Beatriz Guido
Fin de fiesta
A LEOPOLDO TORRE NILSSON
Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se
presentó al infierno que Dios le había marcado, y a sus
órdenes iban, rotas y desangradas, las ánimas en pena
de hombres y de caballos.
JORGE LUIS BORGES
América, novela de novelistas.
Estética de la violencia americana. ÁNGEL GUIDO
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
I
El agua le llegaba hasta las rodillas. Con las dos manos
se levantó las polleras y avanzó lentamente río adentro.
—Desnúdate...; no hay nadie. Los muchachos se fueron a
Avellaneda —gritó desde la orilla su hermana, refiriéndose a
nosotros—. ¿Por qué no te atreves? ¿Cómo podés sentir
vergüenza con este calor? —insistió—. Por aquí no pasa
nadie. Además, tendríamos tiempo para vestirnos.
Sentí la camisa cada vez más adherida a mi piel. La
transpiración me producía un cosquilleo en la nuca, pero el
temor a ser descubierto me inmovilizó por completo. Ni
siquiera los espinillos ni las ortigas, rozando mis pantorrillas,
lograban turbar mi posición de acecho. Esperaba. El fuerte
calor de esa siesta de febrero era mi mejor aliado; más
poderoso que su pudor y su vergüenza. Hasta mi aliento
hubiera podido delatarme. Sus ojos no dejaban de acechar
en todas las direcciones de la playa; un leve movimiento de
ramas habría sido suficiente para despertar cualquier
sospecha.
Ella seguía mirando desesperada hacia una y otra orilla;
yo, pacientemente, esperaba.
Mi plan había resultado perfecto. Después del almuerzo
dije a José María:
—A la hora de la siesta no hay nadie en la isla. Algunas
no duermen..., lo dice Guastavino, de noche no nos van a
dejar entrar. Solamente para los qué tienen libreta.
—¡Bah! La Parda nos conoce.
—Podemos sacar el Ford...
—Mejor vamos con el tílburi hasta la estación.
—¿Y si llevamos a Gonzalo?
—¿A esa «señorita»? Te apuesto que se pone a rezar.
Después de todo, si no nos dejan entrar cruzamos a Buenos
Aires. Braceritas no volverá hasta el domingo...
—¿Y las muchachas? No van a querer quedarse solas con
la alemana; de noche las asusta con sus cuentos de
fantasmas y aparecidos.
—Yo no soy niñero de nadie —respondí con despecho.
Atravesamos el comedor deslizándonos por los mármoles
encerados. Al llegar a nuestro cuarto apareció Gonzalo:
—Yo también voy con ustedes a Avellaneda.
—¿Sabés dónde vamos? —preguntó sarcásticamente José
María.
—Yo me voy al cine —respondió, sin contestar la
pregunta.
Me eché a reír desafiándolo:
—¿Querés que se muevan también? ¿No te bastan las
revistas que tenés en tu cuarto?
Lo vi enrojecer; después de un silencio respondió:
—Es que no tengo pantalones largos.
—Si es por eso, yo te presto unos.
De pronto me asaltó una idea que favorecía mi plan:
—Te llevamos; total, te podés volver si te da miedo... Yo
iré en el tílburi hasta la estación. Ustedes en el Ford, así
cada uno se vuelve a la hora que quiere —propuse
entusiasmado.
—¿Y las muchachas? —preguntó Gonzalo como última
salida.
—Se fueron a dormir la siesta en el atajo de Alma Muerta.
Respiré profundamente; sabía muy bien, era el único que
lo sabía, lo que significaban esas siestas en el atajo.
Todo se realizó como yo lo había planeado. Ellos sacaron
el Ford y yo enderecé el tílbury camino a la estación. Pero
en cuanto vi cómo desaparecían envueltos en la polvareda
cambié de rumbo y me dirigí a Alma Muerta.
En esa siesta de febrero ni siquiera se escuchaba el eco
subterráneo de alguna tropilla alzada, ni el respirar de
Felicitas, interrumpido a veces por la rueda de la tina de
fabricar helados; las gotas de las canillas se evaporaban
apenas asomaban al aire.
A unas diez cuadras até el caballo y agazapándome entre
los matorrales y los arbustos fui hacia la playa. Mi escondite
era apenas un macizo de zarzas, muy cerca de la orilla. En
una sombra del monte, Julieta se desvestía.
Hacía varios veranos que las espiaba. Todo comenzó un
día en que escuché a fraülein Elise ordenar a las
muchachas, después del almuerzo:
—Los varones se van a acostar. Julieta y Mariana se
vienen conmigo al río. Vamos a divertirnos...
No me gustó la forma en que pronunció las últimas
palabras y cómo enrojeció por la presencia de Braceritas; o
quizá también fue la forma de pronunciarlas lo que me hizo
seguirlas durante muchas tardes de ese verano. Recuerdo
muy nítidamente esa primera siesta después de mi
descubrimiento: el cuerpo de fraülein Elise era
excesivamente delgado, cubierto completamente de pecas
cada vez más oscuras a medida que bajaban al vientre
blanco y abultado. Su vejez contrarrestaba con su aparente
embarazo; movía constantemente sus brazos invitando a
mis primas a desnudarse. Julieta aceptó, entre risas y
mohines casi procaces, la invitación. No así Mariana;
permaneció sentada en la orilla, de espaldas al río, para no
verlas. Me pareció adivinar que lloraba. Sin embargo, se
quitó los zapatos y entonces yo olvidé por completo a las
que estaban desnudas y temí incomprensiblemente que
Mariana las imitara. Ella, con gran rapidez, echó a correr por
la orilla y de pronto se tiró boca abajo entre los espinillos,
tratando, con las dos manos, de cubrir su cabeza del sol.
Desde esa siesta me dediqué a espiarlas. Veía indiferente
el cuerpo amorfo, pero de marcado busto de Julieta, y
trataba de no fijarme demasiado en fraülein Elise. Sólo
deseaba, obsesionadamente, ver recortado el cuerpo de
Mariana en el horizonte, rodeada por una aureola de moscas
y mosquitos. Hasta ahora no he podido explicarme por qué
la imaginaba acercándose a la orilla cubierta de insectos.
Como si en el fondo, muy en el fondo, deseara que ella,
verano a verano, mantuviera su pudor y me negara su
desnudez. Una vez pensé en denunciarlas a mi abuelo para
evitar que ella cediera a la constante invitación de su
hermana. Sin embargo, como si quisiera liberarme de una
pesadilla pasaba las horas, antes de acostarnos, junto a la
ventana de su habitación para verla desnudarse, montado
en la rama de un árbol. Por no sé qué extraño juego de
brazos y sábanas, no había conseguido nunca verla
completamente desnuda. Entonces pensaba: « ¡Es muy
chica!; cuando cumpla trece años será igual que Julieta.
Apenas llegue al río, sin temor siquiera al paso de un peón o
el vuelo de un pájaro, se quitará indiferentemente sus ropas
y las colocará sobre un matorral».
Pero en esta otra siesta de fines de febrero, algo me
decía que ella no podría resistir más la tentación de bañarse
desnuda en el agua fresca. . De pronto, mi corazón comenzó
a latir; ella, como si ese instante de claudicación hubiera
estado fatalmente escrito, se encaminó hacia el matorral
donde estaba escondido y comenzó a quitarse, lentamente,
sus ropas. Estaba tan cerca de mí que contuve la
respiración; sin embargo, no dejé de mascullar una oración
de agradecimiento: mi espera había sido compensada.
Hizo un gesto con la mano derecha; creí adivinar que se
persignaba; después se quitó la camisa de lino y avanzó,
con las rodillas muy juntas, hacia la orilla. Las piernas largas
y delgadas como las de un niño adolescente, los pechos
pronunciándose apenas y una suerte de pelusa de durazno
tornasolada, como la de un animal recién nacido, quitaban a
su cuerpo toda lujuria. Los cabellos cortos afirmaban aún
más la perfección casi viril de su nuca.
Una profunda indignación comenzó a asaltarme y pensé
con rabia que los muchachos estarían llegando a Avellaneda
y que, a lo mejor, conseguían esta tarde entrar sin libreta en
algún prostíbulo de la Isla Maciel.
Y yo había abandonado todo eso por una especie de niño
de bronce, parecido a una estatua del escritorio de
Braceritas, por un cuerpo semejante al mío, con la misma
sangre por parte de madre, que empalidecía nuestra piel
con un tinte mate inconfundible.
De pronto, arrepentida, se volvió hacia el matorral. Al
inclinarse para levantar una de sus prendas se movió una
rama que dejó al descubierto mis rodillas. La vi permanecer
inmóvil durante unos instantes; con las dos manos separó
las zarzas, sin soltar la prenda.
Primero cruzó por su mirada un pedido de clemencia;
después enrojeció y luego trató de escupirme, pero se
contuvo y casi con un solo movimiento me arrojó a los ojos
dos puñados de tierra. Enceguecido, me quedé
enfrentándola sin poder moverme. Esperé sus gritos
previniendo mi presencia a fraülein Elise. Pero Mariana, en
silencio, se vistió lentamente frente a mis ojos ciegos por el
polvo y las lágrimas. Después escuché sus pasos alejarse
hacia el casco de la estancia por el atajo de Alma Muerta.
II
Mariana, para acortar camino, cruzó a campo traviesa. El
ganado parecía haberse echado a morir bajo el sol sin
querer buscar la sombra del monte. Al llegar al casco de la
estancia lo primero que divisó junto al estanque fue la figura
de Felicitas dormida en una mecedora de mimbre, rodeada
de moscas con una mano todavía apoyada en la manija de
la tina de hacer helados. Sin detenerse, cruzó la galería que
rodeaba la sala y el comedor, y para no ser vista, saltó la
ventana del cuarto de la gobernanta, que se comunicaba
con el suyo. Cuando abrió la puerta de su cuarto se
encontró junto al marco de la ventana a Braceras, a
Braceritas, como llamaban ellos al abuelo.
Era un hombre de unos sesenta años, amulatado, de ojos
hundidos y pequeños, boca muy fina; su abundante
cabellera gris contrastaba con la piel tostada por el sol;
parecía un joven maquillado de viejo. Una cadena de oro
atravesaba su chaleco oscuro bajo un saco de hilo blanco de
Italia.
—Menos mal que hay alguien. ¿Dónde se han metido
todos?
Mariana titubeó:
—No te esperábamos hasta el domingo...
Se arrojó a sus brazos y comenzó a llorar
desesperadamente.
—¿Qué pasa ahora?... ¿Qué es esto...? —preguntó
tiernamente— ¿Y tu hermana? ¿Y la alemana?
Pero ella seguía sollozando.
La figura de Guastavino apareció en el marco de la
puerta, como si hubiera presentido la inquietud de Braceras.
Era de estatura mediana, de tez muy blanca, cabellos
negros terminados en ángulo en la mitad de la frente.
—Están muy solas estas muchachas; hay que hablarle a
María Mercedes para que las lleve unos días a Mar del Plata
—dijo Braceras.
Guastavino, sin dar importancia a la angustia de Mariana,
interrumpió:
—Necesito hablar con usted.
Pero Braceritas, sin escucharlo, interrogó:
—¿Y los demás? ¿Dónde están los demás...?
—La fraülein está en el río con Julieta; los muchachos se
fueron a Avellaneda —informó rápidamente Guastavino.
—¡No todos se fueron, no todos! —gritó Mariana
desesperada, sin preocuparse de la presencia de
Guastavino.
Braceras, sin inmutarse preguntó:
—¿Qué querés decir?
—No todos se fueron. No todos se fueron.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién les faltó el respeto...?
¿Gonzalo? —interrogó Braceritas con el rostro transformado.
Pero Mariana negó ese nombre con la cabeza y siguió
sollozando en los brazos del abuelo.
Braceras meditó un instante y después, sin titubear dijo:
—¿Adolfo, entonces? —Mariana dejó de llorar y su
silencio fue una respuesta demasiado clara para el
pensamiento de Braceras.
—Hijo de su padre tenía que ser... Cébame unos mates,
vos —ordenó a Guastavino.
Dejó a Mariana tiernamente en un poof de terciopelo,
frente a una consola Luis XV y regresó al instante con un
vaso de caña.
—Tómalo de un trago —ordenó—. De esto no se hable
más, ¿me entendés? Yo me encargo de todo. Ahora, échate
a dormir.
Salió de la habitación y se sentó en su mecedora frente a
la puerta de Mariana. Apoyó la cabeza en el respaldo de
mimbre y su mirada se perdió en la línea del horizonte
apenas recortada por algún monte de eucaliptos.
Guastavino apareció con el mate.
—¿Desde cuándo tomo mate? —gruñó Braceras.
—Braceritas, usted me lo pidió —se disculpó Guastavino.
—Yo no te he pedido nada.
Y después de un silencio dijo:
—Ahora podes cantar lo que quieras. Tengo toda la noche
para escucharte. Pero no te me escapes ni me contés una
de tus novelas. Quiero la verdad, toda la verdad.
—Bueno. Resulta que el comisario dijo que a usted no lo
conocía. Apenas al pasar. Y eso sorprendió mucho al
periodista de Crítica, «Cómo, ¿no conoce a Braceritas? —dijo
— ¿Y qué caudillo es ése que no lo conocen ni sus
comisarios?». «Así es, señor, él no aparece nunca por aquí",
le respondió Requena. «Pero ¿no fue él quien ordenó que
robaran el cadáver?» —volvió a repetir el radical tratando
de desconectarlo—…«¿—De qué cadáver me está
hablando?». «No te hagas el vivo porque sabes bien que lo
están velando en el comité de la calle Alsina. Y que la
Municipalidad ha decretado duelo provincial para mañana.
Porque con la Municipalidad... Yo mismo voy a hablar con
Braceras». Requena se levantó solemnemente y le
respondió: «Y cómo no iba a decretarlo... Se imagina, el
pobrecito apenas tenía veinte años. Y qué suerte perra,
señor, nada menos que en «los tachos ...»
—¿Quién fue? —interrogó Braceras sereno, sin dirigirle la
mirada, como si no hubiera escuchado una sola palabra de
su interpretación de los hechos.
—Era una patota que vino de Buenos Aires. Empezaron a
decir que el Payo había hecho trampas.
—Hijo de perra —masculló entre dientes—; su viejo
juego...
—No tienen la culpa; los muchachos querían divertirse un
rato, pero estaban un poco pasados y ¿quién iba a pensar
que el señorito resultaría ser lo que era? Y, para colmo, hijo
de afiliado. Yo les decía; mejor hubiera sido bañarlo en la
grasería, y despacharlo en un taxi —sentenció, terminando
de quitarse el barro de los zapatos con un cortaplumas!
Braceras entornó los ojos y dirigiendo su mirada hacia el
horizonte dijo: ..
—Voy a mandar talar el monte de Alma Muerta. Me quita
la puesta de sol... —y después de un silencio ordenó—:
Todos los honores para el radical ¿me entendés? Y si balean
el cortejo desde las ventanas y azoteas, como andan
diciendo, es mejor que caiga muerta toda la comuna. Pero
ese cadáver es nuestro, ¿me entendés? Y además, quítale al
hermano del Payo las líneas de colectivos cuatro y seis;
dejale sólo la del ciento ocho. Y cerrales el almacén por una
semana. Vení; te juego una partida de dominó. Espéralo a la
entrada del puente a ese imbécil; esta misma noche...
Guastavino, adivinando el pensamiento que preocupaban
Braceras, dijo:
—¿Cree que Adolfo se atreverá a entrar en las casas,
antes del anochecer...?
Braceras comprendió que Guastavino había adivinado la
confesión de Mariana y sin cambiar de fisonomía, dijo:
—¿A qué te referís?
—Nada; ¿es que no se puede preguntar nada, ahora?
—Preguntas demasiado de un tiempo a esta parte. Tráete
el dominó.
—No conviene que yo sepa las cosas a medias. Los
vengo observando de un tiempo a esta parte. Usted los
conoce. Yo no quiero disculparlos, pero la alemana les está
llenando la cabeza... Mire que obligarlas a bañarse
desnudas. Ella misma me lo contó las otras noches. Claro,
estaba medio borracha...
—Trae el dominó —ordenó.
Braceras se pasó una mano por la frente; había divisado
un leve movimiento entre los arbustos.
A lo lejos, por el largo camino de eucaliptos, vio aparecer
a su nieta del brazo de la institutriz. Las dispares figuras
hacían más evidente la desproporción de sus cuerpos: Elise
excesivamente alta y descarnada, caminaba con pasos
pequeños, mientras Julieta balanceaba su cuerpo de un lado
a otro.
Guastavino, al ver a la alemana, imitó su caminar.
Braceras le dirigió una mirada de desprecio que lo hizo
detenerse. Julieta, inclinándose frente a su abuelo, le besó
la mano.
—No te esperábamos... hoy.
—No pensé venir. Pero me cansa Buenos Aires los fines
de semana.
—Los muchachos sentirán no encontrarte; se fueron a
Avellaneda... ¿Y Mariana? ¿Viste a Mariana? Desapareció de
pronto.
—Está en su cuarto; déjala dormir; no se sentía bien.
Julieta, abrazándolo, dijo:
—Yo la voy a curar de un susto —le enseñó un pichón de
torcaza.
Elise apenas había saludado a Braceritas.
—Fraülein... Un momento —dijo, obligándola a acercarse
—. En su país estará bien; pero aquí no se acostumbra que
las mujeres se bañen desnudas —terminó sin preámbulo.
—Es por la salud —respondió ella sin inmutarse.
—Bueno; pero aquí, en mi casa, se bañan vestidas. . ¿Me
entendió? El día menos pensado se llevan un susto. Movete,
vos, ¿en qué estás pensando? —increpó a Guastavino, que
lo miró sin entender si debía contestar o no.
Mientras tanto, la mujer trataba desesperadamente, en
su media lengua, de explicarle a Braceras las ventajas de
bañarse desnudos.
—Está bien..., está bien... pero váyase ahora —ordenó
Braceras.
—¿Ha visto? Yo decía que usted iba a comprenderlo —
respondió Elise.
Mientras tanto, Braceras había visto a Adolfo saltar un
macizo de hortensias detrás de la enramada de glicinas.
Encendiendo un cigarrillo, dijo a Guastavino:
—Prepará el coche para las diez. Nos volvemos, a
Avellaneda. Mañana lo seguiremos velando. El entierro será
pasado mañana.
—Eso, si aguanta el cadáver.
—Estos hijos de perra son aguantadores. Averiguá algo
para que no hieda demasiado. El velorio de mañana tiene
que ser en la Municipalidad. Invita a todo el mundo. Declará
duelo y cerrame todos los lugares públicos. Todos, ¿me
entendés? Los de la Isla también. Mañana no se fornica ni se
juega. Invitaré personalmente al gobernador y quiero hablar
con el presidente del Partido Radical.
—Esta píldora no se la tragan; han jurado robar el
cadáver.
—Ese muerto es mío.
—Dicen que están dispuestos a tirar...
—No se atreverán con el pueblo.
Estiróse todo a lo largo en la mecedora e incorporándose
dijo:
—Y ahora entro a la casa. No me llames por un rato —y
comenzó a desabrocharse el cinto.
III
Lo primero que alcancé a ver fueron sus zapatos color
canela; después las polainas y más arriba la punta de su
cinturón convertido en látigo.
Yo estaba tirado en la cama, boca abajo. Me dolía la boca
del estómago y lo único que sentía era una profunda rabia
por no haber ido con los muchachos a Avellaneda. Había
olvidado por completo lo sucedido en Alma Muerta. Sin
embargo, no sé qué temor impreciso me hizo esconderme
detrás de las hortensias cuando descubrí a Braceritas y a
Guastavino en la galería que me había producido temor y
repugnancia. El, como si lo supiera, nunca me miraba a los
ojos. Sin embargo, recuerdo todavía su rostro demudado y
tierno cuando vino a buscarme una tarde al colegio St,
George de Quilmes, donde estábamos pupilos. Fue el día del
naufragio del «Principessa Mafalda». Nuestros padres y los
de Julieta y Mariana desaparecieron también en la
catástrofe. Mi temor y mi asco por Guastavino los atribuía a
esa especie de lenguaje infranqueable, oscuro que
mantenía con mi abuelo. Yo lo había intentado en vano.
Hablaban también por signos, miradas y medias palabras.
Palabras-clave, fáciles y accesibles. Sin embargo, aunque yo
conocía el significado individual de cada una de ellas,
cuando se las oía decir se convertían en obscenas, terribles
e indeseables. Si ellos pronunciaban el nombre de cualquier
calle de la Isla Maciel, así fuera para referirse al hecho más
simple, yo sólo veía una serie de casas de lata de colores
con balcones abiertos y mujeres en camisa de noche.
El cinto, bailando en el aire a la altura de sus rodillas,
justificaba todos mis temores.
Lo vi acercarse lentamente y sin darme tiempo a
reaccionar, cruzó mi cara. Traté inútilmente de defenderme;
sentía caer la lonja de cuero y el filo de la hebilla de plata
en los lugares más inesperados de mi cuerpo,
implacablemente, como si hubiesen adquirido vida propia
en las manos de Braceras. El mascullaba entre dientes
insultos y quejidos. Yo apenas los alcanzaba a oír porque los
golpes me ensordecían. Sin embargo, sin saber por qué, me
desesperaba un único hecho; el fin del castigo. Deseaba que
los latigazos no terminaran nunca; como si ya estuviera
eligiendo entre el dolor y la vergüenza; entre la humillación
y la sangre que comenzaba a correr por mis narices. Y quizá
por primera vez deseé que mi padre viviera o que José
María fuera mucho mayor que yo para poder defenderme.
De pronto se detuvo; fue a consecuencia del estupor que
adivinó en mi rostro cuando le oí decir:
—La marcaste para siempre, desgraciado. Para siempre.
Merecerías que te violaran a vos.
Recogió del suelo sus anteojos y salió lentamente del
cuarto.
Escuché sus pasos alejarse y esos mismos pasos entrar
en el cuarto de Mariana. Hasta ese momento había
aceptado sus golpes como algo injusto, inmerecido, y como
un desahogo de su ira por algo impreciso. Pero la verdad y
la justicia me nacieron de pronto. Ya no sentía en mi cuerpo
ni el dolor ni el correr de la sangre. Otro sentimiento se
había apoderado de mí, más poderoso y duradero: el deseo
de vengarme. Sabía ya que ese deseo no me abandonaría
por muchos años.
Esperé, en la misma posición de acecho, que Braceras
saliera del cuarto de Mariana. Lo vi pasar indiferente y
solemne. Cuando escuché decir que la comida estaba lista y
el ruido de la plata y la porcelana me indicaron que había
comenzado, me deslicé por la galería hasta llegar a su
ventana.
El tul de los cortinados volaba por el aire. La luna oculta
detrás del monte de sauces secos, sólo iluminaba el otro
lado del casco de la estancia. Su luz daba al paisaje una
condición irreal, como si las fosforescencias que emitía al
chocar con las paredes rosadas y las columnas de mármol
sostuvieran la casa en el aire.
Espié a través del velo de la cortina. Ella estaba tirada en
la cama, apenas iluminada por una lámpara de opalina
carmesí. De un salto estuve en su cuarto. Mariana despertó
de pronto e incorporándose espantada, ahogó un grito.
Enfurecido me arrojé sobre ella, y ayudándome con los
dientes, los puños y las rodillas, la castigué sin piedad,
sintiendo cómo sus ropas se rasgaban entre mis manos.
—Mentiste; mentiste. Ahora te la voy a hacer de veras —
repetía a media voz, mientras la golpeaba.
Mariana se dejaba golpear pronunciando apenas mi
nombre, muy suavemente, como si mis golpes la liberaran
de su delación y su injuria, pidiendo perdón por el mal que
me había hecho. Cuando oí acercarse unos pasos por la
galería, la tomé de los cabellos obligándola a arrodillarse,
pero la voz cercana de Julieta me hizo soltarla; y entonces
huí por la ventana.
Después escuché alejarse el auto de Braceras y todo fue
silencio en la casa, apenas interrumpido por las cigarras, los
sapos, el mugir de alguna vaca, el relincho dé alguna yegua
o el bostezo de los peones que dormitaban bajo la luz de la
luna.
CAPÍTULO II
I
Mariana permaneció con la cabeza inclinada sobre las
rodillas, hasta que los pasos de Adolfo se perdieron en el
silencio. Se sentía incomprensiblemente feliz. El dolor de los
golpes en su cuerpo le producía una extraña sensación de
liberación y penitencia que la confundía. Su odio era ahora
una realidad no oscurecida por el remordimiento ni la
delación. Y en la confusión de sus ideas descubrió que su
abuelo había querido entender lo qué ella ni siquiera
imaginó insinuar. Sin embargo, cuando había escuchado los
pasos de Braceritas atravesando la galería, dejar el sitial
frente a su puerta y encaminarse al cuarto de Adolfo, pensó
en correr y detenerlo. Pero algo más fuerte que ella, como si
su agravio necesitara ser vengado con un castigo mayor
que la culpa, la hizo hundir su cabeza en la almohada y
esperar.
Apoyándose en el respaldo de la cama logró levantarse.
Se acercó a la consola de mármol para mirarse al espejo. Al
ver su rostro morado por los golpes, su camisón desgarrado
y sus cabellos cayéndose a mechones comenzó a gritar
desesperadamente. Pero sus gritos fueron curiosamente
absorbidos por el silencio de esa noche. Y como todos
estaban en la otra ala de la casa, nadie pudo escucharla.
Sumergió la cara en el agua helada de la palangana de
porcelana y comenzó a planear cómo disimular sus
moretones al día siguiente. Prefería la muerte antes que
Julieta y su primo José María se enteraran de lo sucedido. De
pronto escuchó el Ford de los muchachos que regresaban de
Avellaneda. José María silbaba «Magnolias a la luz de la
luna», con un silbido inconfundible entre los dientes. Era su
gran triunfo frente a la peonada. Nadie podía imitarle. Se
encaminó hacia el cuarto de su hermano.
Gonzalo dormía con Felicitas al otro lado de la casa.
Mariana, al escuchar los pasos frente a su puerta, la
entreabrió suavemente.
Gonzalo descubrió su presencia y se detuvo.
—¿Qué haces levantada a estas horas?
—Vení, entra —dijo entre sollozos—. Apagá la lámpara;
podría vernos la fraülein.
—¿Por qué tanto misterio?
Gonzalo levantó la lámpara para apagarla. Pero antes de
que Mariana pudiera evitarlo, alcanzó a ver su rostro.
—¿Qué te ha pasado...? ¡Santo Dios!
—Nada, nada; entrá.
Colocó la lámpara sobre la consola.
—No preguntés —dijo impertinente—, y decime qué
tengo que hacer. No puedo dejar que me vean.
Dijo estas palabras sin convicción, esperando que
Gonzalo viera en ellas una orden.
—Ustedes saben curarse los golpes; ayúdame.
Gonzalo sintió de pronto una gran satisfacción: Mariana
necesitaba de él. Y después de su silencio, agregó:
—Pero ¿quién te ha dado esta paliza? Te juro que si no
querés no se lo contaré a nadie —dijo haciendo una cruz en
el pecho—. Por mi muerte. Pero decime quién te pegó así.
—No te interesa. Si querés ayudarme, te doy esto —dijo
mostrándole un medallón de marfil—. Pero antes tenés que
jurarme que no me preguntarás nunca quién fue.
Gonzalo observó el medallón y dijo:
—Lo juro: que me quede ciego... Bueno. Ahora tenés que
hacerme caso en todo. Primero mete la cabeza en agua fría
hasta que yo vuelva.
—¿Y si me ahogo?
—Trata de aguantar lo que puedas. Voy a la cocina a ver
si encuentro papas y carne cruda.
De pronto, Mariana descubrió que llevaba pantalones
largos y para igualar su humillación dijo:
—¡Mira...! ¿Así que los muchachos te prestaron
pantalones largos? Remángatelos; si te ve Felicitas o
Braceritas, en castigo te van a obligar a usar polleras.
—Estúpida; no te ayudo nada. Arréglatelas sola —y se
dirigió a la puerta.
—Perdóname, pero ¿por qué te pusiste pantalón largo,
así, de pronto? Si esta tarde...
—Y a vos, ¿quién te pegó de esa manera? no me vas a
decir que fue Braceritas, Julieta o la fraülein...
—Adolfo —respondió desafiante y sin transición.
—Pero... ¿por qué?
—¿Por qué? —y siguiendo sus pensamientos—. Braceritas
lo castigó como se merecía.
—Braceritas —repitió.
—¿Por qué?
—Yo se lo conté todo...; lo que me hizo Adolfo no tendrá
perdón jamás.
—¿Qué cosa te hizo?
—Nos espió mientras nos bañábamos en el atajo de Alma
Muerta. Me vio desnuda; toda desnuda.
Gonzalo recapacitó un instante y después, cambiando de
fisonomía, dijo:
—¡Espía, delatora; arréglatelas sola! Yo no te ayudo...,
¡cuentera!
Y salió del cuarto.
Mariana lo siguió. Caminaba sosteniéndose en las
paredes. De pronto oyó los pasos que la seguían. Se
escondió detrás del piano. Gonzalo, con la lámpara a la
altura de la cabeza, la llamaba en voz baja.
—Mariana, Mariana, aquí estoy; vení, te voy a ayudar.
—Decime —le dijo cuando llegó a su lado—. ¿Qué te hizo
Adolfo? Vení; no llores; te voy a ayudar, pero...
Tomados de la mano llegaron a la cocina. Recogieron
carne cruda de la fiambrera. Las liebres y los cerdos,
preparados con laureles para el día siguiente, aparecían
bajo la luz de la luna que penetraba por la claraboya.
Mariana, antes de salir de la cocina, dijo: — ¿Qué te
parece si nos llevamos el frasco de dulce de leche? Tengo
hambre.
—Yo también; recoge las galletas que están en ese
estante.
Atravesaron nuevamente el comedor y la sala Luis XV
hasta llegar al cuarto de Mariana. Echaron cerrojo a la
puerta Gonzalo cortó en rodajas las papas y prensó la carne.
Mariana extendida en el suelo esperaba pacientemente el
milagro de su curador. De vez en cuando, con una cuchara
comía dulce de leche por un costado de la boca.
—Quédate quieta; no te lo comas todo —la reprendía
Gonzalo.
Entonces ella lo obligaba a comer también acercándole la
cuchara con dulce a la boca. Los ojos negros y brillantes de
Gonzalo se movían de un lado a otro insistentemente como
si temiera ser descubierto. El bozo le asomaba apenas y sus
manos eran largas y finas.
—Y ustedes, ¿qué hicieron? —preguntó Mariana.
—No te interesa —respondió halagado de que ella se
interesara por sus horas de la tarde.
—¿Por qué te pusiste pantalones largos?
—Porque donde fuimos no podía entrar, si no...
—¡Oh! —exclamó Mariana quitándose el pedazo de carne
de los ojos—. Fueron a la calle Pavón —dijo, refiriéndose a
un garito—. ¡Si lo sabe Braceritas! Guastavino se lo va a
contar.
—¿Crees que todos son como vos? Cuentera...
—Sí. No se lo perdonaré nunca, nunca. ¿Me entendés?
—¡Bah! —respondió Gonzalo encogiéndose de hombros.
—Nunca jamás —aseguró febrilmente Mariana y luego
sin transición, preguntó—: ¿Perdiste mucho?
—No fui donde pensás.
—¿Adonde fueron? —volvió a preguntar llenándose la
boca de dulce.
Gonzalo levantó los ojos:
—Adonde van los hombres—dejó de ponerle sal a la
carne y en voz baja, repitió—. ¡No volveré nunca más!
¡Nunca más!
Mariana le alcanzó una cuchara con dulce.
—¿Por qué fuistes, entonces?
—Porque sí; porque soy un hombre.
—Y las mujeres, ¿adonde tienen que ir?
Gonzalo la miró con ternura. De pronto comprendió que
esa noche nacía entre ellos una complicidad; más allá de
todo, más fuerte que ellos mismos. Tuvo ganas de echarse a
llorar y relatarle sus últimas horas en la casa de Ramona
Sánchez, en la Isla Maciel. Se avergonzó de sus
pensamientos y dijo:
—Tenés razón en decirme que soy una «señorita»; mira
que querer contártelo...
Ella, sin saber por qué, le acarició los cabellos.
Avergonzada de ese gesto, lo despidió:
—Apurate; mira si a los muchachos les da por andar
rondando. No les gustaría nada verte aquí, en mi cuarto.
Apenas terminadas sus palabras, ya se había
arrepentido. Las había pronunciado sabiendo de antemano
que mentía; y se odió a sí misma. Pensó con razón que ése
era el día más desgraciado de su vida.
Gonzalo la miró tristemente. Quizá por primera vez
comprendió la diferencia que existía entre dormir con
Felicitas y tener un cuarto propio.
—¿Por qué no dormís con Julieta? —preguntó a Mariana
simulando indiferencia.
—Me asusta de noche. Además, se pasea por el cuarto
desnuda; la fraülein dice que así se usa en Alemania.
—¿No tenés miedo? Si hubieras dormido acompañada no
te hubiera pasado lo que te pasó —dijo mordaz—; ¡qué
buena paliza!
Esta vez fue Mariana quien lo miró pidiendo clemencia.
—No te preocupes; mañana casi no se te verán las
marcas. —Y siguió cambiando las rodajas de papa.
—¿Por qué sos así? —interrogó Mariana.
—Así... ¿cómo?
—No sé... Tan distinto a los muchachos.
—¡Qué sé yo!
—Porque vos sos distinto. Hasta Braceritas lo dice. El otro
día dijo que ojalá eligieras ir al seminario de Rosario; así
tendríamos un cura en la familia para que rezara por
nuestros pecados. ¿Sabés? Dice que te hará párroco de Los
Plátanos. Pero a mí, me daría vergüenza confesarme con
vos. Me daría mucha vergüenza —terminó ruborizándose.
—¿Por qué? Yo no te castigaría con ninguna penitencia —
dijo feliz—. En cambio, a esa idiota de Julieta la tendría a
dieta para ver si adelgazaba, un poco; y por andar desnuda
delante de vos, tres o cuatro rosarios. Rieron juntos y casi
abrazados.
—Entonces, ¿es cierto que querés hacerte cura? —La
carrera militar no me gusta. Braceritas dijo que tenía que
elegir entre una de las dos.
—Pero a vos, realmente, ¿qué te gustaría ser? Gonzalo
enrojeció.
—¿Me juras que nunca se lo dirás a nadie? ¿Me lo juras
por tu madre muerta y porque nunca se te vayan de la cara
esos moretones?
—Lo juro.
—Actor.
—¿Actor de cine como Barry Norton? —inquirió Mariana,
arrojando al suelo los emplastos de su cara.
—Sí. Y de teatro también.
—¡Mi Dios! Que no te oiga Braceritas. Mira, primero te
hacés cura y después vos y yo nos vamos con una
compañía, ¿querés? Yo también quiero ser actriz para poder
fumar y vestirme con trajes de plumas y cortarme los
cabellos.
—Y yo, ¿sabes para qué...? Para que todo el mundo se ría
conmigo, es decir con lo que yo haga...
—¿Como con Carlitos Chaplín? —preguntó ingenuamente
Mariana batiendo palmas.
—No, eso no. Una vez fui al teatro del Centro Gallego y vi
a Olarra. Así se llamaba el actor principal, y también a Pepe
Franco. ¡Me divertí tanto! ¡Y era tan feliz! Así, sin reírme del
todo. Pero toda la gente sonreía. No quiero ser como
Carlitos Chaplín que me hace reír hasta dolerme el
estómago; yo quiero ser como Olarra.
—Y yo ¿como quién?
—Vos..., bueno, como la muchacha que trabajaba con él.
—No —dijo Mariana soñadora—. Yo quiero ser como la
flor azteca. No quiero que se vea mi cuerpo. Es demasiado
delgado.
Los dos estaban sentados en el suelo, mirando a lo lejos,
como si estuvieran frente a un escenario iluminado por
candilejas.
De pronto, Mariana interrogó:
—¿En ese teatro sólo dejan entrar a los muchachos con
pantalones largos?
Gonzalo sintió como un cimbronazo en todo su cuerpo y
como si estas palabras lo hubieran vuelto a la realidad, dijo:
—No, aquello es horrible. Tenés que hacer un montón de
cosas porque tenés que hacerlas.
—¿Qué cosas? —dijo Mariana, insistiendo en su pregunta.
—Son cosas de hombres —dijo incorporándose—, de
hombres.
—¿Ya te vas? No quiero quedarme sola esta noche.
¿Querés que vayamos a cazar ranas? Con la luna es más
fácil. Mira, ya casi ni me duele el cuerpo. Tengo miedo de
que vuelva. Me da miedo.
—Tengo sueño. No creo que se atreva. Pero si llega a
volver, llamame...
—Nunca más lo miraré a la cara —dijo Mariana
refiriéndose a Adolfo—. Y lo odio tanto que un día lo voy a
matar. Te lo juro por mi madre; un día lo mato.
Gonzalo, asustado por el odio que despedían los ojos de
Mariana, la zamarreó en sus brazos:
—Jurame que nunca harás eso. Jurame que no lo
matarás.
Mariana volvió en sí, lo miró de pronto como si no lo
conociera.
—Si no lo mato, lo despreciaré toda mi vida; me alegraré
el día que esté enfermo, que le duelan la cabeza y el
estómago. Y también iré a ver a una bruja para que pinche
su retrato y le duelan todas las partes del cuerpo por la
noche. Y si alguna vez se casa, que tenga todos los hijos
tuertos, rengos y mancos —terminó llorando.
—Me parece mejor que ahora duermas; tenés fiebre.
La arropó con una manta y salió de puntillas.
Al entrar en su cuarto esquivó el golpe de un bulto que le
arrojaba Felicitas desde su cama.
—Acostate o te mato a palos. Haciéndote el señorito con
las prostitutas de la Isla.
No se durmió hasta muy tarde esa noche. Tenía el oído
atento para escuchar si alguien entraba en el cuarto de
Mariana.
II
José María entró en mi habitación silbando «Magnolias a
la luz de la luna». El silbido fue creciendo hasta morir en mi
oído.
—Despertate, dormilón. ¡No sabes lo que te perdiste!
¿Qué te pasa? —inquirió, preocupado por mi silencio.
—Nada —contesté, simulando despertarme—; se
descompuso el tílburi y después ya era muy tarde.
—¿Qué te hicieron en la cara? —preguntó después de un
silencio, mientras se quitaba los zapatos.
—Se me dio vuelta el lazo —respondí rápidamente.
Insistió, volviendo su cara hacia mí.
—¿Regresó Braceritas? En Avellaneda andan todos
alborotados. Asesinaron á un radical; me parece que
quieren el cadáver.
No respondí. El se levantó de la cama y comenzó a
desvestirse.
—¡No sabes qué mujeres! Recién traídas del
«Chantecler».
—¿Los dejaron entrar? —pregunté indiferente.
—Fuimos derechito a la calle Azara. Gonzalo quería
entrar en la primera puerta; una de lata celeste; pero la que
estaba en la ventana tenía como doscientos años. Yo le dije:
«Déjate guiar por mí; vamos a lo de la hermana de
Guastavino».
—Medio hermana —interrumpí.
—Bueno; Ramona Sánchez. Al vernos, nos colmó de
reverencias y nos hizo pasar por la cocina. Había un olor a
yerbas y finucho que no me lo puedo sacar de la ropa; y tres
mujeres en combinación tomando mate cocido.
Me incorporé en la cama, tratando de ocultar mi otra
mejilla, que todavía sangraba.
—« ¡Vengan, muchachas; miren quiénes están: los hijos...
no, los nietos del intendente!» —continuó José María—. Una
se le acercó a Gonzalo. «Este no», dijo ' Ramona
empujándola hacia mí. Lo salvé ¿sabes? porque Gonzalo
temblaba de miedo. ¿Sabés una cosa? Me parece que ése se
va al Seminario no más... Después, llegaron las del
Chantecler, que en Buenos Aires son bailarinas, nada más...
Su relato era preciso y verdadero. Jamás exageraba ni
agregaba nada de su propia imaginación. Su virtud era
precisamente ésa; una gran honestidad ante los hechos; no
le importaba aparecer como cobarde.
—Después de tanto lío, me quedé con la peor: me dio
vergüenza rechazarla. Lo primero que hizo fue decirme que
me parecía a su pibe. Y que Braceritas era un santo porque
lo había hecho entrar en la escuela de Policía.
—¿Conocía a Braceritas? —pregunté con satisfacción.
Guardó silencio. Mi pregunta le develó un misterio que
parecía haber tratado de interpretar durante toda la
conversación.
—¿Y vos? Anduviste por ahí...
Enrojecí. Nuestras conversaciones se detenían siempre
en un límite que no admitía detalles. Por eso su pregunta
encerraba una sospecha directa. Y, para mí, esa sospecha
era un hecho que se corporizaba en sí mismo. Lo que había
pensado Braceritas, lo que creía adivinar en la pregunta de
José María, me hizo enrojecer. De pronto tuve unos deseos
terribles de contarle todo, muy desde el principio. Desde el
momento en que sentí las ortigas en las piernas cuando
espiaba a Mariana entre los matorrales. El me miró de
soslayo.
—¿Qué? ¿Con las Padilla? —preguntó, refiriéndose a unas
puesteras de la estancia—. No te envidio el gusto; a pesar
de todo, me quedo con las de la Isla. Por lo menos, no
tienen piojos.
Se siguió desvistiendo. Y quizá como vio que yo ocultaba
la cabeza bajo la almohada, sintió miedo de recibir mi
verdadera confesión y guardó silencio.
—Ese Gonzalo es más ladino que un zorro. Fíjate que se
llevó la mejor. Pero después, en el viaje, no le pude sacar ni
media palabra; me dijo que quería dormir porque estaba
agotado.
José María apagó la luz.
El silencio se hizo profundo. Me sentí feliz de la existencia
de mi hermano. Hubiera querido extender mi mano hasta
alcanzar la suya. De pronto, la figura de Braceritas se
instaló ante mis ojos, en la mecedora de mimbre de la
galería. No podía borrármela. Sentí deseos de vomitar.
La sola evocación de Braceritas después del primer
castigo me producía náuseas. Pero esa vez me producía tal
sensación de desamparo que deseé estar muerto. Mi único
alivio era reforzar mi odio por Mariana, y planear una por
una mis venganzas futuras: al despertarme, arrojaría en su
cuarto pichones muertos. Y cuando estuviera sola se los
metería entre la ropa, por la espalda.
III
—Despertate; Braceritas ordenó que fuéramos al velorio
del radical.
Adolfo abrió los ojos y ahogando un grito de dolor volvió
la cabeza para ocultar a su hermano las marcas del hombro
izquierdo.
—No creo que puede levantarme —fue su única
respuesta—; me duele todo el cuerpo.
José María, apoyando la mano en su frente, replicó:
—Fiebre no tenés. Nos volvemos todos a Avellaneda;
dicen que va a haber baile. Quieren robar el cadáver del
radical; el que asesinaron en «los tachos». Vení...; levantate
—le ordenó tiernamente.
De pronto, como si hubiera recibido un cimbronazo,
Adolfo se incorporó:
—Tenés razón; creo que voy a ir... ¿Quién dicen que lo
asesinó?
—No se sabe. Lo encontraron en «los tachos». Tenía
veintidós años.
Con una profunda sensación de bienestar que lo
avergonzaba, Adolfo preguntó:
—¿Por qué Braceritas no les devuelve el muerto?
—Lo quiere para él.
—¿Por qué?
—¡Vaya a saber! —fue toda la respuesta de José María.
Indiferente, comenzó a vestirse. Adolfo se incorporó en la
cama y a través de los cristales de la ventana, perdió su
mirada en la línea del horizonte.
Un viento helado como una premonición del otoño
deambulaba incierto por los pastizales. En la galería se
escuchaba la voz imprecisa de Julieta y las risas histéricas
de la alemana.
Todo hacía comprender que Braceritas no estaba en la
casa. Su presencia imponía silencio: voces bajas,
entrecortadas, sólo interrumpidas por los bostezos de
Felicitas y el taconeo de los zapatos de Guastavino. Adolfo
ya no sentía vergüenza de mostrar su mejilla herida. José
María lo miraba, de vez en cuando, como si le siguiera los
pensamientos. Y para arrebatarlo, le explicó los beneficios
de dormir después de haber poseído una mujer.
—Uno se levanta otro; ¡no te imaginas qué bien me
siento!
Adolfo, sentado en cuclillas frente a su cama, con la
mirada perdida en el horizonte, escuchaba hablar a su
hermano rogando que no se detuviera nunca. Un ruego,
quizá para que esa sensación de odio y venganza que se
había instalado en él desde hacía algunas horas fuera
creciendo lentamente; se hiciera carne y no lo abandonara
por el resto de sus días. Temía a su debilidad como un mal
heredado y pensó, con honda satisfacción, que Braceritas
tendría algún motivo muy oscuro e indescifrable para no
querer devolverles el cadáver del radical. De pronto, ese
mundo que él adivinaba a través de los diálogos entre su
abuelo y Guastavino, comenzó a adquirir un sentido. Nadie
le impediría asistir a ese velatorio: deseaba enfrentarse
cuanto antes con Braceritas. No buscaba su perdón, sino su
desprecio para poder seguir alimentando su odio.
Se levantó de la cama torpemente.
Felicitas entró sin golpear en el cuarto.
José María la increpó.
—Decime: ¿cuándo vas a tener la barriga sin grasa? ¿No
te da vergüenza llevar ese delantal? Además, cuando se
entra en la habitación de dos hombres se golpea la puerta,
primero... Así no podés encontrarte con algo que te va a
asustar.
Felicitas contestó con una obscenidad dirigiéndose a
arreglar las camas. Adolfo escondió la cara; pero ella ya lo
había visto.
—¿Te anduviste revolcando por ahí? —fue la misma
pregunta de José María.
Adolfo no contestó. Pero después de un silencio dijo a
Felicitas, como si la viera por primera vez en la vida:
—Mira que sos horrible: ¿te viste alguna vez en el
espejo?
Ella le respondió:
—Sí. El c...
—Seguramente será mejor que tu cara.
Felicitas, como si no estuviera acostumbrada al trato de
los muchachos, comenzó a lagrimear.
—Porquerías, ¿por qué crecerán? —sollozaba.
Y Adolfo, para azuzarla aún más, agregó:
—Ni con cien baños te vas a sacar ese olor a horno que
tenés.
José María rió, creyendo que Adolfo había querido
significar una insolencia. Pero había dicho la verdad.
Felicitas tenía un olor característico a humo de carbón y
yerbas. Pero ella, simulando no haber escuchado,
balanceándose como si le pesaran los senos, comenzó a
tender las camas.
—Cuidado; no vaya a ser que te encontrés con una
sorpresa.
—¡Mocosos insolentes! Si los finados vivieran —dijo
refiriéndose a los padres de los muchachos—, las cosas
serían distintas; no hubieran crecido como animales. Pero
tenían que ir a París “las señoritas” —dijo refiriéndose a las
madres de los muchachos y de Julieta y Mariana—. Yo le
decía a Braceritas: mucha agua nos separa de las Europas.
Se lo tienen merecido por dejar solos a los pobrecitos. —
Reflexionando repitió—; o hubieran crecido como animales.
—Animal será tu curita —dijo José María refiriéndose a
Gonzalo.
—Ese será lo que quiera Braceritas: militar o cura para
un guacho. Y lo mejor sería que se vistieran de una vez —
recomendó maternalmente—; si no, van a encontrar al
finado ya pasado.
Adolfo, indiferente, preguntó:
—¿Es cierto que lo encontraron en los tachos? ¿No te dijo
nada Guastavino?
Felicitas recapacitó. Ella se vanagloriaba de ser la
confidente de Guastavino en relatos de pillerías y en la
sabiduría de todo lo que sucedía en Avellaneda; pero esta
vez la pregunta de Adolfo la pescó desprevenida y
entornando los ojos respondió hipócritamente:
—Debe ser un cadáver importante para que Braceritas le
rinda tantos honores.
—Pero es un radicheta —atacó José María de improviso.
—¿Quién te contó esa mentira? ¡Qué importa lo que haya
sido si está bien muerto!
—Decí la verdad —continuó Adolfo para herirla aún más
—; ¿esta vez, no té ha contado nada?
—Y vos; mirá quien habla. Buena te la habrás llevado
anoche. Eso es lo primero que voy a averiguar.
—Cuidado con hablar, vieja chismosa —dijo José María
zamarreándola por la ropa.
Adolfo lo detuvo:
—Dejala.
Felicitas salió llorando del cuarto; pero al pasar por la
sala abrió una compotera llena de dulce y con el mismo
llanto y una cuchara en la mano regresó al cuarto de los
muchachos; sin dejar de llorar les sirvió en silencio higos en
almíbar. Y ellos, como si estuvieran acostumbrados a esos
cambios de humor, comieron el dulce. Ella se echó a reír,
soberbia y envanecida, al ver a los muchachos vaciar la
dulcera.
—Los hice para ustedes. A ellas —dijo refiriéndose a
Julieta y Mariana—, les doy el de naranja. Esto es para mis
muchachos y el patrón. Mariana vive codiciándolo. Que se lo
haga la alemana de porquería. Mira que obligarlas a
bañarse desnudas...
Dijo estas palabras con el rencor más profundo. Su odio
por Julieta y Mariana se había manifestado desde niñas,
desde el mismo día en que fueron a vivir con su abuelo. No
podía tolerar que Braceras las sentara en sus rodillas, o
simplemente les dirigiera la palabra. Y todo lo que
perdonaba a los varones se convertía en delación e
improperios para las muchachas. Su poder absoluto sobre
todos los rincones de la casa la hacía ambular todo el día
metiéndose en los cuartos y pasillos más sombríos y
deshabitados, tratando de sorprenderlas y de espiar sus
conversaciones. Su obsecuencia hacia los varones la hizo
abrocharles los zapatos. Cuando Felicitas pronunció el
nombre de Mariana, Adolfo sintió que la sangre le subía a
las mejillas y pensó que todavía le quedaba algo por hacer
ese día: antes de ir a Avellaneda tendría que buscar algún
animal muerto para arrojárselo a la cara.
Mariana salió del cuarto con un traje de voile azul y una
gran capellina de paja de Italia que le cubría el rostro; con
los ojos bajos se sentó en un sillón a esperar
pacientemente, hasta que los muchachos terminaran. En
muchos años Adolfo no podría olvidar esa visión. Sintió un
irrefrenable deseo de quitarle la capellina para ver hasta
qué punto la había marcado la noche anterior. Pero la
posición estática de madonna lo desconcertó en tal forma,
que volvió a entrar en la casa. Después apareció Julieta con
Elise y también Felicitas con las valijas.
Desde Avellaneda, Braceras había mandado a buscarlos
y todo parecía indicar que ése era el último día de verano.
Adolfo volvió a salir a la galería. Para no pensar en nada
ni dirigir su mirada hacia el atajo de Alma Muerta se sentó
en el suelo apoyando su espalda en un sillón; levantó en sus
manos una babosa de entre las lajas y para sacar a Mariana
de su inmovilidad, con una sonrisa despiadada, se la acercó
a una pierna. Ella se mantuvo clavada en su asiento; la
babosa comentó a subirle por la pantorrilla.
Desconcertado, pensó en tirársela a la cara, pero ella
seguía con los ojos bajos y en la misma posición estática de
espera.
—¿Te tragaron la lengua, muñequita? Mira que no he
terminado con vos...
Por única respuesta Mariana levantó los ojos y
temblándole los labios dijo:
—Te voy a matar.
Adolfo permaneció inmóvil y el odio que vio reflejado en
los ojos de la muchacha le hizo quitar la babosa.
—Te voy a matar —continuó ella—; te empujaré desde la
empalizada de la terraza; te echaré veneno en lo que
comas; te arrojaré a un pozo de leones —gritaba delirante—.
No viviré sino para matarte. Y esta noche rezaré para que
mañana estés tan muerto como ese muerto que están
velando en Avellaneda. Y ojalá te aplacen en todas las
materias; y ojalá, cazando, te saqués un ojo.
Mariana se había subido al asiento olvidándose de
ocultar su rostro. Sus gritos atrajeron a Julieta y a Felicitas a
la galería.
—Y vivirás enfermo de parálisis, y te quedarás sin un
pelo. Y te irás al infierno. Te quemarás para toda la
eternidad. Y los espíritus te despertarán por las noches.
Adolfo se iba alejando a medida que Mariana, afiebrada y
enardecida, mezclaba fantásticos improperios. El rostro del
muchacho reflejaba piedad, odio y ternura. Sintió impulsos
de tomarla en sus brazos, de hincarse a su lado hasta
hacerla callar…
—Me quiero morir; me tiraré por la ventana, ¡quiero
morir! ¡Morir! —terminó desesperada.
La alemana la tomó en sus brazos enérgicamente y
Julieta comenzó a gimotear sin saber por qué. Gonzalo y
José María, eran espectadores mudos.
—Las mujeres son todas locas. ¿Quién las entiende? —
Terminó José María y cargó la valija hasta el coche.
Gonzalo, con tono de complicidad, dijo al oído de Adolfo:
—No te lo perdonaré nunca.
Esas palabras resbalaron en él como algo viscoso y
traicionero. Lo sucedido en el atajo les pertenecía solamente
a ellos dos: a él y a Mariana. De pronto sintió un profundo
odio, irreprimible, por el muchacho.
—¿Qué sabes vos? Llorón, marica —dijo recordando el
relato de José María.
Los dos rodaron por el suelo. Felicitas se acercó a
separarlos.
—¿Qué pasa esta mañana? Están todos alzados. A ver,
porquería —dijo refiriéndose a Gonzalo—, ¿cómo te atreves
vos a levantarle la mano a quien te da de comer? ¿Me
querés decir? —y de una bofetada lo arrojó contra una silla.
Adolfo presenció la escena en silencio. Sintió
instintivamente un profundo desprecio por Felicitas; y
enfrentándola, dijo:
—¿Y vos, para qué te metes? Déjalo en paz, ¿querés?
Gonzalo se había levantado del suelo y sin decir una sola
palabra cargó su valija. Al pasar junto a Adolfo le dio un
empujón que lo hizo rodar hasta el césped. Pero esta vez,
Adolfo no respondió.
—¡Están endiablados! —gritó Felicitas—. Claro, sin padre
ni madre, pobres huérfanos; criados como animales.
Subieron al coche. Mariana apoyó su cabeza en el
hombro de fraülein. José María comenzó a silbar «Magnolias
a la luz de la luna». Gonzalo viajaba en los trasportines, al
lado de Felicitas, quien vestida con un traje de flores rojas y
un sombrero con grutas y dos cotorras en un nido, había
abierto el canasto de provisiones y se disponía ya a comer.
Adolfo descorrió la cortina de crochet que cubría el vidrio
de la ventanilla de la parte de atrás del coche y vio perderse
entre la polvareda, por el camino de los eucaliptos, a «La
Enamorada»: así se llamaba la estancia. En varias leguas a
la redonda los habitantes del este de la provincia de Buenos
Aires y los desprevenidos viajeros que la atravesaban,
sabían que esa tierra negra para cría de vaca Aberdeen
Angus pertenecía a Ramón Braceras.
José María se acomodó junto a la ventanilla para tirar con
la honda a los patos silvestres.
La alemana suspiró, feliz por el regreso a la ciudad;
Julieta ojeaba la revista Plus Ultra. Mariana, tristemente,
sollozaba.
CAPÍTULO III
I
Durante media hora, hasta encontrar el camino
pavimentado, atravesamos nuestro campo, envueltos en
una nube de polvo. Por primera vez me di cuenta de que el
ganado era de un mismo color. También los pastos. Ni un
árbol alteraba el paisaje. Una recta infinita parecía llevarnos
al vacío. Detrás del horizonte había un precipicio y en ese
precipicio podíamos caer en cualquier momento.
Divagaba, para no tener que pensar en nada, para no
escuchar el masticar de Felicitas, la canción de la alemana
(«Por Conten vogel que vogel») y, sobre todo, para no tener
que mirar a Mariana.
Cuando tomamos por la avenida Mitre, respiré
profundamente. Algo comenzaba en mí, como si hubiera
nacido de nuevo, engendrado por la venganza y el rencor.
Al pasar nuestro coche, los policías se cuadraban y por
primera vez sentí una imprecisable sensación de orgullo.
Llegamos a la casa de la calle Alsina: una casa estilo
francés clásico, rodeada de jardín, con tres máscaras sobre
los capiteles de las columnas de mármol. La entrada tenía
una escalinata defendida por dos leones de bronce y se
entraba directamente al hall de armaduras. La sala de
juego, el comedor y la biblioteca se comunicaban con ese
ambiente. La puerta de la calle estaba siempre abierta y
cualquier persona podía entrar sin anunciarse.
En el hall esperaban grupos de persona de la más
variada condición social; Braceritas los recibía a cualquier
hora del día o de la noche.
Subí las escaleras de dos en dos y, por primera vez,
también sentía una extraña sensación de orgullo por
saberme nieto del hombre a quien todos pacientemente
aguardaban. Pero lo que robustecía en mí ese orgullo era
haber visto a ese hombre, la noche anterior, tambalearse,
torpe e impreciso, mientras buscaba en el suelo sus
anteojos.
José María y yo dormíamos siempre en la misma
habitación. Aunque teníamos un cuarto de estudio, de
noche nos buscábamos, como si obedeciéramos a un último
mandato de nuestros padres —enterrados en el fondo del
océano junto con los de las muchachas—. Era muy extraño
que pasara una noche sin que ninguno de los dos se
despertara para ver si el otro estaba bien tapado. Sentíamos
desde aquella tarde de la catástrofe —en que Braceritas nos
mandó a buscar" a la salida del colegio «Saint George» de
Quilmes y nos llevó a vivir con él— que, de alguna manera,
sólo habíamos quedado en el mundo José María y yo.
Por eso, cuando las enfermedades no eran compartidas,
el otro simulaba o pretendía enfermarse para poder estar
juntos en el mismo cuarto.
Una vez nos agarramos a trompadas hasta hacernos
sangrar los oídos y la nariz; durante la noche no podíamos
conciliar el sueño; José María se levantó de la cama
acercándome su matagatos y dijo:
—Te lo regalo.
—¿Está cargado?
—Sí.
Los dos nos dormimos aferrados al matagatos como si
fuéramos soldados de guardia en una trinchera.
Esa mañana José María comenzó a vaciar su cargamento
de piedras, pájaros embalsamados y escopetas. En ese
preciso instante entró Guastavino en el cuarto.
—Se los saluda —dijo—. Deben bajar. Braceritas quiere
presentar a sus preciosuras.
José María gritó un improperio.
Yo, venciendo mi natural repulsión por Guastavino, dije
en francés, tratando de que mi voz resultara lo más natural
posible:
—C'est le patrón, le dictateur qui commande.
—¿Así que parece que va a haber baile? —preguntó
hiriente José María.
Guastavino, sin dejar de mirarme, le respondió:
—Eso es lo que quieren ellos, pero no se van a atrever.
Decime —dijo interpelándome, de pronto; cambiando de
conversación—. ¿Vos entendés el francés, todo,
absolutamente todo?
—Por supuesto... Mucho mejor que el inglés. ¿No te
acordás de Madame Perrien...? Con ella aprendimos todo...
—¿Te acordás de los calzones con puntillas que usaba? —
dijo José María divertido—. Lástima que era vieja... Bueno, al
principio tenía menos edad que al final...
Y con una extraña mirada de ruego y desesperación
Guastavino dijo:
—¿Quieren venir conmigo en el coche...? Parece que va a
haber baile... En las terrazas tenemos ametralladoras...
—Ya voy —dije sin saber muy bien qué decía;
Y, al salir de la habitación, me dijo:
—Alguna vez te voy a pedir un favor: quiero que me
digas qué quieren decir algunas cosas en francés.
Con brusca transición, como avergonzado, agregó:
—Si querés podés venir conmigo al velorio.
Al atardecer, José María y yo, acompañados por
Braceritas y varios senadores nacionales que habían venido
de Buenos Aires, fuimos al velatorio.
Sentí la mano de Braceritas en mi hombro, al
presentarnos a sus correligionarios.
Lo velaban en el comité de la calle Alsina, en el salón
principal. Los balcones abiertos a la calle permitían a la
gente que estaba en las veredas ver la sombra del féretro
reflejarse en las paredes. Al llegar nuestro coche fue
recibido con aplausos y vivas al intendente. «¡Viva
Braceritas!», repetían, a media voz, por respeto al muerto.
El, Braceritas, sin mirarlos ni levantar los ojos, agradecía
los vivas con imperceptibles movimientos de cabeza.
Alrededor de la puerta había un refuerzo policial. Ante un
sofocado grito de «¡Asesino!», se produjo un
desplazamiento de policías. José María y yo levantamos la
cabeza para seguirlo con la mirada, pero Guastavino nos
obligó a entrar en el comité.
El olor del cadáver descompuesto, mezclándose con el
perfume a nardos de las coronas, no me abandonó durante
mucho tiempo.
Hacía tres días que había muerto; pensaban enterrarlo a
la mañana siguiente. La bandera argentina con crespones
negros, adornaba una de las paredes. Hasta los retratos de
Braceritas, del general San Martín y del presidente Justo
tenían franjas oscuras. Alrededor del féretro, soportando el
fuerte olor que despedía el cadáver y el enrarecimiento del
aire y la presión de la humedad, estaban unos señores de
chaleco blanco, bastón y galera.
Braceritas, con las manos enlazadas, silencioso, escuchó
la oración fúnebre. Terminada la oración pasamos al patio
de helechos y enredaderas. Nos sirvieron vermut con
hesperidina, anís, café, y varios hombres se acercaron para
saludarnos.
Braceras nos presentaba como sus hijos y todos
preguntaban por nuestra edad.
—Apenas tienen trece y catorce años. Pero ya dominan el
inglés y el francés —repetía admirado Braceritas.
Como no sabía ningún idioma extranjero, nada admiraba
tanto en los demás como su conocimiento. Y aunque
estuviera preocupado, por otra cosa, si nos oía conversar en
inglés, se detenía a escucharnos.
Sin que se diera cuenta, le descubrí observando mi
mejilla izquierda. Pensé que él ya me había perdonado o
que había enterrado muy hondamente el hecho en su
conciencia. Pero ya era demasiado tarde. Y no podía olvidar
fácilmente su figura empuñando el cinto, su boca contraída
y su debilidad posterior..
Después vinieron las lloronas de la Isla, vestidas de
negro, con dos perros sarnosos; se sentaron a llorar y rezar
junto al cadáver.
—No están tus padres —gemían—; ni tus hermanos.
—Ave María Purísima.
—Nosotras te lloramos por ellos.
—Sin pecado concebida.
—Pobre hijo..., muerto en «los tachos».
—Asesinado en la noche...
—Por la espalda.
—Un día domingo.
—Mejor es el lunes para morir.
—Dios tenga piedad de tu alma... muerta en la graseria.
Braceritas las mandó echar.
Salíamos del comité y, al pasar, alguna gente gritó a
nuestro lado:
—¡Asesinos!
Braceritas no se inmutó.
Al llegar a nuestra casa, junto a los senadores que habían
venido de Buenos Aires, Braceras, arrastrándolos a la sala
de juego, sugirió:
—Una partidita de poker y después a la cama. El entierro
está anunciado para las nueve y tenemos que estar allí.
Alguien objetó:
—¿Lo cree conveniente? Dicen que están apostados en
las azoteas, y armados.
—Los puentes están vigilados. No se atreverán a tirar.
Nos acompaña el pueblo.
—Además —dijo para tranquilizarnos, con una leve
sonrisa—, nosotros también sabemos defendernos... —dejó
caer de una caja el juego voluminoso y brillante de fichas
rosadas y agregó:
—¡Y todo por un cadáver hediondo!
II
El cortejo salió del comité de la calle Alsina. Varios
desconocidos llevaban el cajón. Más atrás, guardando
apenas una corta distancia, iba Braceras, en medio de los
senadores Bustamante y Alejo Rodríguez.
Caminamos detrás del muerto hasta la avenida Mitre y
después seguimos en las carrozas fúnebres. En un coche
cerrado por cortinas negras estaban los deudos del
muchacho. Los gritos eran sofocados por la banda de
bomberos; me pareció escuchar nuevamente, en voz baja,
los calificativos de «¡Miserables!»," «¡Asesinos!». Yo iba al
lado de Guastavino y de un amigo de éste llamado De Lucía,
detrás de Braceritas. José María iba junto a él. Los dos
estábamos un poco sorprendidos porque era la primera vez
que participábamos en un acto público. Detrás de nosotros
marchaba un grupo heterogéneo de hombres y mujeres.
Nadie sabía muy bien el nombre del muerto. Braceritas
había dado la consigna de que había que enterrarlo con
todos los honores que corresponden a un adversario
político, asesinado por manos desconocidas en la ciudad de
Avellaneda. La gente acompañaba su deseo, sin averiguar
demasiado, compungida y en silencio. Detrás de las
ventanas de algunas casas veíamos moverse las sombras
de hombres agazapados. En las terrazas de la avenida Mitre
habían apostado escopetas y ametralladoras.
Pero Braceritas tenía razón: el cortejo marchaba de
ofendido por algo intocable; el pueblo de Avellaneda le
había respondido. Por curiosidad o temor, nadie se había
quedado en su casa esa mañana húmeda y cálida de
principios de marzo.
Al llegar a la avenida Mitre, tomándome del brazo,
Guastavino dijo:
—Vos te venís conmigo. Dejemos a Braceritas con los
galerudos: ya pasó el peligro.
Subimos a un carruaje de caballos negros y cocheros con
galera de felpa con crespones; Guastavino se recostó contra
el respaldo mirando hacia adelante.
Quizá para demostrarme que ya pertenecía al mundo de
sus afectos, me dijo:
—Tus padres no están enterrados. Nunca aparecieron sus
cuerpos.
Indiferente, mientras jugaba con los flecos de las cortinas
y veía el cortejo como algo cada vez más irreal, le contesté:
—Sin embargo, en el panteón de la Recoleta están los
cajones.
Y, quizá para probar la capacidad de mi aguante,
terminó:
—No había más que unos cuantos trapos. Siempre hacen
así para consolar a los deudos del finado. Lo mismo harán
con éste. Antes de arrojarlo a «los tachos» de la grasería lo
rompieron todo; ¡como para devolverles el paquete!
Y yo, adivinando su intención, le respondí:
—Las muchachas dicen que los han visto en sueños:
también José María.
—Yo no creo en esas pavadas.
—Yo tampoco.
Pero comprendí que mentía.
—Mira —dijo después de un silencio—, desde ayer quiero
pedirte un favor. Necesito que me acompañes un día hasta
lo de la francesa. Cosas de hombres, ¿sabes? Cada vez que
se enfurece me dice algo... que no entiendo. «Hoy por mí,
mañana por vos». Con éstas nunca se sabe...
Yo asentí, sintiéndome importante por primera vez en mi
vida. Y pienso hoy que muchas veces el orgullo y la soberbia
nos llevan, indistintamente, del oprobio al heroísmo.
En el coche iban dos desconocidos que, como comparsa
contratada, guardaban silencio y el cortejo marchaba
lentamente para que la gente pudiera seguirlo. Adiviné que
ésa sería mi gran oportunidad, quizá mi única posibilidad,
para que Guastavino me permitiera entrar en su mundo. No
me importaba que el precio de mi entrega fuera una
delación.
A boca de jarro, pregunté:
—Y el muerto... ¿quién es?
—No merece siquiera la suerte de estar muerto. Son ésos
de Buenos Aires que vienen a la provincia haciéndose los
guapos. Primero se juegan todo lo que tienen en la
Crucesita. Después uno los trata gentilmente, hasta les
paga el taxi de vuelta y todavía se meten con el tallador y
pretenden que les escuchen los insultos. Aquí no se hace
trampa.
—Ni siquiera merecen la suerte de estar muertos —volvió
a afirmar—. Ni descanso habría que darles —terminó, por
decir algo.
Sentí satisfacción inexplicable. Guastavino ya había
pronunciado delante de mí algunas de las ininteligibles y
misteriosas palabras. Y, aunque no las había entendido, me
sentí seguro y feliz en el carruaje fúnebre y me pareció que
ese día era el más importante de mi vida. De pronto, olvidé
a los que viajaban con nosotros y, para sentirme más
hombre, estiré la raya dé mis pantalones y dije:
—Se necesita tener coraje para meterse con un tallador
como... —y tuve la suficiente picardía de no pronunciar
ningún nombre.
Guastavino me miró de soslayo; sorprendido, y como
dudando que fuera mi voz la que había pronunciado esas
palabras dijo, entregado:
—El rengo Parera tiene demasiado amor propio.
Yo podía abandonar para siempre todos los temores de
mi infancia. Ni cuando había poseído por primera vez a una
de las «Payas» me había sentido tan hombre. Ni entonces. Y
quizá fueron esas pocas palabras cambiadas con
Guastavino las que me hicieron olvidar durante muchos
años, mi encuentro con Braceritas la noche anterior.
De alguna manera mi odio se calmó esa mañana por que
me sentí tan alto como Guastavino: tan fuerte, tan soberbio,
tan seguro de su respiración y de todas sus palabras.
Cuando llegamos al cementerio nos esperaba una
multitud a la que sólo interesaba ver pasar a los senadores
que habían venido a Buenos Aires. El cadáver avanzaba
delante de ellos y sus miradas no se detenían. Por el
contrario, asomaban sus cabezas entre los hombros de sus
vecinos para ver bajar de los coches a los acompañantes de
Braceritas. Yo no abandoné mi posición al lado de
Guastavino. José María se nos acercó. Estaba muy pálido y
sin comprender muy bien el motivo de nuestra presencia en
ese entierro político.
Llegamos hasta el panteón del partido. Un orador, en
nombre de las Juventudes del Partido, subió a una tribuna
improvisada. Como no podía explicar nada de la vida del
muerto, lo único que lograba aclarar era que Braceritas
enterraba así a sus enemigos políticos. «Un entierro único;
jamás se lo habría soñado el muchacho».
Después de varios discursos en que todos repetían las
mismas palabras, subió al palco Alejo Rodríguez.
Olvidándose del muerto, terminó aconsejando no dejarse
llevar en las próximas elecciones por los falsos profetas, e
invitó a la muchedumbre del cementerio a recordar las
virtudes de Braceritas. Recordó además la piadosa
reincorporación de las monjas, que habían sido echadas del
Hospital Fiorito por una nefasta intendencia socialista. Todos
aplaudían olvidándose del lugar en que estaban. Se habían
sentado sobre las tumbas del cementerio; reían y hablaban
en voz alta. Sentí profunda satisfacción de ser partidario de
ese hombre que parecía decir tantas cosas en favor de mi
abuelo. Y recuerdo que en ese mismo momento ambicioné,
por primera vez, pronunciar un discurso desde una tribuna.
Y también llegar a ser senador por la provincia de Buenos
Aires o intendente de Avellaneda.
No sé si Guastavino adivinó mi deseo, pero apoyó su
mano en mi hombro.
—¡Qué grande lo que está diciendo! —y cambiando
repentinamente, inquirió:
—¿Pero estás seguro que entendés todo el francés?
—Absolutamente todo —repetí.
Me observaba y, después de un silencio, como no
atreviéndose a ir directamente al asunto, deslizó, receloso y
no creyendo demasiado en la autenticidad de mi entrega:
—Se te está borrando la herida de la mejilla. ¡También
este Braceritas cuando se enoja!
Traté de cambiar de conversación. Pero ya era
demasiado tarde; Guastavino se había empeñado en ir
hasta el fondo.
—¿Y ese arañazo, te lo hizo Mariana?
Clavé las uñas en la palma de mi mano y me mordí los
labios. Cerré los ojos para que no me saltaran las lágrimas.
Mi primer impulso fue abofetearlo por haberse atrevido a
pronunciar el nombre de Mariana relacionado con un hecho
que no le pertenecía.
Ya eran dos en el secreto: él y Gonzalo. Como si los dos la
hubieran visto desnudarse en el atajo de Alma Muerta. Me
sentí el más miserable de los hombres cuando, con
indiferencia, pronuncié la frase que me condenaría por
muchos años.
—Y... con las mujeres nunca se sabe. Unas reaccionan así
y a otras les gusta. Pero, al final, les gusta a todas.
Guastavino, como si hubiera transitado por mis
pensamientos y eso fuera lo que esperaba, largó una
carcajada estrepitosa e hinchando el pecho exhaló un
profundo suspiro.
Ahora sí éramos dos iguales. Iguales a pesar de que él
tenía treinta y dos años y yo acababa de cumplir los
catorce. La frente comenzó a transpirarme y la figura de
Mariana se me presentó de pronto: sentada en la mecedora
de la galería de «La Enamorada», con su vestido de voile lila
y su capellina de paja de Italia, con su cuerpo desnudo,
cubierto por una pelusa de durazno, como un animal recién
nacido. Me sentí tan envilecido que llegué a pensar por un
instante que Braceritas había tenido razón en castigarme
tan despiadadamente. Tuve un solo y único pensamiento:
enfrentarme, aunque fuera al pasar o en la hora de las
comidas, con Mariana. Entraría en su cuarto con cualquier
pretexto simulándome enfermo para provocar su piedad. La
voz de Guastavino comenzó a marearme y no me
interesaba ya el retrato que hacía, preciso y minucioso; de
las personalidades asistentes al entierro. Mi odio por
Braceritas se alimentaba fácilmente. Y sólo a él culpaba de
mi acercamiento a Guastavino. Era un sentimiento cada vez
más inexplicable. Cada gesto, cada palabra que pudiera
despertar en mí un atisbo de repulsión a Braceritas me
alegraba al infinito. Cada hecho, cada palabra que
pronunciaba Guastavino desde hacía solamente cuarenta y
ocho horas, tenía para mí un peso definitivo; podía llegar a
angustiarme hasta las lágrimas, la risa o la náusea.
El coche del cortejo fúnebre me dejó frente a mi casa;
palmeándole el hombro me despedí de Guastavino. Subí
corriendo la escalinata de mármol. En el hall de entrada,
junto a las armaduras, cerca de la sala de juego, vi un grupo
de valijas y, oculta entre ellas, a mi tía Mercedes. Por las
escaleras bajaban Julieta y la alemana. Detrás de ellas,
Mariana.
Mercedes me tomó en sus brazos besándome
desesperadamente.
—Braceritas no quiso que los llevara conmigo esta vez a
Mar del Plata; él no quiere quedarse completamente solo:
Para Semana Santa los llevo, si quieren, a Montevideo...
Y seguía besándonos, a mí y a José María, con la misma
intensidad acompasada.
—Cada vez más idénticos nosotros, los Aguirre, —repetía.
Ella era hermana de mi abuela, la mujer de Braceritas.
—Pero ¡qué pálido estás! —dijo refiriéndose a mí.
Por primera vez en mi vida deseé estar muerto. Pensé
con alegría que si me desmayaba, postergarían el viaje. Y
deseé que se cumplieran las más terribles de las
maldiciones de Mariana con tal de no verla partir.
—Veinte días —repetía Merceditas—; solamente veinte
días.
La eternidad se abría de nuevo ante mí. Me apoyé en el
pasamano de la escalera. Mi tía Mercedes puso su mano
huesuda en mi frente y sentenció:
—Este muchacho tiene fiebre. Una buena purga no le
vendría mal; son necesarias al final de cada estación.
Miré avergonzado y deshecho a Mariana. Adiviné en ella
una leve sonrisa, por lo que acababa de decir Mercedes;
desesperado, corrí escaleras arriba. AI pasar, enfurecido, le
arranqué el sombrero. Ella se echó a llorar. Yo me encerré en
mi cuarto.
—¡Estos muchachos...! ¿Quién los entiende? Es la edad
—terminó profética Mercedes.
Me acerqué a la ventana para verlas partir.
Cuando iba a subir al auto, Mariana volvió la cabeza. Esa
sola mirada hacia mi ventana me permitió seguir viviendo
los días siguientes que habría de pasar sin su presencia.
CAPÍTULO IV
I
Las voces no callaban en la casa hasta la madrugada.
Pero ese día había sido demasiado intenso; Braceritas y los
senadores se encerraron en la sala de juego hasta la noche.
El silencio era más profundo que otras veces y no se
escuchaban las sirenas intermitentes de los frigoríficos de
«La Negra» y el «Anglo»; solamente el rechinar del puente
de Barracas para permitir el paso de algún carguero.
Adolfo permaneció tendido en la cama con las manos
cruzadas y los ojos muy abiertos, fijos en el cielorraso. Hacía
varias horas que estaba en la misma posición. Su hermano
José María y Gonzalo habían partido para «La Enamorada»,
por un día, en busca de libros, decían. Pero era un pretexto,
José María había aprendido desde antes de nacer, como
decía Guastavino, el arte de enlazar reses, dominar potros,
y escuchar, oído en tierra, la cercanía de las tropillas.
Cuando él se levantaba, al amanecer, para acompañar las
reses al matadero de «La Negra», Adolfo apagaba la
lámpara y se dormía junto a una novela de Dumas o de
Conrad.
—También él tuvo que disparar —pensó con despecho
Adolfo, como si la ausencia de su hermano se asociara a la
de Mariana.
Mariana había partido para veinte días y Adolfo, como si
presintiera que eso marcaba el fin de una edad o de una
etapa de su vida, trató de dormir para mejor «pegar el
salto».
Oyó pasos en la escalera. Y después, una voz ronca y
profunda, que venía del cuarto de Braceras.
Se incorporó en la cama, sin atinar a levantarse.
Reconoció la voz de Guastavino:
—De eso me encargo yo... Avisaré a Requena. Y a
Puente.
Salió al pasillo. Guastavino, al reconocerlo, se le acercó.
—¿Sabés, pibe? Robaron el cadáver. Vestite; te llevo si
querés —dijo tiernamente—. Va a haber baile...
Adolfo regresó a su cuarto. Se asomó a la ventana y vio
dos coches de la policía apostados junto a la puerta.
Comenzó a vestirse lentamente y salió.
Junto a la puerta de entrada esperaba Guastavino. Al
verlo a Adolfo se le iluminó el rostro. Y apoyándole la mano
en el hombro, dijo:
—Vas a ver cómo «cantan» esos radicales de...
Instintivamente volvieron la cabeza. En el descanso
principal del primer piso, enmarcado por la «Coronación de
Psiquis», estaba Braceritas, vestido con un salto de cama
color marfil.
Adolfo sintió que sus piernas no le respondían. Vio en los
ojos de su abuelo la aprobación de su herencia: una
sucesión de hechos y aptitudes que José María jamás podría
heredar. El orgullo que adivinó en la mirada de Braceras le
hizo sentir deseos de disparar a «La Enamorada», junto a su
hermana. Pensó con espanto que de alguna manera Mariana
era responsable de que Guastavino le apoyara su mano en
el hombro y su abuelo le saludara con esa mirada que
jamás podría olvidar. Pero a ese pensamiento le sucedió
otro: Sintió que había «pegado el salto»; sintió el fin de una
edad.
II
Lo primero que recuerdo de esa noche es el patio de la
comisaría. Detenía mí mirada en cada pequeña baldosa de
cemento para no tener que enfrentarme con los ojos de
Guastavino o con los del comisario.
Muchas veces, en sueños, recuerdo ese patio infinito, con
bancos de hierro verde en las galerías, y creo que tampoco
podré olvidar el rostro de las mujeres borrachas y las
prostitutas que dormitaban, apoyadas contra la pared,
esperando que el comisario se «desocupara».
La oficina del comisario no se diferenciaba en nada del
escritorio del comité de la calle Lavalle. El retrato de
Braceritas y el del presidente Justo, con un crespón negro
por la muerte del radical. Sobre el escritorio del comisario,
un mástil con la bandera argentina y una oración del obispo
Jara, a su madre.
Pasamos sin anunciarnos. Guastavino, como si tuviera
que personificar a mi abuelo, no habló una sola palabra en
toda la noche. Dejó hacer a Requena.
—¿Qué ha pasado, amigo? —fueron sus primeras
palabras.
Comprendí entonces que aunque Requena era tan
comisario como Bacigalupo —así se llamaba—, podía
interrogarlo y exigir de él una explicación total de los
hechos. Yo me acerqué a Guastavino. Con esa intuición
extraña que tienen los niños o los todavía niños, me di
cuenta de que por encima de los otros estaba él. De alguna
manera deseé que me presentara. No me gustaba que
pensaran que estaba allí por simple curiosidad. Pero lo que
no me atrevía a confesar era que no me gustaba que me
creyeran hijo de Guastavino. Respiré tranquilo cuando ante
una mirada interrogativa de Bacigalupo, Requena dijo:
—Es el nieto de Braceritas.
Le vi brillar los ojos, pero los acontecimientos iban muy
rápidos.
Un grito agudo y penetrante los hizo, como dijeron
después, «proceder rápidamente».
—Es inútil; son muy aguantadores.
—C..., veremos si esto también lo aguantan.
Bacigalupo bajó los ojos;
—¿Entonces...?
—Se lo merecen esos peludos. ¿Están seguros que fueron
ellos?
Bacigalupo asintió:
—Entonces, vamos. Elija a Alvarado, Metelo y Garda para
el pelotón. No vaya a ser que después anden con chismes
por ahí.
Guastavino me miró de soslayo. Creí adivinar en él un
atisbo de duda. Como si no conociera bien su capacidad de
resistencia. Como si le apareciera un último residuo de
piedad para el hombre. Como si de pronto volviera a pensar
que yo aún no había cumplido los catorce años.
—Apoyé firmemente los talones en el suelo para que no
se me viera el temblor de las rodillas y, mirándole
indiferente, dije:
—¿Me das un cigarrillo?
—¿Fumas negros?
—Por supuesto.
Y le vi relajarse los músculos de la cara. Atravesamos
varios patios de baldosas iguales y galerías de columnas de
hierro verde. Salimos por la parte de atrás de la comisaría, a
una calle de tierra. En un baldío de desperdicios, cerca de
una fábrica de papel, me apoyé en el murallón de cemento
a esperar. Requena, Bacigalupo y Guastavino guardaban el
más absoluto silencio. Parecían estar tranquilos. Sin
embargo, creí adivinar que el fuego del cigarrillo titilaba en
el aire. Inmediatamente llegó un auto con los buscahuellas
encendidos, para ubicarnos. Descendieron tres policías.
Eran los hombres que había aconsejado Requena. Y como si
supieran la misión que les estaba encomendada, se
dedicaron a revisar sus bayonetas. Después llegó otro coche
y descendieron de él un cura y un hombre pequeño con un
libro bajo el brazo. Más tarde supe que era el escribiente de
Requena. Él cura traía una valija de mano.
—Todo listo, jefe —dijo el escribiente a Requena.
El cura se acercó a Guastavino y le dijo:
—¿Qué te parece este cuervo?
Guastavino palideció y como si ése fuera el más
importante de todos los acontecimientos, dijo a mi oído:
—No lo dice, pero fue cura en su tiempo; después colgó
la sotana.
Todo parecía estar bien para Guastavino menos que el
cura no fuera auténtico.
Pocos minutos después llegó otro coche y descendieron
esta vez tres hombres con los ojos vendados, sostenidos por
varios policías. —Ahora va a ver, ¡qué lindo paseíto!
Caminaban tropezando con los tachos y basuras y quizá
hasta que no sintieron la frialdad del muro en la espalda, no
comprendieron la gravedad de su situación.
—Que les quiten las vendas —ordenó Requena.
Se las quitaron. Eran tres hombres de no más de treinta
años, pienso ahora. Uno de ellos parecía obrero y los otros
dos me recordaban a las fotografías de los hermanos de mi
madre. Tenían el rostro desfigurado; apenas les quitaron las
vendas, la cabeza se les cayó a un costado, como si el trapo
les ayudara a sostenerla. Entonces se acercó Requena:
—Ordenes son órdenes. Lo sentimos mucho, pero el
muerto pertenecía a la Municipalidad y a la Provincia. Por
decreto del Superior Gobierno van a ser fusilados: el muerto
era una cosa pública. Ya sabemos que no saben nada, ni
dirán quién les ayudó o cómo lo dejaron escapar. Estaba
demasiado podrido para irse por sus propias piernas —
terminó Requena.
Recuerdo que se me quedaron grabadas las palabras
«paseo» y «paseíto» como si fueran las más terribles y
obscenas que hubiera escuchado hasta entonces.
—Tienen diez minutos más. Si quieren confesarse, aquí
está el párroco —dijo llamando al falso cura—; también
pueden dejar algún recuerdito, si saben escribir.
Sentí que mi corazón dejaba de latir. Y no pude reprimir
una pregunta al oído de Guastavino:
—¿Los van a fusilar?
—¿Lo aguantas? —devolvió ante mi pregunta.
—Me divierte —dije, tratando de sostener mi voz.
Y nuevamente comprendí que había dicho las palabras
precisas que esperaba Guastavino.
Apareció la luna dejando al descubierto la sordidez del
lugar. Y, como si el hedor naciera de nuestros ojos, la
putrefacción que nos rodeaba se hizo evidente. Como si la
luz de la luna, en un instante, hubiera descompuesto los
residuos.
—Pude ver entonces a los condenados, junto al muro: no
habían reaccionado todavía ante las palabras de Requena.
Y, solamente cuando vieron acercarse al cura, uno de ellos
comenzó a gritar:
—¡No! ¡No! ¡Asesinos! ¡No pueden; no pueden hacerlo!
¡Atrévanse, atrévanse!
—No es cierto.
—No les hagas caso. No se atreverán. Conocemos el
jueguito de ese Braceras. Pero esta vez, no. No le creemos.
No, no...
El otro, el que parecía un obrero, comenzó a lamentarse
con un extraño quejido. El cura se le acercó creyendo
adivinar su docilidad, pero el hombre se incorporó en toda
su altura y de un solo golpe lo pateó certeramente bajo el
vientre. Un grito más agudo aún quebró el silencio de esa
noche. Y, cuando el cura comenzó a revolcarse de dolor por
él suelo, todo adquirió de pronto una irrealidad tan evidente
que sólo la serenidad de Guastavino pudo restablecer el
orden.
—No hay tiempo que perder —fueron sus únicas
palabras.
Requena dio la orden.
—¡Que se vayan al infierno! ¡Malditos! Y bien pronto:
¡Pelotón! —ordenó.
Los tres recomendados se pusieron frente al murallón. Y
el escribiente comenzó a patear las canillas de los
condenados, mientras los policías les ataban las piernas.
—Tienen exactamente dos segundos. La pena puede ser
conmutada —dijo sin poder terminar su palabra— si
confiesan, hijos de... —terminó perdiendo su compostura.
Como en los juegos infantiles, escuché la voz de
«apunten», dada por Bacigalupo, que no había hablado
hasta entonces.
Imaginé un batallón de soldaditos y el solo recuerdo de
José María me hizo lagrimear. No sé muy bien cuánto
hubiera deseado que estuviera a mi lado en ese instante. La
figura de Braceritas se me presentó de pronto y recuperé
fuerzas. El condenado que hasta hacía pocos instantes
había negado la realidad del hecho, descubriéndome, gritó:
—Muchacho, cuando crezcas, contá a tus hijos cómo
muere un valiente. ¡Viva el Partido Radical! ¡Viva Alem!
¡Viva Hipólito Yrigoyen! ¡Viva la patria! ¡Mueran los
inmundos conservadores! Jamás, jamás hablaremos.
¡Jamás!
—¡Fuego! —interrumpió la voz de Bacigalupo.
Todavía se escuchó un último grito y una súplica.
—No, no, ¡no puede ser!
Pero era demasiado tarde. La detonación produjo un
aleteo de pájaros y murciélagos.
—Demasiado rápido, imbécil —gritó Requena
desesperado—. No los dejaste «cantar». Ya informaré de
esto...
Guastavino, demudado, repitió:
—Imbécil; demasiado rápido.
Esperé la caída de los cadáveres en el barro. Pero se
mantenían en pie. Refregué mis ojos. Seguían en pie.
Entonces escuché el alarido del que me había dejado el
mensaje. Lo vi romper las sogas, librarse de pronto y
comenzar a aullar como un perro a la luna.
Necesitaron de todo el pelotón para sujetarlo.
Los demás lloraban y uno de ellos se arrodilló, besando el
suelo y las inmundicias.
—No he terminado con ustedes, porquerías...
Guastavino, temeroso, se olvidó de mí. Don Requena y
Bacigalupo subieron a un coche. Me eché a caminar.
Comprendí entonces que ya podía entrar en el boliche de
Dorrego y Lacarra.
Nunca sentí tantos deseos como esa noche de hablar a
«La Enamorada» y echarme a llorar sobre el teléfono.
CAPÍTULO V
I
Disparé a «La Enamorada».
De la estación «Los Plátanos» al casco de la estancia
había veinte cuadras. El camino estaba apenas iluminado
por el presentimiento del alba y las estrellas. Pensé en un
primer momento volverme a la estación, pero algo más
fuerte que el miedo me hizo seguir adelante.
Cuando llegué a la Avenida de los Eucaliptos detuve el
paso y me encaminé a la cocina de los peones. Ya había luz
encendida.
Felicitas me vio aparecer de pronto. Demudada y
adivinando no sé qué extraños presagios, comenzó a
sollozar.
—¿A estas horas? ¿Qué sucede? ¿Qué sucedió? Habla,
por Dios.
El silencio no hacía más que exaltarla.
—No pasa nada. Quise venirme con José María. Estaba
aburrido... allá, solo Y sin atreverse a abrazarme, dijo:
—Eso es; los hermanitos no pueden estar separados. Asi
los he criado yo. Unidos siempre... como querían los finados.
Me dirigí a mi cuarto; sin encender la luz me tiré en la
cama; no quería que José María me descubriera de
inmediato.
Pero él despertó sobresaltado.
—¿Qué te está pasando últimamente? ¡Estás loco!
Sin responderle, oculté la cara en la almohada, pero mis
sollozos convulsionaron mis espaldas.
José María apoyó su mano en mi hombro; me dio vuelta
y, como si presintiera que algo fatal e irremediable se
hubiera desencadenado en mí, me consoló trompeándome
suavemente en la espalda. Avergonzado y agradecido
respondí devolviendo el golpe, yo también, en su mejilla.
Me arropó como cuando estábamos enfermos.
Lo escuché levantarse apenas amanecido y, como si
rodeara mi cuarto alguna mala sombra, se quedó frente a
mi puerta fabricando un lazo de tientos.
Después me dormí. Al despertar, escuché su silbido entre
dientes. No se había movido de su puesto.
Presentí la luz del mediodía y sin vestirme salí a la
galería.
El, sin dejar de trenzar sus tientos y sin mirarme, .dijo:
—Vamos a revolcamos por ahí.
«Siempre .pensando en hembras», pensé con
repugnancia.
No comprendí, en ese momento, que era lo primero que
se le había ocurrido para arrebatarme de mis sombríos
pensamientos.
El sabía que el día se me presentaba muy largo. No había
sido nunca feliz en «La Enamorada»; mientras que para él
cada rincón, cada paso que daba en la estancia era un
deslumbramiento, para mí la tierra sin asfalto era el abismo,
la nada.
—No tengo ganas. ¿Y con quién, además?
Se le iluminaron los ojos, y para entusiasmarme, dijo:
—Las «piojosas» vinieron de La Plata ayer. A lo mejor
están perfumaditas...
Respondí con un gesto de repugnancia. Pero la presencia
de ese vacío y largo día y la imposibilidad de elegir, me
hicieron aceptar. ¿Qué otra cosa podía proponerme José
María? ¿Para pescar mojarritas en el arroyo?; ¿descuartizar
tordos?; ¿hacer una excavación hasta encontrar una napa
de agua?; ¿ir al atajo a bañarnos o releer Vargas Vila o Las
memorias de una princesa rusa frente a Gonzalo, para verlo
ruborizarse mientras nosotros nos desternillábamos de risa
y obligarlo después a confesarnos sus solitarios encuentros
con el amor?
—Vamos —dije, para poner fin a mis pensamientos.
Se levantó de un salto y, como si estuviera dispuesto a
ofrecerme el más importante de los acontecimientos, dijo:
—Mejor que comamos algo. Son muy habladoras, sabes,
y si fallamos...
Me pareció infantil lo que acababa de decir.
—Siempre te queda el pretexto de llevarlas al baile… —
dije por decir algo.
Me sentía cada vez más solo. «La Enamorada» no era mi
casa, ni ésa era tampoco mi tierra. Ese muchacho apenas
unos meses menor que yo era mi hermano, mi única familia.
Pero no podía relatarle mis últimas horas, ni por qué había
seguido a Guastavino, ni por qué había comenzado a odiar
con toda mi alma a nuestro abuelo, Braceritas.
Comimos en silencio. Después, como no me gustaba
montar a caballo, sacamos el Ford; a mitad de camino lo
escondimos detrás de unos sauces y seguimos a pie por el
atajo.
José María siempre se dirigía al encuentro de una mujer
como quien sale a la calle en busca de un enemigo en
acecho. Se remangó los pantalones para atravesar el campo
abierto.
Recuerdo todavía sus pantorrillas aún de niño, lampiñas
y blancas; su sombrero «rancho» amarillento y esa
indumentaria de ciudad que llevaba siempre, hasta cuando
montaba a caballo.
El sol nos caía de frente. Sólo se escuchaba, en esa
siesta de marzo el mugir de alguna vaca o la música de
algún herrumbroso molino. Y el silencio de la tierra, como si
estuviéramos en el centro del mundo, prisioneros, dentro
del círculo cerrado del horizonte.
Escuchamos unas risas procaces. Entre los troncos de
perales había un columpio de tientos y allí, con las polleras
al aire, se balanceaba una de las Padilla. No tenía más de
doce años. Al descubrirnos, levantó vuelo en el aire para
mostrarnos sus calzones sucios de tierra y mientras nos
sacaba la lengua hacía un gesto obsceno con las manos.
—Esta es la menor. Todavía no la probé —afirmó José
María.
—Pero es horrible —dije.
El cabello en hilachas, como si estuviera lavado en
aceite, le ocultaba la mitad del rostro y le caía hasta los
pechos, excesivamente pronunciados en su cuerpo delgado.
—¿Dónde están tus hermanas? —inquirió enérgico José
María.
—¿Qué te importa? —preguntó insolente.
—Ándate al diablo, porquería.
Sé tiró del columpio demudada y comenzó a arrojarnos
peras verdes que recogía del suelo. Sin defendernos,
disparamos entre los yuyos, a campo traviesa, para no ser
alcanzados.
En la puerta de su casa, sentada en cuclillas, como si nos
estuviera esperando, encontramos a Plácida, la mayor. No
tendría más de catorce años. Siempre en cuclillas, nos
sonrió para que nos sentáramos.
Nos sentamos en la tierra, a su lado, sin hablar.
—¿Y tu otra hermana? —fue José María el primero que
habló.
—Está adentro.
—¿Y tu padre?
—¡Que se muera...!
—¿No está?
—No...
José María se le acercó y tocándole el vestido, dijo:
—¿Te lo compraste ayer? Es bonito.
—Es horrible;
Su cara estaba tan sucia como la de su hermana; desde
lejos podía aspirarse su mismo perfume a carbón y barro
pegado.
—¿A qué vinieron? —preguntó insolente.
—Pensábamos... —respondió en el acto José María—.
Queríamos invitarlas para mañana.
—¿A dónde?
—Qué sé yo... A Los Plátanos.
Apareció en el marco de la puerta la otra hermana,
descalza, desperezándose.
Rompió el silencio con un bostezo intermitente.
—Hacía tiempo que no venían... ¿Ya se volvieron a
Buenos Aires? —dijo sentándose también en el suelo.
No sabía de qué manera José María iniciaría cualquier
acercamiento. Estaban allí, sentadas junto a nosotros,
rascándose indiferentes la cabeza y la espalda sin
importarles nuestra presencia.
Mi atención se volcó en José María. Y confié en él.
Callamos. De vez en cuando, un bostezo de la menor y
un quejido felino de la otra eran los únicos sonidos de esa
siesta. A través de sus trajes de cretonas se adivinaban las
formas de los pechos, hermosos e irreales en esos cuerpos
amarillentos, flacos y mal alimentados.
No sabía muy bien si experimentaba asco o terror: Mis
anteriores experiencias habían sido siempre con mujeres
mayores que yo. Habían adivinado siempre mi deseo; o
quizá por admiración o respeto a Braceritas se entregaban,
serviles y dóciles, a nosotros, por ser los nietos del
intendente. Pero las Padilla estaban allí, tiradas en la tierra,
descalzas, bostezando. Podrían permanecer así, en la
misma posición, la vida entera.
José María, adivinando mi interrogante que comenzaba a
ser el suyo, dijo:
—Hagamos algo...
—Hace mucho calor... —le respondió una de ellas.
Afortunadamente descubrí en la galería una sandía con
un cuchillo clavado. Comencé a repartirla.
—¿Qué hacemos? —volvió a preguntar José María.
—Y, nada... ¡Qué vamos a hacer! Hace tanto calor... —
dijo la mayor.
Comprendí que ellas dominaban la situación con su
inercia. Y que si seguían así, no haríamos otra cosa que
atenderlas. Habían logrado ya desconcertar a José María. Y
el pensamiento de la embarazosa situación lo desesperaba
a él más que a mí.
De pronto, mi cabeza recibió un golpe seco. Entre unas
matas asomaba el rostro deforme, con la lengua afuera, de
Rosa Padilla.
—Hija de... —dije incorporándome.
Las hermanas se echaron a reír, Yo, impulsado por la
vergüenza y la humillación, eché a correr detrás de ella.
Se escondía entre las matas y los espinillos como un
animal que desea ser alcanzado, dejándome rastros de su
pista: una risa, un movimiento de ramas. Pero yo estaba
dispuesto a alcanzarla. Además, el solo pensamiento de
tener que volver a esa reunión circular frente a la galería,
me desesperaba.
Atravesamos los chiqueros hasta llegar donde ni siquiera
de niño podía penetrar: el gallinero. El graznido de los pavos
y los patos llegaba a veces a producirme náuseas. En mis
pesadillas, es siempre un grito de pavo el que me presagia
la muerte. Allí, entre el estiércol, rodeada de gritos, olor a
plumas y carne de gallinero, me esperaba Rosa Padilla en
cuclillas, sin atreverse a arrojarme la piedra que tenia en
una mano.
Me abalancé sobre ella. No pude golpearla, porque fue
dócil y cansada, entre mis manos. Como si la venganza que
me tuviera preparada fuera su propia entrega allí, en ese
lugar fétido; como si quisiera que mi humillación y mi
espanto fueran mi castigo.
Se levantó las polleras y sin transición se me ofreció sin
resistencia. Después me arrojó un huevo podrido a la cara y,
riendo feliz, se perdió entre las sombras.
Me levanté como pude. Caminé como si me hubiera
perdido para siempre, sintiendo una insana piedad por mí
mismo. Como si hubiera demasiada injusticia junta. Como si
los acontecimientos se sucedieran uno detrás de otro, sin
tregua.
Me dirigí hacia el Ford caminando bajo el sol. En el auto
estaba ya José María.
—No tenían ganas, dicen. Me aburrieron... Y, además, me
duele el estómago por la sandía y el vino. ¿Y vos, dónde te
metiste? —preguntó preocupado.
—Por allí... Volvamos esta noche a Avellaneda...
—Sí, mejor... El lunes comienzan las clases. Terminaron
las vacaciones.
II
Gonzalo, inclinado sobre el suelo de la galería, parecía
esforzarse por abrir un cajón. Se acercaron sigilosos para
hacerle perder el equilibrio de un golpe.
—Pero, ¡miren ustedes! —dijo José María palideciendo—;
la «señorita» es ahora comadrona.
Los ayes de la perra hicieron que Adolfo se tapara los
oídos.
—Por qué tendrán que gritar como las mujeres.
Gonzalo ni siquiera volvió la cabeza.
—Déjaselos adentro; ¿no te da asco?, «Pancha Serrano»
—dijo refiriéndose a una partera del lugar.
Cuando Gonzalo tuvo en sus manos el primer cachorro,
José María se lo arrebató para hacerlo saltar en el aire. El
animal se estrelló en las baldosas de la galería.
Gonzalo, tomándoselas con Adolfo, comenzó a
trompearlo. Este no le respondió. Se acercó a la perra y
comenzó a patearle el vientre.
—Perra de porquería... Perra...
Mientras tanto Gonzalo corría a vérselas con José María.
Adolfo, de pronto, dejó de golpear; la masa de carne ya
no resistía sus golpes.
—Está muerta —dijo sorprendido y sin dolor.
Los muchachos dejaron de pelear y se acercaron a la
perra.
Gonzalo, sin perder tiempo, introdujo su mano en el
vientre del animal y extrajo un cachorro, vivo aún.
José María se secó la sangre de la nariz.
—Había sido floja —observó.
—Hay que enterrarla; no tiene que verla Felicitas. Si lo
sabe, nos mata —observó rápidamente Adolfo.
Cavaron una fosa bajo los nísperos y enterraron, en
silencio, al animal, aún grávido. Gonzalo escondió el
cachorro sobreviviente entre sus ropas y el pecho. En
silencio, entraron en la casa.
José María preparó el fonógrafo y comenzó a bailar solo.
Adolfo se acurrucó en el alféizar de la ventana,
simulando leer un poema de Verlaine.
—¿Por qué lo hiciste? —dijo Gonzalo acercándosele con
una voz que no era la suya.
—No lo sé —respondió Adolfo, casi obligado por el tono
de esa voz—. Después de todo, era una perra y nada más.
—Era una criatura... (iba a decir de Dios, pero se
contuvo).
—¿Acaso no te he visto a vos descuartizar el canario de
Felicitas hasta encontrarle el corazón, para ver cómo latía?
—Eso era hace mucho tiempo...
—Sí, la semana pasada.
—Tenés razón; no lo volvería a hacer por nada del
mundo. Ahora me moriría de asco. Me voy a ir, ¿sabes...?
—¿A dónde?
—A Rosario.
—¿Para qué?
—Para estudiar...
—¿Con los cuervos...? Pero, ¿por qué?
—Si no, tendré que entraren el Colegio Militar... Y a lo
mejor me mandan a pelear con los paraguayos. Dicen que
cuando terminen la guerra, los bolivianos se la van a agarrar
con la Argentina. Yo no quiero ir a la guerra. Me daría
miedo... Prefiero ser cura.
—Sí —dijo Adolfo provocándolo—, después te mandan al
frente para dar el «despido» a los moribundos, y terminas
también en la guerra.
—Tenés razón. Vos ¿qué harías?
—Yo no sería cura; tienen que sacarse la sotana si
quieren andar por la Isla. Además, no se casan y se levantan
a las cinco...
—Los militares "también.
—Y tienen que ayunar y hacer penitencia —continuó,
siguiendo su pensamiento—. Lo único que me gustaría es
confesar. Eso sí que debe ser divertido. ¿No te gustaría?
—¡Qué pregunta!... ¡A quién le gustaría ser cura!
Además, son todos unos maricas.
—Vos porque no tenés más remedio. ¿Qué te gustaría
ser, de verdad?
—Actor:
—¿Actor de qué?
—Bueno, de cine, como Gola; y de teatro también. Adolfo
contestó con una profunda carcajada: — ¿Y por qué no te
escapas?
—A veces lo he pensado. Pero en el colegio seré el único
cura-actor —respondió reflexionando.
—Pero si sos cura no vas a poder besar como una
ventosa.
—Tenés razón —dijo suspirando tristemente.
—¿Y vos qué vas a ser?
—¿Yo? Intendente de Avellaneda —respondió sin dudas.
—¿Como Braceritas?
—Quizá.
Guardaron silencio.
—¿Y José María?
—A ése no lo saca nadie de «La Enamorada».
Gonzalo se incorporó. Y mirándolo de soslayo, preguntó:
—¿Y las muchachas?
Adolfo reaccionó como si lo volvieran a la realidad de un
golpe.
—Esas sólo saben parir, como la perra.
Y el silencio que los sumió fue más doloroso aún porque
el corazón de Adolfo marcaba el tiempo de ese atardecer.
III
Esa noche regresamos a Buenos Aires. En el camino,
Felicitas nos anunció su viaje a Rosario para «internar»,
según sus palabras, a Gonzalo en el Seminario.
—Allí le quitarán los funestos vicios de la carne —y,
después, arrepentida preguntó—: Decime... ¿Desde que
llegan los visten de negro?
José María, sobreentendiéndome, se burló de Gonzalo:
—Mira qué lindo cuando te levantemos las polleritas; a lo
mejor nos encontramos con una sorpresa. ¡Mira si se te
vuela!
Gonzalo no respondió.
Pero Felicitas, enardecida, desparramó sus improperios.
—Ya van a ver, condenados. Querer arrebatar un alma
del rebaño del Señor. ¡Hijos del diablo! ¿Quién rogará por
ustedes y por su abuelo...? Ese, ese...
Pero no terminó la frase. Desde ese día comencé a
pensar que nadie odiaba a mi abuelo más que Felicitas.
Y muchas veces llegué a sospechar que un extraño lazo
de vejaciones, deseos y oprobio los unía.
—Yo vestí a la finada para que no la comieran los
gusanos —decía refiriéndose a mi abuela—; pero me cuidé
bien de pincharle los ojos para que no pudiera verme desde
arriba. ¿No sabían? A los muertos se les pinchan los ojos: así
descansan los pobrecitos. Hacemos tantas cosas feas aquí
abajo... los que estamos vivos.
Cuando llegamos a Avellaneda, la casa de mi abuelo,
como todos los días, estaba rodeada de gente aguardando
su salida. Algunos, en los escalones de mármol de la
entrada; otros, en la escalera principal del hall.
Subimos directamente a nuestro cuarto. Sentí un extraño
malestar pensando que debía enfrentarme al día siguiente
con Guastavino.
A lo mejor, pensé, ya se aburrió de la francesa: deseé
con fervor que así fuera. Pero apenas entramos en el cuarto
abrió la puerta y sin saludar a José María me interrogó:
—¿Dónde te metiste estos días? Te anduve necesitando.
José María simuló escuchar.
—¿De veras que entendés todo el francés,
absolutamente todo? Mira que habla muy ligero y cerrado.
Pensé decirle: «No soy alcahuete de nadie». Pero sin
embargo interrogué indiferente:
—¿Estás seguro de que no se dará cuenta?
—No se dará cuenta de nada. Ni del día en que vive. Si
querés vamos... esta noche. —Y cambiando de
conversación, para ocultar su nerviosidad, agregó—: ¡Qué
grande, Braceritas! Enterró el asunto del radical a cien
metros de profundidad y nos prepara un corso de carnaval
como nunca. ¿Se van a disfrazar, muchachos?
Salió del cuarto sin esperar respuesta y, haciendo sonar
sus tacos, terminó:
—Te paso a buscar esta noche a las ocho.
Guardé silencio. Mi corazón latía apresuradamente.
—¿Qué alcahuetada te prepara Guastavino? —me
preguntó José María.
—Quiere que averigüe lo que hablan unas francesas. Una
de ellas es su mujer; parece que lo engaña.
Mentí; dije «unas francesas», para aminorar mi culpa.
Fue perfecta mi coartada y José María terminó:
—Esas perras...
Pero pienso hoy que lo hizo para no herirme.
—¿Preparaste tus cuadernos del año pasado? —dijo
cambiando de conversación.
—El primer día no te piden nada —respondí por decir
algo.
Nada nos pedían a nosotros, los nietos de Braceritas, en
ese colegio de Avellaneda. No era solamente el miedo que
los llevaba a adular a los nietos del señor intendente, sino
algo mucho más sutil: el temor de necesitarlo alguna vez. El
favor que esperaban de él era a veces insignificante: un
pase como visitadores de plaza, una cama para el Hospital
Fiorito.
Todos estos pedidos Braceritas los complacía sin demora.
No sé por qué extraño instinto José María y yo nunca
aceptamos las tentaciones que nos ofrecían: ser celadores,
cuidadores de mapas, inquisidores de asistencia. YT por el
contrario, éramos tímidos y retraídos; no hablábamos con
profesores ni compañeros.
Adivinábamos en las miradas de nuestros compañeros la
repugnancia que les causaba la adulación y la obsecuencia
de algunos maestros. Apenas estudiábamos. José María
pasaba los días soñando con escapar a «La Enamorada» y
yo, por entonces, ya redactaba discursos políticos que
nunca me atreví a releer. De esos días y de esos rostros sólo
recuerdo que comencé a soñar con ser presidente como
Yrigoyen, por una lámina que vi colgada deL pizarrón de
nuestra aula. Después me dijeron que jamás sería como
Yrigoyen porque Braceritas no pertenecía a su partido. Yo
me llamo Adolfo Peña Braceras; sin embargo, en esa época
deseaba llamarme Adolfo Braceras a secas. Recuerdo
también otro rostro con dos ojos muy negros que me
miraban durante las clases cada vez que volvía la cabeza.
Se llamaba el «peludo Sánchez». Su padre había
desaparecido mientras era concejal de la intendencia de
Oddone; algunos muchachos decían que por comunista lo
habían arrojado a la quema de sábalos de Berisso, o a la
grasería de «La Negra». Un dia pasé a su lado y me puso el
pie para que me cayera. Cuando estuve en el suelo me
escupió y entre dientes murmuró:
—Inmundo conservador; asesino.
Con la rodilla lastimada permanecí en el suelo mirándolo
sin odio, Pero en clase nunca más volví a mirar para atrás.
Allí estaba siempre el Peludo Sánchez, atento al menor
movimiento que yo pudiera realizar. No sé qué extraño
placer sentí cuando el Peludo contó a toda la clase que me
había escupido en la cara y yo no me había defendido. Sus
risas me producían una sensación de alivio como si con mi
humillación expiara una culpa ajena, pero que me
pertenecía inexplicablemente. A José María le relaté el
hecho marcando aún más mi cobardía.
—Me dejé escupir. ¿Que quérés? Tuve miedo que me
siguiera gritando y se enteraran los demás.
—¿Quién le va a creer? ¿Y de qué pueden enterarse? Si lo
encuentro le rompo la cara.
Pero los dos guardamos silencio. Y, a pesar de que lo
encontrábamos a toda hora, pasábamos a su lado sin
mirarlo.
Esa noche Guastavino, vestido con su traje negro,
pañuelo blanco de seda al cuello, sin sombrero, como si
deseara mostrar su cabello engominado, penetró en el
comedor principal.
Braceritas, cuando lo vio acercarse, sin dejar de servirse
de la fuente que le alcanzaba el mucamo, comentó:
—Ya llega la mona vestida de seda.
—En todo caso el mono, Braceritas.
No sé qué extraña entonación de desprecio mutuo creí
adivinar en ésas palabras.
—No está la noche para corretear por ahí —dijo mi
abuelo cuando comprendió que Guastavino había venido a
buscarme—. ¿Se puede saber a dónde van?
—Quiero, ver una riña de gallos —dije antes de que
Guastavino respondiera.
—La verás el domingo en el almuerzo del comité —me
respondió débilmente mi abuelo.
—¡Déjelo, Braceritas...! Como ésta va a ser difícil; son
bravos; no van a durar ni diez minutos.
—Un día de éstos les mando cerrar el garito...
Guardó silencio. Había dado su aprobación.
—¿Y vos no vas? —preguntó a José María.
A Guastavino le molestaba la presencia de José María;
me miró angustiado, temiendo que se nos uniera.
—Me aburren las peleas de gallos —refunfuñó.
—Haces bien. Las tormentas no siempre se anuncian con
truenos —sentenció Braceritas.
Eran muy pocas sus sentencias porque hablaba
parcamente. Además, han permanecido incomprensibles e
indescifrables para mí durante todos estos años. Muchas
veces, cuando tenía que terminar una frase, decía: «Y, por
la vida andamos». En ese momento sus palabras me
parecían más importantes que cualquier oración
pronunciada sobre la tierra.
—En eso se parece a Yrigoyen —decía Guastavino—;
piensan mucho lo que tienen que decir. Recuerdo siempre...
Y comenzaba una larga enunciación en tono irónico y
despreciativo de las bondades de Braceritas; cómo
construyó un barrio para las víctimas de la inundación del
30...; el peso a los pobres los sábados por la mañana. «Si
hasta le dio un nuevo prostíbulo a la Parda —decía—. Dos
veces se lo llevaron las aguas. ¡Ah! Y ahora, todo lo que
está preparando para que se diviertan en Avellaneda: será
el mejor corso de carnaval que hubo nunca aquí; mucho
mejor que el de Avenida de Mayo».
«Al pueblo, repetía su abuelo, hay qué arrearlo como a
las vacas cuando no quieren atravesar el puente de Vieytes:
cinco centavos por cabeza para que entren al partido de
Avellaneda. Un peso por semana, todos los sábados, me
cuesta esta gente para que no se les descorra el velo de la
conciencia». Esto lo había escuchado muy pocas veces,
pero se me había quedado grabado. Pensaba que mi abuelo
veía la ciudad de Avellaneda, igual que «La Enamorada»:
una gran extensión de tierra habitada por la ignorancia y la
miseria. Una extensión incomunicada. Más allá del puente,
la Capital Federal. De este lado, ese inmenso feudo que se
llama la provincia de Buenos Aires.
De pronto, mi mirada se detuvo en el asiento vacío de
Mariana. Y sentí una ola de calor subirme por el cuello hasta
sonrojarme las orejas. José María, deseando quizá salvarme
de esa noche, dijo:
—¿Vuelven pronto las muchachas?
Braceritas lo interrumpió:
—La semana que viene. Y decime: ¿soltaron ya a los...?
Total, ya no podían ir lejos—terminó en voz baja, al oído de
Guastavino.
Pero yo adiviné a quiénes se refería: a los fusilados; y
como si todos esos días no hubiera hecho otra cosa que
esconderme de mi vergüenza, pensé que mucho debería
odiar a Braceritas para no ponerme a aullar como un perro,
igual que uno de los condenados, en ese comedor sombrío
de boiserie oscura, frente a la sala de poker.
Comíamos y almorzábamos siempre con las arañas de
caireles encendidas. La araña de Baccarat era el orgullo de
Braceritas.
—La compramos en Francia, en la luna de miel con la
finada. A ella le gustaban esas cosas. Su padre, tu bisabuelo
—repetía con orgullo—, se trajo un arquitecto de Italia. Fue
él quien edificó la casa de la calle Rodríguez Peña. Tenían
esas manías los argentinos con olor a bosta, como decía
Sarmiento. Claro, así les fue. Se escapó con tu tía Lucinda,
muerta en el catorce, de fiebre amarilla, y la largó en
Montevideo. «Todo un escándalo. En vez, el mío: un
montonero bravo. Lo llevó el general Roca a la Patagonia
para que coleccionara orejas de indios. Con esos machos se
ha levantado la Argentina».
Sin embargo, adoraba la araña de cristal y llegué a
adivinar que hacía abrir unas ventanas que se enfrentaban,
para producir corriente de aire. Entonces cantaban los
caireles. Casi siempre almorzábamos con esa melodía. Los
sonidos de los cristales, la porcelana y la plata, me
ayudaban a interpretar el más terrible de los diálogos entre
Guastavino y mi abuelo.
CAPÍTULO VI
I
Guastavino caminaba con pasos cortos y rápidos;
adelantaba primero su cuerpo para ganar tiempo. Los
zapatos de charol negro brillaban en la obscuridad, lo
mismo que su pañuelo de seda blanco.
Adolfo trataba de seguirlo desaprensivamente como si
toda la vida hubiera caminado a su lado y las suelas de sus
zapatos conocieran las respuestas de cada una de las
baldosas de las calles de Avellaneda. La respuesta de sus
pasos era su propio eco en las casas y zaguanes de lata,
donde el monte criollo alternaba con las sangrientas riñas
de gallos; y el eco de sus pasos en los patios de los
prostíbulos, convertidos en improvisados comités en los días
de las elecciones, o en salas de primeros auxilios en las
inundaciones.
Adolfo caminaba consciente de su entrega: la delación
era su precio. Sin embargo, adivinaba ya que ese mundo de
extramuros que merodeaba su casa desde niño, iba a
entregársele de pronto por el solo hecho de haber soportado
una gobernanta francesa. Pensaba, para esconderse de su
conciencia, que Guastavino era un político como su abuelo.
Comenzaba entonces, esa noche su aprendizaje para ser
senador por la provincia o intendente de. Avellaneda, como
Braceritas; o presidente del comité como Guastavino.
«Después de todo, pensó Adolfo, Guastavino no es más
que un sirviente de mi abuelo y si lo que oigo de la francesa
no me conviene, inventaré cualquier otra cosa». No
obstante, arriesgó como última defensa:
—José María entiende francés mejor que yo.
Guastavino siguió caminando y sin volverse respondió
con desprecio:
—Ese salió a la familia de tu padre. Unos compadritos
porteños, orgullosos. No hablan nunca a la cara.
Y comprendió que Guastavino jamás se hubiera atrevido
a pedir el menor favor a José María. Y no supo muy bien si
alegrarse de creerlo intocable. Pero salvó su conciencia
pensando que él ya estaba contaminado por «cosas de la
política», como había escuchado decir.
—¿Y si no entiendo lo que dicen? —preguntó por última
vez.
—Lo único que tenés que hacer es repetirme palabra por
palabra; yo las voy a entender. Las conozco de memoria. Lo
que pasa es que no sé escribirlas. Por eso no las entiendo.
No te las repito porque no quisiera confundirte. Eso es todo.
Caminaron en silencio. Después tomaron un taxi y se
internaron en la Isla Maciel. Casi siempre sus incursiones
habían sido a la hora de la siesta o al atardecer. Las casas
estaban iluminadas con faroles verdes y rojos. Las puertas,
abiertas, apenas ocultas por las cortinas de cretona que
volaban por el aire descubriendo los interiores; de allí salían
gritos y risas procaces. Las calles adyacentes eran de barro.
Subieron por una escalera empinada hasta una cancela
con cortinado de crochet; dos ángeles bordados con
trompetas ocultaban el interior de la casa. Guastavino probó
la llave y después golpeó enérgicamente. Les abrió una
mujer que no tendría más de veinticinco años. Los ojos
almendrados, de color gris claro; un rictus de desprecio le
arqueaba la boca. Vestía pollera y blusa; su única impudicia
estaba en los brazos desnudos, marcados por moretones.
—¿Qué? —dijo despectivamente con pronunciado acento
francés apenas abrió la puerta—. ¿Ahora te venís con el
pibe...?
Guastavino empujó la puerta y sin decirle una sola
palabra abrió el ropero y comenzó a registrarlo.
Adolfo permaneció de pie. Ya había perdido el control
sobre los acontecimientos.
—Servile algo; es el nieto de Braceritas.
A ella no pareció impresionarle mucho ese antecedente
pero, sin embargo, abrió un trinchante que quedaba frente a
la cama de bronce y sirvió una copa de anís Carabanchel. La
mirada de Adolfo se fijó en el mono del anuncio para poder
recobrarse y deslizar lentamente la mirada por el cuarto.
Era un cuarto pequeño, de techo bajo, abigarrado de
muebles, con un lavabo, una cómoda, una palangana, una
cama ancha con varios almohadones de colores. En medio
de la cama una muñeca con una inmensa pollera de paño
lenci cubría toda la colcha.
La bombilla eléctrica estaba disimulada por un farolito
chino y en la mesa de luz había una pantalla con caireles.
Adolfo se extrañó de la percepción de todos los muebles y
objetos del cuarto. Sin embargo, comprendió que no hacía
otra cosa que matar el tiempo, abreviarlo. No presentía ni
se explicaba ninguno de los acontecimientos por venir. No
imaginaba a esa mujer enfrentándose con Guastavino ni
imaginaba tampoco ninguna posible relación entre ellos.
—¡Mis camisas! —gritó Guastavino revolviendo el ropero.
—Va les chercher chez elle...
Comenzamos, pensó Adolfo con alivio.
Sintió un profundo bienestar; no sabía muy bien si por
causa del anís o por lo que acababa de decir la muchacha.
Después de todo no era muy grave.
Guastavino le echó una mirada de interrogación. Y él, en
venganza por su oprobio y lamentable situación, sostuvo
indiferente la mirada unos instantes. Un extraño placer le
producía ver a Guastavino, en calzoncillos, esperando que
él, apenas un adolescente, le tradujera lo que la muchacha
acababa de decir.
—Búscalas en su casa, en la de ella —había dicho.
Unas pocas y simples palabras sirvieron para que Adolfo
se adentrara lentamente en ese mundo del que jamás
hubiera soñado participar. Se hizo aún más niño para que
ellos pudieran, fácilmente, olvidar su presencia en ese
cuarto asfixiante.
—Seguí hablando en «franchute» para que yo no
entienda. Vas a ver qué bien vas a hablar con Valenzuela,
cuando te pase a la Capital. Allí sí que te van a entender,
hija de perra.
Y siguió revolviendo el ropero. Para hacer tiempo, se
puso un pantalón de color claro, como si fuera a
permanecer en casa. —Anda, prepárame algo, tengo
hambre —ordenó.
—¿Es que estás de niñero ahora? —dijo refiriéndose a
Adolfo.
Guastavino le respondió:
—Probalo, a ver si necesita niñera —y largó una fuerte
carcajada.
Ella miró a Adolfo con desprecio y dijo una palabra en
francés que él no pudo comprender. Sin embargo, sonrió
para demostrarle a Guastavino que había comprendido y se
manejaba en terreno firme y seguro.
Comieron los dos en la mesa junto a la cama. Ella les
sirvió displicente, casi arrojándoles los platos a la mesa. De
vez en cuando, se abanicaba sentada en la cama.
—¿Y vos no comes?—interrogó Guastavino nervioso. —Ya
comí...
—Si seguís así, vas a terminar en el Tornú.
—Total... —respondió ella encogiéndose de hombros.
Cuando se acercó a servir el postre, rozó con su brazo
desnudo la cabeza de Adolfo. Guastavino, que no le perdía
movimiento, interrogó:
—¿Te gusta el pibe? Si querés te hago uno. Eso si no te
secaste todavía... Así, cuando seas vieja no terminas como
Lucia.
Esas palabras confusas, incomprensibles, produjeron en
la muchacha una reacción tal que arrojó los platos al suelo y
comenzó a gritar desesperadamente. Lo que sucedió
después, los minutos que siguieron a esta escena, Adolfo los
presenció detrás de un biombo que separaba el cuarto de la
puerta de entrada.
Guastavino empujó la mesa —como si estuviera
consciente de todos sus actos y sólo tratara de representar
una escena para probar en ella la reacción esperada.
Comenzó a golpearla despiadadamente. Ella no gritaba:
mascullaba entre dientes palabras en francés que Adolfo
infructuosamente trataba de entender. Después, Guastavino
la arrojó en la cama. El cinto brillaba en el aire y eso le
produjo a Adolfo una sensación de náusea. La hebilla del
cinto de Braceras se le presentó de pronto, brillando
también en el aire.
La mujer comenzó a aullar y después, recostándose en el
vano de la ventana, gritó:
—Me tiro; si te acercas, me tiro.
—Vámonos, vámonos de aquí.
Adolfo, incomprensiblemente, sintió una profunda piedad
por Guastavino. Una piedad que no le abandonaría en
muchos años. Comprendió en ese instante, de una sola vez,
la impotencia del hombre frente a la mujer. Comprendió, sin
explicárselo, que Guastavino iba en busca de algo: algo que
ella le ocultaba. Algo que sólo él, un chico detrás de un
biombo, podía aclarárselo. Y vio a ese hombre lascivo,
oscuro, sirviente de su abuelo, fraguador de fusilamientos,
bajar el cinto y sentarse impotente en una silla.
Y entonces, cuando ya ninguno de los dos lo esperaba, la
mujer dijo:
—Je ne te soutendrai jamáis avec mon... Pronunció las
palabras muy claramente. Sin dejar de modular una sola
sílaba.
Guastavino, pálido y enardecido, comenzó a gritar:
—Eso, eso, repetilo..., repetilo.
Y ella volvió a repetir las palabras con una imperceptible
sonrisa en los labios.
Lo había vencido nuevamente. Después se tiró en la
cama y comenzó a llorar desesperadamente.
Guastavino se vistió en el acto y arrancó a Adolfo de
detrás del biombo.
Adolfo había comprendido claramente el significado de
cada palabra. Lo que no podía entender muy bien era el
significado de todas ellas juntas, reunidas. Ni por qué eran
tan terribles e insultantes. Guastavino lo llevó hasta el café
de Lacarra y Dorrego y sin saludar a nadie se sentaron en
un reservado.
Encendió un cigarrillo.
—Decí, decí ahora —repitió queriendo disimular su
ansiedad—. ¿Qué dijo? ¿Lo entendiste?;
Adolfo sintió que lo invadía una inmensa ternura por ese
hombre que le doblaba la edad. Juró en ese momento
seguirla vida entera al lado de Guastavino, que, con los
codos sobre la mesa, lo miraba clamando por comprender el
significado de unas cuantas palabras pronunciadas por una
mujer.
—Bueno —dijo—, yo entendí las palabras una por una,
pero no sé qué quieren decir: «Yo no te mantendré nunca
con mi...»
Guastavino permaneció en la misma posición como si
hubiera escuchado su sentencia de muerte.
Tomó un trago de ginebra y con indiferencia, dijo:
—¡Ah! Así que dijo eso. ¿Estás seguro? —preguntó
palideciendo.
Adolfo afirmó con la cabeza.
—Vos no entendés; no podes entenderlo del todo.
Guastavino bebió todo el vaso de ginebra. Entonces,
trató de iniciar una conversación con el muchacho. Pero sólo
atinó a decir:
—Si supieras dónde la encontré... —y guardó silencio; de
vez en cuando miraba a los ojos de Adolfo y al fondo del
vaso.
Sentía imperiosos deseos, como nunca, de hablar. «Si el
muchacho tuviera unos años más..., pensó con tristeza, le
diría: Pertenecía a un rufián llamado Latuada. Trabajaba de
la mañana a la noche, hace tres años de esto...» Pero
cambiando de conversación lo interrogó:
—¿Y ese marica de Gonzalo ya se fue con los «cuervos»?
¡Qué ocurrencia la de Braceritas!
Adolfo no respondió; lo único que hizo fue sonreír. Temía
y deseaba incomprensiblemente que Guastavino se confiara
a él.
Un extraño sentimiento de pudor y de orgullo se apoderó
de él. «Yo, un Braceras, no puedo escuchar las inmundicias
de un sirviente». Y sin embargo, el recuerdo de sí mismo
escondido detrás del biombo, le hizo pensar que. de alguna
manera, eran dos iguales.. Y Guastavino, adivinándolo
quizá, guardó silencio. Pero el recuerdo preciso, hiriente, de
cómo había conocido a la muchacha, no lo abandonaba: «La
había conocido en un «pic-nic» en los bajos de San Isidro el
día de la primavera, hacía dos años. Una noche mandó
raptarla por el comisario Palencia. A Valenzuela se la tenía
jurada desde aquella noche que mató a un pobre italiano
para robarle ciento cincuenta pesos de la quincena».
—¿Sabés? —iba a decirle incoherente a Adolfo, no
siguiendo ya el hilo de sus pensamientos—: ya irás
aprendiendo. Esta es una gata. Mira vos: el gallego de
porquería le rendía doscientos pesos por día. A mí nunca se
me hubiera ocurrido. Yo la llevé allí, vigilada, tranquila.
Tienen orden de traérmela viva o muerta si atraviesa el
puente. Pero qué querés, Adolfo, son perras. Si vos querés
darle otra cosa, te odian, te desprecian, y te dicen cosas
como ésas... como las que escuchaste.
—¿Entonces? —preguntó Adolfo molesto por el
prolongado silencio.
—Cosas de hombres... Nunca se las entiende. Vaya uno a
saber lo que ha querido decir—. Pero Guastavino seguía el
hilo de sus pensamientos. Y volvió a guardar silencio.
Adolfo, con esa inconsciencia que dan los pocos años,
aprovechó su debilidad y su silencio para cerciorarse de
alguna antigua sospecha:
—Y al radical, ¿quién lo mandó matar? ¿Sabe Braceritas
quién lo mató?
—No. A ése, los muchachos le dieron un paseíto y se les
fue la mano. El francés es un idioma de maricas, ¿no te
parece?
Pero Adolfo insistió en su propósito, no abandonándolo.
—Y vos, ¿no mataste a nadie?
Lo vio erguirse en todo su alto.
—De frente, sí; al pibe Lozano, el que mató a Galimberti.
De frente. Y sólo cara a cara, ¿me entendés? Y no me
temblaría la mano para matar otra vez a un cobarde como
ése. También despedí a ese correligionario que, como
presidente de mesa, traicionó a Braceritas. Lo busqué dos
días y dos noches por San Telmo y por el arroyo de la
Lujanera. ¿Sabés lo que anduvo diciendo? Que habíamos
hecho votar a todo el cementerio y a la Chacarita también.
No solamente al de Avellaneda.
Pero ya no podía articular palabra. Había bebido casi
toda la botella de ginebra! Comenzó a decir improperios
indescifrables e insultos obscenos. Nunca lo había visto
borracho, ni tampoco los parroquianos; por eso lo miraban
sorprendidos.
Salieron del café y caminaron directamente hacia la casa
de la francesa.
II
El miedo me impedía caminar. Sentí deseos de huir; era
inútil querer disuadirlo; sin intentarlo, caminé a su lado en
silencio. No se balanceaba. Erguido, pero mascullando todo
el tiempo palabras entre dientes, subió delante de mí las
escaleras. Pensé en Gonzalo, ya vestido quizá con la sotana
negra; en José María, dormitando en la galería de «La
Enamorada», aspirando el perfume de los jazmines y atento
al parir de alguna yegua de carrera, de alguna vaca. Sin
embargo, no hacía más que superponer la imagen de
Mariana. Se me presentaba en la playa, vestida con un traje
blanco, rodeada por mis primos paternos, «los porteños» —
así los llamaba despectivamente José María, como si
nosotros viviéramos en la más lejana de las provincias—, a
la orilla del mar, recogiendo caracoles o bailando en el club
Pueyrredón o en el Hotel Bristol, ruborizada, con los ojos
bajos, en brazos de alguno de ellos.
—Maricas de porquería —pensé con rabia.
Mi solidaridad por Guastavino fue tan intensa que le
ayudé a subir los escalones y ya no tuve miedo; ni por. su
borrachera, ni por la paliza que, adivinaba, le daría a la
muchacha.
Éramos, de alguna manera, dos desamparados. No sabía
muy bien si el descubrimiento del significado de esas
palabras lo alejaría definitivamente de la muchacha. La
borrachera de Guastavino me hacía pensar que no se había
atrevido a decirse que se sentía desgarrado. Le agradecí
que no me hubiera ofendido con sus confidencias. Este
pensamiento me avergonzaba; había tratado todo el tiempo
de sentirme igual a él. Pero mi conciencia de clase se
mantenía, a pesar de todo, incorruptible. Guastavino era
alguien que dependía de mi abuelo; alguien a quien mi
abuelo dirigía casi sin hablar, con una sola mirada. Sin
embargo, sentía crecer en mí un sentimiento profundo de
admiración y a la vez de incomprensible afecto por ese
hombre que ahora subía dificultosamente las escaleras de
una casa de lata de la Isla Maciel.
Pensaba en mi hermano José María. Nunca le había visto
dirigirle la mirada a Guastavino; lo trataba con la misma
indiferencia que a Felicitas; no obstante, su rostro se
iluminaba con la llegada de los reseros y su trato con la
peonada era distante pero afectuoso.
Pensé con espanto en mis tías, las Aguirre, que jamás
trasponían el puente Barracas; hablaban de mi abuelo en
tercera persona y tenían en la sala el retrato del presidente
Alvear, y el de Mariana, altiva y soberbia.
Entramos en el cuarto de la francesa. De un vistazo lo
comprendí —antes que Guastavino—: la mujer se había
escapado.
El, inmutable, con un rictus amargo en la boca, dijo:
—No irá lejos. Ya me la devolverán...
Comprendí su dolor y su impotencia; como el mío aquel
día en que vi partir a Mariana, desde mi ventana, para Mar
del Plata. Me sentí culpable; Quizá debería haberle mentido:
yo era el delator, el despreciable. Comprendí entonces que
él le había pegado brutalmente para hacerle decir esas
palabras definitivas que yo le había traducido.
Apagó la luz, y tomándome del brazo, masculló:
—Vamos... Ya volverá. Esta no llega ni hasta Mitre, te lo
aseguro. —Le costó terriblemente pronunciar estas
palabras; pensé que lo había dicho por consolarme.
Bajamos las escaleras a oscuras.
Yo fui el primero en tropezar con un bulto informe.
Después sentí la presión de Guastavino en mi brazo como
no atreviéndose a creer lo que ya había adivinado. Sí, era
ella; recostada contra la pared, en la penumbra, pude
adivinar la forma de su rostro. Contuve la respiración. No
sabía cuál sería la reacción de Guastavino. Me soltó el brazo
y, con voz temblorosa, masculló:
—¿No te dije? Mírala...
Ella permaneció en silencio, como si estuviera muerta.
—Vamos —ordenó recobrado—; camina para arriba.
La muchacha le obedeció sin responder. Guastavino la
retuvo cuando pasó a su lado.
Entonces me di cuenta de que estaba de más.
Bajé unos escalones y, como en un ruego, escuché la voz
de Guastavino:
—¿No te importa, pibe, volver solo? Mañana te voy a
buscar bien temprano.
Me encogí de hombros. Y escuché sus pasos y los de la
muchacha subir las escaleras.
—¿Quién te mete esas ideas? ¿Quién te dijo que trabajas
para mí? Eso te pasa por venir de donde venís, gringa... —
terminó, cambiando el tono de su voz. Creo que jamás
escuché una palabra que se asemejara tanto a la idea que
tenia del amor. Entonces envidié a Guastavino; sentí el
profundo dolor de no ser hombre, todavía.
Todo mi cuerpo respondía a una sensación de alivio. De
alguna manera, las cosas habían salido bien esa noche. Mi
delación les había abierto un nuevo mundo. Y me alegré de
que la muchacha fuera hermosa.
No pensaba en mi humillación y borré, con esa facilidad
que tenemos para ocultar nuestras vejaciones, la imagen de
defender a una mujer brutalmente castigada.
Estaba solo nuevamente. Tenía más de veinte cuadras
hasta mi casa. Sentí miedo de atravesar las calles de la isla
entre borrachos, matones y prostitutas. Me sentía cansado.
El no saber a mi lado a Guastavino me producía una
indescriptible sensación de pánico; pensé que costaba
demasiado ser hombre. Creo que en ese preciso instante
aprendí a silbar. A mis pasos, en el silencio de la noche, los
acompañaba mi silbido, incierto y tembloroso.
Amanecía cuando llegué a mi casa.
CAPÍTULO VII
Se hicieron inseparables. Guastavino buscaba su
compañía; Adolfo no lo rechazaba. Los días eran muy largos
y, a la salida del colegio, José María se encerraba en su
cuarto a estudiar o a fabricar boleadoras y tientos; mientras
Adolfo vagaba por la casa, atento ahora, detrás de las
puertas, a las conversaciones de Braceritas con sus
correligionarios. La llegada de un político, de un senador o
de un diputado de Buenos Aires, lo conmovía. Trataba de
imitar sus pasos y pensaba entonces que, cuando fuese
grande, usaría él también bastón y polainas blancas y
camisa con cuello palomita. Guastavino no asistía a estas
reuniones. Se pasaba ahora el día entero en el comité de la
calle Pavón. Regresaba para conversar con Braceritas
cuando a la casa la rodeaban el silencio o las desvanecidas
sombras. Entonces aparecía Guastavino. Ya no perturbaba a
Adolfo su llegada, ni las conversaciones a media voz con su
abuelo. Sabía que, de alguna forma, por las noches, él
viviría los hechos que trataban de disimular con palabras
sobreentendidas. José María se mostraba indiferente ante
esa relación que se había iniciado entre ellos. De alguna
manera se sentía liberado al no tener que cargar con su
hermano, los fines de semana, cuando disparaba a «La
Enamorada».
Los fines de semana de ese mes de marzo cobraban para
Adolfo una significación especial. Guastavino, después de la
noche en casa de la francesa, se mostró esquivo, pero una
tarde, arrepentido, lo enfrentó:
—¿Sabes una cosa? Ahora las cosas van mejor —y
cambió en seguida de tema. En compensación, agregó—:
Un día de estos te llevo por allí... El próximo sábado.
Adolfo creyó que lo llevaría a casa de su medio hermana,
la «Sánchez», como la llamaban. Era una casa de
prostitución que él conocía por las referencias de su
hermano José María. Una casa de pupilas seleccionadas.
Según su hermano, pertenecían al «Ambassadeur», ex
Armenonville, y trabajaban los fines de semana como
bailarinas en la capital.
Pero no era allí donde pensaba llevarlo Guastavino.
Ese sábado Braceritas partió para Buenos Aires y la casa
se rodeó de un silencio fantasmal, como los teatros
deshabitados, los parques de diversiones en invierno o las
aulas en verano.
—Braceritas se fue solo; los fines de semana no necesita
mi compañía —dijo Guastavino, y Adolfo creyó adivinar
cierto imprecisable rencor en sus palabras. Años más tarde
Adolfo descubrió que esas escapadas de su abuelo a la
ciudad, comenzaban en un palco de revistas del teatro
Maipo, seguían en el Tabarís o en algún cabaret del bajo, y
terminaban a la madrugada en una partida de poker en el
Jockey Club.
Adolfo comió solo en el amplio salón comedor de boiserie
oscura; escudado por Felicitas —de pie, a sus espaldas,
como hacía con su abuelo—, dos mucamos que le servían
desganados y el sonido de caireles de las arañas. No creía
que Guastavino vendría a buscarlo esa noche.
Sin embargo, Guastavino había pensado en él ese
sábado a la noche, comprobó Adolfo con recóndita
satisfacción. Su hermano José María, indiferente, había
partido para cazar ranas a palazos en el charco de las
Ánimas de «La Enamorada».
Allí, frente a él, apoyado en el vano de la puerta, estaba
Guastavino, con su sombrero negro, el ala inclinada, el
cigarrillo en la boca.
—Qué mesa más grande para un solo hombre —dijo al
entrar.
Adolfo observó la mirada de desprecio del mucamo.
Todos en la casa odiaban a Guastavino. Decían que tiraba
las colillas en el suelo, que entraba sin llamar a todos los
cuartos de la casa, y sobre todas las cosas, no les aceptaba
jugadas de quiniela...
—Es que aquí se hace el patrón, el desentendido —
decían—, pero es un vulgar redoblonero...
Y éste era el insulto más terrible que podía recibir
Guastavino. Adolfo no tuvo tiempo de invitarlo a que se
sentara. Se instaló a su lado guardando una pequeña
distancia con la mesa:
—Esta noche nos vamos para allí. ¿Querés?
—¿Y me lo preguntás?
La ansiedad por las futuras horas que presentía, le
impidió terminar el postre.
—Me das un Reina Victoria —pidió, imperativo, Adolfo.
—¿Fumas negros?
Adolfo no le respondió, dándolo por sobreentendido.
—¿Nunca jugaste al «monte»? —preguntó entonces
Guastavino.
—A veces, con José María y los reseros que vienen del
sur.
—Bueno; esta noche vas a aprender...
Adolfo se sintió aliviado; no se trataba de asuntos de
mujeres.
Guastavino se sentía feliz esa noche. Estaban bien allí
solos los dos (él y el muchacho). Le había dicho a la
francesa antes de salir, mientras se vestía frente al espejo:
—¿Sabés una cosa? Esta noche me llevo al pibe a ver los
gallos del Toribio Paz.
Y creyó adivinar en ella una desconocida mirada de
ternura. Como si por primera vez hubiera creído en la
verdad de sus palabras.
—El otro día me aguantó firme; lo llevé a la comisaría y
mientas los señoritos gritaban como locos, vivando a la
patria, a su madre y al «peludo» Irigoyen, él se mantenía
firme a mi lado. No se parece en nada a su hermano.
Ella se levantó de la cama y le entregó un pañuelo de
seda. Y él, para no enternecerse, salió del cuarto sin
saludarla; pero regresó después de bajar dos escalones,
pretextando el olvido de las llaves;
—Cerrá la claraboya del patio. No duermas en la
corriente... Volveré temprano.
Y ahora estaba allí, frente al muchacho. No se explicaba
el extraño placer que experimentaba al salir con él. No le
importaba si creían que Braceritas lo obligaba a vigilarlo.
Recordó de pronto un día que fue a buscarlo al colegio
«Saint George»; el día aquel de la tragedia, del hundimiento
del «Principessa Mafalda». Adolfo se le prendió de la mano y
no la soltó hasta llegar a «La Enamorada». Y esa noche,
antes de acostarse, le preguntó:
—Los muertos no vuelven más, ¿no es cierto?
Y él iba a decir: «A mí se me aparece de vez en cuando el
«Pibe Lozano», pero se contuvo y, sin decirle nada, sacó un
cortaplumas y se lo regaló.
—Primero iremos a lo de Toribio Paz. «El gallinero» le
llamamos. ¿Nunca viste una riña de gallos?
—¿No te acordás que los criábamos en lo de Padilla?
—Esos no eran de riña. Estos terminan destripados los
dos o los matan a palos.
El ring estaba en el fondo de una carbonería. Una
especie de granero donde guardaban las bolsas de carbón.
Se ubicaron en cuclillas alrededor de la cuerda. Guastavino
era saludado desde lejos. Adolfo no podía precisar en qué
forma más extraña veía a la gente acercándose a su lado.
Como si en cualquier momento fueran a necesitar de su
favor. Como si Avellaneda fuera una ciudad sitiada:
Braceritas, Guastavino, también José María y él, sus
sitiadores. Y, para pasar el puente, ese puente que
separaba las dos orillas; ese puente sobre un río de aguas
fétidas, depósito de desperdicios, aceitoso y arrugado en su
superficie como la piel de un monstruo marino; ese puente
que separaba Buenos Aires de ese otro feudo, —Avellaneda
—, tuvieran que recibir la visita de un solo hombre:
Braceritas, o Guastavino su intermediario.
Las apuestas se las hacían a un hombre de pañuelo al
cuello que, en un cajón de kerosene, depositaba el dinero.
Todos, o casi todos, tenían el sombrero puesto. El silencio
era profundo. De pronto, de dos jaulas que se enfrentaban
soltaron a los dos gallos, muy parecidos, fácilmente
confundibles. El humo del tabaco borraba las figuras y los
rostros. Después de un quejido sordo de los concurrentes,
comenzó la riña.
La sangre saltaba por todas partes y el hombre que
recibía las apuestas increpó al dueño del gallo que le había
manchado su pañuelo blanco. Adolfo detuvo su mirada en el
pañuelo, quizá para no tener que explicarse la repugnancia
que le producía la riña.
Sin embargo, antes que cerraran las apuestas, había
sacado de su bolsillo diez pesos y los arrojó en el cajón que
tenía más cerca.
Los gritos que escuchaba a su alrededor le recordaban
un extraño quejido que él mismo había emitido, algunas
veces. Era acompasado y parejo en su intensidad.
Los espectadores estaban divididos y todo dependía,
pensó con repugnancia, de la fuerza de los chorros de
sangre: del mayor o el menor borbotón que se obtenía de
ventaja. Entonces descubrió a su gallo. Guastavino
permanecía inmóvil, hierático, a su lado; la intensidad de su
emoción se veía reflejada en el movimiento circular que
obligaba al cigarrillo a retorcerse en su boca, sus labios se
entreabrían apenas para emitir un quejido imperceptible.
De pronto, cuando vio que su gallo se mantenía erguido,
mientras que el contrincante, en último esfuerzo, empleaba
inútilmente el espolón, sintió que la sangre se le
amontonaba en las orejas y perdió toda repugnancia frente
al cuello desplumado del animal, chorreante de sangre. Y
entonces gritó, con el mismo grito sofocado, recóndito,
indescifrable de los demás. Sentía una ansiedad angustiosa,
irreconocible; sus ojos no perdían picotazo ni pisada. A
medida que veía desfallecer al contrincante, más seguro era
su grito. Guastavino, que había apostado al mismo gallo,
dijo entre dientes:
—¡Había sido macho!
El vencido cayó a tierra. Y el gallo de Adolfo, deshecho y
sangriento, comenzó a picarle los ojos; después, con un
gesto casi humano, le clavó el espolón en la cabeza, con
gracia de torero. Dio unos pasos como para saludar a los
concurrentes y cayó muerto él también.
Había ganado. Guastavino, dijo:
—Vamos, pasemos enfrente; esta es nuestra noche. En la
vereda de enfrente, un corralón de paredes rosadas tenía el
portón abierto. Un hombre detrás de la puerta, al reconocer
a Guastavino, los dejó pasar de inmediato, quitándose la
gorra.
Atravesaron un depósito de botellas que pertenecía al
almacén de al lado; después, por un pasillo estrecho y
oscuro llegaron a un pequeño corralón iluminado por una
sola bombilla eléctrica. La luz incidía directamente en una
mesa rectangular.
Lo primero que descubrió Adolfo fue el tallador; barajaba
los naipes con movimientos rápidos y precisos; con el torso
inclinado hacia adelante extendió el mazo para que lo
cortara el jugador de enfrente. Alrededor de la mesa
rectangular estaban sentadas unas siete personas. Detrás
de ellos, sus propias sombras, que se dibujaban en las
paredes, como figuras espectrales, silenciosas,
confundiéndose y alargándose independientes a veces de
sus cuerpos. Había en todo el ambiente un olor
característico, que Adolfo no pudo olvidar en muchos años:
tabaco, barro y orín. No podía diferenciarlos.
El tallador sacó entonces dos naipes de la parte inferior
del mazo. Un cuatro y un seis.
—Hagan juego señores —dijo mirando distraídamente a
otro empleado que separaba los billetes de diez pesos de
los de uno.
—Voy dos pesos al cuatro de bastos de Panoli—dijo una
voz.
Adolfo seguía atento, sin poder quitar los ojos de las dos
cartas. Guastavino se le acercó y casi al oído le dijo:
—Lo que habrás visto en «La Enamorada» es monte
simple; éste es cantado.
El tallador echó una mirada interrogativa por Adolfo, a
Guastavino. Era extraña la figura de Adolfo en el garito. No
por sus pocos años, sino por su físico totalmente ajeno a
quien lo acompañaba. El muchacho había heredado de su
padre, lo mismo que José María, ciertos rasgos aindiados
que contrastaban con su palidez marcadamente europea.
Un aire de nobleza y condescendencia aristocrática le
diferenciaba notablemente de los demás.
Guastavino se acercó al que amontonaba los billetes y
Adolfo comprendió que hablaban de él. Y los «empleados»,
como escuchó llamarlos a Guastavino, volvieron a él su
mirada.
Entonces volvió a sentir un extraño placer: no era un
intruso en Avellaneda. Ningún lugar del mundo le interesaba
ya. Y pensó que el camino por recorrer era más fácil en un
lugar donde todos sabían que él era el nieto del intendente.
—Van veinte al seis —dijo un hombre pequeño, de
anteojos.
—Al cuatro, cincuenta —cantó otra voz.
—No va más.
Y sacó dos naipes del lomo: un rey y un siete.
Guastavino preparó un billete de cien pesos y Adolfo le
alcanzó uno de cincuenta.
—Al siete y al cuatro de salto.
—Me doy vuelta.
Hizo girar el mazo quedando las cartas al descubierto.
—El cuatro en puerta.
—¿No te dije? Esta es nuestra noche—afirmó febrilmente
Guastavino, cobrando el dinero.
—Perdemos el diez por ciento porque salió en boca,
¿sabés?
Adolfo simuló comprender, José María conocía todos esos
juegos. Mientras él leía a Alejandro Dumas, recostado en la
mecedora de las galerías de «La Enamorada», durante las
largas siestas de verano, las palabras «de Parioli, Barbeta»,
refiriéndose al rey... y otras, sonaban familiares a sus oídos
en la voz de su hermano y en otras voces que venían de las
cocinas, del patio de los peones.
¿Por qué Guastavino lo había elegido a él, pensaba, y no
a José María? Claro que él había contribuido a esa elección:
no sabía muy bien de qué manera, pero recordaba la voz y
el instante preciso en que Guastavino le había dicho,
dándole la última oportunidad para salvarse:
—« ¿Entendés todo, absolutamente todo el francés?»
—«Todo, absolutamente todo» —había afirmado, seguro.
En la calle, antes de despedirse, dijo Adolfo por decir
algo:
—José María sabe hacer trampas en el monte simple.
—Todo es posible en esta vida, todo. Siempre que no te
pases de vivo, hasta podés llegar en «el once» (refiriéndose
al caminar) al paraíso. Y jugarte un monte bancado con
Jesucristo y los apóstoles.
Adolfo rió fuertemente, sin ganas. Guastavino, feliz de su
ocurrencia, le dijo palmeándolo:
—Vas entrando, ¿eh?
Adolfo respiró profundamente y despidiéndose con una
sonrisa, se encaminó a su casa.
Tenía cien pesos en el bolsillo. Como su hermano José
María, comenzó a silbar «Magnolias a la luz de la luna».
Y pensó con rabia: «Podría iluminar mejor las calles de
Avellaneda el intendente, mi abuelo».
CAPÍTULO VIII
I
Las valijas al pie de la escalera y un perfume de
heliotropos hicieron adivinar a Adolfo que la casa era
habitada por otras presencias. Su corazón dejó de latir y
subió a la planta alta, temiendo verse defraudado. Sin
embargo, había luz bajo la puerta del cuarto de las
muchachas. Se abrió otra puerta y apareció su tía Mercedes
con una bata de encaje blanco, el cabello anudado en
partes con cintas de colores.
Se abalanzó sobre Adolfo, como siempre lo hacía, y
golpeando el rodete en su mejilla izquierda, gimoteó:
—A estas horas, pobre hijo mío... ¿Dónde, dónde has
estado? Si tu madre te viera...
Adolfo ocultó los billetes de diez pesos que le aparecían
en los bolsillos.
—¿De dónde venís a estas horas? ¿Y tu hermano? ¿Y
ése..., ése, tu abuelo? Criados solos, lejos de la mano de
Dios. Conmigo y María Marta las cosas marcharían de otra
manera. Me los voy a llevar, se los voy a quitar. ¡Ah! —
siguió—, si no fuera por la Obra —se refería a las Vicentinas
— aquí me tenían. Y él, allá... ¿Dónde está tu abuelo?
—En Buenos Aires —atinó a decir.
—Claro, seguramente con algunas de esas...
Se arrepintió de inmediato.
Pero Adolfo ya no escuchaba. Mariana, sin saludarlo, sin
mirarle siquiera, con un tono de voz que Adolfo desconocía,
se acercó a su tía y le dijo:
—¿Me desabrochás la blusa, por favor?
Al levantarse el cabello, Adolfo pudo observar la
perfección de su óvalo. Bronceada por el sol, más alta y
erguida: Adolfo, con una sola mirada, comprobó el cambio
operado en ella en pocos días. El niño de bronce, aquel niño
que él había visto desnudo en el atajo de Alma Muerta, era
hoy una Diana. «Como "La coronación de Psiquis" que está
en el primer descanso de la escalera» —pensó. En esos
quince días de ausencia, su vida entera se había
transformado, trastocado. Se sabía más alto, más flaco y
más solo. Y ella había ganado en perfección. No se atrevía a
confesarse—porque su odio y su rencor eran cada vez más
profundos— que en esos días Mariana había dejado de ser
una niña. Y de alguna manera sintió, por el tono de su voz,
que había habitado otros mundos, nunca con él
compartidos. Se habían criado juntos, ellos, los cinco: su
prima Julieta, José María, Gonzalo y ellos dos, teniendo por
único ámbito «La Enamorada» o la casa de Avellaneda.
Con profesores y gobernantas distintos, pero siempre la
misma mesa para la hora de las comidas y las mismas
sombras para el sueño.
Ella venía de habitar en el Bristol Hotel, en Mar del Plata,
y esa sola idea le enfurecía. La imaginaba rodeada por sus
otros primos, hablando con esa misma voz, en qué las «1» y
las«11» se transformaban en «ye». Se sintió torpe; comparó
esa imagen con el cuarto de la francesa y, para vengarse,
dijo:
—¿Qué decís, estúpida?
—¿Es que van a pasarse la vida peleando? —reprendió la
tía.
—No le hagas caso —dijo Mariana, desdeñosa—; los
niños que se acuestan tarde están siempre malhumorados.
Su primer impulso fue contestarle con alguna
obscenidad. Ella, antes de entrar en su cuarto, se echó a
reír.
—¿Quién los entiende? —argumentó Mercedes. ¡Ah! Tan
lejos de la mano de Dios... Abandonados. Si los finados
vivieran...
II
El cambio de Mariana, el salto brusco, la transición, en
pocos días, de niña a mujer, me excitó.
Hablaba en voz alta, segura de su voz y, sobre todas las
cosas, había aprendido en esos quince días a saberse
hermosa. Braceritas, maravillado ante esa transformación,
mandó venir desde Buenos Aires a Mianovich, un retratista
de moda, para que pintara su retrato. Braceritas sentó a
Mariana en el salón principal de la sala; detrás de ella
colocó un gobelino y la vistió con un traje de tul, de Paquin.
Todas las tardes, durante quince días, se sentaba frente a
ella con el mate en la mano, para vigilar cómo Mianovich
pintaba el retrato de su nieta.
Ella estaba vestida, creía yo, igual que la dama del
gobelino. Con una alada capellina de paja y dos cintas de
terciopelo a cada lado. Su inmovilidad me enardeció.
Pensaba que la vanidad era más poderosa que la molestia
de permanecer las horas enteras, rígida, inmóvil, como si
estuviera muerta.
«Jamás he tenido una modelo más dócil; jamás» —
repetía el pintor.
Yo pensaba que ella sabía muy bien que yo la observaba
desde el balcón del parloir que asomaba a la sala. Pero
necesitaba un cómplice para no hacer demasiado evidente
mi indignación; José María y la misma Julieta fueron mis
fieles secuaces.
Quizá las prolongadas tardes, del también prolongado
verano, contribuyeron a la realización de mis propósitos:
cuando llegaba el pintor, nos agazapábamos detrás de la
baranda del parloir y arrojábamos a su lado imperceptibles
palomitas y flechas de papel, migas de pan, polvo de papel
picado. Por las mañanas Julieta penetraba en el cuarto de
Mariana y, a veces, le escondía la capellina o los guantes de
raso. No me explico hoy, todavía, por qué me obedecían tan
ciegamente. Mariana había llegado a temerme. Cuando me
enfrentaba con ella, los ojos se le llenaban de lágrimas, y yo
creía adivinar que también se le erizaban los cabellos del
nacimiento de la nuca.
—¿Qué te hicieron en Mar del Plata? ¿No te das cuenta
que estás hablando como esas pitucas idiotas?—le decía
José María interpretándome—. Ya te vamos a quitar ese
tonito. Vas a ver esta tarde.
Permanecíamos inmóviles detrás de la baranda del
parloir. Sólo ella podía vernos. No así mi abuelo, que nos
daba la espalda. A veces, tenía que suspenderse la sesión
hasta el día siguiente porque Mariana se echaba a llorar
«sin motivo», decían.
Mientras Julieta engordaba cada día más y sus facciones
reproducían las de mi abuelo, y nosotros crecíamos
retraídos, huraños e indecisos en nuestros gestos, Mariana
parecía embellecerse por las noches. La belleza de Mariana
había conseguido despertar en Braceritas extrañas
ambiciones. Cada día que pasaba adivinaba en la mirada de
mi abuelo, en los ojos de los sirvientes y de Guastavíno, la
admiración y la sorpresa. Pero todo esto culminó una
mañana mientras almorzábamos: entró de pronto Felicitas y
nos arrojó la revista Plus Ultra sobre la mesa.
—Miren ustedes a la «señorita». ¿Quién la va a aguantar
ahora?
Le arranqué de las manos la revista y pude ver,
entonces, a Mariana, como la había imaginado una vez: en
la playa, rodeada por unos chiquilines imberbes; con su
cabello dorado que le producía una aureola en el rostro y
con un traje de baño que, en esa época, me pareció
terriblemente impúdico.
José María adivinó mi profunda rabia y dolor. Desde ese
momento tuve en él un cómplice fiel para herirla y azuzarla
en todo momento. Esa noche, mi abuelo —no siempre
comía con nosotros— resplandecía de satisfacción. Se sentó
a la mesa y, acariciando la cabeza de Mariana, dijo:
—Estás preciosa en esa fotografía... ¿Cómo se llama esa
revista de maricas?
Me reí con todas mis fuerzas; José María, para no
abandonarme dijo:
—Me daría vergüenza salir retratado con esa gente.
—No les hagas, caso; la envidia los hace hablar. Haré
colgar tu retrato en mi escritorio... —la consoló mi abuelo,
sin mirarnos.
Sus palabras terminaron de enardecerme. Pensé, con
espanto, que el escritorio de Braceritas era el lugar donde
desfilaban todos los hombres de su partido.
Dejé de comer. Mariana, soberbia y agradecida, le sonrió
tiernamente. Y mirándome de reojo, dijo, refiriéndose a la
fotografía de la revista:
—¿Te parece que soy la más bonita del grupo?
—La más bonita —afirmó Braceritas—. Mañana saldré
con Mercedes. Quiero que vayas al mejor colegio de la
República. Esos, donde las monjas te enseñan a bailar, ¿me
entendés? Esos como los de Europa, donde dicen que
fueron los hermanos de tu padre.
Creí adivinar en Mariana una mirada de zozobra dirigida
a mí y a Julieta.
Braceritas, adivinándolo, continuó:
—La gorda —dijo refiriéndose a Julieta— y los muchachos
se quedan conmigo. Ya no tienen arreglo.
Y, sin decir más, se levantó de la mesa.
Nos quedamos solos. Mariana no se atrevía a levantar la
mirada del mantel.
José María habló así:
—Miren ustedes a la señorita Mariana Arteaga Braceras.
Vení, «che», vamos a bailar el Lamberth Walk. ¡Ay, cuidado,
que se me va a ensuciar la camisa! Don-nez moi la
serviette!, «che». ¿Y dónde te van a mandar? ¿Nos vas a
pasar algunas de tus amiguitas? Así las presentamos a las
Padilla...
Yo me reía a todo pulmón. Mariana, con los ojos bajos
prefería, pienso hoy, escucharnos a tener que levantarse de
la mesa.
Julieta, en venganza, nos alcanzó la revista y José María,
preguntó:
—¿Hay algún hombre entre éstos? ¿Quién es la
mademoiselle que está a su lado?
Yo, lo único que hacía era reírme y arrojarle migas de pan
al cabello. Julieta se sentó a su lado.
—Lo que pasa es que están furiosos porque tienen que
quedarse en Avellaneda —la defendió tiernamente.
—¿Crees que queremos ser p... como éstos? Además,
estar encerrada en un colegio... Ya sabes: deciles a tus
amiguitas, si vas al Michel Ham, que si quieren «buenos
servicios», tenés unos primos muy dispuestos y
distinguidos.
Mariana levantó los ojos para enfrentarse con los míos;
descubrí la misma mirada de piedad y ternura que me
mantuvo vivo todos esos años.
Esa noche busqué a Guastavino desesperadamente por
toda la ciudad. Me fui hasta la casa de la francesa. Me
recibió medio dormida; Guastavino había ido en comisión a
la capital.
Terminé esta vez en «El gallinero».
—«Muy flojos. No aguantaron nada» —me dijo el portero,
reconociéndome—«Nos quedamos sin gallos. Cerramos
temprano esta noche».
Me crucé enfrente y, con los pesos que nos ponía
Felicitas por las mañanas —por orden de Braceritas— hice
cien. Jugaba indiferente, deseando perder. Me martillaba
aquello de «afortunado en el juego, desgraciado en el
amor». Y creo que fue esa vez la primera que asocié la
palabra amor al nombre de Mariana.
CAPÍTULO IX
I
El carnaval venia atrasado este año. El mes de marzo
padece, a veces, de todas las premoniciones del otoño, y se
despide del verano con ardientes calores.
Y esta vez se auguraban calores muy intensos que
permitían jugar con agua y pomos de éter hasta altas horas
de la noche.
Braceritas había dado carta blanca. Los negocios de la
Avenida Mitre deberían contribuir con fuertes sumas a su
embellecimiento e iluminación; a los que no lo hicieran se
les quitaría su permiso municipal.
Para superar al de Buenos Aires, se autorizaba el uso de
máscaras, antifaces y caretas. Con la iniciación del corso,
comenzaba el período electoral para la elección de
senadores nacionales. Junto a los dioses de carnaval, estaba
el retrato del presidente Justo y el de Braceritas, iluminados
con guirnaldas de luces y fuegos artificiales. Las muchachas
y la fraülein iban todas las tardes a Buenos Aires para
probarse los disfraces.
Al amanecer de la víspera del lunes de carnaval, José
María, desde el alféizar de la ventana, gritó:
—Mira el primer disfrazado; viene con Felicitas...
Se asomaron a la ventana y los dos vieron llegar a
Gonzalo, con su sotana de seminarista y una boina vasca en
su cabeza, cargado de valijas y paquetes. Corrieron
escaleras abajo y con una gran reverencia le facilitaron el
paso.
Adolfo y José María permanecieron desconcertados unos
instantes. Gonzalo, con el rostro cubierto por una mancha
rojiza que le abarcaba la frente, las orejas y las mejillas, les
sonreía sin temor. Como si no le importara en absoluto lo
que estaba por venir. Se levantó la sotana hasta la rodilla y
les enseñó los zapatos de hombre, abotonados hasta los
tobillos.
Adolfo fue el primero en agredirlo:
—¡Te viniste disfrazado para el corso...!
—Me dieron vacaciones por unos días. Los análisis... —
contestó sin inmutarse.
—¿Por qué no te viniste vestido como la gente? —
interrumpió Adolfo.
—¿Para qué...? Si la tengo que llevar toda la vida.
—Para entrar a lo de la Parda... ¿tampoco te la vas a
sacar?
Felicitas levantó el paraguas en el aire y amenazante,
agregó:
—Caminen arriba, hijos del diablo... Si no es por él, que
se lo damos a Dios, no sé quién los va a salvar...
Las muchachas, avisadas por los gritos de Felicitas, se
asomaron al pie de la escalera y, sin poder contener la risa,
se arrojaron en sus brazos. Gonzalo, feliz de ese
recibimiento, les enseñó a ellas también sus zapatos.
Adolfo, mirando desafiante a Mariana, dijo:
—¿Por qué no se confiesan con él? ¿No es cierto que ya
podés confesar? A lo mejor este verano te llevan a bañar a
Alma Muerta.
La aparición de Braceritas —también llamado por los
gritos y las risas— en el marco de la puerta de su escritorio,
fue suficiente para que todos guardaran silencio.
—Arenga..., pase. ¿Es que no me va a saludar, ahora? —
ordenó a Gonzalo:
El, con una extraña expresión en el rostro, donde la
soberbia, el orgullo y la piedad se entremezclaban, siguió a
Braceritas.
Se sentó en una mecedora de esterilla, detrás de su
escritorio:
—¿Estás contento...? —interrogó Braceritas después de
un silencio.
—Sí, señor.
—Yo quiero que estés contento.
—Lo estoy.
—Y a aquellos, a los muchachos, no les hagas caso. Se
reirán al principio, después te buscarán.
Gonzalo bajó los ojos.
—Me alegra que eligieras esto y no militar. Es más
seguro, ¿sabes? Además, a madrugar se acostumbra
cualquiera. Nada mejor que una siestita. Todos los curas
duermen su siestita. ¿Hasta cuándo te quedas?
—Hasta que me hagan el informe médico.
—¿Qué informe?
—Tengo que saber si estoy bien. No todos pueden ser
curas.
—¡Bah! Eso lo arreglo yo. No te preocupes. Después de
todo, a nadie le hace mal un buen ayuno de vez en cuando.
—Me mareo al levantarme.
—Ya te vas a acostumbrar. No conozco ningún fraile que
haya muerto antes de los setenta. Además, te voy a dar,
cuando te recibas, la parroquia de Los Plátanos. Toma, para
que te despidas de los carnavales —sacó cien pesos de su
billetera y sonriendo con los ojos, agregó—: No te la gastes
en mujeres.
Su risa terminaba en la comisura de sus labios, mientras
el resto de la cara permanecía pétreo, inmóvil.
Gonzalo sintió un escalofrío. Bajó los ojos y tímidamente
salió del cuarto. La risa de Braceritas lo había ofendido más
que cualquier insolencia de los muchachos. Se dirigió a la
cocina. Mariana le interceptó el paso a la entrada del
comedor:
—¿Qué te dijo Braceritas?
—Nada; me regaló cien pesos.
—¿Sabes una cosa? A mí me van a mandar al mejor
colegio de Buenos Aires.
Gonzalo le echó una mirada recelosa, observando su
cambio.
—Estás más alta que yo —dijo siguiendo de largo.
Pero Mariana no desistió de sus propósitos y agregó:
—¿No te aburrís allí...?
—Yo nunca me aburro...
Mariana esbozó la pregunta clave:
—Y... ¿tiene algún teatro el seminario?
Los ojos de Gonzalo se iluminaron. Se remangó la sotana
y sentándose en cuclillas en el suelo, frente a la escalinata
que bajaba al jardín presentó a Mariana sus próximos
meses.
—Tienen un salón de actos maravilloso. Representaron
ya La Pasión, La multiplicación de los panes y varios coches,
quiero decir autos sacramentales —dijo, riéndose de su
propia equivocación—. Me dijo el Padre principal que yo
haré el papel de Jesucristo.
—Gonzalo —interrogó Mariana después de un largo
silencio—. ¿Nunca, nunca vas a besar a una mujer...?
—No lo sé; quizá tendría que estar muy enamorado para
sentir deseos de besarla.
—Claro —terminó Mariana—, vos no besarás por besar,
como los muchachos a las Padilla: así porque sí.
—Si fuera solamente eso...
Los dos guardaron silencio, como si un abismo
insondable, oscuro y terrible se hubiera abierto de pronto
ante ellos.
—Te corro una carrera hasta el invernadero —dijo
Gonzalo para arrancarla de sus pensamientos.
Sólo Adolfo había presenciado, detrás del cortinado de
terciopelo rojo del comedor, el breve encuentro de la
escalinata.
Al día siguiente, pocas horas antes de iniciarse el corso,
fraülein Elise abrió la caja de los disfraces.
—Equilibristas, ecuyéres. ¿No les gusta, no dicen nada?
—interpeló a los muchachos.
Una malla de hilos de plata que se ajustaba al cuerpo y
una especie de pollera de tul negro constituían el insólito
disfraz de Mariana.
—Y esto es para los varones —dijo mostrando un
«rancho» de paja y unos sacos con rayas rojas y negras. —
Bailarines de chárleston... Eso es..., bailarines..
Adolfo, sin mirarla, ofendido, insultó;
—Que se lo ponga su abuela. Yo no me visto con eso.
Mariana parecerá un esqueleto y Julieta un barril.
—Pero, ¿por qué? Todos tus primos salieron disfrazados
de esto.
—Al diablo con esos maricas.
—¡Cuándo aprenderán a expresarse! O, por lo menos, si
lo hubieran dicho en alemán...
—Son tan niños... —dijo Mariana a Julieta, sin mirarlos.
Adolfo, dando un portazo, salió del cuarto.
Hacía días que no veía a Guastavino. No había regresado
de la Capital aún. Se sentía solo, terriblemente solo.
Pensaba con odio que su hermano José María pasaría la
tarde haciendo payasadas delante de las muchachas;
admirando los disfraces que les había elegido la alemana.
Intuía que su abuelo necesitaba —por alguna imprecisa
razón— que ellos participaran del desfile. La conciencia de
esa necesidad lo envanecía.
II
Pero cuando vi a Mariana bajar la escalera con su malla
de hilos de plata pegada a la carne, que delataba las formas
nacientes del pecho y las nalgas, sentí la imperiosa
necesidad de unirme a ellos.
Era una extraña comparsa. Julieta parecía la mujer más
gorda del mundo; José María, su bastonero. La fraülein
llevaba puesta una nariz de yeso que equilibraba sus
facciones y sus largas orejas. Gonzalo, feliz con su sotana,
como si él también estuviera disfrazado.
Al salir, para vengarme de mi abuelo, insinué la
conveniencia de llevar antifaz. No pensé entonces que la
chapa del automóvil nos delataría.
José María y Julieta se sentaron sobre la capota del Issota
Fraschini. Mariana y yo, quedamos junto al chofer. Una gran
felicidad me invadió de pronto. De alguna manera
quedábamos separados del resto de la comparsa.
Pensé, en ese momento, que era ella quien había
buscado estar a mi lado. Y por primera vez le ofrecí un
caramelo que llevaba en el bolsillo. Ella, sorprendida, me
dijo:
—¿No se me despintarán los labios?
—Y... total, ¿quién te conoce con el antifaz?
—Es cierto —y se lo colocó entre los labios
graciosamente.
Yo adopté un aire indiferente, pero mi corazón había
comenzado a latir con tanta fuerza que temía que ella
pudiera escucharlo.
Penetramos en un corso de máscaras monstruosas, de
comparsas soeces y de gente borracha. Grandes depósitos
de vino y naranjada habían sido instalados en las esquinas;
los fuegos artificiales y los petardos enrarecían el aire,
convertido en un hálito infernal. Sentí un extraño
estremecimiento en el cuerpo de Mariana.
—Tengo miedo; mejor nos volvemos —rogó.
—Será mejor —dijo el chofer—. Es peligroso.
No pudimos avanzar más. Una avalancha se precipitó
sobre el coche para arrojarnos, en señal de afecto, papel
picado, agua con éter y serpentinas.
Nada me importaba ya. Bendije esa manifestación de
afecto: Mariana, espantada, se había refugiado acercándose
aún más a mí. Con la cabeza oculta detrás de mi hombro,
temblaba con infantil estremecimiento.
La rodeé con mis brazos y, con voz de hombre, que no
era todavía la mía, insulté, sin mucha convicción, a los que
se nos acercaban.
Hubiera deseado que todos los seres de la tierra se
citaran para arrojarnos papel picado. . No podré olvidar,
durante muchos años, su miedo y su temblor. Imaginé sus
pesadillas, su espanto por las noches y me sentí hombre;
más hombre que en la necesaria experiencia de la carne o
de los amores solitarios o del placer compartido. Por
primera vez pensé que una mujer me pertenecía.
Julieta y la alemana respondían con risas procaces a las
bromas de las mascaritas; Gonzalo, oculto detrás de su
antifaz —como un miembro del Ku-Klux-Klan— reía feliz
perdonando los ataques, a veces demasiado violentos; José
María nos había abandonado por seguir a una comparsa de
mujeres.
Mariana permanecía temblando a mi lado. Su frente en
mi barbilla, su cabello cosquilleando mis mejillas, el olor a
éter y a perfume barato me transportó a un mundo cuyo
recuerdo me estremece todavía.
—¡Viva Avellaneda! ¡Viva el intendente Braceras!
¡Braceritas! —gritaban detrás de las máscaras.
Las palabras desaparecen de nuestros labios cuando más
las necesitamos. Porque las cosas quizá hubieran sido
distintas en esos años, si esa noche yo le hubiera dicho
solamente:
—No tengas miedo, Mariana; estoy a tu lado.
Pero mi respuesta a su ternura fue el silencio. Ella, de vez
en cuando, levantaba el antifaz para mirar si todavía
quedaba mucho trecho por recorrer. Sin embargo, yo sabía
que ella tampoco deseaba que pasara ese instante. En una
esquina creí descubrir a la francesa de Guastavino y bendije
el antifaz que me ocultaba. Me preguntaba si ella, Mariana,
era consciente de que su cuerpo estaba pegado al mío, de
que sus cabellos me rozaban la cara y de que mi brazo la
protegía como un ala. Estaba, sí, en mi regazo, sobre mi
pecho, como jamás creí que llegaría a tenerla.
Ella, ausente del pasado, ausente de la noche en que la
había castigado brutalmente, olvidaba de que la hubiera
visto desnuda en el atajo de Alma Muerta, se protegía
contra mí de la humanidad entera, de las máscaras
diabólicas y de esa otra imagen que en cada esquina nos
aguardaba: Braceritas.
Y comprendí entonces que la campaña electoral había
comenzado.
Teníamos orden de detenernos ante el palco oficial,
frente al Concejo Deliberante. Pero la policía nos obligó a
bajar en el lugar más inmediato, a media cuadra apenas de
nuestra casa.
Mariana se aferró a mi brazo y volvimos a perdernos,
pienso hoy, voluntariamente, entre la multitud. Iniciamos un
largo viaje: caminamos abrazados, sin hablar, sin
reconocernos; impulsados por una fuerza poderosa, como si
los dos supiéramos que estábamos definitivamente ligados
con ataduras. Rencor y odio se habían dormido ante esa
tentación de la adolescencia de escuchar misteriosas
premoniciones. Íbamos y veníamos por el corso, dejándonos
arrastrar como huecas máscaras deshabitadas. Seguíamos
las comparsas, los cantos y candombes. De vez en cuando,
el rostro de Braceritas, iluminado por guirnaldas de luces,
nos sobresaltaba. Pero todo había quedado atrás: Gonzalo,
José María, Julieta, la fraülein. Su cuerpo seguía junto al mío;
no podía pensarla ya fuera de mí.
En las esquinas, ofrecían gratis botellas de vino. Pero
olvidados del hambre y la sed, recorrimos la Avenida Mitre
varias veces, de arriba abajo. Cuando desaparecieron las
comparsas y los borrachos caían por las veredas,
comenzamos a volver sobre nuestros pasos.
Habíamos llegado. Tomados de la mano, nos enfrentamos
de pronto con la puerta de la casa de Braceras, defendida
por los leones de mármol. También era nuestra casa. Detrás
de mi ventana, José María esperaba. Los gritos histéricos de
la fraülein nos hicieron pensar que habíamos estado
perdidos.
III
Adolfo se sirvió el café sin levantar la vista; esperó, a la
mañana siguiente, ver aparecer a Mariana en la galería, por
el ala derecha del jardín. No había dormido en esas horas
que los separaban. Esperaba volver a verla con la ansiedad
del primer encuentro. Aunque tuviera que guardar silencio
el resto de sus días, sólo necesitaba saberla a su lado. Lo
primero que vio fue una blanca pollera de organdí, unas
sandalias doradas y una vara de ámbar en la mano.
Los ojos de Mariana estaban bordeados por el mismo
trasnoche de ojeras.
—¿Me dejas desayunarme aquí, con vos? Todos duermen;
yo no he dormido nada.
Adolfo, temblándole la voz, sin saber por qué,
respondiendo a una extraña exigencia de ser hombre,
respondió:
—Yo dormí; ¿por qué no iba a dormir?
Arrepentido de inmediato, apenas pronunció esas
palabras, le acercó una porción de torta. Pero ya era
demasiado tarde para volver atrás, Mariana le dio la espalda
y comenzó a hacer círculos en el suelo con la vara de
ámbar.
Adolfo respiró profundamente el perfume de los jazmines
del jardín para recuperarse.
Y en el preciso instante en que iba a pedirle disculpas y a
decirle que había esperado con los ojos abiertos el instante
de encontrarla, que había estado atento al más leve
movimiento en su cuarto durante esas dos horas, que no
sabía si lo ocurrido era real o soñado, apareció Guastavino
por la puerta del hall.
Mariana palideció como si esa entrada significara un
anuncio terrible; como si hubiera sido herida por un aletazo
viscoso, y entró en la casa corriendo.
Adolfo permaneció rígido en su asiento, sintió que el
mundo de la soledad y el vacío se abrían nuevamente, para
él.
—¿Qué pasa? Ni que hubieras visto un fantasma —dijo
Guastavino. Sentándose en una silla, a horcajadas, continuó
—: Se vienen las elecciones. Todo está en nuestras manos.
Mañana comenzamos. Ya verás cómo los de allá —dijo
refiriéndose a Buenos Aires— nos van a deber la
gobernación. Son todos unos maricas, como tus primos.
¿Sabés una cosa? Me hubiera gustado llevarte conmigo de
recorrida.
Pero Adolfo no escuchaba. Temió por un momento caer
desmayado. Guastavino inquirió:
—¿Y Braceritas? ¿No se ha levantado? Es muy temprano
todavía. Esta noche hay una partida en el comité de Pavón;
vos te venís conmigo.
Y sin esperar respuesta, entró en la casa.
Adolfo terminó su café y también, para hacer tiempo, la
torta de chocolate.
Las cosas comenzaron a alejarse de su lado. Y sólo deseó
mantener sus fuerzas para poder llegar hasta su cuarto.
Al entrar en la casa, escuchó la voz de Guastavino que
decía:
—La gobernación es nuestra, lo quieran o no.
Adolfo subió las escaleras con dificultad. Y en vez de
entrar en el cuarto de Mariana, se dirigió al suyo. Había
mucho que hacer hasta las elecciones, pensó, y Guastavino
no lo había abandonado.
CAPÍTULO X
I
Durante cuatro días prosiguió el carnaval: los corsos, las
borracheras, las batallas con agua en las calles, desde las
azoteas y zaguanes.
Por orden de Braceritas se bajó el precio de las bebidas
alcohólicas. La ciudad, durante el día, dormía una larga
siesta interrumpida a veces por los gritos de las mujeres
bañadas con baldes de agua y mangueras escondidas
detrás de las celosías y los zaguanes. Hasta las prostitutas
de la Isla libraban infantiles batallas; el calor era tan
sofocante, que se aceptaba como una bendición el agua
fresca y la ropa mojada ajustándose a la carne.
Durante tres días la ciudad cayó en un extraño sopor. Un
vaho denso se levantaba del asfalto regado. En la Avenida
Mitre el papel picado y las serpentinas se amontonaban en
los lados de la calle, formando montañas que los chicos
escalaban.
Adolfo caminaba en silencio al lado de Guastavino.
—¡Qué día! Va a haber más de un insolado. Que no se les
ocurra darnos sandías y vino. ¿Nunca fuiste a un almuerzo
del comité? Ahora vas a saber lo que es bueno.
Adolfo creyó adivinar que palpaba un objeto en el bolsillo
para cerciorarse de su presencia.
En los fondos del comité de la calle Pavón, en el mismo
lugar donde habían velado al radical, habían instalado las
parrillas. Aunque era demasiado temprano, las vísceras de
carnero con su piel y su cuero ardían en las brasas. El olor a
pelo quemado se confundía con el aroma de los azahares.
Una larga mesa rodeaba el parque. En medio había un barril
de aguardiente. En el interior del comité Adolfo adivinó la
presencia de Felicitas en las cocinas. Guastavino; molesto
por haber llegado demasiado temprano, se perdió en las
«oficinas», como él llamaba a las dependencias del comité.
Cerca del mediodía el parque fue poblándose de hombres
silenciosos, en camisa y chaleco, el saco en el brazo, con
«ranchos» de paja. Algunos de ellos lo reemplazaban por un
pañuelo blanco, anudado en las cuatro puntas.
Después llegaron los de Buenos Aires.
Entonces Guastavino salió para recibirlos. Adolfo lo
observaba fascinado: quizá ese fue el único instante en que
logró olvidar el rostro de Mariana.
Cada día que pasaba sentía crecer un extraño
sentimiento hacia Guastavino: se mezclaban en él la
admiración, la ternura y la piedad. Conspiraba contra su
afecto —para defenderse de algo muy profundo que sentía
aumentar en él— la noche del simulacro de fusilamiento,
pero ni ese hecho era suficiente para que Guastavino le
inspirara desprecio; como si de alguna manera ellos dos
fueran víctimas de circunstancias imprecisables. Debían
responder a una estructura de guapos, si querían ser
hombres de partido. La piedad, la cobardía y la misericordia
no entraban en sus planes, pensaba Adolfo. Si él quería ser
un político, debía imitarle; su piedad por él nacía porque
pensaba que costaba demasiado, a veces, ser hombre. Y
más aún, hombre y político.
No le sucedía así a su abuelo. Él estaba junto a los
demás, con la misma, idéntica sonrisa, para todos los
acontecimientos. Sólo él le había visto una vez tambalearse,
empuñando un cinturón de cuero para castigar a un
muchacho.
Los hombres se acercaban al cuadrilátero de la taba. El
hueso saltaba en el aire y a la voz de «c... y suerte» que
pronunciaba una sola voz, los cuerpos se inclinaban como
en una danza, para recoger las apuestas. Felicitas apareció
con una gran bandeja de empanadas, sonreía, feliz y procaz,
a los correligionarios de Braceritas. Al descubrir a Adolfo,
palideció.
—¿Qué haces por acá? Este no es lugar para vos...
Se le despertó de pronto un extraño sentimiento de
defensa por el muchacho, y durante todo el almuerzo no le
quitó los ojos de encima. Allí estaba, sirviendo empanadas
—el ama de todas las llaves de todas las puertas y
escondrijos de «La Enamorada»—, cumpliendo con el
extraño rito que la obligaba, en cada inauguración de
período electoral, a obsequiar a Braceritas con sus famosas
empanadas. Braceritas apareció de improviso en el parque;
vestía traje blanco y chaleco oscuro. Su rostro de piel oscura
ocultaba, aún más, sus pequeños ojos hundidos.
Su entrada no significó una excesiva manifestación de
afecto. Sólo los de Buenos Aires se acercaron a recibirlo; él
se ubicó en la cabecera de la mesa.
Las botellas de vino desaparecían de la mesa y eran
inmediatamente reemplazadas por ginebra. Los peones de
«La Enamorada» servían el asado con cuero, las entrañas y
las achuras. En mitad del almuerzo, llegó una orquesta de
ciegos: dos bandoneones, con una guitarra y un cantor. Los
tangos de Bardi se perdían entre las voces y los gritos que
comenzaban a crecer y que se hacían cada vez más
intensos, a medida que se vaciaban las botellas.
—¿Es cierto, Braceritas —le gritaban desde un extremo
de la mesa— que se la vamos a dar al alcahuete Medina;
ese juez de m...?
—¡Muera el chivudo De la Torre! ¡Viejo de m...! —dijo una
voz incoherente— ¡Viva el Partido Conservador Provincial de
Avellaneda!
Braceritas apenas respondía con una sonrisa.
Antes de que estuvieran todos demasiado borrachos, se
levantó un hombre pequeño —el escribano del partido— y
con una voz muy suave comenzó a leer su discurso: «Un
pueblo que no sabe votar, que no vota a quien se merece,
que se sepulte en la ciénaga de la imbecilidad». Bajo una
lluvia de panes, inmutable continuó:
«No están bien los medios innobles para obtener los
innobles fines, como dice Poincaré». Y recibió una nueva
descarga, intensificada con servilletas rellenas de miga de
pan.
Pero ante la agresión, cada vez más intensa, terminó
humildemente el escribano:
—Permítaseme unas estrofas del Martín Fierro.
Protagonistas: Braceritas... y ese hermano descastado,
desagradecido, infame, hijo renegado de noble estirpe, que
es el gobernador de la provincia...
Esto último pareció conmoverlos; guardaron silencio. Los
ciegos, con las uñas en la caja de la guitarra, marcaban el
pie de cada verso:
EL GOBERNADOR.
A mí el juez me tomó entre ojos
en la última votación.
Me le había hecho el remolón
y no me arrimé ese día,
y él dijo que yo servía
a los de la exposición.
BRACERITAS
Nunca juí gaucho dormido,
siempre pronto, siempre listo:
Yo soy un hombre ¡qué Cristo
que nada me ha acobardado
y siempre salí parado
en los trances que me he visto.
EL GOBERNADOR
Entro y salgo del peligro
sin que me espante el estrago;
no aflojo al primer amago,
ni jamás fui gaucho lerdo.
BRACERITAS
Yo le conozco sus mañas,
le conozco sus cucañas,
sé cómo hacen la partida;
la enriedan y la manejan;
deshaceré la madeja
aunque me cueste la vida.
EL GOBERNADOR
Pero amigo el Comandante
que mandaba la milicia,
como que no desperdicia,
se fue refalando a casa.
Yo le conocí en la traza
que el hombre traiba malicia.
BRACERITAS
El que gana su comida
bueno es que en silencio coma,
ansina vos, no por broma,
querás llamar la atención.
Nunca escapa el cimarrón
ni dispara por la loma.
A naides tengas envidia,
es muy triste el envidiar;
cuando veas a otro ganar
a estorbarlo no te metas...
Se quitó los impertinentes, que se sostenían por un hilo
de plata y, agobiado bajando la cabeza, terminó:
—He dicho.
Los ciegos comenzaron a cantar otro tango y las migas
de pan se volvieron hacia ellos.
—Anda a cantar a la Chacarita...
—Malagüeros... Pájaros de sombras... Macrau... —les
gritaban.
Uno de ellos empuñó en el aire su bastón blanco y
entonces intervino Guastavino.
—Están borrachos...
Pero el ciego, sin escuchar razones, seguía bastoneando
fantasmas en el aire, ante las carcajadas de Felicitas y la
sonrisa imperceptible de Braceras.
Adolfo se acercó a Guastavino y los acompañó hasta la
calle.
—Hay que darles «monte» —dijo sabiamente Guastavino.
..
Y en un instante se improvisaron las mesas.
Braceritas se levantó de su asiento seguido por los
correligionarios de Buenos Aires y llamó a Adolfo junto a él.
—Mi nieto —dijo presentándole—; de los nuestros. Lo he
criado yo. Ya le da por la política.
—Otro más para el partido.
—Otro y de ley —aseguró Guastavino acercándose.
A las tres de la tarde se retiró Braceritas. Al pasar al lado
de Guastavino, le dijo:
—A ese Urtubey hay que escarmentarlo... Después nos
quejamos de que andan hablando de más en la Capital.
A medida que avanzaba la tarde fue creciendo un coro
unísono de palabras soeces, olor a ginebra, vino negro,
azahares tardíos. La siesta se prolongó hasta la hora del
crepúsculo.
Adolfo temía regresar a su casa; si se enfrentaba con
Mariana perdería todo pudor y hombría y confesaría uno a
uno los acontecimientos desde aquella siesta de Alma
Muerta.
Guastavino lo arrancó de sus pensamientos:
—Te venís conmigo a Quilmes; te voy a presentar un
canalla.
II
Nos acompañaron el comisario Requena, el Payo Guevara
y De Lucía. Con excepción de Requena —a quien había visto
la noche de los pretendidos fusilamientos— no conocía a
ninguno de ellos, ni de nombre.
Se sentaron silenciosos en la parte de atrás del Ford: un
coche negro, pequeño, de capota descubierta. Requena me
saludó afectuosamente.
—La cara del abuelo —afirmó.
Después se olvidaron de mí.
Durante el viaje hasta Quilmes no hablaron una sola
palabra. Manejaba Guastavino. Para acortar camino,
tomaron por un atajo. Los buscahuellas encandilaban los
cuises y las liebres, que corrían a refugiarse en sus
madrigueras. No sabía adonde nos dirigíamos; sólo
recordaba que Guastavino había hablado de delación,
estupidez y canalla.
Cuando llegamos a la ciudad, apagaron los faros y, casi a
oscuras, haciendo funcionar apenas el motor, nos
detuvimos en un callejón, también de tierra. Requena
aseguró:
—Es aquí a la vuelta.
Me latía el corazón tan intensamente que temí me
delatara. Guastavino me había dicho: «Te voy a presentar un
canalla»; y eso era suficiente para mí.
Había perdido toda compasión por la víctima. No me
importaba ser victimario. Pienso hoy que ya se había hecho
carne en mí la idea de que para un canalla, un cobarde, o
un traidor, el único y posible destino era la muerte; me
parecía lógico y natural caminar al lado de esos cuatro
hombres, agazapados en la oscuridad, saltando alambrados
y gallineros.
La casa de Urtubey era de una sola planta; penetramos
en la cocina por la parte de atrás.
Guastavino, sin hablar, separó violentamente de su lado
a una mujer que le interceptó el paso. Ella no atinó a gritar.
Atravesamos un abigarrado comedor; la mesa ocupaba casi
todo el ambiente, lo mismo que los trinchantes y las sillas
renacimiento español.
En el dormitorio, en una ancha cama, rodeado por
frascos, remedios, imágenes, medallas y pequeños altares
estaba Urtubey. El fuerte olor a eucaliptos me hizo
lagrimear; pero pude observar, siguiendo la mirada de
Guastavino, un gran armario revuelto, como si otras manos
y otros hombres ya nos hubieran precedido. Urtubey buscó
sus anteojos; temblando dijo:
—No tuve más remedio; lo revolvieron todo. Tenía las
libretas aquí —dijo señalando el ropero—; me parecía el
lugar más seguro.
—¿Y quién le manda tener libretas de finados y
emigrantes? Esas libretas se queman. ¿No lo sabía usted?
¿No ha leído nunca la «honorable»? —terminó Guastavino,
refiriéndose a la Constitución.
—Pero yo creía...
—Bueno, nosotros aquí en Quilmes...
—Ustedes van a ir a parar muy lejos: al sur...; a invernar.
Lo mismo que en Santa Fe. Esas «pasaditas» ya están fuera
de moda. Eso de llevarse urnas de almohada y revivir
muertitos, no está bien.
De Lucía y el Payo Guevara, recostados en el vano de la
puerta, se mantenían en silencio.
—Y eso de las libretas por kilo —volvió a afirmar
Guastavino— estaba bien por el veinte. No dio resultado.
Estamos a un cuarto de siglo, ¿no le parece?
Urtubey, pensando quizá que era un diálogo donde se
debatían problemas electorales, se incorporó en la cama y
dijo:
—Y ustedes, ¿qué se vienen a hacer ahora los angelitos?
A ver si se vuelven volando. ¡Ustedes, nada menos que
ustedes! —y con gesto de orador comenzó a gritar:
—¡Los angelitos! Redobloneros, matones..., sirvientes de
ese hijo de p... de Braceras. Volando van a volver a Buenos
Aires o al otro mundo. No estoy solo; no, no. Piensan que
van a seguir mandando en toda la provincia. Piensan que
estoy solo... ¿Por qué no les toman cuenta a los Valenzuela?
¿Qué me dice ahora, Guastavino?
—No se agite, amigo —dijo Requena—. Resumiendo: no
nos ha gustado que en vísperas de elecciones un juez de la
Nación, Medina, encuentre así porque sí, setecientas libretas
en un armario de la provincia. Después de todo, somos
vecinos: Avellaneda pertenece a la provincia. A Braceritas
no le gusta que se ventile...
—Hijo de p... —respondió Urtubey ante la impasibilidad
de Guastavino—. Era un juez de la Nación; tuve que dejarlo
entrar.
—¿Ves? —dijo Guastavino, dirigiéndose a Requena—.
Ellos, los pobrecitos, nacieron ayer; claro, un juez. ¿No
sabes lo que es un juez? Un alcahuete. ¿Y a ésos los hacés
entrar a tu casa? No tenés vergüenza —siguió, tuteándolo.
Y como si ese tuteo hubiera significado una señal de
peligro, Urtubey se hundió en la cama.
Guastavino, retirándose, dijo:
—Y desde hoy, ya sabes. Ponele tranca a la puerta. No
vaya a ser que los finados vengan por sus libretas. Y ahora,
que tengás un buen sueño. ¡Qué te velen los Valenzuela!
El hombre se quitó los impertinentes.
Salimos del cuarto, seguidos por Requena y la mujer. Me
llamó la atención que De Lucía y Guevara no vinieran con
nosotros.
Dejamos la casa por la puerta principal.
Al doblar la esquina, escuché un grito angustioso.
Requena encendió un cigarrillo.
—¿Lo van a matar? —pregunté: y de inmediato me
arrepentí de mi pregunta.
—No; un manteo nada más, por imbécil —me respondió
Guastavino.
Respiré aliviado. Era eso lo que se merecía, esa masa
informe de camisa blanca y de mejillas caídas.
No sé qué extraña sensación de placer me inspiraba el
pensamiento de que hombres como él desaparecieran de la
tierra. Y fue un presentimiento oscuro, inexplicable.
—¿Y a los muchachos, los esperamos? —preguntó
Requena.
Pero cuando Guastavino le iba a contestar, un
movimiento de hojas y un relámpago de linterna nos hizo
apurar instintivamente el paso.
—Corre hasta el coche —me ordenó Guastavino sacando
el revólver del cinto.
Sentí un terror imprecisable que se localizó en las
rodillas. Corrí detrás de ellos; temí por un momento que me
abandonaran, tuve la certeza de que los que nos seguían
eran muchos más que nosotros. Pero Guastavino, como si
hubiera adivinado mis pensamientos, tomándome del brazo
me ayudó a correr hasta el coche. Requena saltó frente al
volante. Yo me tiré en la parte posterior y, en marcha atrás,
salimos del atajo.
—Toma por el pavimento —sugirió Guastavino.
Pero Requena se empeñó en volver por el mismo camino.
Guastavino sacó dos máuseres de debajo del asiento.
—Vos te echás para atrás; no levantes la cabeza para
nada —y recapacitando, preguntó—: ¿No sabes tirar?
—Con escopeta... pero no con máuser. —No importa; a lo
mejor no se atreven a seguirnos —dijo esperanzado.
No había terminado de hablar cuando vi reflejados dos
focos de luz en el espejo delantero.
—Son ellos...
—¿Quiénes? —interrogó Requena.
—Los Valenzuela...
—Hijos de...
—¿Y los muchachos? —preguntó Requena refiriéndose a
De Lucía y Guevara.
—Habrán disparado. Además, con quien se las quieren
ver es conmigo.
Una bala atravesó el vidrio de atrás y la escuché pasar
silbando sobre mi cabeza. Nunca tuve tantos deseos de
echarme a llorar. El nombre de José María acudió a mis
labios, unido a la fugaz visión de «La Enamorada», y pensé
con desesperación que jamás volvería a separarme de su
lado, si conseguía mantenerme vivo. Guastavino se asomó
por la ventanilla y apuntó con el máuser. Apenas disparó,
escuché el viraje estridente del coche de los Valenzuela,
acompañado de una nueva lluvia de balas. Después se hizo
silencio. Un silencio tan profundo que temí estar muerto.
Guastavino palmeándome la cabeza, afirmó feliz: —Les di
vuelta el coche.
—Pero una nueva ofensiva de balas, como si fueran las
últimas, nos hizo escondernos de nuevo.
Muy lentamente se fue deteniendo nuestro coche, como
si hubiera perdido aliento, como si el motor agonizara con
su conductor.
—Requena, Requena: dispara, me alcanzaron esos
malditos —exclamó entre dientes Guastavino.
Pero Requena no respondió. No podía responder.—Está
muerto —dije incorporándome, sin dudar en ningún,
instante.
Vi a Guastavino enderezarse, palpar el pecho de Requena
y.caer desfallecido en el asiento. No se me ocurrió pensar
que él también podía estar muerto. Perdí toda sensación de
miedo, y bajando del coche abrí la portezuela. Bajo la luz de
los faros, que seguían encendidos, arrastré a Guastavino
hasta la mitad del camino. Ni siquiera me molesté en
averiguar si Requena estaba irremediablemente muerto.
Creo que el ruido del motor me lo había señalado. Mientras
lo arrastraba, Guastavino volvió en sí y tocándome el pecho
dijo:
—Aquí, aquí.
Le abrí el chaleco bañado en sangre y refregándole el
abdomen como un vidrio empañado, puede ver la bala
detenida apenas por una costilla. Sin embargo comprendí
que, a medida que respiraba, la bala penetraba cada vez
más hondo. Y con esa conciencia de vacío que tenemos de
nuestras entrañas cuando somos niños, le dije desesperado:
—Ya la veo; pero se está queriendo ir para adentro.
Y él, como si adivinara mis pensamientos, con el mismo
conocimiento que yo de su interior, secándose la frente,
dijo:
—Arráncala, arráncala, por favor..., que me la trago.
Comencé a manipular, pero fue inútil.
La bala desaparecía bañada en sangre retenida cada vez
más por los huesos de las costillas. Pensé que con una
tenaza y un destornillador podría hacer saltarla bala. No
intenté buscar auxilio. Las luces de Buenos Aires, a la
distancia, me parecían puro espejismo. Además, debo
confesar que en ese momento sentía una enorme
satisfacción de saberme imprescindible y único frente a
Guastavino.
Busqué una llave inglesa, y ante lo dislocado de mi idea
me decidí por un destornillador. Cuando regresé a su lado,
se había desmayado nuevamente. Entonces manipulé sobre
su pecho como si se tratara de una mesa de carpintería. En
un último esfuerzo, cuando vi que la bala se hundía cada
vez más, limpié la sangre y con los dientes le arranqué la
bala del pecho. Guastavino se despertó con un grito y al
verme con la cara ensangrentada y la bala entre los dientes,
me tomó una mano y la acercó a su mejilla. Yo la retiré de
inmediato. Sin perder un instante abrí el motor del coche,
me quité el saco y empapé mi camisa con nafta; con una
seguridad pasmosa limpié profundamente el pecho y la
herida, que había dejado de sangrar.
—Tómala—le dije dándole la bala—; para que la guardes
de recuerdo.
—Para que la devuelva, dirás —me corrigió.
Se incorporó como pudo.
—Me porté como un marica; mira que desmayarme. No
puedo ver sangre, ¿sabes...? ¿Y Requena? ¿Estás seguro de
que está muerto?
—Seguro —respondí.
No tuve necesidad de comprobarlo. Guastavino le cerró
los ojos y su cabeza se inclinó nuevamente sobre el volante.
Entonces pensé en buscar auxilio.
Con Guastavino apoyado en mi brazo me encaminé
lentamente hacia una luz que se veía a distancia.
Cuando salimos de la parte del camino que iluminaban
los faroles del coche, me dijo:
—De chico le tenía miedo a la oscuridad.
—Y yo de chico y de grande.
Caminamos en silencio. Un carro lechero nos recogió a la
madrugada y nos llevó hasta la casa de la francesa.
—No hay que dar parte hasta hablar con Braceritas—me
dijo.
Y si no hubiera pronunciado esas palabras, me hubiera
sentido muy feliz esa noche de fines de marzo.
CAPÍTULO XI
I
Mariana pensó que era inútil despertar a Julieta, que
dormía boca abajo con un sueño profundo y angustiado.
Un extraño presentimiento le impedía dormir a Mariana.
Finalmente, entró en la biblioteca.
—¿Que hacés despierta a estas horas? —le preguntó José
María, oculto por el respaldo de un sillón.
—No podía dormir...; el calor.
—Yo tampoco.
El diálogo entre ellos se reducía aun simple cambio de
palabras agresivas, hirientes, mordaces o indescifrables;
pero esa noche algo los unía, más allá de todo rencor.
—¿Qué lees?
—El capitán Jim.
Guardaron silencio.
José María fue el primero que habló.
—¿Y Adolfo?
—No lo vi en todo el día.
—Salió, dicen, esta mañana con Guastavino. .
—¡Ah!
—Felicitas los vio en el almuerzo del comité.
—Ahora le ha dado por la política —afirmó sabiamente
Mariana, echándose para atrás el cabello.
Volvieron a permanecer en silencio.
—Te juego un Estanciero —se le ocurrió a Mariana.
José María, sabiendo de antemano que ninguno de los
dos dormiría esa noche, aceptó su idea. Dejaron la puerta
de la biblioteca abierta esperando ver entrar a Adolfo;
irremediablemente tendría que pasar frente a ellos.
Mariana, olvidando todo rencor por las agresiones que
había recibido los últimos días, sugirió:
—Si querés, más tarde tomamos chocolate. ¿Sabés una
cosa? Es la primera vez que me paso toda la noche
levantada.
José María no contestó; pero sintió profundos deseos de
decirle que la noche anterior, la del corso, no había dormido
esperándolos a ella y a Adolfo. Mariana, adivinando sus
pensamientos, cambió de conversación y dijo:
—Adolfo quiere hacerse el agrandado. Por eso anda entre
hombres; apenas es un año mayor que nosotros.
—¡Y a vos qué te importa! ¿Acaso nosotros nos metemos
con ustedes? ¡Mira quién habla! Nada menos que vos. Si
supieras lo horrible que te queda ese peinado. Pareces
disfrazada de mujer...
Mariana sintió deseos de llorar. Se hubiera echado a
llorar, no por las palabras de José María, sino por algo más
inexplicable; algo que desde el día del atajo de Alma Muerta
la poseía sin descanso.
El reloj anunció las cuatro de la mañana.
El silencio de la casa, la complicidad de estar despiertos
a esa hora de la noche, frente a frente, esperando a uno de
ellos, que no había llegado aún a acostarse, les hizo
comprender que la infancia había quedado muy atrás.
«Una sola vez, cuando estuve enferma de escarlatina,
escuché dar las cuatro en la Concepción», pensó Mariana y
le pareció que hacía siglos desde ese día.
—Jugá idiota. ¿En qué estás pensando?
—Que el año pasado estuve enferma de escarlatina.
—Jugá, pava.
Pero estas palabras fueron dichas con gran dulzura. José
María sentía que a partir de ese momento, Mariana, él y
Adolfo formaban un mundo aparte. Desde hacía varios días
era testigo del cambio de su hermano.
Su amistad con Guastavino le resultaba tan inexplicable
que ni siquiera se atrevía a pensarlo demasiado: sólo
deseaba en ese momento verlo aparecer en el marco de la
puerta.
Después de una hora larga llegó Adolfo con la camisa
desgarrada y la cara, el cabello, la frente, manchados de
sangre.
Mariana y José María permanecieron inmóviles en sus
asientos.
—¿Qué hacen levantados a estas horas? —interrogó,
comprendiendo al instante que lo estaban esperando. Una
honda satisfacción, inexplicable, le produjo ver a su
hermano junto a Mariana. Los dos lo esperaban. José María
sintió deseos de abofetearlo. Mariana, desesperada, se le
acercó para acariciarle las mejillas y comprobar que no
estaba herido.
Adolfo recordó que no se había lavado la cara. Los dos
esperaban una explicación pero él solo atinó a decir:
—Vámonos mañana a «La Enamorada». Estoy muy
cansado —y volviendo su cabeza como si ocultara sus
lágrimas, terminó inexplicablemente—: Casi matan a
Guastavino —y corrió escaleras arriba.
Mariana y José María lo siguieron, alarmados por esa
explicación a medias. Entraron en el cuarto. Mariana olvidó
que esa entrada le estaba vedada.
—Nada —continuó Adolfo ante el silencio indignado de
José María—; fuimos a lo de ese canalla de Urtubey... y
después los Valenzuela, que lo defienden... —pero se dio
cuenta de que era inútil. Tendría que comenzar muy por el
principio. Sintió que esos nombres y los posibles relatos
sonaban para su hermano y Mariana como un juego de
niños. Tendría que explicarles todo desde el primer día,
desde ese día que había estado agazapado detrás de los
arbustos de Alma Muerta, con las ortigas quemándole las
piernas y el sol ardiendo sobre su espalda.
Le producía una felicidad indescriptible ver a Mariana en
ese cuarto, después de todo lo que había pasado; sintió
deseos de decirles: «Ahora yo podría estar muerto; mañana,
cuando se hable de que murió el comisario Requena, bueno,
sepan que yo estaba a su lado; las balas silbaban encima de
mi cabeza; ahora, yo podría estar muerto».
Pero sólo dijo:
—Me salvé por casualidad.
José María, indignado por el esfuerzo que le exigía
comprenderlo, dijo:
—Es ese rufián de Guastavino quien te lleva de aquí para
allá...
Pero Adolfo, como si escuchara las palabras de un niño,
respondió:
—Bueno, bueno, mañana nos vamos a enterrar el
carnaval a «La Enamorada".
Les concedía el regalo de su presencia. Mariana lo aceptó
con un estremecimiento en todo el cuerpo. Adolfo, como si
lo hubiera adivinado, mirándola fijamente, dijo:
—Les aseguro que no voy a llevar ningún libro para leer
—y sintiéndose protector, agregó—: quiero descansar;
después tengo mucho que hacer y vos —ordenó a Mariana
—, a ver si convences a Braceritas para que no te mande
pupila. Después de todo, aunque sea el Michel Ham siempre
es terrible estar encerrada.
José María comprendió que estaba de más; el diálogo era
ahora entre ellos dos.
Mariana, ruborizándose, dijo:
—Yo tampoco quiero dejar a Julieta.
José María, indignado, replicó:
—¡A Julieta! ¡A Julieta! Dispara, porque me voy a
desnudar.
Mariana abandonó el cuarto. Adolfo se acostó sin dejar
de silbar. Cuando apagaron la luz, su hermano preguntó por
última vez:
—¿Adónde, te perdés?
—Cosas de la política. Ya te contaré alguna vez...
II
Presentí, cuando llegué a «La Enamorada», que eran mis
últimas vacaciones. El mismo Guastavino lo había sugerido:
—Yo me encierro en lo de la francesa; a vos no te vendrá
mal tampoco un descanso en «La Enamorada». Queda poco
tiempo para las elecciones. Algún día te hablaré de los
Valenzuela. ¡Bah!, no merecen un cuento, ni una historia de
policía; total, de ellos ni siquiera quedará un prontuario.
Después nos enteramos, en casa del médico, que los
Valenzuela andaban escondidos por Rosario. Braceritas
había ordenado por teléfono enterrar el asunto y anunciar a
los diarios que Requena había fallecido de un síncope.
«La Enamorada» significaba, para mí, unas cuantas
leguas de tierra para ganado de cría Aberdeen Angus y un
haras para caballos de carrera. «La Enamorada» significaba
para mí las convalecencias, las largas siestas mientras
esperaba que Felicitas terminara de dar vueltas a la manija
de la tina de hacer helados; la figura de José María tratando
de enlazar algún potro indomable o siguiendo a los reseros
y a la peonada. También significaba Mariana, atravesando la
galería como si acabara de salir de una estampa o de un
tapiz; una gran biblioteca de libros pornográficos: Pitigrilli,
Vargas Vila, junto a los de Dumas y Conrad; y sobre todas
las cosas, la figura de Braceritas, en la mecedora de la
galería, inmóvil, hierático como un ídolo.
Por las tardes, como los habitantes de antiguos pueblos,
se sentaba frente al poniente a la hora del crepúsculo para
ver el fin del día en el horizonte abierto, infinito, idéntico en
los cuatro puntos cardinales.
¿Qué pensaba en esas largas horas, con la mirada fija en
un solo punto de la pampa? ¿Qué respuesta trataba de
encontrar en la soledad de «La Enamorada», ese casco
francés, imitación exacta de un castillo del Loire?
Una vez le escuché decirle a Mariana una frase
incomprensible:
—«Si todos los argentinos desearan tener tierras para
poder viajar por ellas todo un día y una noche, la patria
pertenecería a unos pocos. Y, te aseguro, las cosas
marcharían mucho mejor...»
Nunca llegaba a deshilvanar la maraña de sus
pensamientos.
Los fines de semana los pasaba en «La Enamorada» y
jamás salía del casco. Los capataces le traían las cuentas de
gastos, que él miraba o analizaba displicente.
Una tarde lo vimos llegar junto al Gran Campeón que
había adquirido, en la Exposición Rural. Dio orden de
soltarlo, para que se mezclara indistintamente con cualquier
animal del ganado.
—Que sea padrillo o toro, ¿qué me importa? Me gusta
que mis vacas se diviertan con el Gran Campeón...
José María, indiferente al afecto de mi abuelo se entendía
con él, sin embargo, en el relato minucioso de la vida de «La
Enamorada». A veces lograba arrastrarlo hasta el haras
para ver el nacimiento de algún potrillo de raza. Esa parte
de la estancia yo apenas la conocía. No me interesaban los
animales y menos los caballos. Se decía que mi abuelo
nunca había pisado un hipódromo, pero los sábados y los
domingos seguía atentamente los resultados de las carreras
por el teléfono o la radio.
—Los míos van bien —decía, refiriéndose a sus caballos.
:.
Hasta el día del atajo de Alma Muerta, Braceras era para
mí una sombra que llegaba primero que su cuerpo.
Fantasmal en las fiebres; irreconocible todas las veces que
me abrazaba. Muy poco le importaba de nosotros; pero
quería tenernos cerca. Sobre todo, a Mariana.
Veía en ella la herencia de la belleza y la gracia de su
mujer y sus hijas, nuestras madres. Yo era para él un
desconocido. Mucho más desconocido que Gonzalo, a quien
trataba con cierto respeto, sin dejar de hacerle sentir todo
el tiempo que era hijo del misterio o de la casualidad
oprobiosa.
En La Enamorada debíamos pasar una semana, hasta el
entierro del carnaval. Me sentía feliz, muy feliz esa mañana;
me despertaron los ladridos de los perros. Avellaneda había
quedado a muchos kilómetros de distancia, caída en el
horizonte. Mariana, con ese olvido que caracteriza los
primeros años de la adolescencia, olvidada de todo agravio
y ofensa, olvidándose de mis improperios e insultos, que
apenas unos días antes había recibido, reía feliz y satisfecha
de sí misma.
Me había aceptado nuevamente, con esa confianza de
algunas mujeres que adivinan en el alma del hombre un
solo rostro: el de ellas. Sin vanidad, sin soberbia, se saben
predestinadas.
Mientras viajábamos, ella me sorprendió mirándole los
brazos desnudos. Y vi su rostro ensombrecerse y luego
renacer en él la luz y el encanto. Yo sentía su mirada
bajarme por la nuca y detenerse en el pecho. Sabía que ella
me consideraba mucho mayor que José María. Y llegué a
pensar que había adivinado mi deseo de ser un hombre
público. No me avergonzaba en esa época soñar con ser
mucho más que intendente de Avellaneda. Comencé a
interesarme en la Historia Argentina para averiguar cómo se
llegaba a ser presidente de la República. Y, cuando veía
sentado a Guastavino en las oficinas de la administración,
como llamaba a su comité, pensaba que por allí debía
comenzar.
No comprendía cómo José María podía pasarse las horas
en silencio sobre un caballo en «La Enamorada», avanzando
apenas, con el brazo derecho apoyado en el rebenque, con
la mirada fija en el horizonte. Nada me mostraba tanto la
soledad y el desamparo como ese campo fértil y no
obstante deshabitado en miles de kilómetros a la redonda.
Y, sin embargo, escuchaba a veces decir a los peones: «Este
es un campo r chico; nada comparado con los del sur». ¿Qué
es lo que trataba de descifrar José María en esos largos
paseos? A veces pensé que dormitaba mecido por el vaivén
de los pasos del caballo.
Gonzalo no se había quitado la sotana. No se la quitaba
nunca. Como si quisiera acostumbrarnos a esa imagen. Y
nos acostumbramos. No lo sé muy bien, pero nos cansamos
de dirigirle bromas procaces que él recibía sin inmutarse.
Mariana gozaba en su femineidad. Era la única mujer
entre nosotros cuatro.
—¿A qué viniste...? ¿A qué te metes con los varones? —
interrogó hiriente José María.
—Eso le dije yo —sentenció Felicitas—. Después se andan
quejando con Braceritas que ustedes dicen palabrotas
delante de ellas. ¿Qué quieres...? Ni que ustedes fueran
unas señoritas. Las muchachas son ellas. Mariana no se
defendió. Rocé su brazo para desvirtuar las palabras de
Felicitas, y José María refunfuñó:
—Total, éste —dijo refiriéndose a mí—, se va a sentar en
un sillón a leer. Sólo se aviva para visitar a las Padilla. ¿No
es cierto, Gonzalo?
Gonzalo, ante mi sorpresa, le devolvió una sonrisa de
complicidad.
—¿Querés venir vos también? —sugerí a Gonzalo para
vengarme—. Así tenés algo que recordar en el seminario. A
veces los sueños no bastan; por una despedida no te van a
condenar. Total, después te confesas.
Las cosas sucedieron como yo las había imaginado:
Gonzalo y José María, apenas llegamos, partieron para
Berisso a un remate, arreando ganado; no volverían hasta el
día siguiente:
—¿Por qué viniste? —preguntó Felicitas a Mariana—.
Siempre con los varones. Después andan llorando por ahí si
les pasa algo.
Un relato procaz, o una referencia al tránsito entre la
niñez y la adolescencia manifestaban su deseo recóndito de
que fueran vejadas por nosotros o por los peones. Por eso
las dejaba solas cuando no estaba la alemana y repetía
siempre delante de ellas:
—Las muy santitas... Y saben más que el diablo. Habrá
que ver cuando les toque; les va a gustar más que a
ninguna... ¡Hipócritas! Yo no soy niñera de nadie y menos de
esas idiotas. Que se cuiden solas si tanto les importa
conservarse sanitas.
«La Enamorada» se sumergió en un silencio fantasmal.
La mayor parte de los peones había partido para el remate y
las fiestas parroquiales de la ciudad de Dolores. Sólo, se
escuchaban esa tarde las chicharras y los grillos. El casco de
la estancia parecía un viejo castillo abandonado.
Comencé a planear minuto a minuto esos días de
soledad que nos correspondían, como una preciosa licencia
de soldados. Con Mariana sentía siempre la sensación de
que todo encantamiento podía quebrarse en un instante y
que, si ella callaba o dejaba de sonreír, me sentiría arrojado
nuevamente a las oscuras entrañas de un monstruo terrible
y sagrado.
Un viento helado arrasó a mediodía los pastizales. Las
puertas desentumecieron los cerrojos y comenzaron a
golpearse las ventanas del ala izquierda de la casa y eso fue
lo que me sugirió una inspección a esa parte deshabitada.
Mariana aceptó la idea, feliz. Presentí sus temores ante los
murciélagos y ratones; el solo pensamiento de conducirla de
la mano por los pasillos y escondrijos, me conmovía.
Antes de penetrar en la casa, le pregunté para asustarla:
—¿No encontraremos ningún muerto? Una vez
encontraron un esqueleto apuñalado. ¿Te imaginas? Nunca
se supo quién era, ni quién lo asesinó.
—No me gustan los muertos. Nadie muere del todo. Me
dan miedo. Yo pienso que quieren decirnos algo y han
olvidado cómo hablarnos —dijo, tomándose de mi brazo.
Subimos por una escalera de mármol hasta el Salón
Federal, como lo llamaba Felicitas. La casa había
pertenecido a la familia de mi abuela, las Aguirre.
Braceritas gozaba con recordarles a mis tías, únicas
sobrevivientes, su pasado.
—«Recen, recen por ese condenado mazorquero. De
tantas muertes, ni en el infierno lo habrán dejado entrar.
Estará con los jefes saltando en la parrilla, el pobre».
—¿Escuchás algo? —pregunté para asustarla. El fuerte
vendaval hacía temblar los postigos y las vigas de los
techos—: ¡Escuchá!
—Tengo miedo... ¿Qué es lo que tengo que escuchar?
—El Vals de las Ánimas, zonza.
—Si me asustas, me voy —dijo tomando mi mano y
apretándose junto a mí.
—Aquí bailaron su último vals los degollados —dije
haciéndola girar por el salón— ¿Escuchás?
—Escucho.
Y, como estaba decidido a seguir hasta el fondo, repetí la
historia mil veces escuchada desde niño.
—Cuando la batalla de Caseros, nuestro bisabuelo no
quiso que se dejara de festejar el cumpleaños de su hija
Merceditas..., nuestra tía abuela.
—No sigas...
—Y mientras bailaban el vals federal, llegaron los
unitarios y los degollaron a todos. Dicen que la orquesta
siguió y seguirá tocando todos los 27 de febrero. Y vuelven
siempre las ánimas a bailar aquí. Así, así. ¿Querés que
vengamos el próximo 27 de febrero para ver si es cierto?
—Bueno —dijo con las mejillas arrebatadas y más
tranquila, pensando que no era ese día y que faltaba todo
un año para que volviera a escucharse en el Salón Federal
el Vals de las Animas.
Seguimos avanzando. Las arañas estaban cubiertas con
mosquiteros en tul, batista y telas de araña.
Pensé con orgullo que pertenecíamos a una familia;
Mariana y yo, pertenecíamos a esa galería de retratos
amarillentos, habitantes silenciosos de esa casa
deshabitada con ropas colgadas en los roperos. Llegamos al
cuarto principal: habían nacido allí mi abuela y nuestras
madres. Sentí por primera vez piedad por nosotros dos,
hijos de la tragedia y el espanto; los dos arrojados a la
fatalidad de un mundo sin padres. No podía controlar el tono
de mi voz, que ya no era grave.
—Disfracémonos —invitó Mariana, como si quisiera
arrancarme de mis pensamientos.
Seguí a Mariana y los dos nos disfrazamos frente al
espejo e intentamos bailar una czarda sobre la cama. El
vendaval había pasado y la lluvia fina golpeaba los cristales.
Ella me convidó con una tableta de chocolate que siempre
guardaba en sus bolsillos.
Al atardecer, agotados y hambrientos, dejamos la casa y
bajo la lluvia nos dirigimos a secarnos junto al fogón de la
cocina.
Felicitas apareció para alimentarme con arroz con leche,
canela y dulce de frambuesa. No tuvo más remedio que
convidar a Mariana y se dedicó a secarme.
—Machona —dijo entre dientes, refiriéndose a ella; pero
no la escuchábamos.
Mariana aceptaba su odio irrevocable. Nos mirábamos a
los ojos asustados de nosotros mismos, embriagados por el
olor a tierra y hierba mojada; embriagados, por los
prematuros azahares y por el dulce de frambuesa también.
Yo me servía abundantemente en el plato para poder
pasarlo a Mariana sin que Felicitas se diera cuenta.
Hay tardes en el campo en que todo parece detenerse,
hasta el girar de la tierra. Esa tarde, la noche llegó de
improviso; encender las lámparas de gas fue todo un
acontecimiento; juntos lo hicimos para rozarnos las manos,
ver nuestras nucas bajo nuestros ojos y los brazos a la
altura de los labios.
El sueño vino después de escuchar algunos discos en la
biblioteca, mientras yo, desde el afelpado sillón de
Braceritas, la seguía con la mirada; seguía todos sus
movimientos; si me acercaba, temía arrancarla de un
mundo de encantamiento.
Se sentó a mi lado en el sofá, y acurrucándose, tratando
de esconder sus piernas, se adormeció sin atreverse a
apoyar su cabeza en mi hombro.
—Durmamos aquí, en este sofá; tengo miedo de dormir
sola esta noche y escuchar el Vals de las Ánimas.
—Es muy tarde —dije, sintiéndome muy hombre—. No
tengas miedo. Te llevaré a tu cuarto y dejaré abierta la
puerta del mío.
—Si escucho el Vals de las Animas, me voy a tu cuarto —
sugirió sin picardía.
—O yo me vengo al tuyo —terminé desarmado por su
inocencia.
La acompañé hasta su puerta. Le acaricié la cabeza.
—Llámame si tenés miedo —dije al despedirme.
El piso de mármol se ablandaba a mi paso. Me tiré
vestido en la cama y abrí los ventanales que daban a la
galería para aspirar, por primera vez, el olor a hierba
mojada, los grillos y el perfume de los jazmines de «La
Enamorada».
Lo primero que escuché fue un silbido. El rostro de Rosa
Padilla se presentó de improviso en el alféizar de la ventana,
como una bestezuela mojada y sucia. Sin que yo atinara a
hacer nada, saltó a mi cuarto y dijo:
—Vine a visitarte, estúpido. ¿Dónde te metiste todo este
tiempo?
Había crecido en esos meses. Esgrimía ahora la
agresividad como su mayor encanto. Sacándome la lengua,
preguntó:
—¿No me extrañaste nada, estúpido?
—Estás toda mojada. ¡Mira cómo has dejado el piso!
Y ante mis ojos atónitos comenzó a quitarse la ropa
hasta quedar en enagua. Una enagua de jersey sucia y
descolorida.
Recogí sus ropas, las retorcí fuera de la ventana y
cuando me volví hacia ella ya se había levantado la enagua
y me enseñaba los muslos. Después de escuchar la misma
risa de bestezuela, sin darme cuenta, me encontré rodando
con ella por el suelo.
El asco y la repulsión no me impidieron el deseo, como la
vez del gallinero.
La puerta se abrió de pronto, para dejar entrar a Mariana.
—¡Salí, salí! —grité desesperado. Y mi grito se continuó
en ella y lo escuché perderse y repetirse varias veces por
los pasillos.
Rosa Padilla desapareció por el mismo lugar que había
venido.
José María me encontró esa madrugada tirado en el
suelo. Habían regresado a causa de las lluvias.
—¿Qué te anda pasando de un tiempo a esta parte?
—Creo que tengo fiebre...
—Claro, si estás todo colorado... Me parece que tenés
sarampión. Nunca lo tuviste de chico —terminó
paternalmente.
José María había acertado.
Permanecí varios días en la cama, sin moverme. No me
atrevía a preguntar por Mariana. Pero por Felicitas supe qué
ella se había ido a Buenos Aires aquella misma mañana.
—Al colegio, para que le enseñen a ser mujercita —
aseguró Felicitas—. Mejor, así nos quedamos entre hombres
solos.
Gonzalo, José María y alguna que otra visita de Rosa
Padilla por las noches, me hicieron pasar la última y más
desolada enfermedad de mi adolescencia.
CAPÍTULO XII
I
Guastavino fue a buscarlo. Regresaron en silencio por el
camino de tierra. Pensó que la enfermedad había debilitado
al muchacho y todo el tiempo no dejaba de repetir:
—¡Cómo has crecido! Las cosas van demasiado bien.
Estas elecciones van a ser de archivo. Apenas uno que otro
politiquito suelto por las tribunas de las plazas...
Pero no convencían sus palabras y Adolfo, a pesar de que
era Guastavino la única persona que podía arrebatarlo de
sus pensamientos, guardaba silencio.
—¿Te curaste bien? —preguntó Adolfo por decir algo,
refiriéndose a la herida del pecho.
—Como los dioses. Dentro de poco voy a devolver el
recuerdo que me diste esa noche.
Su pensamiento estaba muy lejos de todo lo que podía
narrarle Guastavino; y se delató, con una media palabra que
Guastavino interpretó al instante.
—¿Te curaste en lo de la francesa?
Y eso fue suficiente para que Guastavino adivinara de
pronto lo que atravesaba por la mente del muchacho; para
cerciorarse y comprobar su reacción lo azuzó:
—Braceritas está en Buenos Aires con las muchachas.
Fue a llevarlas al colegio. ¡Qué colegio!: piletas de natación,
canchas de tenis...
Adolfo palideció:
—Esta vez tengo un poco de ginebra —dijo Guastavino,
mascullando entre diente una obscenidad.
Adolfo aceptó, presintiendo que Guastavino había
adivinado su angustia. Durante todo el viaje no dejó de
hablar un solo momento. Le presentó un futuro maravilloso.
A Adolfo le parecía que hacía años desde la noche que
fueron a Quilmes a visitar a Urtubey. Sin embargo, sólo
habían pasado diez días. Diez largos y penosos días.
—«La mordedura del perro se cura con cola de perro»,
dice tu abuelo —continuó incoherente Guastavino—. ¿Has
estado alguna vez en lo de la Parda? —dijo, ruborizándose
por mencionar algo relacionado con mujeres.
—Si —respondió secamente Adolfo. Y no hablaron más.
Todavía no podía desprenderse de ese sentimiento de
repugnancia que le causaba el hecho de que Mariana,
aunque fuera en pensamiento, pudiera estar mezclada en
ese otro mundo que él habitaba. Sintió deseos de contarle
sus encuentros con Rosa Padilla para cambiar el giro de la
conversación. Pero sólo deseaba que ese viaje terminara
pronto. La ginebra lo fortaleció. Todo su cuerpo se relajó de
pronto.
—¡Ah, muchacho! —dijo, incoherente, palmeando la
espalda de Guastavino. Los dos se miraron aliviados. «Las
mujeres se digieren con un trago. Esas p...» pensó para sus
adentros Guastavino. Apenas llegaron a Avellaneda,
preguntó:
—¿Te atrevés a seguirla todo el día? ¿Querés irte a la
cama?
Adolfo respondió con un gesto soez y Guastavino, feliz,
detuvo el coche frente al comité.
Adolfo sepultó muy hondo en su memoria los días de «La
Enamorada». Demasiado dolor le producía recordarlos; las
circunstancias habían sido demasiado crueles y definitivas
para luchar contra ellas. Apenas salía del colegio corría a la
Administración. José María no intentaba detenerlo. Cuando
no disparaba a «La Enamorada» se iba por las tardes a
Buenos Aires, a la casa de sus tías. Para Adolfo cruzar ese
puente sobre el río —esa herida de la tierra que separaba
Avellaneda de la Capital— era tan difícil como cruzar un
océano. Sentía un extraño malestar cuando debía recorrer
las calles de Buenos Aires sin reconocer un solo rostro.
Cuando entraba en la casa de las Aguirre, en la calle
Rodríguez Peña —con olor a armarios envejecidos, y la
fotografía de sus padres con una aureola de laureles de
bronce—, sentía la misma extraña sensación de rechazo que
Braceritas. Porque él era ante todo un Braceras, nieto del
intendente de Avellaneda, del senador nacional.
El, como Braceritas, sentía por la familia de su padre un
rechazo inmediato. Rechazaba la manera de hablar de sus
primos; y le desesperaba la mención continua que hacían de
lugares, confiterías, amistades, paseos y juegos, y, sobre
todas las cosas, la alusión constante a la belleza de
Mariana. Ellos veían en José María la eficiencia del hombre
de campo, su destreza en el caballo y conocían, por relatos
familiares, sus domas de potros a los diez años, sus largos
viajes como resero y su imponderable dominio en el juego
del «pato» con los peones.
Por esos días Adolfo comenzó a habitar una nueva
personalidad. Se escapaba en horas de colegio —sabía que
los celadores no lo denunciarían— y recorrería con
Guastavino los distintos comités de parroquias. Después
terminaba en «El gallinero» o en, un garito de «monte»». No
se separaba de Guastavino un solo instante.
Enterró el recuerdo de Mariana. Su ida al colegio en
Buenos Aires significaba algo mucho más imperdonable que
cualquiera de sus propias culpas. Mucho más cruel que la
noche aquella de «La Enamorada».
II
La Secretaría del Comité que presidía Guastavino miraba
a los frentes de la fábrica «La Negra». Muchas veces el
fuerte olor a grasa quemada obligaba a tener las ventanas
cerradas. En verano se hacía insoportable; los ventiladores
del techo no bastaban. Sólo Guastavino se mantenía —me
parece verlo todavía— con un saco oscuro de alpaca,
mientras todos los demás se quedaban en camisa y con el
rancho puesto. Esos días, yo me pasaba las tardes en el
comité o visitando las plazas para escuchar a los distintos
partidos. Guastavino me había encomendado, según decía,
uno de los trabajos más delicados. Y fue por esos días
cuando escuché por primera vez la palabra «cadena»
asociada al día de las elecciones.
Yo escribía en los sobres un nombre que no se me ha
borrado en todos estos años: Aminozogarena. Tenía que
tratar de imitar esa firma y Guastavino, sin explicarme
demasiado, me dijo que era para algunos enfermos que no
podían votar. Yo mismo llevé los sobres al Hospital Fiorito,
junto con el pibe De Lucía, el que nos había acompañado a
casa de Urtubey, la noche de Quilmes. Guastavino no había
vuelto a aludir a aquella noche, ni tampoco a los Valenzuela;
pero yo sabía que la idea de venganza no lo abandonaba un
solo instante. A veces lo descubría palpándose el pecho, a la
altura del lugar que había sido herido.
Antes de ir al Fiorito, Guastavino me aseguró que era un
trabajo delicado; si se descubría uno de los sobres, el juez
Medina provocaría un escándalo periodístico en Buenos
Aires.
Desde las primeras horas de la madrugada de ese día de
elecciones escuché las sirenas de las ambulancias y los
bomberos.
—Siempre hay un loco que se resiste a cumplir la ley
sobre bebidas. Como están más borrachos que nunca, no se
les puede sacar pronto —me informó Guastavino.
El comité adquirió una fisonomía desconocida para mí.
De todas partes de la provincia comenzó a llegar gente,
hombres de rostros marcados, pañuelo al cuello y sombrero
negro; silenciosos, se sentaban a esperar una señal de
Guastavino, que yo apenas comprendía.
El parecía feliz y seguro. De vez en cuando me pedía que
me acercara, a su lado.
Yo agradecía esa mirada. La categoría, la importancia de
las personas que llegaban al comité la media por la mayor o
menor distancia en que se colocaban de Guastavino. Yo me
sentía feliz esa madrugada por encontrarrne entre hombres,
lejos, muy lejos de cualquier otro problema; tan ajenos a sus
cuerpos que ni el hambre ni el frío parecía alterarlos…
La imagen de Braceritas colgada en la pared y la del
presidente Justo estaban borradas por una cortina de humo.
—Ni el aire se puede cortar— decía. El fuerte olor a grasa
y a pelo quemado de la fábrica «La Negra» impedían abrir
las ventanas. Un imprecisable orgullo sentía por la cantidad
de amigos que tenía Guastavino. «Este es el día en que se
juegan los hombres», pensaba. Había escuchado las
palabras «se juegan» sin comprender muy bien su
significado. Recordaba que en esos días Braceritas se
encerraba en la sala de billar de la calle Alsina. Por todos los
rincones de la casa ambulaban, esperando los resultados,
correligionarios de la más diversa condición social. Pero esta
vez yo estaba adentro, mucho más adentro que mi abuelo,
casi en el corazón del asunto. A ese lugar maloliente,
cerrado, oscuro, que era el comité central, llegarían primero
las noticias; después pasarían a manos de Braceritas.
Además, los sobres eran entregados desde el comité de
Guastavino.
A las siete de la mañana, antes de que se abrieran los
comicios, el comité quedó vacío. Había que verles la cara a
los presidentes de mesa. Decían:
—No vaya a ser que alguno haya muerto anoche.
—Mirá si estuviéramos votando con la firma de un
muerto.
—¿Por qué? —pregunté desaprensivamente a
Guastavino.
—Nuestros sobres, nuestros sobres —me contestó— Y
ahora vos te venís conmigo.
Agradecí que él me hubiera elegido ese día,
precisamente ese día. De todos los que estaban en el
comité, él me había preferido para un viaje de inspección.
Un viento helado arrasaba las calles vacías. Yo iba al lado
de Guastavino en «viaje de inspección». Vimos entrar al
comicio principal, instalado en el cine del «Centro Gallego»,
a dos hombres con el cuello del sobretodo levantado.
—Allí va Aminozogarena .—señaló Guastavino.
Escuché ese nombre y sentí quizá por primera vez la
sensación de haber cometido un delito que no podía
precisar.
—¿Lo conoces? —pregunté.
—¡Cómo no lo voy a conocer! Ese otro—dijo señalando a
uno de los compañeros— va a chillar si se da cuenta. Es
amigo del juez Medina. Un socialista muerto de hambre.
Nos ubicamos en el café de enfrente y vimos llegar a los
primeros votantes. En todas las esquinas me parecía
reconocer los mismos rostros que horas antes había visto en
el comité.
De pronto, lejos del sitial de su escritorio, muy lejos del
marco de su casa o de «La Enamorada», apareció en la
puerta del café, Braceritas, acompañado por dos hombres
que yo desconocía.
Se sentó a mi lado, pidió una ginebra y bebiéndola de un
trago, dijo:
—Quiero votar temprano. Acompáñame vos —agregó,
dirigiéndose a mí.
—Yo también voy con usted —rogó Guastavino.
—No, andá más tarde; me acompaña Adolfo —y creo que
fue la primera vez que le escuché pronunciar mi nombre. Y
quizá también por primera vez en mi vida, quedamos solos.
Atravesamos la calle; a pesar del frío, no llevaba sobretodo.
Al llegar, bajaron de un coche dos fotógrafos y nos
siguieron.
Sentí de pronto una sensación donde se entremezclaban
la vergüenza y la soberbia; recuerdo que, instintivamente,
yo trataba de facilitar su paso separando de su lado a las
personas, que al reconocerlo se le acercaban a palmearlo.
—¡Aquí, Braceritas, aquí! —le señalaban los fotógrafos.
Entonces él apoyó su mano izquierda en mi hombro y me
señaló a los fotógrafos.
—Es mi nieto. A él también, aunque no vote.
En ese momento pensé que jamás volvería a recordar
Alma Muerta. En ese instante yo era un Braceras como él.
Saldría retratado en todos los periódicos, al lado del hombre
o uno de los hombres más importantes del país.
Al llegar a la mesa todos le dieron la mano, menos uno
de ellos, que siguió escribiendo. Los magnesios de los
fotógrafos me encandilaban pero yo trataba de sostener la
mirada para no aparecer después, en !as fotografías, con los
ojos cerrados.
Le entregaron a Braceritas un sobre que firmó el mismo
Aminozogarena, y otro de ios fiscales le señaló el camino
hacia el cuarto oscuro. Dejó de apoyar su mano en mi
hombro y fue entonces cuando escuché decir al hombre que
no lo había saludado:
—Ese, se lo trae en el bolsillo también, así no rompe la
cadena.
Vi entrar en el cuarto oscuro a Braceritas. Me quedé solo.
Comprendí, como iluminado por un relámpago, las medias
palabras ininteligibles que escuchaba desde hacía varios
días. De pronto vi en los ojos del que no lo había saludado
una mirada de asco y desprecio que me hizo transpirar las
manos.
Traté de seguir a Braceras, pero el policía que custodiaba
el cuarto oscuro me detuvo.
Y vi a mi abuelo desaparecer dentro del cuarto como
quien entra en su propio sepulcro, sin que nadie pueda
acompañarlo.
Sentí un sabor amargo en la boca y pensé que allí dentro
lo estaban esperando: los fusilados, el cadáver del radical,
el padre del Peludo Sánchez. Y pensé entonces que dentro
de pocos años yo también estaría un día en ese cuarto
como quien entra en un sepulcro. Solo, irremediablemente
solo. Fueron pocos minutos que me parecieron una
eternidad. Después lo vi reaparecer con un sobre en la
mano. El rostro más pálido y el paso inseguro. Se acercó a la
mesa; le sellaron el sobre y, posando disimuladamente para
los fotógrafos, lo dejó caer en la urna. Sólo yo pude
comprobar cómo le temblaba la mano; entonces no tuve
dudas: no había estado solo allí dentro, en el cuarto oscuro.
No me había equivocado.
Buscó mi compañía, pero yo me escabullí entre la gente
que se había agolpado para verlo salir; y no crucé al café
donde sabía que me esperaba Guastavino. Caminé sin
rumbo fijo. Eran apenas las nueve de la mañana. Me dirigí
hacia la Isla Maciel y como no sabía qué hacer hasta las seis
de la tarde, hora en que cerraban los comicios, me llegué
hasta la casa de la Parda.
Y allí, en un cuarto empapelado con crisantemos rojos y
amarillos, silencioso por la falta de clientes, al lado de una
mujer gorda y maternal que me cebaba mate y bendecía
que yo fuera un Braceras, pasé esas horas frías y desoladas
de una siesta de mayo. Ahogué en el deseo y en el sueño
intermitente todos los fantasmas.
III
Salí de casa de la Parda Sánchez a las ocho de la noche;
no quería volver al comité. Los bares ya comenzaban a abrir
sus puertas, pero todavía se escuchaban, de vez en cuando,
tiros al aire, las sirenas de alguna ambulancia y la campana
de alarma de los bomberos. Pero al llegar a Mitre me
encaminé directamente hacia el comité. Entre improvisadas
mesas de juego y cuadriles de taba llegué donde estaba
Guastavino; me tomó del brazo y arrastrándome hacia la
ventana, dijo:
—Ya pasó el día. Los primeros escrutinios nos favorecen
con ventaja demasiado grande.
Guastavino abrió los ventanales. Un fuerte olor a cuero
quemado de la fábrica «La Negra» penetró en el cuarto.
—¡Lástima que nos cerca un río de escoria! ¡No arrastra
más que porquerías! —dijo.
Por primera vez lo vi cansado. Y, adivinando mi
pensamiento, dijo:
—Tu abuelo quiere estar con ellos esta noche. Ahora está
con los de Buenos Aires... el senador.
Comprendí que habíamos ganado. Lo que no me
explicaba eran las causas de la tristeza de Guastavino.
—Un día de éstos vamos a Buenos Aires a divertirnos.
El teléfono privado comenzó a sonar.
—Atendé —rogó.
Era mi abuelo. No podré olvidar la sensación que me
produjo su voz. Escuchaba su respiración agitada; después
de dudar un instante, dijo:
—¿No felicitas a tu abuelo?
Comprendí que no estaba solo. Guastavino me arrebató
el teléfono; yo se lo agradecí.
—Todo está bien... Lo de siempre. Algún fiscal hijo de
perra, disconforme. Cuando termine aquí me voy para allá,
a festejar.
Después de un silencio, dijo:
—¡Que descanse! Buenas noches.
Ese día había terminado definitivamente.
Guastavino volvió a la ventana y viendo pasar varios
camiones, dijo negativamente:
—¿Ves...? Allí van a descargar las armas para los
paraguayos. Los camiones son de «La Enamorada», ¡Buen
día para contrabando, hoy! ¡Quién se va a imaginar! ¡Ojalá
revienten todos los bolivianos!
Pero comprendí que había dicho eso por decir algo, y que
la guerra del Paraguay le importaba tanto como a mí.
Sin embargo, pregunté:
—¿Por qué les mandamos a los paraguayos y no a los
otros?
—Pagan mejor.
—¿Cómo llegan?
—En lanchas de frigorífico o en cualquier cosa. Total, que
mueran unos u otros; ¿qué más da? O que desaparezcan
todos de la tierra.
—No estás muy alegre esta noche —dije, enfrentándolo.
—Vamos a Buenos Aires.
—Vamos —afirmé sin discusión.
Buenos Aires significaba para mí la ciudad más distante
de la tierra. No comprendo hoy cómo a diez minutos de la
calle Corrientes, Avellaneda me parecía tan alejada, tan
sitiada por ese riachuelo angosto que sólo arrastraba
escoria y los residuos de animales muertos de los
frigoríficos.
Muchas veces veía flotar en el agua los desperdicios del
matadero: trozos de una cabeza o una pierna mutilada.
Siempre que atravesaba el puente de Barracas me esperaba
lo desconocido: los grandes letreros de los diarios, la foto de
Braceritas entre señores de galera y frac en la Exposición
Rural; el Jockey Club, ese lugar donde él pasaba sus noches
y fines de semana, misterioso, sombrío; pero Buenos Aires
era ahora, sobre todas las cosas, la ciudad donde estaba el
colegio de Mariana.
Fuimos a un hotel de la venida de Mayo. Me negué a ir a
casa de mis tías., a pesar de que hubiera podido tener
noticias de Mariana.
Decidimos ir a un hotel para que nadie nos encontrara,
según decía Guastavino.
—Estoy cansado de la política. Total, ahora viene el
escrutinio verdadero.
Nos fuimos al hotel. El portero nos anunció que
Braceritas había llamado varias veces.
Hablaron por teléfono durante más de media hora; era
un diálogo incomprensible para mí.
—Ni se puede descansar ahora; cuando no es una cosa
es otra. También ese viejo de m... —repetía Guastavino y
pensé que se refería a mi abuelo—. Ese hermano tuyo
quiere que vayas este fin de semana con sus hermanitas las
vacas. Si querés pasar sin rendir exámenes de julio,
avísame; yo sé como arreglar a esos maestritos.
Me repugnó la idea y dije sin mucha convicción:
—Después de estos días me encierro a estudiar. ¿Qué
quería Braceritas?
—Mañana tenemos que ir al Senado... —respondió
indiferente antes de apagar la luz—. Otra vez ese viejo De la
Torre con el asunto de la Corporación de Carnes.
—Braceritas te lo ordenó... —dije defraudado e hiriente
ante la interrupción de nuestros planes.
—...Sí, desgraciadamente.
Cerré los ojos.
—Hasta mañana, muchacho —se despidió Guastavino
tiernamente. —Lástima que tenemos que ir al Senado... ¿No
es cierto?
Entramos en el Congreso por la sala especial de los
taquígrafos. La sesión había comenzado. Nos ubicaron en un
palco-bandeja, al lado de los sillones ministeriales.
Allí, sentados frente a nosotros, estaban, según dijo
Guastavino, los cuatro ministros.
Cuando escuché sonar la campanilla de la presidencia,
sentí deseos de arrodillarme, como si estuviera en misa. No
sé por qué extraña reminiscencia, no pude reprimir ese
deseo. Era la primera vez que iba al Senado de la Nación;
Guastavino descubrió a Braceritas en los bancos de los
senadores electos, frente a nosotros. Dudó un instante y
después dijo:
—Mejor me quedo aquí; total, él está acompañado. No
llegará la sangre al río —terminó.
—¿Quién es ése? —pregunté por un hombre de barba
blanca.
—Un imbécil: Lisandro de la Torre. Está preocupado por la
carga de un barco, el «Norman Star».
Levanté los ojos y vi a Braceritas que, infructuosamente,
trataba de alejar una mosca de su rostro; su chaleco blanco
y el reloj de oro atravesándole el vientre, brillaban en la
oscuridad del palco.
De pronto se escuchó una voz:
—¿Cómo se llama lo que no es verdad? —preguntó De la
Torre a uno de los cuatro ministros.
Comencé a cansarme porque no entendía lo que
hablaban. Sin embargo, Guastavino se mantenía absorto.
—Inexacto —se contestó el mismo De la Torre.
De las bancas ministeriales vi levantarse a un hombre
que dijo:
—Lo que es inexacto se llama De la Torre.
—Usted es tan insolente como cobarde —le repuso el
viejo.
No podía creer lo que escuchaba. Sorprendí a Guastavino
moviendo los ojos para todas partes como si tratara de
ubicar a alguien.
—No sé para qué vinimos —argumentó.
Pero seguía agarrado a una suerte de diálogo personal
que se había entablado entre De la Torre y el ministro
Pinedo. Era un diálogo en que trataban de aclarar una
ofensa personal que sólo había escuchado el ministro.
—Pero al final —preguntó Guastavino—, ¿por qué
discuten?
—Lo mismo de siempre: por el asunto de la concesión de
los frigoríficos. ¿No escuchaste la lata del viejo...? ¿Por qué
no se irá a su casa o al sepulcro?
—Pero si es algo personal —insistí.
—Siempre sucede así. Vienen por un asunto que parece
que estalla una revolución y después terminan en un duelo
porque uno le dijo al otro... —...el señor De la Torre ha
llegado al punto más alto de su histriónica comiquería;
insolente y cobarde.
En ese momento, De la Torre abandonó su sitial y se
aproximó a la fila de bancas de senadores del centro, muy
cerca del ministro de Hacienda, que seguía hablando:
—«Quizá De la Torre se atreva a retarme a duelo, pues
sabe que yo, por mis convicciones, no me bato».
—Usted no se bate porque es un cobarde —le respondió
De la Torre.
Uno de los ministros se volvió y le aplicó una bofetada
que le hizo trastabillar y caer de espaldas detrás de las
bancas.
Vi a mi abuelo levantarse del asiento y asomarse al
balcón. Sonaron insistentemente las campanillas de la
presidencia, pero fue inútil. Los senadores de toda la sala se
pusieron de pie, en medio de la confusión, vi avanzar a un
hombre de unos cuarenta y cinco años por la derecha de la
sala.
—Ese es Bordabehere... un senador fresquito —dijo
Guastavino a mi oído.
El senador avanzó hacia el ministro Duhau, que había
abofeteado a De la Torre. Pero en un solo instante que no
pude precisar, sin que mediara más que un segundo,
escuché dos disparos que venían del palco-bandeja de la
derecha. Vi caer a Bordabehere, que se había acercado a
levantar a De la Torre. El pánico invadió la sala. El asesino
avanzó hacia Bordabehere. Saltó sobre los cuerpos de los
ministros Pinedo y Duhau, que había caído también, y
haciendo blanco en el corazón de Bordabehere lo remató
con otros dos disparos.
Después, como si no tuviera dudas de que había
acertado, huyó por el ala izquierda de la sala.
Guastavino me tomó del brazo y dijo:
—Por la espalda y caído, no está bien.
Corrimos, arrastrados por el tumulto, detrás de los
perseguidores del asesino. Impulsados quizá por no sé qué
extraño instinto de venganza.
—Lo agarraron —gritó una voz—; en la sala de
taquígrafos...
—Allá va... —gritó Columba, un taquígrafo del Congreso.
—Vení; vamos —ordenó enérgico Guastavino.
Fuimos los primeros en salir por la entrada de Rivadavia.
Cruzamos la calle.
—Vamos al «Molino». Esperaremos allí a Braceritas.
Nos sentamos a una mesa, junto a la vidriera de Callao.
Después de un silencio, dije:
—¿Quién era el asesino?
—Valdés Cora.
—¿Lo conocías?
—Fue comisario en La Plata.
Temiendo delatar mi horror, bajé la mirada. Entonces
pregunté:
—¿Por qué? ¿Por qué conocías al asesino? —y nunca
sentí tantos deseos de llorar.
IV
Braceritas apareció frente a ellos.
—Terminen de una vez; nos vamos. Regresaré luego...
para ver qué sucede.
En ese momento se escuchó la sirena de la Asistencia
Pública.
—Vení vos conmigo —dijo a Guastavino—. ¿Y vos? —
preguntó a Adolfo.
—Espérame en el hotel —le interrumpió Guastavino.
—¿Qué hotel? ¿No estás en casa de tus tías?...
Y por primera vez se preocupó de la amistad de su nieto
con Guastavino.
Pero de alguna manera Guastavino, sintiéndose con más
derechos que Braceras sobre el muchacho, enfrentándolo,
volvió a decir:
—Te espero en el hotel.
No había tiempo que perder.
Adolfo se quedó solo en la mesa. Comenzaron a llegar
más ambulancias y la gente de la calle trataba de penetrar
en el Congreso.
—¿Qué pasó? —preguntó un mozo.
Y alguien contestó:
—Trataron de asesinar a un argentino.
Adolfo salió de la confitería, se acercó al grupo que se
había amontonado en la puerta de la calle Victoria y vio salir
la camilla con el herido:
—Al Ramos Mejía —dijeron las voces—. Lo llevan al
Ramos Mejía. Está agonizando.
Adolfo tomó Callao y caminó sin rumbo fijo, sin saber a
dónde dirigirse. Después de caminar durante varias horas,
al cruzar una calle, escuchó el voceo de un canillita:
« ¡El asesinato del senador Bordabehere en el Senado!
¡Acaba de morir! ¡En el Mejía! ¡Se destapa el negociado de
las carnes!»
Entonces comprendió, indistintamente, que él estaba del
lado del asesino; ni siquiera tenía derecho a preocuparse
por la muerte de un hombre asesinado por la espalda en el
Senado de la Nación.
Apenas llegó al hotel, Guastavino, que lo esperaba, le
dijo:
—Nos volvemos.
Y notando la inquietud del muchacho, inquirió:
—¿Te pasa algo?
—Murió...
—Ya lo sabía.
—¿Por qué?
—Se le fue la mano —y demostrando indiferencia, añadió
—: así dejarán de hurguetear y meterse en cosas que no les
interesan.
Pero comprendió que sus palabras no convencían al
muchacho.
—¡Cosas de la política! Dentro de una semana el asunto
estará enterrado —volvió a insistir.
Recordando el discurso del senador De la Torre, para
"conseguir la simpatía del muchacho, dijo:
—Claro, viendo bien, el viejo no está tan equivocado: eso
de que los argentinos no podamos vender nuestras vacas..!
¡Qué tienen que hacer los ingleses! A mí también me parece
bien —Guastavino titubeó—; pero son cosas que vos y yo no
entendemos.
Incomprensiblemente, Adolfo se sintió más aliviado. Sin
embargo, un mundo se abría ante él: inexorable, lleno de
preguntas sin respuesta.
¿Por qué conocía Guastavino al asesino? ¿A qué
respondía la orden? ¿Y el llamado de la noche anterior de
Braceritas?
Al amanecer del día siguiente releyó varias veces todos
los diarios, que, con grandes titulares, relataban los
acontecimientos.
—No leas más... Te vas a llenar la cabeza... —lo
sorprendió Guastavino; pero no se atrevió a continuar—
Venite. Vamos a Rosario, al entierro... No me dejes solo
entre tantos galerudos.
—¿Qué entierro?
—El de Bordabehere; van todos los presidentes de
partido.
—Eso no me lo pierdo —masculló mordaz— ¿Hay lugar en
el auto?
—Vení: Braceritas lo va a arreglar.
Adolfo adivinó que Guastavino necesitaba más que
nunca de su presencia.
Su abuelo ordenó viajar en el Rolls Royce que solamente
utilizaba para las grandes ocasiones. El y Guastavino se
sentaron en los trasportines. Braceras junto a Alejo
Rodríguez, el senador saliente del partido por la provincia.
Durante todo el viaje no hablaron una sola palabra del
asesinato en el Senado.
—¿Las lluvias no favorecen?
—Viene demasiado aguada la alfalfa...
—A usted le conviene: a las Aberdeen Angus las limpia.
—Sale demasiado aguada la leche...
Adolfo se adormeció durante todo el viaje.
Llegaron a Rosario en cuatro horas. Se detuvieron en el
Hotel Italia. Braceritas se cambió de ropa y vistió un traje
oscuro y corbata negra. Unas cuadras antes de llegar a la
casa mortuoria, ordenó a Guastavino:
—Mejor te quedas por aquí; y vos —dijo refiriéndose a
Adolfo—, te venís con nosotros.
Adolfo sintió que no podía ir con ellos.
—Te sigo después —contestó sin darle tiempo a
responder. Y bajó del auto detrás de Guastavino.
Entraron en un bar cercano al lugar del velatorio; se
sentaron a una mesa, detrás de la vidriera que miraba a la
calle principal de la ciudad. La llovizna fría, semejante al
rocío, empañaba los cristales.
Guardaron silencio. Vieron desfilar la procesión de
manifestantes. Gritos de protesta. Carteles que decían:
«Muera el asesino». «Venganza para Bordabehere».
«Asesinos». «Entreguistas». «Ladrones».
Adolfo preguntó:
—¿Por qué no quiso Braceritas que bajaras con él?
Por decir algo, Guastavino agregó para inspirarle
compasión y exacerbar su afecto:
—Porque sabe que yo también soy un condenado.
Adolfo sintió que la sangre le subía a la cara y sin darle
tiempo a continuar agregó:
—Antes los despedís a los Valenzuela. ¿Quién te mete
esas ideas? No estás muy alegre hoy...
—¿Tengo que estarlo?...
Guastavino se sintió halagado frente a la angustia del
muchacho y estremeciéndose, dijo:
—En política —subrayó esta palabra— nunca se sabe.
Instintivamente se sintió solidario con el senador
asesinado, porque ya había adivinado que ese cadáver
yacente tenía todas las simpatías del muchacho. Sin
explicárselo, por un extraño e incomprensible sentimiento,
pensó que mejor era estar muerto que perderlo.
Adolfo presintió su triunfo.
—¿Quiénes lo mandaron matar? ¿Es cierto que el asesino
era el guardaespaldas del ministro?
—No hagas caso a los diarios. Son unos alcahuetes. La
bala iba para el viejo De la Torre, que es el culpable de
todo...
—El viejo tiene razón.
Sus palabras sonaron como si vinieran desde muy lejos.
—¿Te parece bien no poder vender lo que es tuyo...?
¡Mira si fueras dueño de las vacas de «La Enamorada»! Es
como si tuvieras obligación de venderles tu casa a los
paraguayos.
Las palabras de Adolfo eran tan elementales, tan
simples, que impidieron cualquier razonamiento de
Guastavino.
—Tenés razón; cualquier cosa entre nosotros está bien;
pero con los de afuera, a mí tampoco me gusta. En eso
tenés razón y quizá, el viejo también.
Los ojos se le revolvieron en las órbitas, como si su
entendimiento se hubiera esforzado demasiado. Como si no
le interesara enterarse de nada más. Como si cada palabra
del muchacho le doliera en lo más sensible del cuerpo.
Entonces dijo:
—Esto nos pasa por pensar demasiado.
—Es como si a vos te impidieran, o quisieran impedirte
pegarle cuatro tiros a los Valenzuela, y terminarlos; o jugar
al monte en tu propia ciudad.
—Tenés razón... ¿Quién puede impedírmelo?
—A los Valenzuela sí, hay que matarlos; pero no al otro,
al que estaba allí... y en el Senado. ¿Qué sabemos por qué
lo hizo el asesino?
Adolfo titubeó:
—¿Pero no ves que era para no ventilar ese asunto de las
carnes?
—Yo no entiendo nada. Vamos al cine —propuso
Guastavino y, para terminar de satisfacer al muchacho,
agregó—: Tenés razón; hay asesinos y asesinos. Una cosa es
matar a los Valenzuela y otra a un senador, en el Senado,
por querer descubrir a unos cuantos ladrones imperialistas.
Adolfo había dado en el blanco. Salieron del café.
Atravesaron las calles entre la muchedumbre que clamaba
justicia.
Los gritos de «¡Muera el asesino!» y «¡Mueran los nazis!»
se entremezclaban con las estrofas del Himno Nacional.
Llegaron a un cine con mesas y sillas en el pullman.
—Mejor te vas —insinuó Guastavino antes de entrar en el
cine—; Braceritas no te lo va a perdonar.
Escurriéndose entre la gente llegó a la casa mortuoria.
De pronto, sin saber cómo, se encontró junto al cajón. Había
un muchacho de su misma edad y un hombre a quien todos
abrazaban y que él reconoció por las fotografías de los
diarios. Recordó su nombre y se alegró de haberle
reconocido: Casella se llamaba, y había estado al lado del
muerto en los últimos momentos. Después, se acercó hasta
ubicarse al lado de De la Torre, y rozarle el brazo. Al
descubrirlo, su abuelo se le acercó:
—Este es mi nieto. De la Torre...
Pero él lo miró desde muy lejos... y sin responder clavó
su mirada en el muchacho y le dio la espalda.
Regresaron esa misma noche. Adolfo volvía de nuevo a
cruzar el río. Ahora estaba en Avellaneda. Volvía a estar al
lado de ellos, de los asesinos. Y no se atrevió a pensar que
él, la noche anterior, había dormido en el mismo cuarto con
alguien que sabía el nombre del asesino.
Sintió deseos de hablar con Gonzalo pero se avergonzó
de saberlo entre los curas. Guastavino, herido por Braceras,
que le había impedido ir al velatorio dijo, incoherente,
apenas se quedaron solos:
—Esto termina mal. La ciudad está levantada. No había
necesidad de matarlo.
Braceritas no contestó, pero Adolfo sorprendió su mirada
y un extraño presentimiento le impidió dormir las cinco
horas del viaje a través de la noche oscura a través de la
pampa, más infinita y solitaria que nunca
CAPÍTULO XIII
Esta vez fue Guastavino quien desapareció de Avellaneda
y del comité. No me atrevía a buscarlo hasta no acumular
antecedentes extraídos de los diarios. Necesitaba estar
preparado para explicarle, creía yo, una serie de palabras
que él y yo desconocíamos; palabras como pool, trust,
ganado de invernaderos, pequeños ganaderos.
Golpeé la puerta de la francesa varias veces. Tardó en
abrirme.
—¡Ah! ¡Voilá! —dijo, feliz—. Mejor pasas; él duerme...
Pero al entrar en el cuarto lo vi incorporarse sobresaltado
y buscar su revólver bajo la almohada.
—Espérame; me visto —dijo para que no lo viera en la
cama—. Serví unos mates —ordenó a su mujer.
—Vine a buscarte —contesté, indiferente—. Braceritas
está que arde. ¿Dónde te metiste?
—Estuve enfermo.
—¡Ah! Podías avisar, ¿no? —le reproché.
Se vistió rápidamente y apretando el brazo de la mujer,
dijo: ' —Me voy por ahí, con el pibe.
Ella, palideciendo, le ordenó en voz baja:
—Cuidate...
Yo lo atribuí a su enfermedad. Pero inmediatamente me
asaltó la duda.
—A vos no te pasa nada —afirmé, dudando.
No me contestó.
Era una mañana helada y húmeda de principios de junio.
Apenas podíamos caminar, por las veredas fangosas y
resbaladizas.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Por ahí.
Apoyado en mi brazo, caminaba en silencio. Bordeamos
la plaza del frigorífico de «La Negra» y seguimos hasta un
desagüe del río, donde se había formado un estanque,
extraño paisaje lunar con toscas y eucaliptos petrificados.
—No conocía esto —dije, por decir algo.
—Allí jugábamos al «viejo jueguito» de los fusilados —dijo
indiferente para probarme o probarse—. He creído morir de
frío, a veces. Una noche, uno de ellos murió de pulmonía.
Son unos flojos.
Traté de cambiar de conversación.
Pero él insistió:
—Esto parece el fin del mundo. ¡Hay un olor a muerto! Y
mira los cuervos... allá arriba.
—Son lechuzas —dije.
—¿Y Braceritas? —interrogó mirando al suelo.
—Cree que saliste en comisión.
—Salí.
—¡Ah!
Nos sentamos sobre unas toscas.
—No nos vendría mal una ginebra: ¿no es cierto?
Me ofreció un cigarrillo.
—¿Y tus exámenes?
—La semana que viene. Pero a nosotros siempre nos
aprueban... No te preocupes.
—Eso no está bien. Saber, hay que saber. ¿Vos sabes a
qué edad aprendí yo a leer?
—No.
—A los quince. Me enseñó un ciego. Le explicaba la
forma de las letras, le llevaba la mano. En pago, lo
acompañaba hasta la salida de la Bolsa de Comercio o de la
Exposición Rural. Allí me encontró tu abuelo.
No conocía los antecedentes de ese encuentro. Y, como
si necesitara, esa mañana, fijar los recuerdos
profundamente sepultados en su memoria, continuó:
—Tu abuelo hizo el resto.
—Como a Gonzalo —agregué.
Me miró de soslayo:
—Con la diferencia que no soy guacho ni imbécil.
Me arrepentí de inmediato y dije:
—Te lo decía en broma —y con resentimiento agregué—:
¿Por qué te escondiste estos días?
No respondió.
—¿Sabés? —dijo, después de un silencio, tomando una
piedra y arrojándola a lo lejos—, estuve pensando...
No respondí. Por primera vez, enunciaba su nombre; por
primera vez era un habitante de esta tierra. Solemne y
encogido, siguió arrojando pedregullo. No interrogué. Lo
dejé hablar.
—Lo del otro día, lo del Senado, no me gustó...
—A mí tampoco.
—Ya lo sé. Una cosa es el viejo De la Torre, que ya debe
morirse para dejarnos tranquilos. Y otra cosa es ése... que
fue a defenderlo y que recién comenzaba. Mirá —dijo—, si
no lo hubiera rematado con los dos tiros finales... las cosas
hubieran sido distintas. Yo lo vi. La cosa hubiera sido
distinta. Pero ése le sacó gusto al matar. Y eso no es bueno.
No es bueno.
—El no tiene la culpa —dije, seguro—. Detrás de él están
los otros..., los que lo mandaron, los de los frigoríficos... los
del pool
Y como si le hablara en otro idioma, otro lenguaje
extraño, dijo sin convicción:
—Quizá ellos sepan más que nosotros. De pronto lo vi
erguirse en todo su alto; tantear el revólver en la cintura y
decirme: —Tírate al suelo.
Dos hombres de traje oscuro y de sombrero negro
aparecieron en lo alto del terraplén. Se acercaron
lentamente, como una visión de ultratumba. Guastavino
empuñó el revólver. Y ellos pasaron de largo por nuestro
lado sin mirarnos. Guardó el revólver, vencido, y después de
un instante, dijo:
—¿Viste qué caras? Parecían dos resucitados. Como los
cocheros que llevaban a Facundo hacia la muerte. ¿No viste
ese grabado de «La Enamorada»?
—¿Quiénes eran? —dije, refiriéndome a los dos hombres.
—¿Estos? Nadie. Dos desconocidos.
La figura espectral de ésos dos hombres invadió el
estanque barroso, más irreal que nunca. De la escoria y de
las basuras amontonadas en la orilla nacía la espesa niebla.
Un ruego se me ahogó en la garganta. Las sirenas de los
barcos sonaban intermitentes como un quejido. Temía que
reaparecieran los resucitados, disfrazados de malevos. Sólo
atiné a decir:
— ¿Vamos por una ginebra?
— Vamos.
Trepamos por las barrancas que bordeaban el estanque.
Llegamos a un bar y, apenas los dueños descubrieron a
Guastavino, lo rodearon para solicitar un favor de
Braceritas. Guastavino respondía distante y, al final, se
encaminó con ellos hacia el comité.
Me sentí aliviado porque me pareció que ya no corría
peligro. Y me avergoncé de mis temores. Antes de irse, al
ver que yo permanecía en la mesa, se volvió y dijo:
—Vení a buscarme a casa a las siete. Nos vamos esta
noche a Buenos Aires. A lo mejor tenemos más suerte que
la otra vez. No siempre te tocan tan fieras... —dijo,
refiriéndose a las mujeres del Parque Japonés.
No seguí mi primer impulso de correr detrás de él. Y
dirigí los pasos hacia mi casa. Ni siquiera se me ocurrió ir al
colegio. A mediodía llegó José María. Lo vi aparecer en el
cuarto como si viniera desde muy lejos, como si regresara
de un largo viaje.
—Te van a expulsar del colegio —fue lo primero que dijo,
sin saludarme.
—¡Qué me importa!...
—Peor para vos... —y después, arrepentido, agregó—:
podías haberme avisado el otro día. A mí también me
divierte ir a bailar —y para agradarme, añadió —aunque sea
al Parque Japonés y con Guastavino.
No respondí. José María se recostó en la cama boca
arriba. Y así, en silencio, esperamos la hora de almorzar.
Felicitas vino a avisarnos.
—El «señor» desea comer con sus preciosuras; tiene
invitados.
Nos sentamos juntos en un rincón de la mesa, lejos de
los invitados.
—La verdad es —dijo uno de ellos— que consiguieron io
que querían. Se revocan las concesiones.
—¿Cuándo comienzan otra vez?
—¿Mañana? —preguntó Alejo Rodríguez.
Apenas nos habíamos sentado a la mesa vi acercarse un
mucamo a Braceritas y decirle algo al oído. Por el
movimiento de su boca creí adivinar un nombre. Pero
cuando vi a mi abuelo levantarse de la mesa, sin
disculparse, ya no tuve dudas de mi sospecha y lo seguí;
pretextando ante José María que no me sentía bien. Me
escondí detrás de la puerta de la biblioteca que había
quedado entreabierta. Lo único que podía ver de los
visitantes era su perfil. Braceritas los ocultaba con su
cuerpo.
— ¿Qué te trae? —preguntó mi abuelo a uno de ellos.
— Tenemos que hacerlo —dijeron después de saludarlo.
— Nada grave.
—Pero nos anda buscando y estamos cansados de jugar
a las escondidas.
—Nada... —dijo el otro—. Queríamos decirle que siempre
va a contar con nosotros. Más adelante, mejor... Cuando
estemos solos. Además, anda cansado... Siempre con un
pibe.
El otro rió:
—No queríamos hacerlo sin su permiso.
—Y para esto me sacaron de la mesa. Ya son bastante
grandecitos para saber lo que tienen que hacer.
Y, sin decir nada más, se retiró del cuarto. No tuve
necesidad de averiguar quiénes eran. Desde el primer
momento adiviné que en mi casa habían entrado los
Valenzuela.
Corrí desesperado bajo la lluvia durante más de dos
horas. Fui primero a casa de la francesa, pero no me
respondieron. Corrí al comité, pero nadie lo había visto esa
mañana. Trataba de mostrarme tranquilo e indiferente para
no despertar sospechas.
Volví al estanque de desperdicios. El río había crecido
hasta la altura de la calle. Recorrí todos los bares de la
Crucecita y, cuando me decidía a tomar un taxi para ir a
Buenos Aires, mis pasos me arrastraron nuevamente hasta
su casa. Cuando doblé la esquina de la calle Dorrego vi a
Guastavino salir de ella. Un taxi esperaba a la puerta. Corrí
para detenerlo, pero fue demasiado tarde. Por la esquina vi
venir a toda velocidad un Chevrolet. El sonido de las
ametralladoras me hizo echar cuerpo a tierra. Cuando cruzó
el coche me acerqué arrastrándome como un animal, por
temor a que volvieran a pasar, hasta el lugar en que había
caído Guastavino con la cara contra la alcantarilla de la
calle.
Levanté su cabeza y la recosté en mi pecho. Mirándome
tristemente, murmuró:
—Iba a buscarte, muchacho.
Después sentí el peso de su cabeza contra mi corazón.
La francesa le abrazó las piernas. El taximetrero corrió
detrás de los asesinos.
Guastavino estaba muerto contra mi pecho en esa calle
de barro y de sombras. Tan mojado por la lluvia como yo y
su mujer, que trataba inútilmente de arrastrarlo hacia
adentro, hacia su casa. La gente se amontonó a nuestro
lado. Yo me escapé para no escuchar el grito animal de la
mujer. Corrí con un solo propósito. Corrí hasta no poder más.
Llegué a mi casa, lo busqué en su cuarto, en el parque, en
el comedor y al final entré en la sala de juego.
Ni la presencia de Mariana, que había llegado ese día ni
José María, ni un señor a quien llamaba el escribano, me
detuvieron:
—¡Asesino! ¡Asesino! —le grité.
Sin inmutarse, se acercó lentamente y me desmayó de
una trompada.
Cuando volví en mí, estaba en mi cuarto. José María y
Felicitas cambiaban las compresas de mi cara. Vi a Mariana
apoyada en el marco de la puerta, sin atreverse a entrar. Me
abracé a José María y sollocé en su pecho no sé cuánto
tiempo.
Braceritas decretó duelo provincial. Lo velaron en el
comité central, en la «secretaría», como la llamaba
Guastavino. Vinieron de Buenos Aires todos los hombres
más importantes del Partido. Braceritas ordenó cubrir su
cadáver con la bandera argentina; así lo enterraron. Toda
Avellaneda lloró su muerte. Nunca vi tanta gente desfilar
por las calles. Ni pensé tampoco que tuviera tantos amigos.
Me creía el único.
Braceritas me encerró en el cuarto hasta que vinieron
dos padres jesuitas de Santa Fe a buscarme. Digo mal; a
buscarnos, porque José María se vino conmigo. Tuve buen
cuidado de recortar la fotografía de Guastavino, no la de su
prontuario, que publicaron algunos diarios, sino otra, la de
un almuerzo en el comité, donde yo estaba a su lado. Nadie
vino a despedirme. Sólo escuché detrás de mí la risa de
Mariana y de otros hombres, que venían del jardín de
invierno. No quise preguntar quiénes estaban con ella
porque de saberlo, pienso hoy, me habría fácilmente
muerto.
Nos fuimos por la avenida Mitre hacia abajo, enlutada
con crespones negros. Atravesamos el puente. La fábrica
«La Negra» anunciaba la salida de los obreros. En el río,
más oscuro de aceite y petróleo que nunca, se veía flotar la
resaca de los mataderos.
Seguí mirando para atrás. No quería que los curas me
vieran llorar.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XIV
Durante cuatro años estuvimos encerrados en los
jesuitas. José María pagó pacientemente por una culpa que
no había cometido, Nunca lo escuché quejarse; tampoco
trataba de averiguar por qué estábamos allí. Y pienso hoy
que esos años hubieran sido más terribles sin él.
Esos primeros meses no hubo concesiones para nosotros:
ni día de salida, ni visitas, ni vacaciones. Las cartas nos
llegaban abiertas; después de todo, solamente nos escribían
Felicitas, Gonzalo y María Mercedes. No teníamos tiempo
para planear la huida. Esos primeros meses nos pusieron en
el pabellón llamado «el séptimo círculo». La vigilancia era
tan extremada que dormía un cura cada cuatro camas del
pabellón.
Durante las penitencias en las cocinas leía los diarios que
envolvían los paquetes de carne y verduras. Muchas veces
me hacía castigar en los días que llegaban los pedidos. Y no
me importaba que fueran diarios viejos. Me poseía una sola
obsesión: averiguar el fin de los Valenzuela; pero como
llegaban mutilados tenía que conformarme con leer noticias
más insignificantes; propaganda, avisos fúnebres. Quizá los
primeros meses fueron los que pasaron más rápidos y, a la
vez, los más terribles.
Una tarde, el Padre Efraín, confesor de nuestro pabellón
me mandó llamar.
—¿Sabes cuál es él verdadero significado de la palabra
herejía?: profanar los sacramentos. La confesión es un
sacramento. No puedo creer que tu hermano y vos sean dos
angelitos tan igualmente buenos, cumplidores y
sacrificados.
—No lo entiendo, Padre.
—Sí me entendés. Te pido una sola cosa: si no creés en
ningún sacramento, no te confieses.
Al día siguiente combinamos con José María que él sólo
confesaría los pecados veniales. Y yo a la inversa.
Inconscientemente, el Padre Efraín nos había dado el
matiz que tantas puertas nos abriría en el futuro.
Al día siguiente pedimos confesión general.
—Quiero hacer confesión general, Padre Efraín —dije,
arrodillándome ante él.
—¿Qué pecados has cometido? —preguntó
mecánicamente y sin titubear, respondí:
—Todos.
—¿Qué es «todos»?
—Todos..., Padre.
—Bueno, comencemos. Primero...
—Nunca me enseñaron a honrarlo.
—¿No tomaste la comunión?
—Sí..., a los ocho, pero después... El abuelo no quería
que fuéramos a misa... Y eso que en la estancia hay capilla.
El Padre Efraín apoyó su mano en mi hombro. De alguna
manera, pensé que era mi primer triunfo.
—¿Segundo?
—No tenemos padres, no los recuerdo. Me hubiera
gustado tenerlos.
Fríamente le relaté al Padre Efraín el naufragio del
«Principessa Mafalda». Recordé lo que Guastavino me había
dicho en el entierro del radical y dije:
—En la Recoleta están enterrados; pero dentro de los
cajones no hay nada. Se los comieron los tiburones.
—¡Hijo mío...! —me interrumpió, emocionado, el Padre
Efraín.
Y comprendí entonces que el mea culpa bien
administrado sería lo que más nos favorecería para
sobrevivir esos años.
Cuando vinieron los pecados de la carne, los exageré
hasta hacerlo ruborizar.
—¡Pobres niños...! Como animalitos... ¡Oh! ¡Almas
perdidas!
Y comprendí de pronto que había comenzado a vencer a
mi abuelo.
Nunca pensábamos en escaparnos. Sabíamos que
cumpliría la amenaza de un correccional y. además éramos
demasiado conscientes de nuestro apellido. Y ; eso nos
hacía cobardes. No podré explicar este sentimiento de casta
que me ha perseguido durante tantos años: anulando la
rebeldía, impidiéndonos liberarnos de Braceritas y de
nosotros mismos.
Expliqué con todos los detalles nuestras idas a casa de la
Parda y cómo, en esos días de encierro, la fornicación me
había poseído.
El Padre Efraín tuvo que poner fin a la confesión:
—Basta por hoy..., ya es bastante. Y hay mucho tiempo.
Se olvidó de darme penitencia y el «Yo pecador» lo dije
por mi cuenta, para impresionarlo. Convine con José María
que su confesión sería distinta. El se presentaría como el
angélico, pero sin contradecir ninguna de las cosas que yo
había confesado.
El cambio fue inmediato. Sentimos, casi
instantáneamente, que toda la Compañía de Jesús nos
miraba piadosamente. Cada uno de ellos veía en nosotros
las ovejas descarriadas que habían encontrado al fin su
hogar.
Y trataron de dárnoslo.
Llegó el día de Navidad; habíamos rendido ya todos los
exámenes. En nuestro pabellón no quedó uno solo de los
muchachos. Esto nos alegró porque casi no hablábamos con
ellos. Nosotros éramos hombres y ellos adolescentes que
estaban pupilos por exceso de travesuras familiares.
Además, después de todas las confesiones pasamos, casi
de inmediato, a integrar el otro bando, el de los curas:
éramos los encargados de la utilería escolar y de la santería.
La sacristía era para nosotros la puerta que daba a la iglesia
y la iglesia era la calle. Algo nos faltaba para que la
confianza en nosotros nos hiciera manejar la camioneta del
Padre cocinero. Algo faltaba y eso nos lo dieron las fiestas
de fin de año.
Para Navidad prepararon una cena después de la Misa
del Gallo. Nos sentamos en una pequeña mesa junto a ellos.
Comieron felices y nos dieron por primera vez vino blanco.
Pienso que hubieran sido mucho más felices sin nosotros.
Fuimos afortunados. Supimos inspirarles lástima. Para el
31 de diciembre no pudieron aguantar nuestra presencia. Y
nos mandaron a la casa del capellán Heriberto Ramírez, que
vivía en la isla de Guadalupe. Fue nuestra primera salida. A
las nueve de la noche nos despedimos de los Padres y como
no había lancha de regreso hasta el día siguiente, teníamos
orden de regresar a mediodía del primero de enero.
Heriberto vivía con su hermano, más viejo y más flaco
que él. Apenas nos sentamos a la mesa comenzaron a
beber. La conversación era a gritos, porque los dos eran
sordos. Heriberto trataba de explicarle quiénes éramos.
Apenas los vimos dormidos sobre la mesa, decidimos
disparar. No teníamos lugar fijo. Pero al llegar habíamos
visto un salón de baile, entre el rancherío.
Salimos como dos desesperados. Teníamos las horas
contadas y nuestro único deseo era poder encontrar alguna
sirvienta fácil o alguna mujer de la isla. La sensación de un
posible fracaso me impedía correr.
Pasamos al lado de una casa donde había dos mujeres de
cuarenta años más o menos, sentadas en los escalones del
zaguán. Un letrero decía: «Martha y Lucía, costureras».
—Feliz año nuevo, muchachos —nos gritaron entre risas
y mohines. .
—Seguí —ordenó José María—; son viejas.
—«Más vale pájaro en mano...» —respondí sabiamente—.
Tenemos apenas una hora; si nos ponemos a elegir. Por lo
menos parecen limpias.
Nos hicieron entrar y nos sirvieron pan dulce,
garrapiñadas y sidra tibia. Creo que la mía era mayor.
Pintaba sus labios en forma de corazón. Por el cuarto había
esparcidos alfileres, hilachas, trozos de telas diversas.
Las doce de la noche y el nuevo año nos encontraron en
sus brazos. Fueron dóciles y pudorosas. Cada una de ellas
tenía un cuarto empapelado con margaritas y una pequeña
araña de caireles de colores. Las mujeres estaban
perfumadas con «Narciso Negro»; a mí, me pareció la más
exquisita de las fragancias. Pensé que el Padre Efraín las
había mandado para salvarnos de la concupiscencia.
—Cuidado con los alfileres. Toda la casa está llena de
alfileres —repetían todo el tiempo—. ¡Tenemos tanto
trabajo!
—¿De dónde vienen? —preguntaron. —Nos aburríamos
en el centro.
—¡Qué ricos! Tan blancos
Pensé que estaría mucho mejor si hubieran sido siempre
gordas y no con esa gordura que rellenan los años,
olvidándose de la cintura y de las piernas.
Pensé en Guastavino y el recuerdo de Mariana me
oprimió la garganta.
Lucía —así se llamaba la que me había tocado— hizo
girar una matraca de madera junto a mis oídos. José María
levantó el vaso de sidra y me miró sin decir nada. Me sentí
feliz de que estuviera allí, conmigo. Después de todo, él era
mi familia.
—¿Podemos volver otra vez? —preguntó humildemente
José María.
—Eso lo veremos... —y rieron enseñando sus dientes de
oro.
Creo que nunca pensé que el cuerpo de la mujer pudiera
ser un baño de agua tibia, un colchón de plumas o una
playa de arena. Ni repulsión ni asco; eran limpias, estrechas,
con los senos todavía erguidos. Y hablo en plural porque
eran tan parecidas que imagino que José María pensó lo
mismo. Además, me aceptó en silencio, como si realmente
me hubiera estado esperando.
Las dos salieron a despedirnos. No sin antes arrancarnos
nuestros nombres.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Qué suerte! Vuelvan, vuelvan. Siempre es
bueno saber que se tienen amigos en Buenos Aires y de la
mejor gente.
No me hubiera parecido honesto ocultarnos.
Comenzamos el año siendo nosotros mismos.
Al salir, José María me dijo:
—Tuvimos suerte, ¿eh?
Sí, la tuvimos.
Y sentí una profunda pena por los dos.
«Si las hubiera visto Guastavino, no me saludaba más»,
pensé tristemente.
CAPÍTULO XV
I
Fingí arrepentimiento de todo aquello que fueran
pecados de la carne. Asistía como un sonámbulo a los
oficios de la misa, a los retiros espirituales y a las novenas.
Confesaba mi falta de fe, pero el Padre Efraín no se
preocupaba mayormente. El decía que la Gracia me sería
concedida en cualquier momento. Y que mi hermano José
María —que simulaba una fe simple y sin problemas— era
menos inteligente que yo; por eso no tenía problemas de
conciencia.
Pienso qué hubiera sido de mí sin José María. Nunca sentí
en esa época una sensación tan grande de agradecimiento.
Pensaba que después de la muerte de Guastavino, había
heredado a mi hermano.
José María vivía soñando con la «La Enamorada». Y
gracias a él la quinta de la Villa del Señor, que quedaba
cerca de San Javier, mejoró hasta el punto de llegar a
cosechar alfalfa para el pastoreo de dos vacas que surtían
de leche al colegio.
Nuestra eficacia nos hizo ingresar en esa gran familia
que era la Compañía de la Inmaculada. Yo llevaba desde
esas primeras vacaciones los libros del colegio, iba a los
bancos, hacía los trámites ministeriales; quizá pensaron que
la Gracia me llegaría más fácilmente en una oficina
ministerial, por ejemplo, que en las novenas y otros oficios
religiosos.
Sabiduría e ingenuidad se mezclaban en ellos. Pero
nosotros no nos dejábamos engañar. Una sospecha que
confirmábamos a veces nos hacía comprender que los
jesuitas veían en nosotros una clase elegida. No olvidaban
en ningún momento que nos llamábamos Peña Braceras.
Nuestra culpa no podía ser tan grave. Y esto no lo razonó
Braceras. Si no, pienso hoy, nos habría encerrado en un
correccional. Sin embargo, después de ese verano, en que
consiguieron mitigar mi deseo de venganza —la muerte de
Guastavino, que se asociaba ahora el recuerdo de Mariana,
como si los dos hubieran sido arrancados violentamente de
mi vida, dejó de ser real y verdadera—, nos permitían salir,
con permiso, a cualquier hora del día.
Una tarde vi en las vidrieras del diario La Prensa el
retrato de Mariana con traje de fiesta, en un baile de
presentación en sociedad. Su figura se superpuso con la mía
reflejada en los cristales. Me vi flaco, desgarbado, con el
rostro cubierto por un acné y con un canasto de verduras en
un brazo.
Fue tan grande mi indignación e impotencia que mi
primer deseo fue romper el vidrio de una trompada.
El Padre cocinero era un eunuco feliz y piadoso, dejó el
canasto en el suelo, y temeroso me reprendió:
—¿Te has vuelto loco? Ni que hubieras visto al diablo.
—Hija de perra.
—La virgen María y tu madre fueron mujeres; no lo
olvides.
—¡Al diablo con ellas!
Y, comprendiendo la gravedad del asunto, guardó
silencio.
Ni la confesión ni ninguna de las medias palabras
pronunciadas al azar caían al vacío para los jesuitas.
Esa noche me di cuenta de que toda la Compañía estaba
enterada del asunto. Y nos sirvieron vino en la mesa.
Al acostarme, dije a José María.
—Vi la fotografía... de las dos muchachas —mentí— en el
diario La Prensa. Las muy... Ni una carta...
—No sabrán que nos dejan salir —me corrigió sin
mirarme, José María.
—Podrían averiguarlo.
—María Mercedes se cansó de escribirnos.
—Ya me las pagará todas juntas.
José María no contestó. Al día siguiente el Padre cocinero
dejó un paquete de ropas envuelto con el diario La Prensa.
Recorté la fotografía y la guardé junto a la de Guastavino y
el discurso de Lisandro de la Torre.
Pero ya no tuve paz. Andaba solo y malhumorado. Ellos
nos dejaban la tarde libre y la puerta abierta del refectorio.
Nuestras escapadas eran a ver a las Pisani (así se
llamaban las costureras de la isla). No teníamos tiempo para
buscar otras mujeres. Caíamos a cualquier hora. Nos hacían
pasar por la puerta de atrás y nos servían confituras y
oporto. Los trajes, los alfileres y ese olor a paño oscuro
característico me impedían, a veces, entregarme totalmente
al placer.
Su obsecuencia me irritaba.
De vez en cuando decían:
—Ustedes están acostumbrados a otra cosa... Tienen que
perdonarnos, esta casa es tan modesta.
Cada vez que las dejaba juraba no volver. Nosotros
formábamos parte de un mundo de mito y misterio.
Agradecían nuestra presencia sin exigirnos nada. Como no
teníamos dinero —apenas lo que robábamos de las
alcancías de San Antonio— les llevábamos raso de santuario
y puntillas de Bruselas.
En el convento nunca se dieron cuenta, o hicieron como
que no se daban cuenta. Yo llegué a confesarle al Padre
Efraín mis idas a casa de las Pisani; amparándome en el
secreto de la confesión, relataba los hechos con
minuciosidad para verle ruborizarse. Y él, como si se tratara
de un droguista, me decía:
—Arrepiéntete; vas mejorando. Un día sabrás que la
carne sólo se satisface en el acto del amor. Nada más que
con amor. Entonces la Gracia bajará a ti.
—No me llega, Padre —y confundido, fingiendo llorar,
continuaba—; la espero, la necesito, ¡cómo la necesito!
—Todos rezamos por vos. Todos.
—Pero no me llega. Padre.
El Padre Efraín sollozaba. Yo no tenía piedad para con él.
Sólo para José María y para mí. Los días de retiro espiritual
redoblaban sus atenciones para que me «llegara» —como
ellos llamaban sin nombrarla—,la Gracia.
Pero yo dejaba la «llegada de la Gracia» para el final,
como último recurso si las cosas dejaban de favorecernos.
Estaba dispuesto a todo.
Los meses de verano eran quizá los más soportables, El
convento era nuestro y hasta nos bañábamos desnudos en
la fuente. Todos sabían que yo amaba a mi prima Mariana;
la veían como la salvación de mi vida, de mi
concupiscencia, y como la única posibilidad de mi
realización.
EL Padre Efraín no me hablaba de otra cosa que de la
bendición del amor, de los hijos y de la Sagrada Familia.
Por José María no se preocupaban. Lo creían sano de
mente y de cuerpo. Se había convertido en alguien tan
imprescindible en el convento, que no atinaban a corregirlo.
Cuando no era una instalación eléctrica, se trataba de algún
pozo ciego o de un corto circuito en la capilla. También era
enfermero. Su trato con las vacas lo hizo ducho en poner
inyecciones, cataplasmas y ablandar forúnculos. Además,
aplicaba gualichos para empachos y dolores de cabeza. Yo
me apoyaba en él. No sabía cómo hacerle la vida más
agradable y, cada vez que iba a la granja de San Gabriel, yo
me sentía feliz y liberado. Entonces comencé a leer: durante
cuatro años no hice otra cosa. En la biblioteca sólo había
libros de vidas de santos y una que otra obra piadosa de
Péguy, León Bloy, Claudel y Benavente. Nunca supe por qué
estaba allí la colección completa de sus obras de teatro. Me
inscribí en una biblioteca rodante de la librería Castellví y di
la dirección de las Pisan. Leía para poder olvidar
transitoriamente el mundo de mis fantasmas. Sin embargo,
el recuerdo del pasado se enriquecía. Y mi abuelo, la visita a
Urtubey, el entierro del radical y, sobre todas las cosas, el
asesinato de Guastavino, volvían a mí como hechos
desnudos, descarnados.
Recordar era abrir un libro cuyo protagonista era siempre
yo mismo; los otros personajes: Mariana, José María y
Guastavino. A Guastavino no tenía capacidad para juzgarlo.
Su muerte me había dejado tan vacío y desgarrado que ni el
olvido natural de la adolescencia podía liberarme de su
recuerdo.
Una tarde vi entrar al Padre portero con una gran sonrisa.
—El amigo... es cura, va a ser cura.
Y vimos llegar a Gonzalo acompañado de una delegación
del seminario de Rosario. No podré precisar la impresión
que me causó su llegada; tan delgado como nosotros, el
rostro cubierto de acné, feliz y conmovido.
El director y el Padre Efraín presenciaron satisfechos ese
encuentro.
Cuando nos abrazamos sentí el mismo olor a trapo negro
de los curas. Y pensé que Gonzalo era uno de ellos, aunque
le faltaban años para consagrarse. Lo llevamos con nosotros
al dormitorio.
No sabíamos por dónde empezar. Sin embargo una
pregunta me quemaba y la largué sin meditar.
—¿Cuándo estuviste la última vez en Avellaneda?
—El mes pasado —y adivinándome, dijo—: y también con
las muchachas en Buenos Aires... Si, fui a Buenos Aires.
II
—¡Hablá...! ¡Hablá...! —exigió Adolfo.
—Mariana está en el Michel Ham. Julieta con Braceritas,
pero va todos los domingos a buscar a Mariana con la
fraülein a Buenos Aires. ¿Y ustedes... por qué?
Adolfo permaneció silencioso.
—¿Qué sé yo? —se defendió José María.
—¿Qué te contaron? —inquirió Adolfo.
—¡Se dicen tantas cosas...!
—¿Qué cosas?
—Bueno... Algo relacionado con la muerte de Guastavino.
Braceritas tenía miedo que siguieras su camino.
Adolfo lanzó una carcajada y comenzó a quitarse los
zapatos.
—La cuestión es que hace medio año que estamos aquí
—dijo para cambiar el giro de la conversación. —Casi como
vos.
—No nos va tan mal; nos haría falta algo de plata. Hasta
tenemos dos amiguitas.
—¿Amiguitas? —corrigió riéndose José María—. Si las
vieras. Juntas tienen doscientos años.
Gonzalo temía que la conversación tomara el giro que
ellos siempre les daban para humillarlo.
—¿Y cuándo salen?
—De aquí a tres años. Cuando nos recibamos.
—¿Tanto?
—Ya vas a ser cura. Y, decime, ¿cómo se las arreglan...?
¿Soñás mucho?
Gonzalo bajó los ojos.
—¿Saben? Salgo todas las noches...
—¿Todas las noches? ¿Adonde?
—Sí, con el Padre de guardia; atendemos a los
moribundos.
—¡¡No!! Así que sos un becamorto.
—No siempre mueren.
—¿No era que ibas a ser cura? Mucho más divertido es
confesar a las mujeres.
—Dirijo el teatro también. Estamos preparando La Pasión
para Semana Santa; yo hago de Jesucristo —y para
entretenerlos agregó—: ¡Representamos en los colegios de
monjas!
Los muchachos comenzaron a saltar por el aire.
—Cuidado con caerte. No vaya a ser que les enseñes
todo y no te dejen salir más —dijo José María.
Gonzalo rió también; estaba acostumbrado.
Se levantó dirigiéndose al armario entreabierto de
Adolfo; vio el retrato de Guastavino y un recorte de diario.
—¿Y eso? —preguntó, refiriéndose al diario.
—Eso es algo que escuché una vez, hace tiempo. Es de
De la Torre.
Gonzalo se horrorizó.
—¿De él?
—¡Sí! ¿Y qué?
—No cree en Dios. ¿Y sabes lo que dijo? Que Jesús no era
hijo de Dios y que tenía ocho hermanos.
José María se levantó y haciendo una reverencia,
refiriéndose a Gonzalo, ironizó:
—¡Cierto! El señor cree en la virginidad de María ¡y de
todas las mujeres!
Adolfo, tratando de controlarse, con voz temblorosa,
agregó:
—Dijo eso y muchas cosas más... Por ejemplo, que sólo
nosotros podemos matar nuestras vacas y vender su carne.
Los dos se volvieron a mirarlo como si se hubiera vuelto
loco.
—¿Qué tienen que ver las vacas con la virgen María?
La delegación penetró en el dormitorio y arrastraron a los
muchachos al jardín.
Allí comenzaron a jugar al básquet.
Adolfo aprovechó que Gonzalo no jugaba.
—¿Me podés hacer un favor?
—Dos.
—Hablale a María Mercedes: decile que podemos verlas
cuando quieran; si vienen, que nos escriba aquí —y le dio la
dirección, de las Pisani.
Pensó instintivamente en la alegría que les daría a las
mujeres recibir una carta dirigida a nombre de ellos.
—Mañana mismo lo haré.
Adolfo le devolvió la mirada, pero no se atrevió a
agradecérselo. Después de todo era un sirviente de «La
Enamorada».
Arrepentido de ese pensamiento, se acercó y le dijo:
—Algún día, alguna vez, te contaré todo. —Incoherente,
con la mirada nublada, continuó—: Braceritas lo hizo matar
por los Valenzuela; te lo juro. No se lo perdonaré nunca,
nunca.
Gonzalo palideció.
—¡Dios mío! ¡Estás loco!
—¿Loco?
—¿Y José María?
—El no lo sabe, solamente me vio y oyó gritárselo; sí, en
la cara, en plena cara. Por eso estamos aquí.
—Dios te guarde.
—¿Dios...? ¡Al cuerno con Dios! —respondió Adolfo.
Gonzalo lo miró de la misma manera que el Padre Efraín;
Sin remedio; aguardando la llegada de lo sobrenatural: su
única y posible salvación.
III
Después pasaron a] comedor. Gonzalo se sentó entre los
dos hermanos. Comió triste y en silencio.
A los postres, dijo Gonzalo, a manera de despedida:
—Quédate tranquilo; estás vengado, si es cierto lo que
decís—. El —dijo refiriéndose a Braceras—, ya no tiene ni
tendrá paz en su alma.
—¿Y a mí que me importa? El otro está bajo tierra; con
los gusanos.
—Más arriba, mucho más arriba, por vos. Porque vos lo
querés así —y temiendo haber dicho una herejía, agregó—;
vos y Nuestro Señor.
Al terminar la comida toda la Compañía los acompañó
hasta la puerta de la calle y los despidieron desde la vereda.
Esa noche, cuando Adolfo estuvo en su cama, hundió su
cara en la almohada para que José María no escuchara sus
sollozos.
Pero al amanecer, una nueva esperanza lo mantuvo
despierto. Gonzalo llevaba un mensaje.
Y Gonzalo, mientras los Padres dormían a su lado, en el
coche, apoyado en el breviario, redactaba una carta para
Mariana y Julieta.
IV
Mis visitas a las Pisani tenían ahora otro motivo: esperar
la carta de mis tías. Las mujeres, como lo había imaginado,
agradecieron nuestra prueba de confianza. Y nos
prometieron avisar al cartero.
A los pocos días recibimos un telegrama que anunciaba
su llegada. Nunca creí que ese hecho pudiera alegrarme
tanto. La llegada de ellas significaba no sólo nuestra
liberación —nunca pensamos en huir, porque éramos
conscientes de que, en cualquier lugar de la República,
Braceritas podría encontrarnos— sino la posibilidad de
recibir dinero.
El encuentro se produjo unos días más tarde. Llegamos a
la casa para ver si tenían noticias. José María fue el primero
que divisó un Dodge descubierto, y a Gaspar, el chofer,
sentado en el estribo.
Entramos en la casa. Nos tomaron en sus brazos:
—¡Hijos, pobres hijos...! Solos, flacos, abandonados... —
se lamentaban.
No podré olvidar el rostro de felicidad de Martha y Lucía,
sorprendidas por la magnificencia de las dos mujeres
vestidas a lo fin de siglo, con sombreros dé pluma paraíso,
gargantillas de perlas, impertinentes de platino.
Mis tías no tenían palabras de agradecimiento para esas
dos mujeres que ellas imaginaban protectoras de dos niños
desamparados.
Nos sentamos a la mesa.
—¿Por qué? —preguntaban, lo mismo que Gonzalo.
Era la pregunta que corría de boca en boca: ¿por qué?
José María me sacó del paso.
—¿Qué les dijo Braceritas?
—Que andaban en malas compañías con...
—¡Quién es él para hablar de malas compañías!
No dijeron una palabra más y cambiaron de
conversación. El hecho no tenía remedio.
Las Pisani nos sirvieron el té en la galería. Veía la mirada
de las mujeres clavadas en las manos de mis tías cubiertas
de anillos y pulseras de brillantes, esmeraldas y rubíes.
Recordaba a estas mujeres desnudas, en el doloroso e
impúdico coqueteo que precede a la entrega. Se sentían tan
sorprendidas que sospeché que jamás volverían a
entregársenos. De pronto, la vejez las había asaltado
irremediablemente y la aceptaban sin luchar, para
parecerse a mis tías. «Son dos patricias» —se repetían.
El colmo de la sorpresa fue cuando mi tía Mercedes las
invitó a tomar el té en el Hotel Ritz, al día siguiente.
Cuando entramos en el auto y nos sentamos en los
trasportines, volví a sentir que el mundo me pertenecía.
Proyectaban permanecer en Santa Fe para conseguir una
entrevista con el Director General de la Inmaculada para
poder visitarnos en secreto, sin que se enterara Braceritas.
Yo tenía en mis labios una sola pregunta y se la transmití
a José María.
—¿Y las muchachas?
—Vienen la próxima semana, al baile de presentación del
Jockey. Una amiga de Mariana las invitó.
No en vano había pasado el año más desgraciado de mi
vida. Ahora las cosas comenzaban a favorecerme. Pero
inmediatamente me asaltó otro pensamiento hasta
desgarrarme. A la hora en que ella comenzaría a vestirse
para ir al baile, nosotros entrábamos en el dormitorio, como
las gallinas, o los chicos. Apreté el puño, hasta clavarme las
uñas.
—Ellas han sufrido mucho estos meses, cuando les
devolvían las cartas cerradas —dijo Mercedes.
Volví a respirar.
—Querían venir con nosotras —continuó.
El plural me desesperaba.
—La que es un alma en pena es Felicitas. No sé qué
decirle. Es capaz de abandonar a tu abuelo y venirse aquí...
Sentí cómo crecía nuestro poder y dije:
—Decíselo...
Cuando llegué al colegio corrí a encontrarme con el Padre
Efraín. Inventé un casual encuentro con mis tías, y dije las
palabras clave.
—Son tan viejas, Padre, tan viejas... Sólo nos tienen a
nosotros y a las Vicentinas. Quieren dejarlo todo a las
Vicentinas..., todo.
Fue nuestro abracadabra; ellos mismos se ofrecieron
para recibirlas.
Nuestras tías, en la primera visita, ya habían hecho una
donación para la ampliación de la granja de San Gabriel.
El convento se convirtió en nuestra casa. A los pocos
días, el gobernador anunció la visita, acompañado, dijo, de
un ilustre visitante. Ese visitante era mi abuelo.
Nos mandaron llamar y él, sin ningún titubeo, pasó el
brazo por mis espaldas y me retuvo contra su pecho.
—He querido que se eduquen con ustedes, para que los
enderecen... —le dijo al Padre rector.
Yo sentí el latido de su corazón en mis oídos y pensé, con
honda satisfacción, que algún día dejaría de latir.
Visitaron el colegio: las aulas, los dormitorios, la capilla.
Mi abuelo vestía un traje oscuro, galera, guantes y polainas
blancas. Esa visita nos abrió más puertas todavía. Los
Padres adivinaron que, de alguna manera hubiéramos hecho
ló que fuera, mi hermano y yo éramos su única familia.
Éramos su herencia, su única sangre. Al despedirnos, con un
olvido total de injurias e insultos, me acarició la cara, pero
no se atrevió a sostener mi mirada.
—Pronto nos mandará a buscar —dijo José María.
—No lo creo —aseguré—; hubiera dicho cualquier cosa
hoy, delante del gobernador—
Y me arrepentí de quitarle a José María las últimas
esperanzas de volver a «La Enamorada».
Al día siguiente, en un recreo, vi a José María rodar con
un compañero de clase por el suelo. Me acerqué a
levantarlo.
—Vení —dijo—; no le hagás caso. Total, tiene razón.
No quiso decirme el motivo, pero sospeché que se
trataba de algo relacionado con la visita de mi abuelo.
—¿Por qué te peleaste?
—Siempre lo mismo; es un radical asqueroso... —dijo por
decir algo.
Pero yo tenía un solo pensamiento que me preocupaba
esos días: la llegada de Mariana.
Una tarde llegamos al hotel acompañados por el Padre
cocinero. Traía, de regalo para mis tías, unos dulces de
grosella de la granja. Un perfume a nardo, inconfundible,
me hizo comprender que Mariana estaba en el cuarto. Las
piernas no me sostenían. Me apoyé en el contramarco de la
puerta. Y pude ver su cabeza ocultándose detrás de Julieta.
Me acerqué lentamente, avergonzado de mi delantal gris
y, cuando estuve al lado de ella, comprobé que yo ya le
llevaba la cabeza.
Julieta se adelantó para abrazarnos y Mariana abrazó a
José María y, sin mirarme, me ofreció indiferente su mejilla,
que apenas rocé.
En la habitación estaban esparcidos trajes y cajas de
sombreros. Casi no había lugar para sentarnos. Mariana,
indiferente a nuestra conversación con Julieta, iba y, venía
mirándome de soslayo. Y como si no fuera suficiente verme
tan humillado, habló con su amiga por teléfono y con risas y
medias palabras planeaba para esa noche un mundo de
fantasías e irrealidades que nosotros no podíamos
compartir.
—¿Y si se escapan esta noche? —indicó Julieta.
—¡Dios nos libre! —dijo Mercedes. . Nosotros también
comprendimos que eso significaría perder con la Compañía
todas las ventajas futuras.
—¿No tienen smoking?
—¿Smoking? Este es nuestro smoking —dijo José María
señalando su delantal.
Mariana rió insolente. Y pensé con terror cuánto tenía
que haberla herido para que todavía no me hubiera
perdonado por la última noche de «La Enamorada».
—¿Quién es ese payaso? —fue lo único que preguntó
refiriéndose al Padre cocinero.
—Más payaso sos vos, toda pintada; a tu edad —le
respondió José María.
Y ella, sin inmutarse, sacó de una funda de seda un
vestido que en esa época me pareció terriblemente
impúdico. Era de tul con breteles de perlas. Se lo colocó
sobre el vestido y mirándome desafiante, preguntó:
—¿Les parece que me quedará bien?
Mis tías y Julieta nos acompañaron al comedor.
—¿Comen bien los pobrecitos? —preguntaban mientras
nos servían tortas y cremas.
Pretextando un olvido volví al cuarto.
Mariana me abrió la puerta. De un empujón la separé de
mi lado. Descubrí el vestido y con el cortaplumas, sin que
ella tuviera tiempo para reaccionar, lo corté en varias partes
y me fui.
Esa noche no pegué los ojos. Pensé que Mariana no había
podido ir al baile. Pero en la misa de seis y media vi cómo se
volvían las cabezas de los muchachos hacia la parte de
atrás de la iglesia.
Allí estaban Mariana y Julieta rodeadas por tres
muchachos vestidos de frac. Ellas tenían un saco puesto
sobre los hombros y un pañuelo en la cabeza, pero no
conseguían disimular el traje de fiesta. También dormitaba
entre ellas una mujer parecida a fraülein Elise.
En el momento de la comunión creí que me iba a
desmayar. Salí de la iglesia y me senté en un banco del
claustro para reponerme.
No pensé que Mariana me seguiría; el frou-frou de su
traje largo me anunció su llegada. Escondí mi cabeza entre
las manos y eso la desarmó.
—¿No te sentís bien? —me preguntó tiernamente.
—Ándate, estúpida, te pueden ver. ;
—Yo no tengo la culpa. Sin mí, Julieta no iba al baile.
Pensé que esa explicación me mantendría vivo mucho
tiempo.
—A mí qué me importa.
—Sí que te importa —y después de un silencio, como
para valorar aún más su acto de humillación, dijo: —Tengo
que estar mañana en el colegio. Pero vendré con María
Mercedes todas las veces que pueda.
—A mí no me interesan las mujeres manoseadas —dije
sin pensarlo— que se pasan los días de baile en baile.
Ella se levantó de mi lado y terminó serena:
—Si te referís a los muchachos que están con nosotras,
te equivocas... Por lo menos no han andado con asesinos,
como vos...
La miré espantado.
—¿Y vos qué sabes?
—Lo que saben todos. Por eso están aquí.
—A los asesinos no los entierran envueltos con la
Bandera Argentina.
Y comprendí que había triunfado.
Indefensa y arrepentida, cuando oyó el último
campanilleo de la misa, dijo:
—Tengo que irme... —y, para mostrarme su herida,
agregó—: seguramente te escribirás con Rosa Padilla...
—Con ésa... ¡Estás loca!
Cuando escuchamos las Avemarías finales, la miré
desesperado. Ahora era yo quien rogaba clemencia.
Con un gesto de dolor y de angustia, me acarició la
mejilla. Tuve deseos de arrodillarme a su lado, pero sólo
atiné a esconder mi cabeza entre los brazos. Y nunca me
sentí más feliz y a la vez más desolado e impotente.
Allí me quedé hasta que salieron de la iglesia; en ese
patio de altos muros, sombrío; en ayunas, con ese malestar
de las madrugadas que no pude evitar en todos los largos
años de encierro.
CAPÍTULO XVI
Esas vacaciones José María partió para “La Enamorada”.
Adolfo trató por todos los medios de explicarle que él
pasaría esos meses leyendo desde la “l” hasta la “n” de su
biblioteca rodante.
José María no pudo resistir la tentación de regresar a “La
Enamorada”. Gonzalo lo esperaría en Rosario para hacer
juntos el viaje. Braceritas estaba demasiado ocupado en la
campaña electoral para la gobernación y ante el pedido del
muchacho no titubeó, dejando bien marcado que Adolfo
debería permanecer en la Inmaculada hasta terminar el
bachillerato.
Pero para Adolfo la idea de quedarse solo en el colegio,
sin la presencia de José María –que inevitablemente lo hacía
responsable de su encierro—, lo llenaba de felicidad.
Además, se sentía feliz de estar del lado de la compasión. Y
pensó con placer que Mariana no tendría un solo momento
de felicidad sabiéndolo encerrado con los jesuitas.
Pocos días antes de la partida de José María, fueron a
despedirse de las Pisan.
—Mirá quién está ahí —dijo Adolfo como si hubiera visto
un fantasma— ¡Felicitas…!
Ella, con el mismo sombrero de plumas y frutas, un
paraguas y una canasta de mimbre se arrojó llorando a los
pies de los muchachos.
—Nadie, nadie me arrancará de aquí, nadie —repetía
entre sollozos.
Y dirigiéndose a Adolfo, continuó:
—Todo el verano aquí, en este pozo, en este infierno de
calor—dijo refiriéndose a Santa Fe—Aquí se queda tu
Felicitas. Todo el verano..., no me separaré de tu lado.
Las Pisani no salían de su asombro. Para ellas, una criada
de «La Enamorada» era algo sagrado: un objeto precioso de
ese mundo inalcanzable, del mundo de las Aguirre; de la
casa de la calle Rodríguez Peña que ellas sólo, conocían por
las revistas de sociedad.
Felicitas había dejado «La Enamorada» con gran
alboroto, pretextando ante Braceritas la enfermedad de una
cuñada en Rosario. Iba dispuesta a trabajar de sirvienta en
cualquier lado, con tal de que Adolfo no pasara ese verano
solo en Santa Fe. Las Pisani, conmovidas por su presencia,
la obligaron a quedarse con ellas a cambio de que les
ayudara en la costura.
Felicitas significó mucho más para las dos mujeres;
mientras estuviera con ellas las unía con las tías de la calle
Rodríguez Peña. Y por boca de Felicitas participaron de los
cuentos, anécdotas y tradiciones de las: Aguirre y
Braceritas, como ya los llamaban.
Adolfo despidió a su hermano en el tren nocturno y por
esta vez le permitieron regresar a las diez de la noche.
Caminó hasta el Colegio por las calles de la ciudad, que se
despertaba de un día abrumador.
«Realmente, Santa Fe es un pozo de humedad y de
fuego» —pensó. Pero el hecho de estar solo y José María en
viaje a «La Enamorada», lo llenó de bienestar.: Al doblar una
esquina vio venir una manifestación de muchachos que al
grito de: «¡Mueran los cipayos vendepatria! ¡Viva Alemania!
¡Abajo Polonia! ¡Danzig! ¡Danzig...!», se desbandaban por
las calles con antorchas encendidas.
—¿Quiénes son?... —preguntó al pasar.
—Nacionalistas.
—¿Por qué gritan?
—Los alemanes quieren el Corredor Polaco.
Al llegar al colegio se encontró con la puerta principal
abierta.
El patio y los claustros estaban iluminados y de la iglesia
venía una oración fúnebre, semejante a un quejido.
Toda la Compañía estaba en la capilla.
Se dirigió allí y el Padre Efraín le indicó que se arrodillara
a su lado.
—Reza; reza como puedas. Se nos viene encima la
segunda guerra mundial. Los judíos vuelven a ser
perseguidos y asesinados en masa.
El Padre agachó la cabeza y no pudo rezar porque le latía
demasiado fuerte el corazón.
Desde ese día Adolfo comenzó a alargar en una hora su
regreso por las noches. El Padre portero lo esperaba
dormido en el banco de madera hasta las diez. Y el Padre
Efraín le había dicho que si alguna vez se le hacía tarde le
arrojara piedras en la ventana del oratorio que daba a la
calle 3 de Febrero, para abrirle la puerta del baldío.
—¿En qué letra vas de tu famosa biblioteca rodante..? —
le preguntaba siempre.
—Volví a la D, Padre: Dostoievsky. Ahora voy también a la
Facultad de Derecho; se lee mejor.
El Padre Efraín acarició la mejilla de Adolfo y sin escuchar
sus últimas palabras, dijo:
—Un gran cristiano... Sigue, sigue y verás cómo la Gracia
llega cuando menos la esperás. Sobre todo, a los corazones
atormentados como el tuyo, y de ese escritor que estás
leyendo.
No se atrevía a confesárselo, pero, desde hacía tiempo,
asociaba al Padre Efraín con Guastavino. Y ese pensamiento
le preocupaba. Guastavino era para él, la idea dolorosa de
la muerte, de la soledad y el desamparo. Muchas veces
había pensado en escribirle a la francesa, pero temía que
ella ya no le fuera fiel al recuerdo de Guastavino. Esta idea
lo desesperaba.
Una tarde, en la biblioteca de la Facultad de Derecho, se
le acercó un muchacho.
—Te he visto leer La rebelión de las masas. ¿Estudiás
Derecho?
—Todavía no; me recibo de bachiller este año.
—¡Ah! —dijo, y volvió a su lectura.
Pero al rato lo volvió a interrumpir:
—Salgamos a fumar un rato. Aquí está imposible. ¡Cada
vez hace más calor en Santa Fe!
—Mucho peor es afuera.
—Me voy a presentar: Carlos Blanco.
—Adolfo Peña.
—¿ Santafecino?
—No; porteño.
Salieron a los atrios de la Universidad.
En ese momento, Adolfo vio venir a un hombre, joven
todavía, de anteojos de aro muy oscuros, acompañado de
varios profesores.
Cuando pasó, Blanco dijo:
—Es el decano de Derecho; un gran argentino; no un
cipayo, como el rector del Consejo.
Adolfo volvió a escuchar esa palabra por segunda vez en
su vida. No se atrevió a indagar su significado.
—Quieren que sigamos siendo una colonia. Pero esto se
termina: tienen pocos meses de vida. La guerra decidirá su
fin.
Adolfo no respondió. El muchacho siguió incoherente:
—Aquí nos quieren vender con todo. Mira el país: ¡qué
asco! Toda nuestra patria vendida, entregada al
imperialismo inglés.
—Y también nuestras carnes —dijo Adolfo con sabiduría.
—De eso no hablemos...
—De nada sirvió la prédica de De la Torre —continuó
Adolfo emocionado ante sus propias palabras.
—¡Ese viejo macaneador! —respondió Blanco.
Instintivamente, sin poder contenerse, con un ímpetu
que él desconocía, como si su adversario fuera un enemigo
conocido, Adolfo trompeó la cara del muchacho, que rodó
por el suelo.
Otro grupo, que estaba más alejado, se acercó a
separarlos. El decano y su comitiva regresaron.
—Un loco; un chico estúpido —dijo desconcertado el
caído—; un día de éstos lo mato. Todo porque dije que. De la
Torre era un viejo macaneador.
Otro grupo se acercó a Adolfo.
—¿Qué pasó? —interrumpieron.
—Nada, nada.
—¿Sabes a quién trompeaste? Al jefe de la Alianza
Universitaria.
Adolfo regresó a la biblioteca, pero no pudo seguir
leyendo. «Saldré antes de que anochezca», pensó sin
avergonzarse. Tomó el tranvía, pero dos muchachos
mayores que él lo alcanzaron. Sintió que le temblaban las
piernas.
—¡Perdón...!, queríamos felicitarlo. Nos hemos enterado
de todo... Nos gustaría conversar. Somos de la F.U.L.
—¡Ah! —respondió Adolfo.
—No debe haber reaccionado todavía... ¡Bravo! Fue un
golpe perfecto.
—Su nombre es...
—Peña. Adolfo Peña.
—Nos dijeron que es demócrata progresista.
Adolfo no atinó a responder, pero se prometió buscar en
la Historia de los partidos políticos en la Argentina.
Se sentaron en las mesas de la vereda de un café, feliz
de llevar dinero en la cartera para poder pagar. Pero
temiendo que en la conversación adivinaran su ignorancia
con respecto a su pretendida tendencia política y que vivía
pupilo con los jesuitas, comenzó mintiendo:
—Vivo en Rosario; hoy vine por el día. Me voy dentro de
media hora. A fin de año termino el nacional y me vengo a
estudiar aquí.
—No se olvide de buscarme —dijo el mayor de ellos—,
quiero que colabore con nosotros. No olvidaremos lo que ha
hecho...
Se despidió hasta la próxima vez. Cuando entró esa
noche en el colegio, pensó que nunca más volvería a salir
con el Padre cocinero, ni tampoco podría volver a la
biblioteca de la Universidad hasta el próximo año.
Una tarde, mientras leía en el sótano del colegio, le
anunciaron la llegada de sus tías.
Cuando entró en la sala de recibo, vio una gran capellina
de paja de Italia, un vestido de gasa celeste y una pantalla
que se abanicaba en el aire. Era Mariana. Junto a ella, su tía
Mercedes.
Mariana volvió la cabeza y mirándolo desafiante, dijo:
—Te presento a Inés. Me voy a su estancia mañana —
agregó para defenderse.
Mercedes comenzó a besarlo como siempre y consiguió
que el Padre rector le permitiera llevárselo al hotel.
Nada podían negarle. Sus tías habían olvidado a las
Vicentinas por la Compañía de Jesús, y no sólo ayudaban a
la Inmaculada de Santa Fe sino a la de Buenos Aires.
Felicitas se fue al hotel para atenderlos e hicieron del
departamento presidencial un hogar que sólo duró unas
horas.
El departamento del Hotel Ritz tenía tres habitaciones
que se abrían a una sala de recibo. Los techos eran altos,
con cielorraso de yeso pintado con un fresco que relataba la
transfiguración de Venus. Las arañas con caireles de cristal
caían en medio del cuarto, como en el comedor de la casa
de Avellaneda; cuando se abrían las ventanas, los caireles
cantaban, movidos por el aire, con un extraño sonido.
Mi cama era ancha y mullida, y sobre todas las cosas,
había una puerta que comunicaba con el cuarto de Mariana
y su amiga.
Mariana tenía el extraño poder de hacer que me sintiese
fijado en el tiempo; sin necesidad de mirar el reloj, o tratar
de planear las próximas horas. Ella, consciente de ese
poder, olvidaba transitoriamente sus rencores para
mostrarme un presente fijo y permanente. Su amiga Inés
reía todo el tiempo. No recuerdo ni siquiera la forma de su
rostro porque toda mi atención se concentraba en perseguir,
hasta el último detalle, los movimientos de Mariana.
Pensé que en esos días me haría ingresar en su mundo;
sin embargo, canceló todas sus salidas. Como si,
súbitamente, hubiera adivinado que no convenía mostrarme
un mundo al cual yo no podía seguir perteneciendo. Mariana
me temía. Pero tenía que aceptarme; no podía elegir;
estaba condenada.
Arrastró a su amiga, pienso hoy, para defenderse y no
demostrar que por mí había rechazado su veraneo en Mar
del Plata.
Esa mañana, al despertar, Felicitas me trajo el desayuno
con panes de salud y dulce de frambuesas. Desde muy
temprano había escuchado las risas de Mariana con su
amiga para que yo supiera que ya estaba despierta.
El calor era insoportable; enchufamos los ventiladores
del techo, y como las persianas estaban bajas, la media luz
producía una visión sobrenatural. Mis tías se paseaban de
un cuarto a otro con saltos de cama de gasa, adornadas con
joyas más poderosas y firmes en sus gargantas que el calor
agobiante de esos días de enero.
Yo sabía que Mariana alejaría a su amiga con cualquier
pretexto.
Fingió sentirse mal —su única salida— para poder
quedarse en el hotel.
Se inició entonces entre nosotros un diálogo extraño de
toses, medias palabras, vueltas de páginas, caídas de libros,
bostezos, canturreos.
De improviso entró en el cuarto.
—¿Me prestas algún libro? Me muero de calor... ¿Podés
leer con este calor?
—Trato... ¿Por qué no te fuiste a Mar del Plata con Julieta?
—Me gusta el campo.
—¿Desde cuándo?
—Esta estancia es distinta.
—La gente, dirás....—repuse con rencor—. Todos los
campos de la Argentina son iguales.
Me di cuenta de que dominaba completamente la
situación; quizá porque era ella la que había venido a mí.
Estaba tirado en el suelo para recibir en mi cuerpo el fresco
del parquet, con un almohadón bajo mi cabeza. Mariana, de
pie frente a mí, se miraba todo el tiempo en el espejo. Mis
tías salían del cuarto y volvían a entrar, tratando de poner
orden en mis cosas.
—¿Siempre te miras al espejo como las monas?
Ella rió dulcemente.
—¿Y te dejan leer cualquier cosa...? —preguntó para
vengarse.
—Aunque no me dejaran lo haría lo mismo...
—¿Y si te ven?
—Salgo cuando quiero.
—¿Cuando querés?
Su rostro se ensombreció.
—¿Los sábados y domingos también?
Comprendí el significado de su pregunta (los fines de
semana ella salía del colegio y lo pasaba en la calle
Rodríguez Peña). Entonces, entre la verdad que podría
halagarla —los fines de semana eran los días más difíciles
para salir— y mi hombría, repetí:
—Salgo cuando quiero.
—Bueno, tampoco yo paro un momento en casa…los
fines de semana.
Me sentí derrotado.
—¿Salís mucho? —dije, sin levantar los ojos.
—Muchísimo; tenemos un grupo encantador.
—Serán todos maricas.
—No todos —agregó, echándose para atrás el cabello.
Ella se sentó en el suelo, muy cerca de mí.
— ¿Y vos? ¿Salís mucho?
Para probarla, respondí:
—Del Colegio a la biblioteca de la Universidad.
Vi cómo le transpiraba la frente y le corrían las gotas de
sudor hasta el cuello.
—Bueno, yo muchas veces voy sola al cine.
—¿Sola?
—Sí; he ido varias veces sola. Al Capitol o al Petit. Julieta
está de novia...
— ¿Qué decís? —pregunté incorporándome.
Ella, tristemente, con extraño presentimiento, dijo:
—No me gusta; se pasan el día entero en la iglesia. Es
vecino de «La Enamorada», por el lado de Quilmes.
—¡Pero si es tan gorda! —atiné.
—Pero tiene ya diecisiete años. El está por recibirse de
médico.
—¿Cómo se llama?
—Alcántara.
—¿Lo saben ellas? —pregunté refiriéndome a mis tías.
—Están muy contentas; también Braceritas. ¿Sabes lo
que dijo él? «Es lo suficientemente feo para esa gorda». Y se
rió mucho porque dice que en esa familia son todos come
santos.
—¿Te vas a quedar sola? —indagué con ternura.
Ella bajó los ojos y dijo las palabras que me harían
deponer toda animosidad por esos días.
—Siempre los tendré a ustedes... Hasta que se casen
también.
—A lo mejor te casas vos primero.
—Nunca me voy a casar—me respondió, sombría.
—¿Por qué?
—No quiero tener hijos.
Me reí seguro sin darle importancia a su opinión infantil.
Pensé que era la primera vez que conversábamos sobre el
futuro.
—¿Sabés qué estaba pensando? Voy a hacer el quinto
año en estas vacaciones. Así entro en Derecho en mayo.
Ella apoyó su cabeza en las rodillas que tenía sujetas con
sus brazos, esperando otra palabra más. Sin mirarla,
agregué:
—Entro aquí, en la Universidad, durante un año, y así
acompaño a José María. Después me paso a Buenos Aires...
Como te falta un año a vos también...
Guardamos silencio. Ella, feliz, se estiró como una ardilla
pequeña en el suelo. La miré de soslayo y al comprobar su
alegría, inquirí:
—¿Volverás pronto?
—Dentro de quince días.
Almorzamos en la sala, servidos por dos mucamos y
Felicitas.
—¿Por qué no fuiste con Inés? —preguntaron mis tías a
Mariana.
—No me siento bien.
Al anochecer, salimos con nuestras tías. Nos sentamos
en los transportines y me pareció que recorría otra ciudad.
Nos dejaron en un cine y por primera vez vi a María
Mercedes sonreír.
—No te preocupes por tu amiga; total, ya tendrán tiempo
de divertirse en el campo.
Preocupado por las últimas palabras de Mercedes,
pregunté:
—¿Quiénes van con ustedes?
—Nadie, nadie. Los padres solamente.
—¿No tiene hermanos?
—No; es hija única.
Entramos en el cine. Era la primera vez que estábamos
completamente solos. Yo acababa de cumplir dieciocho años
y Mariana los diecisiete. No tenía que volver al colegio y era
la primera vez en esos años que no me preocupaba la hora
del regreso.
—¿Qué hará José María?
—¿Te gustaría estar en «La Enamorada»?
—No; en este momento deseo estar aquí.
—Algún domingo te llamaré.
—¿De veras?
Y sentí un deseo impreciso de relatarle mi encuentro con
el nacionalista en la Universidad. Por decir algo y para no
interrumpir la conversación, dije:
—Muchos curas del colegio se irán a la guerra... si hay
guerra.
—¿También el Padre Efraín?
—¿Cómo sabes su nombre?
—Leo tus cartas.
Entonces dijo, con una voz que no era la suya:
—Guastavino era tu amigo, ¿no es cierto? Yo sé por qué
estás aquí.
¿Qué hacía ese nombre en su boca y en ese preciso
momento? ¿Cómo sabía ella que eran esas palabras las que
yo hubiera soñado en su boca?
Retuve su mano todo el tiempo entre las mías. No vi la
película por seguir el itinerario de sus dedos y comprobar el
contorno de su palma con las mías. No me atrevía a pasar
más allá de la muñeca por temor a que la retirara. Sentía su
respiración alterada, y el perfume a nardos, que ahora sabía
que pertenecía a su piel me embriagaba hasta hacerme
cerrar los ojos.
A la salida caminamos por la calle San Martín hasta el
hotel, pero al llegar a la esquina, dije:
—Es temprano. Vamos a comer a un restaurante.
Hablamos por teléfono diciendo que íbamos a otro cine.
—No se preocupen por nosotras —dijo Mercedes—
Estamos muy bien acompañadas por las adorables Pisani.
Me sonreí.
—¿No conoces a las Pisani? —pregunté a Mariana cuando
corté.
—No. Allí te escribíamos, ¿no es cierto? ¿Por qué?
—Por nada —y la tomé del brazo.
Nos sentamos frente a frente, en una mesa de un
restaurante al aire libre. Los dos un poco sorprendidos;
despojados de esa confianza que da el vivir cotidiano.
Olvidados de que durante años compartimos nuestro
crecimiento, las enfermedades, el sueño y las comidas.
Olvidados de ese rencor que había nacido una siesta en el
atajo de Alma Muerta.
Estábamos frente a frente, con la misma nerviosidad de
un primer encuentro.
—Quiero terminar este verano —volví a afirmar.
—Seguro que lo conseguirás —dijo ocultando su rostro
detrás del menú.
—Tendré que estudiar como un loco; pero en el colegio
me van a ayudar, sobre todo el Padre Efraín.
Mostrándome solamente sus ojos, por encima del menú,
agregó:
—Cuando regrese de la estancia le diré a María Mercedes
que nos quedamos más tiempo, en Santa Fe.
—¡Ah! —dije, sintiéndome el más feliz de los hombres—.
¿Queda a pocos kilómetros de aquí?
—Apenas veinte.
—¿Tiene teléfono?
—Los Patos, 28
—Te llamaré.
Su rostro se ensombreció. Adivinando que eso le traía
pasados rencores, agregué:
—No sabía que los fines de semana los pasabas en
Rodríguez Peña.
Volvió a sonreír.
—Después quiero afiliarme, ¿sabes? Quiero ser político.
Dije simplemente la palabra político para aclararle mi
concepto, como si ella no pudiera entender más que las
palabras elementales. Abrió muy grandes los ojos y
sencillamente, dijo:
—Se va a alegrar Braceritas.
—¿Él? —agregué enrojeciendo—: que se muera...
Dispuesta a penetrar muy hondo, dijo serenamente:
—Fuiste muy cruel con él. ..
—¿Qué sabes vos?
—No quiero saberlo. Me da mucha pena.
—¿Pena por él? ¿Y nosotros? ¿Y yo? ¿Y Guastavino? ¿Y los
otros? —dije exaltado.
Alargó la mano sobre la mesa y tomando la mía, con el
rostro transfigurado, agregó:
—Temo al rencor de los Braceras. Es lo peor que
tenemos; lo peor.
Enmudeció; le retuve la mano y después de un silencio,
dije:
—Tenés razón; es lo peor que tenemos. Una vez cuando
vi tu fotografía en el diario La Prensa, pensé...
—¿Qué pensaste?
—Que estarías mejor muerta.
Rió alegremente del giro de la conversación. Después
dijo:
—¿Y yo? Una noche..., una noche traté de matarme o
matarte. No me acuerdo bien, pero pasé las horas pensando
cuál sería la muerte más cruel.
—¡No te acuerdes, por Dios! —dije sobresaltado—. No
recuerdes. Pensá siempre que el hombre tiene que hacer
ciertas cosas...
Dolorosamente, con el rostro enrojecido, me interrumpió:
—Eso es lo que me enseñaron. Por eso estoy aquí.
Además —dijo con otra voz—, ya tuviste tu merecido.
Dolorosamente, agregué:
—No te dejes llevar vos, ahora, por el rencor de los
Braceras.
Pensé que habíamos crecido de pronto. Nuestra
conversación se había hecho precisa y dolorosa; sin
titubeos.
—Bebé —le dije para devolverle su condición.
Cambiando el giro de la conversación, preguntó:
—¿Si llego antes, llamo a casa de las Pisani o voy
directamente al colegio?
No contesté. Me quedé absorto observando la forma de
su óvalo, la manera como inclinaba a un lado su cabeza.
—Adonde quieras —dije sin escucharle—. No te muevas;
quédate así, así...
Bajó los ojos y permanecí inmóvil para no interrumpir mis
pensamientos.
Cuando llegamos al hotel, dijo apoyándose en mi brazo:
—No, no. No entremos todavía.
Comprendí que algo había visto y trataba de ocultármelo.
La obligué a seguirme.
En el hall había un extraño grupo de gentes rodeando a
mis tías y las Pisani: Inés, su amiga, y tres muchachos de su
misma edad, vestidos con sweaters de colores, bronceados
por el sol, corriendo a recibirla.
—Te han venido a buscar, Mariana, los Álvarez; —dijo
Martha, refiriéndose a los padres de su amiga— tienen que
estar mañana temprano en Los Patos. ¿Conoces a Adolfo?
Y me presentaron también al hermano de Inés.
Sin saludar me dirigí al ascensor. Llegué a mi cuarto y,
paseándome como una fiera, traté de pensar cómo impedir
ese viaje. Una última esperanza me mantenía: que ella,
pretextando un súbito malestar, no los siguiera. Comencé a
insultarla en voz alta. No me importaba la mentira sobre la
existencia del hermano de su amiga, sino su debilidad de no
querer entrar en el hotel.
Seguida por todos, la escuché abrir la puerta del
departamento. En la sala, Felicitas había preparado una
cena fría, feliz de la partida de Mariana.
Tuve que soportar frente a mi puerta las conversaciones,
los preparativos de la partida.
—No se sentirá bien —decían, refiriéndose a mí, sin
atreverse a interrumpir en mi cuarto.
Cuando Mariana quiso entrar, di vuelta a la llave. Y juré
entonces, no volver a verla nunca más en mi vida;
Después comencé a llorar como un niño.
CAPÍTULO XVII
Nuestras entradas y salidas del colegio nos daban una
superioridad sobre los demás que hacía imposible cualquier
intimidad. Hasta que descubrimos que éramos su único
contacto con el exterior.
Nos convertimos entonces en emisarios de empalagosas
cartas de amor; en compradores de golosinas, libros y
revistas pornográficas. Pero eso nada significaba para que
tuviéramos alguna amistad particular.
Después de la partida de Mariana y de nuestras tías
comenzamos a habitar un mundo distinto: el dinero lo
escondíamos bajo una baldosa de la iglesia, y además mis
tías habían dejado a la Pisani una cantidad considerable de
dinero que ellas administraban generosamente.
Una extraña relación se inició entre ellas y nosotros. El
encuentro con nuestras tías les hizo atisbar un nuevo
mundo; soñaban con la ida a Buenos Aires; visitar la casa de
la calle Rodríguez Peña y formar parte de la Comisión de
Damas Vicentinas. Decían que se habían liberado de los
«pecados de la carne», como los llamaba el Padre Efraín. Al
primer intento nuestro de reanudarlos se resistieron,
asegurando que nosotros debíamos frecuentar, para ese
tipo de relaciones, muchachas de nuestra edad. Y ellas
mismas nos sugirieron unos bailes en el centro con
«muchachas fáciles», decían, ruborizándose.
Dejé de pensar en Mariana. Me producía un daño casi
físico. Su recuerdo me dolía en una parte precisa del
esternón y venía siempre asociado a su vida de ciudad. Mi
soledad se recrudecía al anochecer. A la hora en que
nosotros, irremediablemente, teníamos que estar en La
Inmaculada, Buenos Aires, pensaba yo, se preparaba para
los bailes y las comidas. Era eso lo que más nos hacía
sentirnos al margen de todos los demás: los horarios
irrevocables del almuerzo y las comidas; acostarse a las
ocho y media de la noche y espiar por las ventanas la Casa
de Gobierno iluminada. Los fines de semana me resultaban
interminables: pensaba que Mariana salía del colegio y no
podía soportar esa sola idea. Los días pasaban lentos,
matizados por las salidas a los bancos o a las ferias con el
Padre cocinero. Cuando terminábamos los trámites antes de
lo previsto, nos refugiábamos en casa de las Pisani y de allí
nos íbamos a un baile que anunciaba: «Sección Vermouth
jueves, sábados y domingos»; apenas empezábamos a
intimar con alguna muchacha ya teníamos que disparar
porque los curas eran inflexibles en los horarios: la puerta
de la iglesia y la entrada principal que se abría a la plaza, se
cerraban a las ocho de la noche.
Una tarde nos llamaron a la rectoría. Pensamos que se
habían enterado de nuestras salidas. El Padre Efraín estaba
junto a la ventana de «vitraux»; el director, de espaldas al
escritorio. Cuando vi al Padre Efraín comprendí que se
trataba de algo relacionado conmigo. Fue él quien se
adelantó a recibirnos.
—El Padre rector está preocupado... Hoy encontramos
esto en tu armario... —dijo señalando el recorte del diario
con el discurso de Lisandro de la Torre—. Yo he querido
explicarle... Se lo arrebaté.
—¿Sabes quién es ese hombre...? —dijo el director
mostrándome por primera vez su rostro congestionado—. Es
un hombre que ha perdido su alma. Se la entregó al
demonio. Tiene que aconsejarles, Padre —señaló,
dirigiéndose al Padre Efraín—, que lean la última polémica
de monseñor Franceschi. El Padre Efraín no contestó.
—Es un viejo obcecado —continuó—: quiere ahora,
también, interpretar la palabra de Dios. Tristes días le
esperan, soledad y espanto. Dios tenga misericordia de su
alma. Hay que vigilarlos, Padre. Siempre. El otro día hice
sacar de la biblioteca los poemas y también La guerra
gaucha, de Lugones. Es un suicida. Así terminan los
hombres sin Dios: así terminará ése también. Olvidados,
perdidos para toda la eternidad...
El Padre Efraín, sin inmutarse, replicó:
—No sabemos, Padre, si Judas fue condenado... La
misericordia de Dios es infinita.
Me acerqué a él buscando amparo.
El Padre director rompió en pedazos el discurso y
terminó:
—¡Basuras!
Salimos en silencio. El Padre Efraín, que estaba
empeñado en la salvación de mi alma a cualquier precio,
dijo:
—Era un discurso político..., ¿no es cierto? Allí no había
nada de religión.
—No —agregué solemne—, por esas palabras mataron a
Bordabehere.
Se me quedó mirando, sin comprender. Sentí compasión
por él. Y pensé entonces que jamás podría relatarle por qué
estaba allí con ellos.
Muchas tardes sentía la necesidad de acercarme a él y
comenzar mi relato por la siesta de Alma Muerta, y terminar
con el asesinato de Guastavino.
Sentí una infinita piedad por él; y, como si fuera un niño
perdido, lo acompañé hasta la puerta del claustro.
Al despedirme me dijo:
—No te confesaré por varios días. Entro de retiro..., pero
podés seguir leyendo a Lugones. A lo mejor estaba loco.
Nunca se sabe...
A los pocos meses fui citado, sin José María esta vez.
Triunfante, con los brazos en alto, el rector gritaba:
—¿No les dije? No pueden vivir. ¡No se puede vivir sin
Dios! —y temiendo una pausa agregó—: tienen que
matarse, tienen que matarse. Lisandro de la Torre. Dios
tenga piedad de su alma. Tienen que aprender, José María y
tú, que seréis el día de mañana conductores de este gran
país: la fe y el orden moral son las únicas riquezas del
hombre para sobrevivir en este valle de lágrimas.
Permanecí inmóvil; no atiné a nada. Lisandro de la Torre
estaba asociado a otra muerte. Y la muerte de Bordabehere
la unía, involuntariamente, a la de Guastavino. Recordaba
de pronto su figura indefensa entre las bancas de los
ministros del Senado.
No dije una sola palabra. El Padre director se hincó en su
reclinatorio y asistí en silencio al canto del predicador. No
supe nunca si era el Eclesiastés o una oración en latín lo
que mascullaba entre dientes. Lo dejé arrodillado, sin que le
importara mi brusca salida.
Fuera me esperaba José María.
—Nada —dije indiferente— quería comunicarme que
Lisandro de la Torre se suicidó.
—¿Se suicidó el viejo? ¿Por qué?
—Quizá estaba demasiado viejo —dije para esconder mi
emoción.
Esa tarde dejé a José María en la «vermut» del salón «Los
Angeles» y yo me fui a la biblioteca de la Facultad.
Amparándome en el secreto de la confesión, y seguro de
que alguna satisfacción le debía al Padre Efraín, le dije:
—Ahora leo de verdad…
—¿Y qué lees ahora...?
—France, Carlos Marx... De todo, Padre —dije riendo—; a
veces saneo palabras.
—No estás en edad todavía —corrigió, demudado.
Pero, yo, seguro de mi triunfo frente a él, agregué:
—No importa; tengo que saberlo todo, todo. Nadie podrá
prohibírmelo —y, tras estudiado silencio, añadí—: quiero
saber, Padre, por qué, en todos estos años, no me ha
llegado...
—¿Qué cosa, hijo?
—La fe, Padre, la fe.
CAPÍTULO XVIII
I
Adolfo terminó el bachillerato en los primeros días de
marzo. Fue una victoria para el Padre Efraín, que pasó las
horas enteras al lado del muchacho.
—Si has sacado sobresaliente en Lógica con el
materialista de Pinzón, podés considerarte un héroe. Balmes
no es un mal aliado.
—No creo en las pruebas de conocimiento para llegar a
Dios; podría destruirlas una a una...
—Te felicito, sin embargo; algún día me darás la razón.
Eres de los que llegan a Dios por tratar de negarlo toda la
vida.
—No lo entiendo.
—Ya me entenderás; cuando llegues a Dios por amor a
un semejante.
—Con su razonamiento, llegamos al demonio por odio a
otro...
—Has dicho algo bastante terrible y verdadero...
Sus conversaciones terminaban siempre tomando mate
en el patio que daba al claustro.
Adolfo había estado tentado, varias veces, de relatarle al
Padre Efraín su secreto y profundo odio por Braceritas. Pero
esa confidencia arrastraría a Guastavino. Y todo eso le
resultaba demasiado penoso.
José María había llegado bronceado por el sol; se sentía
feliz de que su hermano se hubiera recibido, para poder
ayudarle ese año en sus estudios.
—¿Por qué vas a quedarte en el colegio? —fue lo primero
que le preguntó José María.
Y como no se atrevió a decirle que era para acompañarlo
a él, le respondió:
—Estudiaré Derecho en Santa Fe. No creo que Braceritas
quiera que regrese todavía.
—Ha olvidado todo.
—Porque le conviene —respondió con profunda amargura
—; no tiene a quien presentar como su familia... Y, a veces
—dijo con profundo dolor—, una familia es muy
importante... ¿Sabés? He conocido al presidente del Centro
de Estudiantes.
Y Adolfo relató su encuentro con el aliancista. José María
lo miraba absorto.
—Yo también quiero ir con vos...; me siento a leer
cualquier libro de la biblioteca, así parezco también
estudiante de Derecho.
—Verás, me dijo: «Venga a verme cuando regrese». Yo,
para no enterarlo que estaba con los «cuervos», le dije que
vivía en Rosario.
—¡Ah...! Y bueno, por este año seguiremos mintiendo.
Las muchachas se reciben también —dijo José María sin
darse cuenta... —Por mí, que se mueran...
—¿Sabés? Tendremos un primito. ¡Si lo vieras...! Yo creo
que es virgen. Y con la gorda se volverá impotente, dice
Braceritas.
Rieron felices de la ocurrencia... Al día siguiente, Adolfo
se encaminó hacia el Centro Universitario y preguntó por
Escalada; así se llamaba el presidente del Centro.
—Aquí estoy.
—Bienvenido. Y llega en el momento que más nos hace
falta. Le declaramos la guerra al decano. Lleva la svástica
en la solapa.
—Quiero presentarle a mi hermano; él también estará
con nosotros.
Inmediatamente los pusieron a repartir volantes por el
centro de Santa Fe. Los volantes decían: « ¡Abajo el decano
Luis María Pelayo! ¡Mueran los nazis, los militares y los
curas! ¡Viva España en el destierro!»
José María, al leer los volantes, dijo:
—Si saben que vivimos en La Inmaculada nos linchan.
—No te olvides, viajamos todos los días a Rosario.
Esos primeros días comenzaron las huelgas.
Adolfo y José María vigilaban la asistencia a clase en la
Facultad de Química y !de Derecho, que quedaban en el
edificio de la Universidad.
A los pocos días comenzaron las manifestaciones
callejeras y la propaganda «al carbón» en las paredes.
Adolfo pintó en la puerta de La Inmaculada con tiza
blanca:
«Viva España Republicana».
Una tarde, el Padre Efraín lo mandó llamar:
—Este sos vos —dijo, enseñándole las fotografías de las
manifestaciones estudiantiles que publicaba El Litoral.
—Sí; soy yo.
—No hace quince días que comenzaste y ya estás en
esto. Podés hacer lo que quieras, pero si lo sabe tu abuelo,
no le va a gustar. No te olvides que sos menor de edad.
—Tengo que hacerlo, Padre.
—Por lo menos cuidá de no salir en primera plana.
Tendrás mucho tiempo para eso...
Después de un silencio, agregó:
—¿Saben quién sos?
—No lo entiendo.
—Sí; si saben quién es tu abuelo.
Adolfo bajó los ojos y apretando los puños, dijo:
—¿Qué puede importarles que mi abuelo sea intendente
de Avellaneda?
—Nada; pero no te confíes demasiado. No te lo dije por
eso.
Adolfo lo miró en silencio, le tendió la mano por primera
vez y le dijo:
—Gracias, Padre.
Al día siguiente, cuando entró en el Centro de
Estudiantes, Escalada le dijo:
—Suerte que viniste. Ya no podemos esperar más. Hoy a
las cinco vence el último plazo para la renuncia del decano
de Derecho. Lo hacemos saltar.
—Y el rector, ¿qué dice?
—Se lava las manos. Tiene el Consejo a su favor.
En el cuarto de al lado le pusieron un brazalete con
iniciales y le dieron una cachiporra que debía tratar de
esconder entre el forro del saco.
Llegaron en grupos de cuatro hasta la puerta principal de
la Universidad. Por el anfiteatro, un grupo de cuarenta
muchachos, dirigidos por Escalada y Baigorria, entraron en
el salón del rectorado y entregaron un petitorio. Desde allí,
por los pasillos y las galerías interiores de la Universidad,
llegaron hasta la Facultad de Derecho. Se encaminaron
directamente al decanato y como se resistían a abrir la
puerta, la derribaron entre todos. Adolfo vio al decano, que
se resguardó detrás de la mesa.
Siguió a Escalada, para poder avanzar.
—Tiene exactamente cinco minutos para recoger sus
papeles —gritó Escalada amenazante.
El decano comenzó a repartir insultos e improperios.
—¡Yo no recibo a cipayos... imperialistas!
Eran las palabras que Adolfo volvía a escuchar.
Sin dejarle tiempo para reaccionar, los diez muchachos
que habían entrado con Escalada se abalanzaron sobre las
persianas que rodeaban al decano y, a empujones,
arrastraron a Pelayo por los pasillos y por las escaleras.
Al grito de « ¡Viva la F.U.L.! ¡Viva la libertad! ¡Mueran los
nazis!» llegaron a la calle.
—Cierren las puertas de la Universidad —ordenó
Escalada, dirigiéndose a Adolfo.
Adolfo llamó a cinco muchachos que tenía a su lado y
trataron de cerrar la puerta principal para impedir que los
sorprendieran dentro.. El estudiantado se había agrupado
en la parte de afuera; en la calle, con gritos e insultos,
seguían empujando al decano, que se defendía
desesperadamente.
Entonces se escuchó la sirena de la policía. Casi en ese
mismo momento, Adolfo se llevó la mano a los ojos.
—Los gases... Hijos de p... —dijo una voz.
Adolfo pensó que le habían arrojado una llamarada. El
dolor era tan intenso que le quemaba la garganta y la nuca.
Se tiró al suelo.
—Agacha la cabeza y dispara; dispara —dijo a su lado
una voz—. Tira la cachiporra...
Pero se dieron cuenta de que alguien había cerrado la
puerta de la Universidad detrás de ellos.
No tuvo tiempo de escapar.
Desde el anfiteatro llegó un piquete de policía que, a
golpes de cachiporra, los redujo.
Adolfo despertó en el camión celular. A su lado había diez
muchachos que él desconocía. Excepto Escalada, que como
él, comenzaba a despertar del golpe de la cachiporra.
—Hijos de p... por esa maldita puerta. ¿Cómo estás?
Adolfo tardó en responder.
¿Cómo explicarle a Escalada que él se sentía el más feliz
de los hombres? ¿Cómo explicarle que se sabía por primera
vez en su vida al lado de ellos, del lado del radical
asesinado, del lado de los que iban a fusilar, del lado de los
que enterraban a Bordabehere? ¿Cómo explicarle a
Escalada que en el camión celular, él por primera vez en su
vida, sentía el dulce, sutil y embriagador sentimiento del
héroe, del mártir, del perseguido; que no sentía ningún
dolor y que todo lo sucedido en la Universidad le había
parecido un juego de niños...?
—Estoy bien —respondió. Y no se atrevió a pensar en una
noche en que él vio bajar, también de un camión celular, a
tres hombres en un baldío de desperdicios. No se atrevió a
pensarlo, porque a ese recuerdo se asociaba
inevitablemente Guastavino.
Los encerraron a todos juntos en un calabozo bastante
amplio.
Adolfo reconoció el olor característico de las comisarías;
iguales, idénticas en cualquier parte del mundo.
Escalada se le acercó:
—Déjame ver esa cabeza.
—No es nada; ya dejó de sangrar. Lo único que me duele
son los ojos. Ni que te echaran fuego...
—No te preocupes —dijo, ofreciéndole un cigarrillo—. Nos
tendrán unas horas y después nos soltarán sin prontuario. El
rector es distinto...
Y fue en ese preciso momento cuando Adolfo se acordó
de los jesuitas; seguramente, pensó para tranquilizarse,
José María se arreglaría con el Padre Efraín para disimular su
ausencia.
Se sentaron en el suelo, cerca de la puerta de rejas.
—Ahora nos llamarán para declarar. Estarán revisando
los antecedentes. Sobre todo, si sos afiliado «bolche».
Entonces te corresponde «Asuntos Políticos». ¿Estás afiliado
a D. P., no es cierto?
—Sí —mintió seguro.
En ese preciso instante vio la sombra de una sotana
proyectarse en el suelo.
A su lado, reconoció la figura de José María. Se volvió
boca abajo, pero ya habían entrado en el calabozo dos
policías.
—Peña. Adolfo Peña Braceras... ¿Quién es?
No respondió. Escalada miró sin comprender.
El Padre Efraín ya había entrado en la celda.
Los muchachos comenzaron a gritar:
—¡Fuera, fuera, cuervo! ¡No queremos extremaunción ni
confesión! ¡Viva Madrid! ¡Viva España Republicana!
José María lo descubrió primero, pero hizo como que no
lo veía. Ya era demasiado tarde; el cabo insistió:
—Braceras...
—¿Braceras? —preguntó dudando Escalada—. ¿Te llamas
Braceras...?
Entró el otro oficial y volvió a insistir:
—Braceras. Peña Braceras. Vamos, no te escondas; es
para largarte, muchacho...
—Habló Braceras desde Avellaneda, directamente con el
juez—dijo el oficial al oído del cabo; pero Escalada pudo
escucharlo.
El Padre Efraín lo reconoció. Escalada, acercándose
lentamente, le gritó en la cara.
—¡A los mentirosos e inmundos hijos de frailones y
conservadores, les marcamos con alquitrán...! ¡Por eso no
cerraste la puerta, cobarde!
Adolfo bajó, la cabeza y se dejó llevar por los policías.
—¿Por qué tuvo que venir usted...? ¡Usted también! —
dijo, abalanzándose sobre el Padre Efraín. José María lo
detuvo.
—No quería que pasaras la noche en la comisaría...
Además, no lo pensé... —titubeó el Padre Efraín— Nos
dijeron que estabas herido.
El oficial les dio la mano y dirigiéndose a José María dijo:
—Saludos al «doctor» Braceras. Cualquier cosa, a sus
órdenes...
Adolfo no tuvo tiempo de arrepentirse por haber agredido
al Padre Efraín. Llegó al colegio, hizo las valijas y las de José
María.
—Vos te venís conmigo. Yo mismo hablaré con Braceritas.
Ahora voy a buscar al Padre Efraín —ordenó.
El Padre Efraín estaba en la iglesia. Se hincó a su lado.
—Perdóneme. Pero ¿por qué tuvo que hablarle a
Braceritas? Usted no es ningún alcahuete.
—Yo no lo llamé; se enteró por la radio y el diario.
—¿Se da cuenta, Padre, se da cuenta? ¡El muy puerco...!
—Yo no debía de haber ido. Perdóname vos. No lo pensé.
Me dejé llevar por el temor.
—Padre Efraín, perdóneme —masculló entre dientes—:
no sé qué hubiera sido de mí sin usted todos estos años...
Pero ya no hay remedio... Tengo que irme de Santa Fe,
¿sabe?
—Lo sé; hemos hecho tan poco por ustedes. He hecho
tan poco por vos... Sé que te llevas más odio y rencor del
que trajiste. Debía haberte prevenido.
—Sí, Padre —dijo mordiéndose los labios. Escondió la
cabeza entre las manos apoyadas en el reclinatorio—. No
quiero luchar más contra él; me entrego, me entrego, Padre.
No resisto más.
—No desesperes; pensá que Cristo también estuvo a
punto de entregarse —y creyendo que había hablado
demasiado, dijo—: Es tu abuelo; quizá puedas hacer algo
por él..., todavía.
—Matarlo, Padre; matarlo es lo único que debería hacer.
—Que Dios te perdone.
Y lloró él también.
José María y Adolfo fueron despedidos en una fría
estación de ómnibus, por el Padre Efraín y las Pisani,
quienes les prometieron visitarlos en Buenos Aires.
Viajaron hasta Rosario en el ómnibus de la una de la
madrugada y siguieron hasta Buenos Aires en el tren de la
mañana.
—Vamos a casa de Mercedes y Martha, de allí le
hablamos. No te preocupes. Después de todo, nos necesita
cerca. El Padre Efraín me prometió que no le avisaría hasta
mañana —fue lo primero que dijo Adolfo durante el viaje.
—¿Y cómo lo vas a arreglar? ¿Qué le vas a decir?
—No te preocupes... Le diré que me vi complicado en una
maniobra de comunistas; quiero volver a Avellaneda y
estudiar en Buenos Aires.
José María guardó silencio durante el resto del viaje,
Simulaban dormir. Antes de llegar a Rosario, dijo:
—Traté de detenerlo, al Padre Efraín, pero no pude.
—Total, ya no tiene remedio —le respondió Adolfo
secándose la sangre que volvía a correr, como un hilo muy
fino, por la nuca.
II
Braceritas me recibió mejor de lo que esperaba. Esa
tarde me hice llevar por el chofer de mis tías hasta
Avellaneda. Crucé el mismo puente que hacía cuatro años
había atravesado con dos jesuitas al lado. Volví a atravesar
ese puente sobre un río de escoria; pestilente canal de
cloacas, aceitoso.
Seguimos por Mitre hasta doblar la plaza. Subí las
escalinatas de su casa, empujé a Felicitas, que se inclinó a
besarme las manos.
—¿Dónde está? —le pregunté.
—Dios te guarde, mi pobre hijo.
—¿Dónde está? —volví a interrogar.
—En su cuarto.
Subí las escaleras de dos en dos, y sin anunciarme y
empujé la puerta.
Estaba sentado en medio de la cama. No recordaba ese
cuarto barroco, ni tampoco su cama de columnas de ébano.
No se inmutó al verme, como si desde un principio, como si
desde el día de mi nacimiento, hubiera estado
esperándome.
—¿Qué hay? —dijo, soslayando el recibimiento.
—Dejé aquello. No aguantaba más a los frailes. Además,
me envolvieron en un lío terrible los comunistas.
Se incorporó de pronto:
—Me lo imaginaba... Para que aprendas. No me gusta
que mi nombre ande mezclándose con esos estudiantitos de
m... —Y, no creyendo todavía en mi sinceridad, ordenó—: Y
aquí tendrás que marchar derecho; nada de centros ni
federaciones estudiantiles. ¡Ustedes no pertenecen a esa
clase de anarquistas inmundos y muertos de hambre! Cada
cual en su sitio. Y el sitio de usted es Buenos Aires, y aquí,
conmigo.
—No me meto más —contesté, entregado.
Por primera vez había dicho la verdad. Pensé entonces
que estaba definitivamente condenado, sin remedio. No me
atrevía a confesarme que Escalada había vejado mi orgullo.
No tenía excusas ni atenuantes para sus palabras. La
humillación había sido hecha a un nombre; a la enunciación
de mi solo nombre. Y mi nombre era yo mismo; era «La
Enamorada», el harás de caballos de carrera, la marca de
las vacas. Un nombre que respetaba toda la ciudad: un
nombre de los pocos, que se conocían en toda la extensión
del país.
Fue entonces, pienso hoy, cuando decidí por primera vez
beneficiarme con todos los atributos que me pertenecían
por llamarme Braceras. Y Braceritas contribuyó a ello.
Alquilamos, José María y yo, un departamento en la calle
Montevideo, a la vuelta de la casa de mis tías.
El departamento, en un décimo piso, miraba a la plaza
Vicente López; tenía dos grandes ambientes y una terraza,
desde donde podía verse el puerto y el río. Una tarde
Felicitas, que venía todos los días desde Avellaneda para
ordenar nuestras ropas, nos dijo:
—Braceritas dice que se pueden comprar un coche; no le
gusta que anden colgados de los ómnibus, como la chusma.
—Pero si tenemos el de Mercedes.
—No importa; ése no es de ustedes. Él quiere un coche
para sus muchachos.
José María se inscribió en el Central Buenos Aires y
Braceritas consiguió que lo hicieran entrar, aunque ya
habían comenzado las clases. No me atreví a ingresar en la
Facultad.
—Si querés te anotás... aunque no te conviene; deja que
el tiempo entierre lo que debe enterrar. Descansá este año.
Total, ya hiciste lo tuyo —me había dicho Braceritas.
No me dejé engañar por su generosidad.
De alguna manera yo sabía que a él no le importaban
nuestros estudios, con tal de que le diéramos a cambio
nuestra dócil entrega, nuestra pasividad. El hecho de Santa
Fe le había preocupado mucho más de lo que yo pensaba.
Pero no se imaginó nunca que mi orgullo y mi rencor eran
más fuertes que su miedo.
Nuestras tías no sabían cómo llenar nuestro tiempo.
—Como siempre han sido unos salvajes, ahora resulta
que no tienen ni un amigo. Ni a sus primos quieren ver.
José María aceptó una invitación. Más sagaz en el manejo
de las relaciones humanas que yo, sugirió:
—¿Por qué no invitarlos después a nuestro
departamento? Las luces bajas, la terraza iluminada, y
mucha bebida. ¿Qué te parece?
Felicitas, que todo lo contaba a Braceras, había
conseguido que él nos mandara un servicio de cena fría del
Jockey Club. Esa primera reunión nos hizo ingresar, a mi
hermano y a mí, en «nuestro verdadero mundo», como
decían nuestras tías.
Significábamos todas las posibilidades de inconsciencia y
de fiestas, de no-compromiso: todos ellos tenían padres o
estudios ante quienes responder. Nosotros estábamos solos,
con dinero y con la posibilidad de pasarnos, sin estudiar,
toda la vida.
Sepulté todas las ideas o pretensiones políticas; dejé de
leer. Y me convertí en la sombra de José María.
Una madrugada me despertó con un grupo de
muchachos y muchachas que venía de otra fiesta. José
María los había arrastrado.
—¿Pero viven solos, completamente solos?
—¿Por qué?
—Por nada.
Las muchachas parecían salidas de una revista de
modas. Las gobernantas, con caras de viejas prostitutas, se
ubicaron en los sillones.
Al verlas a nuestro alrededor, en ese departamento que
hacía pocos días habitábamos, pensé con rencor y con odio
que Mariana hacia varios años que participaba de ese
mundo, donde nosotros éramos apenas iniciados.
Comencé a beber. Y una suerte de sagacidad congénita
me hizo callar durante toda la noche. Yo me ocupaba del bar
y de elegir los discos.
—¿Te acordás de las Pisani? —dijo José María—. ¿Te
acordás de esa noche de Año Nuevo?
Se me oprimió la garganta y dije sin pensar,
profundamente dolorido:
—¿Estas...?
—Algún día las veremos caer. Aunque dudo de que se
atrevan a venir. A éstas sólo les interesa casarse.
—¿Quién es aquélla? —pregunté por una muchacha
morena, muy delgada y con un collar de perlas cuyo broche
formaba una flor de lis de zafiros y brillantes junto a su
hermosa nuca.
—¿Esa te gusta...? —preguntó, feliz de mi entusiasmo. Y
no había terminado de hablar cuando se nos acercó.
—¿Cómo se llama el disco que has puesto? —inició ella.
—«J'attendrai...». Es recién llegado.
—Me gusta mucho.
—¿Bailamos?
Al sentirla entre mis brazos pensé que en cualquier
momento podía desvanecerse. La apreté contra mí y su
perfume me transportó a la irrealidad que, desde hacía
muchos días, venía buscando.
—Me gusta como bailas —dije.
—¿Cómo bailo?
—Bueno; te dejas llevar.
—No siempre me dejo llevar.
—¿No siempre?
—No.
—¿Y esta noche?
Acercó su frente a mi barbilla y contestó:
—Eso depende de los discos.
—Te van a gustar todos.
—Lo dudo.
—¿Cómo te llamás?
—¿No sabés cómo me llamo? Me parece imperdonable en
un dueño de casa. Podrías averiguar, el nombre de tus
invitados.
—No me interesan mis invitados, sino «la invitada...»
—Tenés muchas invitadas; podés elegir.
—Ya elegí.
—Elegís demasiado rápido; ¿no tenés miedo a
equivocarte?
—¿Y qué importa si me equivoco?
—Me llamo Cecilia Aráoz.
Acerqué mi barbilla a su frente, y regulando la
modulación de mi voz, dije:
—¿Tenés algún plan especial para tus próximos días?
—¿Por qué no comenzás por las próximas horas?
Habíamos terminado de bailar. La retuve un instante, y
ella, separándose, se acercó al tocadiscos.
Y nunca pensé que Cecilia Aráoz iba a encadenar
definitivamente mis horas futuras de los años que siguieron.
Ingresé en su tiempo porque el mío era libre. Desde el
primer momento marcó nuestros programas de salidas. Y yo
me dejé arrastrar. Introdujo a José María y a mí en su grupo.
Mientras yo permanecía en un rincón aguardando que
Cecilia Aráoz viniera hasta mí, José María se convirtió en el
centro de todos ellos..
Comenzó a jugar al polo. Braceritas le hizo instalar un
campo de juego en «La Enamorada» y adquirió los mejores
caballos en la Exposición Rural de ese año. Cecilia llamaba
por teléfono para despertarme, a las once de la mañana. Sin
almorzar, nos íbamos a un cine y después tomábamos el té
en Desty o en la Confitería París. Nos separábamos para
volver a encontrarnos; después de comer, salíamos con
todos los demás.
Bailábamos hasta la madrugada. Por las noches
recorríamos, a veces, cuatro o cinco boites, arrastrando con
nosotros a las institutrices; viejas comadronas, siempre
juntas, adormecidas y cansadas, permanecían toda la noche
dentro de los coches. Mientras, nosotros las sobornábamos
con cigarrillos y obsequios.
Cecilia vivía con sus padres en una casa de la avenida
Alvear. Todo le estaba permitido, siempre que saliera con
Mrs. Fischer. Yo había conseguido interesar a ésta con
whisky escocés. De esta manera pasaba todo el día distante
y adormecida. Había conseguido de ella todas sus
simpatías, lo mismo que José María. Y en cualquier reunión
que hacíamos en nuestra casa, era Mrs. Fischer quien
proponía a las demás ir a un cine, y regresar ya entrada la
noche. Entonces se dormía en un sofá del living, mientras
nosotros convertíamos la terraza y el dormitorio en solitario
lugar de nuestros encuentros. Pasábamos las horas
besándonos, para no tener que hablar. No intentaba ir más
lejos de lo que ella me permitía.
—¿Por qué no jugás al polo como tu hermano José María?
Si los dos se han criado en el campo...
—No me gusta montar a caballo. —Y volvía a besarla.
José María pasaba sus días jugando al polo, en «La
Enamorada» o en una estancia de Venado Tuerto, con su
equipo.
Yo no había querido volver a «La Enamorada» todavía.
Cecilia intentaba provocarme, preocupada por mis largos
silencios y mi docilidad ante todos sus gustos.
—¿Dónde te gustaría ir?
—A cualquier parte.
—Pero no tenés lugar especial... ¿Vamos a Olivos?
—Me da lo mismo.
—¿Sabés lo que pensaba el otro día? Tendrías que hacer
algo.
—¿Y vos, qué haces todo el día?
—Yo soy distinta.
—¿Por qué?
—Porque soy mujer... ¿Qué pueden hacer las mujeres?
—No sé; algo.
—¿No ibas a estudiar Derecho?
—Más adelante, quizá.
—Nada te gusta.
—¿Por qué decís eso?
—Porque tampoco te gusta jugar al polo. Mira tu
hermano José María. Dicen que este año juega con los
Alberdi y los Cavanagh.
—Mejor para él...
—Ni siquiera te gusta beber...
Molesto y agresivo respondí:
—¿Por qué no seguís enumerando lo que no me gusta? —
y para no llevar adelante la discusión, dije, abrazándola:
Esto no me desagrada...
Dócilmente se dejaba acariciar.
—¿Qué vas a dejar para después... —decía distraída—,
para cuando nos casemos?
Y ese después me martillaba los oídos, porque el
«después» había perdido para mí todo significado.
Entonces buscaba a José María y salíamos, los dos solos y
nos íbamos al Tabarís. Atisbábamos en los palcos, entre los
cortinados y la media luz, la presencia de Braceritas.
A veces, esperábamos la salida de las mujeres y las
llevábamos, cuando no podían recibirnos en su casa, a los
parques de Palermo. Hacíamos una distinción muy precisa
entre las que llevábamos a nuestra casa y las que se nos
entregaban por dinero. Ya el sentido de clase se me
marcaba hasta en el hecho de respetar una garconniére,
porque, de vez en cuando, venían a visitarnos nuestras tías.
Una vez por mes nos anunciaban su visita. A medida que
pasaban los años se adornaban con más alhajas y trataban
de que sus bastones, abanicos y carteras, tuvieran mangos
de oro, marfil y piedras preciosas. Les habían quedado dos
cultos: los jesuítas y Mariana. Quizá por eso —no me atrevía
a confesármelo— no querían volver a «La Enamorada» o a
la casa de Rodríguez Peña.
Mariana vivía todavía en el colegio y sus fines de semana
los pasaba con Braceritas o con mis tías. Julieta, en
Avellaneda o en «La Enamorada», esperando el día de su
casamiento. Una tarde, mis tías anunciaron de improviso su
visita. Felicitas descolgó de las paredes las estampas de
desnudos y escondió los cuadros y los libros pornográficos.
Llegaron arrastrando sus huesos; parecían cadáveres
desenterrados vestidos de fiesta. Detrás de ellas, Julieta y
Mariana.
Juré una vez, una noche en Santa Fe, no volver a verla. Y
lo había cumplido ese año. No quería ver a Mariana, como
no quería volver a «La Enamorada», ni atravesar el
Riachuelo, semejante, en su superficie de escoria, a la piel
de un monstruo marino. No podía mirar para atrás. Y
Mariana era yo mismo. Significaba escarbar más hondo en
la llaga. Era la imagen de mis humillaciones, de mis sueños
de heroísmo, de mis oprobios y mis cobardías. Y también la
imagen de mi entrega. Yo estaba allí, enmarcado en ese
departamento pequeño, a la hora del té, preparándome a
recibir a las dos tías viejas que, al irse, me dejarían un
cheque para pasar el verano en Punta del Este.
Entró Mariana y respiré instantáneamente su perfume
inconfundible a nardos. Creo que nunca me pareció tan
irreal, tan mágicamente bella. No quise mirarla de frente
porque me hubiera delatado. José María, que no me perdía
pisada, dijo:
—¡Al fin —refiriéndose a Julieta—, se te puede ver sin tu
sombra! ¿Qué ha pasado? ¿Rompiste? —Conmovido
también por la belleza de Mariana, la abrazó sin dejar de
mirar a Julieta. — ¿No tienen miedo de venir a un
departamento de solteros?
—¡Qué disparate! Si están con nosotras —dijo Mercedes.
Mariana, quitándose el sombrero, dijo:
—Además, si viene Cecilia Aráoz y sus amigas, bien
podemos venir nosotras; si nos invitaran...
La taza me tembló en el plato. Y mi tía Martha, al
descubrir el sonido a loza y no a porcelana, dijo:
—Tengo que regalarles un juego de Limoges o de
Rosenthal. Tiene otro gusto el té, ¿no es cierto? Si no fuera
por esa maldita guerra, en este momento estaríamos en
Jean-les-Pins.
Julieta reía todo el tiempo. Había adelgazado, pero su
rostro denotaba grandes abstinencias. Yo escuchaba en mis
oídos las palabras de Mariana. ¿De dónde conocía ella a
Cecilia?
—¿Cuándo te casas? —preguntó José María a Julieta.
—En abril —contestó por ella Mariana— ¿Y vos? —me
interrogó, temblándole la voz.
—¿Con quién? —respondí sin inmutarme.
Vi una sonrisa de aprobación en las caras de mis tías.
—¿No sabes con quién? Siempre el novio es el último en
enterarse; ella lo dice a quien quiere oírla. ¿Por'qué no se
casan al mismo tiempo, Julieta y vos...? —y, con una voz
estudiada, agregó—: Gonzalo puede casarlos; se consagra
este año.
—¿Y vos? —inquirió José María para desviar la
conversación.
—Yo me voy a Europa con ellas —dijo, tomándole la
mano a Martha, la más vieja.
—Pero antes, Braceritas quiere presentarla en sociedad
—terminó Mercedes, acariciándole el cabello.
Excitada y feliz, continuó Mariana:
—Después de un año, regresaré a cuidar a mis sobrinos.
Porque algo así serán los hijos de ustedes. Cecilia es
encantadora; me invitó a venir el viernes, aquí—. Y creo que
dijo esto porque sabía que de todo lo dicho, era lo que más
podía herirme: no concebía a Mariana en una de nuestras
fiestas. No podía imaginármela amiga de Cecilia o bailando
con alguno de los integrantes de nuestro grupo. Sentí correr
la sangre nuevamente en mis venas y dije:
—¿De dónde conocés a Cecilia?
—La conozco del colegio. Y, además, nos encontrábamos
en todas las fiestas, antes de que ella te conociera.
Comprendí que mentía. Tratando de vengarse más aún,
dijo:
—El sábado iremos a verte, José María. Si supieras la de
enamoradas que irán a verte ganar.
Se levantó de la mesa.
—Quiero regalarles unas alfombras —dijo Mercedes.
No pensaban en otra cosa que en regalarnos adornos,
alfombras, juegos de porcelana; como si supieran que sólo
podían llevarse a la tumba las alhajas. «Por eso no se
separan de ellas ni para dormir», pensaba.
Mariana giraba por el cuarto revisando todos los
rincones.
—¡Qué pocos libros! ¿Es que ya no seguís tu lista
alfabética, como en Santa Fe?
Había ido muy hondo. Demasiado hondo quizá. Me
acerqué y le dije en voz baja:
—Cualquiera diría que estás celosa.
Me contestó con una sonrisa dolorosa:
—Pensá lo que quieras, si eso te hace menos
desgraciado.
Y con las últimas palabras había cerrado todo posible
diálogo.
Admitía que era un desgraciado; sabía que mi remedio
estaba en ella y, sin embargo, no pensaba hacer nada para
remediarlo.
Volví a la mesa y guardé silencio.
Teníamos muy poco que decirnos. Mis tías ya no podían
hablar; se fatigaban demasiado porque les costaba construir
las frases.
En el cristal de los ventanales, nos vi reflejados: José
María siguió mi mirada. No me sorprendí. Estábamos bien
allí, los que éramos: Mariana girando sin cesar a nuestro
lado; las dos mujeres como premonición angustiosa de
nuestros propios esqueletos; Julieta con su cara desfigurada
por dietas y noviazgos. Y nosotros dos: altos, morenos, un
poco inclinados sobre la mesa, condescendientes y dóciles
al humano acontecer.
Un hermoso cuadro, pensé; un monstruoso cuadro.
—¿Cuándo se consagra Gonzalo? —preguntó José María.
—El 30 de abril —respondió Julieta.
En ese preciso instante sonó el teléfono. Mariana, sin
darme tiempo, corrió a atenderlo.
—¿Cómo estás, Cecilia...? Aquí está... Sí; vendré el
viernes —(y mintió, porque no vino ese viernes). Vinimos
con las Aguirre a visitarlos... Ahora nos vamos.
Preferí no levantarme del asiento.
—Decile que la llamaré luego.
Pero me desobedeció, acercándome el teléfono. Mis tías
y Julieta se despidieron besándome en la frente. Mariana
rozó mi mejilla.
Esa noche poseí a Cecilia dentro del coche, en los
bosques de Palermo. Ella creyó que estaba borracho. Fingí
estarlo, para no tener que confesar que me sorprendía no
ser su primer amante.
—Prométeme —dijo, arreglándose el cabello—, que
tomarás parte en el festival a beneficio de la Cruz Roja.
Aliada No tenemos quien maneje el «tándem». Son
estampas de 1910. Solamente tendrás que manejarlo. Ni
una sola, palabra teneé que decir. Tu hermano hará un
juego de lazos y boleadoras vestido de esa época...
—¿Quiénes más son los payasos?
—Todo Buenos Aires. Tu prima Mariana hará una actriz de
cine mudo. ¿Aceptás?
—¿Por qué no? Total, no tengo otra cosa que hacer.
CAPÍTULO XIX
I
José María se convirtió en el primer jugador argentino de
polo. Se pasaba todo el día en los campos de Palermo, en
Venado Tuerto o ejercitándose en «La Enamorada».
Braceritas, feliz y orgulloso, asistía con los ministros y
gobernadores a todos los campeonatos.
Algunas noches, Adolfo y José María se sentaban frente a
frente con un vaso de whisky en la mano y, sin consultarse,
cancelaban de antemano cualquier compromiso.
—Nos vamos por América, en gira; varios meses... —dijo
una de esas noches José María.
—¡Ah...!
—¿Y vos?
—Nada.
—¿Qué harás?
—Nada.
José María insinuó:
—¿Por qué no te venís conmigo?
—No hablarán de otra cosa que de polo. Además, vas a
estar muy ocupado. ¿Cuándo te vas?
—En junio. Está sonando el timbre. ¿Por qué no abrís?
Adolfo se levantó lentamente. En la puerta estaba
Gonzalo. Nunca sabía si abrazarlo o darle la mano: Optó por
abrazarlo. José María, feliz, se arrojó en sus brazos.
Adolfo sintió una extraña sensación al ver una sotana en
su departamento. Le parecía que Gonzalo habitaba dentro
de un miriñaque o de una campana de mimbre cubierta con
paños negros. No pudo dejar de pensar en el Padre Efraín.
Gonzalo, como el Padre Efraín o Mariana, lo devolvía a un
mundo que prefería no recordar.
—Vengo de «La Enamorada». Braceritas me dio la
dirección; están en plena campaña para la gobernación —
dijo, refiriéndose a Avellaneda.
—Esta vez la pierde —respondió Adolfo, mientras
preparaba un whisky.
—Qué bien se está aquí... —dijo Gonzalo, refiriéndose al
departamento.
—Es muy bonito; sobre todo la terraza...
—¿No bebés? —preguntó Adolfo.
—Sí; pero muy poco y duro. Hace mucho frío. ¡Salud,
campeón! —dijo señalando los trofeos de José María—. A la
tuya, Adolfo.
—A la tuya... ¿Te consagras pronto?
—El mes que viene.
—¿Te quedas esta noche con nosotros?
—¿Puedo?
—Te armaremos una cama.
—Regreso mañana a «La Enamorada». Por Felicitas, y
además, Braceritas quiere que vea unos arreglos en la
capilla de Los Plátanos. Quiere habitarla:
—Viejo zorro... —dijo Adolfo.
Los demás guardaron silencio.
—Quiere que allí se case Julieta.
Adolfo bebió un sorbo:
—Sobre los cadáveres de los vencidos desfilará el cortejo
de bodas...
—Cuéntenme de ustedes —interrumpió refiriéndose
directamente a Adolfo, para arrancarlo de sus
pensamientos.
—Nada, absolutamente nada. Pregúntale a él —dijo
refiriéndose a su hermano.
—¿Y las muchachas? Hace meses que no las veo.
—Mariana se va a Europa después de su presentación.
—Cuando te consagres podrás confesarlas —instigó
Adolfo irónicamente.
—O confesarla —le respondió.
Y por primera vez Adolfo comprendió que Gonzalo sabía
lo que él había tratado en vano de ocultar todos estos años.
Adolfo nunca había llegado a ver en La Inmaculada a un
cura sin sotana. Cuando vio colgada en la percha de su
ropero la sotana de Gonzalo, con ese olor característico a
luto y a incienso, lo agredió:
—¿Cómo podes aguantar esto?
—Uno se acostumbra.
—Me gustaría que durmiera con nosotros una monja.
¿Nunca conociste, bíblicamente, una monja?
Gonzalo no respondió.
—Déjalo tranquilo—gritó José María, desde el bario.
Al día siguiente almorzaron los tres en el solarium del
Jockey Club. '
—Supongo que no bajarás con traje de baño. Desnúdate.
¿O es que te da miedo, ahora, ver un hombre desnudo? —
agredió Adolfo a Gonzalo.
Gonzalo hizo como si no hubiera escuchado.
—No puedo bañarme; no tengo permiso todavía.
Adolfo le respondió con una insolencia.
Gonzalo meditó un instante y después habló lentamente:
—Hace lo que tengas que hacer, pero no te destruyas
más, Adolfo.
Adolfo palideció.
—Vamos; se ha hecho tarde.
Desde allí fueron a ver entrenarse a José María en
Palermo.
Al atardecer, Gonzalo anunció que quería visitar a
Mariana. Adolfo se excusó:
—Yo no voy; nos veremos este fin de semana en «La
Enamorada». Creo que iré.
Dejó a Gonzalo en casa de sus tías y él fue a encontrarse
con Cecilia.
Al verlo llegar, ella lo increpó:
—¿Tan temprano? ¿No dijiste que pasarías el día con ese
sirviente cura?
—El tuvo que ver a mis tías, y yo me quedé sin nada que
hacer....
—¿Cuándo no?
—Este fin de semana tengo que ir al campo.
—¿A dónde?
—A «La Enamorada».
—¿Quiénes van?
—Todos.
—¿Quiénes son todos?
—Bueno... José María... Gonzalo; se crió con nosotros, no
es un sirviente. Mi abuelo está en Mar del Plata; estaremos
solos nosotros. Hace muchos años que no voy.
Después de dejar a Cecilia, como si hubiera planeado
minuciosamente ese itinerario durante esos cuatro años, se
dirigió directamente por Leandro Alem y Montes de Oca
hasta el puente Barracas. Detuvo el coche para poder
respirar profundamente el olor a escoria, reses quemadas y
carne viva del Riachuelo.
Estacionó el coche en Pavón y comenzó a caminar hacia
la casa de la Parda Sánchez. No se atrevió a entrar. Llegó a
un garito donde había estado con Guastavino por primera
vez. La misma mesa de tablones, los mismos hombres con
rancho y pañuelo al cuello. El mismo olor a aserrín y orín y
el humo deformando las manos, los números, las figuras de
las cartas borrosas.
Se acercó ala mesa de juego y estuvo un rato mirando.
Jugó doscientos pesos. Detrás del tallador reconoció un
rostro que había visto de perfil, desde una puerta
entreabierta. Era uno de los Valenzuela. Se acercó hasta él
y, temblándole la voz, le pidió fuego. Cuando tuvo el rostro
muy cerca del suyo, levantó la mirada. No pudo sostenerla.
Cobró lo ganado y salió del lugar. Por las calles, en una que
otra esquina se veía la foto de Braceritas, más envejecido,
pero más sonriente.
Inconscientemente sus pasos lo llevaron hasta la casa de
la francesa. Subió las escaleras: la puerta cancel estaba
semiabierta. Entró. Todo estaba igual: la misma cama de
bronce, la mesa junto a los pies, la cortina de crochet.
—¿Quién es? —preguntó una voz de acento
inconfundible.
No se atrevió a contestar.
—¿Quién te manda? —dijo la mujer tratando de
reconocerlo, desconcertada por su aspecto—. Apúrate, que
estoy cansada. .
Adolfo permaneció inmóvil sin poder responder.
—Bueno... Total, es igual —y comenzó a desnudarse.
La fotografía de Guastavino estaba sobre la mesa de luz.
—¿No me conoce? —atinó a preguntar Adolfo—. ¿No se
acuerda de mí?
La mujer se le acercó desconcertada. Clavando sus ojos
en él, dijo tristemente:
—Dois je te connaitre?
Después le dio la espalda.
—No, no lo conozco... —y se quedó semidesnuda al borde
de la cama.
Adolfo dejó lo que había ganado sobre la mesa del
cuarto. Bajó lentamente las escaleras y en el último
peldaño, como si fuera un niño, se sentó a llorar. Ahora, sí,
podía volver a «La Enamorada».
II
Julieta se casó en la capilla de la estancia. Vinieron
invitados de todas partes de la República: gobernadores,
senadores, diputados. El Presidente, que no pudo asistir —
por razones políticas, decían—, envió su edecán.
Braceritas mandó construir un camino especial desde la
capilla al casco de la estancia.
Los casó Gonzalo, con su imperturbable rostro infantil y
emocionado.
Felicitas, con el mismo sombrero de pájaros y frutas;
lloraba en un rincón de la iglesia.
Todo el pueblo de Avellaneda se había volcado para las
fiestas. Cerca de las caballerizas del haras, en el otro lado
del casco, habían colocado las mesas para quinientas
personas. Y se quitaron las fundas de los muebles del Salón
de las Ánimas para recibir al pueblo de Avellaneda.
José María salió con Mariana en el cortejo y yo permanecí
en un rincón de la sacristía, con las Aguirre y Cecilia.
El novio era un hombrecito de lentes sin aros, pequeño e
inofensivo. Siguió atentamente la misa de los esponsales,
obligando todo el tiempo a la novia con gesto adusto, a
permanecer de rodillas.
Asistí como un sonámbulo a la ceremonia. No quería
mirar a Mariana, pues temía que Cecilia se diera cuenta.
Desde hacía varios meses, insistía en que debíamos
casarnos; pretextaba que sus padres querían llevarla a
Europa, pero yo adivinaba que mentía.
Había llegado a enloquecerla con mi absoluta falta de
planes futuros.
—¿Qué haremos mañana? —preguntaba para
sondearme. —Ya veremos.
—¿Cómo ya veremos? ¿No se te ocurre nada, nada?
—Nada.
—¿Y mañana, y el mes o el año que viene? ¿También
nada? —Ya se verá.
Me dejaba llevar para no sucumbir. Y siempre he
pensado que los suicidas arrastran con ellos a otros seres,
que agonizan, también, lentamente a su lado. Comencé ese
día a beber champagne desde la mañana.
Terminada la ceremonia en la iglesia, nos unimos a José
María. Mariana estaba rodeada por un grupo de muchachos
que yo desconocía. Braceritas la llevaba del brazo
presentándola a todos los invitados. Buscaba por todas
partes a José María para introducirlo como el futuro
campeón de polo de ese año. A mí no se atrevía a
presentarme; evitaba todo posible diálogo entre nosotros,
como si estuviera demasiado asomado a mi alma.
A las tres de la tarde comenzaron a irse los invitados más
importantes.
—Venga nuestro santo —clamaba José María desde su
borrachera cada vez que nos encontrábamos con Gonzalo—;
hemos tratado toda la vida de enderezarlo, pero es inútil.
Felicitas iba y venía por la casa lloriqueando como si
fuera un velorio. Al pasar, repetía:
—Los finados fueron enterrados en un día como éste: así,
tan gris y tan triste.
Desde el otro lado de la casa se escuchaban los vítores a
Braceritas y al gobernador.
La orquesta, desde la glorieta de jazmines del jardín, sólo
tocaba valses y gavotas.
Cuando se fueron los novios, comenzaron los blues. Yo
saqué a bailar a Cecilia para liberarme de ella lo antes
posible; en un descanso de la orquesta se la entregué a José
María y fui al encuentro de Mariana.
Estaba sentada en la escalinata de los ciervos, rodeada
por muchachos y hombres.
—¿Querés que te salve...? —dije en voz alta, apenas me
acerqué.
Ella se cohibió y temiendo una insolencia, me arrastró
fuera del grupo.
—Has bebido. Si no sabes beber, podés irte a dormir.
Sobran habitaciones.
—Quiero bailar con vos —dije, insistente.
—Necesitas dormir.
—Me muero si no bailo con vos—dije, rogando.
La tomé en mis brazos; la apreté contra mi pecho hasta
impedirle respirar.
—Te quiero —le dije sollozando.
—Has bebido..., por favor, déjame.
—Te quiero.
—Nos están mirando.
—Te quiero.
—No me mientas.
—Te quiero.
—Puedo morirme, esta vez.
—Te quiero.
—Podría matarme.
—Te quiero.
—O matarte.
—Te quiero.
—Has bebido.
—Te quiero.
—¿Y después, cuando te des cuenta?
—Te quiero.
—¿Ya no me odiás...?
—Te quiero.
Terminó la música y sosteniéndola y sosteniéndome, dije:
—Vámonos, vámonos de aquí.
En ese momento llegó Braceritas y tomándola de un
brazo la arrastró para presentarla a otros invitados.
Entré desesperado en la casa y me dirigí a mi cuarto. No
sé cuánto tiempo estuve dormido, pero me desperté cuando
ya era de noche.
Me dolía terriblemente la cabeza. Al primero que
encontré fue a Gonzalo, que me dio una aspirina; José María
y Cecilia dormitaban en un sofá, muy cerca de la puerta de
mi cuarto.
Él agua me la alcanzó una muchacha que al principio no
reconocí: era Rosa Padilla.
—El dolor de cabeza se te pasa bebiendo —me dijo José
María—. Bebé, bebé. La mordedura de perro se cura con
cola de perro. Sólo éste —dijo, refiriéndose a Gonzalo— no
bebe.
—Tendrá otros vicios: los peores. Los placeres solitarios
durante las confesiones.
Cecilia, que estaba bastante borracha, anunció que se
quedaba esa noche a dormir en «La Enamorada».
Busqué a Mariana y la encontré en el mismo lugar que la
había dejado, rodeada por los mismos hombres.
Inseguro, ya sin alcohol, no me atrevía a acercarme.
Volví donde estaba Cecilia y al ver a Rosa Padilla reír
junto a Gonzalo, dije:
—¡Mira qué linda parejita!
—No está mal —me contestó, borracho, José María.
—Quizá necesitan una ayudita.
—¿Cómo?
—¿Cómo? ¿No conoces el cuento del muchacho que no
había conocido mujeres? ¿Y cayó con una mujerzuela a un
sótano...?
La palabra sótano me entusiasmó…
Reí con gran esfuerzo; Cecilia y una amiga que se nos
había unido, rieron también para imitarnos. Fui a la cocina y
busqué a Rosa Padilla.
—Te espero en el sótano —dije—. Los cuartos están
ocupados por los invitados.
Volví donde estaba José María.
—Decile a Gonzalo que Braceritas lo manda a buscar un
Reserva 1910 para el gobernador.
—¿Vos crees que irá?
—No dudes.
Cumplió mi orden. Y vimos a Gonzalo dirigirse al sótano;
remangándose la sotana bajó las escaleras.
Nosotros cerramos la puerta por fuera con una cuña de
madera. Entramos en la casa y seguimos bebiendo. Cecilia
se retiró a su cuarto; José María y yo nos quedamos
dormidos en un sofá de la Sala de las Ánimas.
Lo primero que hice al despertar fue correr a la puerta
del sótano. Mariana estaba desayunándose en la galería. No
me detuve. No pensé que me seguiría. Levanté el cerrojo de
madera; la primera en salir fue Rosa Padilla, que se me
abalanzó y entre gritos y maldiciones repetía:
—Al infierno te vas a ir, al infierno... Condenado.
Mariana me ayudó a quitármela de encima. Después
apareció Gonzalo, limpiándose la tierra de la sotana. Me
miró tristemente y dijo:
—Has ido demasiado lejos esta vez; no se puede
encerrar a San Pedro dentro de una botella.
Volví a ver en el rostro de Mariana la misma mirada de
horror y de espanto que cuando me sorprendió en mi cuarto
con Rosa Padilla. Y, como si hubiéramos vuelto a tener trece
años, se alejó llorando a gritos…
Corrí detrás de ella pero no pude alcanzarla. A la hora del
almuerzo me dijeron que había partido para Buenos Aires.
Cecilia, con gran alivio en su voz, dijo:
—No se fue sola...
—¿Qué te contó Rosa de anoche?— interrumpió José
María dirigiéndose a mí, impidiendo que yo interpretara el
significado de las palabras de Cecilia.
—Nada, nada —le repetí.
Pocas semanas después, Mariana partía para Estados
Unidos con mis tías. Ellas se lamentaban de no poder viajar
a Europa por la guerra; esa tarde volví a emborracharme.
Pero en ningún momento conseguí perder mi conciencia. No
podía borrar de mis pensamientos la imagen de Gonzalo y
Rosa Padilla toda la noche dentro de un sótano, entre
botellas de vino de reserva.
Algunos meses después las siguió José María. Se fue a
México, con el equipo. Los caballos y los cuidadores iban en
un avión especial que les había alquilado Braceritas.
Nos abrazamos apenas, como si esa noche, al abrir la
puerta.del departamento, volviéramos a encontramos.
—¿Por qué no te venís? ¿Qué podemos hacer nosotros en
Buenos Aires? —rogó agriamente José María.
No habíamos tenido tiempo de hablar esos últimos días.
Tampoco hubiéramos hablado… Presentí que ya no volvería
a verlo atravesar los, campos de «La Enamorada», montado
en un caballo negro con el brazo apoyado en el rebenque y
la mirada perdida en el horizonte.
¿Qué esperaba José María de esa línea infinita,
horizontal, pareja? ¿Qué pensaría ahora sobre un caballo de
polo, mascullando malas palabras, aclamados majestuoso;
erguido con un palo de taco en alto?
CAPÍTULO XX
La figura de Braceritas abarcaba casi todo el ámbito del
cuarto; era mi primer triunfo.
Ni en «La Enamorada», ni en la Intendencia, ni en el
Senado, ni en el Jockey Club. Estaba en mi casa, en mi
departamento.
—Tu hermano me dejó las llaves. Pensé en venir aquí...
por la noche —dijo titubeando, porque ningún pretexto le
satisfacía.
—No sé si dormirás bien —dije pensando en su cama de
columnas de ébano.
—He dormido en peores lugares —agregó, echando una
ojeada por el departamento—; lástima que recuerda a la
casa de las Aguirre: una sucursal del Museo de Arte
Decorativo.
Y para cambiar de conversación, dije:
—Cada vez que vienen, me traen una antigüedad.
—Porque les hace juego —respondió.
Era la primera vez que manteníamos un diálogo
circunstancial y gratuito. Le serví un whisky y él se acomodó
en el sofá, junto a la ventana. Me temblaba la mano. Nunca
hubiera soñado que él vendría a mí, sobre todo en plena
campaña electoral. Por su voz demostró que estaba
cansado. Nos habíamos quedado solos él y yo. No me atreví
a pensar que los demás habían huido.
Se desvistió lentamente; era la primera vez que lo veía
desvestirse. Sus ropas tenían ya la consistencia del mármol
y del bronce. Y pensé, para engañarme, que a mi
departamento había venido a dormir un prócer.
Cuando estuvimos acostados apagué la luz.
—Te invito a desayunar mañana en «El Águila» —dijo
entre sueños.
Me tendí a lo largo en la cama. Ahora sólo me quedaba
esperar. Era mi primer triunfo.
Al día siguiente nos desayunamos en «El Águila».
—¿Por qué no venís conmigo esta noche...? —sugirió
tímidamente—: inicio en Quilmes la campaña.
—¿Vas a hablar? —pregunté hiriente, sabiendo que en su
vida había pronunciado un discurso.
—Hay siete discursos. Con eso basta.
Y desde ese momento, comencé a seguirlo. Lo seguí todo
ese día y todos los que vinieron. Me sentaba en silencio en
la parte posterior de su coche. Me ocultaba de los fotógrafos
y en las proclamaciones permanecía en el antepalco de las
tribunas.
Cecilia aceptaba, feliz, mi ausencia, pensando quizá que
había comenzado a interesarme la política.
Asistía a los almuerzos en el comité, a los actos en los
teatros y plazas. No abandonaba a Braceritas un solo
instante. Recorrí los mismos lugares que había recorrido con
Guastavino. Braceras, agradecido y sin tratar de
comprender demasiado, me regalaba camisas de Spinetto,
gemelos de brillantes. Cambió mi coche por un Lincoln
Sport. Yo aceptaba indiferente sus regalos. A veces
comíamos solos y en silencio en el comedor de la calle
Alsina. Sólo Felicitas —que se cruzaba de brazos al lado de
Braceras para vigilar a los mucamos—, me miraba de vez en
cuando de soslayo.
—¿Qué andás tramando vos?
—¿Por qué?
—No me gusta verte solo, rondando por la casa detrás de
él. ¿No tenías novia?
—La tengo.
—¿Por qué no estás con ella? ¿Te ha dado otra vez por la
política?
—A mí no me ha dado por nada, imbécil...
Una noche, Felicitas entró precipitadamente en mi
cuarto.
—Vestite rápido. A Julieta la llevaron a internar. El
embarazo no le ha venido solo: le ha traído la locura. Lo de
siempre: son unas flojas. Braceritas quiere ir con vos.
Por el camino de tierra, en mi coche; nos dirigimos a «La
Enamorada».
Apenas entramos en la Avenida de los Eucaliptus
divisamos en una ventana de la parte deshabitada de la
casa, a Julieta que, semidesnuda, reía enloquecida. La visión
duró unos instantes.
—Hay que hacer algo —ordenó Braceritas. Pero esta vez
nada pudo hacer. El marido se opuso por sus convicciones
religiosas a que fuera intervenida, aduciendo que después
del nacimiento volvería a la normalidad.
—Pero ésta será la última vez que la embarace —ordenó
Braceritas.
Gonzalo, que ya era párroco en la capilla de Los Plátanos,
nos acompañó de regreso. Braceritas no quiso quedarse esa
noche en «La Enamorada». No hablamos durante todo el
viaje.
—¿Para esto sirve tu religión? —dije a Gonzalo con odio
cuando llegamos a Avellaneda.
Al día siguiente cablegrafiamos a Mariana. Escribí:
«Whellington Hotel, 55 Street and 7 Avenue, New York.
Julieta te necesita. Debes volver. Adolfo».
Sentí una profunda satisfacción de haber arrancado a
Mariana de su absurdo viaje de cultura —como lo llamaba
Braceritas—, aunque el motivo fuera la enfermedad de
Julieta.
Regresó a los pocos días. No tuve piedad para ella. Me
acerqué y dije:
—Ahora tendrás que cuidar de tu hermana.
Las Aguirre se empeñaban en que Mariana no debía ver a
Julieta en la clínica, pero yo la azuzaba a lo contrario, de
manera que ella se vio obligada a desobedecerlas. Yo
mismo la iba a buscar por la tarde y la esperaba
pacientemente en el coche. De regreso, la dejaba llorar a mi
lado sin dirigirle una sola palabra de consuelo. Una tarde, de
regreso, dijo:
—Te vas a condenar.
—¿Por qué?
—Yo me entiendo; te vas a condenar.
—No sé a qué te referís...
—¿Qué esperás?
—Yo no espero nada.
—¿Qué esperás? ¿Que yo también me vuelva loca...?
—Decí más bien que no te gusta enfrentar las
circunstancias tristes o desagradables para poder divertirte
más a gusto con tus amigos.
—Y de Braceritas. ¿ qué esperás? ¿Por qué lo seguís todo
el día?
Sin esperar mi respuesta, se echó a llorar en mi hombro,
Yo permanecí impasible.
Esa noche, cuando llegué a casa, me encontré con
Braceritas. El mismo se había servido un vaso de whisky.
—¿Te enteraste ya...? Intervinieron la Provincia a treinta
días de las elecciones.
Respiré con profunda satisfacción; no volvería a ser
testigo de aquel día de infamia que llevaba sepultado en mi
memoria.
Era su primera derrota política en treinta años. Había
envejecido en pocas horas. El bronceado de su cara
marcaba más aún la profundidad de sus arrugas.
—Estoy muy cansado —dijo—, Llévame a «La
Enamorada». Despacha a Lucio —dijo refiriéndose al chofer.
Lo único que habló en el viaje fue:
—Eso viene de Berisso, del lado de los frigoríficos...
Alguna vez me la van a pagar. Ahora les ha dado por
agruparse en sindicatos. Allí hay un cabecilla que debemos
destruir. El presidente los escucha. Ese cabecilla está
enardeciendo a los de Avellaneda.
Se encerró en «La Enamorada». Ese día me quiso regalar
un caballo de carrera. Cuando le dije que yo no iba al
hipódromo, agregó:
—Eso es algo que te falta. Ver perder a un caballo tuyo al
que jugaste cuatro mil boletos. ¿Qué tenés en las venas? Ni
siquiera te gusta jugar. Tampoco las mujeres.
Sonreí, por única respuesta.
A Mariana le regaló una gargantilla de brillantes e hizo
venir a los mejores especialistas de los Estados Unidos para
Julieta. Y, para tenernos cerca, la mandó sacar de la clínica
y la ubicó en la parte deshabitada de «La Enamorada».
A los pocos días, la policía de la capital mandó cerrar los
garitos de la Crucecita.
Esa tarde recibió a una delegación formada por las viejas
prostitutas de la Isla; a los almaceneros dueños de garitos y
también a los agentes de lotería que recibían redoblonas y
quinielas. Los recibió en la Sala de las Ánimas, porque eran
muchos.
Braceritas les prometió ocuparse; pero desde ese día no
volvió a recibir a nadie ni regresó a Buenos Aires. «La
Enamorada» se convirtió en su guarida. Me parecía
escuchar sus pensamientos; una sola idea que lo poseía: su
reaparición.
CAPÍTULO XXI
I
Braceritas pasaba las horas enteras sentado en la
mecedora de la galería, con la mirada fija en el horizonte,
recortado únicamente por la mancha negra y sombría del
ganado. No recibía a nadie y lo único que le interesaba eran
las noticias de los movimientos obreros en el sindicato de la
carne, y después, con minuciosidad asombrosa, acumulaba
datos, papeles y fechas en una carpeta de hule. Como si
estuviera seguro de la inutilidad de su trabajo.
A veces llegaban hasta «La Enamorada» algunos
presidentes de comités. El se encerraba con ellos en la sala
de música, enfundada y con olor ¡a musgo y a naftalina. Y
después se dirigía a su sillón de la galería; a hamacarse
lentamente, con la mirada fija en el horizonte.
Adolfo viajaba casi todos los días a Buenos Aires.
Almorzaba con Cecilia y después iban por unas horas al
departamento de la calle Montevideo. Al atardecer
regresaba a «La Enamorada», cargado de diarios y revistas;
elegía aquellos que más minuciosamente relataban la caída
de Braceritas y los desparramaba por la casa para que él
pudiera leerlos.
Por las noches se sentaba en silencio, y escuchaba
pacientemente, de labios de su abuelo, un mascullar de
palabras soeces e insultos, entre dientes. . ¿Cuánto tiempo
le faltaba todavía? Porque ya no tenía dudas. Vivía ya su
propia muerte; una sombra siniestra abrazaba a «La
Enamorada». La acariciaba suavemente intensificando el
perfume de las casuarinas y del jazmín negro; afinaba el
grito de las lechuzas y los murciélagos y cada vez más
constantes y dolorosas se escuchaban las risas de Julieta.
Para Adolfo la muerte de ese hombre importaba ahora
mucho más que antes; sólo la muerte podía acallar esa ola
de insultos y de verdades que sobre su actuación política se
había desatado en las calles y en los diarios de Buenos
Aires.
Nadie había hablado de él en esos diez años. Solamente
cuando la muerte de Guastavino algún diario había
protestado porque lo enterraron cubierto con la bandera
argentina. Pero lo que no se atrevía a confesar era que su
nombre y el de su abuelo eran uno solo. Su nombre. El suyo,
y el de José María, y el de Mariana; estaban allí, mancillados
por grandes letreros de diarios.
El recuerdo de la voz de Escalada en la cárcel de Santa
Fe lo perseguía en sueños:
—« ¿Te llamas Braceras? ¿Te llamas Braceras?
BRACERAS».
La única reivindicación de su nombre era la muerte de su
abuelo. Imaginaba a todo el pueblo de Avellaneda detrás del
cortejo fúnebre, detrás del hombre que durante tantos años
los había gobernado.
No le avergonzaba, este pensamiento y cuando veía a
Braceritas amontonar papeles, preguntaba:
—¿Qué buscas?
—Antecedentes, antecedentes. Todos caerán conmigo,
todos. Desde el Presidente hasta el último empleado.
Gonzalo venía a visitarlo por las noches, después de la
bendición. Soportaba pacientemente sus herejías e
improperios; fue él quien aconsejó sacarlo de «La
Enamorada» y llevarlo a Mar del Plata.
—Se volverá loco —decían las Aguirre—. Es necesario
que piense en otra cosa. Si se pudiera viajar a Europa...
Nada como Jean-les-Pins para reponerse.
—Lo único que faltaba era esto: también Estados Unidos
en guerra. ¿A dónde ir ahora? Buenos Aires es la ciudad más
triste del mundo y no digamos Avellaneda: la antesala de un
frigorífico.
Braceritas accedió. El viaje por una semana a Mar del
Plata duró tres meses. En una mesa de punto y banca del
club Pueyrredón, Braceritas recobró su fe y su entusiasmo.
De regreso, presentó nuevamente su candidatura para
senador.
Reunió en el Comité Central, la sede de Guastavino, a
sus dirigentes de parroquia.
Esa noche Adolfo durmió en Buenos Aires. No regresó a
la calle Alsina con su abuelo.
Braceras, rejuvenecido, altivo y más silencioso que
nunca, volvía de nuevo a su vida política. Era un desafío
para sus enemigos. La campaña opositora guardó silencio.
En su casa, Adolfo encontró un telegrama de José María,
que decía:
Me caso mañana en la ciudad de Taxco. Encantadora
americana. Cultiva petróleo. Te espero, José María.
—Vamos a bailar a Embassy —invitó a Cecilia por
teléfono—. Quiero emborracharme. Hace meses que no
bebo.
Y esa noche bailaron hasta la madrugada; después se
bañaron desnudos en una pileta de Olivos.
Eran los últimos días del verano. No podía apartar de su
mente la imagen de José María sentado junto a la puerta
esperando que él se despertara; de José María sobre su
caballo negro con el brazo apoyado en el rebenque,
caminando adormecido por los campos de «La Enamorada».
Esa madrugada, cuando llegó a su departamento, el
teléfono estaba sonando. Era Mariana.
—Por favor... Julieta está muy grave.. —No pudo seguir
hablando.
Hacía meses que no la veía. Braceritas se negó a recibir
nuevamente a Julieta en «La Enamorada».
—En mi familia no ha habido taras. Que las taras se las
cuiden sus dueños. Que las Aguirres se encarguen de ella.
Mariana no se lo perdonó.
—Está en la sala de partos—le dijo una monja.
Subió por la escalera y en el último escalón, bajo la luz
mortecina, encontró a Mariana como cuando niña, con la
cabeza oculta entre las rodillas.
—Mariana... ¿Qué haces aquí?
—Escucha. Está así desde ayer. Dicen que se muere.
Un grito atravesó las paredes. Después, una carcajada.
—El no quiere anestesiarla... dice que así debe ser.
—¿Quién no quiere?
—El, el marido.
—¿Y el médico?
—Es de él... Se sentó a su lado y la apretó contra su
pecho. A los tres minutos volvió a escucharse el mismo
grito, y la misma risa.
—No podes quedarte aquí.
—¿Quién se queda, si no? Si José María... —y no pudo
seguir hablando.
Adolfo le tapó los oídos con las manos. Retuvo su rostro
junto al de él.
—No llores, no llores, por favor...
—¿Qué has hecho todos estos meses al lado de él...? —
preguntó afiebrada refiriéndose a Braceritas—. ¿Por qué lo
odias tanto? ¿Por qué no lo has perdonado? ¿Por qué querés
estar a su lado para esperar su muerte, Dios mío...?
—¿Te has vuelto loca?
Julieta volvió a gritar. Esta vez el grito parecía venir de lo
más profundo de sus entrañas.
Mariana se apretó contra Adolfo.
—Tengo miedo —dijo—. ¿Por qué, por qué hay que nacer
así...? ¡Jamás, jamás tendré un hijo! —Y cambiando la
expresión de su rostro, añadió: — ¡ Ojalá se murieran: el
chico y él!
—¿Qué estás diciendo?
—Es un monstruo. Ya lo conocerás. Ha elegido la vida del
chico.
Y Adolfo recordó que, una vez, ella le había dicho: «Le
tengo miedo al rencor de los Braceras... Es como una
enfermedad terrible».
Después se hizo un silencio que duró varios minutos.
Mariana se levantó, acercándose a la puerta. En ese
instante salió una monja.
—¿Hermana...? —rogó Mariana.
—El chico nació muerto. Salvamos a la madre.
Se arrodilló en el suelo. Y así permaneció hasta que
Adolfo la levantó en sus brazos.
II
—¿Siempre te gusta el chocolate? Te calentará —dije
mientras la cubría con otra manta que había sacado de la
cama de José María—. Creo que tengo. Bebé todo ese
whisky primero —ordené tiernamente.
Mariana me miraba sorprendida, sin dejar de temblar por
mi accidental ternura.
—Todo se arreglará —dije—. Ahora Julieta volverá a estar
bien.
Ella me tomó la mano y la retuvo sobre sus mejillas. Para
prolongar ese momento, dije:
—Si no te da miedo quedarte sola en un cuarto de
soltero, te voy a preparar el chocolate.
Cuando regresé con la taza, ella se había incorporado en
la cama. Le di de beber en la boca con una cuchara, como si
fuera una niña pequeña. Ella sonreía temerosa como ante
un desconocido. Yo soplaba el chocolate pata enfriarlo;
como si tuviera que entretenerla, soplaba sucesivamente en
la taza y en su frente. Como si quisiera borrarle los malos
pensamientos.
Ella, cada vez que le acercaba la cuchara, me besaba la
mano.
—¿No vendrá nadie? —dijo sonriendo.
—Puse el pasador. Además, ¿quién puede venir a esta
hora?
Ella no dejó de sonreír.
Obligándola a mirarme, afirmé:
—Desde hoy, desde este mismo instante, ya no vendrá
nadie.
—¿Nadie?
—Bueno: alguien que hace años está sufriendo: alguien
que está llorando desde una siesta de Alma Muerta. Alguien.
¿Sabés una cosa? Sos terriblemente llorona.
—¿Porque otra persona no ha llorado? Vanidoso...
—He estado muerto.
—Yo también.
—¿Querés saber una cosa? No me gustaste nada.
—¿Cuándo?
—Cuando te vi desnuda toda vos misma. Parecías un
niño de bronce.
Ella se escurrió infantilmente en la cama.
—Yo no quise mentir.
Con resentimiento, le respondí.
—¡Si supieras el precio de esa mentira...!
—Lo sé.
—No. no lo sabes... Quizá algún día te lo cuente. Pero
tenemos mucho tiempo...
—Yo también te contaré...
No pudo continuar. Comencé a besarle suavemente los
ojos, la boca, la nuca. Pensé que era la primera vez que
besaba a una mujer; ella era la prolongación de mis propios
gestos. Como en un rito sagrado, entre sollozos, me
arrodillé a su lado y sin atreverme a tocarla pasé mi mano
por encima de su cuerpo, deseando que lo evitara. Ella
había cruzado los brazos alrededor de su pecho como si
temiera que, de pronto, se le escapara el corazón.
Nunca me pareció tan hermosa: el rostro afiebrado por el
dolor, y los cabellos pegados a las sienes.
Sin embargo, una gran serenidad había en todos sus
movimientos, como si quisiera, ella también, no dejar
escapar uno solo de mis gestos; retenerlos, apresarlos.
Sentí por primera vez que alguien fuera de mí dirigía todos
mis impulsos. Y por primera vez también perdí la conciencia
de mí mismo porque estaba seguro de que me encontraría
en Mariana de regreso del deseo.
Sin dejar de besarla, con los ojos bien abiertos para no
perder ese último matiz de temor que adiviné en los suyos,
extendí mi mano y apagué la luz.
No sé cuánto tiempo besé su cuerpo y acaricié su cabeza
para que la entrega fuera menos dolorosa. La sentí huir de
mis manos como un animal asustado y recién nacido.
Bendecía todos sus gestos y movimientos y por primera vez
pensé que existía Dios entre los hombres.
Se me escapó de entre los brazos; ella sintió antes que
yo mi espanto. Sin embargo, me dominé lo suficiente para
no ponerme a gritar.
Inmediatamente se precipitaron juntas todas las palabras
de mi venganza y de su humillación. No pensé golpearla.
Encendí la luz. Ella me sostuvo la mirada.
—Por lo menos tengo derecho a saber qué número soy —
dije tratando de encender un cigarrillo.
Palideció hasta confundirse con el color de la almohada.
—Bien te habrás reído de mí desde hace exactamente
treinta minutos. Te traté como a una colegiala. No pensé
nunca que fueras una perra como las demás.
Me temblaba la mano y no lograba encender el cigarrillo.
Se vistió lentamente. Antes de salir del cuarto, dijo
incoherente:
—Si no hubieras encerrado en el sótano a Gonzalo con
Rosa Padilla, en «La Enamorada», todavía estaría en tus
brazos.
La escuché arrastrarse hasta la puerta. Sus palabras me
daban vueltas en la cabeza. Quería reconstruir esa noche de
«La Enamorada» y sólo recordaba una danza donde yo
repetía una y mil veces:
—Te quiero, te quiero. Busqué la botella de whisky; la
llevé al lado de mi cama. Pero no conseguí emborracharme.
III
Braceritas triunfó en las elecciones provinciales y obtuvo
nuevamente su banca en el Senado de la Nación. Cuando se
enteró de que su silla había pertenecido a Joaquín V.
González, mandó enmarcar su retrato y encuadernar varios
ejemplares de Mis montañas para desparramarlos por la
casa.
La ciudad volvió a recuperar la luz de cuando Adolfo era
niño. Avellaneda abrió sus casas de juego, los prostíbulos y
la quiniela volvió a pasarse clandestinamente en las
agencias de lotería. En ese año Braceras adquirió el Gran
Campeón en la Exposición Rural para que «sus vacas se
divirtieran con él», como decía.
Regaló a Adolfo el haras de caballos de carrera, y a José
María y a su mujer les envió a México dos alazanes árabes
que mandó traer de Pakistán; a Mariana, un pequeño coche
de carrera.
A los pocos días, una mañana de junio, Braceritas
penetró de improviso, con su bata morada, en el dormitorio
de Adolfo.
—Vestite; hay revolución en Buenos Aires —dijo tratando
de disimular el tono de su voz.
Cruzaron el puente Barracas cubierto por la espesa
niebla que se confundía con el humo de los frigoríficos.
Tomaron Montes de Oca y llegaron por Leandro Alem hasta
la Casa de Gobierno, custodiada por soldados.
—Será un cuartelazo, como tantos. Somos, después de
todo, una «republiqueta». Nos volvemos a Avellaneda —dijo
sin atreverse a entrar en el centro de Buenos Aires.
Braceritas se hizo dejar en su comité y Adolfo volvió a
Buenos Aires. Desde el Jockey Club siguió las alternativas de
un día de junio de 1943, frío y neblinoso. «Un cuartelazo»,
repetían a su alrededor. Cuando regresó a Avellaneda,
Braceritas lo estaba esperando.
—Llévame a «La Enamorada»; no hay nada más que
hacer aquí, por unos días —dijo su abuelo apenas lo vio
entrar—. El Presidente ha renunciado. Los militares
gobiernan el país. Ahora quiero que vayas al comité y a la
calle Alsina y me quemes todos los papeles; éstas son las
llaves, Esto te interesa a vos tanto como a mí. Es tu nombre
—dijo seguro, sabiendo que había dado en el blanco.
—Pero si esto es transitorio —comentó Adolfo sin
convicción y gozando con la mínima esperanza que sólo él
ahora podía ofrecerle.
Braceritas no contestó. Con desconfianza respondió
incoherente, siguiendo el hilo de sus pensamientos:
—Pocos dueños y muchas tierras... José Valenzuela te va
a ayudar; sabe lo que tiene que hacer.
Adolfo, al escuchar ese nombre, se estremeció. Sin
titubear, le respondió:
—Como Guastavino... en su tiempo.
Su abuelo lo miró como si ese nombre no le hubiera
pertenecido nunca;
—Sí —dijo tratando de no desenterrar fantasmas—; como
él...
Adolfo llegó al comité con Gonzalo. Lo había ido a buscar
a Los Plátanos. Los Valenzuela, temblorosos, sumisos, ya
habían terminado de ajustar un gran atado de papeles.
—¿Qué ha pasado? —interrogaron de inmediato a Adolfo.
No contestó. No podía responder a los asesinos de
Guastavino. Aunque habían perdido su estructura de
guapos, en el recuerdo de Adolfo se superpuso otra imagen
—atisbada un mediodía, detrás de una puerta—: iban
vestidos de oscuro; con sombrero negro y pañuelo al cuello.
La muerte vestida de malevo, como se les apareció a él y a
Guastavino aquella mañana de frío y de escarcha en el
estanque del frigorífico «La Negra», en la Isla Maciel. Allí
estaban, frente a él, los Valenzuela, desnudos de guapeza,
tratando de quemar veinte años de vida política de una
ciudad: borraban definitivamente el nombre de los
cadáveres sepultados entre el estiércol, las graserías del
frigorífico «La Negra» y el «Anglo».
En su coche los llevó hasta acercarlos a la quema de
basuras. Lentamente bajaron los atados de papeles como si
fueran subrepticios cadáveres. Gonzalo permaneció en el
automóvil; lo primero que dijo, cuando quedaron solos, fue:
—Estás muy delgado..., Adolfo.
—¿Sabés quiénes eran...? —interrumpió Adolfo
refiriéndose a los Valenzuela.
—Lo sé.
—¿Lo sabés? Durante años me pasé las noches
planeando para ellos las más terribles formas de muerte. El
salto que habrá pegado hoy Guastavino en su tumba.
—Ayer vino Mariana —dijo Gonzalo, para cambiar la
conversación.
—No me digas que a confesarse —ironizó Adolfo.
—Quiere que interceda ante Braceritas para traer a
Julieta a «La Enamorada».
—¿Por qué?
—Está otra vez embarazada.
—Es monstruoso...; creced y multiplicaos, así sea en la
locura o en el crimen,.. ¿Se lo dijiste a Braceritas?
—Trataré de hablar con él hoy; podría vivir en la parte
deshabitada. Mariana quiere que hable con el marido
también...
—¿Para qué?
—Para que autorice a operar.
Adolfo frenó el coche y se le quedó mirando.
—¿Pero no te parece monstruoso que eso se ponga en
duda? ¿Qué clase de religión es la tuya? ¡Asesinos!
Gonzalo guardó silencio.
—La humanidad tiene que continuar. No podemos
detenerla.
Callaron durante el resto del viaje. Al doblar la Avenida
de los Eucaliptos, lo primero que vieron fue la figura de
Braceritas, sentado en su sillón frente al poniente, con los
ojos fijos en la línea del horizonte, esperando el fin del día.
IV
Se pasaba el día entero sobre un caballo negro dando
vueltas, al paso, bordeando el casco de «La Enamorada»,
como solía hacerlo José María. Al atardecer, se sentaba del
lado oeste de la casa, inmóvil como un ídolo, a esperar la
caída del sol.
Después, entraba en la casa a escuchar por la radio las
últimas noticias; Felicitas, a sus pies, le cebaba mate. Había
cancelado todas las entrevistas. Mandó construir una casa,
cerca de la tranquera del pavimento, para que un guardián
impidiera el paso a cualquier visitante.
—Ni que venga a verme el general —decía refiriéndose al
presidente Ramírez.
Adivinaba en sus palabras cierta recóndita esperanza.
Había accedido a que Julieta viviera en la parte
deshabitada de la casa. De vez en cuándo, por las noches,
se escuchaban sus gritos y risas sofocados por los
calmantes y las drogas.
Sólo la presencia de Mariana lo arrebataba de sus largos
silencios. La hacía sentar a sus pies en un poof de terciopelo
y se pasaba las horas acariciando su cabello.
—Esta tierra —decía— tiene que llegar más lejos. Cuando
«me vaya» compra todo lo que puedas. Debí comprar más y
más; no meterme en política. Debí comprar todo Berisso.
Cuando llegaba Mariana, yo huía a Buenos Aires;
regresaba al día siguiente, cargado de diarios y revistas
para arrebatar a Braceritas de su culto por ella. Por las
noches nos sobresaltaban los gritos y las risas de Julieta.
Entonces Mariana rondaba la puerta de mi cuarto sin
atreverse a golpear. Yo permanecía despierto hasta el alba.
Otras veces solía verla en Buenos Aires, ausente y
silenciosa, en las boites o en Golf, rodeada por hombres.
Cecilia palidecía y, como no se atrevía a señalar la causa
de mi angustia, buscaba cualquier pretexto para enojarse.
Nuestras discusiones terminaban en un tedioso encuentro
de amor en mi departamento de ía calle Montevideo.
Por las noches volvía disparando en mi coche a «La
Enamorada". Muchas veces coincidía en el camino con
Mariana. No siempre ganaba ella la infernal carrera entre
sombras y polvo desde el pavimento al casco de la estancia.
Entrábamos en la casa sin saludarnos; después
permanecíamos los dos despiertos, rondando por la casa
hasta el alba.
Julieta volvió a tener un niño muerto. AI salir del
sanatorio. Mariana la trajo nuevamente a «La Enamorada».
Parecía feliz, como si regresara de un largo viaje. Mariana,
por las tardes, le leía libros de cuentos, como a una niña
pequeña, mientras la enfermera jugaba al dominó con
Braceritas. El marido la visitaba los fines de semana;
también las Aguirre.
—Estas viejas —decían Braceritas— vienen con sus
esqueletos a recordarme que tengo una cita.
Llegaban en su Ossotta Fraschini, vestidas como para
una larga travesía. El chofer las seguía a todas partes con
una cesta de tortas y confituras. Apenas se saludaban con
Braceritas. Ellas, como yo, atravesaban el puente de
Barracas para comprobar cómo le venía la muerte «tan
callando» a mi abuelo.
Una noche salí a caminar por la galería del oeste.
De pronto, entre unos matorrales, me pareció ver un
animal blanco que se movía entre las ramas. Me acerqué
sigilosamente. Era Julieta. La ayudé a levantarse.
—Estaba juntando hongos —me dijo con una voz que no
era la suya.
—¿Para qué los querés?
—Para envenenarlo.
—¿A quién?
—A él...
Se refería a su marido.
—¿Por qué querés envenenarlo?
—Porque es muy feo —dijo batiendo las palmas.
La conduje lentamente hasta su cuarto y la arropé.
—Si te quedas tranquila te preparo una taza de té.
—¿Con hongos?
—No; el té es para vos. Yo no quiero envenenarte.
:—No; vos no; Mariana tampoco. ¿Por qué no está aquí
Mariana?
—Se habrá quedado a dormir en Buenos Aires.
Por primera vez sentí por Julieta una profunda piedad.
Estaba nuevamente embarazada.
Recordé su cuerpo deforme cuando la espiaba bañarse
en el Atajo de Alma Muerta. Fui a la cocina, preparé una
taza de té caliente y pensé, también por primera vez, que
había que hacer algo por ella. Escuché el coche de Mariana
y corrí a su encuentro. No necesité hablar. Ella lo advirtió en
la expresión de mi cara. Corrimos al cuarto de Julieta.
—¿Y la leche? —me preguntó Julieta resistiéndose
todavía a entrar en las sombras.
Mariana se arrodilló a su lado. Cuando regresé, le serví el
té acercándole la cuchara a la boca, como lo había hecho
con Mariana una vez. Aspiraba por primera vez en esos
meses su perfume, que había impregnado el aire. Al verla
arrodillada, con un pullover verde, la melena despeinada y
la voz quebrada a punto de llorar, sentí nacer en mí una
profunda ternura. Deseé que José María estuviese con
nosotros.
—¡Julieta! ¡Julieta! —clamaba Mariana— Tenés qué
escucharme ahora, ahora me entendés. Yo sé que todavía
me escuchas. Nacerá otra vez muerto. Y vos te volverás
loca, loca para siempre. Ese hombre es un monstruo, un
monstruo.
—Es pecado, es pecado —repetía Julieta, alejándose cada
vez más de nosotros.
—Te juro que no; que no es cierto. Por favor —dijo
dirigiéndose a mí—, no la dejes sola hasta que vuelva. Voy a
buscar a Gonzalo.
Me senté a esperar. Julieta me miraba sonriente y
dibujaba con las manos muñequitos y animales de sombra
en las paredes. Parecía borracha; feliz y borra: cha.
No había pasado media hora cuando llegó Mariana con
Gonzalo a medio vestir.
—Decile, decile vos —repetía en voz baja para no
despertar a Braceritas—. Mira, Julieta, él es un sacerdote; él
te ha casado; él te dirá que no es pecado. No podés tenerlo,
¿me entendés?
Y, arrodillada frente a Gonzalo, rogaba:
—Repetile, repetile lo que yo digo.
Gonzalo, medio dormido, horrorizado ante el cuadro que
tenía frente a sus ojos —Julieta había empezado a
desnudarse—, repetía:
—No sé; no sé a qué te referís.
—Decile que no debe tener ese chico...; decile que otra
vez no, o yo me mato —dijo Mariana como último recurso—;
decíselo vos —terminó dirigiéndose a mí.
—¿Por qué hay que consultarla? Nos la llevamos ahora
mismo a que la vea un médico; yo conozco uno en Los
Plátanos. ¿Qué necesidad hay de consultar al marido?
Gonzalo comenzó a pasearse desesperado por el cuarto.
—No sé; no sé. No lo puedo hacer y ustedes lo saben. Es
un crimen.
—Pero si nacen muertos, muertos.
—No se sabe hasta el último momento. Viven hasta los
últimos instantes.
—Por la salvación de tu alma —dijo Mariana, vencida,
abrazándolo—; hablá con él, mañana.
Gonzalo, emocionado, le respondió:
—Eso sí lo haré. Te lo prometo. Revisaré todos los
Derechos canónicos... Pero esta vez lo haré. Te lo prometo.
Julieta, sonriéndonos, se despidió cómo si partiera para
un largo viaje. Después se quedó dormida.
Gonzalo, Mariana y yo fuimos a la cocina a
desayunarnos. Comenzaba a amanecer. Gonzalo, fija la
mirada en un punto, repetía:
—Tiene que haber algo, algo.
—Lo único sería matarle a él —aseguré.
—Esa es una de las maneras —dijo sin pensar—. ¿Me
llevas a Los Plátanos? Tengo que decir misa a las seis.
—Yo también voy —dijo Mariana.
Amanecía. Nos sentamos los tres en los asientos
delanteros. Yo sentía pegado a mí el cuerpo de Mariana.
Atravesamos el campo por un camino de tierra para poder
llegar a tiempo.
—¿Por qué Braceritas no hace algo? —preguntó Gonzalo
siguiendo sus pensamientos.
—Nada puede hacer ya —dije con honda satisfacción.
Los dos me miraron al mismo tiempo y guardaron
silencio.
Cuando regresamos, ya era de día, Mariana se adormeció
en mi hombro. AI llegar, dijo sin mirarme:
—Si Gonzalo no encuentra lo que busca, quiero que me
ayudes...; por favor —y entró corriendo en la casa.
Al día siguiente vimos a Gonzalo llegar por la Avenida de
los Eucaliptos, con la sotana remangada y una valija con
sacramentos para la extremaunción en una mano.
—¿Cómo está? —preguntó sin saludarnos..
—Ha dormido todo el día.
—Vengo del episcopado. Nada; no se puede hacer nada.
No encontré un solo argumento para destruir los del marido.
—Esto lo resuelvo yo—dije.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó demudado.
—¿Y me lo preguntas?
Un alarido fino, penetrante, nos hizo enmudecer.
Braceritas salió de su encierro gritando:
—A esa loca me la sacan de aquí, hoy mismo. Que la
aguanten las Aguirre; de allí viene la tara...
Gonzalo adivinó mis pensamientos y como si hubiera
presentido todo el dolor que me atravesaba, dijo:
—¿Por qué Mariana y vos no viven en Buenos Aires? ¿Qué
hacen aquí todo el día? Recordándolo como los cuervos...
—¿No lo sabes? ¿Acaso no lo sabes todo? ¿Sabes para
qué me quedo? Para ver cómo algún asesinado se lo viene a
llevar; Guastavino, por ejemplo.
Me miró espantado.
—Ni siquiera merece tu odio, te lo aseguro yo.
Era la primera vez que enunciaba un pensamiento tan
definitivo.
Mariana había escuchado nuestra conversación. La vimos
aparecer con Julieta, vestidas las dos para salir.
Acercándose, sin levantar los ojos, ordenó:
—Vamos.
—¿Adonde?
—Vos sabes dónde. /
—Pero estás loca. No se puede así, de un momento a
otro. Tengo que buscarlo, primero —dije defendiéndome.
—Tiene que ser ahora. Lo intentaremos.
—Dios me guarde. Te has vuelto loca vos también —se
lamentó Gonzalo.
—No quiero esperar un momento más. Yo asumo la
responsabilidad. Toda. Soy yo la que me condeno y no vos
—dijo hiriente a Gonzalo—. Si no me quieren acompañar, iré
sola... a cualquier parte. Con dinero cualquier cosa es
posible.
Gonzalo dudó un instante. Después, con la voz quebrada,
como cuando niño, dijo:
—Yo también voy con ustedes —y tomó a Julieta del
brazo.
Corrí a sacar el coche. Y, como si fuera un juego de
niños, nos dirigimos a Los Plátanos.
Allí me detuve frente a una placa que decía: «Médico
Cirujano». Bajamos. Julieta, ya perdida entre sus fantasmas,
nos siguió feliz, sin dejar de jugar con el mango de su
cartera. Gonzalo se quedó en el auto. Antes de bajar, hizo la
señal de la cruz en la frente de Julieta.
—Que Dios te acompañe —la bendijo.
Todo sucedió más rápido de lo que esperábamos. El
médico nos reconoció apenas nos vio entrar. Dócilmente,
Julieta lo siguió.
Mariana y yo esperamos fuera durante el
reconocimiento. Yo aproveché para pagar a la enfermera. A
los pocos minutos salió el médico. Estaba dispuesto a
intervenir en el acto.
—El caso —dijo— es sencillo y reciente.
Yo acepté sin mirar a Mariana. Pensé, para convencerme,
que era mejor muerta que loca. Y no quise confesarme que
asumía esa responsabilidad, solamente para agradar a
Mariana.
Ella escondió el rostro contra el vidrio de la ventana. Creí
adivinar que rezaba. Me pareció más niña que nunca, No se
me había escapado la mirada del médico, cuando preguntó
si era menor, creyendo que se trataba de Mariana.
Después de quince o veinte minutos apareció una
sirvienta que nos anunció que ya todo había terminado.
Mariana entró en el cuarto. A los pocos minutos
reapareció, sosteniendo a Julieta. Todavía no había salido
del todo de los efectos de la anestesia. Mariana le calzó los
zapatos y yo le sostuve la cabeza sobre mi pecho. Después,
ella buscó mi mano para besarla.
En el coche nos esperaba Gonzalo. Nos sentimos felices
como cuando niños; decidí pasar por la confitería a comprar
bombones y masas. Gonzalo, olvidado de su sotana, corría
por la calle como si nos hubiéramos liberado de un gran
peso. Mariana se apoyaba indistintamente en su brazo y en
el mío.
—Lástima que no está José María.
—Lástima.
Y Felicitas, al vernos regresar con Julieta, que había
recobrado su mirada y la serenidad de su rostro, dijo:
—Lo que les faltaba ahora; andar machoneando por ahí y
con un sacerdote.
Al atardecer, mientras tomábamos el té bajo los
azahares, vimos llegar a Alcántara por el camino de Los
Álamos.
Julieta, que estaba con nosotros, se incorporó de pronto.
No pudimos detenerla; comenzó a arrojarle naranjas
amargas podridas que recogía de la tierra. El hombre,
desconcertado, lo primero que hizo fue quitarse los
anteojos. Pero ella siguió arrojándole naranjas hasta hacerlo
retroceder.
Gonzalo y yo, movidos por no sé qué fuerza extraña, nos
abalanzamos sobre él que, sin defenderse, se refugió en su
coche.
Julieta regresó a su asiento; feliz, comenzó a tejer en el
aire, sin agujas ni hilos, una tela invisible. Nos miramos
horrorizados. Mariana, que venía a nuestro encuentro con
una bandeja de helados, detuvo un instante su mirada en
las manos de Julieta y después se desvaneció.
La misma Julieta nos ayudó a levantarla. En pocos días,
nos acostumbramos a que se sentara a nuestro lado feliz y
sonriente a tejer sin lana ni agujas una maraña de sueños.
El marido pidió la anulación del matrimonio a cambio de
una suma de dinero que entregó Braceritas, a pedido de
Mariana.
A los pocos días Gonzalo me fue a buscar a mi
departamento de la calle Montevideo. Escondí a Cecilia en
el baño y salí a recibirlo.
—Vení... —me dijo—. Vamos, salgamos: de un momento a
otro los aliados toman París. Todo el mundo está en la calle.
Es el fin de la guerra.
—¡Qué suerte para las Aguirre! —dije irónicamente
ocultando mi emoción—volverán a Europa antes de morirse.
Presidía la manifestación una cantidad de hombres con
galera y sombrero de felpa. Antiguos rostros que conocía
por los periódicos; entre ellos iba Braceritas.
—Otra vez —dijo Gonzalo—. ¿Otra vez él?
Los dos, como si hubiéramos visto aparecer un fantasma
que nos hizo olvidar de pronto nuestra felicidad por el fin de
la guerra, dejamos las calles de Buenos Aires y partimos
para «La Enamorada». En el camino, le dije;
—¿Te acordás de aquella noche..., el día del casamiento
de Julieta? ¿Qué hiciste toda la noche con Rosa Padilla en el
sótano? Por más cura que seas, tenés sangre en las venas...
¿no...?
—Aunque hubiera querido —dijo mintiendo—, por suerte,
para la salvación de mi alma, te esperaba a vos... Casi me
mata.
—¿Sabés una cosa...? Después de esa noche, Mariana no
regresó sola...
Y no sé todavía cómo pude pronunciar esas palabras.
—Un mal sueño no hace un pecador —me respondió sin
mirarme—. Es la más desgraciada de todos nosotros. Carga
con el reflejo de tus pasiones.
—Vos y Efraín —y lo nombré por primera vez en todos
esos años—son de esa clase de curas que tienen siempre
una respuesta para perdonar los pecados de la carne.
—Son los únicos que tienen perdón si no atentan contra
el espíritu.
Y pensé las palabras que más podían expresar mi afecto.
—A veces pienso que debes ser hijo de un gran hombre...
¡Quién sabe quién fue tu padre...!
—Tu abuelo —me interrumpió tristemente.
Frené el coche y, sin pensar, dije:
—Hijo de p... había sido. ¿Con quién?
—Con cualquier mujer de la Isla que se ahogó en la
creciente.
Y no hablamos durante el resto del viaje.
—Me voy el mes que viene... Al norte, al Chaco.
—¿Adonde?
—Al Chaco. Me ofrecen una parroquia en un aserradero...
—¿Qué? ¿Te ha dado ahora por evangelizar salvajes?
—No son salvajes.
—Pero algo por el estilo. Y preferís dejarnos... —dije para
inspirar lástima.
—Tengo que dejarlos... para mi propia salvación.
—¿Y la nuestra? ¿No te importa nuestra salvación? —dije
modulando el tono de mi voz, no pensando en ningún
momento en lo que decía.
—Si quiero seguirlo a Él, debo abandonar a mi
familia..Ustedes son mi familia; por eso he hecho y haría lo
que no debo.
—¿Te referís a lo de Julieta.
—No me arrepiento; pero no puedo debilitar mi amor por
Él con el amor de los hombres. También he ido dejando
otras cosas; al principio cuesta...
—¿Qué cosas?
—El teatro... Siento gran placer en representar, en no ser
yo mismo...; sentía un enorme placer en formar a los
muchachos... Hasta hicimos El sí de las niñas, disfrazados
de mujer...
—Siempre te gustó, desde chico; ¡quién los entiende! —
dije, mintiendo—. Y si yo te dijera que por esas cosas y otras
como ésas, yo he comenzado a creer... —seguí mintiendo.
—Sí; pero vos no sos la humanidad. Además, estás
mintiendo. La fe no llega porque existen curas como
nosotros. A vos te falta aprender primero que el amor es un
acto de fe.
Al llegar, Felicitas nos recibió exaltada y misteriosa:
—Braceritas... Braceritas se ha encerrado en su cuarto.
Dice que no volverá a salir. ¿Qué le han hecho en Buenos
Aires? Apenas puede respirar. Se le va a reventar el corazón
esta vez.
—¡Pero si estaba en la manifestación...! Lo acabamos de
dejar...
—Esta vez se le reventará el corazón... Es el fin.
Felicitas lo cuidó día y noche. No permitía la entrada de
las muchachas ni de los correligionarios más amigos. El la
obedecía ciegamente.
«Un infarto», decían los médicos, y ella aseguraba: «Se
cansó el corazón de tantas maldades».
No le había perdonado nuestros cuatro años en los
jesuitas.
A la hora del crepúsculo lo sentaba en la mecedora en el
jardín de invierno, para que mirara el fin del día detrás de
los cristales.
Una tarde Braceritas me mandó llamar a Buenos Aires.
Me senté a su lado indiferente:
—Después de todo, vos llevas mi nombre: esto te tiene
que importar tanto como a mí. No hablo de tu hermano
porque aquél se quedará por allá para siempre. Prefiere no
volver. Hay muchos como él. He conocido a muchos
descastados en París. Preferían ser gigolos en Francia que
cuidar sus tierras en la Patria... Descastados...
—No te entiendo —dije secamente.
—El otro día..., en la manifestación, me pidieron muy
correctamente que me retirara de la primera fila. ¿Te
imaginas vos...? ¡Ellos, ellos!
—Bueno, no te agites ahora —afirmé sin el menor atisbo
de piedad.
—¿Quiénes son ellos? —comenzó a gritar—. Y yo, como
un imbécil, quemé todo, todos los papeles. Pero debe haber
más antecedentes en los archivos, en los ficheros de la
Nación.
—¿Qué cosas...? —pregunté tratando de mantener el
rostro más ingenuo.
—Todos ellos, todos los que estaban a mi lado, estuvieron
conmigo. El país entero. Y ahora, ahora, ¿qué ha pasado de
pronto?
—Ya pasará —repetí sin convicción. Pero no me atrevía a
confesar que me temblaban las manos—. Todo pasa, todo se
olvida —terminé.
—Ya es tarde. Me tengo que ir; lo presiento.
—No tan pronto —dije deseando que su muerte le llegara
en ese preciso instante.
Lo único que martillaba mis oídos, de todo lo dicho, era:
«llevas mi nombre»; “tu nombre es el mío”. Comprendí
entonces que sólo su muerte reivindicaría ese nombre.
«Nadie piensa en las muertes de un muerto», recordé. Pero
debía morirse pronto. Antes de que fuera demasiado tarde.
No regresé a Buenos Aires esa noche, ni las que
siguieron; Me sentaba las horas a su lado, con la mirada fija
en el horizonte, escuchando el croar de las ranas, los grillos,
el mugir de las vacas de cría y los terneros. Pacientemente,
yo también esperaba su fin. Imaginaba ahora, con precisión
minuciosa, su entierro, como la única posible reivindicación
de nuestro nombre. Una calle lo llevaría, o una plaza con
una gran estatua en medio de una fuente. Otros como él, o
peores que él, lo tienen después de muertos.
Enterré muy hondo en mi conciencia aquella noche de
fusilamientos frustrados y, sobre todas las cosas, el
asesinato de Guastavino.
—No quiero que me entierren en la Recoleta —insistió—;
aquí en «La Enamorada». Con dinero se consigue cualquier
cosa. ¿Qué pasa en Buenos Aires? ¿Siguen cambiando
generales?
Y, sin esperar mi respuesta, decía:
—¡Bah! Esto no es un país, es una estancia, una gran
estancia con los dueños con olor a bosta, como decía
Estrada. Lo demás, son peones, analfabetos.
No respondía.
Cuando él se quedaba dormido, me sentaba en su sillón,
en la galena, con la mirada fija en el camino, esperando la
llegada de Mariana.
No podía soportar mi presencia al lado de Braceritas. Ella
y Gonzalo adivinaban mis pensamientos: sabían que yo sólo
esperaba pacientemente su fin. No podía perder ese
momento. Y como aquel día lo vi entrar en el cuarto oscuro
para elegir su voto, ahora esperaba su paso a la eternidad.
Deseaba ver quiénes eran sus acompañantes en esa hora.
Quiénes iban con él.
Gonzalo había postergado su ida al Chaco.
—Allí viene el cuervo, el becamorto —decía Braceritas
cuando lo veía llegar— No me lo llamen hasta que esté bien
muerto. No sé para qué lo hice cura.
Pero a Gonzalo era yo quien le preocupaba.
El y Mariana se sentaban junto a mí y simulaban leer.
Julieta, feliz y silenciosa a nuestro lado, tejía durante horas
una red imaginaria.
No se atrevían a hablarme. Pasábamos las horas enteras
sin hablar, sin mirarnos siquiera. Estábamos los cuatro, los
mismos, junto a su puerta. Sólo faltaba José María. Me
sentía feliz de que no estuviera.
Al principio de un atardecer, apareció Felicitas:
—Los llama —dijo secamente—. Le llegó la hora.
Entramos los cuatro en su cuarto. Estaba sentado en la
cama. Nos miró detenidamente uno a uno y dijo:
—Por la vida he andado como todos los demás.
Suspiró profundamente dejando caer su cabeza a un
costado.
Gonzalo se arrodilló al lado de la cama e hizo la señal de
la cruz en su frente. Felicitas le cerró los ojos.
—Después se los pincho como a la finada —masculló—.
Así no podrá vernos aquí abajo.
Mariana, sin dejar de mirarlo, temblorosa, se, acercó a mí
buscando mi mano. Y como si temiera que volviera a vivir,
dijo:
—¿Y ahora, qué?
—Hay que vestirlo y enterrarlo como si hubiera sido un
cristiano —sentenció Felicitas.
—Iré a Avellaneda a avisar al comité —dije fríamente.
pensando ya en la conmoción que produciría la noticia de su
muerte.
—Te acompaño —rogó Mariana.
—Yo también —apoyó Gonzalo.
Ninguno quiso quedarse con él. No hablamos en todo el
viaje. Íbamos ios tres delante, en mi coche. Mariana en
medio. Al entrar en la Crucecita, Mariana dijo:
—No hay nadie en las calles.
—¡Qué extraño! Son apenas las seis de la tarde.
Apreté el acelerador y recorrimos a gran velocidad la
ciudad desde el puente de Las Moscas, al Avellaneda; desde
la Crucecita hasta la Isla Maciel.
No vimos una sola alma viviente en nuestro camino.
—¿Dónde se han metido? Hasta los perros se han ido... —
afirmó Gonzalo con desesperación.
Las puertas y las ventanas abiertas de las casas eran
movidas por el viento, produciendo el sonido de una ciudad
devastada.
Los comercios, con las cortinas metálicas bajas. La
empresa de pompas fúnebres tenían un letrero que decía:
«Hasta nosotros vamos a buscarlo». En el Riachuelo, a la
altura del puente de Vieytes, huían despavoridos y
abandonados los animales del matadero de «La Negra».
Los frigoríficos del «Anglo» y «La Negra» habían dejado
abiertas las sirenas. El puente Barracas estaba a medio
levantar.
—Volvamos —dijo Mariana—; debe haber alguien. Vamos
al Fiorito; no pueden haber desaparecido también los
enfermos.
En el puente de la calle Vieytes y el Riachuelo, nos
detuvimos para escuchar una radio que había quedado
encendida en una casa de la orilla. Y escuchamos la voz de
un hombre desde los balcones de la Casa de Gobierno y la
respuesta de un pueblo que lo aclamaba.
Reconocí la voz de ese pueblo. La había escuchado desde
niño; en las calles, frente a la casa de Braceritas, en los
corsos, en las plazas y en los mitines políticos.
—El caudillo ha muerto —grité, sentándome en el cordón
de la vereda—, ¡Viva el caudillo! —y me tapé la cara con las
manos para que Mariana y Gonzalo no me vieran llorar.
Lloré por primera vez, por nosotros tres. Allí estábamos
atónitos, desconcertados, sin saber qué hacer en las
próximas horas, en los próximos días, en los próximos años.
Mariana escondió mi cabeza sobre su pecho.
—Habrá que velarlo en su cama— dijo Gonzalo. Y como si
fuera un iluminado, cruzó sus brazos en el pecho y dijo—:
Tristes días nos esperan.
Lo velamos dos días y dos noches en «La Enamorada».
Felicitas y nosotros tres. Los peones también se habían ido a
rescatar a un hombre, un coronel, a Buenos Aires. El silencio
era más profundo que otras veces, como si también nos
hubieran abandonado los grillos, las ranas y el ganado. Sólo
se escuchaban los rezos de Gonzalo. Julieta tejía en el aire,
junto a su cama de muerte, una mortaja de sombras.
Mariana y yo, también a su lado, tratábamos de apresar las
mil mutilaciones de su rostro. Y ver cómo la muerte lo iba
acercando a sus huesos.
—Todo vuelve a empezar —dije en voz baja a Mariana.
Estamos condenados. Todo comienza nuevamente.
—Ahora está muerto.
—Más vivo que nunca.
—¿Por qué?
—¿No lo escuchaste hablar... por esa radio de
Avellaneda?
—¿Qué haremos?
—Volvemos a empezar.
—¿Qué haremos con él?
—Enterrarlo —repetí siguiendo el hilo de mis
pensamientos.
—Sí; lo antes posible, aquí, en el cementerio de
Avellaneda. Las Aguirre no querrán tenerlo en su panteón de
la Recoleta.
—El quería en «La Enamorada».
—«La Enamorada» hay que lotearla... Debe desaparecer.
—¿Cuánto habrá que esperar?
—¿Para qué?
—Para que deje de hablar.
—No lo. sé; quizá un día, un año, quizá toda la eternidad.
A lo mejor, se han ido con Él para siempre —dije
refiriéndome a los habitantes de Avellaneda—. Quizá no
vuelvan más.
—¿Cuánto habrá que esperar? —insistió afiebrada.
—¿Para que vuelvan?
—No; para enterrarlo.
—A quién —pregunté siguiendo el hilo de mis
pensamientos.
—A él, a Braceritas. Tengo miedo —se quejó
infantilmente.
—El está muerto; bien muerto, ¿no lo ves?
—Tengo miedo —repitió sollozando—; parece estar vivo.
—Lo está—afirmé. Y me pareció adivinar en su rostro de
muerto la misma sonrisa de aquel día en el Senado, cuando
mataron a Bordabehere, y también el mediodía de la muerte
de Guastavino.
Atraje a Mariana muy junto a mí, y recosté su cabeza en
mi hombro.
—Y ahora, a descansar. Tenemos mucho que hacer
mañana.
—¿Qué cosa?
—Enterrarlo.
Dos días después lo enterramos en el cementerio de
Avellaneda, una tarde de octubre de 1945. Su pueblo vio
pasar el féretro y el cortejo, escondido detrás de las cortinas
de sus ventanas. Sólo vinieron con nosotros: Felicitas, con
su sombrero de plumas y pájaros; las Aguirre, vestidas con
trajes de paño blanco y perlinas de zorros azules; algunas
prostitutas de la Isla, una delegación del Comité Central y
algunas monjas del Hospital Fiorito.
La ceremonia duró apenas unos minutos.
Gonzalo rezó los responsos y el Réquiem. No hubo
discursos, ni grupos de niños con ofrendas florales.
Terminada la ceremonia, nos volvimos en el mismo coche
negro del cortejo fúnebre que nos había llevado al
cementerio. Al llegar a la Plaza Alsina, rogué a Mariana y a
Gonzalo:
—Vamos a Buenos Aires, a mi casa —y sin esperar
respuesta, ordené al cochero seguir de largo.
Cruzamos el puente Barracas.
Y no volví la cabeza esta vez, para no ver reflejada su
figura sobre la piel espesa y aceitosa del Riachuelo.
Ninguno de nosotros había cumplido aún veinticinco
años.
FIN