre, se colocarán algunas pistas para pensar el vínculo entre
populismo y democracia en América Latina.
POPULISMO, ¿LO OTRO DE LAS INSTITUCIONES?
Todo proceso de cambio social rápido y pronunciado disrumpe la institucionalidad vigente, procura reconfigurar una nueva sobre la cual apoyarse y legitimarse
y reordenar el campo político. La ruptura populista, en el sentido que le atribuye
Ernesto Laclau, vendría a constituir aquel fenómeno que se despliega como resultado de la dislocación del orden social, la sobrecarga de demandas insatisfechas y
la incapacidad del sistema institucional vigente para absorberlas (Laclau, 2009).
Esta dinámica devendría en la recomposición de la representación política y la
fundación de una nueva comunidad política. Esto puede concretarse tanto a través
de distintos mecanismos, patrones y estructuras institucionales, como por medio
de la interpelación populista y gestión de demandas a partir un universal que represente a los diversos particularismos (el líder como posible significante que los
represente). El modo de construcción política variará, según Laclau, si la lógica
política privilegia el sistema institucional –la tramitación de demandas de forma
diferencial sin demasiada confrontación– o la dimensión populista –la incorporación de demandas de modo equivalencial a partir de la conflictiva partición del
espacio social en dos–.
Así, se observa que la dicotomía populismo-institucionalismo no es privativa
de los enfoques (normativos) de tipo liberales y de aquellos hegemónicos en el
campo de las ciencias políticas (Paramio, 2006; Novaro, 2007; Peruzzotti y De
la Torre, 2008). Aquí discutiré con ambas tesis: aquella que, encumbrando al
populismo, sostiene que todo fenómeno populista para lograr ser hegemónico
prescinde de la construcción de instituciones por considerarlas vehículos que
despolitizan, y por ende, «desdemocratizan» a la sociedad (Aboy Carlés, 2010),
y lisa y llanamente, conducen a la «la muerte de la política» (lectura de Laclau);
y aquella tesis según la cual todo populismo, por definición, avasalla las instituciones (fundamentalmente de la democracia liberal, como la ciudadanía, los
mecanismos electorales, la Constitución y los Poderes del Estado) y por lo tanto
exhibe una baja o nula vocación democrática.
30
POPULISMOS
Tal como sostiene la literatura en torno al tan aludido «giro a la izquierda»
en América Latina (Arditi, 2009), los procesos políticos del nuevo siglo se han
desarrollado a partir de dos grandes «trayectorias de gestión política del cambio»
(Ramírez Gallegos, 2013). Por un lado, algunos países optaron por una estrategia reformista de cambios graduales en el marco del sistema y régimen político
vigentes, como los casos de Brasil, Uruguay y Argentina. Otros países optaron
por una ruptura radical del ordenamiento político (tanto del régimen político
como de la forma-Estado), como los casos de Bolivia, Venezuela y Ecuador. No
es casual, en este sentido, que en estos países los procesos políticos hayan sido
denominados como «revoluciones» (Revolución Democrática y Cultural, Revolución Bolivariana y Revolución Ciudadana, respectivamente) y que al mismo
tiempo hayan sido caracterizados –y denostados– por diversos intelectuales y
académicos como populismos radicales.
Esta segunda vía combina cuatro estrategias: procura la reconfiguración de la
estatalidad –tanto su morfología como funcionamiento– a través de reemplazos
constitucionales; convoca a continuas contiendas electorales para promover la
participación ciudadana de modo que refuerce la legitimidad gubernamental;
apela a la vocación transformacional de los liderazgos presidenciales en el marco
de una lógica de gestión política de tipo decisionista; y promueve la creación de
nuevas fuerzas y organizaciones políticas sobre las cuales sostenerse.
El caso de Ecuador es paradigmático de esta vía de cambio, especialmente de
la vocación gubernamental por reinstituir una comunidad política a través de la
refundación e innovación institucional. En este sentido, la tan pregonada tesis de
que el populismo no respeta –e incluso avasalla– las instituciones características
de las sociedades democráticas (ya sea por ser anti-democrático o por ser tan
radical y refundancional que no requiere de instituciones poliárquicas) amerita
un balance más ponderado por medio de una auscultación empírica. Vayamos
al caso concreto.
Durante la campaña electoral, el presidente Correa y Alianza País (AP), el
movimiento político creado para los fines electorales, retomaron las demandas
expresadas en las movilizaciones y protestas que decantaron en la caída presidencial de Lucio Gutiérrez en 2005 (la llamada «revuelta de los forajidos»). El
discurso de Correa fue profundamente anti-neoliberal, construyendo de modo
eficaz fronteras políticas con la elite económica ecuatoriana encarnada en los
grupos empresarios respaldados por el derechista Partido Social Cristiano (PSC),
los organismos internacionales de crédito y los partidos políticos. En efecto, en
un inicio la RC desistió de construir una estructura partidaria y manifestó signos
de distanciamiento con los partidos políticos tradicionales al no presentar candidatos para el Congreso Nacional como expresión de ruptura con las prácticas e
instituciones de la vieja clase política.
De esta forma, dejar atrás «la larga y triste noche neoliberal» y desmontar el
poder de la «partidocracia» fueron las grandes propuestas de campaña de Correa,
31
quien fue electo con 54% de los votos en segunda vuelta. Apenas posesionado,
el presidente convocó a una consulta popular para instalar una Asamblea Nacional Constituyente (ANC), demanda expresada con vigor desde inicios del nuevo
siglo por parte de diversas organizaciones, colectivos y movimientos sociales.
Abrir el sistema político, reconfigurar la estatalidad, empoderar a la ciudadanía
en tanto expresión del poder constituyente originario e instituir una nueva institucionalidad y legalidad que posibilite concretar la agenda postneoliberal se
perfilaban como las apuestas del proyecto de cambio político liderado por Correa. Ante esta iniciativa, emergieron diversas impugnaciones políticas por parte
de los partidos de oposición por considerarla atentatorio contra el orden legal e
institucional vigente. La Constitución por ese entonces vigente contemplaba prerrogativas de reforma constitucional solo a la ciudadanía o al Congreso, más no
al presidente. Además, solo se podían someter a consulta popular específicos textos de reforma de la Constitución. El decreto emitido por el presidente el día de
su posesión no se atenía a dichas normativas (Ramírez Gallegos, 2014). De ahí la
tensión que desde aquel momento comenzó a teñir el escenario político entre el
empoderamiento de un presidente que no gozaba de una legitimidad de origen
robusta y su vocación por transformar las instituciones heredadas de una época
en que su captura por parte de intereses particulares era el paisaje dominante.
Aún en medio de dichas impugnaciones y oposiciones, el 82% de la población votó de modo afirmativo por la instalación de una Asamblea con una tasa
de participación del 70% (Ramírez Gallegos, 2013). Asimismo, la siguiente elección de asambleístas constitucionales dio por ganador a AP al obtener 80 escaños
sobre 130. Desde ese entonces, las contiendas electorales ya se vislumbraban
como el mecanismo que, además de abrir el espacio de participación ciudadana,
permitiría fortalecer la legitimidad del gobierno de Correa y plebiscitar su gestión
(en los ocho años de gobierno, los ciudadanos acudieron siete veces a las urnas,
tanto para elecciones presidenciales y seccionales como para consultas populares
de carácter nacional sobre específicos temas). Este hecho, indefectiblemente, debilita la potencia argumental del discurso liberal que adjudica a los populismos
una indudable voracidad del líder carismático por las instituciones principales de
toda democracia, como es el sufragio universal.3
El proceso constituyente desplegó una dinámica movilizadora y participativa sin precedentes por parte de heterogéneos actores sociales –organizaciones y
movimientos sociales, ONGs, intelectuales, colectivos de ciudadanos–, especialmente aquellos que históricamente habían quedado excluidos de los espacios
políticos e incluso de la comunidad política. Sin embargo, debido a que el proceso de redacción del texto constitucional demoró más de lo estipulado y el apoyo
ciudadano a la ANC parecía estar decayendo, la injerencia y control del Ejecutivo
sobre aquella se profundizó y debilitó la participación de la ciudadanía. No obstante, en una consecutiva elección, el 63% de la ciudadanía voto a favor de la
nueva Carta Magna (cabe aclarar que la Constitución de 1998 fue aprobada por
32
POPULISMOS
la Asamblea Constituyente, más no por la ciudadanía). A partir de ese momento,
el país comenzó a atravesar un proceso de cambio político e institucional para
a) ampliar y empoderar el Estado, b) ensanchar los espacios de participación ciudadana –el Poder Ciudadano, tal como estipula la Constitución (artículo 95)– y
c) fortalecer la democracia directa.
En primer lugar, la reforma del Estado (su arquitectura institucional y funcionamiento) y la obtención de mayores márgenes de autonomía estatal frente
a los tradicionales factores de poder (control del gobierno civil de las políticas
públicas en detrimento de específicos actores y mayor presencia estatal en los
territorios) constituyeron aspectos claves de la ruptura con el orden vigente y la
refundación político-institucional. En palabras del presidente Correa:
«El Estado que recibimos, el efecto político más perverso del neoliberalismo, fue el debilitamiento de los estados nacionales que no son otra cosa que la
representación institucionalizada de todos nosotros, encontramos instituciones
públicas con mayoría privada independiente del Gobierno central, la corporativización por todos lados, era un Estado inmanejable, absolutamente ineficiente,
descompuesto, desecho».4
Así, el proceso de cambio inaugurado en 2007 en Ecuador dotó al Estado
de recursos y capacidades para planificar el desarrollo nacional, gobernar a los
mercados y redistribuir la riqueza social. La obtención de mayores márgenes de
autonomía estatal, en parte, contribuyó a la progresiva construcción hegemónica
del proyecto político gubernamental al organizar las diferencias sociales, producir sentidos e imaginarios compartidos y proponer ciertos principios como
fundamentos de la comunidad política.
Esta transición –aún en proceso– se caracterizó por colocar a la acción y gestión públicas como palancas de transformaciones. La obsesión del presidente
ha sido construir un aparato público dinámico, eficaz y eficiente, tal como lo
expresa de vez en cuando durante los enlaces ciudadanos:5 «hacer las cosas extremadamente bien y extremadamente rápido» es la consigna que imparte a sus
colaboradores y servidores públicos. La constante exhortación y enseñanzas del
propio presidente –recordemos que es un académico-profesor formado en Bélgica y Estados Unidos– hacia sus ministros para agilizar los procesos burocráticos,
mejorar la calidad de los servicios públicos y optimizar los recursos institucionales en la perspectiva de garantizar derechos para las mayorías dan cuenta de
ello. La política, en palabras del propio presidente, es servir a los demás y buscar
el bien público con eficiencia y responsabilidad.6 Palabras y argumentos que no
parecen propios del típico universo discursivo caracterizado como populista por
aquellos que otorgan peso a las cualidades carismáticas de los líderes más que
a la acción pública como modo de resolver las necesidades sociales como factor
que aúpa los fenómenos populistas.
Respecto a la esfera de la participación ciudadana, la Carta Magna estipulaba
un Régimen de Transición por el cual debía aprobarse dieciséis leyes en el lapso
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de un año, varias de las cuales estaban orientadas por primera vez a vigorizar la
participación ciudadana.7 Esta normativa creaba diversos mecanismos, dispositivos e instituciones de control y participación ciudadana.
El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, por ejemplo, está
orientado a fortalecer el «segundo circuito de la política» (Arditi, 2005) al estar
conformado por siete consejeros propuestos por las organizaciones sociales y la
ciudadanía (artículo 207) a través de un concurso público de méritos y oposición
con la posibilidad de que la ciudadanía impugne el proceso. Sus funciones residen en la veeduría y control en torno a temas de corrupción política y políticas
que afecten la participación de la ciudadanía.
Asimismo, la Asamblea Ciudadana Plurinacional e Intercultural para el Buen
Vivir y los Consejos Ciudadanos Sectoriales (de reciente creación) son de carácter
consultivo y están conformados por delegados de organizaciones y movimientos
sociales, los cuales están abocados a la elaboración y el seguimiento de la política
de cada Ministerio. En consonancia con esta lógica de participación de la sociedad, el novedoso mecanismo de la «silla vacía» constituye un dispositivo de participación de los gobiernos locales (artículo 101 de la Constitución y artículo 77
de la Ley de PCyCS). La silla vacía es ocupada por un representante de la sociedad
civil elegido por los ciudadanos en un proceso asambleario para participar con
voz y voto en las sesiones locales del Concejo acerca de diversas problemáticas
públicas. Varias experiencias locales pusieron de manifiesto el potencial de estos
mecanismos para ampliar los espacios de la participación ciudadana y relacionamiento de la sociedad con el poder político local aunque cada una de ellas con
sus propias especificidades, lógicas y limitaciones (Ramírez Gallegos y Espinosa,
2012). Por último, cabe destacar que la Constitución garantiza derechos a las organizaciones y pueblos indígenas para idear sus propios mecanismos de justicia
y formas de gobierno en consonancia con el carácter plurinacional del Estado
declarado en la Constitución de 2008.
Respecto a la esfera de la democracia directa, los diversos mecanismos constitucionales para dinamizar la participación ciudadana ya estaban contemplados en la Constitución de 1998 (consulta popular, iniciativa legislativa y revocatoria del mandato). No obstante, en el nuevo proceso político se flexibilizó su
normativa para promover su activación. En efecto, desde 2007 hasta la fecha se
efectuaron cinco consultas populares (tres a nivel nacional, una cantonal y otra
parroquial), cuando se observa el mismo número para un período de veintiocho
años, 1979-2007 (Pachano, 2008; Ramírez Gallegos, 2014).
Si bien es evidente que de la legislación no se deduce el poder real de estos
mecanismos de participación ciudadana y la ampliación efectiva de las circuitos de la política para influir en la agenda pública, sí permite dar cuenta de la
vocación política de ampliar y fortalecer la democracia hacia una esfera posliberal (Arditi, 2005), a partir de la combinación de diversos formatos: democracia representativa, participativa y directa. Sin embargo, pese al fortalecimiento
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POPULISMOS
de diversos dispositivos democráticos, algunas tensiones se identifican entre el
empoderamiento del presidente y el debilitamiento de ciertos espacios políticos
(Lalander, 2011). De ahí que la relación entre populismo e institucionalismo
pueda complejizarse a la luz de concretos casos.
Retomando el proceso constituyente, la dinámica legislativa que se desplegó
una vez aprobada la Constitución fue altamente conflictiva. El debate y aprobación de las leyes en los años sucesivos –hasta esta fecha– ha puesto de manifiesto las facultades atribuidas al presidente en material legislativa. La frecuente
utilización del veto presidencial a proyectos de leyes aprobados incluso con los
votos de asambleístas de la bancada oficialista ha dado mayores argumentos a
aquellos que defienden la tesis del populismo como «bestia carnívora» de las instituciones de la democracia representativa. Los casos del veto presidencial a la Ley
Orgánica de la Función Legislativa y Ley Orgánica de Servicio Público (LOSEP)
han sido sintomáticos de esta complicada relación entre la función legislativa y
ejecutiva. En efecto, el violento conflicto suscitado el 30 de septiembre de 2010,
protagonizado por la Fuerza Pública y devenido en intento de golpe de Estado,
respondió, en gran parte, al complejo debate parlamentario en torno a la LOSEP,
en el cual pese a haber obtenido la aprobación por parte de la bancada oficialista,
el veto presidencial echó por tierra los acuerdos parlamentarios. En el marco de
la relación entre los poderes del Estado, es notable resaltar la novedosa figura de
la «muerte cruzada» estipulada en la Constitución, es decir, la facultad del Poder Ejecutivo para disolver la Asamblea en ciertos casos, con la obligatoriedad
para el Consejo Nacional Electoral de convocar a elecciones tanto para renovar
el poder legislativo como el mismo ejecutivo. Esta facultad ha suscitado diversas
críticas. Algunos sostienen que refuerza el poder del Ejecutivo y se constituye en
un dispositivo de amenaza en caso de que los asambleístas no actúen a favor
del Ejecutivo. En efecto, en el mencionado conflicto, el presidente advirtió a sus
asambleístas de utilizar tal mecanismo si continuaban incurriendo en la disciplina partidaria.
POPULISMO COMO MODO DE INCLUSIÓN SOCIAL
Y EMANCIPACIÓN
Fue Laclau quien intentó desideologizar la categoría de populismo y evitar encorsetarla a determinados aspectos y significados unívocos. Para ello, privilegió
su aspecto formal, antes que los contenidos definidos a priori. De esta forma, el
populismo constituye un modo de construcción política, o más específicamente, una lógica de articulación social: «su significado no debe hallarse en ningún
contenido político o ideológico que entraría en la descripción de las prácticas de
cualquier grupo específico, sino en un determinado modo de articulación de esos
contenidos sociales, políticos e ideológicos, cualesquiera ellos sean» (Laclau,
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2005:53). La forma de articulación, independientemente del tipo de demandas
amalgamadas, produce efectos estructurantes que se manifiestan principalmente
en el nivel de los modos de representación.
Toda ruptura populista, sostiene, se desarrolla a partir de dos aspectos: la dicotomización del espacio social –«nosotros»/ «los de abajo» frente a «ellos»/«bloque
de poder»– a partir de una frontera antagónica y el surgimiento de una cadena
equivalencial entre las reivindicaciones que permita la sutura de la comunidad
política. Es decir, el carácter de una lógica política será populista en la medida
en que logre articular en un bloque a una pluralidad de demandas a partir de un
proceso conflictivo que incorpore radicalmente a determinados sujetos y excluya
a otros. Sebastián Barros (2006) le da cierta especificidad a la idea de «radicalidad», y por ende, mayor delimitación analítica a la noción de populismo, al considerarlo como una forma de articulación de demandas que hasta el momento
no eran representadas por las prácticas hegemónicas vigentes: demandas de los
«de abajo», de aquellos excluidos históricamente por el orden vigente, los que
no cuentan en una sociedad porque fueron ubicados, distribuidos y catalogados
como tales (Ranciere, 1996). Ahora bien, como se verá a continuación, el proceso
político ecuatoriano no sólo construyó una matriz de inclusión social «radical»,
sino que avanzó hacia una matriz de tipo emancipatoria.
En este sentido, respecto a la incorporación de «los de abajo» en el período gubernamental de la RC destaca, por un lado, la ampliación del campo de
derechos a diferentes categorías sociales en el curso del proceso constituyente
2007-2008. Aquello no fue apenas un gesto de aquiesencia desde arriba hacia
abajo (top-down) sino efecto de la interlocución política abierta, en los días de
la Convención, entre el nuevo bloque gobernante, una variedad de organizaciones populares y diversas iniciativas ciudadanas. La extensión de los derechos (el
sociólogo ecuatoriano Jorge León ha dicho que con la nueva Constitución prácticamente no quedan derechos a ser reconocidos formalmente en el Ecuador), el
incremento de los sujetos sociales que los portan y de los ámbitos que atingen,
recogían la productividad de su presencia y de las disputas allí encaminadas.
Además de la ampliación de derechos sociales para toda la población, de la
ratificación de los derechos «específicos» para pueblos y nacionalidades así como
para una serie de otras categorías (niños, jóvenes, adultos mayores, mujeres, etc.),
se hace referencia al reconocimiento político que supone la ampliación de derechos para, entre otros «nuevos» sujetos, los ecuatorianos residentes en el exterior,
las personas con discapacidad, los montubios (campesinos de la Costa), los extranjeros. En una formulación post-liberal, además, la Carta Magna reconoce a
individuos y colectivos (pueblos, nacionalidades, organizaciones) como sujetos
de participación, sin restringir tal estatuto apenas a las personas a título individual. Asimismo, la innovadora inclusión de los denominados «derechos del
buen vivir» amplía los espacios en que se reconocen derechos: cultura, ciencia,
medio ambiente, salud, hábitat, comunicación.
36
POPULISMOS
Sobre la base del ensanchamiento de los sujetos portadores de reivindicaciones formalmente sancionadas, el apuntalamiento de las capacidades materiales e
institucionales del Estado ha permitido que se refuercen las condiciones para que
el poder público dé cuenta del imperativo constitucional de garantizar los derechos sociales. Aquello depende de la capacidad de la sociedad para obtener recursos y de las políticas de asignación que se implementen. Respecto a lo primero,
desde 2007, aumenta la presión fiscal y la capacidad de recaudación del fisco8
así como la inversión pública en relación al PIB.9 Sobre ese piso se relanza una
dinámica redistributiva –articulando política salarial progresiva, continuidad de
los subsidios como el Bono de Desarrollo Humano,10 combinación de políticas
universalistas y focalizadas de protección social– que se funda en el imperativo
de reducir la pobreza y procurar mayores niveles de igualdad,11 mientras se destinan menos recursos al servicio de la deuda.12
Ahora bien, más allá del importante avance en términos de conquistas sociales e inclusión radical de los excluidos a partir de un conglomerado de políticas que muchos califican de asistencialistas, cabe destacar la configuración de
una matriz emancipatoria. Dichas políticas han procurado desplegarse con una
vocación emancipatoria, es decir, orientada a la (auto)realización de las potencialidades de los sujetos dominados, explotados o subalternizados. Por ejemplo,
la Misión Manuela Espejo y el reciente programa «Ecuador vive la inclusión»
estuvieron destinados a mejorar la calidad de vida de las personas discapacitadas,
promover su participación comunitaria así como su empoderamiento al involucrarse directamente, junto con los gobiernos locales, en la generación de respuestas a sus problemas. Por otro lado, cabe resaltar la política de becas universitarias
para lograr la democratización del acceso, permanencia y finalización de la educación por parte de los deciles más pobres y de los grupos étnicos históricamente
excluidos (indígenas y afrodescendientes).13 Asimismo, la incorporación de las
trabajadoras domésticas al seguro social en 2010 amplió las esferas de los derechos para las mujeres (Ecuador es el quinto país en América Latina en ratificar
el Convenio Internacional sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos).
De este modo, en medio de fuertes presiones por prudencia fiscal, se forja una
matriz de inclusión social que, al permitir que un cúmulo de demandas populares represadas obtengan respuesta institucional, amplía el acceso a derechos y
los coloca como recursos de primer orden para la procura de la emancipación. Se
apuntala así la confianza ciudadana en la acción pública. Ésta última toma forma
material en el Estado y no se limita al voluntarismo de la conducción política
como repite el pensamiento conservador en su evocación al «carisma del líder» o
como insiste el propio marketing oficialista.
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POPULISMO Y DEMOCRACIA EN ECUADOR. ALGUNAS
REFLEXIONES FINALES
Casi con total certeza, se podría aseverar que no existen conceptos más debatidos
en el campo de las ciencias sociales que los de populismo y democracia. Más aún,
pese a las infinitas discusiones en torno a ellos, hoy en día es difícil otorgar una
definición unívoca a ambos. Quizá el de democracia reviste de significados consensuados incluso por diversas y contrapuestas teorías y perspectivas: sufragio universal
como derecho político, existencia de los Poderes del Estado, derechos y libertades
ciudadanas. Ahora bien, el populismo no ha corrido la misma suerte. Se encuentran desde posturas que lo satanizan por considerarlo lo opuesto a la democracia
al resaltar los anhelos dictatoriales de los líderes populistas y su avasallamiento de
las instituciones, hasta enfoques que consideran la «razón populista» como aquella
racionalidad política abocada a la construcción de una democracia radical.
No cabe dudas de que para establecer un vínculo entre ambos se requiere de
un análisis empírico de los fenómenos que son considerados populistas. Falaces
son aquellos intentos de otorgarle a la relación entre populismo y democracia
una especificidad empírica y normativa.
Atendiendo al caso del proceso político ecuatoriano desde 2007 a la fecha,
este trabajo procuró poner en tela de juicio aquellas tesis que colocan al populismo como opuesto a las instituciones (especialmente de la democracia representativa), y por tanto, de la democracia. La Revolución Ciudadana liderada por
Correa no sólo reconfiguró e instituyó un Estado que se había extraviado por
completo durante los años neoliberales, sino que apeló a la voluntad popular
para apuntalar la acción pública a través de múltiples contiendas electorales. Asimismo, diversas instituciones de participación ciudadana emergieron en el seno
de la sociedad civil para ampliar las esferas de involucramiento social.
Por otro lado, la fuerza gubernamental, como parte de su estrategia política,
proyecto político y vocación transformacional, buscó representar e incorporar una
pluralidad de actores sociales, políticos y económicos a través de la inclusión política de heterogéneas demandas sociales que habían quedado represadas durante
décadas de hegemonía neoliberal. Dicha incorporación se concretó a través de una
multiplicidad de modos de representación política que, lejos de agotarse en los
canales «clásicos» de la democracia representativa como la participación electoral y
los partidos políticos, dieron cuenta de las diversas mediaciones socio-estatales que
operan en la gobernabilidad de la complejidad social. No obstante, en este punto
es dable resaltar algunas tensiones que hoy en día atraviesa dicho proceso.
Dichas tensiones responden a una serie de factores que contribuyeron a la progresiva construcción hegemónica del proyecto político liderado por el presidente
Rafael Correa y de la fuerza política propia sobre la que se apoya. Las sucesivas victoriales electorales de Correa, el fortalecimiento de su liderazgo, los contundentes
resultados en materia de política social y económica en beneficio de las mayorías
38
POPULISMOS
y de garantía de derechos, la reinstitución de las capacidades estatales y la ampliación de las esferas políticas en que la ciudadanía puede desplegar su potencialidad
y emancipación, han colocado al gobierno de la RC en una posición hegemónica
capaz de neutralizar a la oposición política y debilitar la acción colectiva de los
diversos movimientos y organizaciones sociales que, desde la óptica del gobierno,
abogan por sus particularísimos intereses y obstruyen la implementación de una
agenda pública con vocación universal. Así, el encumbramiento hegemónico de
la RC se ha engranado, no obstante, con una nítida tendencia a la subestimación
presidencial del aporte de los diversos actores sociales en la dinámica política en
curso. Este hecho ha erigido al conflicto político como la nota característica del
proceso político ecuatoriano, especialmente a partir del año 2010.
En este punto, pues, surge la pregunta por los modos en que los fenómenos
populistas se vinculan con la sociedad. Más allá de la apertura de espacios institucionales de participación, de la vigorosa matriz de inclusión social (radical y
emancipatoria), de la robusta estructura estatal y eficiencia de la acción pública
para garantizar derechos impensados años previos (elementos de sobra imprescindibles en toda sociedad que se precie de democrática), los interrogantes y dudas acerca de las formas en que el gobierno tramita la heterogeneidad social (el
vínculo del «líder» con las diversas expresiones de la sociedad) persisten. Así las
cosas, el populismo, tanto como categoría como fenómeno político, continuará
suscitando las más férreas defensas y lo más persistentes rechazos.
NOTAS
1. No obstante las discrepancias en torno a la categoría de populismo, la noción de que todo populismo involucra, de alguna u otra forma, una noción de liderazgo (carismático, personalista,
transformacional, etc.) parece encontrar cierto consenso.
2. Otros aspectos que han sido considerados por gran parte de la literatura especializada como parte
de todo fenómeno populista (un tipo de discurso político –en sentido estrecho–, de liderazgo,
movimiento política, de política pública o de corpus ideológico) no serán trabajados aquí de
modo explícito.
3. Un dato a considerar es la ampliación en la nueva Constitución de 2008 del derecho a sufragio a
categorías sociales y colectivos que antes estaban excluidos: jóvenes entre 16 a 18 (voto facultativo), reos sin sentencia, integrantes de la Fuerza Pública.
4. Discurso pronunciado por el presidente Rafael Correa ante la Asamblea Legislativa el día 15 de
enero de 2009.
5. Son los programas semanales que el presidente emite en vivo desde distintas ciudades del país
donde expone ante la ciudadanía un informe con las actividades públicas desarrolladas por el
gobierno.
6. Entrevista realizada al presidente Correa y publicada el 15 de enero de 2012. <http://www.telegrafo.com.ec/noticias/informacion-general/item/el-desafio-de-rafael-correa.html>.
7. Ley de Participación Ciudadana y Control Social (LPCyCS), Código Orgánico de Organización
Territorial, Autonomía y Descentralización y el Código Orgánico de Planificación y Finanzas
Públicas (Ramírez Gallegos y Espinosa, 2012; Ortiz, 2008).
8. La implantación de una reforma tributaria progresiva y la necesidad de contener la histórica «rebeldía tributaria» de élites y grandes grupos de poder se situó en el centro de la agenda pública
del gobierno. La reforma redundó en un incremento del 65% en la recaudación entre el ciclo
2003-2006 y el período 2007-2011.
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9. Aumenta de 4,7 % en el año 2006 al 16,6 en 2013. Datos extraídos de la página de la Secretaría
Nacional de Planificación y Desarrollo (SENPLADES).
10. Si bien un programa similar se implementó durante la etapa neoliberal, Correa lo modificó, convirtiendo a los beneficiarios en sujetos con capacidad de acceder al crédito financiero (Ramírez
Gallegos, 2010).
11 Si para el año 2005, el porcentaje de hogares pobres (medido por el método de NBI) era de 47%,
en 2013 dicho porcentaje se reduce al 34%. En relación a la tasa de desempleo, ésta pasó de 9,9
en el año 2005 al 4,8 en el año 2013 (datos extraídos de la página web de la Secretaría de Planificación y Desarrollo del Ecuador –Senplades. <http://www.planificacion.gob.ec/>. Consultado el
20 de noviembre de 2014).
12. Al relacionar el gasto social con el servicio a la deuda externa se concluye que antes del 2007 los
recursos destinados al pago de deuda duplicaban a la inversión social. En lo posterior sucedió lo
contrario (Acosta et. al., 2010)
13. La tasa de matrícula del 40% más pobre aumentó de 8,20% en 2006 a 18,8% en 2011, de los indígenas de 6,5 a 14,50 y de los afrodescendientes de 9,50 a 19,70 en el mismo período (Ramírez,
René, 2013).
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SOLEDAD STOESSEL es socióloga, máster en Ciencia Política (FLACSO-Ecuador). Becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto
de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata,
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