CUE
N
TOS
En 1970, cuando residía en La
Habana, escribí este primer cuento
ambientado en Cartagena de Indias.
Nunca había estado en esta ciudad, pero
la reconstrucción de su topografía, al
menos la del cuento, fue posible gracias
a la lectura de numerosos libros
históricos. De todas maneras, prefiero
pensar que es una topografía
imaginada.
CEREMONIAS DEL FUEGO
Piedad para nuestros vencedores omniscientes e ingenuos.
Aimé Cesaire
NO sabía de dónde había llegado, qué traía en la pesada maleta que
parecía inclinarlo hacia el suelo con su gesto de fatiga y
expectación, ni qué pasaba por su cabeza cuando recorría las calles,
distraído, como un niño, como un loco. “Un extranjero”, empezaron
a decir, y detrás del extranjero iban y venían los muchachos,
hablándole con palabras que quizá no comprendía, sonidos que se
iban distorsionando para quedar en música monótona, en cantaleta
repetida hasta el fastidio. No era de aquí, de eso estaba segura.
Había desembarcado un día-
¡sabrá Dios qué día!-, pero por sus ojos se sabía que buscaba algo. Y
tú, Alfonsina, te morías de las ganas de verlo cuando pasaba frente a
mi ventana, que era la ventana desde donde se le veía pasar. “Hazte a
un lado”, decías. “Déjame verlo”. Y alzabas la vista sobre mis
hombros para verlo. “¿Verdad que es buen mozo?”, preguntabas,
sabiéndolo perfectamente, cuando ya te habías respondido con tu
secreta excitación. Y yo, silenciosa, empezaba a adivinar que un día
vendría a nuestra puerta de la casona de Getsemaní, dejaría su maleta
en la acera, llamaría y nos hablaría, así no lo comprendiéramos.
Entonces, una de esas tardes, te hice salir de mi cuarto, y en la soledad
que aseguré trancando puertas y ventanas, tapando los minúsculos
orificios de las paredes, empecé a desnudarme, a contemplarme con
temor, a llevar las manos sobre mi cuerpo, como si verificara su vida,
los restos de un aliento detenido en la inmovilidad, en esa falta de
calor que parecía envilecerme en la indiferencia. Me desnudé: extendí
mi cuerpo en la cama y al cerrar los ojos sentí que empezaba a ser
poseída por un deseo que no contaba con presencia física alguna, puro
deseo convertido en calor, en ese vértigo que me sorprendía al
abrir los ojos y sentir un poco de vergüenza, tal vez el enrojecimiento
de mis mejillas, el rápido temblor que me impedía volver sobre las
ropas y ponerlas en el orden de mi piel. “Alfonsina, no seas
imprudente, se va a dar cuenta de que lo miramos”, te decía. Y era
porque yo sola quería verlo, aunque supiera que él también nos veía
detrás de sus espejuelos oscuros. “¡Ay, María Concepción, no seas
golosa: déjame probar a mí también!”, decías. Y yo: “Deja esas
groserías, por Dios, que se va a dar cuenta”. Y tú, Alfonsina, reías: esa
risa tan tuya. “No veo nada decente
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] Collazos
en estar espiando a un extraño detrás de las ventanas”, murmuraste.
Y no era otra cosa que tus celos, tus emperrados celos: querías para ti
toda la ventana, el espacio cómplice de nuestra afiebrada curiosidad:
querías que mis ojos fueran tus ojos para verlo y desearlo a tu antojo.
“Para mí, María Concepción, que un par de mujeronas como nosotras
no deberían estar en estos corrinches”, decías. Y así fue, Alfonsina:
por mucho que ahora lo niegues, yo fui la quien lo trajo a vivir a esta
casa, la primera en sonreírle, en meterlo a calentar mis sábanas, a
recorrer y morder estremecer mi cuerpo, la primera en abrirle las
puertas, en darle de comer, en vestirlo, en llevarle el desayuno en las
mañanas, despojada ya de toda vergüenza. Siempre habías dicho que
preferías morir con el cuerpo lleno de telarañas antes que darte a un
mugroso cualquiera. “Indios y negros”- decías. “Una manada de
negros es lo que nos rodea”. Y aprobaba tu decisión porque tampoco
yo iba a enterrarme con un cualquiera, que era lo único triste y
desolado que nos esperaba. Ahora, por mucho que insistas, fui yo: tú
empezaste a desearlo cuando él se paseaba desnudo por la casa,
cuando gritaba desde mi habitación a cada instante.
No seas terca, Alfonsina, no insistas en llorar, que lo pasado pisado
y no es hora de venir con llantos, así estemos envejeciendo en la
miseria. Por mucho que mires las habitaciones en donde dormía, por
mucho que quieras quemar las ropas inmundas que nos dejó
amontonadas en el armario, aquí todavía huele a él y de nada valen
confesiones ni misas ni salves ni rosarios porque Dios hará alguna
vez justicia en nombre de nosotras: no mires más el cuarto, no lo
mires que te vas a quedar sin ojos y en su lugar te van a salir sapos
y animales extraños convertidos en lágrimas, ya no hay remedio
para tanta desgracia de estar solas y en la ruina, desprotegidas en
nuestra vejez. Porque él se lo ha llevado todo. No te digo, Alfonsina,
mientras más mires el cuarto, mientras más te ahogues en
maldiciones y quieras que el cielo se destape en tempestades que
nos devoren, nunca sabrás lo que hemos perdido: deberías saber qué
es lo que has tenido, al menos así tendrías verdaderos
remordimientos. Yo en tu lugar me encerraría a acariciar sus
sábanas, a dormir en sus ropas, a oler las paredes que arañaba de
felicidad mientras gritaba, pues lo que soy yo no voy a envejecer en
sus recuerdos no con esta presencia imposible que nos aterra. Lo
único que me falta es la paciencia y el reposo. Por eso me verás así,
casi imperturbable, como si nada hubiese pasado por mi vida.
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novelas- ]
Pero hermana, ¿qué quieres que haga si ya se fue, si ya nada
podemos hacer por su regreso? Ya ni la camándula podemos
agarrar entre los dedos: se nos escurriría. Por estas manos ya no
puede pasar nada sagrado, por estos labios ya no caben oraciones.
Todavía me queda el olor a su sexo, sostenido en mi boca, mientras
me entumía besándolo hasta que se dormía y acompañaba su sueño
con mi vigilia, su fatiga y su extenuación con la esperanza de que
despertaría a sorprenderme de nuevo, a cabalgar hasta que todo
recomenzara y los ciclos de sueño y de vigilia se repitieran, hasta
que fuese imposible volver a sumergirnos en un solo gesto. Lo
único que nos espera es un alarga condenación, que las dos juntas
merecemos.
Sí: ahora resulta que soy yo la culpable y no tú, que me decías: “También
yo tengo el derecho de verlo”, y lo decías conteniendo el rencor.
No, Alfonsina: te he dicho que nadie es culpable o lo somos las dos al
mismo tiempo. ¿O es que ya te olvidaste que ibas a medianoche,
cuando salía de mi aposento, y te metías en su cama hasta la
madrugada? No deberías olvidarte de esto, mujer, porque yo
también tendría que olvidarme de los días en que lo recuperaba de
tus brazos y lo alejaba de ti encerrándolo en mi habitación,
asediándolo con caricias, dejándome llevar por sus caprichos,
sometida a su imaginación, a la terquedad viciosas de sus
fantasías, a sus acrobacias imposibles, deseándote enfermedades
indecibles, una plaga que viniese sobre tu cuerpo y empezase a
reducirlo, a llenarlo de manchas, a consumirlo hasta que no fueses
sino un objeto repugnante mereciendo nuestra piedad, hasta que el
día llegaba y éramos cadáveres gozando del último aliento, dos
cuerpos envueltos en un sudor que se hacía más pegajoso con la
llegada del sol por las ventanas.
A mí nada me importa las cosas que ahora te hacen llorar, ni ese
cuarto ni ese sitio ni la cama que nos has querido ordenar. Por lo
menos de edredón deberías cambiar. Pero no: ahora dices que no
tocarás para nada el sitio en donde durmió ese asqueroso. Y si tuvieras
memoria, cuánto vacilarías en decirlo pensando en los diez años de su
vida en esta casa, entre dos mujeres que a duras penas lo dejaban
respirar, que lo retenían como fieras, cuando presentíamos su fatiga.
Mejor será que no comiences de nuevo, que te guardes tus cantaletas
para el sueño o las pesadillas, que si no te hubiera oído llamándolo,
gritando su nombre, hasta podría hacerme la desentendida, pero como
no te escuchas mientras duermes, yo soy quien tiene que oír tus
alaridos de perra en celo, tus convulsiones de hembra penetrada por el
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] Collazos
demonio, abandonada en el momento del temblor, como si Francis
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Drake hubiera bajado de Riohacha y con el fuego del último
incendio empezara a quemar nuestra ciudad, nuestro barrio, nuestra
casa, y lo vieras llegar con su tropa hasta la habitación que siempre
recordarás. No, Alfonsina: no es Francis Drake: ¡nunca vino! Aquí
sólo sentimos el asedio de Edward Vernon con sus fragatas
cañoneándonos mientras la peste se levantaba sobre los techos y nos
llenaba de terror en nombre de una Inglaterra omnipotente y celosa
de las posesiones españolas.
Ya es hora de dormirse: mira que el vecindario ha apagado las luces y
ni un alma puebla este barrio: ni siquiera se oyen los gritos y
quejidos de la loca del frente: deben de haberla ahogado entre las
sábanas. ¿Sabes? Decían que empezó a enloquecerse porque su
padre, su propio padre, le hizo los dos hijos que hoy vienen a la
hora del almuerzo con latas vacías que les llenan con sobras, desde
la puerta apenas entreabierta, con recelo, con el temor de que
penetren y se apoderen de cuanto les pertenece. Antes andaban
tímidos, con el temor de ser despedidos en la acera. Ahora cumplen
con un horario inflexible: los he visto, como si vinieran al diario
rito de la mendicidad. Pero yo no le paro bolas a lo que se hace y
dice en este barrio: nada me extraña. ¡En este barrio ha pasado
tantas cosas! No sé cuántos años pasarán antes de que nos
sorprendan en un desastre que nos acabe a todos. Dicen que el espíritu
de los muertos del Sitio de Pablo Morillo se pasean por estas casas,
oliendo aún a la podredumbre de entonces, llenándonos de fetidez
y de sangre. Se oyen a veces los cañones de las fragatas invasoras y
gritos de rendición y de ahogo: el Almirante Vernon arremete de
nuevo, vuelve a sitiarnos con sus cincuentiún buques de guerra,
sus veintiocho mil piratas borrachos, y el manco Blaz de Lezo llora
sobre las murallas esperando la retirada de los usurpadores, su
nueva fuga hacia Jamaica. ¡Tantas cosas se han oído detrás de las
puertas, tantas luces se han encendido en las madrugadas y tantos
hombre han salido con el sol como si escaparan de la justicia o de
terror de un pasado o un delito sombrío, que yo prefiero callarme!
Porque nosotras, hermana, también somos este barrio y su historia.
Si quieres pasearte toda la noche viendo lo oscuridad de la calle,
espiando los adulterios del vecindario, esperando la tempestad que
se vendrá o atisbando el paso de algún americano atragantado de
ron, eso es cosa tuya. Yo de ti cerraría esa ventana, por lo menos
para que sepan que nos queda vergüenza. Si fuéramos jóvenes
podríamos esperar que otro y otro y otros hombres vinieran a
llenar sitios vacíos, a llenarnos con su aliento. Pero no: un hombre
más en nuestras vidas haría el penoso juego del enterrador, y no
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] Collazos
quiero erizarme pensando en la agonía ni en una mano que vuelva
a pasar por este cuerpo y se retire llena
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de repugnancia cuando halle una piel fofa y agrietada o los aullidos
desesperados de quien, como yo, como nosotras, ya no podemos
dar más que la pena de nuestros cuerpos ocultos en el pudor o en la
penumbra. Uno solo, el único hombre que pasó por esta casa y por
estas vidas, ha sido suficiente.
Así que mejor me retiro a mi cuarto: empiezo a sacudirme de frío,
Alfonsina, del puro penoso frío de esta noche.
Gino, Gino, te busco, recorro las habitaciones, enciendo las
lámparas, escarbo en las paredes, levanto los tendidos, desbarato los
colchones, trastorno el orden de los armarios, sacudo el polvo, abro
y cierro las ventanas, buscándote, Gino, escudriñando los rincones,
deshaciendo la casa entera por si debajo de las ruinas te encuentro
de nuevo, Gino Gino: María Concepción no tendrá razón porque te
buscaré en todos los recodos, en los cuartos que habíamos cerrado y
clausurado para siempre, en las matas del balcón, entre las
enredaderas y las rosas rojas del jardín que nos oía, en el vecindario,
te buscaré en mis sueños, en las casas de dos pisos en donde han de
tenerte prisionero, en la Calle Larga y en la de la Media Luna, si te
pierdes, hurgaré en mis pesadillas, Gino, las volveré vigilia alerta, las
rescataré del desvanecimiento hasta que esta puta de mi hermana
entienda que no son en vano mis cóleras ni mis aullidos, porque
tendré que hallarte si te pierdes, hasta en la sacristía de la iglesia de
la Trinidad te buscaré si te extravías, tendré que tenerte de nuevo
encima y dentro de mí palpitando de cansancio, venciéndote otra
vez hasta que te deshagas, hasta que te destroce enteramente y
puedas comprender la infamia de la trampa asquerosa que nos has
tendido, que me has tendido, tú que siempre supiste que no iba a
dejarte ir, Gino Gino, ahora que despierto y siento que la noche ha
sido un episodio sombrío: te he visto atravesando mi sueño,
impenetrable, venir a mi cuarto haciendo un gesto de silencio, te he
oído decir “no hagas ruido que Ella no nos oiga” y has dicho Ella
con rencor, como si huyeras de las letras de su nombre, he pensado
que estabas al fin burlando el asedio de María Concepción,
confinándola en su cuarto, enterrándola en el Castillo de San Felipe
de Barajas entre los ladrillos pegados con sangre y mierda de los
corsarios y piratas y en el olor de los pasadizos subterráneos que hoy
nadie resiste, entre los laberintos que dan al mar, entre las cloacas,
entre las paredes que todavía gotean el agua podrida de tantos siglos,
dándote definitivamente a esta pasión que me sofoca e incendia, que
me envuelve en ardores como si entrara desnuda a las llamas de tu
infierno, así te he visto venir a este cuarto, a esta cama, envuelto en
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] Collazos
la salida de baño roja, te he visto
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 75
novelas- ]
saludarme con un gesto, con un beso en la frente, apenas el
presagio de lo que se vendrá, y he sentido tu cuerpo en el colchón
que deshice, que herido nos ha vuelto a sostener: hemos rodado la
noche entera en este espacio, lo hemos hecho nuestro de nuevo y para
nosotros ha sido esta burla despiadada contra Ella la reconciliación
con todos los celos, con todas las alteraciones pasadas, y hemos
gritado para nosotros mismos y nos hemos revolcado en el polvo y
nos hemos buscado en los rincones más sórdidos, en la estrechez de
los armarios, y de pie nos hemos poseído, hemos abierto las puertas
que dan a la calle y en la oscuridad nos hemos lamido la piel con
torturas, flagelaciones, nuestra piel sensible a cada gesto e
insensible a tanto dolor: has tirado mis ropas a la calle para
asegurar mi desnudez y has ladrado gemido gritando al cielo para
que el mundo caiga sobre nosotros, regresado conmigo entre tus
brazos: me has llevado como en antiguas postales de amor y has
vuelto a dejarme sobre la cama para empezar a dormir el tranquilo
sueño del día que se vino encima: Gino Gino, no te has ido, lo sé;
de qué vale que María Concepción insista en que te has ido si
ahora, cuando despierto, veo el bulto de tu cuerpo sumergido en lo
oscuridad, emergido de un tiempo que hemos robado, y el baúl de
tus ropas está abierto y en desorden, como si acabaras de regresar y
arrojar las últimas prendas de tu regreso. Has regresado Gino. No
hables. No susurres. Esta loba rabiosa puede oírnos, puede venir a
robarte de mi lado. Gino, Gino. Aquí estás, es cierto. No te has ido.
La noche sobre Cartagena ya no está recorrida por la desesperación
de los muertos sitiados ni por las voces de los usurpadores ingleses
ni por el pánico de los colonizadores españoles. Han vuelto a la
tranquilidad y aquí dónde te tengo y me sostienes empiezo contarte
una historia triste:
Soy al niña apacible que no sale de su casa, que Madre mira con
pena de verla en esa enfermiza fragilidad, que es asediada de
cuidados y por las noches llora frente al espejo que la ve crecer:
tiene miedo de la noche, pavor a los negros que andan por las calles,
tristes y taimados, a estos negros que sirven en nuestras habitaciones
sin ocultar sus celos: temor de que un día nos envenenen, incendien
nuestra casa, usurpen su libertad; los has visto ¿verdad?: nos
miran con resentimiento, en sus gestos de sumisión hay una trama
que se desarrolla y en sus silencios un ardido deseo de venganza.
Soy la niña que siente terror a esa música monótona que se agita en
las cumbiambas. Soy esa niña resentida que no sale del marco de la
ventana y que los domingos entra a la misa, arropada, desprotegida,
con el temor de que la rocen a su paso.
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] Collazos
¿Me escuchas, Gino?: revivo un corto diálogo con papá, antes de
su muerte, antes de que se entregara a una muerte mediocre como
todas nuestras muertes, esas muertes esperadas, previstas,
soportadas como una fatalidad. Gino, Gino: los cadáveres y
cañonazos ya no son más que eco apagado: se han sumergido en el
mar, debajo de las aguas mezcladas de pólvora y sangre. Trato de
oírte, de sentir la voz que alguna vez trataba de comprender y que
prefería en sus incoherencias. Te hablo de María Concepción,
siempre espiándome, siempre, siempre llena de celos. Gino, Gino,
de alguna forma tendrás que estar aquí, tendré que inventarte una
presencia, alimentarte para que no salgas, fingir un encierro,
consumirme contigo, darte de mi boca y mi respiración el aire que
te falte, envejecer, verte envejecer conmigo, prestarte mi vejez
hasta que por fin podamos emparedarnos juntos sintiendo que no ha
sido inútil haberte recuperado. Gino, Gino, el sol que está entrando
por las ventanas no va a delatarnos. Por favor, no te muevas, Gino,
no abras la puerta, no traspases el corredor, va a sentirte, va a
llevarte a su lado, a consumirte, Gino. No salgas. No salgas de este
cuarto, no salgas de esta casa, no te asomes al vecindario: la loca
Gino los mendigos los negros asquerosos sus cumbiambas el
almizcle esos sexos erectos desafiando la flacidez de nuestro sexos
los muertos del Sitio Blas de Lezo Jamaica el Almirante Vernon María
Concepción el Castillo de San Felipe de Barajas, mi vida, no
atravieses las piedras de esta calle no te sumerjas en sus contornos
estrechos, los balcones, Gino, los balcones, te están viendo desde
los balcones las brujas enlutadas y ariscas del vecindario, no te
sumerjas en el mar de lodo, Roma Gino Napoli el Duce, no te
sumerjas en la bahía, los bombarderos, Gino coño Gino, ¿qué estás
haciendo? Vienes a sobresaltarme: este sol y estos pasos, los
reconozco, alguna vez los he sentido. Mis cosas ¿qué has hecho de
mis cosas? ¿En dónde has guardado mi futuro? Te lo estás llevando
de nuevo, te estás robando mi sueño, Gino, mi sueño: has vuelto a
llevarte mi sueño, mi fut...
-Alfonsina, despierta, Alfonsina...
-¿Dónde está? ¿Qué se ha hecho?
-¿Qué te pasa, Alfonsina?
-Ah, eres ti, hermana.
-Mira lo que has hecho, Alfonsina: has vuelto nada la almohada,
lo has tirado todo por el suelo.
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 77
novelas- ]
-¡Sal de aquí, María Concepción, te lo ruego!
Qué le importa a ella lo que ha perdido, qué le importa Gino, por
mucho que lo llame, si para ella siempre fue la distracción de sus
horas libres. Anda por la casa como un animal atolondrado y a duras
penas me mira. Ahora ladra en su cuarto, como cualquier perra triste.
Anoche la he oído llamándolo y por poco la siento durmiendo con
su sombra, revocándose entre las cobijas que él dejó embadurnadas
de porquerías para que sintiéramos su fuga con olor, dolor y pena,
para que sintiéramos su ausencia con la fetidez que todavía sube y
gira por los cuartos e impregna las paredes y las cosa hasta nuestra
misma piel. Por mucho que ahora ella se tienda en esa cama, yo no
sé si lo habrá perdido porque nunca lo tuvo; yo fui quien lo trajo a
esta casa (no me cansaré de repetirlo), quien lo cuidó con desvelos,
lo soportó en las libertades que poco a poco se tomaba, para disgusto
nuestro. Yo fui quien lo sintió regresar en las madrugadas oliendo a
ron y a vagabundas del puerto, con el semen de su engaño todavía en
sus ropas y su piel, en los arañazos de las perras que le pagábamos.
Que ahora Alfonsina no se haga la Dolorosa con sus llantos, porque
yo sí sé lo que le duele, yo sí sé lo que Gino se ha llevado de ella y eso
es lo que más me trastorna. Y pensar que juntas oímos sus cuentos de
hambre y destrucción y llegamos a imaginarnos su ciudad, entre las
ruinas de los bombardeos y el terror de la ocupación; él deambulando
entre los escombros, sacudido por las sirenas, asediado por las razzias:
era cuando, en las tardes, se sentaba con un vaso de ron y evocaba
las calles de su ciudad, los refugios subterráneos, las explosiones
imprevistas, la desesperación de la huida y apenas lo entendíamos
cuando descifrábamos sus frases más elementales. “Ustedes nunca
sabrán lo que es una guerra de verdad”, decía. Y leía las noticias de
nuestros degollamientos, riéndose, como si ésta sólo fuese una
divertida historia de niños comparada al infierno que él mismo decía
haber sufrido. “Estos muertos no son nada”, seguía diciendo. Y
escribía sobre las fotos, hacía garabatos sobre el rostro destrozado de
algún niño. Y lo veíamos sonreír. Casi lo sentíamos cómplice de un
terror en el cual nosotras no éramos más que espectadoras
deslumbradas. “Aquí se matan por un bandera azul o una roja: allá
nadie sabía cuál era su bandera, ustedes jamás comprenderán”. Y nos
dormíamos a su lado, cuidándole sus borracheras, alimentándole su
ocio: yo le quitaba los zapatos y Alfonsina las medias. Yo empezaba a
desabrocharle la camisa y Alfonsina me miraba como si consultase la
desnudez próxima que ella ya estaba adivinando y gozando. Lo
sacudíamos, “Gino ven a la
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] Collazos
cama”, y él se despertaba bruscamente y entre las dos lo
conducíamos al cuarto.
Diez años tal vez no sea nada en su vida, pero en la nuestra son
algo irrecuperable. Ahora se ha ido y esto es lo que nos ha dejado.
Alfonsina, delirando, no quiere salir de las sábanas asquerosas en
que lo dormía. Yo, mirando por el balcón hacia la bahía, esperando
una milagrosa aparición, con rabia, con un rencor que crece con mi
respiración. Lo único que sé, ahora que tengo la certeza de que no
vendrá, es que guardaré el inmundo baúl que está en el cuarto, lo
guardaré toda la vida para hacérselo tragar el día del juicio.
-María Concepción, María... – gritó entonces Alfonsina desde su
cuarto, y yo creí que volvía a repetirme sus quejas adoloridas.
-Ven corriendo, María Concepción. ¡Sólo nos faltaba esto!
Y fui llena de escepticismo a su habitación: estaba perpleja, mirando
el baúl de Gino. Pensé que su fetichismo se había vuelto delirio,
demencia por pequeñas cosas que él había abandonado.
-Acércate, mira lo que nos ha dejado este hijo de su putísima madre.
Sí: ahí estaba dentro del baúl, reemplazando nuestras joyas, sobre
el sitio donde habíamos guardado la previsión de nuestra vejez, ahí
estaba la plasta de mierda que las reemplazaba.
Pero ya lo he dicho: esta mierda será el alimento de su vejez
dondequiera que esté. Por eso llora Alfonsina: por eso estás llorando,
son las joyas lo que te duele. A mí, en cambio, empieza a importarme
poco el recuerdo de collares que nunca me colgué, de pulseras
que miraba con indiferencia, de anillos y prendedores que hacía
años seguían guardados y olvidados. Esas cosas habían dejado de
pertenecerme, Alfonsina: no eran mías, hasta podría decir que a ti
tampoco te importaban: eran de nadie; las habíamos olvidado. Y el
olvido, hermana, es una forma de expropiación.
Hemos sentido su ausencia ahora que se ha ido con ellas, porque la
burla es doble: se nos lleva la previsión de la vejez, él y las joyas
eran también la previsión de nuestra vejez. ¿No te das cuenta de que
nuestro encierro de nada sirve, que los vecinos pasan frente a esta casa
como si esperaran el olor de nuestros cuerpos muertos y en
descomposición?
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 79
novelas- ]
Esta mañana los he visto como fieras: daban vueltas frente a
nuestra casa: he tenido que asomarme al balcón para que vieran mi
presencia, porque ellos están esperando nuestra muerte para
apoderarse de la casa, para escalar las paredes y penetrar en los
cuartos, para saquear los recuerdos que quedan en los aposentos,
para sacar la mierda del baúl y exhibirla en la plaza de la Trinidad
como muestra de nuestra vida y signo de nuestra desaparición. No
llores, Alfonsina, que tus llantos van a oírse en el vecindario y
nadie va a detener la ignominia de las murmuraciones.
“Deberíamos echarle candela a esta casa”, has dicho. Y yo he
recordado el sueño de niña, después de tantos años de haberlo soñado:
estás a mi lado en el jardín, debajo del árbol que un día vimos arder
desde nuestra ventana, incendiado por el rayo que anunciaba una
tempestad; estás a mi lado y yo llevo un fósforo a tus cabellos largos,
lo paso por sus bordes, lo acerco y empiezan a quemarse como si
fueran ramos secas adornando tu cabeza; río; me miras extrañada:
no sabes que el fuego subirá por tu cuello, que empezarás a producir
un incendio que ni la lluvia ni la tempestad apagarán; sigo riendo; te
digo que es precioso incendiar el recuerdo de tu fragilidad, que no
soy yo quien te incendia sino mis celos de hermana marginada: con
una sonrisa me dices que tienes calor y te desnudas; veo tu cuerpo,
apenas el proyecto de una cintura constreñida, dos protuberancias
pálidas en tus pechos, la línea de tus muslos secos, el vientre
escondido; tu cabeza ya es una antorcha a punto de quemar la carne
que la alimenta: despierto y voy al espejo; tengo las mejillas
enrojecidas y un sentimiento de gozo llega con esa mañana de enero,
cuando comprendí que estaría condenada a seguirte y sufrirte en los
primeros y últimos instantes de nuestra orfandad.
El sueño volvió a repetirse: ya no eran sólo tus cabellos: era tu cuerpo
sumergido en una hoguera, en un rito que siempre estaba precedido
por la tempestad. Nunca te lo confesé: siempre me guardé la sensación
de estar al borde de una justicia que yo misma hacía a mi manera, con
una deliciosa y morosa crueldad, jamás imaginada. “Deberíamos
echarle candela a esta casa”, has dicho. Y yo he imaginado de pronto
que la antorcha de tus cabellos de niña es el comienzo: las llamas van
saliendo por las ventanas y me he sentido también ardiendo, encerrada
en una habitación, en el más completo silencio, con un petrificado
gesto de vanidad: he visto renacer los bergantines del Sitio y
derrumbarse el Castillo de San Felipe de Barajas; Edward Vernon ha
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] Collazos
vuelto resentido por su primera derrota; la Corona de Inglaterra asedia
con pesadillas de pólvora las posesiones españolas, y sobre nosotros el
fragor de los cañonazos se levanta y cae para sepultarnos. El asedio, el
hambre y la peste esparciéndose por las calles y la ciudad
estremeciéndose con cada estallido, agrandando los gritos de los
moribundos, toda la ciudad convertida en un siniestro hospital de
condenados a muerte. Y el fuego: he visto el fuego lamiéndonos los
cuerpos y sentido la agonía de los demás en la inenarrable agonía de
nuestra, hermana: conquistadas y devoradas por el fuego de los
conquistadores. ¿Qué más puedo esperar ahora cuando mi paciencia
y esta fingida tranquilidad quieren retarme inútilmente? Nada
podemos hacer como no sea la inmolación del pasado, y el pasado-
hermana-, el pasado somos nosotras. Esto ya no nos pertenece: los
nuevos dueños están afuera, cercándonos, tan despiadados como
llenos de codicia: la servidumbre se ha levantado y de los humedales y
los extramuros irrumpen, invocan el espíritu martirizado de sus
cimarrones. ¿De qué les serviría la piedad si siempre han estado
codiciando esta casa y lo que suponen la ha llenado? Deberías
empezar, hermana, siento que estás empezando. “Deberíamos echarle
candela a esta casa”, me repites. Y te digo: quema primero la mierda
del baúl sigue con las sábanas arrímale fuego a los colchones,
acércalos a las paredes de madera para que empiecen a arder cuadros
daguerrotipos medallas mariposas disecadas: arroja esas rosas secas y
despetaladas al fuego; sigue, hermana, amante de mi amante, ladrona
de mi delito, cómplice de mi pecado, sigue: yo te acompaño con estas
ganas de encenderme en mí misma: rocíale gasolina, licor, orines,
excrementos a todo para que arda con más fuerza; rocíale nuestro
delirios de emperradas en un sueño: corre, Alfonsina, corre: el fuego
nos alcanzará, corre hacia la cocina o hacia los corredores correcorre
hacia el patio, vuelve al tejado, encarámate en el tejado y mirarás la
procesión de espectadores que ahora estimula con sus gestos de fiebre
nuestra destrucción: corre que estoy sintiendo el ardor de la candela
subiendo por mis ropas: que no quede rastro de nada . no llores:
convierte tus lágrimas en lava: ríete, hazlo con alegría , que no es
cualquier cosa lo que hacemos: estamos incendiando el mundo y tal
vez nos salvemos de la inmolación: hermana, corre, una vez esté todo
ardiendo, corre: abrirás las puertas que dan a la calle, en dónde nos
esperarán delirando los manifestantes: siempre te dije que esa chusma
asquerosa no quería nada más que nuestra muerte: si no nos
anticipamos a ellos, seremos sus víctimas y hasta eso debemos elegir:
este cuerpo no va a aceptar ser rozado por tanta inmundicia
vociferante, Alfonsina: mira, esto era
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 81
novelas- ]
lo que esperaban: han estado espiándonos, han elaborado en la más
vergonzosa clandestinidad sus pasquines contra nosotras y el
nombre de Gino estará pegado en sus carteles, condenado al rencor,
expuesto a la inclemencia de esta plebe aborrecida; míralos
aglomerados en las calles esperando nuestra salida para prolongar
sus acusaciones: reos de alta pasión. Quemarás el portón,
Alfonsina, quemarás las mismas cenizas: quémalo todo para que
estas naves ardan con todas nuestras ganas, para que ardan con el
ardor con que ardimos revolcándonos enardecidas a su lado.
Alfonsina: empiezo a verte más joven: tienes las mejillas encendidas,
el pelo revuelto como cuando eras niña y en tu fealdad te
inquietaban las rachas de viento que vendrían a deshacer el artificio
que en tres horas habías montado sobre tu cabeza, ante un espejo
que se quejaba de tu presencia. Déjame acariciarte las mejillas de la
misma forma en que lo hacías, quejándote de la ausencia de una
mano distinta a la tuya que lo hiciera y tu fragilidad, esa terca
mezcla de patetismo y resentimiento, tu soledad malgastada, las
misas cerradas, los paseos del sábado, el pavor de sentirte de pronto
asediada por una multitud de negros que para ti seguían siendo
libretos mereciendo su vieja esclavitud, sirvientes altaneros
amenazándolo todo. Déjame acariciarte: mira el fuego, todo el barrio
iluminado, todo este maldito barrio se ha puesto de fiesta y las
banderas y las pancartas y los gritos y los tiros son una sola voz
levantada contra nosotras y contra el pasado que se ha encerrado en
nuestras carnes y en nuestros cuartos y en esta casa que ahora arde
y en todo lo desconocido e inaccesible que ella ha guardado para
llenarse de interrogaciones, de envidias, siempre codiciándola,
hasta cuando empezó a perder su pintura, a debilitarse su armazón, a
pronosticar en su herrumbre el día de su derrumbe definitivo.
Hemos quemado, estamos quemando el recuerdo de los invasores y
somos también sus cómplices: hemos liberado nuestras murallas
cercadas: Blas de Lezo también ha sido derrotado, el intrépido-
marino-vascongado-general-de-los- galeones-manco-rapaz ha sido
expulsado y ni la piedad el cura Pedro Claver va quedando para que
esta chusma se compadezca de quienes hemos sido sus
corregidores: el valor del Manco se extingue entre las llamas,
Fernando VII llora desconsolado todas sus elecciones y Pablo
Morillo será pacificado con la mierda misma de su terror: no es un
sueño, hermana, no es un sueño: mira cómo suben las llamas y arde
la madera que dejó pasar nuestras quejas de pared a pared, de
habitación a habitación, de corredores a jardines, de oidores a
alguaciles, de jardines a tejados, de tejados a calles, al barrio, a la
ciudad entera, al litoral sofocado por piratas y mendicantes: todo
[ Pág 82 Óscar
] Collazos
esto ha estado lleno
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 83
novelas- ]
de conspiraciones domésticas y ni siquiera el refinamiento de don
Rafael Núñez vendrá a improvisar otro “¡Oh gloria inmarcesible/
Oh júbilo inmortal!”: ven, acércate: pedirás un vaso de agua: este
sofoco estremece mis piernas, entra por mi sexo herido: lenguas de
fuego me penetran, falos de fuego me hurgan y me asedian, mástiles
de fuego se doblegan por la recia tempestad que sale de mi sexo
burlado y vuelven a él para erguirse y volver a infligirme otra derrota.
Hermana, Alfonsina, derrotadas y vencedoras de los derrotados, ya
qué me importa, no habrá premonición que pueda condenarnos
porque nosotras mismas nos hemos dado nuestra condenación.
Míralos esperándonos: extiéndete, arrójate al suelo, Alfonsina, hiérete
con estas piedras, tírate al frío de las calles que vieron pasar tanto
abandono, tanta inútil dignidad, tanta enferma desolación, tanto
resentimiento y tanto encierro desde nuestro nacimiento. Decidimos
encerrarnos: el mundo que crecía a nuestro alrededor estaba lejos
del que moría dentro de nosotras. Encerrarnos era protegernos.
Extiéndete con todo tu cuerpo, sin pudor, hermana, que ni el pasado
podrá poseernos ya, y cuando el fuego se haya apagado y no quede
más que un solo hilo de humo elevándose sobre el espacio de esta
ciudad, a la madrugada siguiente las crónicas serán apenas
explicativas: dos mujeres, con huellas visibles de fatiga, reposarán
abrazadas en una calle cuando ya la cólera haya pasado y sobre
nuestra casa se esté erigiendo un orden, nuestros rostros estarán en
algún periódico, enmarcados por la estampa pálida rescatada de
fuego. Nuestros dos rostros, Alfonsina, estarán llenos de vergüenza,
consumidos por las arrugas, en un gesto de burla que los cronistas
jamás descifrarán: nos llevamos una nostalgia que nos asediará en
cualquier lugar del mundo que escojamos como refugio: Sí:
acércate , déjame pasar el dorso de mi mano por tus mejillas como
si fueras las niña que también pedía mi pena, la adolescente casta
que rehusaba mis invitaciones a algún cuarto en donde me herí y
sangré poseyéndome con rabia: sí, Alfonsina, aquí estoy, a tu lado:
esta madrugada no será suficiente para devolverte la ternura que
guardé con tanta mezquindad: abrázame, tiende tus brazos hacia esta
piel que ahora el fuego está apagándose y volvamos a encerrarnos
en la nostalgia de lo perdido, en el recuerdo de Gino-mundo, de
Gino- pasado, de Gino-murallas-asediadas, de Gino-Vernon
acosándonos.
Ya es hora de dormir.
Cierra los ojos, Alfonsina
[ Pág 84 Óscar
] Collazos
-Deberíamos echarle candela a esta casa – dices.
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 85
novelas- ]
-Duérmete, hermana: ya es muy tarde.
-María Concepción, ¿no oyes un ruido extraño?
-Silba, es cierto: debe ser el viento.
-No, no es el viento. Es la loca del frente que llora.
-Cierra esa ventana, hermana: no soporto sus gritos.
-Duérmete: yo tampoco soporto esos gritos.
La Habana, 1970
[ Pág 86 Óscar
] Collazos
ALGUIEN LLAMA A MI PUERTA
A María del Pilar Gaviria.
NO QUISE darle importancia. Tal vez fuera la fuerte brisa que anunciaba
la llegada de la cola del huracán a las costas de Cartagena de Indias,
la puerta de entrada que no cerraba bien, un simple golpe de brisa
en aquel febrero de lluvias esporádicas.
No quise darle importancia al primer ruido que seguramente venía
de la puerta de entrada al apartamento, desde donde la visión del
mar era tan limpia como despejada la panorámica sesgada de la
ciudad, el centro amurallado, las aparatosas moles de cemento de
Bocagrande, la quieta presencia del caño de aguas estancadas y
podridas, una visión que había acabado por convertirse en el
inmodificable paisaje de mis días.
Cuando el ruido volvió a ser más persistente, encendí la luz de la
lamparita de noche y miré la hora. Eran las dos y treinta y cinco de la
madrugada. Y esta vez los golpes no parecían el embate ocasional de
la brisa sobre una puerta que cerraba mal sino los repetidos y suaves
golpes de lo que creí eran los nudillos de unos dedos aporreados sobre
la madera. Así que salí del dormitorio, a travesé la sala sin encender
las luces- la luna llena iluminaba tenuemente el amplio espacio del
salón- y pregunté quién era.
Aunque el ruido había cesado, supuse que quien llamaba- si
llamaba alguien y no se trataba del golpe incidental del viento-,
debería estar aún allí.
Por respuesta no encontré más que el silencio, mezclado con el silbido
al que ya me había acostumbrado desde que ocupara esta vivienda a
pocos metros del mar. Volví a preguntar quién era, sin atreverme a
abrir la puerta, pero sólo recibí de nuevo el silbido de la brisa.
¿Debería entonces abrir? Recordé que mi apartamento, hacia la
parte posterior de un edificio de 24 pisos, daba, hacia el este, a una
zona abierta apenas protegida por discretas barandas de hierro. La
popa era desde allí una perfecta silueta iluminada en las noches, tan
nítida como el irregular mapa de las luces de las barriadas vecinas,
azarosamente levantadas en el cerro que ponía límite a la ciudad.
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 87
novelas- ]
Regresé al dormitorio después de pasar por la cocina. Deseaba un vaso
de agua y bebí directamente de la jarra que mantenía siempre en la
nevera. Temí que no podría conciliar el sueño interrumpido de esa
madrugada. Y como era mi costumbre, no tomé el libro de Tabucchi
que había empezado a leer la noche anterior sino el control remoto del
televisor. Me quedé un rato viendo pasar las imágenes de una película
ya empezada. De inmediato reconocí el rostro de Michael Douglas, la
inquietante belleza de Demi Moore, una intrincada historia de poder-
recordaba- entre un hombre acosado por una mujer calculadora que
le tiende la mortal trampa del sexo. El poder y el sexo – pensé-, dos
trampas mortales bajo los frágiles pies de un hombre acosado.
Cuando sentí la presión del sueño en mis párpados apagué el
televisor y traté de dormir. No sólo me había acostumbrado al
cadencioso silbido de la brisa sino que éste se me había convertido
en un sedante. Soñé- recordé al abrir los ojos a las seis y cuarenta y
cinco de la mañana- que quien había estado llamando a mi puerta era
La Fugitiva, como había empezado a llamar a la bella y alguna vez
esquiva mujer de cuarenta y tres años que me había abandonado sin
fórmula de juicio y sin dar explicaciones después de una larga noche
en la que creí haber conocido la felicidad o la convincente apariencia
de aquello que os hombres entendemos por felicidad: un relámpago
en la soledad. Ahí estaba, reconocible como su blanca belleza
siempre oculta al sol, con sus dientes perfectos, con un vestido
largo de seda negra, reclamándome que la dejara entrar. Traía en la
mano una botella de vino y, adherida al gollete de ésta, una rosa
extrañamente negra, quizá roja, negra en la primera impresión que
tuve al verla en una mano blanca surcada de pecas y venas que aún
no eran arrugas. ¿Serían alguna vez arrugas?
-Vengo a explicarte por qué huí- dijo al entrar en la penumbra de la
sala.
Por un instante, sólo por un instante, tuve la sospecha que no era
ella sino la copia levemente envejecida de la mujer que había
conocido. “No quiero envejecer a los ojos de nadie- recuerdo que
me había dicho-. Si envejezco, será un espectáculo para mí misma,
retirada del mundo.”
Le indiqué el sofá tapizado en tela cruda, el lugar donde habíamos
hecho el amor la víspera de su huida. Fui a la cocina y busqué una
botella de vino ya abierta y serví dos copas, siempre en silencio,
observando la negligencia que adoptó el cuerpo de Rebeca al
extenderse sobre el sofá.
[ Pág 88 Óscar
] Collazos
¿Cómo, de qué manera, con qué metódica disposición se mostraba
en cada ocasión, como si su conducta y sus gestos sólo fueran
posibles dentro de la perfección? Todo en ella- recordaba- era una
perfección extraordinaria.
-No vengo a excusarme sino a explicarte por qué me fui sin decir
nada- repitió.
No parecía su voz. Ni por su gravedad ni por los graciosos giros
locales que le imprimía, mucho más graciosos cuando pensaba que
se trataba de una mujer de la clase alta educada en colegios
privados donde nunca compartió amistad con gente que no fuera de
su condición. “Me educó una negra que me enseñó hablar como si
no fuera blanca y rubia”, me había dicho, tratando de justificar el
acento vernáculo que ataba con un mismo hilo a negros y blancos, a
pobres y ricos, a la rancia aristocracia y a los vendedores callejeros
en su pregón diario.
Se trataba de una voz mucho más ronca, yo diría que extrañamente
remota, en cierto sentido áspera y vulgar y, no obstante, la voz que
siempre asociaría con ella, con una mujer que detrás de su
refinamiento demostraba no haberlo aprendido más que como el
simulacro de lo que deseaba demostrar en sus apariciones públicas.
La elegancia de su atuendo- una impecable ténue de soirée-
contrastaba con mi aspecto. No había reparado en la escasa ropa
que vestía al abrirle la puerta, una camisera blanca que a menudo
hacía las veces de pijama, un pantalón corto de dril, el cómodo
desaliño de cada día. Me sentí ridículo.
-Voy a vestirme- le dije y la dejé en la sala con la mirada extraviada
en la transparencia casi amarillenta de vino.
Cando regresé, con un jean y una camisa puestos apresuradamente,
La Fugitiva ya no estaba. No era por supuesto Albertine, la enigmática
heroína de Proust, con quien me había vuelto a encontrar en esos días,
leyendo una y otra vez el que consideraba un doloroso tratado sobre la
memoria y el olvido. Era Rebeca. Y había vuelto para añadir una
nueva pesadilla a pesadillas que yo creía superadas. No había
conquistado el olvido- pensé al recordar el sueño y aceptar el malestar
que me producía volver a verla en ese ilocalizable rincón de la
inconsciencia. En la sombra de mis recuerdos, ella permanecía aún
como intrusa.
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 89
novelas- ]
No estaba. Ni siquiera estaba la copa de vino ni la estela de su
perfume. Si había vuelto, había vuelto en el sueño para advertirme
que el misterio de si partida seguía vivo.
En los días siguientes, cuando el mar de leva hizo si aparición con
el impetuoso movimiento del oleaje y las marejadas que rompían
los muros de la avenida, el silbido de la brisa se volvió casi un
rugido de espanto. Si volvieran a llamar a mi puerta, sería
imposible escuchar cosa distinta al estruendo del viento. No
obstante, antes de dormirme esperaba volver a escuchar golpes en la
madera. Encendía el televisor quitándole el sonido y mi inquietud se
traducía en un esfuerzo deliberado por percibir cualquier ruido
exterior distinto al que producían los cristales de las ventanas. En
una de esas noches creí escuchar, no el golpe de los nudillos de
unos dedos sobre la puerta sino un llanto lejano, lejano sin embargo
perfectamente audible. Me levanté sigilosamente, encendí las luces
de la sala y pegué los oídos a la puerta de entrada. Tal vez el llanto
no fuera más que la caprichosa metamorfosis de la brisa, sus
cambiantes y aguados silbidos.
No volví a soñar con La Fugitiva. Probablemente soñé sólo
episodios intrascendentes, indignos de la memoria herida. Pero al
día siguiente, al despertar, tuve la abrumadora sensación de haber
soñado que, en efecto, se trataba de llanto de un niño debatiéndose
en medio de las arremetidas del viento huracanado.
En la mañana, después de tomar la densa taza de café que me
recuperaba del sueño, decidí escribirle a Rebeca una de las tantas
cartas que jamás enviaría. Con rabia, con resentimiento, le exigía
ausentarse de una vez por todas de mi vida. No podía seguir siendo
la intrusa nocturna después de haber sido la incomprensible
Fugitiva de hacía ya dos meses. Escribía como un exorcismo. Todo
el veneno de mi alma parecía estar consignándose en esas líneas,
escritas con demente febrilidad.
Había luchado para olvidarla. Deseaba que en mi conciencia no
quedara ya nada de ella, ni siquiera la añoranza de aquellos momentos
en los que advertí la aparición de la felicidad, la afrentaba, no
porque aceptara la necesidad del rencor sino porque afrentarla era
el método elegido para darle una última oportunidad al olvido.
Recordaba cómo la había conocido, la manera temeraria como ella
había sugerido subir a mi apartamento, la sorpresa de sentirla
desnuda debajo del blanco y largo vestido de lino, la esperanza
abriéndose camino entre
[ Pág 90 Óscar
] Collazos
uno y otro encuentro, encuentros siempre furtivos, la pasión que me
devoraba al sentirla encerrada en mi cuarto, protegida de las miradas
intrigantes de la ciudad donde al parecer era la Reina intocable, la
docilidad de su cuerpo al hacer el amor, la búsqueda desesperada
del orgasmo que no podía conseguir con mi penetración y que ella
conseguía acariciándose ansiosamente su propio sexo. Recordaba
sus aprensiones, sus temores de ser vista conmigo. Y la increpaba
precisamente por pretender esconder el vínculo que, aunque todavía
incierto, yo entendía como la unión de dos seres libres de prolongarlo
o deshacerlo cuando se nos antojara. La llamaba fiera desalmada,
animal prisionero de una moral tan engañosa como vetusta, trazaba
de nuevo el mapa breve e intenso de una aventura impredecible, tan
impredecible como la decisión de abandonarme sin decir esta boca
es mía. Y si escribía con rencorosa intensidad- me decía- era para
evitarme el rencor real del futuro, para ser un día justo con una mujer
que no merecía resentimiento ni rencor alguno. Me hería solamente
el estilo de su partida. Tal vez un día fuésemos amigos, tal vez un día-
una vez alcanzado el olvido- ella volviese a ser esa blanca porcelana
que durante mucho tiempo miré como un intocable adorno de vitrina.
Leí la carta y sentí una insana satisfacción. La había escrito a mano y
en hojas de papel amarillo, elegidas al azar, con una fina, apretada
letra legible. La guardé en uno de los cajones del escritorio donde
guardaba otras cartas nunca enviadas, escritas con la intención de
comprender lo incomprensible, de darle una salida digna a mi
perplejidad. Toda escritura es un exorcismo, lo sabía porque
siempre sentía un poco más de alivio al escribir sobre decepciones,
frustraciones o disgustos sobre las esperanzas defraudadas, esos
excesos que el amor impone con una frecuencia indeseable. Y al acto
de guardar la carta le siguió otro, al cual me había resistido: busqué la
fotografía en la que ella, de medio cuerpo y de perfil, asomada a un
balcón colonial, fingía estar cerca de la eternidad. Se lo había dicho:
“Pareces estar buscando la eternidad con la mirada”.
Rasgué la foto sin sentir remordimiento alguno. Aunque no había
vuelto a mirarla, recordaba mantenerla guardada como una
quemante presencia en el fondo de mis archivos. Allí reposaban
otras fotos y cartas, imágenes y letras de mujeres que alguna vez
habían sido cercanas, sombras hoy difusas de un pasado a que a veces
volvía con la certidumbre de haber estado siempre buscando la
grandeza del amor, sus miserias ocultas e inadvertibles, el instante
del éxtasis, apenas el amor que llegaba y huía como un frágil objeto
dominado por el azar.
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 91
novelas- ]
El mar de leva empezó a remitir. Volvió a haber calma en las
playas. Vinieron días de quietud. La serenidad de las aguas, el tenue
balanceo del oleaje, la brisa apenas perceptible, un limpio horizonte
sin brumas, todo esto, como un paisaje adormecedor, alimentaba el
deseo de un sosiego definitivo. Los pescadores regresaban a su
oficio. Desde las ventanas veía el faenar de los hombres en la
recogida del trasmallo. La pesca era siempre buena después de la
lluvia. Hacia el norte y hacia el sur, las piedras estratégicas de los
espolones, extendidos como retamares, permitían la formación de
pequeñas calas, sucedidas como en un precioso artificio que no
había podido detener la embestida del mar en la avenida, convertida
en un recipiente de aguas estancadas, banco de arena y piedras, la
resaca del mar en sus ciclos de furia.
A la tercera noche de calma, habiendo en parte olvidado los
misteriosos llamados a mi puerta, volví a percibir los mismos
ruidos. No era aún la medianoche. Había terminado la lectura de
Sostiene Pereira, la espléndida novela de Antonio Tabucchi. Bebía
un whisky y pensaba que la conciencia moral del protagonista no
era anterior a los acontecimientos que lo abrumaron
paulatinamente sino una consecuencia de éstos. El individuo
mediocre del principio adquiría poco a poco una grandeza mayor
que la del aventurero que trata de imponerla a la vida de un
hombre viejo, ganado ya por la regularidad de sus costumbres.
Pereira es mejor que aquellos que tratan de comprometerlo con una
causa que no es suya. La piedad y el sentimiento de justicia lo van
llevando a una conciencia moral que lo devuelven a la dignidad de
un ser débil y justo. Eso pensaba cuando sonaron nuevos golpes en
mi puerta.
Esperé unos segundos. Quizá no fueran más que el eco de impresiones
pasadas. Pero el golpe en la puerta dio paso a un llanto quedo, de niño
o de mujer- no pude precisarlo-, con lo cual mi inquietud derivó a
tensa expectativa. Di unas cuantas zancadas desde la sala hacia la
puerta de entrada y al abría abruptamente. No había nadie. Nadie
corría por los pasillos. Me asomé a las escaleras que a manera de
rellano daban acceso al piso inferior y no encontré a nadie. Regresé
desconcertado a la sala y bebí apresuradamente los restos de whisky.
Estaba decidido a no irme a la cama hasta que los golpes volvieran a
repetirse, pero la espera fue inútil. Ni siquiera la brisa de esa noche
producía ruido alguno, sólo el rumor del oleaje me advertía que las
mareas cumplían otro de sus ciclos.
[ Pág 92 Óscar
] Collazos
Soñé con Rebeca. Fue un sueño apacible. No ofrecía explicaciones
ni yo se las exigía. Era una extraña conocida con quien me encontraba
en una exposición de artesanías regionales, una extraña, hermosa
mujer que a primera vista me pareció de una belleza gélida y sin
vida. Todo en ella parecía un artificio: su ropa, sus ademanes, la
fingida seriedad de sus comentarios, la manera como, al sentirse
mirada, corregía postura y ademanes. Una belleza muerta- me decía-.
La belleza de una esfinge dorada. Lo curioso es que esta vez Rebeca
había envejecido sin abandonar la altivez de su antigua hermosura.
Cubría con un fino pañuelo de seda los pliegues del cuello, y las
puntas del tejido caían sobre la desnudez del escote para cubrir una
piel más áspera, salpicada de pecas que, en la impresión de esos
instantes, me parecieron el signo de un envejecimiento irreversible.
Al recordar este sueño pensé que mi inconsciente hacía de las
suyas, tal era la manera como esta mujer aparecía, sombra ya inocua
de quien me había llevado a vivir los relámpagos de una pasión ya
extinguida.
Volvía a la rutina de mi vida diaria. Traté de no darle importancia a
la frecuencia de los llamados a mi puerta. Probablemente no fueran
más que ruidos o eco de ruidos en mi conciencia. A nadie referí lo que
podría ser una rara anomalía de la percepción, una mal jugada de
los sentimientos, atribuibles al estado de inquietud que acaba de
vivir y al que respondía de reconstruir mi identidad perdida. Una
vez más, dejaba en el amor los signos de mi identidad los buscaba
con el firme esfuerzo de la racionalidad.
Tratédebuscarrazonesalasinrazóndeesosruidosynohalléexplicación
más convincente que la de suponer que todos, invariablemente,
vivimos con fantasmas que cobran vida inesperadamente, que en el
mundo de las percepciones conspiran esos fantasmas, restos de un
pasado aún no resuelto, vagos sonidos que por momentos se hacen
reales en la confusión de la vigilia o en el incontrolable ardid de los
sueños.
Un nuevo episodio, esta vez más desconcertante, vino a sacarme
del sosiego que creía haber conseguido.
En la madrugada del día siguiente, cuando dormía, la intensidad de los
golpes fue tan desesperada que temí estar siendo agredido. Nunca
he concebido la posibilidad de posee armar; por costumbre, nunca
cierro la puerta con doble llave ni paso seguro. Un duro golpe en la
puerta, la
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 93
novelas- ]
hábil maniobra de un intruso puede permitir el acceso a mi
vivienda. Así que sentí miedo y deseé tener un arma en mi casa.
Golpeaban a mi puerta con fuerza y de un momento a otro la
abrirían.
Con determinación desconocida pasé a la sala y me aproximé al
pasillo de la entrada, una especie de recibidor donde había
colocado parte de mi biblioteca, distribuida en diferentes espacios del
apartamento. Grité algunas palabras amenazadoras. De pronto, cesaron
los golpes. Y de forma no menos temeraria a la adoptada al acercarme
a la puerta, la abrí. Sólo hallé pasillos y rellano vacíos. De la barriada
vecina llegaba el eco de una cumbia.
Aunque no había querido informar a la administración del edificio
ni decir palabra a los vigilantes, esa noche decidí llamar por el
citófono y preguntar si había subido alguien en los últimos minutos.
-No, señor- fue la respuesta del vigilante de turno-. Nadie ha
entrado al edificio- dijo la voz adormilada del muchacho, distraído en
la visión de una película de artes marciales.
Con la excepción de una pareja de ancianos, nadie vivía en la planta
doce del edificio. La parea- me diría después el vigilante- se acostaba
cada noche a las nueve. Lo sabía porque, minutos antes de esa hora
invariable, ella llamaba a la recepción a pedir que la despertaran a las
cinco de la mañana, pues a as cinco y media salía con el marido a
una regular caminata por la playa. No confiaba en el despertador de su
mesita de noche. Y aunque podía haber dejado dicho que la llamaran
cada día, la anciana repetía con insidioso cuidado el favor que los
porteros hacían en consideración a la edad y sus manías.
No pude dormir. Quise concentrarme en la lectura de una novela de
Álvaro Mutis pero las aventuras del Gaviero no conseguían lo que
todo novelista consigue con el flujo de su relato: sacar al lector del
mundo real para sumergirlo en las profundidades del mundo
ficticio. Me enredaba en la lujuriosa madeja de las palabras y éstas
congelaban la aventura. Una y otra vez volvía al principio. Quizá
fuese una buena novela, pero no conseguía entrar al laberinto de
palabras que proponía el novelista. Tal vez no fuese culpa del relato
sino del estado de alma en que me encontraba. Sólo podía seguir las
imágenes de un intrascendente programa de televisión.
[ Pág 94 Óscar
] Collazos
No pude dormir sino hasta muy avanzada la noche, cuando las
luces del amanecer llegaron a mi ventana. Ni la botella de vino
tinto bebida con ansiedad produjo el letargo esperado. Podría
haberme masturbado- recurso liberador al que acudí en otras
épocas- pero encontré siniestramente ridículo hacerlo sin la
presencia imaginaria de una mujer deseada. El sueño llegó como
una consecuencia inexorable de la fatiga.
La ausencia de brisas trajo el peso de noches sofocantes y
extremadamente largas. Reacio a encender el aire acondicionado,
me exponía a los rigores del calor y la humedad. Despertaba
nadando en una densa sopa de sudores, ni siquiera atenuados por el
aire del ventilador. Su ronroneo tenía, en cambio, un efecto
adormecedor.
Traté de poner un poco de orden en mi vida doméstica. Recordé que
durante un mes no había recibido visitas, que la factura del teléfono,
vencida por esas fechas, me había privado del servicio. Desde que
Rebeca tomara su inesperada decisión, no tenía ganas de responder
ni llamar a nadie. Deliberadamente, había dejado de pagar el servicio
y, al cabo de un mes, no creía necesario hacerlo. Me importaban poco
o nada el mundo exterior, los amigos, el rutinario contacto con el
mundo. Tomé la decisión de mandar a pagar la factura vencida. A las
veinticuatro horas me encontré de nuevo con el servicio de teléfono
activado. ¿Para qué? No sabía si llamaría, tal vez los amigos pensaban
que estaba de viaje, quizá Rebeca hubiera llamado para justificar
su huida. Y nada de esto me importaba. Me importaba saber si los
llamados a mi puerta se repetirían o si los equívocos en el aparato
de mis sentidos habían terminado su engañosa ronda de señales.
Me inquietaban la dureza y el dramatismo de los últimos golpes,
algo distinto a lo que puede ser la ambigüedad de una percepción
alimentada desde el vertedero de los recuerdos y me inquietaba porque
esa última vez no pude llamarme a engaños: alguien golpeaba suaves,
después lacerantes llantos de mujer o de niño. Por último, la rudeza de
los llamados; ahora, el temor de que volvieran a repetirse.
Me vi de repente envuelto en una intriga que hería mis sentidos.
Pese a haber conseguido largos estados de indiferencia, el temor
volvía y con éste la esperanza de hallar una solución a lo que era ya
un enigma. Resonaban de nuevo los golpes en mi puerta, hacía
esfuerzos para saber si era el recuerdo de éstos o si se trataba de un
nuevo y ahora dramático llamado. No salía de casa, aunque falta no
me hacía, pues satisfacía mis necesidades haciendo pedidos a
domicilio, el vino, los
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 95
novelas- ]
cigarrillos, el pan, la leche, los huevos y hasta la carne, el aceite y las
lechugas, canto hacía falta lo pedía como mandado a algún empleado
del edificio.
Me sobresaltaba fácilmente con el menor ruido. En ocasiones,
temía que la locura se estuviera abriendo camino en mi mente. Era
como si los golpes a mi puerta o los llantos quedos de niño o mujer se
hubiesen vuelto adherencias de mis sentidos, a tal punto los
esperaba, en tal medida los temía. La correspondencia diaria, que
uno de los porteros subía a mi domicilio, me recordaba el
cumplimiento de compromisos pendientes, facturas vencidas,
conferencias sin confirmar, pero la rápida ojeada a esa papelería sólo
conseguía mi indiferencia. En algún momento de algún incierto
porvenir volvería a tener el dominio de mis actos. El orden con que
escrupulosamente atendía mis compromisos antes de la partida de
Rebeca y la meticulosa frialdad con que me propuse sacarla de mi
vida, todo esto podría ser restablecido, como se restablecería el
orden perdido desde que los golpes a mi puerta se convirtieran en
una amenaza nocturna. En una semana no había vuelto a sentirlos
pero se reproducían en mi memoria y de ésta parecían salir con la
apariencia de hechos reales, ora golpes con los nudillos de los dedos,
ora llantos a manera de lamentos o quejidos, ora dramáticos susurros.
Repentinamente, violentas acometidas contra la puerta de entrada a
mi domicilio.
Una vez se hubo restablecido el servicio de teléfono, entraron
algunas llamadas, en verdad indeseables. Preguntaban si había
estado de viaje, qué me sucedía, si había enfermado, si alguna
razón íntima me obligaba al ostracismo, en fin, llamadas de gentes
que en el mejor de los casos sólo eran conocidos de trato amable,
extraños a mi vida, apenas cómplices de alguna de mis costumbres:
pasear por el centro amurallado de la ciudad, sentarme en un bar a
hablar de fruslerías, simple y gratificante rutina, comentar con
horror los acontecimientos del día, el crimen en un ronda
insidiosamente repetida, el país que se deshacía en nuestras narices.
No he sido un hombre con sentido de familia. Me duele aceptarlo,
saber que durante años he sido reacio al vínculo familiar, que paso
meses sin ofrecer señales, algo injusto y cruel- pienso a veces- pues
hermanos y sobrinos esperan que les diga algo de mi suerte, que
estoy bien, que sigo vivo. La muerte de mi madre volvió más radical
esa indiferencia, que nunca había sido deliberada sino el resultado
de un carácter moldeado para la soledad y cierta independencia de
felino. No he sido
[ Pág 96 Óscar
] Collazos
un hombre de familia y he tratado de decirlo a quienes puedan sentirse
ofendidos o maltratados por la distancia que impongo sin
considerar que quizá ellos no esperan de mí más que breves,
esporádicas noticias. Por este motivo, la llamada de mi hermano
Alfonso me sorprendió aquel mediodía.
Levaba días tratando de comunicarse conmigo. Tres semanas, dijo.
Había pensado que quizá estuviera en el exterior, lo que sucedía a
menudo. Me había llamado repetidas veces hasta que le informaron
que me había mudado de apartamento, que mi nuevo número de
teléfono tenía el servicio suspendido. A era tarde, decía mi hermano
con voz sensible a todo drama familiar. Debía saber, aunque fuera
ya tarde, que nuestro hermano Carlos había muerto, que nada se
había podido hacer para salvarlo. Había muerto en Panamá. La
enfermedad había minado su ya débil organismo, el alcohol, las
drogas, el penoso abismo al que se había arrojado lo habían
convertido casi en un indigente. Quería decirme que Carlos había
muerto apenas cuidado por la tía Carmen y el primo Julio, quienes se
encargaron de hacerle el funeral al día siguiente de su muerte.
Quise saber cuándo había fallecido y un escalofrío recorrió mi
cuerpo cuando Alfonso precisó el día. Tenía a mano el calendario
donde había marcado con una equis la fecha en que empezaron los
llamados a mi puerta y esa fecha coincidía con el día en que Carlos
había muerto. Saber que las fechas coincidían hizo más dilatado mi
silencio, del que salí cuando Alfonso preguntó si seguía allí. Sí, allí
estaba con el auricular en una mano y con la mirada fija en la fecha
marcada en el calendario.
Han pasado semanas y el ruido no ha vuelto a repetirse como tampoco
han vuelto a repetirse los llantos. Han pasado semanas de olvido y
remordimientos y la imagen de Rebeca es una iconografía difusa en el
confuso museo de mi memoria, una foto fija que el tiempo
condenará a su condición de negativo: habría que esforzarse
demasiado para reconocer su identidad.
Alfonso me ha escrito una larga carta y en ella me dice que Carlos
vivía en sus últimos días obsesionado con la idea de visitarme en
Cartagena de Indias.
En Adiós Europa, adiós, Seix Barral, Bogotá, 2002
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 97
novelas- ]
KNOCK OUT TÉCNICO
(Homenaje a Torito, Negro Ortega y Jack Brennan, fundadores)
Siento que la pierna izquierda se me cansa, en ocasiones no responde
y tengo que agarrarme para no caer. Ahora, el brazo del mismo lado
comienza a fallarme y el olor del maldito alcohol por todo el cuarto,
como si ésta fuera la enfermería y yo en camilla sólo esperase una
cura aquí, otra más allá, pero, ¡coño!, es el Hospital de Manga y estoy
tendido en una cama, simulacro de una lona más terrible, y las
enfermeras no hacen sino decirme: “Tranquilo, Antonio, que esto no es
nada, ya verás”. Y sé que no puedo estar tranquilo, una fuerza interior
me aguijonea y obliga a estar tenso para no darle salida al movimiento
tan deseado de mi cuerpo, mis piernas no dan más y es que el ring se
desfonda y me hundo, chico, me voy hundiendo, vieja, y los médicos
no dicen nada (“no se impaciente, campeón, ya se lo diremos cuando
se sepa”), tengo que esperar el dictamen, ya me han hecho varias
radiografías y tantas y muchas pruebas, una tras otra, y examinado mi
cabeza, vamos a ver si de allí te arranca la parálisis, total, tantos
golpes que uno va recibiendo en la vida, tantas y tantas zarandeadas en
cinco minutos, y vuelven a sacarme líquido, sí, líquido de la columna
para el análisis, y el alcohol y el mercurio que se respiran en esta
sala, esos gritos de un niño en el cuarto vecino, el pobre, sería lo
último que desearía a mis hijos, mi cabeza dando vueltas
enloquecida, un punching-ball golpeado incesantemente, alguien que
le da a la cuerda durante horas y yo a su lado sin poder moverme,
hazlo más rápido que así vas a entumirte, dirigiéndole la maniobra,
controla el cronómetro, no te dejes llevar por el mareo, novato. Y es
raro: oigo a veces un griterío de los infiernos, como si miles de
hinchas me aclamaran y aplaudieran, como si dijeran: “Dale duro,
Toño, acábalo, báilale un Mapalé, suénalo con una Cumbia, cógelo de
sorpresa con un directo al estómago o mándale un jab que lo pare en
seco”, y escucho campanadas que anuncian el final del segundo round
y lo mantengo a raya, bravo que es este Ismael,
¿quién diría que aguantaría esta pelea con tanto baile y sandunga en
mi cuerpo?, un tigre, una verdadera fiera, un peleador de técnica,
quizá no tan bravo como Ultimio ni tan zorro como Pippermint,
porque los demás, ya tú sabes, ese fanfarrón de Masahiko Harada (no
sé por qué le dicen “Fighting” si es una penca, una marmota, tanto
como Joe Brown a quien todavía debe estar doliéndole mi paliza),
tantos otros, pero este Laguna sí es un duro, por algo las dos veces
me sentí batallando con los mismos demonios, cruzando el infinito
y sintiendo que mis puños se exponían a un prueba de fuego, a los
[ Pág 98 Óscar
] Collazos
corsarios de El Sitio, a
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 99
novelas- ]
los ingleses con sus cañoneras, mi Cartagena tan linda, la negramenta
de Palenque que me aplaude, siempre conmigo. Sí oigo la gritería por
algunos instantes y este hospital se llena de gritos, mierda que están
gritando por mí, pero no son voces de las graderías sino voces oídas
desde el fondo de mí mismo, desde el instante en que me dije: No más
Antonio, cuelga los guantes, en esta vida hay que saber sacar la mano,
sácala con orgullo, sesentidós combates son suficientes, ganaste más
de cuarenta, empezaste mal pero luego te fuiste derechito al cielo, sólo
campeones del mundo a tu lado, mucho elogio aquí y más allá, mucha
aduladera en todos los lados, este morocho dará lidia por mucho
tiempo, es de esperarse que con mejor preparación y experiencia se
convierta en el terror del ranking, y tanta hedentina a tu alrededor,
cuando me dije otra vez: Cuelga los guantes, y desde entonces oigo
voces, veo cuadriláteros en mis pesadillas, salgo a la calle y me dicen.
“Y qué, Antonio ¿es que no vas a volver?” ¿A volver? Y yo, tranquilo,
nunca perdí la paciencia, No mi socio, me quedo, hartos puños he
repartido en el mundo, ahora a gozar de la tranquilidad, y volver luego,
coger los guantes y seguir esos buenos consejos porque comprendo
que ya uno no se debe más que a ellos, su público, ¿tranquilidad?, ¿es
que puede llamarse tranquilidad este cuarto, esta cama, este verraco
silencio, porque aquí todo es silencio?
Hablan en voz baja, tienen miedo de despertarnos si dormimos y
temor de que cualquier ruido no nos deje dormir, y eso fastidia, a
veces me voy emputando en silencio, como si los enfermos
estuviésemos preparándonos para morir en silencio. ¿No podríamos
morirnos, si nos vamos a morir, con buena música de fondo? ¿No nos
podríamos ir muriendo con gente que nos hable, que nos pregunte
qué hiciste en la vida y podamos sacar el inventario, decir No joda
que estoy contento, cómo voy a quejarme, hice esto y aquello, gente
que nos hiciese olvidar la llegada de la muerte o de esas otras
muertes que nos sorprenden en tantas y tantas mutilaciones?,
¿gentes que nos recuerden, cinco minutos antes que este puto
mundo se parece a un cuadrilátero en donde los puños disparados
en el momento preciso van a inclinar la decisión a nuestro favor?
Porque, eso sí, no habrá bolsa de arena para detener los golpes sino
golpes verdaderos que atajas y ahí verás si eres capaz de una larga
ofensiva. Yo, al menos, quisiera morirme así. Con una gran
orquesta en mi cabecera, con un buen ritmo de fondo, una
tumbadora estremeciendo la pieza, una trompeta aturdiéndome el
alma, un saxo enronquecido bajando como una Mapaná por mi
espinazo maltrecho,
[ Pág Óscar
100 ] Collazos
morirme con cien velas alumbrando la sala y un vallenato de
Calixto recontando mi vida, que mis hijos digan Papá Antonio, ¿es
que no vas a bailar? ¿Por qué no sacas a mami al meneo? Pero no:
Aquí es el silencio, cárcel iglesia hospital, y Merche- la pobre- que
me mira con esos ojazos de no-te-vas-a-morir-Toñito, esa mirada
que, dicen, le puso Clay a Patterson en su primera salida. Nada
saben de cuanto sufro, pienso esperando que al fin den el
veredicto más lacerante de mi vida, porque no es lo mismo oír el
conteo cuando estás en la lona, sangrando como un marrano,
perseguido por el tiempo que cae sobre ti, así sea en tu derrota. No
es lo mismo estar en una esquina, con una hermosa bata azul y tu
nombre cara al público, masajeado por el entrenador que dice: “Esta
no la pierdes, Toño, los jueces tienen que reconocer que estás
peleando como un toro, tienen que darte los puntos” o desinflarte
cuando los asquerosos regalan la pelea que te ganaste a güevo
partido, como aquella con el japonesito, el Harada que no alcanzó a
darme uno solo en la cara, que mantuve siempre a raya, y ahí se
vinieron con el cuento de que me había fajado, todo porque estaba
en su salsa, porque los jueces tenían miedo, porque seguro les
pasaron sus yenes, y al fin de cuentas yo era un negro en casa ajena.
No es lo mismo, te digo, estar esperando que griten: “Coraje, Toño,
esto no tiene remedio, el cuerpo se te irá paralizando poco a poco, saca
fuerzas de donde puedas y agradece a Dios que seguirás viviendo”,
incertidumbre frente a una muerte miserable, mucho más tremenda
que cualquier triunfo burlado, que cualquier descuido en la guardia
y ¡tan tan tan!, ahí tienes un derechazo que no esperabas, para no
levantarte más, y te tambaleas por el cuadrilátero. No saber qué van
a decir los médicos que salen y secretean, que te miran como si en
media hora, pobre muchacho, fueras a convertirte en un cuerpo
mutilado o un paralítico condenado a una silla, una absurda y
siniestra verdad.
He subido algunos quilos, me he engordado imperdonablemente, tal
vez por la vida sabrosa que se lleva cuando no hay más gimnasios
ni dietas, vida de mujer y trabajo, nada de tragos ni puteaderos de
mala muerte, vida de recuerdos alentadores, un paseito por la ciudad,
un fin de semana en El Rodadero, oyendo que murmuran: “Ahí va
Antonio, ahí va el campeón”, gente que quiere darte la mano,
¿cómo te sientes, negro?, ¿vas a volver, no es cierto?, hermanos
que me acompañaron en las derrotas y celebraron mis triunfos,
hasta desfiles me hicieron, con carros pitando y reinas de belleza de
los barrios saludándome, mariconerías- claro está-, pero esta
negramenta nunca me ha abandonado, y si tuviera nombre, un solo
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág
novelas- 101 ]
nombre para llamarla, lo llevaría estampillado en mi memoria,
gente pura y de una sola pieza,
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102 ] Collazos
nada de trampitas conmigo, podías haber peleado mejor, te queremos,
nos gustas, estamos orgullosos de ti, y no más zalamerías, porque aquí
te llevamos en hombros, te sacamos del ring y te paseamos por las
calles, te oímos en el radio cuando no estabas aquí, cuando desde
Los Ángeles o desde Tokio seguíamos cada puño, cada caída, gente
buena ésta, nada de dobles juegos, nada de zancadillas de
empresario conmigo.
¿Empresarios? Ojalá los tuviera aquí a todos, manada de
desvergonzados, mercachifles muertos de hambre chupándonos
la última gota de sudor y leche, regateando por cualquier cosa,
engordándose como cerdos, coqueteándonos cuando estamos arriba
y ni te veo cuando te caes. ¿Quién de esos está hoy aquí? Y no es que
les pida flores, no son telegramas lo que les pido, sino que así como
llenaban mi casa en los mejores tiempos (que no están lejos, sólo un
año, ¡cómo pasa el tiempo!) podrían al menos venir un día a dar una
voz de aliento, así se largaran al minuto siguiente a exprimirle el jugo
al primer negro de agallas recogido de Chambacú: ladrones, eso son,
chanchulleros. No les pido recuerdos porque sé muy bien lo que son
y lo que han sido y lo que serán cuando alguien les parta la jeta, lo
que serán cuando alguien les dispare en la esquina por una cuenta
mal saldada, lambones cuando saben que todas las graderías van a
estar llenas y las emisoras “deme a mí la exclusividad del espacio”,
que van a ver el gimnasio atestado, colas imposibles afuera, una
taquilla para decir ¡qué éxito, Antonio, te volviste famoso!, se taparon
de plata, estamos concertando una próxima, ¿sabes dónde?, en el
mismísimo Madison Esquare Garden, ¿lo oyes? Toño, Toñito, una
próxima en Nuevayork por el título mundial, y al día siguiente, a la
hora de las cuentas, aquí está lo tuyo, diez mil miserables dólares del
medio millón que, mal contado, les quedaba en caja, diez mil
asquerosos dólares para que adelantes la cuota de tu casita, ya ves,
nunca tuviste nada, alégrate con esto, el paquete con billetes de a cinco
para hacerlo más gordo, y los periodistas: qué bien, campeón, estás
subiendo, tienes el futuro en tus manos, no hay puños como los tuyos,
y ¡flash flash flash!, tu cara ensangrentada en los diarios, cuatro
columnas con tu nombre, quieren que les cuentes tu vida, de dónde
saliste, morocho, cuál fue tu primera pelea, a cuántos noqueaste en el
barrio, cómo te hiciste a un puesto en el ranking, pendejadas, ¿eres
buen padre?. ¿Bebes todos los sábados? ¿tienes otras mujeres?, ¿estás
ahorrando para la casa?, ¿ya compraste el carrito?, porque nunca se les
ocurrió preguntar cuánto me robaron por pelea, cuánta hambre
antes de los entrenamientos,
¿es que te quedaron debiendo?, nada de eso: el flash alumbra y se les
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág
novelas- 103 ]
tapan los ojos, no ven más allá de los nudillos de los dedos
hinchados no ven, andan como sanguijuelas sorbiendo noticias, no
les importas sino arriba, porque abajo, ¿qué noticias puedes darles?,
una página roja desde el hospital de Manga, nota necrológica el día
que estires la pata, qué buen peleador era ese morocho, acabado,
esperando que los médicos den el dictamen, Antonio en su lecho de
enfermo se muestra resentido por sus viejos fracasos y pensamos
que le faltó coraje para subir, en el fondo no se sentía seguro de sus
victorias, los complejos lo martirizaban, nada más que eso, una
piltrafa- dirán- y esperan verme como Joe Louis perseguido por los
policías y recaudadores de impuestos que asaltan su casa,
convertido en una piltrafa porque estás solo y soñaste ser un Sugar
Ray Robinson, un Floyd Patterson salido de cualquier barrizal
cartagenero, Kid Chocolate en sus años dorados, Archie Moore en
su gran trono imperial, uno de esos enormes negros que han hecho
la historia de los puños y puesto a bailar al mundo a su alrededor
porque el mundo empezaba a temerles, porque los empresarios
corren a los periódicos a untar la mano de los cronistas para que
digan “despacha esta gacetilla a ocho columnas, que nos reviente el
estadio”, y sueñan con que algún día esto de darse golpes limpios
sea arreglar combates veinticuatro horas antes, con pistoleros por si
les fallas, por si das un golpe que no estaba previsto, una avalancha
de golpes cortos en un cuerpo a cuerpo, las apuestas y el whisky
anegando el gimnasio, el ringside plagado de gánsteres, una
pandilla de matones entrando a los camerinos y palmaditas aquí,
abrazo acá, una picada de ojo como si dijeran: Ya sabes, negro, en
el tercero, out, y abren sus chaquetas cruzadas por cien botones y
en la cintura brilla un Colt, por si nos fallas, y nerviosos cuando
empieza el tercero con una ventaja que te cosquillea y no sabes si
vas a tener el coraje de desperdiciar el jab que te pide el adversario,
la miserable fuerza de decidir tu propia caída, ir retrocediendo hasta
las cuerdas y con los brazos bajo esperar que te desinflen de uno
dos tres directos en el estomago.
¿Con cuentos a mí? ¡Zape!, que un poco de malicia se va
aprendiendo en este oficio y no para darle vueltas al adversario y
esperar sus flancos débiles, una guardia abajo, falta de temple en las
piernas, demasiados directos con la derecha y la izquierda en la
retaguardia, ganchos en el aire como espantando mosquitos, lo que
se necesita es malicia para saber dónde están los amigos, porque
confío en Dios que saldré bien, mis hijos me necesitan, he sido
buen padre, de mí no se pueden quejar, yo sé que mi situación es
complicada, recuerdo que muchos boxeadores han sido afectados
[ Pág Óscar
104 ] Collazos
por el mismo mal, unos
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág
novelas- 105 ]
se vuelven locos, otros tullidos, algunos resultan complicados de
la lengua, pero yo no voy a ser igual: cuando salga de esto seguiré
trabajando, ya sé que me dirán: Te faltaron agallas, te acoquinaron los
golpes sufridos, allá ellos, comenzaré otra vida, ya sé quiénes son
mis amigos, quién espera ponerme la zancadilla, adiós al
cuadrilátero y sin nostalgias, no les voy a cantar un tango, adiós a la
celebridad y otra vez al montón, así me repitan que me sobraron
buenos sentimientos y me faltó el temple de los campeones, porque
lo que soy yo, no voy a caer en la trampa de las victorias, en ese
orgullo de por qué no buscas la revancha, y otra vez los médicos y
las enfermeras, el alcohol y el mercurio, el termómetro en las axilas
y en la lengua, cargamento de gasa pasando por mis narices hacia
los cuartos vecinos, camillas con sábanas blancas, lamentos de los
moribundos, esos ancianos que se van diariamente y los restantes
que esperan irse de un día al siguiente y aquellos que esperan cupo
para ocupar el lecho de los desahuciados, flores en la mesa de noche,
llantos por alguien que dijo no puedo más y se largó con su
cargamento de esperanzas a mejor muerte, el griterío otra vez, sácale
ventaja, Pippermint noqueándome en el primero, Isaac Marín en San
José de Costa Rica despachándome en el segundo, hace apenas un
año, cuando ya no podía dar más y algo me estaba fallando, venían
los dolores y el pie se iba paralizando. Fue en Torices: tiraba paso
como un condenado, siempre he sentido la música en las arterias,
cuando peleaba oía que una música lejana me iba dirigiendo los
asaltos, ordenando cada asalto, tres pasos adelante, lo llevas hasta
las cuerdas, cuidado con el clinch que éste lo ésta buscando, lo
llevas a paso de Conga y ¡ paf paf paf!, fuera chico, música de fondo
que sólo yo oía, que por eso me tiré en Torices a la pista, suavecito
primero, nada de arrebatos, suavecito que es la mejor forma de
gozar el baile, movimiento de cintura, qué rico bailas, los pies
haciendo sus figuritas y la hembra dejándose llevar, soñando que la
tienes en brazos, brazos de campeón- le dices- , cuando en esas,
¡coño!, el vacío, como si me quedara sin piso, el primer síntoma,
no es nada grave- me dije-, debe ser el cansancio, ya habrá otro día,
perdóname por hoy, mulata, debe ser el cansancio, y no podías
levantar la pierna, creías que era a consecuencia del mucho trajín,
pero después la cosa seguía y no era para encogerse de hombros,
nunca me encogí de hombros, debe ser algo grave, y es cuando me
llevo las manos al rostro y lo siento adornado de cicatrices, nada
para lamentarme como niña consentida, cicatrices por haberme dado
en cuerpo y alma a este oficio, por haberlo enfrentado hasta en las
peores derrotas, porque eso sí, limpio sí he sido, todo un caballero,
un hombre sencillo que a nadie ha subestimado,
[ Pág Óscar
106 ] Collazos
que nunca se llenó de encono contra el contrincante, así lo tuviera
en sus puños y le hiciera morder la lona sangrando, y si era yo
quien la estaba mordiendo, ahí estaban mis manos para decirle
bravo, te la jugaste limpiamente, y lloraba ese golpe que me daba la
vida, lo lloraba en mi camerino, en casa de la Merche no hablaba
porque ya no lloraba, por los ojos me estaba derritiendo de rabia,
echaba al preparador, déjeme llorar de rabia, porque era eso, sabía
que podía haber peleado mejor, ser más cautelosos, no mostrar el
cobre en el primer asalto, ser más zorro que oveja, pero Toño, no es
para desconsolarse, diste lo que tenías que dar, el destino quiso que
perdieras esta pelea, y yo, nada del destino, no meta al destino en
estas vainas, fui yo quien perdió la pelea, viejo, váyase y déjeme en
paz.
Vuelvo a sentir que la pierna izquierda se me cansa, de nuevo
Pippermint cae sobre mí y en la lona empiezo a desgarrarme
desconsoladamente, es el fin de un asalto como mi propia muerte:
Marín se me viene encima, ya desde el primero ha estado
tentándome cuerpo a cuerpo, golpes cortos, me ha sacado ventaja y
estudio la forma de zafarme de él cuanto antes, de cambiar el juego
porque mi primera salida fue en falso y el manager ha dicho que no
lo enfrente, que lo obligue a buscarme con golpes largos, ya será
hora de sorprenderlo con mi un-dos-tres, ¡pum!, atrás, atrás, atrás,
baile de baile de baile, mi jueguito de cabeza y un ojo que bizquea y
la goma entre los dientes como si se saliera, ¡pum!, pero no hay
chance, el hombre es un tigre, ha subido dispuesto a acabarme, se
ve que el público es un motorcito carburado en sus puños y Raúl
Rojas, en los Ángeles, da una buena pelea, un poco agitada desde el
comienzo, a ver negro tu resistencia, ambos queremos acabar de
una vez por todas, pero es hueso duro de roer, y ese mequetrefe de
Pilele, aquí mismo en Cartagena, ese don Nadie que luego andaría
por ahí diciendo que me había dado en la jeta, hoy se acerca a mí y
me dice Campeón, eso muy al comienzo, todavía no sabía lo que
era manejar el cuerpo, creía que era cuestión de tirar puños y que
mi ángel de la guarda los pondría en su sitio, no podía disponer de
mis puños como me entrara en gana: sesentidós peleas se vienen
sobre mí y están a punto de desfondar la cama, de acabar con este
silencio, de hacerme olvidar la espera de un estúpido fallo, de
gritarme al oído “Toño, no estás acabado, la vida te espera en la
calle”; sesentidós peleas que van armando la crónica de un hombre
que como yo nunca subió más allá de sus triunfos ni descendió más
abajo de sus derrotas porque unas y otras eran sorteadas desde el
instante mismo en que la campana sonaba y en esta esquina, y por
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág
novelas- 107 ]
mi sangre iba escurriéndose un calorcito de playa cartagenera, un
sol
[ Pág Óscar
108 ] Collazos
ardiente de carnaval en noviembre, una sacudida de negro curtido
en los peores oficios, lotero muellero albañil, palenquero de bien,
nunca ladrón, hombre honrado siempre, sesentidós peleas, cien
peleas que pasan por mi memoria y ahora esperando la última, la
más ardua e impredecible, pelea contra el mismo Dios en este
cuarto: cierro los puños, Merche repite que me tranquilice, las niñas
se abrazan a mí y abren sus ojazos de mulatas guapachosas, las
enfermeras caminan despacio en puntillas, los médicos blablablá, si
no fuera por mis familiares me estaría muriendo de soledad, aquí
nadie ha venido a verme, no me quejo, afortunadamente supe
controlar mi vida y lo poco que ganaba, por ahí tengo fama de duro
y dizque de amarrado, a Herrera le dan un golpe en el codo y cierra
las manos, pero lo que pasa es que no soy pendejo y supe
administrar lo que entraba, algún día te tiran a la calle y trapo sucio
que ni se mira, las enfermeras de nuevo, las gasa para los vecinos,
los llantos del niño enfermo, las lágrimas de las viejas que pasan
por los pasillos, el silencio de siempre, un calorcito pequeño
desmintiendo esta muerte, ganas de arrojarme a la calle, de echarme
agua de mar en los ojos, los médicos tan discretos, Merche tan
resignada, carajo pareces una enfermera pon cara de mi mujer, las
niñas prendidas a mi cama, mi escolta adormilado en la puerta, un
muchachón que no sabe para qué lo ponen a cuidarme si a nadie le
he quedado debiendo, por toda Bocagrande corre una fuerte brisa
en este diciembre, por mi memoria Frazer y Laguna, Rojas e Isaac
Marín, Caraballo fanfarroneando Yo soy el rey, los médicos el
alcohol el mercurio, en Torices la fiesta iba a dar hasta la
madrugada,
¿por qué no hablan más duro, coño?, las gasas los llantos mis
piernas la mano izquierda, un sollozo cortado, no llores Merche,
iremos saliendo, te llevaré a un lindo sitio con un combo rumbero,
toda la noche diremos adiós a cualquier incertidumbre, pensar que
uno hizo su cuerpo para pelear toda la vida y ahora nos falla, te
alzaré en mis brazos y al fin no es para que llores, negra, seré tu
Antonio, tu Toño a secas, con unos recuerdos tan extendidos que
podré gritarte ganamos contra las gasas y contra las enfermeras, la
ganamos, mulata, oye lo que te digo, la ganamos y no habrá conteo,
ahí tienes deshecho el punching-ball, aquí tienes mi cuerpo y todo
gira gira gira en el cuarto, qué diablos les está pasando, por qué no
dicen una palabra, gira gira y se oye en el radio La vida del Capitán
Silver, ¿por qué no la apagan?, las graderías repletas, en esta
esquina, y repitan campeón campeón, las últimas sílabas alargadas,
te sacamos a la calle en dos rounds y al fin lo fajaste como
esperábamos, para no pararse en la vida, vida te he dicho que no
Textos Escogidos -columnas, cuentos, [ Pág 101
novelas- ]
más llantos, no irás a ponerme un tango cuando lo que
[ Pág 100 Óscar
] Collazos
quiero es rumba, doctor dígame cualquier vaina no se esté haciendo
el misericordioso, dígale a los jueces que hagan sonar el gong, que
paren esa pelea, que no lo dejen darme de esa manera, saquen a
todo el público, échenlos de aquí a trompadas, qué hacen
inundando mi cuarto, por Dios, Merche, diles que se larguen ya
mismo, que hagan sonar la campana, ¿no ven que gané esta puta y
horrible pelea?
En A golpes, Editorial Lumen, Barcelona, 1974
Oscar
Collazos
(Bahía Solano, Chocó, 1942)
Vivió parte de su infancia y adolescencia en
Buenaventura, escenario de sus primeros libros
de cuentos y novelas: El verano también moja las
espaldas (1966), Son de máquina (1967) y Los días
de la paciencia (1977). Viajó invitado, en enero de
1968, a países del Este europeo y vivió en París los
“acontecimientos del mes de mayo”. Fue director
del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa
de las Américas de La Habana (1969-70). Vivió en
Barcelona desde 1972 hasta 1989. Allí publicó sus
novelas: Crónica de tiempo muerto (1975), Jóvenes,
pobres amantes (1983), De putas y virtuosas (1983),
Tal como el fuego fatuo (1986) y Fugas (1988). Fue
escritor invitado del Berliner Künstlerprogramm
(Berlín, 1977). A su regreso a Colombia se vinculó
como colaborador regular a La Prensa, El Espectador,
El Tiempo y El Universal de Cartagena. Es
columnista de los dos últimos diarios y ha sido
distinguido en dos ocasiones con el Premio Nacional
de Periodismo Simón Bolívar a mejor columna de
opinión. Entre sus novelas posteriores destacan:
Morir con papá (1997), La modelo asesinada
(2000), El exilio y la culpa (2002), Batallas en el
Monte de Venus (2004) y Rencor (2006). De esta
novela ha dicho la escritora española Cristina
Fernández-Cubas que “es de lo más crudo - y al
tiempo tierno- que he leído en los últimos tiempos. Y
de lo mejor.” Y el chileno Luís Sepúlveda: “Rencor
es una gran novela políticamente incorrecta.” Es
autor de la novela juvenil La ballena varada (1994),
de la cual se han vendido 200 mil copias en español.
Señor Sombra es su última novela. Es Doctor
Honoris Causa en Literatura de la Universidad del
Valle. Reside en Cartagena de Indias desde 1998 y
es profesor invitado de la Universidad Tecnológica
de Bolívar.
[ Pág 100 Óscar
] Collazos