Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial, sin el permiso de
autor. Todos los personajes y situaciones de este libro son ficticias, cualquier parecido con personas
vivas o muertas, lugares o acontecimientos es pura coincidencia.
Título original: Gris siena
Aislin Leinfill, octubre 2024
Diseño de la portada: Lidia Ramilo y Oliver Vidal
Maquetación: Lidia Ramilo
ASIN: B0DJHCSJRT
Dedicado a todos los que sienten que les falta algo, pero no son
capaces de saber qué es. No te preocupes, algún día
encontrarás tu camino.
Aislin
CAPÍTULO 1
Se miró en el espejo del ascensor, asegurándose de que su traje estuviera
impecable. El traje gris, hecho a medida, estaba perfectamente planchado,
la camisa blanca de algodón egipcio relucía, y la corbata destacaba el
vibrante azul celeste de sus ojos.
Tuvo que contener las ganas de pasarse la mano por el pelo. Su tono
rubio ceniza natural, ahora más oscuro gracias a la cera, estaba peinado
hacia atrás en un estilo pulcro. Sus rasgos se destacaban bajo la suave luz
del ascensor, y sus ojos, reflejaban pura determinación y confianza. Miró
satisfecho su reflejo: la ausencia de vello facial, su barbilla afilada y sus
mejillas llenas le daban una apariencia juvenil y elegante a pesar de sus 29
años.
Se ajustó los gemelos con sus iniciales grabadas y enderezó su corbata.
Su reloj de pulsera, un Rolex asomaba debajo del puño de su camisa,
añadiendo un toque de sofisticación a su atuendo. Era una noche crucial;
había trabajado arduamente para ser considerado para ese ascenso. Había
trabajado más horas que nadie, se había esforzado más que cualquier otro, y
había pasado muchas horas de su tiempo libre en la oficina, sacrificando su
vida personal. Pero todo valdría la pena esa noche. Después de conseguir
algunos de los contratos más importantes para su prestigioso despacho de
abogados, ese puesto era suyo.
El ascensor se detuvo, y respiró hondo antes de salir. Estaba listo para
enfrentarse al desafío y demostrar que todo su esfuerzo no había sido en
vano.
Una música suave inundaba la majestuosa sala del hotel donde se
celebraba la reunión con los mejores clientes. Los grandes ventanales
rodeaban las paredes, ofreciendo una vista panorámica de la ciudad
iluminada por millones de luces. Las lámparas de araña colgaban del techo
alto, esparciendo una luz cálida y acogedora. Mesas elegantemente
dispuestas con manteles de lino blanco y centros de mesa con arreglos
florales impresionantes, añadían un toque de sofisticación al ambiente.
Saludó a todos al pasar, esbozando una sonrisa, tratando de no mostrarse
maleducado. Sin embargo, su atención estaba centrada en los socios
fundadores del despacho: los hermanos Balwell, Aaron y Peter. Aaron, con
su cabello plateado y presencia imponente, y Peter, más joven y conocido
por su mente estratégica.
Había otros tres socios junior: Mariah Carlson, una de las abogadas más
astutas que había conocido; Waldo Poldish, conocido por su carácter afable,
pero ambicioso; y Paul Baldesh, un hombre con una dudosa reputación.
Apenas un mes atrás se había filtrado la noticia de que Waldo dejaría su
puesto para montar su propio despacho.
Con Waldo fuera de escena y un puesto vacante, había trabajado de
forma incansable para asegurarse de que su nombre estuviera en la lista de
posibles candidatos. Lo tenía casi asegurado; llevaba seis años en la firma,
había perdido muy pocos casos y había construido una cartera de clientes
estable que generó mucho dinero para el despacho. Su dedicación y
resultados no podían pasar desapercibidos.
Ninguno de los otros abogados tenía ni su experiencia ni sus aptitudes.
Era su momento, lo sabía, y estaba decidido a salir de allí con ese puesto.
Divisó a los dos hermanos hablando con uno de sus clientes más
importantes, un magnate de la industria tecnológica, y se dirigió hacia ellos
sin dudar, listo para ocupar el lugar que pronto sería suyo como socio
junior. Con paso firme y una sonrisa segura, avanzó hacia ellos, sintiendo la
mirada de sus colegas. Estaba preparado para sellar su futuro en la firma,
sabiendo que todo su arduo trabajo y sacrificio estaban a punto de dar sus
frutos.
Alguien lo agarró de la mano, haciéndolo voltear con brusquedad.
—¡Rhea! —protestó, liberándose de su agarre.
—No vayas con ellos —le chistó ella, llevándolo a una esquina para
alejarlos de ojos curiosos. Sus tacones resonaron con firmeza en el elegante
suelo de mármol.
—¿Qué? ¿Por qué? Estoy listo —aseguró a su amiga.
Rhea había llegado al despacho como abogada matrimonialista hacía
más de un año, y habían conectado enseguida. Su carisma era una fuerza de
la naturaleza, tenía facilidad para salirse siempre con la suya y un carácter
encantador cuando quería.
—No lo estás —masculló Rhea, saludando a alguien con la mano
mientras miraba alrededor con ojos cautelosos—. Llevo una hora
llamándote, ¿por qué no contestas al teléfono?
—Me estaba vistiendo para la fiesta.
—Estabas escribiendo tu discurso de agradecimiento, ¿verdad?
Carraspeó, intentando disimular la vergüenza. Era justo lo que había
hecho, afinando cada palabra con la esperanza de que pronto serían
necesarias.
—Me conoces demasiado bien —admitió, resignado, con una sonrisa
nerviosa.
Rhea negó con la cabeza sin darle importancia.
—Presta atención, escuché a Paul hablando con Aaron sobre ti.
Frunció el ceño, Paul no era su mayor fan y cualquier comentario suyo
no presagiaba nada bueno.
—Sí —añadió Rhea, asintiendo—. Estaba hablando mal de ti. Aaron le
confesó que iban a convertirte en socio junior y Paul consiguió convencerlo
de que se lo pensara mejor.
—¡¿Qué?! —siseó, sujetándola de la mano, sintiendo un nudo en el
estómago.
—Le dijo que eras muy buen abogado, pero que le preocupaba tu
situación personal.
—¿A qué se refiere? —inquirió desconcertado. Estaba soltero, no tenía
hijos ni pareja; su situación no podía ser mejor para un trabajo tan exigente.
—Le dijo a Aaron que tu vida personal era dispersa y que quizá los
clientes más conservadores no se sentirían cómodos contigo. Señaló
también que podrías no tener tiempo para los casos más complicados si
tenías una vida social activa.
—¿Cómo? ¿Me está discriminando?
—Por gay —le confirmó ella con su casi imperceptible acento—. Está
insinuando que eres promiscuo y que tus saltos de cama en cama no te
dejan espacio para nada más.
—Voy a hablar con él, ¿cómo se atreve a decir esas mentiras? —dijo
furioso, sintiendo como su rostro ardía por la ira—. No puedo consentir que
dé una imagen tan poco profesional de mí.
—No vas a hacer nada de eso —le negó ella, apretando con fuerza su
brazo.
—¿Qué? Por supuesto que sí, esto no se va a quedar así. Podría costarme
mi ascenso, me merezco ese puesto.
—Lo sé, y Paul también lo sabe, pero quiere meter a su favorito en tu
lugar. No puedes ponerte a su nivel, tienes que darle una bofetada a ese
idiota, con elegancia —le indicó ella, sus ojos brillando con determinación.
—Lo único que quiero es arrancarle la cabeza. Rata trepadora —
masculló, mirándolo de reojo. Era un traidor; él nunca haría algo así. Los
ascensos debían lograrse por méritos propios, no a través de engaños y
mentiras.
—Tú tranquilo. Tengo un plan perfecto: vas a acercarte allí y
presentarles a tu prometido —le indicó ella, bajando la voz y mirando
alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba.
—¿Qué dices? Sabes perfectamente que llevo sin salir con nadie más de
dos años. No puedo llevar a nadie.
—Eso ya está arreglado, tiene que estar a punto de llegar, pero no tuve
tiempo de prepararlo demasiado. Le di cuatro datos sobre ti y no es muy
hablador, así que asegúrate de llevar la voz cantante —sugirió Rhea,
sonriendo a la secretaria del despacho que los saludó efusivamente, era una
mujer curiosa que siempre estaba ávida de chismes.
—Por favor, dime que no pagaste a un prostituto para que se haga pasar
por mi novio —pidió, humillado. Estaba bien sin pareja; había invertido
cada segundo de su tiempo en sus clientes y contratos, no deberían
castigarlo por eso.
—Prometido —le corrigió Rhea, indignada—. Los detalles son
importantes; decir que tienes un prometido es señal de estabilidad y planes
de futuro. Demuestra que eres un hombre de fiar. En realidad, no demuestra
nada, pero para esta panda de estirados será suficiente. Como nunca hablas
de tu vida privada, nadie hará muchas preguntas sobre por qué no lo dijiste
antes. Yo me quedaré con vosotros para darle verosimilitud al engaño.
—Esto no es buena idea. ¿Qué hago? ¿Me lo invento y él me sigue la
historia? ¿Cómo lo conocí? ¿Cómo nos prometimos?
—¡No te inventes cosas! —le advirtió ella, sus ojos lanzando una
advertencia—. Cíñete a la verdad.
—¿Qué verdad? No sé ni quién es —respondió, agobiado, ajustando
nerviosamente el nudo de su corbata.
Rhea miró por encima de su hombro y sus ojos se abrieron por la
sorpresa.
—Sabes lo suficiente de él como para defender este teatro. Los jefes se
están acercando, así que sonríe —le ordenó ella entre dientes—. Lo
conociste a través de mí, eso es verdad. Os prometisteis en medio de una
fiesta familiar porque ambos valoráis la familia por encima de todo. Si te
preguntan por el anillo, di que fue hace una semana y queréis ir a
comprarlos juntos porque es más romántico.
—No puedo mentir tanto —protestó, volviendo a tirar del nudo de su
corbata, sintiendo el sudor en su frente.
Rhea le lanzó esa mirada altiva que reservaba para los maridos infieles
cuando estaba en el juzgado.
—Eres abogado, tu trabajo es manipular la verdad. ¡Manipula!
CAPÍTULO 2
—Señores Balwell, la fiesta es realmente maravillosa. Señor Calmont, es
un placer volver a verle —dijo Rhea con una sonrisa deslumbrante.
—Muchas gracias, Rhea —respondió Peter—. Estás encantadora esta
noche, si me permites el halago.
Rhea sonrió, dejando a los tres hombres sin aliento. Su figura esbelta,
acentuada por un elegante vestido rojo que abrazaba sus curvas con gracia,
y su cabello corto castaño, cuidadosamente peinado, destacaban en el
ambiente. Su rostro, con rasgos finos y una mirada penetrante, tenía el
poder de desconcertar incluso a los rivales más duros en los juzgados.
—Muchas gracias —contestó ella con un tono coqueto—. Tenía que
estar a la altura del evento.
Mientras sonreía e intercambiaba miradas con su amiga, notó que Rhea
y Peter compartían una energía que no le era desconocida. Aunque Rhea
siempre lo negaba, no podía evitar preguntarse si había algo más entre ellos.
—Blake, el señor Calmont estaba preguntando por ti —interrumpió
Aaron—. Quiere saber si ya tenemos novedades sobre esa patente en
Canadá. ¿Siguen negándose a vender?
Respiró aliviado. Hablar de trabajo era un tema que manejaba con
facilidad y destreza.
—La verdad es que tengo excelentes noticias al respecto —dijo, con una
sonrisa confiada—. No quiero estropear la fiesta con temas de trabajo, pero
he logrado llegar a un acuerdo con su abogado. Aunque se niegan a otorgar
la patente a nivel mundial por el momento, están dispuestos a vendernos los
derechos para Estados Unidos.
—¡Eso es una magnífica noticia! —exclamó el señor Calmont, su rostro
iluminado por la satisfacción.
—Blake nunca decepciona —afirmó Peter, claramente complacido—.
Bien hecho.
—Solo hago mi trabajo —respondió con modestia, restándole
importancia al asunto.
—¿El lunes seguirás la negociación? —preguntó el señor Calmont.
—No, señor. No quiero darles tiempo para que reconsideren su decisión.
Envié el contrato esta misma tarde y mañana a primera hora deberían
devolvérmelo firmado.
—Me gusta, tienes mentalidad de tiburón —dijo el señor Calmont,
mirando a Aaron con evidente satisfacción.
—Así es nuestro Blake —admitió Aaron con una sonrisa.
—Consígueme esas patentes y podríamos empezar a considerar tu
nombre para manejar todos mis asuntos y los de mi empresa —sugirió el
señor Calmont, con un brillo calculador en sus ojos.
—Le aseguro que pondré todo mi empeño para lograrlo —contestó con
determinación.
—Estoy pensando… —comenzó el hombre—, este domingo jugaré al
golf con tus jefes. ¿Por qué no nos acompañas y celebramos la firma?
—Será un honor —respondió.
—No sé si a Blake le gusta mucho el golf —opinó Aaron, lanzando una
mirada curiosa hacia él.
—Me encanta, es uno de mis deportes favoritos. —Evitó mencionar que
era el único que practicaba—. Me crie prácticamente en el campo de golf.
—¿No me digas? —preguntó el señor Calmont, claramente interesado
—. ¿Jugabas con alguien de tu familia?
—Sí, señor. Mi padre y mi abuelo son miembros honorarios del club de
golf.
—¡Yo también! Aunque no me suena el nombre de ningún señor Parker.
¿Cómo se llama tu padre?
—Eso es porque no usa el apellido de su padre. Estoy seguro de que lo
conoces, su nombre es Tobías Miller —respondió Aaron.
Tuvo que hacer un esfuerzo por no hacer una mueca. Odiaba que le
recordaran a su padre. Su sombra era extensa, y a menudo sentía que le
resultaba difícil escapar de su influencia.
—¡Claro que conozco a tu padre! Somos compañeros en las noches de
póker del club. Habla mucho de ti, pero creo que nunca escuché tu nombre.
Es un hombre excepcional —dijo el señor Calmont.
Se obligó a morderse la lengua y sonreír.
—Gracias a él me convertí en abogado —admitió—. Fue el mejor
abogado del estado.
—¿Y no quisiste seguir sus pasos como penalista? —interrogó el señor
Calmont, con genuina curiosidad.
—Estuve tentado —afirmó—. Pero acabé siguiendo los pasos de mi
abuelo. Me gusta más el derecho mercantil.
—Buen ejemplo, sin duda. Tu abuelo también era un gran hombre —le
alabó, con una mirada de respeto.
—Muy bueno, el mejor hombre que he conocido en mi vida —respondió
sin vacilar. Su abuelo había sido una figura importante en su vida, y su
muerte años atrás lo había dejado devastado.
—Por eso me gustan estos eventos —dijo el señor Calmont con una
sonrisa afable—. Es increíble lo que puedes descubrir sobre tus empleados.
—Sin duda —afirmó Aaron, con un tono de complicidad—. Espero que
esta fuera una sorpresa agradable.
—Por supuesto que lo fue. Ya me gustaba Blake, y ahora estoy aún más
contento —le contestó el señor Calmont—. ¿Y vienes solo, Blake, o esta
señorita es tu acompañante?
—Oh no, soy su mejor amiga y colega. De hecho, su prometido acaba de
llegar —anunció Rhea con alegría, agitando la mano a su espalda—.
¡Estamos aquí!
Se quedó rígido al escucharla. Su mente se llenó de inquietud al
imaginar quién sería el “prometido” que Rhea había mencionado. Rezó para
que no fuera demasiado obvio que era un chico de compañía y esperó que al
menos no hubiera escogido a alguien demasiado femenino o joven. Con un
suspiro y un esfuerzo por mantener la compostura, se dio la vuelta,
preparado para enfrentar la próxima sorpresa.
Se quedó sin aliento al ver al hombre que se acercaba hacia ellos. La
escena pareció ralentizarse mientras su atención se fijaba en la figura
imponente que se abría paso entre los invitados. Cada movimiento de su
cuerpo parecía tener una presencia magnética, como si su figura fuera un
imán que atraía todas las miradas.
Su caminar, firme y decidido, hizo que la gente se volviera hacia él. El
pelo negro, corto y bien cuidado, brillaba bajo las luces cálidas del salón,
enmarcando un rostro perfectamente esculpido. Pero lo que realmente
capturaba la atención, eran sus ojos, de un gris hipnótico.
A pesar de la elegante atmósfera de la fiesta, él destacaba con su altura
superior al metro noventa y su cuerpo atlético. Su físico, trabajado y
definido, no dejaba dudas de que era deportista. La manera en que sus
músculos se movían bajo el ajustado traje, sumado a su porte imponente,
hacía que se sintiera como un coloso entre los invitados.
—Blake, no sabía que tenías novio, y mucho menos que ya tenías
prometido. ¡Qué sorpresa! —dijo Peter, su voz sonaba lejana mientras Rhea
le daba un codazo en el costado.
—Blake es muy reservado, pero acaba de comprometerse y ya es hora
de que lo comparta con su círculo —contestó Rhea, manejando la situación
con una sonrisa que denotaba orgullo.
A pesar de sus palabras, apenas podía concentrarse en lo que decía
Rhea; toda su atención estaba en él. Cuando estuvo a menos de dos metros,
sintió un escalofrío que se transformó en un calor repentino que le recorrió
el cuerpo, haciendo que su piel se erizara.
—Buenas noches, siento la tardanza —se disculpó el recién llegado.
Estaba acostumbrado al ligero acento italiano de Rhea, pero el de él no
tenía nada en común. Era mucho más marcado y perfecto para su voz,
profunda y oscura. Otro escalofrío lo barrió por completo.
—¿No nos presentas a tu prometido? —preguntó Aaron a su espalda.
Se giró para responder, pero se dio cuenta de que no sabía ni su nombre.
—Atlas Scala —dijo Rhea rápidamente, señalando hacia sus jefes con
una sonrisa segura.
Intentó recomponerse de la sorpresa, intercambiando algunas palabras
de manera torpe mientras dejaba que Rhea se hiciera cargo de la
conversación. Atlas permanecía a su lado, como una presencia silenciosa,
casi como una estatua viviente. En cuanto los dejaron solos, se volvió hacia
su amiga.
—¿Atlas? ¿Este es tu hermano pequeño Atlas? —preguntó, con la
incredulidad aún en su voz. —¿Al que llamas hermanito?
—Sí —confirmó Rhea—. Es mi hermano menor. Siempre será mi
pequeñito. ¿Qué pasa? ¿No te gusta como novio falso? Es más creíble que
uno de esos chicos de compañía y también es guapo. Tiene mis genes.
—Pensé que era más pequeño, y… no es que no sea atractivo, pero no
me parece creíble que seamos pareja. ¿Es gay? —preguntó, preocupado.
Rhea soltó una risotada.
—No, no lo es. Y tampoco lo necesita para esto. ¿Acaso crees que mi
hermano es poco para ti? —dijo, con su leve acento italiano resaltando su
desdén—. ¿Lo has visto? ¡Es una obra de arte! Los dioses en persona
cincelaron ese cuerpo.
Parpadeó, intentando asimilar las palabras.
—No digo que no sea atractivo, es obvio que lo es. Solo que no creo que
alguien así estaría con alguien como yo —explicó con sinceridad.
El enfado en el rostro de Rhea se desvaneció de inmediato y se acercó
para abrazarlo.
—No te menosprecies, Blake. Eres perfecto tal como eres —le aseguró,
besándole la mejilla con calidez. La sinceridad en sus ojos era palpable, y
su abrazo reconfortante.
Ya estaba acostumbrado al carácter apasionado de su amiga, así que no
se sorprendió.
—No te preocupes, le conté a Atlas lo que necesitaba para sobrevivir a
la fiesta. Es la mejor opción para que te sientas cómodo. ¡Es familia! No
tienes que temer que te traicione ni sentirte avergonzado. Estamos de tu
lado, ¿entendido? Vas a conseguir ese ascenso, te lo mereces. ¡Equipo
Blake!
Sonrió y entrelazó su brazo con el de su amiga.
—Gracias por encontrarme un acompañante y por tu apoyo.
—Por supuesto. No te preocupes, los hermanos Scala siempre te
respaldaran —dijo Rhea con una sonrisa confiada.
—¿Cómo es posible que haya conocido a tu hermano Ceo, pero nunca
haya visto a Atlas? He ido a la casa de tu familia varias veces —preguntó,
mirando a Atlas, que observaba la sala con un aire de aburrimiento,
claramente desinteresado por la conversación.
—Atlas no está mucho en casa—explicó Rhea—. Vamos a hablar con
Paul, no deja de mirarte. Luego saludaremos a los más cotillas; el lunes
tienes que ser el centro de los chismes en la oficina.
—Esa parte no me entusiasma. Sabes que no me gustan los rumores —
dijo, con una mueca de desagrado.
Rhea le dio un tirón y lo arrastró sin escuchar su opinión, mientras Atlas
los seguía sin protestar, con la mirada fija en el horizonte como si estuviera
en su propio mundo.
CAPÍTULO 3
—¡Rhea! —gritó el lunes asomándose al pasillo. Ella salió de su
despacho, que estaba justo enfrente del suyo, con una expresión de
curiosidad.
—Ven aquí un momento —la llamó con una voz inusualmente dulce al
notar que algunos colegas los miraban con interés.
—¡Esa es tu cara asesina! ¿Qué pasa? —inquirió Rhea en cuanto cruzó
la puerta y vio su expresión de frustración.
En vez de responder de inmediato, señaló la mesa abarrotada de ramos
de flores y cestas de regalos.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Rhea, con evidente confusión.
—Son regalos —le contestó, esperando a que ella lo entendiera por sí
sola.
—¿Por el contrato que firmaste el sábado? —aventuró ella.
—Frío, frío. Helado —respondió mirándola directamente a los ojos. —
Adivina...
Ella volvió a mirar las cestas y los ramos, sus ojos abriéndose de par en
par cuando comprendió.
—Oh, oh —musitó.
—Sí, todos en la oficina lo saben —confirmó con resignación. Odiaba
que la gente hablara de él, fuera cual fuera el motivo.
Rhea le dedicó una mirada seria antes de sentarse en la silla frente a él.
—Esa era la idea. Mi plan funcionó a la perfección. No hubo ningún
ascenso todavía. Sigues siendo uno de los candidatos. Ahora, de hecho, eres
la mejor opción —dijo ella con confianza.
—No acabo de creerme que me estén discriminando por no tener pareja.
Debería poner una queja —se lamentó con frustración.
—En realidad, tiene bastante sentido —le contradijo Rhea, con un tono
pensativo. —A las mujeres se nos discrimina por tener hijos; consideran
que tendremos menos compromiso con el trabajo. Para los hombres, estar
prometido o tener hijos es el equivalente a que no saldréis corriendo ante
una oferta mejor porque buscáis estabilidad. Y siendo gay se da por
supuesto que eres promiscuo y poco fiable.
—Eso es una falacia. No todos los homosexuales somos promiscuos.
¿Todos los heterosexuales sois fieles? —preguntó exaltado, subiendo la voz
sin darse cuenta.
—Ninguno que yo conozca lo es, o yo no ganaría tanto dinero con sus
divorcios. Infieles hay en todas partes. Sabes que yo no pienso así y, por
suerte, la mayor parte de la sociedad tampoco. Pero nuestra profesión es
todavía muy conservadora. Pudiste hacerte peluquero canino o esteticista.
Tengo primos que se dedican a eso, ¿quieres que los llame y te busque
algo? —bromeó, intentando suavizar la tensión.
Sonrió contra su voluntad.
—Tú y tus primos —masculló, todavía molesto. —¿Te gustaría que
alguien pensara que por ser italiana perteneces a una familia de mafiosos?
Rhea estrechó los ojos y se cruzó las piernas de forma elegante, como
una diva en control de la situación.
—¿Me lo estás preguntando de verdad? Porque si lo haces... ¿Qué
número de pie calzas? ¿Has leído alguna vez “Veinte mil leguas de viaje
submarino”? —su tono era amenazadoramente juguetón.
Una risotada se le escapó de los labios, relajando un poco la tensión.
—¿Por qué? ¿Vas a regalarme unos zapatos de cemento y tirarme al
mar? —preguntó, siguiéndole el juego.
Ella dio un par de golpecitos en su rodilla, con una expresión indolente y
calculada.
—Yo no digo eso, solo digo... que hay cosas que es mejor no preguntar.
Tengo un primo que trabaja en la compañía de ferris, no sería difícil dejar
caer algo al agua sin que nadie lo viera. ¡Puf! —simuló dejar caer una
piedra con la mano antes de mirarse su manicura perfecta, como si hablara
del tiempo.
—¡Te odio! ¿Qué voy a decir cuando pasen los meses y no me case? —
preguntó, dejándose caer en la silla.
—Todos los días se cancelan millones de bodas en el mundo. La tuya
será una más. Por el momento, tienes que seguir con esta pantomima para
que tu situación personal no sea un problema para el ascenso —dijo Rhea
con una sonrisa tranquilizadora, mientras jugueteaba con un mechón de su
pelo castaño.
Suspiró, sintiéndose atrapado y sin saber qué hacer.
—¿Cómo convenciste a tu hermano de meterse en este lío?
Rhea lo miró con una expresión de indignación, cruzando los brazos con
firmeza.
—¿Convencer? Soy la mayor. Le dije que viniera y lo hizo. Hay que
tener respeto a los mayores, ¿sí?
—Sí —contestó por inercia, acostumbrado a que terminara así las frases
—. Pero tu hermano Ceo es el mayor de los tres, ¿no?
Rhea chasqueó la lengua, como si fuera obvio.
—¿Y qué? Soy su hermana; los dos tienen que hacerme caso.
Frunció el ceño sin comprender. No tenía hermanos para comparar, pero
no creía que eso tuviera sentido. La lógica de Rhea siempre tenía un giro
especial.
—¿Y ellos saben eso?
—No habrían seguido cumpliendo años si no lo hubieran entendido —
contestó muy seria, sin un ápice de duda.
Volvió a reírse, incapaz de contenerse.
—Me da que eso no es porque sean tus hermanos. Haces con la gente lo
que quieres.
Rhea esbozó una gigantesca sonrisa que duró un segundo, antes de
fulminarlo con la mirada.
—Pues si ya lo sabes, ¿por qué protestas? Estás prometido y punto.
Terminarás tu compromiso en cuanto seas socio y listo. Arreglado, ¿sí?
—Sí —contestó de nuevo sin pensar—. Aunque tendrás que convencer a
tu hermano. No parecía muy contento.
Rhea suspiró con cansancio, entrelazando las manos sobre el estómago y
mirando al techo como buscando paciencia.
—Atlas nunca está contento, no es personal.
—¿Seguro? Puede que estuviera enfadado por fingir ser gay delante de
un montón de desconocidos. Si yo fuera hetero también estaría molesto.
—No, confía en mí. Está enfadado con la vida. Por eso nuestro padre lo
apuntó a boxeo, para sacar toda esa rabia desmedida. Si hubiera sabido que
acabaría trabajando de boxeador, mamá nunca le habría dejado hacerlo.
—¿Tu hermano es boxeador profesional?
—Sí —le confirmó ella, como si fuera lo más natural del mundo.
—¡Pero eso es horrible! —exclamó—. Mi prometido no puede ser
boxeador, es una actividad violenta. No me gustan los deportes de contacto,
nunca me casaría con alguien así.
Rhea parpadeó visiblemente confundida, estrechando los ojos mientras
lo miraba con atención, como si intentara entender su lógica.
—¿Estás diciendo que mi hermano no es lo suficientemente bueno para
ser tu prometido falso?
—No —contestó con rapidez. Las conversaciones con Rhea podían darle
dolor de cabeza—. Solo digo que... no importa. Atlas es genial, encantador.
Rhea hizo un gesto muy expresivo con la mano, como si apartara una
molestia invisible.
—No es verdad. Es insufrible, pero es mi hermano y tú no puedes hablar
mal de él.
—Perdón. En realidad, debería besar el suelo que pisa. Es un milagro
que accediera a este teatro con ese trabajo. Dile que intentaré no molestarlo
más y que, por supuesto, nunca diré su nombre para que no tenga problemas
con su trabajo o su novia.
Rhea estalló en risas al escucharlo, inclinándose hacia adelante y
cubriéndose la boca con una mano.
—Me gustaría ver a Atlas con una mujer —dijo ella, limpiándose las
lágrimas de risa—. O un hombre, ya que estamos. Con alguien que respire,
en general. Me valdría saber que tiene una novia incluso robótica.
—Dijiste que no era gay —le recordó, confuso, rascándose la cabeza.
—Porque no lo es. Ha habido alguna chica cuando era más joven, pero
hace muchos años de eso. Puede que no le funcionen todas sus partes; quizá
se llevó algún golpe entrenando —razonó Rhea, distraída, mientras jugaba
con un bolígrafo.
—No te sigo —murmuró, cada vez más perdido.
—Te dije que mi hermano es insufrible, ¿sí?
—Sí.
—Pues lo decía en serio. Atlas no tiene interés por nada que no esté
dentro del ring. La gente no le interesa, ni siquiera para el sexo. No se
relaciona con las personas.
—¿Es asexual? —preguntó sorprendido. No le dio esa impresión cuando
lo conoció; de hecho, en su opinión, rezumaba magnetismo sexual. Aunque,
llevaba sin sexo más de un año, su opinión podía estar condicionada.
—No, es gilipollas. Mi madre dice que algún día sacará la cabeza del
culo y verá que no lleva una buena vida.
—¿Tiene malos hábitos? —preguntó con suavidad, preocupado por sus
palabras.
Rhea chasqueó la lengua con impaciencia, como si la pregunta fuera
ridícula.
—No, ni alcohol, ni drogas, ni juego, ni anabolizantes. Pesa todo lo que
come, lleva años siguiendo un plan de nutrición que da ganas de llorar al
ver su plato. Hace siglos que no come nada con azúcar o que tenga un
mínimo de sabor. Aburrido, aburrido.
—Bueno, cuidarse está bien —afirmó, dubitativo.
—Es una obsesión. Esa no es forma de vivir. Sale a correr, aunque
llueva, siempre antes del amanecer; desayuna y entrena todo el día. Come y
se entrena otra vez. Se duerme antes de que el sol termine de ocultarse y
todo empieza de nuevo. Solo varía su rutina las noches de pelea o cuando
tiene que viajar.
—¿Es muy conocido? No quiero meterlo en ningún lío —preguntó
preocupado, imaginándose titulares de escándalo en los periódicos.
—Más o menos. Está peleando en la categoría de peso pesado. Hace dos
años estuvo a punto de ganar el cinturón, tiene un nombre en el deporte,
pero no lo siguen por la calle. A veces notas de prensa en deportes, alguna
que otra campaña publicitaria. No sale mucho, así que, aunque quisieran
pillarlo, no podrían —le explicó Rhea—. Nadie tiene por qué enterarse de
esto, no te preocupes. Quedará entre nosotros tres.
—Menos mal. Con suerte, me dan el ascenso hoy y ya no tengo que
nombrarlo nunca más. ¿Crees que lo reconoció alguien en la fiesta? —
preguntó con preocupación, recordando cada mirada que recibió esa noche.
—¡Qué va! Tú tranquilo, sigue hablando de tu prometido si surge la
oportunidad y sin forzar. Cuando tengas asegurado el puesto, esperamos
unas semanas para no ser obvios y anunciamos la ruptura.
—Supongo que tienes razón. No solemos tener muchos eventos de
empresa. Solo tengo que aguantar en silencio.
—Eso es. Y puede que comprarte un anillo sea una buena idea. Así
habrá un recordatorio constante de tu compromiso sin que necesites hablar
de él.
—Me parece muy triste comprarme un anillo de compromiso de
mentira. ¿Podemos esperar un poco? —preguntó a su amiga—. Puede que
me den el puesto después de vernos juntos. Creo que fuimos muy
convincentes como pareja.
Rhea lo miró llena de escepticismo, alzando una ceja.
—He visto salmones congelados más expresivos que vosotros —dijo
ella con absoluta seriedad—. De todas maneras, si necesitas comprar un
anillo, conozco a un joyero con joyas preciosas que te hará buen precio y
será discreto.
Entrecerró los ojos con sospecha, tratando de contener la sonrisa.
—¿Otro primo? —adivinó.
Ella asintió de forma solemne.
—El primo Vinnie.
Estalló en risas mientras ella seguía hablando de sus parientes. No creía
que fuera a necesitar al primo Vinnie, pero nunca se aburriría de las
historias de la familia Scala.
CAPÍTULO 4
La noticia de su compromiso empezó a extinguirse a las tres semanas.
Envió tarjetas de agradecimiento por los regalos y pronto se olvidó del
tema. Sin embargo, parecía que los hermanos Balwell también se habían
vuelto olvidadizos, ya que no habían mencionado ni un solo susurro sobre
su ascenso. Siendo justo, tampoco habían hablado de dárselo a nadie más.
Aunque no lo dijo en voz alta, conforme pasaban los días, comenzó a
ponerse más nervioso. ¿Por qué no le habían dado todavía el ascenso? ¿A
qué estaban esperando? En un intento de distraerse, invitó a Rhea a tomar
unas copas después del trabajo. Se encontraron en su bar favorito, un lugar
acogedor con luces tenues y música suave. Bebieron durante un par de
horas, disfrutando de la conversación y riendo a carcajadas de tonterías.
Después, decidieron compartir un taxi para regresar a casa. La noche era
fresca y la ciudad estaba iluminada por las luces de la calle. Le dieron al
taxista primero la dirección de la casa de Rhea, quien todavía vivía en la
casa familiar, un gran edificio en las afueras de la ciudad, rodeada de
jardines bien cuidados.
Durante el trayecto, Rhea habló de sus planes para el fin de semana,
mencionando una reunión familiar y algunas tareas pendientes con
parientes. La escuchaba, intentando relajarse, aunque su mente seguía
dándole vueltas a la incertidumbre del trabajo.
—¿Nos vemos mañana para comer? —ofreció su amiga al detenerse
frente a la entrada de la casa.
—Claro. Te llamo cuando me despierte —prometió, con una sonrisa que
intentaba ocultar su preocupación.
Rhea no tuvo tiempo de tocar la puerta antes de que esta se abriera de
golpe.
—¿Ceo? ¿Qué haces en casa un viernes por la noche? —preguntó Rhea,
su voz llena de sorpresa al ver a su hermano mayor.
—Eso no importa ahora —respondió él, con un tono enigmático que
sugería que había algo más que lo preocupaba.
Observó con curiosidad cómo los dos hermanos conversaban en italiano
a una velocidad que casi parecía un murmullo, mientras el taxista,
impaciente, miraba el reloj y tamborileaba con los dedos en el volante.
—Baja —ordenó Rhea, tirándole del brazo con urgencia.
—¿Para qué? Tengo que irme a casa, he bebido. No es el mejor
momento para saludar a tu familia —se quejó, incómodo y preocupado por
el estado en el que se encontraba. No había bebido demasiado, pero
tampoco habían comido mucho.
Rhea suspiró con frustración, tomando su brazo con firmeza y guiándolo
hacia la puerta. Ceo le pasó un billete al taxista, que se marchó rápidamente
en cuanto la puerta se cerró tras ellos.
—Oye, no te asustes, ¿sí? —le pidió Rhea, sujetándole las manos con un
gesto que pretendía ser tranquilizador.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirando a Rhea y Ceo, con una creciente
inquietud en el estómago.
—La familia lo sabe —informó Ceo con una seriedad inusual.
—¿Qué sabe? —preguntó, mirando de uno a otro esperando una
explicación.
—Lo tuyo con Atlas —añadió Rhea con una firmeza que intentaba
calmar la situación. —Tienes que entrar.
—No jodas —murmuró, asustado, con la voz temblorosa. —¿Se
enfadaron por eso? No sabía que tu familia era tan conservadora.
—Vamos dentro —pidió Ceo, empujándolo suavemente hacia la entrada.
—Bien, puedo explicarles lo que pasó. ¿No deberíais llamar a Atlas para
advertirle? —preguntó él, aún aturdido, mirando a los dos con
preocupación.
Rhea lo miró con sorpresa y algo de impaciencia.
—Atlas vive aquí con nosotros —le dijo, señalando hacia el interior de
la casa—. No hace falta avisarle.
Un enjambre de voces en italiano llenaba la casa, los tonos altos y
rápidos de la conversación que se hicieron un silencio absoluto cuando
entró a trompicones en el recibidor con los dos hermanos.
—Blake, pasa hijo —saludó Marisa desde la cocina, su tono fue cálido y
maternal mientras se acercaba con una sonrisa amistosa—. ¿Tienes hambre?
—Eh… —Miró a Rhea y Ceo sin saber qué hacer, su mente aún
desorientada—. Acabamos de picar un poco.
—Bien, te preparo algo —dijo Marisa, moviéndose hacia la mesa repleta
de comida con la eficiencia de alguien que sabe cómo atender a sus
invitados.
—No rechaces la comida de una mujer italiana —le susurró Ceo con una
sonrisa divertida, tratando de aligerar la atmósfera.
—Perdón —murmuró nervioso, mientras dejaba su abrigo para que Ceo
lo colgara en el perchero cerca de la entrada—. ¿Están muy enfadados?
—Ya has estado aquí antes. No te comportes de una manera distinta —le
advirtió Rhea con un tono firme—. Déjame hablar a mí.
Asintió, siguiéndola por el corto pasillo hasta la cocina, tragando saliva
al ver cuánta gente había allí.
Marisa estaba amontonando comida en varios platos, mientras
Michaella, la abuela de Rhea, estaba sentada en la isla de la cocina tomando
café, con una expresión de serenidad que desafiaba la hora avanzada. Una
mujer desconocida que nunca había visto antes estaba también presente,
junto con Atlas, que estaba sentado al lado de su abuela.
Sin el traje, Atlas parecía aún más imponente, vestido con una camiseta
blanca de tirantes y pantalones de baloncesto hasta las rodillas, como si
acabara de levantarse de la cama.
—Blake, toma asiento. ¿Qué quieres beber? —preguntó Marisa,
señalando una de las sillas con una actitud amistosa.
—Ahhh. —Sonrió, nervioso. Atlas estaba mirando la espalda de su
madre con una expresión impasible—. Café, por favor. Me temo que hemos
bebido un poco.
—Agua fría sería mejor. No bebas café a esta hora, no dormirás —le
contestó Michaella con una sonrisa amable—. Yo soy vieja, duermo poco.
Además, no me afecta, todos los italianos bebemos café desde jóvenes.
—Todos no —protestó Atlas, mirando a su abuela con una mezcla de
cariño y resignación.
—Casi todos —le respondió Michaella con una sonrisa que no se
desvanecía—. Creo que nunca habías conocido a mi nuera, Luisa —añadió,
señalando a la mujer desconocida que estaba de pie cerca del banco de la
cocina.
Luisa avanzó con decisión, y al acercarse, le tomó el rostro con sus
manos con una confianza inusitada. Lo examinó detenidamente con sus ojos
marrones, evaluándolo con una mirada crítica, pero apreciativa.
—Es guapo —decidió con un acento mucho más marcado que el de los
Scala—. Delicado, elegante. Tiene buen porte. Servirá perfectamente —
concluyó, dándole una palmada de satisfacción en el hombro y mirando a
las otras mujeres que le respondieron con asentimientos aprobatorios.
—Sentaros —ordenó Marisa, colocando platos llenos de comida sobre la
mesa.
Rhea lo empujó con suavidad para que se sentara en una de las sillas,
mientras intentaba procesar la situación.
—Supongo que debería disculparme. Quiero dejar muy claro que Atlas
no es gay —dijo, dirigiéndose a Marisa y Michaella con preocupación—. Él
tuvo la generosidad de ayudarme, haciéndose pasar por mi prometido en el
trabajo. Lamento de corazón si eso ha causado algún tipo de molestia para
su familia.
—Nadie está enfadado contigo, cielo. Sabíamos lo de tu cena de
empresa —le tranquilizó Marisa con una sonrisa comprensiva—. A estas
alturas de la vida, si Atlas trajera a un hombre a casa y me dijera que es su
novio, le daría un beso… y dinero para que se lo quede.
Una risita nerviosa escapó de sus labios al escuchar la broma, aliviado
por la reacción amistosa.
—Mamma —protestó Atlas, visiblemente incómodo.
—Es verdad. Ya no soy exigente contigo, hombre o mujer, no importa.
Solo consigue a alguien que te aguante —respondió Marisa con una risa
despreocupada.
Atlas miró a su madre con los ojos entrecerrados, claramente molesto.
—Si lo quieres, te lo damos —ofreció Michaella con una sonrisa
risueña, que solo acentuaba la incomodidad de su nieto.
No pudo contener las carcajadas al ver la indignación en la cara de
Atlas, quien lo fulminó con la mirada, tratando de mantener la compostura.
—¿Cómo supisteis lo de la cena? No se lo dije a nadie. ¿Te chivaste,
niño? —acusó Rhea a su hermano pequeño con reproche.
—Un primo de los Martell trabaja de camarero los fines de semana
haciendo extras. Estaba en la cena y reconoció a Atlas. Se lo contó a su
madre, ella lo mencionó en la tienda de la prima Teresa, quien se lo dijo a
su madre, que a su vez se lo contó a tu primo Carlo y él a mí —resumió
Luisa con una velocidad vertiginosa, como si contara una anécdota común.
Parpadeó boquiabierto, incapaz de seguir el ritmo de la narración. Se dio
cuenta de que quizás había bebido demasiado y su mente estaba un poco
embotada.
—Genial, ahora tengo un hermano gay —comentó Ceo, con la boca
llena de comida y una expresión de sorpresa entremezclada con diversión
—. Mola, el día del Orgullo pienso pedirme el día libre.
—Buena idea, compraré banderas arcoíris para los dos —bromeó Rhea
con una sonrisa.
—Hay que comprar más —le respondió Ceo—. Ya lo puse en el chat de
los primos, todos querrán una.
—No soy gay —les recordó Atlas, apretando los dientes y con una
expresión de frustración evidente.
—No te cierres puertas —le sugirió su abuela con un tono animado,
mientras le daba un pequeño golpecito en el brazo—. Hay que ir con los
tiempos. Tienes veintiséis años, puedes cambiar de opinión.
—¡Nonna! —protestó Atlas, claramente harto del tema.
Su abuela le sonrió con ternura, intentando abrazarle con un solo brazo,
pero debido a su pequeña estatura, apenas logró alcanzar su cuello con la
mano.
—Es broma, Atlas —le dijo ella, con una mirada llena de amor.
Sonrió mientras observaba la escena, sintiendo que la diferencia de
tamaño y carácter entre la delicada abuela y el imponente Atlas le daba un
toque casi cómico a la situación.
—Ya que habéis empezado este pequeño teatro, hemos pensado que
podrías hacerle un favor a Atlas —le dijo Marisa, llamando su atención.
—Por supuesto, sí —aceptó sin dudar, intentando estar tranquilo a pesar
de la extraña situación.
Atlas le lanzó una mirada helada, que parecía intentar atravesarle con su
intensidad.
—No le hagas caso —le aconsejó Luisa con un tono tranquilizador—. El
primo Mateo se casa, es mi sobrino, y nos gustaría que acompañaras a
Atlas.
—No necesito una niñera —se quejó Atlas con desdén.
Su abuela le frunció el ceño, mostrando una ligera desaprobación.
—Solo tendrías que ser su acompañante durante la boda —le explicó
Marisa con paciencia, tratando de despejar cualquier malentendido.
—No me importaría hacer eso —contestó.
—Pero… —empezó a adivinar Rhea, anticipándose a las
preocupaciones que podrían surgir.
—Bueno, Atlas no es gay. No creo que quiera dar una impresión
equivocada a su familia. Si les explicáis que me hacía un favor, olvidarán
todo el asunto —opinó.
—Cielo, a nadie le importa eso. Y aunque lo hiciera, nadie se metería
con él, ni contigo, por supuesto —lo tranquilizó Marisa.
—Perdón, pero estoy confuso. Atlas es… —Miró cohibido en dirección
a Atlas, buscando las palabras adecuadas—. Un hombre atractivo, no creo
que necesite ayuda para encontrar acompañante.
A su alrededor, hubo varios murmullos de disconformidad y miradas de
desaprobación.
—Créeme, sí la necesita. Y también será positivo para ti, puedes tener
unas fotos que enseñarles a tus compañeros —dijo Luisa, con una sonrisa
que intentaba ser persuasiva.
—Nadie va a hacerme fotos —protestó Atlas, claramente incómodo con
la idea.
—Te quedarás quieto y dedicarás tu preciosa sonrisa a la cámara —lo
amenazó su madre, señalándolo con el dedo de manera firme.
Los dos se miraron fijamente, con una tensión palpable, hasta que Atlas
finalmente puso los ojos en blanco en señal de resignación.
—Bien, lo que sea —cedió Atlas, cruzándose de brazos marcando todos
sus músculos.
—Arreglado —aplaudió Luisa con entusiasmo, satisfecha con la
resolución.
—Toma, la invitación de la boda —le dijo Marisa, extendiéndole un
sobre lacrado con una sonrisa triunfante.
Cogió el sobre que le ofrecía, todavía dudando y tratando de procesar
toda la información.
—Preséntate en la iglesia a las doce, vestido de traje. Los bancos de la
familia están en las primeras filas. Ponte guapo —le ordenó Luisa con
seriedad.
—Claro, sí. ¿Estás seguro de que te parece bien? —preguntó
directamente a Atlas, buscando una confirmación.
Él le devolvió la mirada, sus ojos grises brillando con una mezcla de
desdén y resignación mientras lo observaba.
—Me da igual —contestó Atlas con total indiferencia, dejando claro que
aceptaba la situación a su manera.
—Lo que Atlas quiere decir es que te agradece la ayuda —repuso
Marisa con una mirada severa hacia su hijo.
—Por supuesto —murmuró, todavía poco convencido, pero resignado
—. Pues no hay más que hablar si a todos os parece bien. Nos vamos de
boda.
CAPÍTULO 5
Si ya había sido surrealista tener un prometido falso sin siquiera haber
tenido tiempo para pensarlo, asistir con su familia a una boda resultó aún
más extraño. Nunca había visto una boda tan grande en la que todos los
asistentes fueran de la misma familia.
Una interminable fila de parientes se acercó a la mesa para saludarles.
Aunque la situación era incómoda, Rhea y su familia se mantuvieron cerca
la mayor parte del tiempo, lo cual ayudó a mitigar el malestar. Se le
presentó como un amigo de Atlas, y aunque las miradas curiosas no
cesaron, nadie se atrevió a hacer preguntas directas. Sin embargo, le quedó
claro que algunos sabían cómo había acabado allí.
La familia Scala resultó ser cálida y cercana, una cualidad que apreció
desde el primer momento. Sin embargo, Atlas seguía siendo un enigma.
Durante toda la ceremonia, su expresión permaneció impasible, y durante la
comida, no dijo ni una sola palabra. Se mantenía frunciendo el ceño ante
cualquier pregunta y revisando su reloj con frecuencia.
—Si quieres, podemos irnos —ofreció en voz baja mientras los demás
conversaban animadamente entre sí.
Atlas lo miró con una sorpresa casi palpable, como si no hubiera notado
su presencia antes.
—No puedo irme hasta que bailen los novios. Ese fue el trato con mi
madre.
—Ah. Bueno, cuando quieras irte, me lo dices. Tengo mi coche fuera.
—Yo también.
Aunque Atlas no parecía tener ganas de hablar, decidió seguir
intentándolo.
—Quería darte las gracias por hacerte pasar por mi prometido. Imagino
que debe ser raro para ti, pero intentaré no mencionarte para evitar meterte
en problemas —le prometió con una sinceridad que trataba de ser
tranquilizadora.
Atlas se giró hacia él, mirándolo con atención.
—¿En qué tipo de lío podrías meterme tú?
—Por tu trabajo, claro. Pero no te preocupes —le aseguró con rapidez
—. No le dije a nadie que eras boxeador.
—¿Qué tiene de malo mi profesión?
Se quedó en silencio por la sorpresa. Parecía que entender las
implicaciones no era el fuerte de Atlas.
—Nada, lo digo por si temías que lo hubieran aireado. Procuro no hablar
de ti si alguien me pregunta.
—Bien, porque solo lo hice por hacerle un favor a mi hermana —
contestó Atlas, volviendo a sentarse recto y cruzándose de brazos.
—Qué majo —masculló, sorprendido por su actitud borde—. Igual que
yo lo de venir aquí contigo. Lo hice como un favor a tu familia,
especialmente a tu madre.
—Tampoco parece que tengas muchos lugares a los que ir.
Giró la cabeza, desconcertado.
—¿Disculpa? Por lo menos mi familia nunca ha tenido que convencer a
nadie para que me acompañe a una boda.
—Ni yo a rogarle a mi hermana que me busque un prometido falso. En
la lista de personas patéticas, tú vas primero.
Dejó escapar un sonido de indignación. La conversación estaba tomando
un giro inesperado.
—Ahora entiendo por qué tienen que buscarte pareja. Eres un creído.
¿Te crees muy especial por estar en forma? Veo tipos llenos de esteroides
todos los fines de semana en la discoteca.
—¡Retira eso! —le reclamó Atlas, girándose para enfrentarlo con una
expresión feroz—. Yo no he tomado esteroides en la vida. Mi cuerpo es el
resultado del trabajo duro y el esfuerzo. Algo en lo que se ve que tú no
inviertes tiempo —contestó con malicia.
—¡Qué mentira! Llevo una dieta saludable y siempre uso las escaleras
para hacer ejercicio.
—Por favor, se nota que no has hecho ejercicio en tu vida. Solo hay que
mirarte —le dijo, mirándolo de arriba abajo.
Se quedó con la boca abierta, pero la llegada oportuna de Rhea lo salvó
de una confrontación inminente.
—Atlas… —dijo con voz suave, acercándose a su hermano—. No estás
siendo malo con Blake, ¿verdad?
—Nunca —contestó Atlas con un descaro que no disimulaba su desdén.
Rhea entrecerró los ojos, dispuesta a intervenir.
—¿Blake? ¿Algo que deba saber? —le preguntó, buscando cualquier
indicio de conflicto.
—De hecho, sí —respondió con una sonrisa que claramente no era
sincera, llena de azúcar envenenado.
No era muy bueno fingiendo, y Atlas lo miró con una mezcla de
sospecha y desconfianza.
—He pensado que sería bueno para nuestro pequeño engaño que nos
hicieras una foto. Ya sabes, para ponerla en mi despacho y que todos la
vean. Sería un desperdicio no exponer a mi espectacular prometido.
El ceño de Atlas se frunció aún más.
—Nada de fotos —le negó con dureza.
—Cállate —lo cortó Rhea, de forma tajante—. Es buena idea. Poneros
más juntos, quiero que se vea el centro de flores, para que sea más
romántico.
Atlas murmuró maldiciones en italiano, un lenguaje que no comprendía,
pero el tono revelaba su frustración. La insistencia de Rhea en tomar la foto
parecía casi cómica dada la seriedad de Atlas.
—Tu prometido fofo y aburrido necesita una foto. Sonríe, amore.
Encontró su reacción inesperada y divertida al ver la expresión
sorprendida y casi indignada de Atlas, contrastando con el mal humor que
parecía acompañarlo en todo momento.
—¡Que os juntéis! —ordenó Rhea, apuntándoles con su móvil—. Atlas,
rodéale con el brazo.
—¡No! Eso no será necesario —le aseguró a su amiga, tratando de evitar
el contacto físico.
Atlas, sin embargo, sonrió de una manera que lo hizo sentirse incómodo.
Su enorme brazo lo rodeó, atrayéndolo a su lado, quedando cara a cara
cuando alzó la cabeza, a centímetros uno del otro. El aroma a bergamota y
cítricos lo tomó por sorpresa; no parecía alguien que usara perfumes.
Atlas inclinó la cabeza para igualar su altura y le dedicó una sonrisa
descarada, sus ojos grises brillando con una mezcla de travesura y desafío.
Atlas separó los labios para decir algo; en su boca, con su acento, las
palabras sonaron de manera completamente distinta.
—Sonríe, amore.
—Dame tu móvil desbloqueado —susurró Rhea durante la reunión
semanal de personal.
La miró extrañado.
—¿Para qué? —preguntó, manteniendo el tono bajo.
Ella hizo un gesto demandante con la mano, y finalmente le pasó el
móvil. Rhea lo escondió entre los dos y pulsó varias veces la pantalla antes
de devolvérselo. Observó con curiosidad, esperando una explicación, pero
Rhea simplemente dejó el móvil sobre la mesa y continuó escuchando
atentamente la reunión. No podía evitar notar cómo Paul seguía ofreciendo
a su protegido para varios casos y cómo Aaron asentía en acuerdo. Miró de
reojo a Rhea, quien le devolvió una mirada de confirmación.
—¿Hay algo más que os gustaría decir antes de terminar la reunión de
personal? —preguntó Peter, con un tono amistoso.
Todos negaron con la cabeza.
—Bien, pues empecemos la semana con energía. Buen trabajo a todos
—despidió Peter con una sonrisa.
Su móvil se iluminó con varios mensajes. Casi se atraganta al ver su foto
con Atlas en la boda. Rápidamente tomó el móvil de la mesa, pero como
todos estaban de pie, la pantalla era visible.
—No hace falta que la escondas, es una foto muy bonita —comentó
Peter, acercándose con interés.
—Lo siento, es muy poco profesional —se disculpó, mirando de reojo a
Rhea. La mataría en cuanto pudiera.
Peter se rio, y su hermano se le unió con una expresión curiosa.
—¿Una cena romántica? —preguntó Peter.
—Eh… no. Una boda familiar… —Miró a Rhea, que se había puesto
detrás de Aaron y le hacía gestos para que continuara—, de mi prometido.
—Hace mucho que no voy a una boda —comentó Peter—. ¿Fue
divertida?
Rhea asentía violentamente detrás de ellos.
—Mucho, Atlas tiene mucha familia.
—Rhea, ¿tú también fuiste? —preguntó Peter, mostrando interés.
—Por supuesto, era la boda del primo Mateo —dijo Rhea, poniéndose a
su lado para responderles—. Estaba toda la familia y Blake no podía faltar,
es uno más.
—¿Te llevas bien con tu futura familia política? —preguntó Aaron.
Rhea se giró hacia él, advirtiéndole con la mirada que no profundizara
demasiado.
—La verdad es que sí, me parecieron maravillosos desde el primer día
que conocí a la madre de Rhea… y a Atlas —añadió, corrigiéndose
rápidamente.
—Eso es bueno, todavía queda mucha gente intransigente —respondió
Peter.
Asintió, aunque no pudo evitar observar a Aaron. Aunque siempre
parecía satisfecho con su trabajo, a veces notaba un destello de
desaprobación en su mirada.
—Eso es verdad, aunque para ser sincero, la familia Scala siempre me
trató como uno más.
—¿Entiendo que conociste a Atlas gracias a Rhea? —continuó Peter,
mostrando un renovado interés.
—Sí, digamos que… fue una sorpresa para mí acabar con él.
—¿Qué pensó su familia? —insistió Aaron.
—La verdad es que todos nos pusimos muy felices de conocer su
relación. Blake es mi mejor amigo y ahora será mi hermano —mintió Rhea
con facilidad, sacándolo del apuro.
—¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?
—Más de un año —mintió, con una naturalidad convincente.
—¿Un año? Es curioso porque es mucho tiempo para haberlo mantenido
en secreto —comentó Aaron, mostrando una expresión de escepticismo.
De repente no tuvo dudas de que las sospechas de Rhea sobre su ascenso
eran correctas.
—Soy una persona reservada, vengo al trabajo a cumplir con mi labor.
No creo que fuera muy profesional traer a mi prometido aquí —respondió,
conteniéndose para no mostrar su mal humor.
Peter rio, rompiendo la tensión que se había creado.
—Nos gusta pensar que somos una pequeña familia. No tengas
problema en traerlo. Es más que bienvenido. De hecho, cuando os caséis,
será uno más. Puede venir de visita cuando quiera.
Sonrió agradecido a Peter. Su jefe era justo a pesar de ser bastante
exigente, y desde el primer día le hizo sentir cómodo.
—Muchas gracias —se despidió con una sonrisa y se dirigió de nuevo a
su despacho, con Rhea pegada a su costado.
—Te lo advertí —le susurró Rhea—. Esto requiere una intervención de
emergencia.
—No hagas una de tus locuras. Sería muy obvio si de repente Atlas
empezara a aparecer en mi oficina. Además, definitivamente no le caigo
bien a tu hermano.
—No es nada personal. Él es así, te lo dije, lo único que llama su
atención es el boxeo. Pensaremos en algo discreto, pero contundente.
Se detuvo en medio del pasillo, mirando a su amiga con sorpresa.
—¿Qué? —le preguntó ella, desconcertada.
—¿Tú entiendes lo que significa la palabra discreción? —replicó, con
incredulidad en la voz.
Rhea se cruzó de brazos, mostrando una expresión desafiante.
—¿Quieres mi ayuda o no?
—¿Tengo opción? —quiso saber, levantando una ceja.
Rhea le dedicó una sonrisa altiva.
—No, pero si eso te hace sentir mejor, podemos fingir que sí.
CAPÍTULO 6
Apenas habían pasado cuatro días desde que aceptó la ayuda de su
amiga, cuando sufrió su primer ataque al corazón. Mientras disfrutaba de
una taza de café con algunos compañeros en la sala de personal, la
recepcionista se asomó por la puerta con una sonrisa que no anticipaba la
bomba que iba a lanzar.
—Blake, tu prometido te llama por teléfono. Dice que no respondes al
móvil, línea uno —le anunció con una sonrisa que parecía a punto de
estallar por la ilusión de un nuevo chisme.
Miró a sus compañeros, algunos estaban inmersos en una conversación
trivial sobre la última serie de moda, y se disculpó rápidamente con los que
estaba hablando.
—Lo dejé en la oficina —se disculpó, mientras los demás lo rodeaban
con risitas y comentarios sobre su recién descubierto prometido—. Ahora
voy, gracias.
Salió de la sala dando un par de traspiés, sintiendo una creciente
preocupación. Seguro que Rhea había estado metiendo mano en algo para
que el nombre de Atlas apareciera de nuevo.
Cerró la puerta de su despacho y descolgó el teléfono con aprensión, sin
saber qué iba a encontrarse.
—¿Sí? —preguntó, temeroso, mientras se sentaba en su silla giratoria
que chirrió bajo su peso.
No hubo respuesta, solo una respiración algo forzada y rítmica al otro
lado de la línea.
—Mmm… ¿Atlas? No te escucho.
»—Porque no estoy diciendo nada —contestó Atlas, con tono de
malestar que resonaba claramente a través del teléfono.
—¿Y para qué me llamas?
»—Mi hermana me obligó a llamarte a esta hora para presumir con tus
compañeros. Dijo que no puede ser una llamada inferior a dos minutos.
Estoy contando el tiempo, por si no lo sabías.
Una risa se le escapó de los labios, que se relajó un poco al entender lo
que estaba pasando.
—¿Se puede ser más odioso que tú?
»—Deberías darme las gracias por permitirte continuar con tu teatro. De
nada, por cierto.
—¿Y qué sacas tú con todo esto? —preguntó, haciendo girar su silla de
un lado a otro con un gesto nervioso.
»—Rhea me ayudará a evitar los próximos dos eventos familiares.
—¿Por qué quieres evitar eso?
»—Tengo cosas que hacer —contestó Atlas, su respiración sonando un
poco entrecortada.
—¿Qué estás haciendo? Si te estás masturbando, miénteme.
Se sorprendió tanto al escuchar la risa de Atlas que dejó de moverse, la
silla dejó de girar y la recepcionista que no dejaba de vigilarlo lo miró con
curiosidad.
»—¿Por qué iba a llamarte si estuviera haciendo algo así? —quiso saber
Atlas.
—No lo sé, pero tu respiración está entrecortada y no dejas de jadear.
»—Tienes una imaginación muy vívida y una autoestima muy alta.
Estoy haciendo guantes.
—¿Te los haces tú mismo? —inquirió, boquiabierto mientras notaba
cómo sus mejillas se sonrojaban—. ¿No los puede coser nadie?
La risa de Atlas volvió con más fuerza, casi sonando a carcajada.
—No, parte del tiempo lo uso para entrenar, y la otra mitad la dedico a
coser.
Frunció el ceño mientras desbloqueaba la pantalla de su ordenador,
buscando el significado de “hacer guantes” en su buscador.
—Podías haberme dicho que hacías sparring. Lo habría entendido —se
defendió, sintiendo que el calor subía a sus mejillas.
»—Acabas de buscarlo en internet.
—Mentira —negó con alivio, sabiendo que no podía ver lo que él hacía.
»—Escuché las teclas —lo pinchó Atlas con un tono burlón.
—Buscaba algo para un caso —volvió a mentir, mientras miraba
nerviosamente alrededor de su despacho, casi esperando verlo aparecer
reclamándole el engaño.
»—Mientes fatal —insistió Atlas con firmeza.
—No me estás viendo, no puedes saberlo por teléfono —se defendió,
intentando mantener la calma.
»—No necesito verte. Lo sé.
El sonido de la línea cortándose lo tomó completamente por sorpresa. Miró
la pantalla del teléfono, desconcertado. Dos minutos exactos. La
confirmación de que Atlas había cumplido con su parte del trato lo hizo
soltar una risita nerviosa.
El sábado comenzó con la promesa de un largo y relajante fin de
semana. Había planeado ir a desayunar con Rhea, pero a media hora de su
cita, ella le envió un mensaje diciendo que no podía ir porque tenía que
hacerle un favor a uno de sus tíos. Como no tenía nada mejor que hacer, se
ofreció a ir a recogerla, ya que acabaría en una hora.
Cogió un café extra para llevar y siguió las indicaciones de su navegador
hasta un gran local. Al llegar, dejó el coche en el aparcamiento de al lado y
miró boquiabierto el cartel que colgaba en la entrada: “Scala”.
Sabía que muchos de los familiares de Rhea tenían negocios, pero era la
primera vez que escuchaba hablar de un gimnasio. La curiosidad lo llevó a
entrar.
Abrió la puerta con una mano, mientras sostenía el café helado con la
otra, tratando de mantener el equilibrio. Se detuvo un momento en el
umbral, sus ojos recorriendo el vasto espacio que se extendía ante él. La luz
natural inundaba el lugar a través de grandes ventanales que iban del suelo
al techo, creando un ambiente brillante y limpio.
A lo largo de las paredes, una fila de máquinas de ejercicio relucientes
estaba dispuesta de forma ordenada, cada una ocupada por personas
esforzándose al máximo. En el centro de la habitación, destacaban dos
grandes cuadriláteros de boxeo. Uno de ellos estaba vacío, mientras que, en
el otro, dos hombres intercambiaban golpes con habilidad y precisión. A su
alrededor, un pequeño grupo de personas se había congregado, sus
voces sonaban llenas de entusiasmo y consejos, ofreciendo sugerencias y
apoyo a los boxeadores.
El lugar estaba lleno de energía; el sonido de los guantes golpeando, las
respiraciones pesadas y las exclamaciones animadas creaban una sinfonía
de actividad que hacía palpitar el gimnasio con vida. Reconoció a Atlas al
instante. Solo llevaba un pantalón de boxeo negro que destacaba su
musculatura definida y unos guantes que golpeaban de manera incansable a
su oponente. Su piel brillaba con una fina capa de sudor bajo la luz que se
filtraba por las ventanas, cada movimiento fluía con una mezcla de fuerza y
gracia que demostraba su destreza e impresionante forma física.
—Llegas pronto —escuchó la voz de Rhea. Giró la cabeza con alivio
hacia su amiga.
—Se están pegando —anunció, señalando con el dedo la lona.
—Sí, esa es la idea —contestó Rhea con una sonrisa risueña.
—Pero están pegando de verdad. ¿Son enemigos? —puntualizó, la
incredulidad plasmada en su tono.
Rhea volvió a reírse, su diversión era evidente.
—No tiene sentido que entrene si su compañero le deja ganar, ¿no crees?
—Supongo. No sabía que tuvierais un gimnasio.
—Era el capricho de mi padre, Atlas lo reformó hace un año. Es
impresionante, ¿verdad?
—Todavía me falta un poco para terminar. ¿Por qué no te acercas a
mirar? —le ofreció ella.
—No creo que sea buena idea. ¿Y si lo molesto?
—¿A quién? ¿A Atlas? —le preguntó ella riendo a carcajadas—. Podría
caer un meteorito aquí mismo y él seguiría peleando. Enseguida vuelvo —
le prometió.
Se metió la pajita en la boca, mirando con nerviosismo a su alrededor.
Avanzó paso a paso hasta quedarse detrás de los hombres que no dejaban de
gritar. Permaneció en silencio, tratando de pasar desapercibido. No tenía ni
idea de boxeo, pero sabía reconocer la potencia y la fuerza en sus
movimientos. La rapidez con la que se movía a pesar de su tamaño, la
forma eficaz de ahorrar energía para ser certero; era todo un espectáculo
verlo en movimiento, casi hipnótico.
Se estremeció al ver cómo su contrincante caía contra las cuerdas sin
fuerza.
—¡Ya está bien! Dale un respiro al chico, Atlas. Hidrátate —le ordenó
un hombre corpulento, acercándose al cuadrilátero con una botella de agua.
Se separó un poco, cohibido, mientras todos comentaban los mejores
golpes. Observó cómo Atlas bebía, incapaz de apartar la mirada de su
cuerpo. Nunca había visto a un hombre más impresionante; resultaba
sobrecogedor verlo hacer algo tan mundano después de semejante
demostración de fuerza.
Los ojos de Atlas se toparon con los suyos mientras cerraba la botella.
—Amore, ¿qué haces aquí?
—¡¿Amore?! —preguntaron varias voces a la vez, mientras trataba de no
morir atragantado con su café.
Abrió los ojos con sorpresa, limpiándose la boca con el dorso de la
mano.
Fulminó a Atlas con la mirada, acercándose a la esquina del
cuadrilátero.
—¿Podrías gritar un poco más alto? No te escucharon en el Polo Norte
—le dijo cuando estuvo cerca.
Los demás seguían hablando entre sí, sin dejar de mirarlos.
—Es una broma, no lo dice en serio —les aseguró, dedicándoles una
trémula sonrisa al grupo de desconocidos.
—Claro que sí, es mi prometido —insistió Atlas, señalándolo con el
dedo.
—¿Cómo? ¿Eres gay? —sonó entre el grupo de hombres.
Le dio un puñetazo en el pie, que era lo que tenía más cerca.
—¿Te puedes callar? —siseó furioso—. No puedes irle diciendo esas
cosas a la gente, sobre todo cuando no son ciertas.
Atlas sonrió mientras se sentaba en la lona, con una expresión de
satisfacción. Colgó los brazos de las cuerdas, dedicándole una sonrisa
socarrona.
—¿Por qué no? Es la verdad.
—Sabes perfectamente que no. Es una treta, para mi trabajo.
—Entonces, ¿debería asegurarme de que todo el mundo sepa que es
mentira? —preguntó Atlas con falsa ingenuidad.
—No, eso tampoco. Solo hay que ser discretos mientras dura esta
pantomima. ¿Qué vas a decirle a toda esta gente cuando yo desaparezca?
Atlas le dedicó una sonrisa maliciosa.
—¿Estás preocupado por mí? —preguntó de manera burlona.
—¿Por qué solo te veo contento cuando te metes conmigo? —inquirió
entrecerrando los ojos.
Atlas alzó una ceja como respuesta, pero no dijo nada.
—No sabía que tenía novio y llevo entrenándole cinco años —dijo un
hombre acercándose—. Soy Ray, aunque supongo que ya lo sabes todo de
mí.
Atlas dio otro sorbo a su botella, sin dejar de sonreír.
—La verdad es que no. Lo siento —se disculpó ante el incómodo
silencio.
—¿No? Será posible con este mocoso —maldijo el hombre mirando a
Atlas.
—Soy Blake, encantado de conocerte —se presentó, tendiéndole la
mano.
—¿A qué te dedicas? Nunca te había visto por aquí; supongo que lo
conociste en el gimnasio porque nunca va a ninguna parte.
Miró a Atlas, inseguro de si debía seguir con su mentira. Él seguía
sonriendo, dejándole hacer y decir lo que quisiera.
—Soy amigo de Rhea, así lo conocí —le explicó, tratando de ceñirse a
la verdad.
—Eso tiene más sentido —murmuró Ray.
—Ya estoy lista —anunció Rhea, interrumpiendo la conversación.
Le habría dado un beso a su amiga como agradecimiento por sacarle de
allí.
—Un placer conoceros a todos.
—Ven a vernos cuando quieras —le ofreció Ray.
—Eso, amore, ven a vernos cuando quieras —lo invitó Atlas en tono
jocoso.
—Que te den —se despidió, haciéndole un corte de manga.
Atlas se rio a carcajadas, haciendo que tanto él como Rhea se giraran a
mirarlo.
—No le hagas caso —le aconsejó ella.
Aceptó el consejo, pero de todas maneras le sacó la lengua, solo para
dejar clara su opinión.
Mientras salía, volvió a escuchar la risa de Atlas.
—Tu hermano es una pesadilla —se quejó.
Rhea se rio, enlazando su brazo con el suyo.
—Acabas de conocerlo, dale tiempo. Las pesadillas te parecerán el cielo
cuando Atlas te tome confianza.
Miró a su amiga, alarmado. ¿Podía ser peor?
CAPÍTULO 7
—Blake, tienes visita —le informó la recepcionista con una sonrisa que
parecía a medio camino entre nerviosa y divertida.
—No tengo nada en mi agenda esta mañana —contestó, confundido.
—Ya lo sé —dijo ella, emocionada—. Es una sorpresa, pero creo que te
va a encantar.
No tuvo que preguntar nada más, porque en ese momento, Atlas
apareció detrás de la recepcionista.
—Oh… —lo observó sin comprender qué lo había llevado hasta allí.
—Os dejo solos —anunció ella, despidiéndose con un guiño antes de
salir.
Atlas entró en el despacho, cerró la puerta con un leve golpe y se acercó
a la mesa, colocando un gran vaso de plástico transparente con un líquido
verde en su superficie.
—Hola —lo saludó él con una indiferencia que no dejaba lugar a dudas
sobre su estado de ánimo.
Iba vestido con ropa deportiva, y parecía que acababa de salir del
gimnasio o que estaba a punto de entrar.
—¿Vienes a verme y me traes un batido? —preguntó, aún confundido.
Atlas se encogió de hombros, mirando alrededor del despacho con
desdén.
—De pepinillo —aclaró Atlas, sin dejar de examinar el lugar con su
mirada.
—¿Y me lo traes porque…? —murmuró, moviendo el frasco con
desagrado. No quería ni pensar a qué podría saber ese veneno.
—Rhea dijo que tenía que venir a verte y que tuviera un gesto romántico
que no fuera demasiado obvio para no llamar la atención. Batido, romance
—resumió Atlas con su marcado acento, señalando el vaso como si fuera
una obra maestra.
—Ehhh… —musitó, observando el verde oscuro y desagradable del
líquido—. En tu idioma supongo que sí, en el mío es como si dijeras:
tiburón, mascota. No tiene sentido. El café hubiera sido una mejor opción;
no tomo batidos, pero gracias.
—Ni yo bebo café —contestó Atlas de forma seca—. La cafeína
deshidrata y puede arruinar tu sistema nervioso. Me aburro, me voy. Es mi
hora de correr.
No tuvo tiempo de responder; solo pudo ver como Atlas abría la puerta y
salía sin añadir nada más.
Miró el despacho vacío y el horripilante batido verde, que parecía más
bien un experimento fallido de laboratorio.
—Qué personalidad tan encantadora. ¡Romance! —repitió con
incredulidad mientras cogía el vaso. Dio un sorbo a la bebida y se
estremeció por su horrible sabor. Sin pensarlo más, lo tiró a la basura, sacó
su móvil y escribió un mensaje rápido.
Blake:
Pásame el número de tu hermano.
Rhea:
Te lo envío, pero no te contestará. Dime lo que
necesitas y lo convenceré para que lo haga.
Ignoró su advertencia y le envió un mensaje de todas formas.
Blake:
Es lo más asqueroso que he probado en la vida. Si
hay una próxima vez, un café moka sería mucho
mejor. Gracias de todas formas; lamento darte tantos
problemas. Hablaré con Rhea para que no te pida
estas cosas.
No hubo respuesta inmediata, y no la esperaba. Las dos marcas azules en
su chat indicaban que Atlas había leído el mensaje, y eso era suficiente.
Al día siguiente, Atlas entró en su despacho sin previo aviso,
interrumpiendo su trabajo.
—¿Sabes cuántas calorías tiene un café moka? —preguntó Atlas, su
tono era tan imperturbable como de costumbre.
Cubrió la sonrisa que estaba a punto de aparecer, escondiendo la
sorpresa por la llegada inesperada de Atlas.
—No, pero supongo que tú sí.
—Más de ciento ochenta y cinco. Y si es de Starbucks, puede llegar a
trescientos noventa cuando añaden nata. Son calorías vacías, no aportan
nutrientes útiles al cuerpo —dijo Atlas, dejando un batido rojo sobre la
mesa con una mueca.
—Muy cierto, pero me gusta la cafeína. La energía que me da el café y
su sabor —replicó, contemplando el batido con escepticismo.
Atlas lo miró como si fuera un extraterrestre, su expresión revelaba su
desagrado por la adicción a la cafeína.
Se levantó para tomar el batido entre sus dedos, solo para volver a
dejarlo en la mesa con un gesto de asco.
—Eso lo hace el azúcar. Son grasas que ralentizan tu organismo y
destruyen tus células. Puedo oír cómo se descompone tu cuerpo en este
instante —aseguró Atlas con una mezcla de preocupación y desaprobación.
Rio sin esfuerzo por disimular, y se acomodó en la esquina de su mesa.
—Pero es que amo la sensación que me produce el café. El sabor del
azúcar en mi lengua, la forma en que lo noto bajar por mi garganta, el
subidón... me encanta —repitió despacio, casi en un tono de éxtasis.
Atlas lo observó con una expresión de desconcierto.
—¿Te estás masturbando?
La indignación y la sorpresa por la pregunta hicieron que se atragantara
por un momento.
—¿Por qué me preguntas eso? No se le pregunta esas cosas a nadie —
reclamó, claramente ofendido.
—Tú me lo preguntaste a mí —le recordó Atlas, con una lógica
implacable—. Además, no parecías estar hablando de una bebida. Me dio
miedo.
Se rio ante la absurda idea que Atlas había planteado.
—¿Yo te doy miedo? Podrías aplastarme solo cayéndote encima, eres
enorme —replicó, intentando desviar la conversación.
Atlas giró la cabeza, observándolo con un interés meticuloso.
—No lo sé, no estás en forma, pero diría que puedes aguantar más de lo
que parece.
El calor subió por su cuerpo con tanta fuerza que le quitó la respiración.
No parecía que estuvieran hablando de lo mismo.
—¿Otra vez me estás llamando fofo? —preguntó, tratando de mantener
la compostura.
—No usé esa palabra. Dije que no estás en forma, lo cual es cierto —
respondió Atlas con calma. —Pero nunca diría que estás fofo. Tienes carne
en los lugares correctos.
Parpadeó, esperando que Atlas añadiera algo más, pero él continuó
mirándolo de la misma enigmática manera.
—¿Carne? —murmuró, confundido por la descripción.
Atlas lo observó sin una expresión clara, sin retractarse, ni explicar lo
que acababa de decir.
—Bébete el batido. Es de remolacha y zanahoria con algas. Levantaría a
un muerto —le aseguró, con una nota de desafío en su voz—. Me voy,
adiós, amore.
—Adiós —respondió por inercia a la oficina vacía, mirando cómo Atlas se
alejaba.
—Deja de pedirle a tu hermano que me traiga batidos. Son asquerosos
—dijo a última hora de la tarde.
Rhea lo miró sorprendida.
—No le pedí que te llevara nada —respondió extrañada.
—¿Cómo qué no? Me dijo que le ordenaste tener un detalle conmigo
para seguir fingiendo.
Ella asintió de forma enérgica.
—Cierto, pero eso fue una vez. Dime que no te está regalando pesas o
guantes —le pidió Rhea.
—No. Me trae batidos de verduras.
Rhea se atragantó por la risa.
—Ese es mi hermanito. En su línea de rarito. Atlas puede ser encantador
si quiere, pero nunca quiere y tiende a hacer lo que le apetece… —Ella se
quedó en silencio antes de negar con la cabeza—, lo que hace que parezca
más raro de lo que es.
—No es tan raro —la contradijo—. Es…
Los dos se miraron durante bastante rato.
—Eres mi falso cuñado, somos familia. Ya puedes decirlo, Atlas es raro.
Cualquier hombre por atrofiado sentimentalmente que esté, entiende que un
gesto romántico son unos bombones o unas flores. Mi hermano te lleva
batidos asquerosos. Este chico no tiene remedio —se lamentó ella.
—Batidos horribles —precisó al recordar el sabor—. Pero sigo sin creer
que es raro, está un poco obsesionado con el deporte y está claro que
sociabilizar no se le da bien, pero no es ni de lejos el tío más raro al que he
conocido.
—Ponme un ejemplo. Dime un solo hombre que sea más extraño que mi
hermano —lo desafió Rhea.
—Tengo una lista enorme —le aseguró—. Salí con un chico que solo se
ponía a tono si escuchaba I´m coming Out de Diana Ross. Tuve un novio
que tenía un fetiche exagerado por mis pies. Y estuve liado con un tío que
cada vez que llegaba al orgasmo gritaba; ¡Mini punto para el pequeño
Johny!
Sonrió mirando a su amiga que se partía de risa tratando de respirar.
—Por favor, dime que la tenía muy pequeña —le rogó ella sin parar de
reír.
Sonrió sin responder, pero le guiñó un ojo, provocando que sus
carcajadas volvieran con más fuerza.
—Está bien, lo admito. Puede que existan hombres más raros que mi
hermano.
Atlas:
Ven rápido a la casa de mi madre, es urgente.
Condujo demasiado rápido hasta la casa Scala, sin ver nada en el
exterior que anticipara alguna tragedia. Prácticamente voló por la entrada
antes de llamar a la puerta, con el corazón latiendo a mil por hora.
Rhea llevaba un moño deshecho y ropa de estar por casa cuando le abrió
la puerta, su cara estaba manchada de harina como si hubiera estado
cocinando.
—Blake, ¿habíamos quedado? —preguntó desconcertada intentando
quitarse un pegote de masa de la mejilla.
—No. ¿Estáis todos bien? —inquirió con la voz llena de preocupación.
—Sí, íbamos a tomar café en la sala, acabo de ayudar a mamá a hacer
una tarta. Pasa, ¿qué te trae por aquí? —lo interrogó, guiándolo al interior
de la cálida y acogedora casa, donde el aroma a café y algo recién horneado
llenaba el aire.
—Sube —le ordenó Atlas desde lo alto de las escaleras, su voz
resonando con autoridad.
Rhea lo miró con curiosidad antes de dirigir su mirada hacia su
hermano.
—¿Para qué llamas a Blake? —quiso saber ella, limpiándose las manos
en el delantal.
Atlas la miró con una expresión de fastidio mientras bajaba un par de
peldaños.
—Métete en tu vida —le ordenó con firmeza, haciendo que Rhea pusiera
los ojos en blanco antes de desaparecer en el salón, murmurando algo para
sí misma.
Atlas se volvió hacia él y señaló al piso de arriba.
—Ven —le pidió.
Lo siguió, aún sin comprender de qué se trataba, pero incapaz de
resistirse a la curiosidad de descubrir lo que Atlas tenía en mente. Se quedó
sorprendido cuando abrió la puerta y se dio cuenta de que estaban en su
habitación. Una gran cama dominaba la estancia, las paredes estaban
pintadas en un gris claro, y dos grandes ventanales dejaban entrar el sol a
raudales.
Se acercó para ver el patio trasero de la casa desde la ventana. No había
cuadros ni figuras sobre los pocos muebles: una larga cómoda con un
espejo, un armario y dos mesillas de noche. La habitación era bastante
espartana, especialmente en contraste con lo agradable y decorada que
estaba el resto de la casa.
—Puedes sentarte —le ofreció Atlas.
Hizo un gesto a la habitación, señalando la falta de sillas.
Atlas señaló con la mano la cama.
Se sentó en la esquina, sin dejar de mirarlo, ya que él se quedó de pie.
—Eres bastante más soportable que la media de las personas que
conozco —le dijo sin más.
Parpadeó, sin saber qué decir a semejante declaración.
—¿Gracias? —contestó dubitativo.
—Necesito que me acompañes a una reunión de negocios.
La sorpresa hizo que su boca se abriera; era lo último que esperaba de él.
—¿No tienes abogado? Los boxeadores tendréis que firmar muchos
permisos para entrar al ring, ¿no?
Atlas asintió, dándole la razón.
—Tenía, pero siempre acaban renunciando.
—¿Y eso por qué? —preguntó, desconfiado.
—Dicen que no soy comunicativo y que es imposible saber lo que
quiero. Tonterías —opinó Atlas, sin expresión.
Trató de ocultar una sonrisa, dándole la razón a esos otros abogados. No
había nada peor que un cliente que no sabía cuál era su objetivo.
—Me dedico a las patentes, no creo que pueda servirte de ayuda.
Los ojos grises de Atlas se clavaron en él mientras fruncía el ceño,
descontento por su respuesta.
—Una marca de ropa deportiva quiere que firme un contrato, pero mi
entrenador cree que antes debería registrar mi marca personal.
—Entiendo. ¿No tienes registrado tu nombre? Muchos deportistas lo
hacen.
Atlas se cruzó de brazos, perdiendo la paciencia.
—¿Para qué? No soy cantante de rock, soy un boxeador.
Volvió a sonreír incapaz de disimular su gesto de burla; no había
conocido a nadie más terco que Atlas.
—No tienes que ser artista, pero tener tu nombre registrado facilita los
contratos y sobre todo te ayudará a crear algún tipo de entidad que gestione
los pagos que puedas recibir de contratos adicionales al boxeo. Es
financieramente muy útil, especialmente cuando te toque pagar impuestos.
Atlas hizo el mismo gesto de hartazgo que usaba Rhea cuando creía que
alguien estaba siendo ridículo.
—Seguro que sí, no tengo paciencia para estas cosas. Ven a la reunión y
negocia por mí —le ordenó.
—No sé si…
—Soy tu prometido en tu trabajo, puedes ser mi abogado en el mío.
—Podría recomendarte a alguien, incluida tu hermana que
probablemente serían opciones mejores que yo. Necesitas a alguien que te
conozca, facilita le trabajo. ¿Se lo ofreciste a Rhea?
—Ya lo hice, intentó trabajar para mí una vez. Mamá nos prohibió
volver a hacerlo, dijo que nos desheredaría. Créeme, es lo mejor, discutimos
todo el tiempo. No es bueno para los negocios. Además, no quiero a otro, te
quiero a ti.
Sabía que no debería, pero esas palabras despertaron en él sentimientos
que sabía que no debía sentir, y menos por alguien como Atlas.
Suspiró, dándose por vencido.
—Podías haberme dicho esto por teléfono, no necesitabas traerme aquí
—señaló con toda la razón.
—Aprendí hace mucho que es más difícil que la gente se niegue a hacer
lo que pido cuando me ven en persona —le contestó Atlas con total
indiferencia.
—Porque los amedrentas. Espero que sepas que yo no lo hago por eso,
estoy pagándote un favor —le advirtió—. Está bien, seré tu abogado por un
día.
Atlas lo miró con satisfacción.
—Cada vez que lo necesite —le corrigió él—. Te llevé dos batidos —le
recordó, como si fuera un esfuerzo titánico.
—Lo sé, por favor no lo hagas más. —Se pasó la mano por la cara—.
¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres insoportable? Cada vez que hablo
contigo, termino agotado —comentó con cierta exasperación.
Atlas lo miró con un gesto de superioridad.
—Tendrás que trabajar en tu resistencia.
Se permitió una sonrisa antes de ponerse de pie y caminar hacia la
puerta.
—Eres insoportable, pero voy a ayudarte porque, por alguna razón, me
importa lo que te pase. No quiero que termines arruinado por culpa de esa
enorme cabeza tuya.
Atlas parpadeó, sorprendido por su sinceridad.
—Mi cabeza es de tamaño normal —respondió enseguida.
Fingió que lo evaluaba.
—¿Tú crees?
Sonrió satisfecho de haberlo noqueado y fue hasta el piso de abajo,
quería un trozo de eso que olía tan bien.
CAPÍTULO 8
Atlas no le dio ninguna indicación sobre el lugar al que irían, así que se
puso un traje sin corbata y esperó a que pasara a recogerlo para
acompañarle a su cena de negocios.
Un todoterreno negro lo esperaba frente a la puerta del edificio.
—Sube, ¿a qué esperas? —le increpó Atlas bajando la ventanilla.
—Es un coche enorme. Tiene hasta un escalón para subirme al asiento
—dijo, forcejeando para sentarse y abrocharse el cinturón.
Atlas lo miró con atención, ignorando los bocinazos que sonaban detrás
de ellos.
—¿Pensabas que tenía un deportivo?
—Parece más tu estilo.
Atlas soltó una risotada.
—En absoluto. No voy a estar incómodo en mi propio coche. Los
deportivos son para hombres que tienen cosas pequeñas que compensar —
opinó con diversión.
Decidió no responder a su comentario, fijándose en la ropa de Atlas
mientras finalmente se ponían en marcha.
—¿Vas a ir así vestido a una cena de negocios? ¿La ausencia de ropa
apropiada también es porque no tienes nada que compensar?
—No vamos a cenar —le contestó Atlas sin dejar de mirar a la carretera.
—¿Cómo qué no? Me dijiste que era una reunión importante por la
noche.
—Fueron mis palabras, sí. No comprendo la relación de mis palabras
con una supuesta cena.
—Pero...
—Voy a pelear esta noche, casi todas las luchas son de noche o tarde
como muy pronto. La reunión se celebra allí.
—¡No quiero ver una pelea! Ya fue bastante malo verte entrenar —
protestó exaltado.
—Es más un simple trámite. Ni siquiera conseguirá tocarme; ese
fracasado está clasificado por un golpe de suerte. Será rápido —le prometió
Atlas.
—Ni rápido, ni lento. No me gusta la violencia, ni las peleas. Me hice
abogado porque creo en el poder de la palabra para solucionar cualquier
conflicto.
Atlas volvió a reír.
—Le pediré que se rinda antes de machacarlo —le ofreció entre risas.
—No pienso verlo —insistió.
—Bien, puedes quedarte en el vestuario. Allí estarás a salvo de la
violencia gratuita.
—Lo haré —prometió, cruzándose de brazos con enfado.
Atlas se carcajeó sin preocuparse.
Lo siguió hasta un gimnasio que parecía haber conocido tiempos
mejores.
—No creo que haya estado nunca aquí. ¿En qué parte de la ciudad
estamos?
Atlas levantó su bolsa de deporte poniéndosela sobre el hombro mientras
ponía la otra mano sobre el centro de su espalda y lo empujaba al interior.
—No te separes de mí —le ordenó antes de entrar en la locura.
Los recibieron gritos y música a todo volumen, como si acabaran de
entrar en un after a las seis de la mañana y todo el mundo estuviera ya muy
ido.
Se encogió por la sorpresa, al notar cómo lo rodeaban, pero la mano de
Atlas se mantuvo firme en su espalda, sin saludar a los que le llamaban,
guiándolo por un lateral hasta el vestuario y manteniendo a todos los demás
lejos.
—Blake, ¿estás bien? Esto puede ser un poco avasallador las primeras
veces —le dijo Ray, sonriendo en cuanto cerraron la puerta del vestuario.
—Sí, no sé qué esperaba, pero esto no. Atlas no me dijo que iba a pelear
esta noche —contestó, pasándose la mano por el pecho, todavía un poco
sorprendido.
—Es una noche de mucha expectación. No te preocupes, los chicos se
calmarán en cuanto empiece la pelea —le aseguró Ray.
Su estómago se encogió al pensar en gente pegándose, pero tuvo la
precaución de quedarse callado para no ofenderle.
—Prepárate —le ordenó Ray a Atlas—. No es un gran rival, así que
tienes que hacerte el remolón para dejar que la gente te vea y poder lucirte.
Atlas se abrió la chaqueta negra que llevaba, quedando con el pecho al
aire.
Giró la cabeza para no mirar, fijándose en las destartaladas paredes y
sentándose en el banco más alejado de ellos. Escuchó cómo Atlas recibía
todas las indicaciones de su entrenador mientras lo preparaban. Debería
haber sospechado que pasaría algo así; Atlas no parecía de los que iban a
cenas o comidas para solucionar nada.
—¿No vas a desearme suerte? —le preguntó Atlas, socarrón cuando lo
pilló mirándolo de reojo.
—Ojalá te peguen fuerte —le respondió con enfado.
Atlas estalló en risas.
—Amore, ¡qué feo! —respondió con diversión—. ¿Qué pasará si me
resbalo y me doy un golpe?
—Si el mundo es justo, ese tío va a partirte la cara.
Atlas se puso enfrente y sus abdominales quedaron justo en su línea de
visión.
Escuchó el balbuceo confuso de Ray, protestando por sus palabras,
mientras Atlas se reía de nuevo.
—¿Quieres que esas sean tus últimas palabras? Podría tener un accidente
en el ring.
—Serás... —le dio un puntapié en el gemelo, que estaba duro como una
piedra—. Largo de aquí —lo expulsó sin miramientos.
—¡Pero no le digas eso! ¡Tienes que animarlo! —protestó Ray—. ¿Qué
clase de novio eres?
—El que se merece —masculló.
—No se lo tengas en cuenta. Tiene hambre —le aseguró Atlas a su
entrenador—. Es una bajada de azúcar, seguro. Luego te conseguiré algo de
comer, amore.
Lo fulminó con la mirada, pero no se dignó a responder, cruzándose de
brazos.
—Volveré enseguida, tengo que calentar antes de la pelea —le prometió
Atlas—. Puedes quedarte aquí, es un lugar seguro, nadie te molestará. No
tardaré mucho en terminar con esto.
Asintió y lo vio marchar. Se mordió el labio mientras escuchaba cómo
una multitud gritaba el nombre de Atlas.
Cogió el móvil y envió un mensaje a la única persona que podía calmar
su inquietud.
Blake:
Atlas va a pelear esta noche y me trajo aquí sin
avisarme. No quiero ver la pelea, pero estoy en su
vestuario esperando. Necesito hablar con alguien.
Suspiró, guardó el móvil en el bolsillo y miró alrededor del vestuario.
Era pequeño, con bancos de madera gastada y taquillas de metal abolladas.
Las luces fluorescentes parpadeaban, dando una sensación de lugar
abandonado. La adrenalina y el nerviosismo seguían agitando su estómago,
pero intentó relajarse y esperar.
Se recostó contra la fría pared de azulejos, cerrando los ojos por un
momento. Aunque no quería admitirlo, había algo emocionante en estar allí,
en ese entorno tan ajeno a su mundo ordenado y racional. La
imprevisibilidad de Atlas, su fuerza y la intensidad que emanaba, lo
mantenía en un constante estado de alerta y fascinación.
Su móvil pitó con la respuesta de su amiga.
Rhea:
Te dije que era idiota.
Blake:
¿Con qué frecuencia pierde las peleas tu hermano?
Ella contestó casi al instante.
Rhea:
Hace años que es campeón invicto.
Releyó la frase un par de veces, tratando de asimilar la información
antes de responder.
Blake:
Dijiste que estaba ascendiendo todavía.
Rhea:
Porque es la verdad. Atlas tuvo su gran oportunidad
hace años, pero no se presentó al combate que lo
hubiera hecho campeón.
Blake:
¿Por qué? No parece de los que se asustan con
facilidad.
Se mordió los labios, esperando mientras ella le contestaba.
Rhea:
No hay nada más importante para Atlas que el boxeo.
Se perdió la última pelea porque estábamos de luto.
Mi padre falleció dos semanas antes y se negó a
pelear. No le hables de eso a Atlas, ¿sí?
Blake:
Sí.
Su cabeza se llenó de posibilidades mientras guardaba el móvil. No se
llevaba bien con su padre, pero no quería ni pensar en cómo se sentiría al
perderle.
Sabía que el patriarca de los Scala había muerto en un trágico accidente
de coche. No fue un choque; la carretera que recorría estaba llena de agua
porque llevaba días lloviendo y las ruedas del coche se bloquearon. Era una
carretera poco transitada, la ayuda tardó demasiado y, para cuando llegaron,
ya había fallecido.
Rhea hablaba de su padre llena de cariño, con la voz empapada de una
tristeza tan intensa que nunca se atrevió a preguntarle más por él. El amor
por su recuerdo también residía en la casa Scala; había fotos de él en el
pasillo y en la sala, siempre rodeado de su familia, en el centro, cuidándolos
a todos junto a su mujer. Fue tal la pena por su partida que su madre,
Michaella, se había ido a vivir con Marisa para pasar juntas el duelo y
acompañar a la familia.
Atlas parecía un coloso, no solo por su aspecto. Estaba claro que no era
una persona accesible; parecía esculpido en piedra y tan imperturbable
como ella.
La puerta se abrió, trayendo consigo toda la locura que había en el
exterior. Atlas no tardó en entrar, seguido de Ray y algunas personas más.
No tuvo que preguntar quién ganó; los gritos de júbilo vitoreando su
nombre fueron suficientes.
Miró su rostro, esperando ver una sonrisa de superioridad, pero en lugar
de eso, solo encontró el vacío. Literalmente la nada; no sonreía, no parecía
satisfecho, tenía el mismo aspecto que cuando su madre lo obligó a ir a la
boda.
Atlas se sentó en el banco frente a él, exhalando con fuerza.
—¿Lo hiciste bien? —preguntó, sintiéndose un poco tonto al no saber
qué decir en una situación así.
Atlas lo miró con una expresión extraña.
—Ganamos —respondió Atlas, su tono de voz tan plano como su rostro
—. No era un verdadero reto.
Ray intervino, dándole una palmada en la espalda a Atlas.
—¡Claro que lo hizo bien! Ese tipo no tenía ninguna oportunidad.
Asintió, sintiéndose un poco fuera de lugar.
—¿Y ahora qué? —preguntó, tratando de mantener la conversación.
—Ahora vamos a celebrarlo —dijo Ray, sonriendo ampliamente.
Atlas se levantó, estirándose sin prestar atención a su entrenador.
Observó a Atlas, intentando entender lo que pasaba por su mente.
Parecía que ganar no le daba la satisfacción que buscaba.
Atlas se quitó los guantes y los dejó caer sobre el banco. Sus
movimientos eran lentos, casi mecánicos, como si estuviera atrapado en una
rutina. Pudo ver las cicatrices y los moretones en sus manos, evidencia de
las peleas que había librado.
—¿Quieres ir a algún lado después de esto? —preguntó, intentando
ofrecer una alternativa a la celebración que Atlas claramente no quería.
Atlas lo miró por un momento, considerando la propuesta. Sus ojos,
normalmente duros y fríos, mostraron una chispa de interés.
—Tal vez otro día —respondió finalmente.
Asintió y observó cómo Atlas se dirigía a las duchas. Sentado en el
banco, pensó en lo mucho que había aprendido sobre Atlas en tan poco
tiempo. Algo le decía que había mucho más detrás de esa fachada de piedra.
—Blake, ven. Deja que te presente a unas personas —le pidió Ray
sujetándolo del brazo.
Se dejó guiar y pronto se encontró hablando con el representante de la
marca en nombre de Atlas. Le hicieron dos buenas propuestas y, para poder
tomarlas en consideración como era debido, les pasó su contacto y prometió
hablar con ellos.
—¿Qué te parecen las propuestas? —le preguntó Ray mientras
esperaban a que Atlas saliera del vestuario.
—No están mal, aunque quizá habría que hacer algunos ajustes. No soy
un experto, tendría que comprobar el valor de Atlas como deportista. Creo
que está invicto, ¿no?
—Sí, hace años que nadie lo tumba, aunque se tomó un descanso, eso no
cambia nada en el boxeo. Es un campeón invicto —contestó Ray enseguida
con orgullo.
—Pues quizá habría que crear un hilo argumental para él. Ya sabes…
Ray miró alrededor antes de volver a él.
—La verdad es que no te sigo —le confesó el hombre.
—Ya lo veo. Verás, a veces viene bien crear una historia, un guion que
haga que la figura pública tome valor. Si es un campeón invicto, habría que
venderlo como uno y, si lo hiciéramos, entonces estas propuestas estarían
fuera de su precio de mercado.
—Ahora lo entiendo —aceptó Ray.
—Me vendría bien hablar con su agente.
—Yo soy su agente.
—Vale… —murmuró, desconcertado—. Creí que eras su entrenador.
—Y agente —respondió Ray con seriedad.
—Pues entonces, tendríamos que hablar con su agencia.
—¿Agencia? —inquirió Ray como si fuera la primera vez que escuchaba
esa palabra.
—De publicidad. Tiene un agente de imagen, ¿verdad? Alguien que se
encargue de su imagen pública.
La cara de Ray le dio toda la respuesta que necesitaba.
—Atlas nunca se mete en líos, no necesitamos picapleitos de esos que
tapan los asuntos escabrosos —le tranquilizó Ray—. Mi chico es un
hombre sano. Vive para entrenar, no te dará problemas, si es lo que
insinúas.
—No me refiero a eso —contestó—. Necesita una agencia, es
importante si quiere ser un campeón.
Ray emitió un largo suspiro.
—Eres su prometido, ya sabes el carácter que tiene. Atlas espanta a la
gente; cuantas menos personas estén a su alrededor, mejor.
—No es para tanto, estoy seguro de que podría encontrar a alguien —
insistió.
Ray soltó un suspiro de exasperación.
—No se le dan bien las personas, no le gusta tener a la gente encima, se
agobia.
—Hablaré con él. Si acepta, ¿a ti te parecería bien?
—Claro. Puede que esté equivocado, tampoco sabía que era gay. Puede
que no lo conozca tanto como creía —opinó Ray, pensativo.
Sonrió para no corregir la mentira. Atlas le estaba haciendo un gran
favor fingiendo que eran pareja; por lo menos, podía portarse como un
prometido de verdad y hacer algo por él como agradecimiento.
Justo en ese momento, la puerta del vestuario se abrió y Atlas salió,
todavía secándose el cabello con una toalla. Su expresión era tan estoica
como siempre, pero sus ojos se posaron sobre él con curiosidad.
—¿Ya has terminado de negociar por mí? —preguntó Atlas con un tono
neutral.
—Sí, hemos hecho buenos progresos —respondió, acercándose—. Pero
tenemos que hablar de algunas cosas importantes.
Atlas alzó una ceja, intrigado.
—¿Como qué?
—Sobre tu imagen y tu marca personal. Necesitas un agente de
publicidad. Alguien que pueda manejar todo eso por ti.
Atlas suspiró, claramente poco entusiasmado con la idea.
—No. Ya tenemos suficiente con Ray.
—Si quieres ser un campeón reconocido, necesitas a alguien que sepa
vender tu historia. Alguien que pueda aumentar tu valor y asegurar que
obtengas las mejores oportunidades.
Ray intervino, apoyándole.
—Tiene razón, Atlas. Parece que sabe lo que hace.
Atlas miró a ambos, considerando sus palabras. Clavó los ojos en él
durante bastante tiempo y finalmente, asintió con un leve encogimiento de
hombros.
—Está bien. Confío en ti, Blake. Haz lo que creas necesario.
Sonrió, sintiendo que había dado un gran paso. Atlas no solo había
aceptado su consejo, sino que también le había demostrado un nivel de
confianza que no esperaba.
—Gracias. No te arrepentirás —dijo, decidido a demostrarle que había
tomado la decisión correcta.
Atlas asintió y se volvió hacia Ray.
—Nos vamos a casa. Estoy agotado, tú puedes celebrar por los dos.
Ray y él lo siguieron, dejando atrás el vestuario y la multitud que
todavía celebraba su victoria. Mientras salían del gimnasio, no pudo evitar
sentirse un poco más cerca de Atlas, no solo como su supuesto prometido,
sino como alguien en quien podía confiar y con quien podía trabajar para
lograr sus objetivos.
CAPÍTULO 9
La pelea pareció dejar a Atlas completamente extenuado. Lo llevó de
vuelta a su oficina en un ambiente cargado de silencio, con una atmósfera
claramente decaída. Aunque había ganado la pelea, el ánimo que había sido
ligero antes, ahora parecía completamente arruinado. Ni siquiera se molestó
en preguntar los detalles de los contratos; simplemente detuvo el coche en
la entrada del edificio de su empresa donde lo había recogido, esperó a que
entrara y se marchó sin pronunciar una palabra.
Al llegar a casa, pidió algo de cenar y se dedicó a repasar
meticulosamente toda la documentación que le habían enviado antes de irse
a la cama. Le costó conciliar el sueño, ya que no podía sacarse de la cabeza
el drástico cambio en Atlas. Todos le habían dicho que vivía para el boxeo,
pero si eso era cierto, su actitud apática no tenía sentido.
Por la mañana, se preparó una taza grande de café doble y realizó un par
de llamadas mientras revisaba sus contactos, buscando los perfiles que
necesitaba. Decidió cuál era la propuesta más adecuada, tenía varios
documentos listos para Atlas y una lucha que celebrar.
Aparcó frente a la casa Scala y avanzó por el sendero de piedras
mientras repasaba mentalmente todos los argumentos con los que planeaba
convencerlo. El jardín estaba adornado con flores coloridas que
contrastaban con el grisáceo cielo de la tarde.
—Hola, cuñado —saludó Ceo al abrir la puerta con una amplia sonrisa.
—Hola a ti también. ¿Está Atlas en casa?
—¿Ya no puedes vivir sin él? ¡Qué bonito es el amor!
—Me encanta vuestro humor italiano. Es una pena que yo sea americano
y no me haga gracia.
Ceo soltó una risa sincera, sin alterarse por la broma.
—Por poco tiempo, si te casas con Atlas, tendrías tu pedazo de Italia
privado —comentó, levantando las cejas de forma sugerente—. Pasa a la
cocina, mamá acaba de preparar café.
Dejó la chaqueta en el perchero de la entrada y lo siguió hasta la cocina,
donde el aroma del café recién hecho llenaba el aire.
—Mamá, tu yerno acaba de llegar —anunció Ceo con una sonrisa
amistosa.
—Blake, hijo, siéntate. ¿Tienes hambre? ¿Has comido?
—No, señora, muchas gracias. Acabo de comer. Hola a todos.
Michaella le dedicó una sonrisa cálida desde su lugar, sentada junto a
Marisa, que le sonrió también. Ceo se acomodó al lado de su madre,
mientras Atlas se encontraba en un rincón de la mesa, bebiendo uno de sus
desagradables batidos con un aire ausente. Lo saludó con un ligero
movimiento de cabeza.
—Llámame solo Marisa, cielo. ¿Te sirvo una taza? —ofreció con una
sonrisa amable.
—Nunca digo que no a un buen café —respondió, agradecido.
—Rhea no está, ¿quieres que la llame? —se ofreció Ceo, mirando hacia
el pasillo.
—No, ya te dije que vengo a hablar con Atlas.
—¿Por el contrato de la ropa deportiva? —preguntó Marisa, haciéndole
un gesto para ofrecerle las galletas caseras que estaban en el centro de la
mesa.
—Sí —respondió, sorprendido de que ella estuviera al tanto del negocio.
Se sentó frente a Atlas, que parecía desinteresado.
—¿Es una buena propuesta? —inquirió Ceo, inclinándose ligeramente
hacia adelante con interés.
—No está nada mal. Una de las propuestas es para promocionar la nueva
colección, pero la otra le ofrecen crear una línea especial solo para él.
Zapatillas, ropa para entrenar y hasta guantes de boxeo personalizados.
—Eso es genial, podrías elegir cada color y detalle —dijo Ceo, mirando
a su hermano pequeño con entusiasmo.
—Solo uso ropa negra —le recordó Atlas, con un tono de voz que
dejaba claro su opinión sobre la propuesta.
—Eso no importa —lo atajó, sonriéndole a Marisa cuando ella le sirvió
el café y puso sobre la mesa otro plato de galletas recién horneadas—. Es la
mejor propuesta porque, si hacen una colección para ti y se vende bien, te
darán una parte de los beneficios además de pagarte la campaña.
—Eso es muy interesante —intervino Michaella, mirando a Atlas con
curiosidad.
—¿Quién va a querer comprar esa ropa? Nadie se fija en esas cosas —
protestó Atlas, frunciendo el ceño.
—Claro que sí, ayer vi un montón de gente en el combate; todos fueron
allí para verte. Ellos son tus potenciales clientes. Esa ropa los hará sentirse
más cerca de ti.
La cara de asco de Atlas hizo que Ceo se riera.
—No literalmente, pero ponerse la misma ropa que tú llevas los hará
pensar que están más cerca de parecerse a su ídolo.
—No van a aprender a boxear por ponerse una camiseta —rezongó
Atlas con mal humor.
—No, pero ellos creen que sí. Les dará ánimos y también es bueno para
ti; te harán publicidad de manera gratuita.
—No necesito nada de eso. Mis guantes dicen todo lo que necesito decir
—respondió Atlas, mirando su taza de café como si lo hubiera ofendido.
—¿Y si no es así? ¿qué pasará cuando no puedas luchar? —preguntó
decidido a hacerlo entrar en razón. Ceo soltó un largo silbido mientras
Atlas lo miraba fijamente.
—Cuidado, cuñado, estás muy cerca del barranco —advirtió Ceo con
una expresión seria.
—No será en un futuro cercano, desde luego —dijo para calmar a Atlas
—. Pero en los deportes de contacto, las lesiones son habituales y el tiempo
en el ring es limitado. Los boxeadores suelen retirarse a los...
—No hay edad para retirarse en el boxeo. Mientras puedas pelear,
puedes seguir sobre la lona. Y me cuido con mucho esmero para estar en
perfectas condiciones —le respondió Atlas, mordaz.
—Y eso, además de ser admirable y te garantiza más años en tu deporte,
pero no es un valor seguro. Hay demasiadas variables y, aunque no existe
una edad obligatoria para retirarse, son pocos los boxeadores que continúan
compitiendo más allá de los treinta y seis años. Con títulos importantes,
ninguno lo ha hecho después de los treinta y cuatro; y tú ya tienes
veintiséis.
Ceo se llevó la mano a la boca, como si no pudiera creer lo que acababa
de decir. Marisa y Michaella intercambiaron miradas preocupadas antes de
mirar a Atlas, que parecía a punto de estallar.
—No soy tu enemigo, no trato de menospreciarte ni de hacerte daño.
Solo me preocupo por ti y te digo lo que necesitas escuchar para tomar
buenas decisiones —lo cortó antes de que pudiera responder—. Te quedan
años suficientes para acumular títulos y convertirte en un campeón, pero no
podrás competir a ese nivel para siempre. Eso no significa que debas
apartarte del boxeo. Puedes dedicarte a ser entrenador, patentar tu método
de entrenamiento, abrir un gimnasio especializado en boxeo, crear tu propio
torneo… Existen cientos de opciones, pero para todas se necesita dinero.
Usar tu posición actual para ganarlo es lo más inteligente, para que cuando
llegue el momento, tengas opciones y seas tú el que elija el próximo paso,
en lugar de tener que conformarte con lo que haya por necesidad
económica.
Atlas emitió un gruñido, cruzándose de brazos y marcando sus grandes
bíceps con una actitud desafiante.
Giró con calma la cucharilla después de añadir azúcar y se tomó su
tiempo para dar un par de sorbos a su taza, tratando de calmarse.
—El café está estupendo. Gracias, Marisa —dijo finalmente, con una
mezcla de agradecimiento y resignación. Atlas iba a ser duro de pelar.
—De nada, cielo —le respondió Marisa, todavía mirando a su hijo con
preocupación.
Volvió su atención a Atlas, que no se había movido ni un centímetro.
—Tienes que salir de tu zona de confort. Necesitas una agencia de
publicidad y marketing —continuó volviendo a la carga.
—No —se negó Atlas de inmediato.
—Sí—respondió sin dudar—. No tienes redes sociales, no tienes
presencia mediática ni en los medios deportivos. Ni siquiera tienes un
patrocinador. Eres rentable porque estás invicto, pero podrías ganar mucho
más dinero.
—El dinero no lo es todo —interrumpió Atlas, con tono tajante.
Tomó una respiración profunda antes de volver a hablar, intentando
guardar la calma para no darle con la taza en la cabeza.
—He seleccionado a una agente de publicidad que trabaja con mi
despacho. Es una mujer directa y práctica. Hablé con ella esta mañana para
advertirle sobre ti; abrirá tus redes sociales y se encargará de ellas. Ray
puede hacerte algunas fotos o vídeos cortos mientras entrenas, nada
demasiado elaborado, ni que se interponga en tu rutina. No queremos fingir
que eres otra persona, pero tienes que hacer ruido para atraer los
patrocinios.
—No quiero —insistió Atlas con firmeza.
—¿Por qué no? —preguntó con calma, tratando de entender su
resistencia.
—Porque no —le respondió él de manera desagradable.
—¿Quieres ser un campeón? —inquirió, sin parpadear y manteniendo la
mirada fija en él, ignorando a los demás.
—Sí —la respuesta de Atlas fue rápida como un rayo.
—¿Quieres tu cinturón y el título?
—Sí.
—Entonces gánalo. Todo ese esfuerzo y sacrificio dará sus frutos. Sé
que puedes lograrlo. Pero responde a estas preguntas: ¿qué harás después?
¿Cuál es el plan?
—El plan es el boxeo —contestó Atlas, como si fuera la respuesta más
obvia.
Sonrió con suavidad, conteniendo el impulso de estrangularlo por terco.
—Eres un hombre hecho y derecho. Quiero pensar que eres una persona
razonable y que, en tu entusiasmo por alcanzar tus metas, nunca pensaste en
lo que vendría después. Así que tómate tu tiempo para responder a esas
preguntas, pero mientras tanto… aprieta los dientes y encaja los golpes —le
dijo con dureza—. Necesitas una agencia de publicidad y un agente de
verdad. Haremos que sea lo más cómodo posible para ti y que no te quite
tiempo de entrenamiento. Yo seleccionaré las propuestas; tu agente y Ray
pueden elegir lo que consideren mejor.
—No, tú me metes en este lío. Así que serás el responsable de todo —
ordenó Atlas.
Se encogió de hombros con tranquilidad.
—Sin problema. Mi primera decisión es que el lunes conozcas a tu
nuevo equipo; si no te gustan, buscaré a alguien más.
Atlas apretó los dientes y entrecerró los ojos.
—Bien, que vayan a la hora del batido; los veré en tu despacho.
—Tengo una reunión a esa hora, pero la cambiaré para ti. Ayudaría que
pensaras en la ropa con la que te sientas más cómodo para agilizar el
proceso de crear tu propia colección, porque esa es la mejor propuesta. —
Le pasó la carpeta con la información a través de la mesa—. Aquí tienes los
contratos que te ofrecen y las modificaciones que sugiero para presentar el
lunes. También he incluido un pequeño dosier sobre tu nuevo personal, para
que conozcas sus perfiles y puntos fuertes antes de conoceros en persona.
Atlas frunció el ceño y miró las carpetas como si fuera a destrozarla con
las manos.
—Va a salir mal. Ya lo verás —vaticinó con voz sombría.
—Atlas… —lo advirtió su abuela, tocándole el brazo con suavidad.
—No lo hará. Son buenos profesionales y los elegí pensando en ti. Si
surge algún problema, siempre puedes acudir a mí, y haré de intermediario
con mucho gusto —le respondió, sin apartar la mirada de la suya.
—Bien —gruñó Atlas de mala gana—. Te obligaré a cumplir con tu
palabra.
Atlas se levantó, cogió los papeles y salió de la habitación en cuatro
rápidos pasos, dejando claro que no estaba contento.
—Cuñado, eres mi héroe —exclamó Ceo en cuanto los pasos de Atlas se
perdieron por la escalera—. Hay que tener valor para decirle eso a mi
hermano. Hará que renuncien, ya lo verás.
—Yo me encargaré de que eso no pase. Dale un poco más de crédito a tu
hermano. Puede que no haya encontrado al equipo adecuado y por eso no
han funcionado hasta ahora. Y si ellos se van, entonces yo me equivoqué, y
no pasa nada; buscaré gente nueva hasta que demos con lo que necesita —
opinó con confianza.
Marisa le sonrió y Michaella estiró la mano para darle una palmadita en
el dorso de la suya.
—Confiamos en ti, Blake —le aseguró Michaella—. Ánimo.
—Lo vas a necesitar —prometió Ceo, metiéndose una galleta en la boca.
Negó con la cabeza mientras retomaba su café, seguro de que había
tomado la decisión correcta. En el fondo, esperaba que Atlas se diera cuenta
de que lo que estaba haciendo era lo mejor para su carrera.
CAPÍTULO 10
—Despídela —le exigió Atlas al entrar en su despacho con una
determinación palpable, dejando un batido nuevo sobre la mesa con un
golpe seco que resonó en la tranquila habitación.
—No —se negó sin apartar la mirada de su portátil, inmerso en el mar
de correos y documentos que necesitaba revisar.
—Dijiste que buscaríamos a alguien más si no me gustaba. No me gusta,
échala —le recordó Atlas con autoridad y frustración.
—No —repitió sin alterarse, manteniendo la calma—. Estás haciendo
una rabieta porque añadió el emoji del fueguito al vídeo de hoy sobre tu
entrenamiento.
—Soy deportista. ¿Cómo me tomará la gente en serio si pone monigotes
en las publicaciones? —preguntó Atlas con un tono que mezclaba
incredulidad y desdén.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Eres guapo y estás sexy
cuando entrenas. Ella solo está usándolo para atraer fans —respondió,
tratando de ser razonable.
Levantó la mirada al darse cuenta de que no decía nada. La tensión en el
despacho se hizo palpable.
—¿Qué? —preguntó, sin comprender su cambio de humor.
—¿Eso piensa ella o es lo que piensas tú? —inquirió Atlas con
curiosidad.
Soltó un bufido al escucharle, ya acostumbrado a los cambios de tema
de Atlas después de un mes lidiando con él y el equipo. Era conocido por
ser extremadamente protestón y por oponerse a cualquier cosa de manera
sistemática. Sin embargo, manejar sus berrinches era un proceso conocido:
esperaba a que se le pasara y seguía adelante.
—Es lo que piensa cualquier persona a la que le interesen los hombres.
Y para quienes no tienen ese tipo de interés, te ven como un hombre fuerte,
un luchador al que idolatrar. Es una estrategia de marketing eficaz y sin
necesidad de inversión.
Atlas lo miró con ese gesto característico que usaba para intimidar a los
demás, una mezcla de altanería y autoridad que desarmaba a cualquiera.
—Amore, estoy ocupado. Si eso es todo, tengo que trabajar y tú, entrenar
—le recordó con un tono que no admitía discusión.
—¿De qué hablas? Tenemos comida familiar —le dijo Atlas,
interrumpiendo la conversación con un cambio de tema abrupto.
—¿Qué? ¿Yo también? —preguntó desconcertado.
—Sí, te lo dije —insistió Atlas con un tono firme que no dejaba lugar a
dudas.
—No, que va. Para nada —aseguró confundido. Miró su agenda para
asegurarse de que no tenía nada apuntado a la hora de la comida.
Atlas parpadeó, su rostro mostrando una expresión firme.
—Lo hice, pero te lo digo ahora de nuevo. Tenemos comida familiar.
Recoge tus cosas y vámonos —ordenó, sin permitir más objeciones.
—No puedes disponer de mí como se te antoje —protestó, frustrado—.
Tengo trabajo.
La cara de Atlas permaneció imperturbable ante la acusación.
—Eres mi prometido. Si hay una comida familiar, deberías
acompañarme. Es lo normal, ¿o no? —señaló Atlas con una lógica que
parecía indiscutible para él.
Tomó una respiración profunda antes de responder.
—Lo sería si fuéramos una pareja real —contestó, con el mismo tono
que usaría para un niño terco.
Eso hizo que el gesto de Atlas cambiara a uno de extrañeza, como si
intentara comprender una lección que le resultaba desconocida.
—Somos más reales que la mayoría de las parejas —afirmó Atlas con
confianza, tratando de reafirmar su posición.
—No has salido con mucha gente, ¿verdad? —preguntó, tratando de
hacer un diagnóstico sobre la experiencia amorosa del otro.
—Con nadie. No me interesan esas cosas —contestó Atlas comprobando
la hora en su reloj, como si el tema le resultara trivial.
Se reclinó sobre la silla, mientras un pensamiento le invadía la mente.
¿Qué probabilidades había de que un hombre con su apariencia no tuviera
ningún tipo de experiencia en relaciones? Era inconcebible.
—Pues yo sí. Una pareja es alguien con quien te diviertes, sales a pasear,
comes y pasas todo tu tiempo libre —dijo, describiendo con entusiasmo lo
que consideraba una relación ideal.
Atlas asintió, señalando entre los dos con una mano enorme, un gesto
que subrayaba la distancia entre sus puntos de vista.
—No es para nada lo que hacemos —protestó, claramente en desacuerdo
con él.
—Claro que sí. Desde que te conocí, te veo casi todos los días, pasamos
muchas horas juntos y te traigo batidos cinco días a la semana —dijo Atlas
como si eso fuera un gran sacrificio, cuando en realidad sus visitas
consistían en hacerle rabiar.
—Romance —resumió, recordando su primera visita y cómo había
comenzado todo.
Una fugaz sonrisa iluminó el rostro de Atlas al rememorarlo, y su cuerpo
reaccionó sin poder contenerse con una violenta explosión de adrenalina.
Cuanto más tiempo pasaba con él, más le gustaba, y ese tipo de
conversaciones triviales solo evidenciaban que sus sentimientos no dejaban
de crecer.
—No es así para nada. Estamos juntos porque me convertí en tu
abogado y no dejas de llamarme para todo. En cuanto a tus batidos, ya te he
dicho millones de veces que no lo hagas más. Quiero café —le recordó, con
un tono de exasperación que ocultaba una leve sonrisa.
—Me niego —respondió Atlas con tranquilidad. Miró su reloj y frunció
el ceño—. Vamos a llegar tarde. Tenemos que ir al restaurante del primo
Dimas; su casa está al lado.
—¿Hay algún negocio que tu familia no tenga? —preguntó,
desconcertado.
Atlas pareció pensarlo unos segundos, el ceño fruncido y una expresión
pensativa en su rostro.
—No se me ocurre, pero debe haber alguno. Vámonos, es tarde —lo
apresuró.
—En tu próxima pelea, le pagaré cien pavos a tu contrincante para que
te dé una patada en el culo —lo amenazó con una sonrisa irónica, mientras
recogía apresuradamente su maletín de cuero.
Atlas agarró su maletín por él, soltando una risa que resonó de manera
desafiante.
Fue protestando todo el camino hasta el coche.
—Tu familia queda muchísimo. Yo solo veo a mis padres en Navidad y
funerales —dijo mientras se ponía el cinturón. Siempre usaban el coche de
Atlas porque era más grande, así que ni se molestó en sacar el suyo, que
estaba en el garaje.
—Estar juntos es el pasatiempo favorito de mi familia, ese y meterse en
la vida unos de otros —concedió Atlas con un encogimiento de hombros—.
No sé por qué hay tanto revuelo solo por un embarazo.
—¿Embarazo? ¿Quién está embarazado?
—Mi primo Dimas seguro que no —bromeó Atlas—. Su mujer Sonia,
sí. Está en la etapa final del embarazo y todos están emocionados a un nivel
realmente molesto.
—Espera, ¿vamos a una fiesta del bebé? —preguntó alzando la voz con
sorpresa.
—Supongo, porque es una comida para celebrar que van a tener su
primer hijo —comentó Atlas con indiferencia, mirando por la ventana
mientras el tráfico se movía lentamente.
—Serás… dime que tienes un regalo —le rogó, aunque sabía de
antemano lo que respondería.
Atlas bufó molesto, al borde de su escasa paciencia, mientras miraba el
reloj con frustración.
—Ya voy a la comida, ese es mi regalo.
Le dio un golpecito en el brazo y sacó el móvil con la otra mano,
deslizando la pantalla con impaciencia.
—Tu presencia es el regalo que no quiere nadie —le respondió
malhumorado—. A dos calles de aquí hay una tienda de ropa para bebés.
¡Para ahí! No vamos a presentarnos en la fiesta con las manos vacías.
—No tenemos tiempo.
—¿Te criaste en una cueva? Estoy seguro de que no, porque tu madre
tiene una educación excelente. No vamos a ir a una fiesta de bebé sin
regalo. Es de mala educación y da la impresión a los que te invitan de que
no te importan.
—Es mi primo, claro que me importa —protestó Atlas, cruzando los
brazos en señal de descontento—. ¿Por qué iría si no fuera así?
—Genial, solo queda una calle —dijo dando por terminada su discusión
—. ¿Por qué vas vestido con ropa deportiva a un evento tan bonito?
—¡Son familia! —insistió Atlas, su voz reflejando la poca paciencia que
le quedaba—. No tengo que vestirme de ninguna manera.
—Esa no es excusa. ¿No es un día especial para ellos? ¿Te costaba
mucho ponerte unos vaqueros y una camiseta? Eres un desastre, parece
como si vinieras de una de tus carreras matutinas.
Atlas condujo hasta la tienda, maldiciendo en italiano por lo bajo, su
paciencia ya al límite.
—¿A dónde vas? —preguntó cuando lo vio cruzar la calle con paso
decidido.
Atlas le hizo un gesto con la mano, demasiado enfadado para responder
con palabras.
—¿Es niño o niña? —inquirió en voz alta. Sonriendo como un niño por
haberlo sacado de quicio. Normalmente, pasaba al revés.
—¡¿A quién le importa?! ¡Es un bebé! —gritó Atlas desde el otro lado
de la calle.
Se rio mientras entraba en la tienda, disfrutando de la pequeña venganza
de sacarlo de sus casillas y de que saliera de ese humor encorsetado que
tenía normalmente.
La dependienta de la tienda le preparó una bonita cesta para recién
nacido en color blanco, adornada con un osito con un lacito amarillo, que
sería perfecto fuera cual fuera el sexo del bebé.
—¿Contento?
Se dio la vuelta con sorpresa al escuchar la voz de Atlas, quien ahora
llevaba unos vaqueros oscuros y una camiseta gris. Aunque no era nada
llamativo, su físico impecable hacía que todo pareciera excepcional.
—¡Pero quítate la etiqueta, per l’amore del cielo! —comentó
exasperado, tirando del pedazo de cartón con un gesto impaciente.
Atlas rio, con una sonrisa que reflejaba más diversión que enfado.
—¿Quién te aprendió a decir eso?
—Lo aprendí de ti, claro. Yo pagué la cesta, tú la llevas. Andiamo, que
llegamos tarde —lo apremió saliendo delante de él, ignorando la risita
divertida de la dependienta que se había convertido en espectadora
involuntaria de la escena.
—¿Dos palabras y te crees bilingüe? —lo picó Atlas siguiéndolo fuera,
con una sonrisa traviesa.
—No te metas conmigo, ¿sí? —le respondió imitando a Rhea, abriendo
el maletero para que él metiera la cesta.
—Sí —contestó Atlas, que estaba igual de condicionado que él a su
hermana.
Estalló en risas apoyándose en el coche, disfrutando de la complicidad
que compartían.
—Andiamo —le ordenó Atlas mirándolo con una media sonrisa—.
Siamo arrivati troppo tardi.
—Siamo arri… vati troppo tarde —murmuró con dificultad, intentando
recordar las palabras—. Tarde lo entendí. Llegamos tarde.
La sonrisa de Atlas se hizo más amplia, disfrutando de su pequeño
avance en el idioma.
—Llegamos muy tarde —le tradujo él con una risa ligera.
—Siamo arrivati troppo tardi —repitió mientras volvían a entrar, con
una expresión de satisfacción en su rostro.
—Va bene —lo felicitó Atlas con su voz llena de aprobación.
CAPÍTULO 11
Los Scala lo hacían todo a lo grande, por lo que no necesitó que le dijera
nada en cuanto llegaron a una casa y vieron un montón de gente en el
jardín. La propiedad, imponente y elegante, estaba rodeada por setos
perfectamente cuidados y flores.
—¡Primo! No pensé que vinieras —le dijo un hombre acercándose a
ellos en cuanto salieron del coche. Su sonrisa era amplia y sus ojos
brillaban de felicidad bajo la cálida luz del sol que bañaba el jardín.
Miró a Atlas extrañado, en busca de una respuesta. Él se encogió de
hombros y prácticamente lanzó la cesta a los brazos de su primo.
Dimas miró la cesta y luego a los dos, una expresión de sorpresa y
gratitud.
—Felicidades por vuestro bebé, esperamos que nazca fuerte y sea un
parto fácil para la mamá —dijo, incapaz de seguir callado al esperar a que
Atlas dijera algo.
La cara de Dimas se iluminó al fijarse en él.
—Tú eres el primo Blake, te vi de lejos en la boda del primo Mateo —
contestó dándole una palmadita en el hombro y dos besos en las mejillas,
como era costumbre en la familia—. Pasad y poneros cómodos, todos se
alegrarán de veros.
Agarró a Atlas del brazo dejando que Dimas se adelantara. Nunca
acabaría por acostumbrarse al exceso de contacto italiano.
—¿Por qué no sabía tu primo que venías a su fiesta? —le susurró.
—Porque nunca vengo —respondió Atlas saludando con la mano a su
madre.
—¿Y por qué vienes hoy?
Atlas no le contestó, y llegó a donde estaban su madre, su abuela y sus
hermanos sentados en una mesa de exterior. La mesa, decorada con un
mantel blanco y arreglos florales, tenía un aire festivo.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Rhea en cuanto se acercaron.
—Al parecer venir a una fiesta donde nadie nos esperaba —respondió a
su amiga con resignación, sentándose a su lado.
Miró alrededor mientras Atlas hablaba en voz baja con su abuela. El
jardín estaba decorado con globos azules, rosas y blancos, que se mecían
suavemente con la brisa. Había una gran tarta al fondo, adornada con
figuras de bebé y flores comestibles, y muchas mesas llenas de comida
deliciosa para que los invitados pudieran servirse. Las risas y las
conversaciones llenaban el aire.
—¿Primo Blake? —escuchó una voz femenina.
Giró la cabeza encontrándose a una chica con un vestido que marcaba su
avanzado estado de embarazo. Su sonrisa irradiaba calidez y sus ojos
brillaban con expectación. La futura mamá estaba radiante.
—Sí, y tú tienes que ser Sonia. Felicidades por el bebé.
Ella le sonrió dándole dos besos en las mejillas.
—Muchas gracias por la cesta de regalo, es preciosa —le dijo ella con
sinceridad.
—Me alegra que te guste, la elegimos con todo el cariño. Gracias por
invitarnos —mintió por educación, intentando parecer más familiarizado
con el evento de lo que realmente estaba.
Sonia le dedicó una sonrisa, sujetándole la mano con cariño.
—Gracias por traer a Atlas. Ven al restaurante un día, estás invitado —le
aseguró antes de ir con un grupo de mujeres que la llamaba.
—Claro —aceptó desconcertado.
—Tú compraste la cesta —adivinó Rhea.
—Claro que lo hice, pretendía venir sin regalo a una fiesta. Casi lo mato
—protestó. Giró la cabeza buscando a Atlas, que estaba rodeado por varios
de sus primos en una de las mesas de comida, hablando en italiano.
—Cielo, tú no te preocupes por traer nada, de eso me encargo yo —lo
tranquilizó Marisa con rapidez.
—Los dos somos adultos. Atlas es muy mayor para que tú compres sus
regalos. Es normal ocuparnos de ese tipo de cosas.
—Tú seguro que sí, Atlas no —le dijo Rhea con razón—. ¿Por qué no
me dijiste que veníais? Hubiera ido con vosotros.
—No lo sabía. Atlas vino a verme y me dijo que llegábamos tarde a la
comida. Lo supe hace menos de una hora.
—¿Cómo conseguiste que se quitara su ropa de entrenamiento? —quiso
saber Marisa.
Se rio poniendo la mano sobre su boca, para esconder su reacción.
—No hice nada especial —les mintió, no iba a decirle a su familia cómo
lo hizo.
Marisa le sonrió con complicidad, parecía que no acababa de creerse su
explicación, pero era la verdad técnicamente, solo se había quejado y Atlas
decidió rendirse en vez de seguir escuchando sus quejas.
—Primo, come. Te traje un poco de todo porque no sabía qué preferías
—le ofreció Dimas dejándole un plato lleno de comida sobre la mesa.
—Es muchísima comida, pero gracias, tiene un aspecto increíble —
agradeció con sinceridad, mirando el plato lleno.
—Lo preparamos todo en nuestro restaurante —le explicó con orgullo
Dimas señalando al edificio de enfrente, un elegante establecimiento con
grandes ventanales y una terraza acogedora—. Tienes que venir un día con
Atlas.
—Claro, sería genial —fue incapaz de negarse al ver su mirada
ilusionada.
—Come primo, comida italiana de verdad. Voy a ver qué quiere comer
Atlas, por si venía, hice pechuga de pollo a la plancha para él.
Lo miró irse con el corazón encogido, conmovido por la consideración
de Dimas hacia la dieta de Atlas.
—Aunque no lo esperaban, prepararon su comida. Me parece precioso.
—La esperanza es lo último que se pierde y la familia todavía no perdió
la esperanza con él —le dijo Ceo, sentado enfrente.
—No es tan malo —lo defendió por inercia.
—Ni te molestes hermano, Blake es el protector de Atlas. Lleva un mes
trabajando para él y todavía no le tiró nada a la cabeza —bromeó Rhea.
—No trabajo para él, solo le ayudo por lo que está haciendo por mí.
—¿Te paga? —preguntó Ceo.
—Sí, pero solo porque es terco. No dejó que fuera de otra manera.
—Es lo mínimo, deberías cobrarle el doble de tu tarifa —le aconsejó
Rhea.
—Exagerados —protestó.
—¿Una cerveza, primo? —preguntó Mateo ofreciéndole un botellín.
—No le gusta la cerveza —contestó Atlas dejando una copa de vino
blanco frío delante de él.
Sonrió agradecido mientras él se sentaba a su lado con un plato de pollo
y verduras.
—¡Qué buena pinta! —se burló mirando la comida de Atlas.
—Proteína y vitaminas, comida para un campeón —respondió Atlas con
orgullo.
Cogió un poco de puré de patatas con el tenedor y se lo llevó a la boca,
mirándolo a los ojos.
—Mantequilla y patatas. Comida para un dios —dijo, sonriendo como
un niño. Adoraba las patatas.
Atlas empujó la lengua contra el interior de la mejilla, como hacía
cuando quería ocultar su diversión.
—¿Sabías que Atlas era un titán de la mitología? Técnicamente era un
dios —le dijo él.
—Ya… —musitó comiendo un poco más de puré—. Pero seguro que él
comía comida de verdad.
—Esto es un menú equilibrado y sano —insistió Atlas.
—Y es perfecto para un deportista, pero ¿no podrías hacer una
excepción en un día de fiesta? —lo presionó alzando una ceja.
—No —contestó Atlas de forma seca—. Hay que ser constante.
—¿Y lo serás menos por comer un poco de puré? —le preguntó con
ironía.
—Sí.
Negó con la cabeza, dándole por perdido.
—Mañana van a enviarnos las últimas prendas antes de la sesión de
fotos —le recordó mientras comían.
—No quiero hacerme fotos —protestó Atlas.
—Genial, le diré a la empresa de deportes que hagan Photoshop y
pongan tu cara en el cuerpo de John Cena —comentó sin darle importancia.
Atlas dejó el tenedor suspendido a centímetros de su boca, su cara
contraída en una mueca.
—John Cena ni siquiera es un boxeador. Es culturista, y tú odias las
peleas. Nunca perderías el tiempo viendo una.
—¡Qué mentira! Yo lo veo los fines de semana peleando en el WWE.
Eso sí que son luchadores, subiéndose a las cuerdas y saltando sobre el
contrincante.
La expresión de horror en la cara de Atlas hizo que todos rieran
alrededor.
—El WWE no es lucha, está amañado. Si uno de ellos peleara con un
boxeador lo destrozaría por KO en minutos —dijo alterado.
—Huelo a envidia. Tú podrás decir lo que quieras, pero John Cena tiene
15 campeonatos, ¿cuántos tienes tú, Scala?
—Lo que le has dicho —silbó Ceo—. Corre cuñado, Rhea y yo lo
agarramos, tú huye. Tenemos un primo en el aeropuerto, te dejará escapar
del país.
—Puedo con él, tú tranquilo —le aseguró a Ceo sin perder la sonrisa.
Atlas cerró los ojos un segundo, mordiendo con saña un pedazo de
pechuga.
—El WWE sí lo ves, pero te da miedo verme boxear —le reclamó él.
—Es que a John Cena no lo conozco. Además, prefiero el WWE, es más
animado. Hay actuaciones, música… es épico.
—Te obligaré a ver mi próxima pelea, verás lo que es el deporte de
verdad —lo amenazó Atlas.
—Para eso tendría que ir, no volveré a caer en tu trampa. Prefiero morir.
Una malvada y carismática sonrisa se extendió por el rostro de Atlas.
—Ya veremos.
Entrecerró los ojos, entablando con él una lucha de miradas. Era muy
terco y aunque solía ganar las discusiones con él, Atlas también conseguía
salirse bastante con la suya.
—No, que va. Ahora conozco las fechas exactas de tus peleas, si tratas
de hacerme ir a algún sitio te diré que no —le confesó con suficiencia.
La sonrisa de Atlas aumentó.
—No las sabes todas —le aseguró.
Eso lo dejó desconcertado.
—¿Cómo qué no? —quiso saber.
Atlas negó con la cabeza, su rostro lleno de satisfacción.
Frunció el ceño, entrecerrando los ojos para mirarle.
—Muy bien —respondió sonriéndole. Quitó el móvil de su bolsillo y
envió un mensaje rápido.
Blake:
¿Por qué Atlas tiene peleas secretas?
Su móvil sonó casi de inmediato.
Ray:
Son peleas para curtirse, dan mucho dinero y le viene
bien para mantener el ánimo alto.
Blake:
Quiero saber cuándo tenga una de esas, pretende
que vaya a verle luchar.
Ray:
¿Para qué le pagues a su contrincante? Mejor no.
Rio mientras seleccionaba un emoji de risa en su teléfono. El ambiente
en el jardín era animado, con risas y conversaciones que se mezclaban con
el aroma de la comida recién hecha. Atlas se apoyó en su hombro para leer
la conversación.
—Ese idiota —murmuró Atlas, frunciendo el ceño.
—No le digas nada, cada vez que discutimos parece un niño, incapaz de
elegir entre los dos bandos —respondió, sin dejar de sonreír.
—Yo le pago, tiene que estar de mi parte siempre.
—Para nada, pero está bien que creas eso. Mientras, nosotros haremos lo
que nos parezca —declaró, disfrutando de la pequeña victoria.
Atlas chasqueó la lengua, pero él sonrió con satisfacción. Sabía que
Atlas era muy consciente de que se movían a su alrededor para no tener que
lidiar con su carácter hasta que lo necesitaban para tomar alguna decisión
realmente importante.
Miró incrédulo cómo Atlas se metía una de sus zanahorias glaseadas en
la boca, casi sin separarse de él.
Dejó salir un ruidito de sorpresa.
—Señor don constante, ¿qué haces comiéndote mis zanahorias?
—Hago lo que quiero —respondió Atlas con una chispa de desafío en
sus ojos.
—Todo un rebelde —le concedió, mirando al cielo con hastío—. La
próxima vez que te subas al ring le daré a tu adversario un pedazo de tarta.
Verás cómo sales corriendo.
Atlas estalló en risas, una risa profunda y contagiosa que hizo que varios
de los familiares cercanos se volvieran a mirarlos, sonriendo ante la escena.
—Cambia el contrato de mis próximas peleas, añade una cláusula contra
eso, solo para estar seguros de que no habrá problemas —le pidió Atlas,
todavía riendo.
Todos en la mesa estallaron en risas, creando una ola de alegría que se
extendió por el jardín. Él solo se fijó en lo vivo que parecía Atlas rodeado
de toda su familia y en la cara de sorpresa de ellos a su alrededor. Era un
raro momento de vulnerabilidad y felicidad compartida, y lo atesoró en su
memoria consciente de que nadie podía disfrutar mucho de esa parte de
Atlas.
CAPÍTULO 12
—Así que tu prometido es cliente del despacho.
—Sí, ¿supone algún problema? —preguntó desconcertado. Lo habían
llamado al despacho para preguntar por alguno de sus casos, pero al parecer
el motivo real no era ese.
—Problema, ¿no? Todos tenemos amigos y familia con los que
trabajamos. Es solo que nos ha sorprendido que no informaras directamente
a ninguno de nosotros —comentó Aaron, inclinándose ligeramente hacia
adelante en su silla de cuero negro, que crujió bajo su peso.
—No sabía que debía. Solo tenéis interés en los casos de patentes y esto
es algo pequeño e insignificante para la firma —contestó con sinceridad,
sintiendo una ligera incomodidad que le recorrió la espalda.
—Bueno, no tan insignificante. En menos de dos meses ya has firmado
dos contratos con él —señaló Peter, su tono más incisivo y los dedos
tamborileando suavemente sobre la mesa de caoba.
Pasó la mirada de un hombre a otro, sin comprender del todo lo que
pasaba. Las caras serias de Aaron y Peter no ayudaban a que lo entendiera.
—¿Ha habido algún problema? Sé que mi especialidad son las patentes,
pero no es inusual que haga contratos para marcas. Os aseguro de que está
todo en orden.
—Por supuesto. Es solo que estamos un poco preocupados. Cuando
conocimos a tu... prometido no sabíamos quién era —dijo Aaron, moviendo
su lujosa silla de un lado a otro, el sonido de las ruedas en la alfombra sonó
demasiado alto.
Esperó a que continuara, aguardando en silencio, pero los dos siguieron
mirándolo fijamente, creando una tensión palpable en la sala.
—Nos gustaría saber qué pasaría en caso de que las cosas entre vosotros
no terminen bien. Tener deportistas en el despacho es una buena publicidad
para nosotros, pero no toda la publicidad es positiva.
—Creo que no os comprendo —contestó, tratando de controlar esa voz
interior que le advertía peligro—. Aunque mi relación con Atlas termine, no
se iría del despacho solo por eso.
—Eso no lo sabes, pero si quieres casarte con él habréis pensado en lo
que dirá la opinión pública, y ese tipo de prensa amarilla no interesa a un
despacho como el nuestro —dijo Aaron, sin dejar de observarlo.
La rabia le ardió en el pecho, pero se obligó a permanecer sereno y sin
expresión.
—¿Porque somos un boxeador y un abogado? Supongo que no te
refieres al hecho de que seamos dos hombres. Porque doy por descontado
que habrá gente retrógrada, pero mi éxito profesional y los logros
deportivos de Atlas deberían ser suficientes para mantenerlos callados.
—No estamos diciendo... —intervino Peter con un tono conciliador.
—Tu padre no sabe que estás prometido —lo cortó Aaron—.
Comprenderás que es difícil tomar en serio una relación de la que tu familia
no sabe nada.
El pánico resonó en su cabeza. No había pensado en sus padres cuando
Rhea le metió en todo ese lío.
—Me parece interesante que te encuentres con mi padre y decidas hablar
de mi vida privada —respondió de manera cortante, sin retroceder.
Preguntar por su relación era traspasar un límite privado que no deberían
haber cruzado.
Aaron le dedicó una mirada aguda, sus dedos entrelazados sobre el
escritorio, en un gesto casi intimidante.
—Soy un hombre adulto. Hace años que no vivo con mis padres y, como
comprenderéis, no voy a hablaros de los pormenores de mi vida familiar.
—No pretendemos inmiscuirnos en tu intimidad —lo calmó Peter,
crispándole los nervios.
Sonrió con altanería, consciente de lo mucho que se parecía a su padre
cuando lo hacía. Se puso de pie con calma, mirándolos desde arriba.
—Atlas y yo somos una pareja privada, no todo el mundo desea hacer un
circo de su vida personal. No habrá anuncio sobre mi boda, pero tampoco
voy a esconderme porque no estoy haciendo nada malo —aseguró con una
calma que no sentía—. Atlas no autoriza que su nombre entre en la cartera
de clientes del despacho, no le gusta que se sepa con quién trabaja, así que
no creo que haya nada de qué preocuparse. Si me disculpáis es sábado, pero
tengo una reunión fuera del despacho y ya llego tarde.
Se dio la vuelta sin esperar una respuesta y fue directo a por su maletín.
Se despidió de la recepcionista con un gesto, se metió en el ascensor
todavía tratando de contener su mal humor.
El suave zumbido del ascensor y el brillo tenue de las luces lo
acompañaron en su descenso, mientras intentaba calmar su mente.
Llegó con rapidez a la casa, estacionando frente a la fachada.
Tamborileó con los dedos en el volante, mirando el edificio sin moverse,
como si el aire fresco pudiera calmar su creciente inquietud.
Suspiró derrotado y, con un gesto resignado, cogió su móvil del asiento
del copiloto y salió del coche. Probablemente fuera un error acudir a él,
pero era la primera idea que le había pasado por la cabeza cuando intentaba
ordenar sus pensamientos.
—Blake. Pasa —le saludó Michaella al abrirle la puerta, su voz cálida
contrastando con el frío de la mañana. Solo con verla ya se sintió un poco
mejor.
—Perdón por molestar tan temprano. ¿Está Atlas aún en casa?
—Siempre eres bienvenido. Debe estar a punto de bajar, es su hora de
correr —le explicó ella, con una sonrisa amable—. ¿Quieres que lo llame o
prefieres subir a verle?
—¿Blake? —preguntó Atlas al bajar la escalera con un pantalón corto
gris y una camiseta blanca de manga corta. Parecía recién levantado, con el
cabello despeinado y aún con los ojos medio cerrados—. Me pareció
escuchar tu voz. Creía que ibas a pasar la mañana en el despacho.
—Ya, ese era el plan —respondió, evasivo.
Atlas llegó a su altura y se le quedó mirando con el ceño fruncido.
Michaella observó el intercambio, antes de desaparecer en la cocina para
dejarles privacidad.
—¿Qué? —le interrogó Atlas, agachándose para quedar a su altura, sus
ojos grises llenos de confusión—. ¿Estás… disgustado?
—Algo así —murmuró, sintiendo cómo las palabras que aún no había
dicho se le atascaban en la garganta.
Atlas asintió con una mezcla de comprensión y preocupación, señaló
con la cabeza al salón vacío.
—¿Qué pasa? —le preguntó, mientras se dirigían al sofá, donde se
sentaron, rodeados por un ambiente de tranquilidad que parecía irónico
dado el estado de ánimo.
Había escuchado muchas veces que compartir tus preocupaciones puede
aliviarlas, pero en ese momento, hacerlo solo hizo que el estómago se le
encogiera. Repetir en voz alta la conversación con sus colegas hizo que
todo se volviera más real. El ceño fruncido de Atlas, con su usual expresión
de seriedad, tampoco ayudó a quitarle el peso del asunto.
—¿Qué piensas? ¿Crees que estoy exagerando? —preguntó cuando
Atlas se quedó en silencio al terminar de escucharle.
Atlas se cruzó de brazos, meditando su respuesta. Le gustaba que
siempre pensara bien lo que iba a decir en vez de soltar cualquier tontería
sin reflexión.
—No, creo que son homofóbicos y que te están presionando para que no
salgas del armario —respondió Atlas, con un tono calmado.
—Pues llegan una vida tarde, porque nunca tuve ni que hacer el anuncio
salvo con mis padres —respondió con una sonrisa triste, recordando las
muchas ocasiones en que su orientación había sido un hecho más que una
discusión.
Atlas lo miró desconcertado, sus cejas arqueándose en un gesto de
curiosidad genuina.
—¿Y qué pasa si no hubieras sido gay?
Sonrío a pesar del momento.
—Supongo que sería salir del armario heterosexual con un dramático
anuncio. “Papá, mamá… no soy gay, pero no os disgustéis, sigo siendo el
mismo de siempre.” —dijo, intentando aligerar el ambiente.
Atlas sonrió también, con una chispa de diversión en sus ojos, mientras
el sol empezaba a iluminar el salón a través de las ventanas.
—¿Por qué no le contaste a tus padres que estabas prometido?
—Porque no lo estoy —respondió, sintiendo un nudo en el estómago.
Atlas soltó uno de sus gruñidos habituales, una mezcla entre bufido y
exasperación.
—Ni yo, pero todos lo saben. Lo hicimos así solo para que nadie dudara
de tu historia. No se puede predecir quién puede irse de la lengua. Sabías
que tu jefe se ve con tu padre en el club, estaba claro que tenías que
decírselo.
Bajó la cabeza, avergonzado. En el fondo, sabía que Atlas tenía razón,
pero hablar con sus padres lo volvería demasiado real. Si ellos no lo sabían,
entonces su pequeño teatro podría continuar sin repercusiones.
—¿Te avergüenzas de mí? ¿Crees que no soy suficiente para ti? —lo
increpó Atlas en un gesto idéntico al de Rhea.
—¡Scalas! ¿Por qué lo hacéis todo tan dramático? ¿Cuándo he dicho yo
eso? —preguntó exasperado—. Eres igualito a tu hermana.
—Si quieres arreglar el problema, es fácil. Envía un mensaje a tus
padres: “Estoy prometido, nos vemos el domingo”.
Se echó a reír ante el tono desprovisto de emoción de Atlas y la risa
burlona escapando de sus labios.
—¡No puedo hacer eso!
—¿Por qué no? —inquirió Atlas, encogiéndose de hombros.
Lo miró con incredulidad, sus cejas alzadas en una expresión de
asombro.
—Punto número uno —dijo, levantando un dedo—, no como nunca con
mis padres salvo en Navidad. Punto número dos, les daría un ataque al
corazón. O peor, pensarían que me está dando algo a mí.
—¿De verdad nunca comes con tu familia?
—Nunca, no. En Navidad, sí —explicó.
La sorpresa en el rostro de Atlas hizo que se riera con intensidad. Era
evidente que la normalidad que él conocía no se correspondía con su
experiencia.
—Pero los domingos es día de comer en familia —insistió Atlas,
confundido y claramente desconcertado por la idea de no compartir ese
tiempo con los suyos.
Soltó una risita y le acarició el hombro con ternura, intentando suavizar
el ambiente.
—Oh, pequeño Atlas, eres adorable. No todos hacemos eso.
Atlas movió el hombro con una mueca, claramente incómodo con el
contacto.
—Toda la gente que conozco lo hace —protestó él con el ceño fruncido.
—¡Pues qué suerte! Nosotros no hacemos eso desde que yo tengo…
desde nunca —recapituló, con un tono nostálgico—. En mi infancia, mis
domingos eran tranquilos, casi solitarios.
—¿Y qué hacías los fines de semana?
Dejando caer la corbata sobre la mesilla de madera con un gesto
despreocupado, se encogió de hombros mientras recordaba.
—No sé, mi niñera me llevaba al parque y me compraba algún dulce.
Cuando fui mayor, me quedaba estudiando, poniéndome al día para sacar
buenas notas. No había tiempo para comidas familiares.
Atlas lo miraba fijamente, sus ojos reflejaban una mezcla de curiosidad
y preocupación.
—¿Y ahora?
—Ahora simplemente descanso de la semana laboral. A veces voy a
comer con algún amigo, o me quedo leyendo, o viendo una película. Otras
simplemente disfruto de la tranquilidad —admitió.
— Niente. Nada —se corrigió Atlas, con una mirada penetrante—. No
pareces una persona muy feliz.
—¿Y tú eres la encarnación de la alegría? —preguntó a la defensiva,
tratando de esconder su malestar bajo una capa de sarcasmo.
—No, pero no pretendo serlo. No sonrío si no tengo ganas de hacerlo, no
soy amable si no me apetece. Solo soy yo. Puede que no te guste, pero
nadie puede acusarme de no ser de verdad —dijo Atlas, con una sinceridad
cruda.
Se arrepintió de inmediato. Llevaba suficiente tiempo con Atlas como
para notar esa apatía que lo envolvía como un manto en algunas ocasiones.
—Perdona, no quería decir eso —se disculpó enseguida.
—Te sentiste atacado y me devolviste el golpe. Eso lo entiendo —
respondió Atlas con un tono que no reflejaba ninguna emoción en
particular.
—Lo siento —repitió, avergonzado—. Retrasé tu hora de correr, te solté
todas mis quejas y ahora te dije algo desagradable. Eso no es lo que hacen
los amigos.
Atlas lo miró con atención, su rostro mostrando un destello de interés.
—¿Eso es lo que somos? ¿Amigos?
Tuvo que luchar contra el impulso de abrazarlo. Se preguntó cómo
alguien tan fuerte y reservado podía inspirar tanta ternura y empatía.
—Claro, sin duda —afirmó, conteniendo el nudo de emoción que se
formaba en su garganta—. Lo somos.
Atlas asintió despacio y se puso en pie, estirándose despacio para
despertar sus músculos.
—Tienes un mal día. Vamos a la cocina. Puedes comer carbohidratos y
grasas vacías. Es lo que hacen Ceo y Rhea cuando se deprimen. Nunca he
entendido por qué los anima comer comida basura, pero a ellos les funciona
—dijo Atlas, con un toque de humor seco en su voz.
—No quiero molestar a tu madre. Además, mentí en el despacho
diciendo que tenía una cita con un cliente. Quizá debería volver y…
—A mi madre nunca la molestas. Le gusta que estés aquí —le aseguró
Atlas, agarrándolo de la mano con firmeza, alejándolo del sofá.
—Eso no lo sabes —protestó.
—Me lo dijo ella —confesó Atlas, casi llegando a la cocina—. Mamá,
Blake tiene hambre.
Y con esa sencilla frase, el caos se desató a su alrededor. La cocina, que
había estado tranquila y ordenada, se llenó de actividad frenética.
Michaella, con su habitual calidez, apareció de repente ofreciéndole café en
la taza que solía usar cuando iba allí. Mientras Marisa se apresuraba a
preparar algo para él, aunque intentó decirle que no era necesario.
Atlas lo llevó hasta la silla y lo hizo sentarse a su lado, así que se dejó
arrullar. Sonrió cuando él le acercó un plato lleno de galletas. Sabía que era
la mayor ofrenda de paz que Atlas podía hacerle.
—Grazie —murmuró en voz baja.
Atlas apoyó la frente en su sien en silencio, manteniéndolo cálido y
reconfortado bajo el brazo con el que lo rodeó. Su contacto era suave y
firme, ofreciéndole un refugio que decía mucho más que las palabras.
CAPÍTULO 13
La luz del sol le acarició la cara, lo hizo estirarse y girarse, cubriéndose
la cabeza con las sábanas. El aroma a Atlas lo rodeó como una caricia, y
sonrió mientras hundía la cara en la almohada. Le encantaba su olor. De
pronto, abrió los ojos alarmado. ¿Por qué olía su habitación a él?
Miró alrededor y se dio cuenta de que estaba en la habitación de Atlas,
pero él no estaba por ningún lado. Recordó cómo el huracán Scala lo había
arrastrado el día anterior. Decirle a una madre italiana que un invitado tenía
hambre era como abrir las compuertas de una inundación culinaria.
Así que acabó tumbado en el sofá de la familia, hablando con Ceo y
Rhea. Atlas se unió a ellos para comer y, después de una comilona
monumental, se quedó dormido en el porche trasero con Michaella,
mientras observaban a Atlas ejercitarse en el jardín.
Por la tarde, salió con Rhea, y cuando volvieron a casa después de cenar,
decidieron ver un programa de talentos italiano en familia. No recordaba
nada más, así que supuso que Atlas lo había subido a la habitación mientras
él ya estaba dormido.
Se sentó al borde de la cama, notando unas mantas en el suelo. ¿Atlas
había dormido allí?
—Por fin despiertas, duermes muchísimo —lo saludó Atlas saliendo del
baño envuelto en una toalla que le cubría las caderas.
Abrió la boca por la sorpresa al verlo, sabiendo que debía apartar la
vista, pero sin evitar admirar su físico impresionante.
—¡Por Dios! —murmuró, mirando al techo con una mezcla de
incomodidad y vergüenza—. Ponte algo —le ordenó, esforzándose por
mantener la compostura.
—¿Por qué? ¿Te da vergüenza? Acabo de volver de correr, tenía que
ducharme —respondió Atlas con una sonrisa traviesa, claramente divertido
por su reacción.
—Si sabías que estaba aquí, podrías haberte llevado la ropa al baño —
protestó, tratando de desviar la mirada mientras el calor le subía a las
mejillas.
—¿Para qué? ¿Nunca has estado en un vestuario? Los dos tenemos lo
mismo, no creo que te asustes —replicó Atlas, con un tono de burla apenas
disimulado.
—Diría que estoy bastante asustado. Te esperaré abajo —dijo, saltando
de la cama con un movimiento rápido, abriendo la puerta con
determinación.
—Espera... —lo llamó Atlas, su tono repentinamente más serio.
Se quedó con la puerta en la mano, sorprendido al ver a Ceo mirándolo
desde el umbral. Él miró su ropa, una camiseta negra que le llegaba a las
rodillas, observó la habitación desordenada y luego dirigió su mirada hacia
Atlas, que permanecía en la puerta con la toalla a la cadera.
—Cuñado —saludó Ceo, con una mezcla de sorpresa y curiosidad en su
voz.
—Atlas durmió en el suelo —explicó con rapidez.
Ceo frunció el ceño y se acercó al marco de la puerta, mirando el suelo
con atención.
—La habitación de al lado es la mía —dijo Ceo con una advertencia en
su tono—. No tengo el sueño ligero, pero no quiero que me despierten
ruidos extraños.
—Eso no va a pasar —le aseguró.
—Vete, Ceo —le ordenó Atlas con firmeza, tiró de él hacia dentro y
cerrando la puerta en la cara de su hermano mayor—. ¿Te molestó que te
trajera a mi cama? Parecías cansado.
—Es que... —Lo miró a los ojos, bajando la vista hacia su torso
desnudo, aún brillante por el agua de la ducha.
—¿Qué? —preguntó Atlas.
—¿Dónde está mi ropa? —se atrevió a preguntar. Este hombre no tenía
corazón, no era consciente de su atractivo físico. Era casi cruel mostrarse
medio desnudo sin medir las consecuencias.
Atlas señaló la mesilla donde la ropa estaba perfectamente doblada.
—¿Me la quitaste tú?
—Claro —confirmó Atlas con una sonrisa juguetona.
—¿Por qué?
—Porque es malo dormir con ropa de calle. Puedes contraer una
infección —explicó Atlas con una seriedad tan inesperada que desentonaba
con su expresión divertida de antes.
Lo miró a la cara y vio que Atlas realmente creía en lo que decía.
—¿Dónde aprendes esas cosas?
—¿No lo sabe todo el mundo? —preguntó Atlas con un tono de
sorpresa, como si la respuesta fuera una verdad universal.
—No.
Atlas se encogió de hombros.
—Pues yo sí.
—¿Es tuya? —preguntó señalando la camiseta negra que llevaba puesta.
—Claro. Vamos a desayunar, estarás de mejor humor después de tomar
tu petróleo líquido —le aseguró Atlas, con un tono casual mientras seguía
cubierto solo con la toalla.
—No puedo bajar a desayunar.
Atlas lo miró sin comprender.
—¿Por qué no? Es la hora del desayuno —le recordó él, como si eso
fuera una explicación suficiente.
—¿Qué va a pensar tu madre de que pasé la noche aquí?
Atlas giró la cabeza y se cruzó de brazos, con una expresión de
confusión.
—¿Qué tiene que pensar? —le devolvió—. Nunca traigo a nadie a casa.
No tengo tiempo para esas cosas y tampoco traería a nadie a casa de mi
familia. Eso no sería respetuoso. Mi madre y mi abuela viven aquí.
Esta vez, él se quedó sorprendido.
—¿No eres virgen?
Atlas soltó una risa divertida y se dirigió a la cómoda, sacando unos
pantalones de baloncesto.
—Ponte esto. Con los cordones deberías poder ajustarlo.
Se puso los pantalones con rapidez. Aunque le quedaban grandes y le
sobraba en la cintura, le servían. Atlas le pasó también unos calcetines.
—¿Qué le vamos a decir a tu familia?
Atlas le dedicó una sonrisa amplia y radiante.
—Que mi prometido decidió pasar la noche en casa. Además, Ceo ya te
vio; todos lo sabrán.
Negó con la cabeza, pero lo siguió por el pasillo. Cuando bajó, encontró
a todos en la mesa. La familia lo recibió con sonrisas y una atmósfera
cálida, que contrastaba con la incomodidad que sentía.
—Gracias —murmuró, avergonzado—. Anoche me quedé dormido y…
—Atlas durmió en el suelo y tú en la cama— lo interrumpió Rhea,
todavía en pijama. Miró alrededor; todos seguían en pijama, incluso Marisa
y Michaella—. Pásame el zumo.
Casi derribó la jarra con su prisa por complacerla.
Marisa le sonrió desde el otro lado de la mesa. No parecía horrorizada ni
escandalizada, así que pudo relajarse un poco al lado de Atlas.
Los demás entablaron conversaciones mientras disfrutaban de la comida
y se despertaban del todo. Entre todos recogieron la cocina, y aunque trató
de irse, acabó intentando aprender un complicado juego de cartas italiano.
—Me estáis haciendo trampas —protestó enfurruñado después de perder
por séptima vez.
—Es que no lo pillas —se burló Rhea, volviendo a repartir.
—Portaros bien con Blake —advirtió Michaella que estaba mirando sus
propias cartas.
—¿A que me están engañando? —preguntó mirando a Atlas.
Él sonrió de medio lado, alzando una ceja. Le devolvió a Rhea sus
cartas, tiró de su silla para quedar pegados y cogió sus cartas.
—Guardate e imparate, amore.
Una mirada bastó para que Atlas le tradujera.
—Mira y aprende.
Atlas fue un maestro paciente, le dio indicaciones en voz baja y lo ayudó
a corregir sus jugadas. Cada toque de Atlas, cada suave orden, parecía
cargar el aire con una tensión palpable que solo ellos podían percibir.
—Es trampa, Atlas te está ayudando —protestó Ceo, que resultó ser
muy mal perdedor.
—De eso nada —se defendió—. Él solo… Atlas es…
—Tu asesor —le susurró Atlas al oído, el calor de su aliento
provocándole un escalofrío.
Toda su piel se erizó, haciéndolo encogerse.
—Mi asesor —repitió, tratando de controlar el sonrojo.
—Dirigía tus jugadas —protestó Rhea tampoco conforme con el
resultado.
—Ya basta —los interrumpió Marisa, poniendo una mano sobre su
hombro y otra sobre el de Atlas—. Ellos son uno solo. No hay trampas, un
cerebro y un corazón. Ahora subid todos a cambiaros; la familia está a
punto de llegar.
—¿La familia? —preguntó desconcertado, empujando las cartas que
Ceo trataba de acercarle para jugar la revancha.
—Claro, cielo. Es domingo. Sube con los demás, dejé ropa de Ceo sobre
la cama de Atlas y puse tu ropa a lavar.
—No era necesario, siento las molestias. Yo…
Marisa le agarró la cara con las dos manos, mirándolo a los ojos.
—Tú nunca molestas, Blake. Ve a cambiarte con los demás —le dejó un
beso en la frente y se alejó canturreando en italiano.
Se la quedó mirando, con una pequeña sonrisa.
—Vamos —ordenó Atlas, tirando de su brazo—. ¿Qué? ¿Te sientes
ofendido porque te besó una mujer? Es una madre, no cuenta.
Se carcajeó mientras subían las escaleras.
—Las madres también son mujeres, ¿lo sabías?
Atlas lo miró frunciendo el ceño.
—Está bien. La tuya no, es una santa —se corrigió al ver su cara.
Él asintió satisfecho con su respuesta, por lo que no pudo resistirse a
lanzarle una pulla.
—Tiene que serlo para aguantarte a ti.
Atlas le gruñó, pero se adelantó corriendo escaleras arriba. Era mucho
más delgado que él y aprovechó su ventaja… que duró cinco segundos
antes de que se abalanzara sobre él.
Cayó en la cama riéndose a carcajadas, con Atlas inmovilizando sus
manos por encima de la cabeza.
—¡Te gané! —anunció risueño.
Atlas lo miró directamente a los ojos, la sonrisa dibujada en su hermoso
rostro.
—¿Qué se siente perder por primera vez en años? —preguntó,
ignorando deliberadamente la intimidad de sus cuerpos. El peso de Atlas
sobre él casi le quitaba el aliento, y no solo por su tamaño... Si no se movía
pronto, Atlas descubriría cuán lejos estaba su amistad de ser platónica.
Los ojos grises de Atlas brillaban con una intensidad abrasadora
mientras se miraban, y el silencio se llenaba con sus respiraciones agitadas,
el sonido de sus corazones latiendo en un frenético compás y sus alientos
fundiéndose en una lucha íntima.
Atlas acercó su rostro aún más, el calor de su aliento acariciando sus
labios. La proximidad era abrumadora; podía sentir cada pulso de deseo,
cada latido resonando con una fuerza casi dolorosa.
—No me siento perdedor —murmuró Atlas.
Se lamió los labios y vio una tormenta desatándose en sus iris claros.
Cerró los ojos y dejó que Atlas tomara la decisión de qué hacer a
continuación.
—¿Qué hacéis? —preguntó Ceo desde la puerta abierta.
Los dos giraron la cabeza hacia donde Ceo y Rhea estaban parados.
—Me caí —mintió en un hilo de voz.
Ceo y Rhea nunca parecieron más hermanos que cuando chasquearon la
lengua al mismo tiempo.
—¿Y tú tropezaste en el mismo sitio que Blake? —inquirió Rhea de
forma burlona.
Atlas se puso en pie en un solo movimiento, ayudándolo a levantarse
después.
—Sí —se limitó a contestar, mirando a sus hermanos mayores sin
avergonzarse. Los tres se quedaron en silencio, y él aprovechó para coger la
pila de ropa que Marisa había dejado antes de entrar al baño.
Si alguien le preguntaba, no sabría qué responder. Su mente estaba en
blanco, completamente desconcertada por lo que acababa de suceder. La
escena seguía repitiéndose en su cabeza como un sueño del que no podía
despertar. Los detalles se mezclaban en un torbellino: la intensidad en los
ojos de Atlas, el calor de su cuerpo tan cerca, la mezcla de sus
respiraciones. Todo se sentía irreal, como si hubiera cruzado una línea
invisible y desconocida. No tenía ni idea de cómo había llegado a ese punto
ni qué significaba realmente.
CAPÍTULO 14
Pasar todo el fin de semana con los Scala fue genial, pero en su relajante
escapada olvidó el motivo que lo había llevado a marcharse el sábado. Su
recordatorio llegó el lunes a las diez de la mañana, cuando su padre lo llamó
con exigencia, preguntando si iba a casarse.
La sorpresa y la presión del momento lo hicieron dudar. Aunque aún no
había decidido si quería mentirle a su familia, el tono enfadado de su padre
lo hizo ponerse a la defensiva, y acabó diciendo que sí. Hablar con su padre
siempre era agotador, una tarea que lo dejaba sin energía, pero esta vez la
noticia fue lo suficientemente importante como para que también llamara a
su exesposa para darle la noticia personalmente.
El intercambio con ambos lo dejó completamente extenuado. Rhea
intentó animarlo con su habitual energía, pero no logró evitar que él se fuera
a casa un poco antes de lo habitual. Tenía que reflexionar sobre lo que
quería hacer. ¿Por qué seguía con esa farsa? ¿Realmente valía la pena
mantener una mentira de tal magnitud solo para lograr su objetivo?
Ser socio de la empresa era su sueño, lo que siempre había querido.
Conseguirlo antes de los treinta era su meta, el objetivo que se había fijado
desde el principio. Sin embargo, la carga emocional de la mentira le pesaba
cada vez más, y comenzaba a cuestionarse si el precio que estaba pagando
era demasiado alto.
Suspiró, deprimido e inseguro sobre su propia moralidad. Cogió el móvil
y decidió salir a la calle; unas patatas fritas le vendrían bien.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendido al encontrarse con Atlas al
otro lado de la puerta.
No había rastro de ropa deportiva; en su lugar, Atlas llevaba unos
vaqueros oscuros, una camiseta azul y una chaqueta entallada.
—Rhea me contó lo de tus padres y me dio tu dirección —se limitó a
responder Atlas—. ¿Vas a verlos?
—No, ni de broma. En realidad, iba a salir a comer algo —reconoció, un
poco avergonzado.
—Vamos en mi coche. Está aquí en la esquina.
Atlas hizo un gesto con la cabeza para que saliera, su presencia tranquila
lo hizo sentirse un poco mejor de manera instantánea.
—¿A dónde quieres ir a cenar? —preguntó Atlas.
—Estaba pensando más en conseguir patatas fritas.
Las cejas de Atlas se alzaron en sorpresa, su expresión un reflejo sincero
de incredulidad, pero también de simpatía.
—¿Solo patatas?
—Sí, con salsa —contestó, un poco avergonzado, pero con el corazón
puesto en algo simple que le proporcionara consuelo.
Le agradeció en silencio que no comentara su elección y que respetara
su necesidad de tener un poco de silencio, dejándolo a solas con sus
pensamientos.
El viaje en coche comenzó con el sonido familiar del motor
encendiéndose. Atlas, al volante, se mantenía en silencio, permitiendo se
sintiera acompañado sin necesidad de hablar.
—Gracias por venir —murmuró, mirando por la ventana mientras las
luces de la ciudad se reflejaban en el cristal—. ¿El restaurante de Dimas?
—preguntó al reconocer la calle.
—Sí, si vas a comer hidratos, hagamos que merezca la pena —respondió
Atlas con una sonrisa.
Salieron del coche y no pudo evitar fijarse en que había bastantes
clientes en el interior.
—¡Primo! —La voz de Dimas llegó chocando en un abrazo cálido y
entusiasta con Atlas—. ¡Primo Blake! ¡Bienvenidos! ¿Venís a cenar? —
preguntó encantado, con una sonrisa amplia que reflejaba su alegría
genuina.
—Algo así, estábamos cerca y Blake tiene antojo de patatas —contestó
Atlas, señalándole.
—¿Patatas? —repitió Dimas desconcertado, levantando una ceja
mientras intentaba procesar el pedido inusual.
—Patatas fritas y todas las salsas que puedas conseguirle—añadió Atlas
sin dudar ni hacer ninguna mueca.
Se encogió un poco al notar la mirada curiosa de Dimas, que parpadeaba
con un atisbo de sorpresa.
—Patatas será —aceptó finalmente Dimas, antes de guiarlos entre las
mesas llenas de gente—. Os traigo algo de beber —dijo en cuanto los sentó
en una mesa decorada con un elegante mantel blanco.
—Creo que aquí no sirven patatas fritas —señaló en voz baja, mirando
alrededor con una expresión de escepticismo.
El local estaba decorado con buen gusto: maderas oscuras que resaltaban
las hermosas lámparas de cristal colgando del techo. La iluminación suave,
proveniente de luces cálidas salpicadas por las paredes, creaba una
atmósfera cálida mientras que los detalles en madera daban un toque de
elegancia rústica al espacio.
—Este sitio es precioso —dijo sonriendo sin dejar de observar los
detalles.
—Gracias, primo —respondió Dimas mientras descorchaba una botella
de vino—. Nada de cerveza, ¿verdad?
—Sí, por favor. Tienes muy buena memoria —lo alabó, notando el
destello de diversión en los ojos de Dimas—. Puedes traernos cualquier
entrante para comer, en realidad no tengo mucha hambre. No te preocupes
por lo de las patatas —le aseguró de forma apresurada, todavía avergonzado
por su infantil petición.
—Somos parientes, si quieres patatas, tendrás las mejores del mundo —
le prometió Dimas con una sonrisa antes de alejarse.
—Adoro a tu familia, son tan cálidos y abiertos —admitió.
—Llevamos en las venas el calor del Mediterráneo —le aseguró Atlas
mientras se servía agua de la botella que Dimas había dejado para él.
—Me siento fatal por mentirles, son tan buenos conmigo.
—No lo haces, la tía Luisa sabe que no es verdad, toda la familia lo sabe
a estas alturas —le prometió Atlas, jugando con el borde de su copa.
—¿Y entonces por qué me tratan como si fuéramos pareja?
Atlas se encogió de hombros, mirando alrededor mientras el sonido de
risas y conversaciones veladas los rodeaba.
—No les importa si lo eres o no. Solo lo que yo digo, y si te trato como
si lo fueras, para ellos es suficiente.
—¿Porque somos amigos? —preguntó moviendo su copa llena de vino,
el líquido rosado girando en su interior.
Atlas lo miró unos segundos antes de asentir, con una mirada que
reflejaba un pensamiento profundo.
—Mis padres nunca me dejarían mentir sobre algo así —se arrepintió de
nombrarlos en cuanto lo hizo, mirando a la mesa. Casi había conseguido
olvidarse de ellos.
—¿Qué pasa con el tema de tus padres? Eres un hombre seguro, nunca
te había visto tan nervioso.
—No son nervios —contestó toqueteando la base de su copa—. Mis
padres son un tema… conflictivo.
—Rhea dice que están divorciados desde hace unos años.
—¿Vosotros siempre os lo contáis todo? —preguntó tratando de distraer
la atención con una sonrisa forzada.
La ceja alzada de Atlas le dejó claro que no había conseguido engañarlo,
y un leve rubor apareció en sus mejillas.
—Digamos que fue un divorcio…
—¿Difícil? —lo ayudó Atlas, tratando de suavizar el tema.
—Más bien… patéticamente ordinario. Suspiró al ver su gesto de
desconcierto—. Mi padre cumplió los cincuenta, se compró un nuevo
deportivo y una novia casi tan joven como su propio hijo.
Atlas asintió cruzándose de brazos, marcando más sus musculosos
brazos bajo la camisa.
—La conoció gracias a mi madre, era su monitora de pilates. Pasó de
darle las clases dos veces por semana a ser la dueña de la casa —dijo
tratando de sonar divertido, pero su tono tenía un matiz de desprecio que no
fue capaz de ocultar.
—¿Cómo se lo tomó tu madre? —le preguntó Atlas.
—Horrible. Fue una lucha encarnizada por repartir sus propiedades y
dinero. Ahora ella tiene un amante nuevo y escandalosamente joven cada
pocos meses.
—¿Tienes mucho trato con ellos?
—Sí —contestó dejando salir una amarga sonrisa, sus ojos reflejando el
desgaste emocional—. Tenemos el mismo ADN. Nos vemos una vez al año
y cada vez que necesitan un mediador me llaman.
—Parece muy…
—Parece lo que es. Un despropósito.
Atlas giró la cabeza de un lado a otro, pero no le dio tiempo a responder.
Dimas volvió con otra camarera que traía una bandeja rebosante de
pequeños platos de tapas variadas y una gran fuente de patatas fritas
crujientes con seis tipos de salsas distintas.
—Lo mejor para mi familia, disfrutad de la comida —les deseó antes de
retirarse.
—Muchísimas gracias —dijo emocionado, cogiendo una patata—.
Crujiente por fuera y blandita por dentro.
Atlas sonrió, cogiendo una zanahoria para untarla con hummus.
—¿Cómo se tomaron la noticia de tu compromiso?
—Llevaban años sin hablarse, pero mi padre la llamó para contárselo.
Los dos quieren verme, bueno, vernos —le aclaró.
—¿Te apoyaron cuando se enteraron de que eras gay?
Meditó la respuesta antes de dársela.
—Supongo que sí, en realidad podía ser peor. Ensayé durante semanas,
meses. Sabía que ellos lo sabían, pero quería decírselo yo. Y la noche en
que finalmente les di la noticia, mi madre me pidió que le pasara la sal y
papá dijo: “Oh, genial”.
Atlas se atragantó con la comida.
—¿Le dijiste a tu padre que eres gay y él solo dijo: “Oh genial”?
—Sí, aunque para ser sincero no creo que hubiera mucha sorpresa.
Siempre me fijé en los chicos, estoy seguro de que se lo esperaba. La
reacción fue tan... desapasionada, como si ya lo hubieran asumido hace
tiempo y no entendieran del todo porque los molestaba con el tema.
—En realidad nunca más he tenido que contárselo a nadie, la gente me
conoce y deduce que lo soy.
—Hay cosas que no hay que decir —opinó Atlas, mientras cogía otra
zanahoria, el hummus cubriendo su superficie de manera apetecible—.
Puede que tus padres estén nerviosos por no conocer a tu prometido, es
bastante lógico.
—Supongo que sí, la verdad es que no sé por qué me molesta tanto que
lo sepan. Creo que en el fondo me avergüenza. Y no significa que no seas
suficiente para mí —le cortó al ver su cara de enfado.
Atlas sonrió con diversión por ser pillado tan rápido.
—Me avergüenza porque mi padre consiguió ser socio a los treinta años,
fue el abogado más joven en lograrlo.
—¿Y?
Suspiró metiéndose dos patatas en la boca, el sabor de la salsa de yogur
contrastando con el toque picante.
—Y yo cumplo treinta en noviembre, falta un par de meses y necesito un
prometido para ascender.
Atlas tomó una respiración profunda y él tuvo que bajar la cabeza por la
vergüenza.
—Sé que es una tontería —admitió—. Pero desde niño sueño con ser
abogado, en mi familia llevamos generaciones de ellos. Siempre quise serlo,
ser como mi padre y mi abuelo, seguir esa tradición.
—Hasta que se divorció —adivinó Atlas.
—No fue el divorcio, fue la traición. Hubiera entendido que se
separaran. Nunca me parecieron felices juntos. No me interpretes mal, sé
que un divorcio es cosa de dos, pero la deslealtad de liarse con la profesora
de mi madre... eso no lo entiendo. ¿Te parece muy infantil?
—No. No soporto las mentiras. Una traición, da igual al nivel que sea, es
imperdonable. Entiendo lo que dices, pero te vuelvo a decir que no es para
tanto. Quedamos con ellos, los tranquilizas y se acaba. Fácil.
Se comió tres patatas con salsa de yogur antes de responder.
—Es que...
—¿Quieres el ascenso lo suficiente como para tener un prometido falso?
—lo presionó Atlas.
—Sabes que sí. Es lo que más quiero. El prestigio y el respeto en mi
carrera son muy importantes. El ascenso lo es todo para mí.
—Bien, pues ya sabes lo que tienes que hacer.
Probó una salsa naranja con una cucharadita para ganar tiempo, el sabor
ácido y dulce mezclándose en su paladar.
—Blake —le dio un vuelco el corazón al escuchar la forma tan única
que tenía de pronunciar su nombre, con ese precioso acento italiano—.
Organiza una cita con tus padres, ahora. Termina con esto.
Se limpió las manos y cogió su móvil. Escribió un mensaje que copió
para los dos, citándolos a desayunar.
—¿Sabes lo que es un club de campo? —preguntó apagando el móvil
para seguir ignorándolos.
Atlas le dedicó una de sus patentadas miradas altivas, aunque había un
brillo de curiosidad en sus ojos.
—No. Suena estirado y aburrido.
—Pues felicidades. Acabas de conseguir un desayuno gratis en el club
de campo.
—¿Tengo que llegar traje? —le preguntó robando una de las patatas,
hundiéndola en una salsa verde que se veía especialmente apetecible.
—Puedes llevar lo que quieras —respondió distraído al ver que se la
comía con gusto—. ¿Estás comiendo carbohidratos? ¡¿De noche?! —
preguntó risueño, notando el desliz en su estricta dieta.
—La situación lo amerita —le aseguró Atlas, cogiendo otra patata con
una sonrisa satisfecha.
Estalló en carcajadas que lo hicieron olvidar que estaba preocupado
hasta hace unos segundos.
—No se lo cuentes a nadie, o me perseguirán con comida a todas horas
—le advirtió Atlas con un guiño—. Será nuestro secreto.
—Vale —aceptó sonriendo a pesar de que podía ver a Dimas escribiendo
a todo velocidad en su móvil con cara de incredulidad, mirándolos de vez
en cuando.
Cuando Atlas volvió a estirar la mano, puso la suya encima,
deteniéndolo.
—Gracias, de verdad. Sé que estos meses han tenido que ser caóticos y
muy raros para ti, gracias por no echarte atrás. Cuando sea socio te invitaré
a comer toda la lechuga que quieras... o patatas —añadió riendo, la gratitud
era notable en su voz, pero no hizo nada por ocultarla.
Atlas estrechó los ojos y tiró de su silla con la otra mano, poniéndolo a
su lado.
—No soy de los que abandona una pelea, amore —le dijo inclinándose
sobre él.
—Lo sé, de verdad. Gracias. Te metí en todo este lío sin conocernos de
nada, pero no sabes lo feliz que estoy de que fueras tú.
Los ojos grises de Atlas brillaron, estaba seguro de que iba a decir algo,
pero en su lugar cogió otra patata y la hundió en la salsa de antes.
—Ahora te conozco y no me voy a ninguna parte. Prueba, es salsa de
ajo, perejil y limón. Es la salsa familiar que mi abuela —lo tentó
sosteniéndola delante de su boca.
Separó los labios y mordió la patata, llenándolo de un sentimiento de
pertenencia que no tenía nada que ver con la comida.
—Es fresco e intenso, me gusta.
Atlas sonrió con satisfacción, probando también una.
—Probemos con la focaccia, es receta de la tía Luisa. Ella siempre sabe
cómo hacer que cada comida sea memorable.
Obedeció sin dudar, probando los demás platos que Dimas les había
llevado. Olvidado quedaba todo el estrés y malestar del día. Estaba
agradecido de tener el mejor falso prometido del mundo.
CAPÍTULO 15
—Blake —lo llamó Atlas con un tono suave, pero firme.
—Dime —contestó, pasándose las manos húmedas por las rodillas en un
vano intento de secárselas, tratando de ocultar su nerviosismo.
—Llevamos aquí parados diez minutos. Estamos llegando cinco minutos
tarde —insistió Atlas, su paciencia empezaba a agotarse.
—Lo sé —respondió, mirando al imponente edificio frente a ellos. Solo
había coches elegantes estacionados en el aparcamiento, el césped estaba
perfectamente cuidado y las flores de temporada añadían un toque de color
vibrante al idílico paisaje.
Atlas suspiró profundamente, salió del coche y se dirigió hacia su lado,
abriéndole la puerta con una sonrisa tranquilizadora.
—Llegamos tarde, en algún momento tendremos que movernos —le
recordó Atlas con una leve inclinación de su cabeza.
Levantó la mirada, fijándose en la ropa de Atlas por primera vez.
Llevaba unos vaqueros negros ajustados y una camisa blanca metida por
dentro, con los tres primeros botones desabrochados, dejando ver su pecho
bronceado que brillaba ligeramente bajo la luz del sol. La combinación de
su piel dorada y el blanco inmaculado de la camisa creaba un contraste tan
seductor que no podía apartar los ojos.
—Estás muy guapo —admitió sin pensar, sus palabras salieron antes de
que pudiera detenerlas, pero no podía ni enfadarse consigo mismo. Estaba
espectacular, el blanco enfatizaba sus hipnóticos ojos grises y el tono
aceitunado de su piel. Normalmente, ya era difícil resistirse a él, pero hoy
parecía una obra de arte, y todo lo que se le ocurría a su mente era: «Quiero,
quiero, quiero…»
Atlas sonrió, sujetándole del brazo para ayudarlo a bajar del coche con
una delicadeza inesperada de alguien como él. No le gustaba que lo trataran
con tanto cuidado, pero con Atlas le encantaba. Lo hacía sentirse especial
porque sabía que era el único que recibía ese tipo de atenciones de su parte.
—Tú también, amore —respondió Atlas.
No pudo contener la sonrisa al notar cómo Atlas se esforzaba en
calmarlo. Aunque su apariencia de hoy no tenía nada extraordinario, un
pantalón marrón y un fino jersey gris, tenerlo a su lado le daba una
sensación de seguridad inigualable, como si llevara una armadura invisible.
La simple presencia de Atlas le infundía una confianza que no podía
explicar.
Atlas cerró el coche y lo tomó de la mano, guiándolo hacia el edificio
principal. La arquitectura impresionante del lugar, que normalmente habría
captado toda su atención, quedó en un segundo plano ante la cercanía de
Atlas.
—Mi familia no es como la tuya —dijo, tratando de prepararlo para lo
que se avecinaba.
—Estaremos bien —le aseguró Atlas con voz serena.
—Mis padres están locos, lo digo de verdad. Es la primera vez en años
que compartimos mesa; probablemente dirán cosas horribles y se echarán
en cara un montón de historias pasadas.
—Todo irá bien —insistió Atlas sin emoción, pero con una
determinación tranquilizadora.
—Vas a pensar que estamos todos locos y lo peor es que tendrás razón,
porque tu familia es enorme y amistosa…
—Y entrometida, gritona, sin respeto alguno por el espacio personal —
terminó Atlas, girándose hacia él con una sonrisa que era un juego entre la
diversión y el cariño. Rodeó su cintura con las manos, acercándolo a su
cuerpo con un gesto protector y posesivo que hablaba de cómo de
familiarizados estaban ya el uno con el otro—. Todas las familias tienen sus
locuras. No pasa nada, no voy a salir corriendo, no me iré a ningún sitio.
Somos amigos, ¿no?
¿Amigos? Él usó ese término para describir su relación, pero no había
nada amistoso en la forma en que se sentía cuando Atlas lo tocaba, cuando
sus cuerpos se alineaban así, tan cercanos. La palabra “amigos” no parecía
suficiente para describir la intensidad de lo que compartían cuando estaban
como ahora.
—Lo somos —repitió, sin reprimir el puchero que había tratado de
contener para no parecer un niño malcriado—. Solo por si tienes dudas, no
me parezco en nada a ellos.
Atlas negó con la cabeza, sus ojos fijos en los suyos.
—Nada de lo que tus padres puedan decir o hacer cambiará mi opinión
sobre ti. Además, ya pienso que eres una persona horrible, no puede
empeorar —dijo Atlas con una sonrisa burlona.
Se carcajeó, aliviando sus nervios. Dejó caer la cabeza sobre el pecho de
Atlas y tomó una respiración profunda, permitiendo que el aroma fresco de
su perfume lo envolviera. El cálido y familiar aroma le proporcionó una
sensación de calma, como un suave bálsamo que apaciguaba sus
inquietudes. Sentir el latido constante y firme del corazón de Atlas bajo su
mejilla resultó reconfortante.
—No sé por qué estoy así, es una tontería. Soy un adulto, incluso aunque
esto fuera real, no debería importarme su opinión —admitió, intentando
sonar más seguro de lo que se sentía.
Atlas acarició su espalda con suavidad, tratando de reconfortarlo para
darle el valor que le faltaba. Estaba seguro de que no entendía nada, pero lo
significaba todo que lo estuviera apoyando de todas formas.
—Tú contén la respiración y aguanta el tipo. No puede ser tan malo —
intentó calmarlo Atlas, apretando su mano con firmeza para guiarlo al
interior.
—Lo será, ya lo verás —adivinó con pesadumbre.
Supo que era un desastre cuando vio a sus padres sentados en una gran
mesa redonda con sus respectivas parejas, las tensiones eran palpables
incluso a la distancia.
—Dios mío. Prepárate para dar un puñetazo si la cosa se pone fea —
murmuró mientras se acercaban a ellos.
—No voy a pegar a tus padres —protestó Atlas, mirándolo con
incredulidad.
—¿Quién está hablando de ellos? Pégame a mí y déjame fuera de
combate —respondió, medio en broma, medio en serio, tratando de aligerar
la tensión que sentía en el pecho.
—Blaiki. ¡Yuju! —gritó la mujer de su padre, estirando la mano como si
fuera imposible pasar por alto su vestido fucsia brillante.
—¿Blaiki? ¿Eres un caniche? —le susurró Atlas.
—Papá, mamá —anunció en cuanto se detuvieron—. Este es mi
prometido, Atlas Scala. Ellos son mis padres Clara Cooper y Tobías Miller.
Y ella es la mujer de mi padre, Wendy. Él no sé quién es —admitió
disgustado con que su madre hubiera traído a un desconocido a un asunto
tan privado.
—Yo soy Gary, un amigo de Clara —se presentó él mismo.
Miró con desagrado al hombre, que tendría unos veinte años. Genial, su
madre seguía con su juego de competencia.
—Es un placer conocerlos —saludó Atlas tomando asiento a su lado.
—Creía que solo seríamos los cuatro —dijo tratando de no empezar con
mal pie.
—Estamos celebrando tu compromiso, cuantos más mejor —contestó
Wendy sonriendo.
Cogió la carta para evitar responder.
El camarero apareció con rapidez para tomarles nota, rompiendo el
momento tenso.
—Así que, boxeador —empezó su padre, en cuanto el hombre estuvo lo
suficientemente lejos para no escuchar.
—Papá, por favor —se quejó, sintiendo que la presión en sus sienes
aumentaba.
—¿Qué? ¿No puedo preguntar por tu novio? —le preguntó su padre, con
genuino interés e incomodidad.
—Prometido, papá. Es mi prometido —le recordó, subrayando la
palabra “prometido” con un leve toque de irritación.
—Bueno, no lo será tanto si tus padres no sabían que existía hasta la
semana pasada. Aunque, según parece, llevas meses comprometido —dijo
su madre, con una mirada mordaz que atravesaba la mesa como una flecha
—. ¿Por qué te comprometes y no haces una fiesta para anunciarlo?
—Quizá no haya nada que celebrar —opinó su padre, alzando las cejas
mientras ajustaba su servilleta con una mano, como si intentara desviar la
atención de la conversación.
Enderezó los hombros y se recordó que tenía que mantenerse tranquilo;
no podía permitir que la situación se convirtiera en una escena. Su
respiración se volvió más profunda mientras se esforzaba por estar calmado.
—Estoy muy orgulloso del hombre que tengo al lado, padre —respondió
cortante, su voz firme, pero temblorosa—. Después de los escándalos que
esta familia ha tenido, preferí mantenerlo en la intimidad. No todos desean
el centro de atención.
—Blaiki, ya nadie recuerda eso —le aseguró Wendy, con una expresión
de sincero desdén mezclado con un intento de apaciguamiento—. Y si
recordaran, no sería por nada que valga la pena.
—Te he dicho mil veces que no me llames así, Wendy Lou —contestó
usando su nombre completo, algo que sabía que ella odiaba. La sonrisa en
el rostro de Wendy se desvaneció, dejando un gesto de incomodidad.
—Blake, conservemos la educación —le pidió su padre, tratando de
suavizar la tensión. Sus ojos, que solían reflejar severidad, ahora mostraban
un atisbo de preocupación.
La mano de Atlas encontró la suya bajo la mesa. El roce de sus dedos
entrelazados ofreció una sensación de anclaje y seguridad. Giró la cabeza,
observando el rostro impasible de Atlas, notando que no había una gota de
emoción en su rostro, nada. El confort fue instantáneo; alguien que veía el
mundo de una forma tan distante y fría no podía venirse abajo solo por las
palabras de su complicada familia.
Dos camareros llegaron a servir los platos con una precisión casi
coreográfica. Le dio un apretón de agradecimiento a Atlas, notando la
forma en que el camarero levantó una ceja al observar el gesto. Su padre,
con una mirada astuta, no pasó por alto el detalle.
—¿Cuándo os casáis? —preguntó su madre, con un tono calculador. Sus
ojos no dejaban de observar a Atlas con una intensidad casi evaluadora.
—Todavía no lo hemos decidido —respondió, sintiendo la necesidad de
reafirmar su decisión a pesar de la tensión del momento.
—Supongo que no, porque tampoco veo ningún anillo —comentó su
padre, inclinándose hacia adelante. El brillo de la luz sobre la mesa acentuó
las arrugas en su frente.
—Corazoncito, son gays. Puede que no se regalen anillos —le corrigió
Wendy, mientras palmeaba el brazo de su padre.
—¿Y entonces cómo sabrá la gente que están prometidos? ¿Cuál es el
equivalente gay a un anillo? ¿Una pulsera? ¿Un colgante? ¿Una corona? —
inquirió su padre, la confusión evidente en sus rasgos. El eco de sus
palabras resonaba como una pregunta genuina más que una crítica.
—¡Papá!
—Lo pregunto sin mala intención —se justificó él, alzando las manos en
señal de inocencia.
—Buscaremos a un joyero que haga lo que quieras, pero necesitas un
anillo de compromiso. No es aceptable estar prometido sin uno —exigió su
madre con firmeza y una obvia preocupación porque no estuvieran
haciendo las cosas de la forma que ellos consideraban correcta.
—Creo que ha habido un error —interrumpió Atlas con calma, con una
sonrisa en sus labios. Sus ojos se encontraron con los suyos, transmitiendo
una sensación de apoyo incondicional. Lo conocía ya lo suficiente como
para saber que iba a sacar su carácter y salirse con la suya.
—Un… ¿error? —preguntó su madre, con un toque de desconcierto en
su voz.
—Sí, están suponiendo que fui yo quien le pidió la mano. Y no fue así.
Yo debería tener un anillo —explicó Atlas, con un brillo travieso en los
ojos.
Tuvo que bajar la cabeza hacia su plato para no estallar en carcajadas al
ver las expresiones heladas en los rostros de los cuatro. Era como si un
tornado hubiera atravesado la mesa, dejando caos a su paso.
—¿Blaiki te lo pidió? —preguntó Wendy, boquiabierta, su rostro era el
vivo retrato del asombro más absoluto.
—Lo hizo, se me adelantó —confesó Atlas, con un tono conspirador—.
Yo tenía todo un plan: rosas rojas, un fin de semana en un hotel elegante y
champán. Pero no pudo ser, quiso sorprenderme y lo hizo.
Podría haberlo besado en ese momento, no solo por la obvia mentira,
sino porque su estrategia de desviar los ataques hacia él estaba funcionando.
Atlas no estaba devolviendo los golpes, sino que estaba desconcertando a la
familia con su inteligencia.
Miró a Atlas, quien estaba bebiendo con tranquilidad un batido de algas,
y no pudo evitar sonreír. Aunque sus padres lograran ponerlo de los nervios,
no había razón para perder la calma. No conseguirían llegar a Atlas.
—¿Y por qué no le compras un anillo? Un viaje a Tiffany solucionaría el
problema —opinó su madre, tratando de retomar el control de la
conversación, aunque todavía parecía en shock.
—No iremos a Tiffany, vamos a comprar el anillo en la joyería del primo
Vinnie Junior. Es el joyero de la familia Scala desde que mi tío, Vinnie
padre, se jubiló —respondió Atlas con seriedad, como si estuviera hablando
de la elección más lógica.
La cara pálida de su madre y el gesto escandalizado de su padre hicieron
que se esforzara aún más para contener la risa. Era un espectáculo digno de
ver verlos tan fuera de elemento.
—¿Dónde tiene tu primo la joyería? ¿En el centro? —preguntó su padre,
con un tono de escepticismo en su voz, frunciendo el ceño mientras tomaba
un sorbo de agua para refrescarse.
—No, a las afueras —contestó Atlas tranquilo—. Entre una panadería y
una tintorería. Es uno de los mejores locales de la calle, pura clase, les
aseguro que está a la altura de su maravilloso hijo.
Probó sus huevos revueltos con una expresión de satisfacción, ahogando
la risa que amenazaba con escapar. Su padre carraspeó antes de atreverse a
probar su cóctel, con la clara sensación de que el escenario que se
desplegaba ante él era demasiado horrible para su comprensión.
—¿Y a ti te parece bien comprar el anillo en un sitio así? ¿No prefieres
ir a un sitio un poco más… conocido? —preguntó su madre.
Negó con la cabeza, sin molestarse en ocultar la sonrisa. La impaciencia
de su padre y la desesperación de su madre solo añadían diversión al
espectáculo.
—Para nada. El primo Vinnie es familia, nos dará solo lo mejor.
Siguió comiendo mientras observaba a Wendy tratando de calmar a su
padre en voz baja, quien parecía estar al borde de un sofoco, y a Gary
intentando animar a su madre con palmaditas en la mano. Los esfuerzos de
todos eran casi cómicos en su desesperación por entender la situación.
Miró a Atlas, quien le guiñó un ojo y se inclinó sobre él, susurrándole al
oído con una sonrisa satisfecha.
—Y el equipo Scala gana por KO.
CAPÍTULO 16
Cuando salieron del club de campo, el sol estaba en su punto más alto,
indicando que casi era mediodía. Habían logrado bloquear todos los
intentos de sus padres por obtener más información sobre su relación. Se
habían enfocado en responder a las preguntas genéricas, aquellas para las
que ya tenían preparadas respuestas, y habían desviado hábilmente
cualquier presión adicional.
—¿Cansado? —le preguntó Atlas al escucharle suspirar.
—Un poco. Y bien, ¿qué opinas de ellos? —quiso saber, mirando a
Atlas.
—No importa lo que piense, no son mis suegros de verdad —le recordó
con una sonrisa enigmática mientras caminaban por el sendero del club al
aparcamiento.
—Somos amigos —tuvo que recordarle, con un toque de humor en su
voz sintiendo un pequeño pinchazo al decirlo—. Tienes que decirme la
verdad.
—No son tan malos —contestó Atlas, encogiéndose de hombros
mientras avanzaban juntos, la luz del sol se filtraba a través de los árboles y
creaba patrones de luz en el suelo.
La risa se le salió sola al escucharle, una carcajada que alivió el peso de
la situación.
—Después de meses juntos, ¿eliges este momento para ser amable? —
preguntó, todavía riendo mientras miraba a Atlas con diversión.
Atlas se detuvo al llegar al coche. La expresión en su rostro parecía decir
que, aunque estaba bromeando, también había verdad en sus palabras. La
forma en que el sol jugaba con sus cabellos, creando reflejos, lo hizo perder
la concentración.
—Siempre he sido amable —opinó Atlas con una sonrisa pícara,
acorralándolo contra la puerta del copiloto mientras el sol del mediodía
brillaba en el cielo—. Solo que a veces, la amabilidad llega en los
momentos más inesperados.
—Gracias por esto. No habría salido de ahí sin montar un escándalo sin
ti —dijo, sin inmutarse por la falta de espacio entre ellos.
Conforme pasaban los días, se encontraba cada vez más cerca de Atlas.
Todavía no estaba seguro si él lo hacía a propósito o si era simplemente
parte de su naturaleza italiana. Los Scalas eran bastante cariñosos; puede
que solo fuera una señal de lo que había avanzado su amistad.
Atlas le dedicó una de sus sonrisas burlonas, encogiéndose de hombros
con una expresión desenfadada.
—Estoy orgulloso de ti, supiste controlarte y ahora ya se terminó. Con
suerte, no volveremos a verlos —le aseguró Atlas, con una sonrisa de
aprobación.
Suspiró, encogiéndose de hombros en una perfecta imitación del gesto
que acababa de hacer Atlas.
—¿Me llevas a casa? —preguntó, agarrando uno de los botones de la
camisa de Atlas y dándole un pequeño tirón con un gesto juguetón.
Atlas negó con la cabeza, sus ojos llenos de esa malicia que ya había
aprendido a reconocer. Era una mirada que prometía diversión.
—No, te abandonaré aquí para que te devoren los lobos de ahí dentro —
dijo Atlas, con una expresión traviesa y un tono bromista que hizo que su
mirada brillara con intensidad.
—¡Oye! —recriminó, indignado, pero con una sonrisa apenas contenida.
Su respuesta fue un pequeño golpe en el brazo de Atlas, que parecía
disfrutar de la broma.
—Podía ser peor. Son lobos de clase alta, no te comerán sin cocinarte y
usar cuchillo y tenedor de oro —añadió Atlas muy serio.
Estalló en risas, liberándose del agarre de Atlas para abrir la puerta del
coche y subir al asiento del copiloto.
—Si tengo que elegir, prefiero que me comas tú —le aseguró, con un
tono coqueto que hizo que él levantara una ceja en una expresión de
sorpresa juguetona.
—No me des ideas, amore —le advirtió Atlas, con una sonrisa
encantadora mientras cerraba la puerta y se dirigía a su asiento. La forma en
que pronunciaba “amore” estaba llena de un tono cómplice y burlesco que
solo ellos compartían.
Atlas arrancó el coche con un movimiento fluido, la suavidad del motor
mezclándose con el murmullo de sus voces repasando los momentos más
bizarros. El ambiente dentro del coche era ligero, una burbuja de intimidad
que contrastaba con las tensiones de la mañana. Nunca se cansaría de pasar
tiempo con Atlas.
—Tus padres son dos estirados, puedo entender por qué te molestan.
Tienen doble moral; es inconcebible que tú no tengas un anillo, pero creen
que es aceptable que tengan parejas de la edad de su hijo.
—Wendy Lou es casi dos años más mayor que yo —reconoció, con una
sonrisa irónica.
Atlas lo miró un segundo, dejando escapar un largo silbido de sorpresa.
—Y además son elitistas, algo que me resulta gracioso porque es obvio
que ninguna de sus parejas tiene un buen nivel adquisitivo.
—Mi madre se conforma con cualquier hombre joven que esté dispuesto
a viajar con ella y salir con sus amigas, y ya te conté a qué se dedicaba la
mujer de mi padre —dijo con un tono resignado, mirando el paisaje que
pasaba por la ventana del coche.
—Sabes que no le caes mal, ¿verdad? —preguntó Atlas, mirándole con
simpatía.
—¿A quién? —preguntó, aún distraído por el entorno.
—A la mujer de tu padre. Te crispa los nervios, pero a ella le gustas —
explicó Atlas mientras maniobraba el coche en un estacionamiento cercano.
—Claro que no, nos odiamos mutuamente. Se casó con mi padre por
dinero; yo soy un obstáculo para cobrar la herencia —protestó, frunciendo
el ceño.
—No es eso lo que veo. Ella intenta caerte bien —aseguró Atlas,
mientras estacionaba el coche con habilidad.
—Es una estrategia —le aseguró, malhumorado.
—A veces, las estrategias de las personas son más complicadas de lo
que parecen —dijo Atlas, mientras bajaba del coche y se estiraba.
—¿Dónde estamos? —preguntó al no reconocer la calle mientras miraba
a su alrededor con curiosidad.
—A ver al primo Vinnie. Llevamos meses prometidos y sigues sin
anillo. No podemos seguir así; tus jefes están sospechando —le respondió
Atlas, con una expresión decidida.
Asintió con torpeza y siguió a Atlas, observando el edificio con
atención. El letrero en la vitrina decía “Joyería Scala”.
—Vosotros no os esforzáis mucho buscando nombres, ¿verdad? —
comentó, levantando una ceja mientras leía el nombre del negocio.
—No mucho —reconoció Atlas con una sonrisa pícara.
—¿Dónde están la panadería y la tintorería? Eres un mentiroso, estoy
decepcionado —añadió, con un tono juguetón mientras se acercaban a la
entrada.
El local no era muy grande, pero estaba decorado con gusto. La entrada
consistía en una vitrina acristalada que exhibía una selección
cuidadosamente elegida de joyas. Dentro, el ambiente estaba iluminado por
lámparas de diseño que proyectaban una cálida luz dorada, realzando el
brillo de las piezas expuestas.
—¡Primo! —exclamó un hombre de unos cuarenta años, acercándose a
ellos con una sonrisa y brazos abiertos para un abrazo.
Atlas aceptó el fuerte abrazo de Vinnie. Se maravilló una vez más por la
evidente similitud genética entre los miembros de la familia, admirando el
brillo en los ojos de los dos primos que parecían felices de verse a pesar de
que estuvieron juntos el fin de semana.
—Primo Blake, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos en la boda y nos
vimos el sábado —le recordó Vinnie, dándole también un fuerte abrazo
acompañado de dos palmadas en la espalda que lo dejaron sin aire.
El calor y la falta de respeto por el espacio personal eran la norma, algo
que los Scala parecían considerar una muestra de afecto.
—Claro que lo recuerdo, es un placer volver a verte —dijo, recuperando
el aliento mientras sonreía.
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó Vinnie, con una mirada curiosa que
iba de uno a otro.
—Venimos a comprar anillos de compromiso —respondió Atlas,
señalándole con un dedo.
Los ojos de Vinnie se iluminaron de inmediato con una expresión de
genuino entusiasmo.
—Claro que sí. Venid por aquí, vamos a sentarnos para que pueda
enseñaros lo mejor de la tienda —dijo Vinnie con una sonrisa de
satisfacción mientras los guiaba hacía unos bonitos asientos blancos. Estos
estaban situados frente a una larga mesa de madera pulida, decorada con
pequeños arreglos florales y detalles elegantes, antes de desaparecer para
buscar los anillos.
—¿Estás seguro de que tu familia sabe que no somos pareja de verdad?
Parecía demasiado contento —comentó, mirando a Atlas con una mezcla de
preocupación y confusión mientras observaba el entorno.
—Al cien por cien. Solo se alegra de verme —lo tranquilizó Atlas, con
una sonrisa que intentaba ser reconfortante.
—Sí, ¿qué pasa con eso? Tu familia siempre está junta, pero cada vez
que apareces todos parecen emocionados, como si tu presencia fuera un
regalo.
—Porque lo es —respondió Atlas con altivez. Sus ojos reflejaban una
mezcla de orgullo y afecto, mostrando cuánto valoraba su lugar en la vida
de su familia.
—Lo digo en serio. Cada vez que tu familia me ve, no deja de darme las
gracias, como si fuera cosa mía que vayas, cuando eres tú el que me arrastra
—insistió, con un tono frustrado, pero también divertido, mientras
observaba las joyas en la mesa.
Atlas lo miró durante unos segundos, tamborileando con los dedos sobre
la madera en un gesto pensativo.
—Te lo dije, eres más soportable que la mayor parte de las personas —
dijo finalmente con reticencia.
—¿Dices que antes no pasabas tiempo con tu familia? —preguntó,
tratando de entender el trasfondo.
Se quedaron mirándose el uno al otro, pero Atlas no añadió nada.
—Un poco más de información para los que no hablamos tu idioma —
pidió exasperado.
—Antes pasaba tiempo con mi familia, luego no. Ahora sí —dijo Atlas,
con un gesto enigmático que no aclaraba mucho más.
Se quedaron mirándose en silencio, pero Atlas no parecía dispuesto a
profundizar en el tema. Aún confundido, no tuvo tiempo de seguir
preguntando porque Vinnie regresó.
Volvió con una colección de anillos, mostrando una gran variedad con
toda la paciencia del mundo. Aunque insistió en que debían considerar el
anillo más barato, Atlas no dudó en explorar otras opciones. Fue difícil
seguir argumentando cuando vio un anillo que le robó el aliento: una
sencilla alianza de oro con constelaciones grabadas en la cara exterior.
—Si te gusta ese, podemos poner la constelación que quieras —le
explicó el primo Vinnie, con una sonrisa entusiasta y un brillo de orgullo en
sus ojos porque hubiera encontrado algo a su gusto.
Se mordió el labio, inseguro. Era tan bonito, con sus tonalidades
delicadas y sus destellos que parecían danzar bajo la luz, pero, además, era
especial y había logrado capturar su corazón de una manera que no
esperaba. El encanto del anillo le hacía sentir como si estuviera mirando
una parte del cielo que le pertenecía solo a él.
—¿Sabes que Atlas es el nombre de una estrella? —preguntó distraído,
mientras giraba la alianza entre sus dedos. La luz suave del local reflejaba
en el metal, creando pequeños destellos que captaban su atención—. Forma
parte de la constelación de Tauro, que está a unos cuatrocientos cuarenta
años luz de distancia.
Giró la cabeza al notar que Atlas lo observaba con una mirada curiosa.
—¿Cómo sabes tú eso? —le preguntó él, alzando una ceja.
—Lo busqué la primera noche que nos conocimos, ya te lo había dicho.
Me pareció curioso tu nombre y quería saber de dónde venía —le recordó,
mientras se pasaba el anillo por los dedos con fascinación—. Y, de paso,
quería saber si había algún significado especial.
—¿Rhea nunca te dijo cómo me llamaba? —quiso saber Atlas.
—Sí, ya lo sabía. Pero tu nombre tenía una importancia distinta después
de conocerte —respondió con una sonrisa pequeña y sincera, ignorando la
mirada penetrante de Atlas sobre él.
—Entonces, ¿son estos vuestros anillos? —intervino Vinnie mirando del
uno al otro con diversión.
—Nos quedamos con estos —eligió Atlas, señalando el modelo de las
constelaciones en oro sin dudar a pesar de que todavía seguía mirándole.
—Son muy caros para fingir que somos pareja —protestó, frunciendo el
ceño.
—Compraremos estos —le contradijo Atlas, con un tono firme.
—La constelación de Tauro para ti —dijo Vinnie, tomando nota con una
sonrisa que denotaba su aprobación por la decisión de su primo—. ¿Cuál te
grabo a ti, primo Blake?
—No estoy seguro de tener una constelación favorita. ¿Puede
pensármelo un poco? —reconoció, mientras repasaba mentalmente todas las
que conocía.
—Claro, primo. Los anillos los hacemos y los grabamos nosotros
mismos, nos llevará un par de días —lo tranquilizó Vinnie.
—Gracias, prometo darte una respuesta pronto. Me pasaré la noche
buscando la constelación más bonita —prometió, con una sonrisa
esperanzada. Sonrió con la anticipación de encontrar algo que fuera tan
especial como la constelación de Atlas.
Vinnie rio mientras seguía escribiendo.
—Yo pagaré los dos anillos —dijo, sacando la cartera del bolsillo.
—De ninguna manera —se negó Atlas, quitándosela de la mano con una
sonrisa burlona.
—No seas ridículo. Estás haciendo esto por mí, por supuesto que voy a
pagar por nuestros anillos —protestó, estirándose para recuperarla.
—¿Somos amigos? —inquirió Atlas, inclinando su rostro hacia el suyo
con una expresión de maldad y un brillo travieso en los ojos.
—No.
—Amore… —lo amenazó Atlas, fingiendo una sonrisa de advertencia
que no lograba esconder su diversión.
—Nuestra amistad no puede servirte para todo —se quejó, cruzando los
brazos y sacudiendo la cabeza en un gesto de resignación.
—No sé yo. De momento diría que me va muy bien —contestó Atlas
con aire de suficiencia, deslizando la tarjeta de crédito hacia Vinnie con un
movimiento deliberadamente dramático.
—Te odio —protestó, tomando su cartera de vuelta.
—Acabo de comprarte un anillo de compromiso. ¿Es así como me vas a
tratar a partir de ahora? ¡Vaya matrimonio me espera! —se quejó Atlas con
una expresión exagerada de falsa indignación, haciendo una mueca y
cruzando los brazos.
Vinnie rio mientras le pasaba su TPV para que le pusiera el pin.
—Dicen que para tener un matrimonio dulce tienes que regalar dulzura,
y no estoy seguro de que tú tengas esa habilidad —lo picó Vinnie,
levantando una ceja y manteniendo una sonrisa.
—Diría que sí. Le llevo batidos todas las semanas —respondió Atlas con
aire de suficiencia, estirando el cuello en un gesto de orgullo, como si
estuviera presentando un trofeo.
—Eso no son batidos, son armas de destrucción masiva. Si nuestro
supuesto matrimonio depende de ellos, haré de tu vida un infierno —
prometió riéndose.
—No digas más —bromeó Vinnie, devolviéndole a Atlas su tarjeta con
un movimiento fluido—. Batidos de cosas crudas. Siempre está intentando
que todos bebamos eso. Es horrible.
Le agarró la mano a Vinnie y los dos se dieron un fuerte apretón.
—Horrible de verdad —repitió fingiendo una pena que no sentía.
—No te preocupes, díselo a la tía Marisa —le consoló Vinnie
siguiéndole el juego con una sonrisa cómplice—. Te daré café de verdad y
dulces por cada veneno que te lleve este ser desalmado.
Atlas sacudió la cabeza, frunciendo el ceño, pero con los ojos brillando
de diversión, antes de mirarle a los ojos y decir con sorna:
—Scalas. Sois insoportables.
CAPÍTULO 17
Ver a Atlas entrenar siempre era un espectáculo. Su cuerpo era una
máquina perfecta, cada músculo respondía exactamente como él quería. La
dedicación que ponía a sus entrenamientos y su cuidado personal lo hacían
un hombre con un físico poderoso e impresionante.
En momentos como ahora, en que lo veía subido a la lona, veía al
depredador, al contrincante implacable al que temían los otros luchadores.
En el ring, igual que en la vida, Atlas se movía con una seguridad tan
aplastante que resultaba abrumadora.
Nunca temía, no se acobardaba y se llevaba siempre hasta el extremo,
como si quisiera conocer cuál era su límite. Cada movimiento suyo era un
despliegue de fuerza y precisión, una danza de músculos y determinación
que hipnotizaba a cualquiera que lo observara.
—Es impresionante, ¿verdad? —le dijo la chica que corría a su lado en
la cinta, interrumpiendo sus pensamientos.
Le echó un vistazo. Parecía una deportista; llevaba ropa de deporte de
licra ajustada y a la moda. Tenía el pelo sujeto en una alta coleta y, a pesar
de estar corriendo a toda velocidad, ni siquiera estaba sudando. Sus piernas
largas y esbeltas se movían con una elegancia natural, como si estuviera
hecha para correr. Era ofensivo que alguien estuviera en tan buena forma.
Ray, que estaba sentado a su lado, también levantó la cabeza y le soltó una
sonrisa antes de volver a su carpeta, donde anotaba las repeticiones de
saltos que estaba haciendo Atlas.
—Sí —contestó sin comprometerse, aunque por dentro sabía que esa
palabra no hacía justicia a lo que sentía al ver a Atlas en acción.
—¿Es tu primer día? —le preguntó ella, mirándolo de arriba abajo con
una mezcla de curiosidad y superioridad.
Trató de no encogerse bajo su mirada. Desde luego no estaban en
igualdad de condiciones. Era sábado y, como no tenía trabajo pendiente ni
nada que hacer, había pasado por el gimnasio a hablar con Atlas de un
nuevo contrato. Se había puesto un pantalón cómodo y una sudadera
amplia. Todo demasiado sencillo y normal, en lugar de su ropa habitual, que
era mucho más seria. No creía que hubiera hecho bien. Tampoco fue buena
idea subirse a la máquina con un café con moka en vez de agua. El aroma a
café dulce todavía flotaba a su alrededor, contrastando con el olor a sudor y
esfuerzo que impregnaba el gimnasio.
La chica hizo un desdeñoso gesto con la boca antes de subir el volumen
de sus cascos, ignorándolo descaradamente cuando fue ella la que empezó
la conversación.
Cerró la boca, indignado por su desprecio. Paró la cinta y recuperó su
café en cuanto se bajó de ella. El aroma a café moka, que antes le parecía
reconfortante, ahora le resultaba un recordatorio de que no estaba en el
lugar adecuado.
—Ray, me voy. Cuéntale a Atlas lo que te dije y dile que me envíe un
mensaje después —dijo al hombre, intentando disimular su incomodidad.
—Preferiría que te quedaras para contárselo tú —contestó Ray,
mirándolo alarmado—. Sabes que te hace más caso a ti. ¿No quieres saludar
a tu prometido? —trató de engatusarlo.
—No, hablaré con él luego —se despidió con la mano, pero al girar
chocó con una pared.
Levantó los ojos, encontrándose con Atlas cara a cara. Su presencia
imponente lo hacía sentir pequeño, aunque había algo reconfortante en esos
ojos claros que siempre parecían verlo con atención.
—¿A dónde vas, amore? Ya casi termino.
Miró a la chica de reojo; los estaba observando sin dejar de correr, su
mirada era una mezcla de interés y desafío al fijarse en Atlas. Parecía
interesada en él y aunque no la culpaba porque era un hombre
impresionante, solo lo hizo sentirse más incómodo.
—¿Habíamos quedado hoy? —le preguntó Atlas, cogiendo la cuerda que
Ray le tendía. Empezó a saltar de inmediato a una velocidad envidiable para
alguien que llevaba horas entrenando. Cada salto era un despliegue de
energía y control, su respiración mantenía un ritmo constante, como si no se
hubiera cansado en absoluto y pudiera seguir horas de la misma manera.
—No, pero conseguí una oferta que podría interesarte y pensé pasar a
verte.
Atlas alzó una ceja sin dejar de saltar, sus movimientos eran tan fluidos
y rápidos que parecía desafiar la gravedad. Sus asquerosos batidos parecían
funcionar con él.
—Estaba emocionado, ¿vale? —respondió, haciendo un esfuerzo por
contenerse para no dar una patada en el suelo.
La risa de Atlas le dijo que sabía exactamente lo que iba a hacer.
Normalmente, tenía mucho cuidado con cómo se comportaba en público,
pero con Atlas siempre bajaba las barreras y solía comportarse de una
manera un poco más inmadura.
—¿Por qué te emociona algo así? Ya hemos firmado varios —replicó
Atlas con razón.
Suspiró, cruzándose los brazos sobre el pecho, intentando calmar la
impaciencia que sentía.
—Porque es con tu marca de proteína favorita. Te ofrecen hacerte
embajador de la marca y no tendrías que hacer mucho —le aseguró,
tratando de transmitir la importancia de la oferta—. Una sesión de fotos
larga para tener imágenes para las redes y tendrás una buena cantidad de
dinero que incluye surtido ilimitado durante un año.
Atlas dejó de saltar, miró a Ray e intercambiaron un gesto antes de
volverse los dos hacia él. La sincronización entre ambos era casi telepática,
fruto de años de confianza y trabajo en equipo.
—¿Cómo conseguiste el contrato? —quiso saber Ray. Solo le había dado
la noticia sin contarle los detalles.
Se encogió de hombros, restándole importancia al asunto, aunque por
dentro sentía una pequeña chispa de orgullo.
—Hice unas llamadas, moví algunos contactos. Cuando algo me
importa, hago todo lo posible por conseguirlo.
Atlas lo miró con admiración.
—Contacté con ellos, les dije que Atlas la consumía desde hacía años y
que estaría dispuesto a hacer publicidad. Presentaron la oferta apenas un par
de horas más tarde y hemos estado discutiendo desde entonces las
condiciones.
—Es increíble, Blake. Felicidades —lo celebró Ray, con una sonrisa
amplia y sincera.
—Bueno... —murmuró avergonzado, fijándose en el suelo—. En
realidad, no hice demasiado. Fue fácil.
—Siempre dices eso —comentó Ray, sonriendo—. Pero cada vez me
creo menos cada palabra.
Sonrió al hombre, que le dio una amistosa palmada en la espalda.
—Terminamos el entrenamiento por hoy —anunció.
—¿Qué? ¿No quieres continuar otra hora más? —preguntó Ray,
extrañado.
—No.
Ray pareció alarmado, sujetó del brazo a Atlas, examinándolo con
atención, sus ojos recorriendo cada músculo en busca de signos de lesión.
—¿Estás lesionado? ¿Te encuentras mal?
—No es nada, noté un tirón antes y prefiero no forzar —le aseguró
Atlas.
—No, no lo hagas. Tienes que estar en plena forma para la pelea de esta
semana. Llamaré inmediatamente al masajista, te conseguiré cita este
mismo fin de semana —prometió Ray, con la voz llena de preocupación.
—No es necesario, apenas lo noto —protestó Atlas.
—En este momento hay que ser precavidos —insistió Ray, con firmeza.
—Yo lo haré —los interrumpió—. Mi compañero de cuarto en la
universidad estudiaba fisioterapia, aprendí algunas cosas. Creo que un
masaje podría ayudar a que Atlas se sienta mejor.
Ray miró a Atlas.
—¿Eso te parece bien? —inquirió, sus ojos llenos de duda, pero también
esperanza sabiendo lo difícil que era.
—Ya lo has oído, puede ayudarme —contestó Atlas a Ray—. Vuelvo en
un minuto, no te vayas —le advirtió, señalándolo con el dedo.
—Aquí estaré —prometió, terminando de beber su café, sintiendo el
calor del líquido descender por su garganta.
Siguió a Atlas con la mirada y se encontró con que la chica lo estaba
mirando con obvia curiosidad. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de
interés y envidia. Sonrió ampliamente y se fue sin decirle nada, esperaría a
Atlas en la oficina, donde nadie pudiera ver su ropa; la quemaría en cuanto
llegara a casa. Mientras caminaba, sus pensamientos vagaban sobre la
oferta y la sensación de orgullo que, a pesar de todo, no podía evitar sentir.
—¿Cuándo me vas a dar ese masaje? —le preguntó Atlas al oído.
Toda su piel se erizó y su corazón comenzó a latir frenéticamente al
tenerlo tan cerca. El calor de la respiración de Atlas le hizo estremecerse.
—No te acerques así —le riñó, pegándole en el brazo con el contrato
que estaba leyendo.
—¿Por qué? ¿Te asusté?
—Estaba distraído revisando el contrato. ¿Te duele mucho?
Atlas se encogió de hombros, pero imaginó que tenía que molestarle si
se estaba quejando.
—Está bien, busca alguna crema o aceite y una toalla —dijo, volviendo
su atención a lo que estaba leyendo.
—Ya lo hice, solo me faltas tú. Vamos, puedes leer eso luego —insistió
Atlas.
—Está bien. Si te está molestando tanto, quizá deberías ir a un masajista
de verdad —sugirió dubitativo.
—Estoy bien —le aseguró Atlas, subiendo la escalera con la agilidad de
siempre.
—No lo parece. ¿Dónde están todos? —preguntó, al no ver a nadie en la
sala.
—En casa de tía Luisa. Volverán en un rato para comer.
—Salúdalos por mí —le pidió, siguiéndolo a la habitación.
—¿Ya te vas? ¿No te quedas a comer? —preguntó Atlas, extrañado—.
Tenemos que firmar ese contrato.
—El lunes lo firmas y lo envío.
Atlas frunció el ceño, se quitó la camiseta y se sentó en la esquina de la
cama. Sus músculos se tensaron y relajaron en un gesto de fuerza contenida.
Abrió y cerró la boca; cuando se ofreció a hacerle el masaje, no pensó en
lo que supondría llevarlo a cabo.
—¿Listo? —preguntó, tratando de mantener la voz firme.
Atlas asintió, sus ojos reflejaban una mezcla de confianza y algo más,
algo que no podía identificar del todo.
—¿Por qué sonríes? —quiso saber él.
—Por nada, ¿dónde te duele? —preguntó, intentando recordar lo que
había aprendido. Su compañero había sido un maestro aplicado, ya que
enseñarle a él y darle masajes lo ayudaba a memorizar las técnicas.
—El hombro —contestó Atlas, moviéndolo de adelante atrás, haciendo
crujir ligeramente sus articulaciones.
—Es que eres un bruto —protestó, cogiendo la crema de la mesilla—.
¿No tienes aceite?
—No, esa crema es mejor. Es especial para los golpes, baja la
inflamación.
—¿Por qué entrenas todos los días? —quiso saber, mientras ponía una
gran cantidad del líquido en la palma de sus manos y se acercaba a él—.
¿No se supone que tienes que descansar para que el cuerpo se recupere?
—Descanso más que suficiente.
—No lo haces —protestó, Atlas se encogió cuando él puso las manos en
su brazo—. ¿Te duele mucho?
—No, solo tienes las manos frías.
Su brazo era firme bajo sus dedos, con músculos esculpidos que se
movían bajo su toque. La piel, cálida y tersa, transmitía una sensación de
vitalidad y energía. Podía sentir la resistencia y la fuerza que emanaba de su
cuerpo, y el contacto hizo su corazón latiera más rápido.
—¿Por qué tienes esa cara? —le interrogó Atlas.
—Por nada. Pensaba en el contrato —mintió, sin dejar de trabajar su
hombro. Cuanto antes terminara, mejor.
—¿Te preocupa algo del contrato?
—No, para nada. Solo hay que retocar un par de puntos para renegociar
en caso de que vendan mucho gracias a esta campaña. No hay cláusulas
sobre ello, pero creo que podrías aumentar sus ventas. La marca de ropa
quedó muy contenta contigo.
—Yo también, me gustó todo lo que diseñaron para mí.
Retrocedió un paso para mirarle a los ojos, con una gran sonrisa.
—¿Acabas de reconocer que te gustó? ¿Te pegaron en la cabeza en el
entrenamiento?
—Ya lo sabías, no finjas que no —le dijo Atlas poniendo los ojos en
blanco.
Rio, volviendo a centrarse en su hombro. Sus manos recorrían su
musculatura tensa de con movimientos lentos y firmes, sintiendo cada fibra
relajarse bajo su toque.
—Eres ruidoso, protestas, te quejas… todo fachada. No sé por qué todos
te tienen tanto miedo.
Atlas rio, y sus hombros temblaron.
—Porque soy intimidante.
—No tanto como te gusta pensar —le aseguró, con una sonrisa burlona.
—Lo soy —le insistió Atlas—. Solo que contigo me vuelvo un poco
caprichoso.
—¿Seguro que solo conmigo? No lo creo —dijo en broma—. Eres el rey
del drama.
—Puede que contigo exagere un poco más. Me gusta que me prestes
atención.
Volvió a reírse y le dio un pequeño empujón, que hizo a Atlas reír.
Continuó con el masaje, disfrutando de cada segundo, sintiendo cómo la
tensión en su propio cuerpo se desvanecía poco a poco.
A medida que sus manos se movían con mayor confianza, se dio cuenta
de que esta proximidad, esta intimidad inesperada, revelaba una nueva
dimensión de su relación. Atlas dejó escapar un suspiro de alivio y él
sonrió.
Se movió y sus manos pasaron a recorrer la espalda de Atlas, sintiendo
la calidez de su piel y la tensión de sus músculos bajo sus dedos. Su
respiración se volvió más lenta y profunda, creando un ritmo hipnótico que
le hizo perderse en el momento.
—Relájate —murmuró, notando el calor acumulándose en sus mejillas
—. Voy a hacer que te sientas mejor, túmbate en la cama.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Ceo, asomando la cabeza por la
puerta.
Al darse la vuelta, lo encontró con Rhea, mirándolos desde el marco,
ambos con expresiones de sorpresa y curiosidad.
—Le duele el hombro —explicó, mostrando sus manos manchadas de
crema—. Le estoy dando un masaje.
Rhea y Ceo se miraron con incredulidad y diversión.
—Le está dando un masaje —dijo Ceo a Rhea, como si acabara de
descubrir algo increíble.
—Sí, lo que pasa es que no sabemos qué “masaje” puede incluir tal
cantidad de crema —añadió Rhea—. La próxima vez que os duela… algo
—señaló, con un toque de sarcasmo—. Cerrad la puerta, ¿sí? No queremos
que el vecindario se entere de vuestras sesiones privadas de masaje.
—No lo digas así, haces que parezca sórdido. Estoy aliviándolo porque
le duele —protestó notando como se le ponía toda la cara roja.
La boca de los dos hermanos se abrió de par en par, y sintió a Atlas
riéndose bajo su mano.
—No los animes —le riñó a Atlas, a pesar de estar sonriendo—. Y
vosotros dejad de pensar tonterías.
—¿Por qué estáis todos aquí? —preguntó Michaella, entrando en la
habitación con una expresión de preocupación.
—Blake le está dando un masaje a Atlas —le informó Ceo, todavía
intentando contener la risa.
Michaella frunció el ceño, sus ojos recorriendo a Atlas con
preocupación.
—¿Estás lesionado?
La pregunta hizo que los dos hermanos dejaran de reír y pasaran a tener
gestos preocupados.
—Solo un tirón. Blake sabe un poco sobre masajes y me está cuidando.
Si el lunes me sigue molestando, pediré cita en el fisioterapia —le prometió
Atlas sin darle importancia.
—Bien, hay que cuidarse. Baja un poco el ritmo —le ordenó Michaella,
con un tono que denotaba que no creía que fuera algo leve.
—Estoy bien, nonna —le prometió Atlas, sonriéndole con sinceridad.
Ella le palmeó la mejilla con cariño, y no pudo evitar fijarse en el amor y
la ternura que se reflejaban en la interacción entre ellos.
—Cuida bien de él —le pidió Michaella girándose hacia él.
—Hago lo que puedo —respondió, sonriendo a la mujer con sinceridad.
—Cuando terminéis, bajad a comer —les pidió Michaella, mientras se
preparaba para salir de la habitación.
—En realidad, ya me voy a casa —informó.
—Primero come algo, estás muy delgado. Trabajas demasiado —señaló
con un gesto que dejaba claro que no estaba abierta a discusión—. Lo estás
cuidando mal —señaló de forma amenazadora a su nieto.
—No se deja —le aseguró Atlas—. No quiere tomarse mis batidos.
Su abuela negó con la cabeza, con cara de circunstancias.
—Nadie quiere hacerlo, caro [1].
Mientras Michaella se alejaba con Ceo y Rhea, se limpió la crema de las
manos con la toalla.
—Adoro a tu familia. Son geniales —le confesó acercándose al baño
para dejar la toalla en el cesto de la ropa sucia.
—Tengo mucha suerte —admitió Atlas, poniéndose la camiseta y
moviendo el brazo con cuidado, evaluando el estado de su hombro.
—¿Mejor? —preguntó con genuina preocupación, observando cada uno
de sus movimientos buscando señales de dolor.
—Sí, puede que necesite otro masaje mañana —respondió Atlas con una
media sonrisa, que parecía insinuar que estaba disfrutando de la atención.
Rio por su descaro, aunque el en fondo estaba feliz de poder ser de
ayuda.
—No hay problema —le aseguró con una sonrisa genuina.
—Gracias, amore —respondió Atlas, con los ojos brillando con una
calidez sincera que parecía iluminar la habitación y que lo calentaron de
fuera a dentro como si él fuera el mismísimo sol. Atlas se inclinó sobre él,
abrumándolo con su aroma, dejó un beso en su mejilla, deteniéndose mucho
más tiempo de lo que era aceptable para ser un simple gesto de cariño.
Lo miró salir, llevándose la mano a su mejilla inseguro de que un gesto
tan dulce y amoroso hubiera salido del Scala más arisco de todos.
Se olvidó por completo de marcharse a casa y lo siguió al piso de abajo
incapaz de contener la sonrisa.
CAPÍTULO 18
—Blake... —murmuró Atlas, moviéndolo con suavidad.
Parpadeó, intentando abrir los ojos para prestar atención al programa
italiano que estaban viendo. No entendía todo, a pesar de todo el tiempo que
dedicaba a Apps que ayudaban a aprender italiano, pero le encantaba
escuchar el melodioso idioma.
—Estoy despierto —contestó, ahogando un bostezo.
Atlas rio entre dientes, poniéndose en pie y tirando suavemente de él
para levantarlo.
—Vamos a la cama, estás dormido.
Se dejó guiar, apoyándose en su toque reconfortante de su mano en la
espalda. Se dejó caer contra el costado cálido de Atlas, su cuerpo estaba tan
caliente que sentía que podía quedarse dormido en ese mismo instante.
—Prepararé mi habitación para nosotros —se ofreció Rhea desde el
sofá, observándolos.
—No, se queda conmigo —se limitó a decir Atlas, conduciéndolo hacia
las escaleras sin dar más explicaciones.
—Buenas noches —murmuró, ahogando otro bostezo en su mano.
Todos le devolvieron la despedida mientras subían.
—¿Por qué paso aquí todos los fines de semana? —preguntó,
adormilado—. Tengo un piso precioso, ¿sabes?
—Porque te gusta estar aquí, y a mi familia le gusta que estés —
respondió Atlas, entrando en su habitación. Cerró la puerta detrás de ellos y
lo llevó directo a la cama—. Zapatillas fuera —le ordenó con suavidad—.
¿Por qué tienes tanto sueño? Todavía es temprano.
—Ha sido una semana larga, y no estoy durmiendo bien —admitió
esforzándose por tener los ojos abiertos.
Se quitó las deportivas, observando cómo Atlas abría la cama con
destreza. Se dejó caer sobre el colchón, notando cómo la suavidad lo
envolvía.
—Duérmete así, mañana buscaremos ropa para ti, estás demasiado
dormido —le ofreció Atlas.
Cerró los ojos, hundiéndose en la ropa de cama que olía a él. Se abrazó a
la almohada con satisfacción, observándole con los párpados pesados.
—¿Vas a volver a dormir en el suelo?
—No me importa —aseguró Atlas sin parecer molesto.
—No seas tonto, duerme en la cama. Es enorme, y si te da miedo que te
toque, quédate tranquilo. No me muevo al dormir —lo tranquilizó,
sonriendo con los ojos casi cerrados.
Atlas le dedicó una larga mirada antes de rendirse, arrojando su
almohada a la cama.
—¿Estás seguro? —preguntó, como si no quisiera invadir su espacio.
Sonrió, asintiendo sin dudar.
—Lo estoy si tú lo estás —le prometió.
No le dio tiempo a ver si Atlas le hacía caso; estaba demasiado cansado,
y pronto, el sueño lo envolvió por completo.
Soñó que estaba en un lugar cálido, confortable y seguro. La experiencia
fue tan maravillosa que, al abrir los ojos, se despertó con una sensación de
paz absoluta. Los detalles del sueño se desvanecían lentamente, pero el
bienestar que le había proporcionado persistía, envolviéndolo como una
suave manta que le hacía sentir genuinamente feliz.
Sonrió mientras se estiraba, y fue entonces cuando se dio cuenta de que
la manta en realidad era Atlas, quien estaba pegado a su espalda,
rodeándolo completamente con un brazo. Su primer impulso fue alejarse,
por temor a que se despertara. Pero la sensación de comodidad era tan
intensa que, de manera egoísta, decidió quedarse quieto, disfrutando de
cada segundo.
Tomó una respiración profunda y se dejó llevar por el instante,
evadiéndose de la realidad. Flotó alto, lejos del estrés del trabajo, de los
problemas con sus jefes, de la constante preocupación por ese maldito
ascenso, y de las tensiones con sus padres. Todo se desvaneció mientras se
sumergía en una burbuja de tranquilidad, envuelto por el calor de Atlas.
—¿Qué hora es? —le susurró Atlas al oído, su voz ronca y profunda
resonando en el apacible silencio de la mañana. El sonido le provocó un
leve estremecimiento.
—No tengo ni idea, no sé dónde dejé mi móvil. Creo que está abajo —
reconoció, tratando de que su voz no traicionara la vergüenza que sentía por
estar tan consciente de su cercanía y la forma en que sus cuerpos estaban
unidos.
Atlas se separó de él, girándose en la cama con un movimiento perezoso.
—Son las diez, hemos dormido casi once horas —le informó Atlas,
volviendo a su posición anterior. Intentó contener el estremecimiento
cuando sintió el calor de su cuerpo envolviéndolo de nuevo.
—Dios, creo que no dormía tanto desde mis años en la universidad —
respondió, sonriendo.
Sus brazos lo sostuvieron, y su aliento cálido le acarició el cuello,
enviando un escalofrío por su columna. Atlas hundió la cara en su nuca, y
cerró los ojos, dejando salir un pequeño gruñido, apretando con fuerza su
agarre alrededor de su cintura.
—Eh... ¿no sales a correr? —preguntó, nervioso, su corazón latiendo un
poco más rápido.
—No, le doy un descanso a mi cuerpo —respondió Atlas con voz grave,
como si estuviera disfrutando de la proximidad tanto como él.
Se puso tenso al escucharle.
—¿Te sigue doliendo? Tienes que ir a un especialista, peleas en un par
de días, tienes que estar recuperado para entonces —protestó, intentando
girarse para verlo.
Atlas metió uno de sus fuertes muslos entre sus piernas, presionando su
pecho firme contra su espalda, obligándolo a tumbarse de nuevo.
—No me duele nada —le aseguró, su aliento caliente provocándole otro
suave estremecimiento.
—Acabas de decir que te quedas en la cama, no descansas nunca. Sé que
estás lesionado, es obvio —insistió, tratando de mirarle a la cara para saber
si decía la verdad.
Atlas rio en su nuca, y sus labios rozaron su piel mientras le hablaba,
dejándole sin respiración.
—Me lo inventé.
Giró la cabeza, seguro de no estar entendiendo bien.
—¿Qué?
—No me dolía nada. Mentí.
Parpadeó, procesando sus palabras, tratando de entender.
—Mentiste —repitió—. ¿Por qué lo harías? Te encanta entrenar y hacer
tus ejercicios.
Atlas no le respondió de inmediato. Apoyó la cabeza en su hombro, sus
respiraciones sincronizadas, los dos incapaces de apartar la mirada.
—Si quieres descansar, solo tienes que decirlo. Todos te dicen que te
tomes un descanso, eres tú el que no escucha los consejos —volvió a
decirle.
—Eso hago, me tomo un descanso —contestó Atlas.
Finalmente, consiguió darse la vuelta y quedar cara a cara con él, sus
rostros a solo unos centímetros de distancia.
—Me hiciste darte un masaje por una lesión que no tenías —le reclamó,
indignado, pero también con una leve sonrisa en los labios, notando el brillo
juguetón en sus ojos. No podía enfadarse con él, si seguía mirándolo así.
Atlas sonrió y acarició su mejilla con el pulgar, su toque enviando una
ola de calor a través de su piel. Sintió cómo su corazón latía con intensidad
bajo la suave caricia.
—Esa fue la parte divertida de mi día libre —admitió Atlas,
encogiéndose de hombros sin un atisbo de vergüenza.
Dejó escapar un sonido indignado y le dio un ligero golpe en el pecho,
encontrándose solo con piel cálida y tersa.
—¿Dónde está tu ropa?
—Tenía calor —respondió Atlas con un tono despreocupado.
—Normal, siempre estás...
Atlas abrió los ojos, incitándolo a continuar. Se quedó callado,
mirándolo fijamente. Podría pasarse todo el día solo contemplándolo,
sumido en la profundidad de su mirada gris. Respiró profundamente, y
Atlas lo imitó, como si ambos compartieran un mismo aliento en ese
momento, como si los dos estuvieran deseando lo mismo.
Apoyó la mano en su hombro, acariciando suavemente la piel con el
pulgar. Atlas siguió el movimiento de su mano con la mirada antes de
volver a fijarse en sus ojos.
Se mordió los labios, observando los de Atlas. Estaba al borde de un
abismo, uno tan profundo que la sensación de vértigo casi lo paralizaba.
Aquello debería haberlo disuadido, pero en cambio, deseaba saltar y
disfrutar de la libertad de la caída. Anhelaba lanzarse al vacío, aunque la
probabilidad de acabar estrellado contra el cemento fuera altísima. Cada
fibra de su ser le pedía que se arriesgara, que se entregara a ese momento de
conexión tan intenso.
—¿Me das otro masaje? —le preguntó Atlas en un susurro, su voz
cargada de una promesa indecible.
Una risita nerviosa se le escapó de los labios.
—No. Tú me debes uno.
Atlas sonrió, acercando su rostro al suyo con una mirada oscura.
—¿Quieres que te lo dé ahora?
—No lo sé —no pudo evitar aferrarse a sus hombros con las dos manos,
luchando contra el impulso de acercarse y su cabeza que le ordenaba
alejarse.
La tensión entre ellos era palpable, y el deseo se mezclaba con la
incertidumbre de lo que podría pasar si uno de los dos tenía el coraje
necesario.
—Yo creo que sí lo sabes —opinó Atlas, sus labios lo rozaron y
dejándolo sin aliento. La proximidad hizo que su mente se quedara en
blanco.
—¿Sí? —preguntó en un susurro, separando ligeramente los labios,
invitándolo a entrar.
Atlas lo miró con una intensidad que lo hizo temblar. Lentamente, como
si temiera romper el momento, Atlas se acercó más, sus labios se rozaron de
nuevo en una caricia trémula. El primer contacto fue un susurro, una
promesa de lo que estaba por venir. Su corazón latía con una fuerza
descomunal, resonando en sus oídos, pero todo lo que podía sentir era la
suavidad de los labios de Atlas, la calidez de su aliento mezclándose con el
suyo.
No pudo resistirse más. Se inclinó hacia adelante, eliminando la
distancia. Sus labios se encontraron en un beso que al principio fue tímido,
exploratorio, pero que rápidamente se convirtió en algo más profundo y
apasionado.
Atlas se tumbó sobre él y enredó los dedos en su pelo, acercándolo aún
más. Se besaron sin parar, como dos locos, alimentados por el hambre del
otro. El beso fue un diálogo sin palabras, una conversación sin sonido a la
que se entregaron por completo, dejándose llevar.
Cuando finalmente se separaron, sus respiraciones estaban
entrecortadas, sus frentes se tocaron mientras se miraban, compartiendo una
mirada cargada de emociones. Cerró los ojos, incapaz de controlar las
lágrimas que amenazaban con brotar. Llevaba semanas soñando con ese
beso, anhelando tener más de ese maravilloso hombre al que había
conocido. Se había resignado a que fuera nada más que un sueño y ahora…
el sueño era realidad.
Atlas acarició su mejilla, su pulgar trazando círculos suaves sobre su piel
sonrojada, y la ternura en su gesto hizo que su corazón se derritiera aún
más.
—Hace semanas que quería hacer esto —susurró Atlas.
Asintió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas, pero sabiendo que
no eran necesarias porque se sentía exactamente igual. En ese instante, todo
estaba claro entre ellos. Habían saltado al abismo juntos, y la caída libre se
sentía exactamente como imaginaba que sería volar.
—Yo también —admitió en un susurro, sus labios curvándose en una
sonrisa.
—¿Qué te pasaba ayer? —preguntó Rhea el lunes mientras comían en su
oficina.
—Nada. ¿Por qué?
—¿Atlas te está molestando? Si no querías dormir en su habitación,
podías decirlo.
—Atlas nunca me molesta —contestó, mirando su plato de forma
obstinada.
No quería que Rhea se enterara de lo que había pasado antes del
desayuno. No podía decir que había sido incómodo, porque en realidad
había sido maravilloso. Tan único que deseaba guardarlo para siempre en su
corazón, en lo más profundo, para que nada ni nadie pudiera estropearlo.
Su día con los Scala no fue diferente a los otros. Desayunaron en
familia, salieron al mercadillo que se celebraba en el barrio una vez al mes,
comieron con algunos familiares, jugaron juegos de mesa y luego volvió a
casa. Nunca había sido más consciente de lo solo que estaba como esa
noche cuando volvió a su piso.
Cuando estaba con cualquiera de los Scala, siempre había cosas que
hacer, chismes nuevos familiares y una energía contagiosa que llenaba el
aire.
—Si te está dando problemas, me lo dices.
—No te preocupes, lo tengo bajo control —le aseguró —Aunque hay
una cosa que me gustaría preguntar, pero…
—Pregunta, eres familia —aceptó Rhea.
Sonrió al escucharla, aunque sabía que no le iba a gustar responder a lo
que quería saber.
—¿Atlas estuvo alejado de vuestra familia alguna vez?
Rhea dejó de comer para observarlo, su expresión cambió de la sorpresa
a la resignación.
—Me preguntaba cuándo saldría el tema —reconoció ella con un suspiro
—. ¿Atlas te dijo algo?
—No realmente.
—Mi hermano es peculiar, ya lo sabes. Tiene un carácter complicado,
pero es un Scala y lo queremos tal y como es. Siempre fue una persona muy
familiar… hasta que murió mi padre.
Rhea dejó de comer, apartando su plato y cruzándose de brazos, como si
el gesto pudiera protegerla del dolor que se reflejaba en su mirada. Se
arrepintió al instante por haber sacado el tema, observando cómo la
nostalgia y la pena se dibujaban claramente en su rostro.
—Todos lo pasamos muy mal cuando papá murió. No estábamos listos
para perderlo, era el corazón de la familia. —La tristeza en su voz era
palpable.
—Siento haber preguntado —se disculpó con empatía mientras miraba a
su amiga.
—No, está bien. Debería habértelo contado cuando empezaste a trabajar
con Atlas, pero la verdad no creí que pudieras soportarlo mucho tiempo.
—Atlas es genial —opinó con sinceridad.
—Lo es —admitió Rhea, su mirada distante mientras recordaba aquellos
tiempos—. Atlas y papá estaban muy unidos, más que con cualquiera de
nosotros. Desde muy joven destacó en deportes, y papá había tratado de ser
boxeador cuando era joven, así que... Atlas fue su orgullo y su proyecto
personal. Se volcó en él al cien por cien, y aunque hay padres que
arruinaron la relación con sus hijos por tratar de entrenarlos, eso no pasó
con ellos. Eran uno. Adoración mutua.
Puso su mano sobre la de Rhea, tratando de aliviar la tristeza que veía en
sus ojos.
—No me entiendas mal, nunca estuvimos celosos. Papá siempre
encontró tiempo para todos. Venía a todos mis recitales de flauta y se
quedaba en mis clases de patinaje. Con Ceo igual, no se perdía sus
concursos de deletrear, le enseñó a conducir y todo lo que sabe de coches.
Mi padre era todo para nosotros y, cuando lo perdimos, al principio Atlas se
vino abajo.
—Es comprensible, tuvo que ser horrible —respondió dándole la razón.
—Lo fue —confirmó Rhea—. Atlas aguantó el golpe como pudo. Mamá
y la abuela se quedaron destrozadas, y teníamos que contenernos por ellas.
Pero, con el paso de los meses, mientras nosotros empezábamos a asumir la
pérdida, él se volvió cada vez más introvertido. Todos nuestros intentos por
ayudar daban contra una pared de cemento. Cuanto más tratábamos de
llegar a él, más se alejaba. Perdió el interés por todo: la familia, el boxeo, la
comida... Intentamos que viera a un psicólogo, pero ese vacío no dejaba de
crecer. Lo veíamos perderse día a día. Atlas ya vivía fuera de casa, mamá y
la abuela lo obligaron a volver para poder cuidar de él.
—No me lo imagino. Es tan fuerte. ¿Sufrió depresión?
—No era solo tristeza... era... la nada —le relató ella con una sonrisa
torcida, que no lograba ocultar el dolor—. La abuela dice que no hay acero
que no pueda torcer el fuego y que la muerte de papá fue una forja para él.
Fue más de un año de verlo hundirse hasta que tocó fondo, y un día, de la
nada, empezó a entrenar otra vez. No nos atrevimos a preguntar qué fue lo
que lo hizo moverse; estábamos tan aliviados que no nos importaba.
—Lo siento mucho —dijo, sin saber qué más decir. Aunque algunas
cosas empezaron a tener más sentido.
—Yo también, sobre todo porque no pudimos ayudarle y creo que esa
pena sigue dentro de él.
—Ahora parece estar bien —la tranquilizó con convicción.
Rhea asintió, aunque sus ojos seguían reflejando una preocupación
profunda.
—A veces creo que sí, otras sigo viendo esa oscuridad que le dejó su
muerte. Me aterra pensar lo que pasaría si algo le sucediera a mamá o la
abuela. No sé qué pasaría con él —admitió ella, con lágrimas asomando a
sus ojos.
Se levantó con rapidez y la envolvió en un fuerte abrazo, que ella le
devolvió con la misma intensidad.
—Ellas están bien, quedan muchos años para que haya que preocuparse
por eso —le aseguró, acariciándole la espalda.
—Si algo aprendí con lo que le pasó a mi padre es que no sabemos
cuánto tiempo tendremos a nuestros seres queridos, por eso disfrutamos
juntos todo lo que podemos.
—Me he dado cuenta. Os encanta reuniros —respondió con una pequeña
sonrisa.
—La familia es nuestro punto de partida, el sitio del que venimos,
nuestro lugar seguro. Es un regalo saber que, hagas lo que hagas en la vida,
siempre tienes a alguien que te cuide, te apoye y te proteja. No te das cuenta
de cuánto significa hasta que lo pierdes —explicó Rhea con melancolía.
Asintió en silencio, incapaz de encontrar palabras adecuadas para
consolarla. La pérdida de sus padres, por suerte, era algo que aún no había
vivido, y después de escucharla, le aterraba profundamente enfrentarla en el
futuro.
CAPÍTULO 19
La conversación con Rhea le dejó un dolor sordo en el fondo del
estómago durante todo el día. El concepto de tiempo limitado nunca había
ocupado sus pensamientos, hasta ese momento. En la oficina, estuvo
distraído, con la mente vagando en otro lugar, apenas concentrado en el
trabajo.
Al salir, mientras caminaba hacia su coche, sintió una urgencia
abrumadora de hablar con sus padres, un impulso que no había
experimentado en mucho tiempo. El sol se estaba poniendo, pintando las
calles con tonos dorados y anaranjados. Decidió llamar a su madre, pero no
contestó. Un poco inquieto, intentó comunicarse con su padre. Este
respondió al tercer tono, lo que le hizo soltar un suspiro de alivio.
»—¡Hola, Blaiki! —lo saludó Wendy con una alegría contagiosa.
—Hola, Wendy. Necesito hablar con mi padre. ¿Puedes pasarle el
teléfono? —le pidió.
»—Estoy aquí, hijo —dijo su padre, su voz sonaba fuerte y clara—. ¿Va
todo bien?
»—Nos estamos haciendo un tratamiento de pareja. Baños de barro —
añadió Wendy con entusiasmo, ajena a sus nuevos miedos.
»—¿Qué ocurre? —preguntó su padre.
—No pasa nada, solo quería saber cómo estás —admitió, esforzándose
por sonar despreocupado.
»—Bien, estoy perfecto. ¿Tú estás bien? —insistió su padre, con un tono
que mostraba su extrañeza por su comportamiento.
—Sí, sí. Solo me preguntaba, ¿cómo estás de salud últimamente? ¿Todo
está en orden? —inquirió.
»—Por supuesto, me hice mi último chequeo hace un mes. Tengo el
físico de un treintañero —respondió su padre con orgullo.
—Genial, eso es genial —contestó, sintiendo un alivio palpable—.
Tienes que cuidarte, ¿vale? Come bien y duerme todo lo que puedas.
Tómate la vida con calma.
»—Hijo, ¿pasa algo? ¿Tienes algún problema? —La voz de su padre
sonaba preocupada, y se dio cuenta de que era raro llamar, solo para
preguntar sobre su salud sin ningún motivo en concreto.
—No, de verdad que no. Solo quería asegurarme de que estás bien —
admitió—. Eso era todo.
»—Pues quédate tranquilo, hijo. Tu padre está bien, mejor que nunca.
—Vale —murmuró. Sabía desde el principio que él estaría bien, pero
necesitaba que supiera que le importaba la respuesta—. ¿Wendy?
»—¿Sí? —respondió ella, sorprendida por la repentina mención.
—Cuídalo mucho, ¿vale? Y llámame si pasa algo o necesitáis ayuda.
»—Por supuesto, Blake —le respondió Wendy después de una pausa.
Colgó la llamada y, sin pensarlo dos veces, cambió de destino. La calle
estaba tranquila cuando aparcó frente a la casa Scala, cruzó el jardín con
paso decidido.
Llamó a la puerta y esperó con paciencia, sabiendo que siempre había
alguien en el interior. Mientras esperaba, escuchó el suave murmullo de una
conversación y el lejano sonido de una televisión encendida.
La puerta se abrió lentamente, revelando a Ceo, quien le sonrió al
reconocerlo.
—Hola, cuñado.
—Hola, ¿ya está Atlas en casa? No contesta el móvil —preguntó.
—Sí, creo que está en la ducha o por la casa. Aparecerá en cualquier
momento. Pasa —le invitó Ceo con una sonrisa cordial.
Entró y, mientras dejaba el abrigo, escuchó un ruido proveniente de la
cocina. Justo en ese momento, Atlas apareció, saliendo de allí con una
expresión de sorpresa en el rostro al verlo.
—¿Blake? —dijo Atlas, su tono cargado de curiosidad.
Se quedó un momento observando a Atlas, dándose cuenta de la
incongruencia entre la imagen que tenía de él y la realidad. Desde que lo
conoció, Atlas le había parecido un pilar inquebrantable, un hombre cuya
fuerza y vitalidad parecían casi sobrenaturales. La idea de que eso pudiera
cambiar le resultaba inconcebible, como si el mundo mismo pudiera
tambalearse sin su firme presencia.
—¿Blake? —repitió Atlas, acercándose a él con una expresión de
genuina inquietud al notar que algo no iba bien.
Se acercó y se abrazó de su cintura, apretándolo con fuerza mientras
apoyaba la cabeza en su pecho. Latidos fuertes y estables que resonaban
como un grito, no podía soportar pensar que una vez, ahí dentro solo hubo
silencio.
—¿Amore? —Los brazos de Atlas lo rodearon con una fuerza protectora,
una mano acariciando suavemente su cabeza—. ¿Pasó algo en el trabajo?
Atlas se separó un poco de él para mirarlo a la cara, como si así pudiera
saber cuál era el problema. Se hundió de nuevo en el abrazo, aferrándose a
él con una fuerza que lo sorprendió a sí mismo. No sabía cuándo ocurrió,
pero Atlas había pasado a ser una parte esencial de su vida, su lugar de
refugio y su fuente de energía.
—Va tutto bene, non succede niente [2] —lo arrulló la voz de Atlas en su
oído. Respiró su aroma profundamente, perdiéndose en él.
—Perdona, tuve un día difícil —le contó, esforzándose por separarse un
poco, aunque no quería dejar de sentir el consuelo de su contacto.
—¿Tus jefes otra vez? —lo interrogó Atlas, frunciendo el ceño.
—No, no. Solo un día pésimo —respondió, intentando restarle
importancia.
—¿Seguro? —insistió Atlas, poniendo un dedo bajo su barbilla para
forzarlo a mirarlo a los ojos. La intensidad de sus ojos revelaba lo mucho
que le importaba saber qué lo estaba molestando.
—Sí. Perdona, no quería preocuparte —respondió, sintiéndose un poco
culpable por cargarle con sus miedos.
—No lo estoy —respondió Atlas, aun observándolo—. Puedes cuidarte
solo, no pretenderás que yo lo haga todo por ti —le dijo en ese tono odioso
que sabía que lo molestaba.
Sonrió agradecido de que fuera el Atlas que él conocía, de alguna
manera eso lo ayudó a estabilizarse.
—Blake, cielo. Te quedas a cenar, ¿verdad? —preguntó Michaella desde
la cocina.
—Si no es mucha molestia —aceptó un poco cohibido por aprovecharse
de su generosidad de nuevo.
—Claro que no, en esta casa siempre hay comida de sobra —le contestó
ella, asomándose por la puerta con una sonrisa amable—. Descansa un poco
si quieres, tardaremos unos veinte minutos.
—¿Te parece bien? —le preguntó a él en voz baja, buscando la
confirmación.
—¿Desde cuándo preguntas? —replicó Atlas alzando una ceja.
—No sé, hoy tengo el día raro. No me hagas caso —admitió, sonriendo
ligeramente mientras sentía el peso de su propia vulnerabilidad.
Atlas lo observó con atención, sus ojos reflejaban una mezcla de
preocupación y cariño. Miró detrás de él para asegurarse de que no había
nadie y le dio un suave beso en los labios.
—¿Por qué no te das una ducha y te pones más cómodo? —sugirió él.
—Eso estaría genial, pero no tengo ropa y el pobre Ceo va a matarme
por usar la suya —contestó con un tono de broma, aunque en realidad sentía
un poco de vergüenza.
Atlas negó con la cabeza mientras lo llevaba hacia las escaleras.
—No le importa, pero ya solucioné el problema de la ropa, así que no te
preocupes.
—¿Qué hiciste? —quiso saber, curioso.
—Te conseguí algunas prendas de una colección que está muy de moda
—respondió Atlas con una sonrisa—. Tejidos de alta calidad, adaptables a
cualquier tipo de movimiento, alta resistencia de las prendas.
Estalló en risas al reconocer el eslogan.
—¿Pediste a Ray ropa de mi talla de tu propia colección?
—No —negó Atlas, abriendo un cajón de su cómoda con un gesto
despreocupado—. Fui a la tienda y la compré yo mismo.
—¡Qué honor! ¿Se desmayaron al verte? —bromeó, su risa resonando
en la habitación.
—No, aguantaron de forma estoica mientras me cobraban, pero las
escuché chillar al llegar a la puerta —admitió Atlas con diversión, sacando
una sudadera y unos pantalones sueltos.
—Olvidaste la ropa interior —comentó, solo para seguir con la broma.
—En la mesilla, primer cajón. Junto a los calcetines —replicó Atlas, con
una sonrisa pícara.
Abrió el cajón y estalló en risas al encontrarse con una fila ordenada de
bóxer negros y calcetines blancos.
—¡No lo hiciste de verdad! —protestó, riendo mientras examinaba los
artículos con una mezcla de sorpresa y diversión.
—Pensé que el negro siempre es un valor seguro —le explicó Atlas,
riendo junto a él.
—¿Cómo supiste mi talla? A lo mejor me quedan pequeños —lo pinchó,
levantando una ceja en señal de duda.
—Te conozco bien, te tengo la medida tomada —respondió Atlas con
una sonrisa, su voz llena de complicidad.
Aun riendo, tomó la ropa y se dirigió al baño, sintiéndose aliviado y
reconfortado por el gesto atento de Atlas. Mientras se duchaba, no podía
evitar sonreír pensando en lo afortunado que se sentía de tener a alguien que
realmente se preocupaba por él de esa manera.
Cuando bajaron, las miradas se posaron en él, vestido con la ropa nueva
que Atlas había elegido. Rhea, sentada frente a él, le sonrió con una
expresión de cansancio que reflejaba el agotamiento que él sentía también.
La cena transcurrió en un ambiente de tranquilidad. Atlas mantenía una
vigilancia discreta sobre él, comprobando su estado de ánimo a intervalos.
—¿Quieres ir a dormir? —le preguntó mientras le troceaba una manzana
y se la pasaba.
Sabiendo que lo mejor era ser honesto, vaciló antes de responder.
—Debería irme a casa. Mañana tengo trabajo.
Atlas lo miró fijamente, sin decir nada, sus ojos llenos de una
preocupación que no pudo evitar notar.
—O puedo dormir aquí —cedió, sonriendo ante la expresión de alivio en
el rostro de Atlas.
—Nos vamos a descansar. Blake está cansado —anunció Atlas,
poniéndose en pie con una determinación protectora.
—Podemos ver un poco la tele —sugirió Rhea, tratando de aligerar el
ambiente. Ella no parecía querer perder de vista a su hermano.
Atlas frunció el ceño, su mirada volviendo a él.
—Solo un rato. Estoy mejorando mi italiano —aceptó mirando a su
amiga.
Atlas parecía dubitativo, pero aceptó la propuesta y siguió a los demás a
la sala. Se acomodó en el sofá, y se encontró arrastrado a su lado, donde
Atlas se instaló cómodamente, dejando espacio para Rhea al otro costado.
Mientras la televisión mostraba una película familiar en italiano, se
distrajo mirando una gran foto enmarcada en la pared. En la imagen,
Giacomo abrazaba a Marisa con un brazo y a su madre con el otro. Delante
de ellos, los tres hermanos estaban sentados juntos. Rhea y Ceo sonreían
ampliamente a la cámara, mientras que Atlas, con su típica expresión
estoica, mostraba una pequeña sonrisa. Sintió un nudo en el corazón al
imaginar la felicidad que debieron sentir en ese momento, y el dolor que
siguió a la pérdida de su padre.
Rhea, siguió su mirada, fijándose en lo que estaba observando, entrelazó
su brazo con el de él y apoyó la cabeza en su hombro. Sonrió a su amiga y
posó su mejilla sobre la coronilla de ella.
Seguro que fue un tiempo duro, pero lo importante era que ahora, todos
estaban bien.
Las semanas transcurrieron en un frenesí de trabajo que no dejaba
espacio para nada más. La rutina se volvió monótona: despertarse antes del
alba, pasar largas horas en la oficina y regresar a casa agotado. Los fines de
semana se convirtieron en una maratón de papeles y contratos, sin tiempo ni
energía para distracciones. Fue en medio de esta vorágine que empezó a
notar algo raro en Atlas, aunque no lo comprendió de inmediato.
Atlas había ganado tres peleas seguidas, ascendiendo en la clasificación
con una rapidez notable. También había lanzado dos nuevas campañas
publicitarias, y su dedicación al entrenamiento era evidente. De repente,
Atlas dejó de traer el batido matutino que solía compartir con él, no
respondía a los mensajes de trabajo, y Ray se encargaba de todo en su
nombre. Más preocupante aún, Atlas dejó de buscarlo completamente.
Empezó a revisar mentalmente todo lo que podría haber hecho mal. La
única conclusión a la que llegó fue que quizás había sido demasiado
pegajoso. Aunque todo había sido consensuado y los dos habían admitido
que lo deseaban desde hacía tiempo, no podía evitar preguntarse si había
cruzado una línea con la que no se sentía cómodo. Atlas había sido claro en
que no era gay. Un beso, o unos cuantos no cambiarían eso, tampoco habían
vuelto a repetirlo, ni a tener ningún gesto que no fuera estrictamente
platónico. De hecho, aunque volvieron a compartir cama, Atlas no trató de
aprovechar el momento de intimidad.
Los días pasaron con una constante incertidumbre en su mente. La duda
y la confusión lo atormentaban. La idea de haber hecho algo que hubiera
arruinado su relación con Atlas lo molestaba profundamente. Decidió tomar
el toro por los cuernos y fue al gimnasio, esperando encontrar alguna
respuesta. Sin embargo, Ray le informó que Atlas ya había terminado su
entrenamiento.
El siguiente paso fue visitar la casa de los Scala. Fue recibido con la
calidez habitual, pero el reloj avanzaba y Atlas no aparecía. La visita
terminó siendo infructuosa. Regresó a casa sintiéndose aún más frustrado.
Decidió enviar un mensaje a Atlas preguntando por la preparación para la
próxima pelea, pero no recibió respuesta. Durante varios días, intentó
comunicarse con él sin éxito.
Consideró hablar con Rhea, pero temía involucrarla en una situación que
aún no comprendía por completo. No quería que se enterara de lo que había
pasado, ni ponerla en una posición incómoda. Así que, finalmente, decidió
darle espacio. Se enfocó nuevamente en su trabajo, confiando en que la
relación de amistad que habían construido era lo suficientemente sólida
como para superar lo que fuera que estuvieran pasando.
Esperaría un poco más y si Atlas seguía esquivándolo, encontraría la
forma de hablar con él y disculparse porque, aunque no fueran pareja de
verdad, quería seguir siendo su amigo, Atlas seguía siendo una persona
importante en su vida.
CAPÍTULO 20
La confusión y la inquietud aumentaron cuando Rhea le hizo una
pregunta inesperada. Ella asomó la cabeza por la puerta de su despacho, con
una expresión de frustración.
—Blake, ¿por qué no me lo dijiste? —inquirió, con una sonrisa nerviosa.
—¿Decirte el qué? —le devolvió, frunciendo el ceño en confusión.
—Lo del viaje. Mi madre se puso como loca esta mañana. Tienes que
avisar de esas cosas antes, por si Atlas se olvida. Está muy ocupado
últimamente. Es mejor que me lo digas a mí —lo regañó ella, casi como si
fuera su responsabilidad.
Sonrió, completamente desconcertado.
—No tengo ni idea de qué me hablas —dijo, todavía sin comprender de
que estaban hablando.
La sonrisa de Rhea se desvaneció lentamente.
—Del viaje de Atlas para hacer una campaña —insistió, su voz ahora
cargada de nervios.
Negó con la cabeza, sintiendo como el desasosiego que llevaba días
sintiendo amenazaba con tragárselo.
—Si Atlas está haciendo una campaña, es cosa de Ray. Yo no negocié
ninguna para ahora —le aseguró. La distancia entre ellos había sido difícil
de soportar, pero esto parecía un nivel diferente de desentendimiento.
Rhea parpadeó, mirando su móvil antes de comenzar a escribir con
rapidez.
—No quiero meterme en vuestras cosas, pero… ¿habéis discutido? —le
preguntó, la preocupación ahora evidente en su tono.
—Algo así —admitió, sintiéndose avergonzado.
—Eso lo explica —murmuró ella, mientras seguía tecleando en su
móvil.
—¿Él qué explica? —quiso saber, sintiéndose cada vez más intranquilo.
—No quería decirte nada, porque sé que tienes mucho trabajo y pensé
que era por eso por lo que ya no os veía juntos. Pero… da igual, es una
tontería. Seguro que es todo cosa de Ray.
—Rhea, ¿está todo bien? —preguntó con ansiedad al notarle un
comportamiento tan impropio de ella.
—Sí, me tomo el día libre por asuntos propios, por si alguien te pregunta
—le contestó ella, dando media vuelta para salir del despacho.
—Pero… ¡Rhea! —exclamó, viéndola alejarse, sintiéndose
completamente perdido y confundido.
Una vez quedó solo, sacó su móvil y envió un mensaje a Atlas, con la
esperanza de obtener alguna respuesta.
Blake:
¿Estás bien?
La respuesta nunca llegó. El silencio del móvil se convirtió en una
punzada dolorosa en su estómago. Se fue a dormir con la inquietud
devorando cada pensamiento, su intuición le decía que algo grave estaba
sucediendo. No saber lo que estaba pasando y la ausencia de respuesta
aumentaban su ansiedad, dejándolo con un dolor sordo en el pecho.
A las cinco de la mañana cuando le sonó el móvil, acababa de quedarse
dormido.
—Rhea, ¿está todo bien? —preguntó al ver que era ella.
»—No —contestó ella en voz baja—. Oye, ¿sabes algo de Atlas?
—No, nada. ¿Vosotros tampoco? —Encendió la luz de la mesilla,
sentándose al borde de la cama con el corazón encogido.
»—No —admitió ella con voz de agotamiento.
—¿Lo había hecho antes?
»—No nunca, creo que tiene una recaída. Creo que está deprimido, he
leído que hay personas que tienen episodios donde se alejan de todo, de
gente que desaparece para no hacer frente a sus problemas. —El llanto al
otro lado de la línea hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas—.
Llamamos a todas las comisarías y hospitales de Oregón, pero no hay nadie
registrado con su nombre. Ahora estamos llamando a hoteles, Atlas quedó
de enviarnos la información cuando llegara, pero nunca lo hizo.
—Puede que…
»—Te dejo, está llamándome mi madre.
Se quedó mirando su móvil hasta que la pantalla se apagó, con un nudo
en el pecho, Atlas podría estar en problemas.
Con el corazón en la garganta, decidió que necesitaba actuar con rapidez
si quería saber qué estaba pasando.
—¿Papá? Necesito tu ayuda —dijo con urgencia, tratando de mantener
la voz firme a pesar de que sentía el temblor en sus manos.
»—¿Blake? ¿Qué pasa? —preguntó su padre, preocupado por el tono en
su voz.
—Atlas ha desaparecido. Su familia está desesperada. No pueden
encontrarlo en hospitales ni comisarías, y creo que podría estar en graves
problemas —explicó rápidamente, sin rodeos. Sabía que su padre tenía
contactos y recursos que podrían ser útiles en una situación como esta.
»—Entiendo. Voy a ver qué puedo hacer. Dime todo lo que sabes hasta
ahora —dijo su padre, tomando un tono serio y profesional que hizo que se
sintiera un poco más calmado.
Hizo un resumen rápido a su padre, tratando de que entendiera la
situación.
»—Bien, voy a mover algunos hilos. Te mantendré informado —dijo su
padre con determinación—. Mientras tanto, ¿hay algo más que pueda
hacer?
—No lo sé, pero te agradecería mucho cualquier cosa que puedas hacer
por él. Gracias, papá.
»—No te preocupes. Vamos a encontrar a tu prometido —lo calmó su
padre con confianza—. Mantente en contacto y avísame si recibes alguna
novedad.
Colgó la llamada, sintiendo un leve consuelo en la promesa de su padre,
pero la ansiedad seguía allí, sin desvanecerse. Se quedó sentado en la cama,
tratando de organizar sus pensamientos y esperar a que su padre pudiera
hacer algo. Cada minuto sin noticias sobre Atlas parecía una eternidad, y no
podía evitar preocuparse por su seguridad y bienestar.
Mientras tanto, se preguntaba si había algo que pudiera hacer por su
cuenta para ayudar a encontrar a Atlas. La desesperación de Rhea y su
creciente preocupación por Atlas lo impulsaban a no quedarse de brazos
cruzados. Corrió a preparar una maleta dispuesto a viajar a donde hiciera
falta para traerlo de vuelta a casa, o quedarse con él hasta que estuviera en
condiciones de viajar.
Fuera lo que fuera, no pensaba dejarlo solo.
Miró nerviosamente la puerta, donde había llegado ya hacía una hora.
En la recepción le dijeron que no estaba en su habitación. Reservó un cuarto
para él y se sentó en el bar del hotel a esperar.
Dejó salir un suspiro al ver a Atlas aparecer en el pasillo, cerrando los
ojos un segundo, casi desmayado de alivio. Frunció el ceño al notar el traje
que llevaba, nada propio de él, y el gesto furioso en su rostro. No parecía
una persona en medio de una depresión aguda.
Cogió su móvil en cuanto lo vio entró al ascensor.
Blake:
Tengo a Atlas. Os llamo luego.
Dejó un billete sobre la barra y se apresuró a seguirle. Su mano vibró
con la entrada de un nuevo mensaje.
Rhea:
¿Está bien? ¿Estás con él? ¿Dónde está?
Blake:
Luego te lo cuento, pero está bien. Podéis estar
tranquilos.
Cuando llegó al pasillo de la habitación de Atlas, recibió un nuevo
mensaje.
Rhea:
Te debo una enorme. Te quiero.
Envió un corazón y guardó el móvil mientras golpeaba la puerta,
tratando de contener su carácter. El peso de la preocupación y el enfado se
hacía cada vez más fuerte. ¿Cómo se atrevía a asustar así a toda su familia?
Si no estaba enfermo ni incapacitado, ¿por qué no se comunicaba con ellos?
Al no recibir respuesta, volvió a llamar una segunda vez. Movió su
zapato de manera nerviosa contra la moqueta del suelo. Nadie salió a
abrirle, y sabía que esa era su habitación. Así que dio un par de fuertes
golpes. No iba a rendirse sin más. Si era necesario, llamaría a emergencias
para que la tiraran abajo.
Escuchó pasos al otro lado de la puerta y la tensión abandonó su cuerpo,
aunque el enfado seguía creciendo por momentos.
—¡¿Qué?! —gritó Atlas al abrir la puerta, su voz áspera y molesta.
Se quedaron petrificados, mirándose mutuamente. A lo lejos, no pudo
notar las profundas sombras bajo los ojos de Atlas, ni lo cansado que se
veía su rostro.
—Más te vale que tengas una buena excusa para tener a toda tu familia
llamando a los hospitales de una ciudad a la que nunca viajaste. ¿Sabes lo
preocupados que están todos?
Atlas no dijo una palabra. Sin dejar de mirarlo, tiró de él hacia adentro y
cerró la puerta con un golpe seco.
—No te creas que te vas a salir de esto tan fácil. Tienes muchas
explicaciones que dar y…
No fue capaz de seguir hablando. El peso de Atlas sobre su cuerpo le
quitó la respiración. Se quedó tenso entre sus brazos sin saber cómo
reaccionar, pero pronto se dio cuenta de que lo único que podía hacer era
abrazarlo.
—Atlas, ¿qué pasa? Si estás metido en un lío, puedo ayudarte. ¿Por qué
no acudiste a mí en vez de desaparecer así?
Sus brazos lo apretaron con más fuerza, tirando de él hasta la cama.
Atlas se sentó y lo mantuvo a horcajadas sobre su regazo, con la cara
escondida en su cuello. Su respiración era irregular y su cuerpo temblando
ligeramente.
Metió las manos en su pelo, al escuchar su respiración alterada, y
comenzó a acariciarle la cabeza, intentando calmarlo.
—Está bien, no pasa nada. Lo arreglaremos, ¿vale? —musitó, con la voz
suave y tranquilizadora—. Buscaremos al mejor psicólogo para que te
ayude, te enviaremos a la mejor clínica…
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
Atlas se apoyó bajo su toque, negando con la cabeza lentamente. Sus
ojos estaban vidriosos y parecía incluso más cansado que antes.
—Tu hermana me dijo lo que pasó después del funeral de tu padre.
Saben que estás en una recaída.
—Lo sé, sé lo que piensan —aceptó Atlas, levantando la vista para
mirarlo—. No estoy deprimido —dijo con voz quebrada, como si las
palabras mismas le costaran un gran esfuerzo.
Lo observó en silencio, notando la tristeza que se escondía detrás de su
agotamiento. Lo único que quería era ayudarle, pero no sabía por dónde
empezar.
—¿Quieres explicármelo? Porque me pareces una persona bastante triste
en este momento —preguntó con voz suave, esperando a que Atlas se
abriera.
Él volvió a mirarlo en silencio. Detrás del agotamiento en su rostro,
logró distinguir una rabia que lo hizo preocuparse aún más y que no supo
interpretar.
—Confía en mí, nos inventaremos algo si hace falta. Puedes contar
conmigo —le insistió, intentando infundirle ánimos.
Atlas levantó la vista, mostrando un atisbo de esperanza mezclado con
desconfianza, como si no estuviera seguro de aceptar la oferta.
—¿Me prometes que no se lo contarás a nadie? —lo presionó, con
seriedad en la voz.
—Te lo juro —respondió con firmeza.
—¿Ni siquiera a Rhea? —interrogó Atlas, su expresión aún grave.
—A nadie, te lo prometo. Guardaré tu secreto mientras tú me lo pidas —
le aseguró, acariciándole la nuca con los pulgares en un gesto reconfortante.
Atlas asintió despacio.
—Pidamos algo de beber. No hablaré de esto sin alcohol —decidió
Atlas, sujetándolo por la cintura y dejándolo sentado en la cama mientras él
se levantaba.
Observó con curiosidad cómo Atlas llamaba al servicio de habitaciones,
nunca lo había visto beber vino o cerveza. Era sorprendente ver a alguien
tan calmado, alterado de esa manera. La seguridad que solía proyectar
parecía haberse desmoronado, revelando a un hombre claramente aplastado
bajo el peso de algo que lo superaba por completo.
¿Qué lo había llevado a esa situación?
CAPÍTULO 21
Mientras caminaba por el largo pasillo de un despacho de abogados
desconocido, no podía sentirse más que asqueado de su propia profesión.
Cada paso resonaba en el suelo de mármol, amplificando el eco de su rabia
que lo envolvía como una incómoda segunda piel.
Su mano estaba entrelazada con la de Atlas, en un intento silencioso de
infundirle la fuerza que sabía que necesitaba. Podían recibir golpes, podían
intentar dejarlos fuera de combate, pero estaban muy equivocados si
pensaban que esta era una pelea perdida.
Aguantarían asalto tras asalto, juntos. Porque Atlas era un titán, pero
anoche lo encontró destrozado en pedazos por un pasado del que no era
culpable y no iba a dejar que nada ni nadie le hiciera más daño. Se
convertiría en un escudo impenetrable a su alrededor, hasta que él tuviera
fuerzas para volver a levantarse.
La secretaria que los guiaba abrió una pesada puerta de madera,
revelando una sala de juntas lujosamente decorada. Tres abogados con
trajes a medida se encontraban en la sala, acompañados por una mujer cuya
presencia acaparaba toda la atención. Él olvidó a los abogados en el instante
en que sus ojos se posaron en ella.
Había que reconocer que Mallory Zanella era una belleza deslumbrante,
que relucía como una flor en primavera. Su cabello largo rubio caía en
suaves ondas, sus grandes ojos marrones brillaban bajo un maquillaje
impecable, y el vestido que llevaba, demasiado entallado para una reunión
de negocios, destacaba cada curva de su perfecta figura. No era muy alta,
pero sus tacones de aguja disimulaban con elegancia esa falta de estatura.
—Dijimos que tenías que venir solo —le reclamó ella, con un tono
enfadado que cortaba el aire como una navaja—. Nada de abogados.
—Soy su prometido, esto también es asunto mío —contestó él, con
frialdad, sin soltar su mano.
Mallory observó sus manos entrelazadas, y una expresión de
incredulidad se dibujó en su rostro. Se sentó en la cabecera de la mesa con
un movimiento calculado, cruzando las piernas con una estudiada elegancia.
—¿Gay? —dijo ella con desprecio, alzando una ceja—. Eso no le
gustaría nada a tu padre.
—No hables de mi padre —le advirtió Atlas, apretando los dientes, la
tensión visible en su mandíbula.
—¿Por qué no? —replicó Mallory con una suavidad que destilaba
ponzoña—. Tengo derecho, al fin y al cabo, fui su mujer.
Atlas estaba a punto de responder, pero él le dio un pequeño tirón a su
mano, tomando la palabra con firmeza.
—La mujer de Giocomo Scala es y será siempre su única esposa ante la
ley, Marisa Scala. Madre de sus tres hijos.
Mallory pareció a punto de explotar, pero en una impresionante muestra
de autocontrol, esbozó una sonrisa que era todo menos dulce.
—Eso solo fue porque no hubo tiempo —replicó con una voz cargada de
veneno—. Estaba a punto de divorciarse.
Había conocido a personas como Mallory antes, aquellas que se
aprovechaban de los giros del destino para exprimir hasta el último centavo.
Gente que no dudaba en usar el dolor ajeno como moneda de cambio para
su propio enriquecimiento.
—Eso dices tú, ¿dónde están las pruebas? —la increpó, tomando la
iniciativa para evitar que Atlas se enzarzara en una discusión inútil.
—Ahora empezaremos con eso —intervino uno de los abogados,
señalando las sillas frente a ellos con un gesto formal.
Tomó asiento, obligándose a calmarse. Habían elaborado un plan, y por
nada del mundo iban a desviarse de él. La situación ya era bastante tensa, y
un solo paso en falso podía causar un gran daño.
—Señor Scala, le dimos toda la noche para reflexionar sobre las
condiciones que la señorita Mallory Zanella exigió. ¿Cuál es su decisión?
—preguntó uno de los abogados con una voz que pretendía ser neutral, pero
que dejaba entrever un trasfondo de presión. Ese picapleitos estaba
deseando terminar para ir a desangrar a una nueva víctima.
—No acepto —contestó Atlas, firme, aunque sus dedos se aferraban a
los suyos con una fuerza casi dolorosa. No soltó su mano; le daría todo el
consuelo que pudiera ofrecer, porque sabía que lo que estaban intentando
hacerle era inhumano.
—Muy bien —aceptó Mallory con una sonrisa que era todo menos
sincera—. Pues mañana tomaré un vuelo, iré directa a tu casa para saludar a
tu madre y a tu abuela. Creo que ya es hora de que nos conozcamos las tres.
Seremos muy buenas amigas, recordaremos buenos tiempos junto a tu
padre.
—Te lo juro por Dios… —comenzó a decir Atlas, su voz temblando de
furia contenida.
—¿Nos estás amenazando? —intervino con rapidez, mirándola con
severidad.
—No, esto no es cosa mía. Esto es culpa de tu novio; él tomó la decisión
—replicó Mallory, su tono cargado de inocencia fingida.
—No voy a dejar que me extorsiones —dijo Atlas entre dientes, la rabia
latente en cada palabra.
—Me merezco ese dinero. Tu padre me prometió que cuidaría de mí,
tienes que responder por él —insistió Mallory, cruzando los brazos como si
estuviera en pleno derecho de la verdad absoluta.
—Te dejó un montón de dinero, te compró un apartamento; cualquiera
diría que cumplió su promesa —le replicó Atlas.
No podía ni imaginar lo que debió sentir al descubrir que su padre tenía
a otra mujer. Giocomo había ordenado a su abogado que mantuviera en
secreto un seguro de vida que dejó íntegramente para ella. Atlas había
encontrado los papeles del seguro por casualidad mientras vaciaba el
despacho de su padre. Fue entonces cuando presionó al abogado hasta que
este le confesó la existencia de una amante que había heredado tanto el
seguro como una propiedad de la que nadie sabía nada.
—Necesito dinero —dijo ella sin rodeos, como si no hubiera nada más
que discutir—. Dejé de estudiar porque tu padre me lo pidió; yo era una
estudiante modelo. Vosotros vivís en una gran casa, ¿por qué tengo que
conformarme con mi apartamento? Vivo en una caja de cartón.
—Una caja de cartón tasada en doscientos mil dólares. Véndela, te
sobrará el dinero —la atacó Atlas con acritud.
—No voy a hacer eso. Tenéis negocios, tú no paras de hacer anuncios;
un millón es muy poco para vosotros.
No pudo evitar un jadeo al escuchar la cifra, aunque ya sabía cuál era su
exigencia. Mallory lo decía como si no fuera nada, como si un millón de
dólares fuera algo fácil de conseguir.
—Giacomo te dejó dinero suficiente para invertirlo y tener una buena
vida. No es culpa de la familia si tú no sabes organizarlo —la atacó incapaz
de no meterse, intentando mantener el control de la situación.
Mallory le dedicó una sonrisa de desprecio, una sonrisa que no
alcanzaba sus ojos.
—Hice malas inversiones, pero no fue por mi culpa. Mi inversor se
quedó con el dinero que me quedaba y huyó —dijo, encogiéndose de
hombros como si se tratara de un mero incidente.
Él miró a los tres abogados, que observaban el intercambio con un
interés que bordeaba la indiferencia.
—¿Esto os parece bien? ¿Vuestra ética profesional admite la extorsión?
—les espetó, buscando algún atisbo de humanidad en sus rostros.
—Es legal llegar a un acuerdo privado entre dos partes —respondió uno
de ellos, moviendo su pluma con un aire de despreocupación.
—Le está chantajeando —les reclamó, su voz llena de frustración.
—Puede decir que no —contestó otro abogado, con la misma actitud de
mierda.
—¿Y dejar que destruya su familia? Las opciones son gastar el dinero
que gana con esfuerzo para asegurar el futuro de una arribista, o permitir
que su abuela se entere de que su hijo fue infiel. ¿Podéis dormir por las
noches haciendo este tipo de tratos? —preguntó con rabia, sin ocultar el
desprecio que sentía por ellos.
Los abogados tenían mala fama, y con personas como ellos, no culpaba
a quienes los tildaban de oportunistas que solo buscan exprimir a sus
clientes.
—Podría ser peor —opinó Mallory con suavidad, pero su tono estaba
cargado de malicia—. Podría esperar a que Atlas gane y obtenga el cinturón
de campeón. Imagínate cuánto dinero me pagaría la prensa por contar mi
ardiente historia de amor con Giacomo. Incluiré todos los detalles
interesantes, incluida la edad que tenía cuando nos acostamos por primera
vez.
—¡Serás...! —Atlas se levantó de un salto, la furia transformando su
rostro. Pero justo en ese momento, la puerta del despacho se abrió de
nuevo, y al ver al recién llegado, sintió un alivio inmediato.
—Esa es mi señal —anunció él con una sonrisa relajada—. Buen día a
todos, el tráfico en esta ciudad es horrible.
—¿Quién es usted? —reclamó uno de los abogados, visiblemente
irritado—. Fuimos muy claros en que no se permitía traer a otros abogados
para cerrar este trato.
Él atravesó la sala, dejando su maletín de piel sobre la mesa en cuanto
llegó. Se quitó la chaqueta tomándose su tiempo, colgándola en el respaldo
de la silla antes de tomar asiento sin prisas. Con calma, rebuscó entre sus
cosas, sacando una pluma y una carpeta que colocó frente a él.
—¿Trato, dice? Para que sea un trato legal y sin fraude de ley, el señor
Scala debería haber tenido a su propio abogado, quien habría revisado el
contrato que se le exige firmar. Como nada de eso se dio en esta situación,
vamos a llamarlo por su nombre. Esto, caballeros, es una extorsión penada
por la ley de este estado, con penas de tres a cinco años de cárcel. Por no
hablar de los cargos de premeditación, los informes falsos presentados por
esta señorita de dudosa procedencia y la denuncia formal que pondré en el
colegio de abogados contra todos ustedes —se reclinó en la silla,
entrelazando los dedos mientras apoyaba la barbilla sobre ellos con
expresión imperturbable.
—Pero... pero ¿quién es usted? —reclamó uno de los abogados con
desconcierto.
—Señores, les presento a mi padre. El mejor abogado penalista de Los
Ángeles durante cuarenta años. Creo que su nombre podría sonarles: Tobías
III Miller, hijo del juez del Tribunal Supremo Barney Miller, mi abuelo.
Uno de los abogados musitó, pálido y con la voz temblorosa:
—Creo... creo que deberíamos llamar a nuestro jefe.
—Sin duda, esa sí parece una opción razonable —respondió su padre sin
alterarse, con un tono que sugería que estaba acostumbrado a estas
situaciones—. Quiero que vea la cara del hombre que cerrará este cuchitril.
Los tres abogados salieron espantados de la sala, dejando a Tobías, Atlas
y a él solos con Mallory. Tobías se volvió hacia ellos como si nada hubiera
pasado, su expresión tan tranquila como siempre.
—¿Qué te digo siempre, hijo? No hay nada bueno en Miami; todas las
cosas malas pasan aquí. Es por la humedad —dijo muy serio, con ese
humor seco que solo él entendía.
No pudo evitar sonreír, a pesar de la situación. Por alguna razón que solo
ellos conocían, su padre y su abuelo odiaban Miami con pasión.
—No me importa quién seas, si no me das el dinero, le arruinaré la vida
a él y a su perfecta familia —amenazó Mallory, su voz llena de maldad,
intentando recuperar el control de la situación.
Tobías giró lentamente la cabeza hacia ella, dedicándole una mirada que
parecía atravesarla. Mallory, sintiendo la intensidad, cerró la boca de
inmediato. Sin decir una palabra, Tobías le lanzó una carpeta que aterrizó
con un suave golpe sobre la mesa frente a ella.
—¿Qué es esto? —preguntó Mallory, sin atreverse a abrirla.
—Un informe completo sobre Mallory Zanella. La verdadera, no la que
inventaste —respondió Tobías con una calma que contrastaba con la
gravedad de sus palabras—. Incluye tu fecha real de nacimiento, tus
nefastos informes universitarios, los registros bancarios que muestran a
dónde fue exactamente tu herencia y también el contrato de compraventa
del piso donde supuestamente vives. Vendido por una miseria para
mantener un estilo de vida que no puedes permitirte.
—Eso no es verdad, me robaron y... —trató de defenderse Mallory, su
voz quebrándose.
—También incluye una serie de movimientos extraños en las tarjetas de
Giacomo, siempre retiradas por el importe máximo permitido cada vez que
venía a Miami. Algo definitivamente curioso, ya que en los registros del
hotel donde os encontrabais no consta su salida de madrugada, aunque sí la
tuya.
Mallory se quedó pálida como una sábana, mirando a Tobías sin
encontrar palabras. La máscara de seguridad que había llevado hasta ese
momento se desmoronaba ante la evidencia abrumadora que su padre había
presentado.
—Giacomo cometió un error. Puede que se enamorara de ti, ya que tuvo
a bien incluirte en su testamento, pero no fue así para ti. Te aprovechaste de
sus sentimientos desde el primer día, y ahora, gracias a tu intento de
extorsión, tenemos las pruebas. No sé si encontrarás manicuristas en la
cárcel. Trataré de informarme, porque vas a pasar un largo tiempo a la
sombra.
—No puedo ir a la cárcel —susurró Mallory en un hilo de
desesperación.
—Deberías haber pensado en eso antes de cometer un delito —le
respondió él, su tono firme y cortante, como un juez dictando sentencia—.
Hay un acuerdo de confidencialidad al final de la carpeta. Expira en diez
minutos. Si permaneces callada y nunca vuelves a acercarte a los Scala,
seguirás libre. Si no firmas, me encargaré personalmente de que sientas
todo el peso de la ley sobre tus hombros.
Un orgullo cálido y reconfortante llenó su corazón al escuchar a su
padre. Ese era el hombre que había admirado toda su vida, un pilar de
integridad y justicia. Sentía una mezcla de gratitud y respeto que le hizo
recordar por qué siempre había buscado su aprobación, incluso en los
momentos más difíciles.
Aunque las cosas entre ellos habían estado tensas desde el divorcio, no
dudó ni un segundo en acudir a su padre cuando lo necesitó, llamándolo en
plena noche. Tobías había respondido sin vacilar, movilizando todos sus
recursos para descubrir la verdad, y luego los había calmado durante el
desayuno, con la misma seguridad tranquila que irradiaba en la sala de
juntas.
Cuando salieron de allí una hora después, el acuerdo estaba firmado.
Ahora tenían una garantía de que Mallory no podría hacerles daño, y un
despacho de abogados que temblaba tras el encuentro con su padre,
profundamente aliviados de su partida.
—Volvamos a casa. Este lugar es terrible —dijo Tobías en cuanto
estuvieron fuera, con una nota de cansancio apenas perceptible en su voz.
—Te acompañaremos al aeropuerto, todavía tenemos que conseguir un
vuelo para nosotros —le explicó, mientras levantaba la mano para detener
un taxi que pasaba por la calle.
—Ya está arreglado. Le dije a Wendy que os consiguiera un asiento en
mi vuelo. Llamó a vuestro hotel e hizo que os enviaran las maletas
directamente allí. Todo está bajo control —les aseguró Tobías, con la
eficiencia que siempre lo caracterizaba.
Atlas abrió la puerta del taxi, sosteniéndola un momento más de lo
necesario mientras su padre subía. Al final, no pudo contenerse.
—Papá, yo... —murmuró, sintiendo una ligera opresión en el pecho, sin
saber exactamente cómo expresar todo lo que sentía.
Tobías se giró hacia él y le sonrió, una sonrisa cálida, cargada de
comprensión y afecto.
—Eres mi hijo. No importa lo grande o pequeño que sea tu problema,
siempre puedes acudir a mí.
Lo abrazó con fuerza, un gesto que llevaba implícito todo el amor que
no lograba poner en palabras. Su padre le correspondió con igual firmeza,
dándole una palmada en la espalda, como si con ese simple gesto quisiera
decirle que todo estaba bien.
—Vamos a casa. Puedo sentir el olor de Miami pegándose a mi ropa,
tendré que quemarla—murmuró Tobías con una mueca.
Soltó una risa suave, entrando al taxi con una ligereza que no había
sentido en días.
—Te quiero, papá. Gracias por venir —dijo, permitiendo que su voz
reflejara toda la sinceridad y gratitud que sentía en ese momento.
—Siempre que me necesites, hijo. Tu padre siempre estará aquí para ti
—respondió Tobías, su tono suave, pero firme, dejando claro que era una
promesa inquebrantable.
CAPÍTULO 22
Wendy los esperaba en la puerta de llegadas del aeropuerto.
—¡Chicos! ¡Yuju! —exclamó, dando pequeños saltitos de entusiasmo.
Tobías la saludó enérgicamente con un gesto amplio de la mano. Wendy
vestía unos vaqueros ajustados y una camiseta blanca sencilla, con su
cabello recogido en una larga y lisa coleta que caía ordenada sobre su
espalda. A pesar de su apariencia casual, su rostro irradiaba una frescura
relajada, como si acabara de levantarse después de un descanso profundo.
Se dio cuenta, por primera vez desde que la conoció, de algunos detalles
que había decidido pasar por alto. Puede que Wendy hubiera dejado su
carrera profesional cuando se casó con su padre, pero había utilizado ese
tiempo para dedicarse a sus estudios universitarios y a su padre. Aunque
Tobías la mimaba con generosidad, no había exigido tener nada a su
nombre ni compensaciones económicas propias.
—Hola, corazoncito —murmuró Wendy, rodeando a su padre con los
brazos y abrazándolo con ternura.
Por una vez, no apartó la mirada al ver la muestra de cariño entre los
dos. Atlas le puso la mano en la espalda, le dedicó una sonrisa cansada
como agradecimiento. Debería ser él quien le diera fuerzas después de unos
días de locura.
—Nosotros ya nos vamos. Gracias de nuevo, papá —se despidió.
—Os llevamos, supuse que estaríais cansados. Compré café y unos
sándwiches; están en el coche —respondió Wendy, con una sonrisa que no
dejaba lugar a dudas sobre su ofrecimiento.
—Eso suena… ¿bien? —preguntó, lanzando una mirada a Atlas para
confirmar si estaba de acuerdo con la oferta.
Atlas asintió, aceptando la sugerencia con un gesto agotado.
—Genial, vamos. Se os ve cansaditos… —murmuró Wendy con un
puchero de preocupación. —Hoy tenéis que descansar todo el día. Blaiki,
nada de trabajo —le advirtió, con firmeza.
—Créeme, solo quiero dormir durante dos días —le aseguró él, con una
sonrisa cansada.
Ella soltó a Tobías y le pasó una mano reconfortante por la espalda.
—Ya estás en casa. Todo está arreglado, no hay nada por lo que
preocuparse —le animó Wendy con una sonrisa tranquilizadora.
—Gracias, Wendy —dijo, reconociendo el apoyo que ella le ofrecía.
Wendy le devolvió la sonrisa y se colocó de nuevo al lado de su padre,
lista para guiarlos hacia el coche.
Atlas lo rodeó con el brazo mientras los seguían.
—¿Estás cansado? —le preguntó preocupado por su actitud cerrada.
Atlas asintió. No había dicho ni una palabra desde que su padre se hizo
cargo de todo. La tensión en el aire era palpable; el peso de su silencio era
casi físico.
—Envié un mensaje a tu hermana, sabe que llegamos —le advirtió—.
¿Ya sabes lo que le vas a decir? —preguntó en voz baja.
Él negó con la cabeza, incapaz de formular una respuesta.
—Se nos ocurrirá algo —le aseguró, tratando de ofrecerle consuelo,
aunque él también sentía la incertidumbre que los envolvía. Era difícil
justificar su marcha y todo el escándalo sin contarles la verdad.
La comida de Wendy les hizo recuperar un poco de energía y les trajo un
respiro de normalidad en medio de todos los problemas que habían vivido.
Le dieron la dirección a su padre y permanecieron en silencio, cada uno
inmerso en sus propios pensamientos.
—¿Necesitáis una mano con eso? —preguntó su padre al aparcar delante
de la casa Scala.
—No, papá, gracias —respondió con un leve suspiro, agradecido por la
oferta, pero deseando mantener la independencia en ese momento. Atlas
tenía que enfrentarse a su familia a solas.
Atlas se inclinó hacia delante, mirando a su padre con una mezcla de
gratitud y respeto.
—Señor Miller, no he tenido la oportunidad de agradecerle su ayuda. De
verdad, gracias. Si hay alguna forma en que pueda pagarle el favor…
—Eso no será necesario —interrumpió su padre con una sonrisa—. Mi
hijo decidió que serías su marido, eso te convierte en mi hijo. Lamento si no
me tomé bien la noticia al principio, solo con escuchar lo angustiado que
estaba por ti, sé que te quiere de verdad. No dudes en llamarme si me
necesitas.
Miró a su padre alarmado, esperaba que Atlas no se asuntara por eso.
Todavía no habían tenido tiempo de hablar sobre el tipo de relación que
tenían.
—Gracias —murmuró Atlas, su voz cargada de emociones contenidas.
—Te llamaré luego —le prometió a su padre, frotando la espalda de
Atlas para darle fuerza.
Salieron del coche y recogieron sus mochilas. Atlas tomó su mano
mientras atravesaban el jardín, entrelazando sus dedos.
La puerta se abrió antes de que pudieran tocar. Michaella y Marisa se
abalanzaron sobre él, sus rostros reflejando un torrente de emociones.
Observó el emotivo encuentro con lágrimas en los ojos. No podía ni
imaginar la angustia y el miedo que habían experimentado durante su
desaparición.
Rhea y Ceo llegaron también para abrazarlo, todos hablando en italiano
a toda velocidad, con el miedo palpable en cada palabra. Atlas parecía aún
más cansado, como si todo el amor de su familia le hubieran drenado la
última reserva de energía que le quedaba.
Michaella se apartó de su nieto y se acercó a él. Le sostuvo la cara con
las manos, permitiéndole ver sus ojos empañados de lágrimas. Negó con la
cabeza, sin poder encontrar las palabras adecuadas. La abrazó con fuerza,
en un abrazo que decía más que mil palabras. Entendía perfectamente el
alivio que sentían al ver a Atlas sano y salvo, así como el miedo que habían
vivido al pensar que no volverían a verlo.
—Sé que tenéis muchas preguntas. Y prometo que las responderé…
pero necesito un momento. Tengo que ordenar mis pensamientos antes de
hablar con vosotros —explicó Atlas.
—Pero hijo… —protestó Marisa, con frustración.
—Mamá, lo necesito. No es fácil contaros lo que tengo que decir —
respondió Atlas, con un tono vulnerable.
Rhea lo miró en busca de respuestas, pero no le hizo ninguna señal, no
sabía cuánto iba a contar Atlas y no estaba dispuesto a traicionar su
confianza.
—Esperaremos —aceptó Ceo, con una nota de resignación en su voz—.
Pero, por favor… no vuelvas a hacer esto nunca.
—Lo siento. Pensé que estaba haciendo lo correcto —se disculpó Atlas
con sinceridad. Sabía que sus decisiones habían tenido un impacto profundo
en todos, pero seguía aferrado a la idea de que había hecho lo correcto
tratando de alejar a esa mujer de ellos.
—Sube y descansa. Te estaremos esperando —dijo Marisa, su rostro
reflejaba el miedo que había soportado en las últimas horas—. Os preparé
algo de comer.
Atlas iba a decirle que ya habían comido, pero antes de que pudiera
hacerlo, le tomó de la mano y lo llevó escaleras arriba.
Dejaron las bolsas al lado de la puerta, y Atlas se separó de él,
sentándose en la cama con un suspiro de agotamiento.
—Anoche casi no pudimos dormir —sugirió bajando la voz—. ¿Por qué
no intentas descansar un poco?
—No creo que pueda —reconoció él, desanimado.
Atlas tiró de su mano para acercarlo, y a pesar de su tamaño imponente,
parecía tan pequeño y desamparado en ese momento. Se inclinó hacia él,
acariciándole la cara con suavidad. Dejó que Atlas decidiera si aceptaba su
cercanía.
—No te di las gracias por buscarme. Hubiera firmado si no es por ti y
por tu padre. Hubiera hecho cualquier cosa para proteger a mi familia.
Atlas apoyó la cabeza en su pecho, rodeándole con los brazos en un
gesto de agradecimiento silencioso.
—Siento que hayas pasado por todo eso —dijo con sinceridad—. No sé
cómo habría reaccionado, sí me enterara de algo así después de la muerte de
mi padre.
Atlas suspiró, cerrando los brazos alrededor de su cintura con fuerza,
buscando hacer ese abrazo todavía más estrecho.
—Sentí como si el suelo se hubiera desvanecido bajo mis pies. Era mi
mundo; todo lo que sabía me lo enseñó él. Era un hombre tan recto… no
puedes imaginar cómo era, Blake. Siempre defendía las injusticias, era
generoso, devoto a su familia. No toleraba las mentiras, y, sin embargo,
resultó ser el mayor de los mentirosos.
—Lo siento mucho —murmuró sobre su cabello, abrazándolo con
ternura.
—Siempre admiré la relación de mis padres; pensaba que, si algún día
unía mi vida a la de alguien, no aceptaría menos que eso. El compañerismo,
la amistad, el amor… eran un frente unido. Parecían tan enamorados, los
años pasaban y sus ojos nunca dejaron de brillar al mirarse. Me pregunto
cuándo comenzó su mentira, en qué momento fue capaz de aprender a fingir
que estaba enamorado de ella, cuánta verdad había en sus acciones y
palabras.
Lo apretó contra su pecho, acunándolo contra la tibieza de su cuerpo,
estaba helado.
—De repente, no fui capaz de distinguir el norte del sur. Si todo mi
mundo lo creó él, ¿cómo podía estar seguro de que era real? Sufrí por su
pérdida; era mi mejor amigo, pero el odio se volvió mi único pensamiento.
Odiaba y sufría al mismo tiempo, me sentía completamente roto. Empecé a
cuestionármelo todo. Me había jurado que era un campeón, que el boxeo
era mi vida. Pero ¿y si también me mentía sobre eso? ¿Y si yo me creí su
mentira?
Se sentó a su lado en la cama, tomando su mano con suavidad.
Atlas negó con la cabeza, su expresión marcada por la derrota.
—Cada día me volvía más rencoroso e inseguro, hasta el punto de no ser
capaz de mirar a los ojos a mi propia familia. Hablaban bien de él, lo
idolatraban, y todo lo que yo podía pensar era en su traición.
—No todo tiene que ser mentira —intentó consolarlo—. Puede que no
haya sido un buen marido, pero fue un buen padre.
—No. No puedes ser un buen padre si traicionas a la madre de tus hijos
y destruyes a tu familia. Eso no es compatible. Solo fue un excelente
embustero. Mi única duda es cuándo empezó a mentir.
—Te sientes traicionado —opinó en voz baja—. Es normal, tienes todo
el derecho del mundo a estarlo.
—Creía que ya lo había superado, pero cuando recibí su llamada, todo lo
que sentí fue rabia, ira. Nunca le voy a perdonar que nos haya puesto en
esta situación. ¿Qué pasaría si mi abuela recibe un disgusto así? ¿Cómo se
sentiría mi madre si conociera su traición?
Le acarició el brazo, tratando de calmarlo.
—Bajemos con los demás. Ya sé lo que voy a decir. Estoy deseando
acabar con esto —contestó Atlas poniéndose en pie.
—¿No prefieres que me quede aquí? —se ofreció.
—Preferiría que vinieras conmigo.
Lo siguió de vuelta al piso de abajo. La familia Scala siempre había sido
ruidosa, y casi siempre se les podía escuchar hablar desde cualquier
habitación. Pero hoy, la casa permanecía en un extraño y sofocante silencio.
Todos estaban reunidos en la cocina, sentados muy cerca unos de otros,
como si al estar juntos pudieran encontrar algún consuelo en medio de la
tensión que se palpaba en el aire.
Atlas se sentó frente a los cuatro, haciendo que se sentara a su derecha.
—Hijo, sabes que puedes contarnos lo que sea, ¿verdad? —le preguntó
Marisa, rompiendo el espeso silencio que los envolvía.
—Sé que lo que hice no estuvo bien, pero creía que lo mejor era
arreglarlo todo sin que supierais nada —respondió Atlas.
El corazón se le saltó un latido al escuchar esas palabras. No podía ser
cierto... ¿iba a decirles la verdad?
—¿Qué pasa, hermano? —preguntó Ceo, con preocupación.
—Me chantajearon —confesó Atlas, fijando su mirada en Ceo.
—¿Cómo? ¿Quién? —inquirió Rhea, sorprendida.
—Una mujer. Me amenazó con ir a la prensa e inventarse alguna historia
sórdida sobre mí —admitió Atlas, con un nudo en la garganta que hizo que
se le quebrara un poco la voz.
—¿De qué tipo? —exigió saber Rhea, con su mirada llena de furia.
—Dijo que esperaría a que me convirtiera en campeón y luego diría a la
prensa que me retiré porque me acosté con una menor de edad.
Marisa y Michaella juraron en italiano por lo bajo, persignándose con
manos temblorosas, mientras el peso de las palabras de Atlas caía como una
losa sobre la familia.
—No lo era, por supuesto —dijo Ceo sin dudar.
—No, pero consiguió papeles falsos para que pareciera que sí. Aunque
no fuera verdad, no importaría; un escándalo así arruinaría mi carrera y le
daría mucho dinero —respondió Atlas con amargura.
—¿Cómo te enteraste tú de todo esto? —quiso saber Rhea, frunciendo el
ceño mientras lo miraba.
—Hice que mi padre buscara a Atlas, y cuando me contó lo que pasaba,
le pedí que viniera a lidiar con la situación —confesó—. Esa mujer era una
oportunista, estaba dispuesta a destruir todo el esfuerzo de Atlas por dinero.
—Odias pedirle favores a tu padre —le recordó Rhea, con preocupación.
—Lo sé —admitió, bajando la mirada por un instante.
—¿Tu padre también es abogado? Dile que podemos pagarle, no hay
ningún problema —se apresuró a ofrecer Marisa.
—No hará falta. Mi padre vino a auxiliarnos de inmediato, no os
preocupéis por nada. Contáis con su discreción, también. No le contará esto
a nadie —los tranquilizó con una seguridad que logró calmar un poco el
ambiente.
—No dudaba de ello —le aseguró Marisa, con gratitud en su expresión
—. ¿Le darás las gracias en nuestro nombre?
—Por supuesto, Atlas ya lo hizo de todas formas —aceptó, dedicándoles
una leve sonrisa.
—¿Y estáis seguros de que no dará más problemas? —preguntó Ceo,
todavía inquieto.
—Sí, papá hizo que firmara un contrato blindado. Si intenta algo,
acabará arruinada y en la cárcel por romper el acuerdo. Esa mujer no se
arriesgará; solo quería dinero —respondió por Atlas.
—No solo eso, también amenazó con arruinar su carrera —protestó
Rhea, con indignación—. ¿De qué la conocías?
Atlas se quedó en silencio por un instante demasiado largo, como si no
hubiera anticipado esa pregunta.
—De un encuentro fugaz —respondió en su lugar, evitando que la
situación se tornara más incómoda.
Atlas puso la mano sobre su muslo y le dio un firme apretón, buscando
su apoyo, sabía de sobra lo que pensaba de las mentiras y podía imaginar lo
que le dolía mentirles a la cara. Tomó su mano y, una vez más, entrelazó sus
dedos con los suyos, intentando transmitirle la serenidad que sabía que
necesitaba.
—Pero eso fue hace tiempo, ¿no? Porque ahora tienes a Blake —le
reclamó Ceo, con un tono que dejaba claro lo que opinaría en caso de una
respuesta negativa.
—Sabes que no somos pareja de verdad —le recordó, ignorando el
pinchazo que sintió en el pecho al decirlo.
Ceo ignoró la respuesta, manteniendo su mirada fija en su hermano
pequeño, buscando una verdad más profunda.
—Fue hace mucho tiempo —contestó finalmente Atlas, intentando
cerrar el tema—. Solo existe Blake para mí.
El corazón le dio un vuelco al escucharlo, a pesar de que no era el
momento adecuado.
Ceo asintió, aparentemente satisfecho con la respuesta.
—Hijo mío, tienes que acudir a mí cuando tengas un problema, o a tus
hermanos. No puedes volver a aislarte. No podemos perderte de nuevo, ¿lo
entiendes? —lo apremió Marisa.
La mano de Atlas apretó la suya de nuevo, le devolvió el gesto,
esperando que ese pequeño acto pudiera aliviar un poco la carga que sentía.
—Lo siento mucho, de verdad. No volverá a pasar, si vuelve a pasarme
algo encontraré un modo mejor de lidiar con ello. Ya está arreglado, esto no
será un problema de nuevo —prometió Atlas, con una sinceridad que logró
quebrar un poco la barrera de duda en los ojos de su madre.
Marisa aún parecía algo insegura, pero asintió con un suspiro.
—Estáis agotados, necesitáis comer y descansar —decidió Marisa,
levantándose con una determinación que no admitía réplicas.
—No tenemos mucha hambre, Mamma —respondió Atlas, intentando
suavizar el momento.
—Vais a comer, ¿sí? —intervino Michaella, señalándolos con el dedo de
manera amenazadora, pero con un toque de cariño en la voz.
—Sí —aceptaron sin dudar, conscientes de que a veces era mejor
seguirles la corriente a las matriarcas de la familia, lo que fuera para disipar
esa mirada de tristeza de sus ojos.
A pesar de todo, era bueno estar en casa, donde el amor de la familia
podía hacer de refugio contra el mundo exterior.
CAPÍTULO 23
Estaba seguro de que dormiría toda la noche, agotado tanto física como
psicológicamente, pero a las cinco de la mañana se encontró despierto, y no
parecía que fuera a poder seguir descansando. La imagen de las deliciosas
cantuccini que Michaella había preparado no dejaba de rondar su mente.
Eran una exquisita mezcla de pastel y galletas de almendras, crujientes y
tentadoras.
Con cuidado, se deshizo del brazo con el que Atlas lo rodeaba y salió de
la cama con delicadeza. Sabía que él necesitaba dormir y descansar para la
gran pelea que le esperaba.
Abrió la puerta sin hacer ruido y bajó las escaleras con pasos sigilosos.
Al llegar, notó que había luz en la cocina. Marisa estaba sentada a la mesa,
envuelta en su bata, con una taza delante de ella. Parecía perdida en sus
pensamientos, con la mirada fija en algún punto indefinido. Sintiendo que
interrumpía un momento privado, decidió regresar a la habitación, pero el
crujido de la madera bajo sus pies lo delató.
—¿Rhea? —preguntó Marisa, levantando la vista.
—No, soy Blake. Lo siento —se disculpó, visiblemente avergonzado.
—¿Estás bien, cielo? —le preguntó ella.
—Sí, perdona. No podía dormir, y la imagen de los cantuccini no dejaba
de volver a mi cabeza —reconoció, un poco cohibido.
Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de Marisa, transformando la
seriedad de su expresión.
—Tienes hambre —dijo encantada, casi como si la idea le alegrara el
alma—. Siéntate, te pondré unas pocas.
—Puedo hacerlo yo —se ofreció con rapidez, queriendo no ser una
carga.
Marisa aceptó su propuesta con un leve gesto de cabeza.
—Hay un termo con chocolate de anoche.
Sonrió, agradecido, y se dirigió a la cocina para llenar una taza. Colocó
unas cuantas cantuccini en un plato y se sentó frente a Marisa, disfrutando
del aroma reconfortante que llenaba la cocina.
—¿Te sirvo más chocolate? —le ofreció.
Marisa negó con la cabeza, observándolo con cariño.
—No. Estoy tomando una infusión —le contestó ella jugando con los
dedos en la servilleta que tenía delante.
—¿Tampoco puedes dormir? —le preguntó, mirándola con curiosidad,
notando el cansancio en sus ojos y sus profundas ojeras.
—Demasiadas cosas en la cabeza, muchas preguntas sin respuestas, y
eso no está bien —respondió Marisa con un suspiro, dejando entrever el
peso que llevaba.
—No siempre podemos tener la respuesta a todas las preguntas —opinó
con suavidad, tratando de ayudarla.
Marisa asintió, sonriendo con tristeza.
—Tienes razón, pero cuando eres madre, sientes que debes saber la
respuesta a todo, que debes conocer siempre qué es lo mejor para tus hijos
—confesó.
Notó cómo Marisa vacilaba, y algo en su expresión le dijo que sus
pensamientos estaban centrados en su hijo menor.
—Creo que lo haces muy bien. Tienes unos hijos maravillosos —dijo,
intentando levantarle el ánimo.
Marisa sonrió, pero en lugar de alegrarse, su tristeza pareció
profundizarse, volviendo su mirada más sombría.
—La mujer que chantajeó a Atlas… —comenzó, pero su voz se quebró,
como si las palabras fueran demasiado dolorosas de pronunciar.
Contuvo el aliento, apretando la taza entre sus manos. Era evidente que
Marisa estaba asustada, atrapada en la angustia que cualquier madre sentiría
al saber que su hijo sufría. Eso era todo. Al cruzarse con su mirada culpable
y atormentada, supo que ella lo sabía todo.
—Ella no importa ya. Se ha terminado, nos aseguramos de que no pueda
dañar a Atlas ni a la familia —le aseguró en voz baja, tratando de calmarla
y que no profundizara en el asunto para no hacerse daño.
La vergüenza cubrió el rostro de Marisa, mostrando las huellas del
tiempo y del sufrimiento de los últimos años.
—Eso fue lo que hizo que Atlas se alejara de todos, ¿verdad? —
preguntó ella con cautela, temiendo la respuesta.
Asintió, reticente a compartir en detalle lo que Atlas le había confiado,
pero el dolor en sus ojos le exigía darle alguna respuesta.
Ella ahogó un pequeño sollozo en su mano, intentando contener las
lágrimas que amenazaban con desbordarse, mientras él sentía el peso de su
tristeza.
—Siempre tuve la sospecha, pero nunca me atreví a preguntárselo. No
quería ver la verdad en sus ojos. Toda mi vida he cuidado de mi familia, los
he atendido cuando estaban enfermos, hambrientos, tristes. He vivido día y
noche para ellos y para Giocomo, fui lo que ellos necesitaban que fuera.
Apoyé a mi marido para montar un negocio próspero, a mis hijos para que
persiguieran sus sueños, y a cambio tuve que abandonar los míos de montar
mi propia pastelería. —Marisa hablaba con una voz cargada de una tristeza
profunda, que parecía haberse acumulado durante años.
Sintió que la garganta se le cerraba al escucharla, cada palabra cargada
de una extenuación que indicaba que soportaba más de lo que una sola
persona podría sobrellevar. Sin decir nada, se movió para sentarse a su lado,
pasándole un brazo por los hombros, ofreciéndole un apoyo silencioso sin
atreverse a interrumpirla.
—No es una queja, no me arrepiento —continuó Marisa, con la voz
temblando levemente—. Pero el día que descubrí que Giocomo tenía otro
teléfono y vi sus mensajes… fue peor que cuando supe que había muerto.
¿Eso me hace una mala persona? —preguntó, mirándolo con ojos llenos de
dolor, buscando una respuesta que no la condenara.
Negó con la cabeza, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas,
aunque sabía que ninguna podía realmente aliviar su sufrimiento.
—El dolor no entiende de bien o mal, solo sabe de sufrimiento —opinó
con delicadeza.
Marisa aceptó sus palabras con un pequeño asentimiento.
—Su muerte fue una tragedia, pero su traición… fue la peor desgracia
de mi vida. Y lo peor es que no podía exigirle respuestas, ni enfadarme, ni
reclamar, ni siquiera hablar de esto con nadie —le confesó, limpiándose las
lágrimas con rabia, como si quisiera borrar el dolor con cada pasada de su
mano.
—No es justo —admitió en un susurro, pasándole una servilleta para que
pudiera secarse las lágrimas.
Marisa la tomó con manos temblorosas, agradeciendo el gesto en
silencio. La carga de sus palabras seguían colgando en el aire, pero en ese
momento, espera de todo corazón que el simple acto de compartir su dolor
lo hiciera un poco más soportable. Aunque la herida seguía abierta, al
menos ahora no estaba sola para enfrentarla.
—No lo era —dijo Marisa, con la voz rota por la emoción—. Y luego,
mientras todos lloraban su pérdida, Atlas fue con el abogado y lo perdimos
también. Olvidé el luto, la pena, la rabia, porque mi hijo se me iba de las
manos y no podía rendirme con él. Tenía que haberle confiado que lo sabía,
a lo mejor no se hubiera sentido tan solo.
—No lo creo —respondió con suavidad—. Atlas también tuvo que hacer
su duelo y enfrentar lo que descubrió sobre su padre.
Marisa se limpió las lágrimas que quedaban en su rostro y tomó un
pequeño sorbo de su taza, como buscando fuerzas en el calor del líquido.
—¿Le dejó dinero? —preguntó ella con voz inestable.
—Sí.
—¿Le compró una casa?
—Sí —confirmó.
—¿Tuvo hijos con ella? —inquirió Marisa, su voz casi inaudible.
—No. Le dije a mi padre que se asegurase de saberlo —la calmó con la
seguridad de que no había ningún otro hijo de Giacomo.
Marisa asintió lentamente, tragó saliva y preguntó con dificultad.
—¿Es más guapa que yo? No me respondas a eso —se corrigió de
inmediato, sacudiendo la cabeza—. Supongo que eso no importa, pero la
cabeza es así. Piensas en qué fallaste para que se fuera con otra —admitió,
con la voz ahogada por el dolor.
—No hay nada que justifique una traición. Giocomo te traicionó, él
eligió fallarte. No pongas sobre ti un peso que no te pertenece —dijo con
convicción—. Diste mucho de ti a ese hombre, pero sigues siendo tú,
porque fuiste fiel a ti misma y a tu familia. Debes tener la cabeza alta, no
hay nada de lo que avergonzarse. Tú, al menos, no tienes que sentir
vergüenza.
Marisa lo abrazó con fuerza, su cuerpo temblando mientras las
emociones la sobrepasaban. Le devolvió el abrazo con fiereza, tratando de
que sintiera todo el apoyo y cariño que podía ofrecerle en ese momento.
—Gracias por ir a buscarlo y quedarte con él —murmuró Marisa cuando
por fin se separaron.
—No hay problema —respondió con una sonrisa—. Estoy un poco
encariñado con él.
Marisa dejó escapar una risita.
—Y él contigo —dijo ella, sonriéndole con ternura—. Voy a intentar
dormir. Tú deberías hacer lo mismo. Gracias por decirme la verdad.
Recogieron la mesa en silencio y subieron juntos la escalera.
—Marisa —la llamó antes de abrir la puerta de su habitación.
—Dime —respondió ella, deteniéndose en el umbral, curiosa.
—No te llega ni a la altura de la suela de los zapatos —le aseguró, con
una sonrisa sincera.
Marisa esbozó una sonrisa antes de cerrar la puerta, esperaba al menos
haberle dado un poco más de paz.
Entró en el cuarto, reuniéndose con Atlas en la cama.
—¿Dónde estabas, amore? —le preguntó Atlas, adormilado con la voz
ronca por el sueño.
—Tenía hambre —murmuró, acurrucándose a su costado—. ¿Sabías que
tu madre quería dedicarse a la repostería?
—No… ¿Te lo dijo ella? —preguntó Atlas, aún medio dormido.
—Sí, ella también tenía hambre —respondió.
—Despiértame la próxima vez y bajo a buscarte yo algo —se ofreció
Atlas, pasándole un brazo alrededor, acercándolo más a él.
Cerró los ojos con una sensación de tranquilidad. No tenía ni idea de cómo
habían llegado hasta ese punto, pero sabía que repetiría cada paso hasta allí
sin dudarlo.
A sus jefes no les hizo gracia que desapareciera durante dos días, algo
que, aunque comprendía, no acababa de entender del todo. Era la primera
vez en mucho tiempo que tomaba algún día libre. Por ley, tenía derecho a
días de asuntos propios, y aunque no avisó con anterioridad, no era para
tanto.
Se sintió acusado y juzgado, como si estuviera descuidando su trabajo,
algo que en realidad no estaba haciendo. Normalmente, una llamada de
atención de ese calibre lo habría hecho comerse la cabeza, pero tenía tantas
cosas en mente que no podía permitirse perder tiempo en eso.
Comprobó su móvil para asegurarse de que estaba en la dirección
correcta. Cruzó la calle y entró en la peluquería. Tuvo que parpadear un par
de veces para acostumbrarse al fuerte rosa y blanco que decoraba el amplio
local. La peluquería, a pesar de su estilo bastante tradicional, era luminosa y
estaba llena del bullicio de las clientas, que no dejaban de charlar en un
fluido italiano.
Había más de veinte mujeres en el lugar, y todas se giraron a observarlo
sin disimulo. Hubo un largo momento de silencio. Sonrió con nerviosismo,
intentando no sentirse abrumado por las miradas inquisitivas.
Carraspeó antes de tratar de hablar con el mejor italiano que tenía.
—Buongiorno, scusate l’interruzione. Sto cercando Nira o Luisa[3].
Las mujeres continuaron mirándolo, y él supuso que disculparse por la
interrupción y mencionar que buscaba a Nira o Luisa no fue lo que
esperaban. Probablemente había cometido algún desliz lingüístico sin darse
cuenta.
Casi se desmaya de alivio cuando Nira salió de una puerta al final del
local.
—Prima, Nira —la saludó con un tono de sincero alivio.
Nira era una mujer deslumbrante, con una larga melena castaña y unos
ojos negros que brillaban con una intensidad magnética. Siempre que la
había visto en las reuniones familiares, estaba vestida a la moda y arreglada
como si fuera una estrella de cine. Igual que hoy, su corto vestido blanco y
sus altos tacones no dejaban entrever en absoluto su profesión; podría pasar
perfectamente por una modelo en una pasarela de alta costura.
—¡Primo Blake! —gritó ella acercándose a saludarle.
Se dieron un cálido abrazo y no pudo más que disfrutar del gesto. Los
Scala daban los mejores abrazos del mundo, sinceros y llenos de afecto,
como un día de sol en pleno invierno.
—Chicas, ¿por qué estáis tan calladas? Estamos en confianza. Señoras,
os presento a mi guapísimo primo Blake —presumió Nira, enlazando su
brazo con el de él.
—¿De quién es hijo? —preguntaron dos señoras al unísono.
—Conozco a todos tus primos, pero este es nuevo —señaló una chica,
mirándolo sin disimulo—. No habla bien italiano, creía que todos los Scala
vivían aquí o en Italia.
—¡No lo mires, Giulia! ¡No es para ti! —advirtió Luisa, saliendo de la
misma puerta que había cruzado Nira. Señaló amenazadoramente a las
chicas que aún lo miraban—. Está cogido, no está bien codiciar lo que ya
tiene dueño.
—Ciao, zia Luisa[4]. Lamento molestar —se disculpó al saludarla.
—No molestas en absoluto —le aseguró Luisa—. ¡Sei così bello![5] —
murmuró, tomando su rostro entre sus manos y obligándolo a agacharse, ya
que ella era más baja que él.
—¿Quieres café, primo? —ofreció Nira.
—No, gracias. En realidad, venía porque necesito ayuda —les confió,
bajando la voz.
—Por supuesto. ¿Qué necesitas? —aceptó Luisa, sin parpadear.
Amaba a esa familia, eran maravillosos, y lo habían aceptado desde el
primer momento, sin hacer preguntas ni pedir explicaciones.
—¿Podemos hablar en privado? —preguntó.
Luisa asintió y Nira le guiñó un ojo, llevándolo a la parte de atrás.
—Giulia Portonosso, le diré a tu madre qué clase de hija tiene —
amenazó Luisa, mirando a la chica detrás de ellos.
Estalló en risas. Era una familia de locos, pero le encantaba sentirse uno
de ellos, aunque no tuviera ningún derecho.
CAPÍTULO 24
El sábado por la mañana, fue directo al restaurante del primo Dimas
después de recoger a la tía Luisa y a Nira en su casa. Todo salió según lo
prometido por la tía, así que fueron juntos a desayunar a la cafetería de otro
de los hijos de Luisa. Luego, los acompañó al supermercado y dejaron a
Nira en la peluquería mientras regresaban a la casa de Luisa. Pasó toda la
mañana con ella, su marido y su tercera hija, María. Ayudó a preparar la
comida que Luisa llevaría a la casa de los Scala, y cuando llegó la hora, se
dirigieron allí.
Atlas y Ceo salieron a ayudar a quitar las fuentes del coche.
—¿Por qué traes a mi zia Luisa? —preguntó Atlas al verlo.
—Porque el tío Tomasso llevó al primo Donato para que condujera;
tiene el examen de conducir este lunes. Llegarán en media hora como
máximo, salieron hace un rato.
Atlas lo miró desconcertado, pero con una pequeña sonrisa.
—Entonces, ¿la tía Luisa te llamó para que fueras a recogerla?
Normalmente viene andando, vivimos a dos manzanas de distancia.
—Es que ya estaba con ella. Le pedí un favor a la zia y fuimos esta
mañana temprano.
—¿Y luego te quedaste allí? —interrogó Atlas, su sonrisa ampliándose
mientras preguntaba.
—Sí, la zia dijo que podía ayudarla a cocinar gnudi senesi de espinaca,
que es un plato típico de la zona de Italia de dónde venís. Los preparamos
desde cero y, aunque no se me da bien cocinar, zia dice que soy un buen
pinche —comentó con orgullo.
Atlas estalló en carcajadas y lo rodeó con el brazo, apretándolo contra su
costado.
—Eres increíble —murmuró en su oído.
Sintió un escalofrío agradable mientras apoyaba la mano en su pecho y
alzaba la cabeza para mirar a Atlas a los ojos. La conexión entre ellos era
clara, una mezcla de complicidad y algo más que ambos notaban, pero que
aún no sabían cómo definir del todo.
—Hola, primos —saludó Vinnie al pasar junto a ellos, también cargando
bandejas.
—Vamos, podréis haceros arrumacos dentro —los empujó Ceo con una
sonrisa, incitándolos a entrar en la casa.
Lo siguieron al interior, donde ya estaban muchos de sus familiares
desperdigados, hablando a gritos y riendo. Atlas dejó las bandejas sobre la
barra de la cocina, mientras él se dirigía a la pequeña despensa donde sabía
que estarían los platos y vasos extra para las reuniones familiares.
Atlas entró a ayudarlo, colocándose detrás de él.
—¿Puedes alcanzar esos vasos? Yo no llego tan arriba —le pidió,
señalando el estante más alto.
En lugar de obedecer, Atlas lo giró suavemente y lo cogió de la cintura,
sentándolo encima de la lavadora.
—¿Qué haces? —preguntó, riéndose—. Tenías que coger los vasos, no a
mí.
Atlas no respondió. En cambio, deslizó sus dedos bajo la barbilla de él,
levantando su rostro para que sus miradas se encontraran.
—¿Qué pasa? —preguntó, desconcertado por la intensidad en los ojos
de Atlas.
Él negó con la cabeza, sin dejar de observarlo con esa mirada del color
de la tormenta.
—Sono pazzo di te [6] —susurró Atlas, sin apartar sus ojos de los suyos.
El aire se le quedó atrapado en la garganta. No entendía lo que
significaba, pero algo dentro de él grabó cada palabra como si fueran
importantes de verdad.
—No sé qué significa eso —admitió en voz baja, con el corazón latiendo
con fuerza.
Atlas inclinó la cabeza, acercándose aún más, dejando apenas un suspiro
de distancia entre ellos. Lo sostuvo delicadamente por la nuca y dejó un
beso suave sobre sus labios.
—Sono pazzo di te —repitió, separando sus piernas para colarse entre
ellas. Su boca tomó el control sobre la suya en un beso tan lento y profundo
que lo dejó sin aliento. Jadeó, aferrándose a su cuello, devolviéndole el beso
mientras el mundo a su alrededor parecía desvanecerse en mil pedazos.
Gimió dentro del beso, sus lenguas entrelazadas, buscándose con una
urgencia palpable.
Atlas comenzó a llenar su rostro de besos, desde la mejilla hasta la
mandíbula y el cuello, mientras sus manos, cálidas y decididas, se colaban
bajo su camiseta, acariciando su piel y desatando un caos delicioso en su
interior.
—Da quando ti conozco —le susurró sobre su cuello. Mordió con
suavidad su piel, chupando con fuerza—, ho dimenticato tutto il resto [7].
—¿Qué significa? —susurró con esfuerzo, sintiendo que su cuerpo
estaba a punto de desmoronarse. Llevaba deseándolo desde el momento en
que lo vio.
Atlas no le respondió. En cambio, lo sujetó con fuerza de los costados y
lo pegó contra él, capturando su boca de nuevo, como si no pudiera
contenerse. Él gimió, hundiendo los dedos en su cabello, deseando
devorarlo, desnudarlo, probarlo como si fuera un postre irresistible. Sin
embargo, las voces que venían de fuera lo obligaron a tratar de calmarse.
Su determinación duró apenas dos segundos, los que tardó Atlas en
acariciarlo por encima del pantalón. Instintivamente, meció las caderas
contra su mano, buscando alivio.
—¡Cuñado! ¡Hermano! —Los dos se quedaron congelados al escuchar
la voz de Ceo acercándose.
—Estoy buscando vasos —contestó Atlas, mirándolo fijamente a los
ojos, como si él fuera lo único que importara.
—Genial, ¿te ayudo? —se ofreció Ceo, y escucharon cómo agarraba el
pomo de la puerta y este comenzaba a girar.
—No, lleva fuera las bandejas de la zia Luisa. Ella pidió que las
sacáramos al porche —mintió Atlas con rapidez.
—Voy —aceptó Ceo, y escucharon más voces mientras el ruido se
alejaba.
—Esto es un poco incómodo —murmuró, consciente de que alguien
podría seguir en la cocina.
—Ya lo veo —contestó Atlas, volviendo a acariciarlo, la tentación en su
mirada era evidente.
Se mordió los labios por la necesidad, pero le apartó la mano con
esfuerzo.
—Para, casi nos encuentra tu hermano. Toda la familia está afuera —le
recordó mientras se bajaba de la lavadora.
Atlas giró la cabeza, como si acabara de darse cuenta de la situación.
—Tienes razón, no es el mejor lugar. Perdona, suelo tener mejor control
que esto —se disculpó, con una mezcla de frustración y deseo en su voz.
Lo miró sorprendido; Atlas parecía contrariado, como si haber mostrado
un momento de debilidad estuviera fuera de lugar.
—¿Me pides perdón por besarme? —lo picó, cruzándose de brazos con
diversión.
—No —respondió Atlas de inmediato—. Te pido perdón por no haber
buscado un momento más adecuado y un lugar más privado —dijo con
seriedad clavando sus ojos en los suyos.
Esta vez, no hizo nada por ocultar su diversión. Se puso de puntillas y lo
besó en los labios, un poco tímido por estar tomando la iniciativa.
—Siempre es un buen momento para un beso —le aseguró, con una
sonrisa—. Pero no para lo que estábamos haciendo. ¿Por qué no dormimos
hoy en mi casa? —le ofreció, su voz cargada de una promesa implícita.
Atlas lo atrajo hacia sí, rodeándolo con sus brazos, y le devolvió el beso,
esta vez con suavidad, sin profundizar.
—¿Estás seguro? —preguntó Atlas, queriendo asegurarse.
—Claro. Además, no tiene que pasar nada, hemos compartido cama
muchas veces. Solo estamos asegurándonos un poco de intimidad... en caso
de necesitarla —le respondió, acariciándole los brazos y los hombros con
ternura.
Atlas lo besó de nuevo, más largo, más sincero.
—Quería que pasara —admitió Atlas para su sorpresa.
—¿Y por qué no hiciste nada? —preguntó, indignado y un tanto
frustrado.
—No era el momento. No tenía que pasar, o habría pasado. Me tomo mi
tiempo, en conocerte, en saber si quiero llegar ahí. Ahora lo sé y lo estoy
deseando —confesó Atlas, con una tranquilidad que lo desarmó.
—¿Tienes experiencia? —preguntó con cautela—. ¿Con hombres?
Atlas negó con la cabeza, sin rastro de vergüenza.
—¿Con mujeres? —bajó la voz, consciente de que, a pesar de los meses
juntos, no había logrado averiguar nada sobre su pasado sentimental.
Atlas asintió sin dudar, manteniéndose cerca.
—¿Eres bisexual? —inquirió, desconcertado por la revelación.
Atlas negó lentamente, sin dejar de mirarlo.
—Yo soy yo. Y ahora quiero ser nosotros si tú también quieres. No
necesito ponerle un nombre a eso —le respondió Atlas con una convicción
que lo dejó sin palabras.
Tardó unos segundos en recuperar el habla.
—No sé si es un problema de idioma o tu peculiar forma de decir lo que
quieres, pero siempre acabo noqueado cuando decides ser sincero —
protestó, todavía tratando de entender lo que Atlas había dicho.
Atlas sonrió, tomando su boca en un nuevo beso, esta vez tan
provocador que sus piernas le fallaron y tuvo que aferrarse a él. Atlas usó su
lengua con una maestría que lo dejó temblando, moviéndola dentro y fuera
de su boca a un ritmo lento, como si estuviera haciéndole el amor.
—¡Primo! —lo llamó Dimas desde el otro lado de la casa.
Atlas masculló una maldición en italiano, separándose de él con
evidente frustración. Sus ojos brillaban de una manera que lo hizo desear
estar ya en su casa, los dos solos y desnudos.
—Sal antes de que avergoncemos a tu familia —le susurró, empujándolo
suavemente hacia la puerta.
Atlas le dedicó una última mirada ardiente que no ayudó en absoluto a
calmar su cuerpo. Solo tenían que aguantar todo el día y, por la noche...
Tragó saliva al darse cuenta de lo que significaba. Atlas estaría en su casa,
por primera vez. De repente, tuvo un flash de pánico al pensar en el desastre
que era su hogar en este momento.
Abrió la puerta y salió al salón. Atlas no estaba, pero sí Rhea, que
conversaba animadamente con una de sus primas.
—Dile a Atlas que vuelvo en un rato; olvidé hacer algo importante esta
mañana.
No esperó la respuesta y salió corriendo hacia su coche. Volvió a su casa
lo más rápido que pudo para evaluar la situación. La casa estaba limpia,
gracias a la mujer de la limpieza que venía cada tres días, pero había
papeles de casos por todas partes en el salón, ropa tirada en algunas sillas y
sobre el sillón, y su maleta aún sin deshacer.
Se puso manos a la obra, recogiendo el desastre y poniendo una lavadora
en marcha. Llenó la estantería del baño con toallas frescas y echó un vistazo
a su nevera casi vacía.
Decidió bajar al supermercado y comprar algunas cosas que sabía que
Atlas podía comer, además de sus bebidas favoritas. Al salir cargado de
bolsas, se detuvo en la farmacia y compró algunos suministros, por si los
necesitaban. La expresión del farmacéutico cuando pidió preservativos
grandes y lubricante se le quedó grabada en la memoria, pero sabía que
serían necesarios; había dormido lo suficiente con Atlas como para saber
qué esperar.
De vuelta en casa, guardó todo cuidadosamente, cambió las sábanas y
dejó lo que podrían necesitar en el primer cajón de la mesilla de noche.
Abrió las ventanas para ventilar bien la casa y se dirigió al baño para
ducharse a conciencia. Exfolió su piel hasta dejarla con un suave tono
rosado, y luego se aplicó su crema hidratante favorita.
Puede que estuviera exagerando, pero quería estar perfecto. Llevaba
mucho tiempo esperando ese momento, sin saber si algún día llegaría.
Estaba nervioso, más de lo que recordaba haber estado desde su primera
vez, con su primer novio.
Eligió una camisa blanca y unos pantalones negros, buscando un
equilibrio entre lo casual y lo elegante. Se afeitó con cuidado y aplicó su
loción, la que combinaba perfectamente con su perfume. Se miró en el
espejo, y no pudo evitar sonreír: estaba guapísimo, aunque sabía que tal vez
estaba exagerando.
Soltó el aire, sintiéndose un poco ridículo, pero condujo de vuelta a la
casa Scala sin tener idea de cómo justificaría su cambio de ropa y lo
arreglado que estaba.
Marisa le sonrió al abrir la puerta, sus ojos recorriéndolo de arriba abajo
con apreciación.
—¡Qué guapo estás! Atlas debe de estar a punto de salir —le informó,
con una sonrisa cómplice revelando que había notado algo más.
—¿Salir? —preguntó, desconcertado.
No tuvo que esperar una respuesta. En ese momento, Atlas apareció
bajando la escalera. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa gris
ligeramente abierta, dejando entrever su clavícula. Los zapatos y el cinturón
negros complementaban su look, y el pelo, aún húmedo de la ducha, estaba
peinado hacia atrás. Sostenía una chaqueta en la mano y le dedicó una
sonrisa que lo dejó sin aliento mientras descendía los últimos escalones.
Sonrió al darse cuenta de que no era el único que tenía grandes
expectativas para esa noche.
—Ciao, amore —lo saludó Atlas al llegar a su lado, inclinándose para
darle un pequeño beso en los labios. De inmediato, se escucharon silbidos y
risas provenientes de la casa—. Nos vamos, pasadlo bien —dijo, sin
dirigirse a nadie en particular.
Lo tomó de la mano y lo guio hasta su coche, que estaba aparcado
afuera. Aunque estaba seguro de que antes no estaba allí.
—¿No cenamos con la familia? —preguntó cuando Atlas le abrió la
puerta del coche. En las ventanas, varios miembros de los Scala se
asomaban sin siquiera disimular su curiosidad.
—Hoy no —respondió Atlas, con una sonrisa que lo hizo contener el
aliento.
Sintió cómo la emoción le revolvía el estómago, una mezcla de nervios
y anticipación.
—¿Vamos al restaurante del primo Dimas?
Atlas negó con la cabeza, inclinándose sobre él para ajustar el cinturón
de seguridad.
—Esta noche no. Esta noche es solo para nosotros —le susurró con voz
suave y cargada de promesas.
Él no pudo evitar sonreír como un idiota; la felicidad lo desbordaba de
una manera que no parecía real.
—Vale —respondió. Atlas cerró la puerta y rodeó el vehículo para
ponerse al volante.
El móvil le pitó con un montón de mensajes. Al abrir el grupo de la
familia Scala, vio que había como treinta mensajes, todos dirigidos a ellos.
—Tu familia nos está deseando suerte —comentó, sin poder creérselo.
Atlas soltó un bufido de exasperación.
—¿Qué te parece si apagamos los teléfonos por unas horas? —sugirió,
mirándolo con una sonrisa cómplice.
—Me parece perfecto —aceptó.
Atlas le pasó el suyo, para que pudiera guardar ambos en la guantera del
coche.
—Ahora estamos solos —le prometió Atlas.
—No suena nada mal —dijo, lanzándole una mirada de reojo.
—Suena perfecto.
CAPÍTULO 25
Atlas eligió para cenar un precioso restaurante moderno que estaba
apenas a quince minutos andando de su casa. Una elección que lo hizo
sonreír, porque se notaba que había buscado algún lugar cerca, un gesto que
demostraba su intención de mantener la velada lo más próxima posible de
su casa.
La mesa ya estaba esperándoles, reservada a su nombre, lo que añadió
un toque de anticipación y planificación que le hizo sentir especial. Atlas
había dado sus propios pasos para que sucediera lo que los dos querían.
Pidieron una comida ligera, perfecta para una noche como esa. El
ambiente era ideal para una cena en pareja: las mesas pequeñas y cuadradas,
con cómodas sillas que armonizaban con la decoración sencilla del lugar.
Había poca luz, con lámparas colgantes que emitían un suave resplandor
cálido, creando un ambiente íntimo que invitaba a hablar en voz baja, como
si el espacio mismo estuviera diseñado para susurrar confidencias y
compartir miradas significativas. La anticipación lo estaba devorando por
completo.
Atlas volvió a saltarse su amada dieta, y ambos se permitieron el lujo de
disfrutar de un buen vino con la comida. La velada se llenó de
conversaciones, y pronto la curiosidad lo llevó a querer saber más sobre el
lugar de donde provenía la familia. La zia Luisa había mencionado algunas
cosas por la mañana, pero fue completamente diferente escuchar esos
detalles desde la perspectiva de Atlas.
La familia Scala provenía de una pequeña zona de Italia llamada Siena,
una ciudad en la región de la Toscana, en el corazón de Italia. Atlas le habló
con pasión sobre los grandes edificios góticos que adornaban la ciudad, las
pintorescas calles adoquinadas en tonos rojizos, y lo hermosos que eran los
atardeceres bajo el cálido sol italiano.
También le contó lo bien que se lo pasaban en Livorno, el pueblo costero
del que era originario el marido de Michaella. Describió Livorno como un
lugar de cuento, con un paseo marítimo cuyo suelo estaba pintado como un
tablero de ajedrez, y un mar teñido del azul más intenso que uno pudiera
imaginar. Se notaba claramente la pasión que Atlas sentía por su país de
origen, un lugar que representaba su refugio y su espacio de desconexión
durante las vacaciones.
Cuando terminaron la cena, decidieron dejar el coche aparcado y
regresar a casa dando un paseo. Había pocas personas en la calle, y aunque
ya era otoño, el frío no era tan intenso. Sin embargo, cuando un leve
estremecimiento lo recorrió, Atlas, siempre atento, se quitó la chaqueta y se
la ofreció sin dudarlo.
Levantó la mirada mientras metía los brazos dentro de las mangas. Atlas
le sonrió, agachándose hasta que sus rostros estuvieron al mismo nivel.
—¿Qué? —le preguntó, intuyendo que algo pasaba.
—Estoy nervioso —admitió en voz baja, casi como si revelara un
secreto.
La sonrisa de Atlas se hizo más amplia. Metió las manos bajo la
chaqueta, sujetándolo suavemente por la cintura para acercarlo.
—¿Te sentirías mejor si te dijera que estoy igual? —le preguntó, en sus
ojos se reflejaba una sinceridad que lo desarmó.
Una enorme sonrisa iluminó su rostro.
—Depende, ¿lo dices de verdad o solo para tranquilizarme? —inquirió
en un susurro, deseando que fuera cierto.
—Es la verdad —le aseguró Atlas, tomando su mano y llevándola a su
pecho—. Te miro y te siento aquí. Dentro, latiendo conmigo.
Tragó saliva, sintiendo su propio corazón latir con fuerza, como si
hubiera estado corriendo. El suyo no estaba mucho mejor; ese acento, esa
manera de hablar, deberían estar prohibidos.
Atlas llevó su mano a los labios, dejando un delicado beso sobre su piel.
Luego, con un gesto cuidadoso, giró su mano y besó su muñeca,
provocando un escalofrío que lo atravesó de arriba abajo.
—Voglio stare con te —susurró Atlas, su voz suave como una caricia.
—Yo también quiero estar contigo —respondió, cerrando la distancia
que los separaba para darle un beso que los dejó anhelando más—. Vamos a
casa.
Llegaron a su apartamento en tiempo récord. Apenas cerraron la puerta,
volvieron a besarse, sus cuerpos buscando el contacto que habían estado
deseando durante toda la noche. Se descalzó e intentó quitarse la chaqueta,
pero Atlas lo detuvo con una suave caricia.
—No hay prisa —le aseguró, con un tono tranquilizador.
Se quedó desconcertado por un momento, preguntándose si Atlas se
estaba arrepintiendo ahora que había llegado el momento de la verdad.
—¿Quieres beber algo? —ofreció, queriendo darle más tiempo,
dispuesto a respetar completamente su decisión. Sabía que siempre había
tiempo para dar un paso atrás si era necesario.
Atlas asintió lentamente, una sonrisa en sus labios que prometía más de
lo que sus palabras podían expresar. Con un movimiento deliberado y
suave, agarró los extremos de la chaqueta y se la quitó, dejando que cayera
al suelo sin preocuparse por nada más que la persona frente a él. Luego
avanzó, sujetándolo de la cintura, guiándolo hacia el interior de la casa, sus
pasos sincronizados en una danza íntima.
—Quiero beber de ti... —le susurró Atlas, mientras sus labios rozaban la
piel sensible de su cuello, enviando escalofríos por su cuerpo.
Jadeó, aferrándose a sus costados, dejándose llevar por el momento, por
la intensidad de sus palabras y el fuego que ardía en sus ojos.
—Alimentarme de tu cuerpo... —murmuró Atlas, mientras tiraba del
botón de sus pantalones con una habilidad que parecía casi instintiva.
El sonido de la cremallera al deslizarse hacia abajo llenó el aire, y se
estremeció de anticipación, sin poder creer del todo que aquello realmente
estaba sucediendo.
—Tocarte como nadie más te haya tocado... —Atlas continuó,
hundiendo los dientes en su hombro, arrastrándolos lentamente por su
clavícula hasta alcanzar su cuello, donde dejó una marca con un beso
profundo y hambriento.
Las piernas le flaquearon, pero Atlas estaba ahí, su otra mano firme y
segura, sosteniéndolo como si nunca fuera a dejarlo caer.
—Hacerte mío, hasta que seamos uno y no recuerdes que hubo un
tiempo en que éramos dos.
Un gemido escapó de sus labios cargado de necesidad, reflejando con
exactitud cómo se sentía en ese momento: totalmente entregado.
—Quiero eso —susurró, buscando su boca con desesperación—. Te
quiero a ti.
Atlas lo alzó en brazos, sorprendiéndolo. El suelo desapareció bajo sus
pies y, por un instante, se sintió liviano, flotando en una burbuja de
intimidad y deseo. Nunca había tenido un novio que pudiera levantarlo así,
con tanta facilidad, como si fuera lo más natural del mundo.
Pasó las manos por el cabello de Atlas, enmarcando su rostro,
observando cada detalle con adoración. Atlas era una maravilla de la
creación, no solo por su belleza exterior, sino por la profundidad de su
carácter, por la bondad que irradiaba desde dentro. Tenía un caparazón
duro, sí, pero no para alejar a los demás, sino para protegerse.
Mientras lo sostenía, lo besó con lentitud, explorando el interior de su
boca con su lengua, saboreándolo, tomándose su tiempo. Atlas gimió con
suavidad dentro del beso, y lo dejó despacio en el suelo, sin romper el
contacto entre sus labios.
Las manos de Atlas descendieron hasta sus pantalones, terminando lo
que había empezado, deslizando la tela por sus piernas junto con su ropa
interior, hasta que quedó arrodillado frente a él. Apartó la ropa a un lado y
tomó una de sus piernas, retirando el calcetín con la misma delicadeza que
había mostrado todo el tiempo.
Lo miró sin poder articular palabra, observando cómo hacía lo mismo
con el otro pie, quitándole cada prenda con una reverencia que lo dejó sin
palabras. Ahora, solo le quedaba la camisa que lo cubría hasta los muslos,
pero Atlas no parecía prestarle atención a eso, concentrado en cada parte de
su cuerpo, como si quisiera aprendérselo todo.
Con sus grandes manos, Atlas acarició la suave piel detrás de sus
rodillas, subiendo por el costado de sus muslos, dejando que sus dedos se
deslizaran bajo la tela con una ternura que contrastaba con el fuego de su
mirada.
Contuvo el aliento, apoyando una mano en el hombro de Atlas, sin saber
exactamente lo que planeaba hacer, pero seguro de que quería que
continuara. Atlas levantó la cabeza, sus ojos se encontraron con los suyos.
—Eres precioso —le dijo con la voz cargada de emoción, y esos ojos,
que antes eran una suave línea de color, ahora eran un abismo de intensidad,
una promesa de todo lo que estaba por venir.
Los dedos de Atlas se movieron con precisión, cambiando de dirección
para rodear sus caderas y bajar hasta su trasero. Lo agarró con suavidad,
como si estuviera tomándose su tiempo para conocer cada curva y cada
línea. Era un toque firme pero tierno, un contraste que lo hacía sentir
vulnerable y protegido a la vez.
Atlas bajó sus manos por las pantorrillas, deslizándose hasta las rodillas,
acariciando la piel con una delicadeza que lo estremeció. Luego, se alzó
frente a él, envolviéndolo con sus brazos, sujetándolo de la cintura para
darle un beso profundo y lento. Cuando separaron sus labios, Atlas apoyó
su frente contra la suya, respirando juntos, compartiendo el mismo aire.
Él estaba acostumbrado al sexo apresurado, al deseo que se desbordaba
en una urgencia casi frenética, pero esta calma, esta tranquilidad, lo estaba
matando de anticipación. Cada segundo parecía una eternidad, pero le
encantaba, lo hacía desear más, lo hacía ansiar cada caricia, cada beso.
Los ojos de Atlas se clavaron en los suyos con tanta intensidad que lo
hizo estremecer. Sin decir una palabra, Atlas comenzó a descalzarse,
quitándose los zapatos y los calcetines. Luego, con un movimiento ágil, tiró
de su cinturón, desabrochándolo con facilidad antes de olvidarse de él para
centrarse en los botones de su propia camisa.
Se mordió los labios, sus ojos fijos en el torso musculado de Atlas que
iba quedando expuesto. Cada botón que se desabrochaba era como una
promesa cumplida, un regalo. Atlas dejó caer la camisa al suelo con
indiferencia, como si no fuera más que un estorbo. Luego, se centró en su
pantalón, que se cerraba solo con botones, y el sonido de cada uno de ellos
al abrirse resonó en el silencio de la habitación, enviando escalofríos por su
columna.
Cuando Atlas bajó su pantalón y la ropa interior, quedando
completamente desnudo frente a él, contuvo el aliento. La visión de su
cuerpo, sin ninguna barrera, lo dejó sin palabras. Atlas era perfecto y el
simple hecho de que fuera suyo, de que estuviera ahí, dispuesto a entregarse
a él, era un verdadero milagro.
No podía dejar de mirar, sus ojos recorrían cada centímetro de ese
cuerpo, tratando de grabarlo en su memoria, pero su mente estaba
demasiado ansiosa, demasiado embriagada por el deseo. Atlas acortó la
pequeña distancia que los separaba, y su cuerpo rozó el suyo, haciendo que
su corazón se disparara, latiendo con una fuerza que podía sentir en cada
milímetro de su piel.
Levantó la cabeza, buscando sus ojos. Atlas sonrió de manera sensual, y
con delicadeza infinita, tiró del primer botón de su camisa.
—¿Puedo? —le preguntó en un susurro, su voz baja, cargada de deseo.
Asintió, incapaz de encontrar su propia voz, entregándose por completo,
permitiendo que Atlas continuara, sabiendo que, en ese momento, no había
nada que deseara más que estar con él.
Sin dejar de sonreír, Atlas fue desabrochando cada botón de la camisa.
Cada vez que un trozo de tela se aflojaba y su piel quedaba un poco más
expuesta, su cuerpo daba un leve respingo, aun así, mantuvo sus ojos fijos
en los de Atlas, tratando de encontrar algo de estabilidad en esa conexión
profunda.
Cuando por fin todos los botones estuvieron abiertos, Atlas examinó su
trabajo con una mirada satisfecha, pero no se apresuró a quitársela y al
intentar deshacerse de la prenda, Atlas le detuvo, impidiendo que se
moviera.
—¿Por qué estás temblando, amore? —le preguntó Atlas en voz baja.
Negó con la cabeza, con una sonrisa nerviosa escapando de sus labios,
pero las palabras se le atascaron en la garganta, incapaz de explicarle lo que
sentía.
—¿Quieres tomarte un respiro? —ofreció Atlas. —Tú decides, puedes
pararme cuando quieras.
En lugar de responder con palabras, alzó la cabeza y lo besó en los
labios, intentando transmitirle lo que su voz no le dejaba. Atlas, entendió el
mensaje, metió las manos dentro de la camisa, acariciando sus costados con
suavidad, tentándolo con toques ligeros que enviaban pequeños calambres
por su piel. Sus dedos rozaron sus costillas antes de deslizarse hacia su
espalda, tirando de la tela, desnudándolo con cuidado, hasta dejarlo
expuesto por completo.
La cabeza le daba vueltas, estaba mareado y más consciente de su
cuerpo que nunca antes. Atlas lo guio hasta la cama, lo dejó con delicadeza
sobre las sábanas frescas y se tumbó encima de él.
—¿Estoy siendo ridículo por estar tan nervioso? Tú deberías estar
nervioso —lo acusó, su voz convertida en apenas un susurro, estaba
avergonzado por lo mucho que le afectaba la situación.
Atlas lo miró muy serio, sus ojos grises brillando por la conversión
—¿Por qué iba a estarlo? ¿No vas a cuidar de mí? —le respondió Atlas,
su voz firme pero cálida.
Una risa nerviosa escapó de sus labios, y sus manos se elevaron para
acariciar el rostro y el pelo de Atlas. Era tan guapo que su corazón se
aceleraba solo con mirarlo.
—¿Necesitas que cuide de ti, amore? —preguntó en voz baja, su tono
lleno de ternura.
Atlas bajó la cabeza y rozó sus labios con los suyos, apenas un susurro
convertido en contacto.
—Siempre —respondió Atlas, sin rastro de vergüenza, empujando su
rostro contra la mano que lo tocaba, como un cachorro buscando afecto.
Le fascinaban los contrastes de Atlas. Tan duro en su exterior, pero tan
suave en su núcleo. Tan distante al principio, pero lleno de ternura y
vulnerabilidad en la intimidad. Lo besó, incapaz de no hacerlo.
Sentía el pecho a punto de explotar, y una declaración de amor ardía en
su garganta, pero antes de que pudiera decir algo, Atlas pareció intuirlo.
Bajó la intensidad del beso, permitiendo que sus manos recorrieran su
cuerpo acariciando cada centímetro de piel.
Se perdió en cada beso, cada caricia lo hacía arder más, y para cuando
Atlas empezó a estirarle, su cuerpo estaba tan sensible que casi lloraba de
necesidad. Atlas lo calmó hablándole en su lengua materna, susurrando
palabras que no comprendía, pero que lo volvieron loco, mientras sus dedos
lo preparaban con cuidado pare recibirle.
Cuando Atlas finalmente se puso un preservativo, lo miró con
consideración.
—Deberías ponerte arriba, peso mucho para ti —le ofreció.
Recorrió el pecho de Atlas con las manos, disfrutando de la sensación de
su piel bajo sus dedos.
—No me importa el peso —respondió besándolo de nuevo—. Quiero
sentirte cerca, tenerte conmigo.
Contuvo el aliento mientras sentía cómo Atlas se abría paso dentro de él,
uniendo sus cuerpos por fin. Quería verlo, necesitaba grabar en su memoria
cada detalle de su rostro, el instante exacto en que por primera vez se
convertían en uno. Sin embargo, el placer que lo envolvió fue tan intenso
que se vio obligado a cerrar los ojos, dejando que la sensación lo inundara
por completo.
Había tenido varias relaciones a lo largo de su vida y, en cada una de
ellas, juraba que estaba enamorado. Pero en este instante, con Atlas
fundiéndose con él, entendió la diferencia. No se trataba solo de la pasión,
ni siquiera del acto sexual en sí.
El placer que sentía no provenía únicamente del cuerpo, sino del
corazón, de esos sentimientos que habían echado raíces cuando lo vio
cruzar la fiesta en su despacho y arraigaron la primera vez que llegó a su
despacho con aquel horrible batido como demostración de lo que Atlas
entendía como romance.
La respiración se le cortó cuando Atlas estuvo dentro de él por
completo, llenándolo de una manera que lo dejó sin aliento.
—¿Amore? —la preocupación en la voz de Atlas lo hizo abrir los ojos,
encontrándose con su mirada llena de ternura—. ¿Te hago daño?
Le acarició la cara, sorprendido al notar que su propio cuerpo temblaba,
sacudido por la intensidad de sus emociones. Nunca había sentido algo tan
profundo, tan abrumador. Atlas le besó la mano, sin apartar sus ojos de los
suyos, como si estuviera intentando leer lo que escondía en su interior.
—Estoy bien —le susurró para tranquilizarlo.
Una sonrisa seductora se dibujó en los labios de Atlas.
—¿Soy demasiado para ti, amore? —bromeó, pero la dulzura en su tono
lo hizo relajarse por completo.
Soltó una pequeña risa, que pronto se convirtió en un largo gemido
cuando Atlas cambió ligeramente el ángulo, tocando justo en el lugar donde
el placer lo hacía ver estrellas.
—¿Ahí? —le preguntó Atlas con voz oscura, retirándose un poco solo
para deslizarse de nuevo, tocando ese punto una vez más—. He estado
leyendo, quería estar listo para ti. Darte todo lo que necesitas.
Jadeó y asintió, incapaz de formar palabras. Quería decirle que él era
todo lo que quería, pero no pudo hacer más que gemir y apretarse contra él.
Atlas, se lo tomó como una señal para continuar, moviéndose de la misma
manera, sin descanso, cada vez más profundo. Rodeó su cintura con sus
piernas, levantando las caderas para seguir el ritmo de sus embestidas,
adaptándose a sus movimientos. Para no haberlo hecho nunca, era
realmente bueno.
Comenzaron despacio, disfrutando de la proximidad y el calor
compartido. Pero pronto, el control se desvaneció y sus cuerpos se
movieron al unísono. Los gemidos y gritos llenaron la habitación, un caos
de sonidos mientras perseguían el placer mutuo, hasta que finalmente, el
mundo pareció explotar en un torbellino de sensaciones.
Cuando Atlas se separó de él, protestó débilmente, también lo hizo
mientras lo limpiaba con una toalla mojada y lo movía con suavidad para
meterlo bajo las mantas. Atlas volvió a la cama casi de inmediato,
envolviéndolo en sus brazos, protegiéndolo.
Sonrió mientras el calor lo adormecía, su mente flotando en una nube de
satisfacción. Sabía que recordaría esa noche el resto de su vida.
CAPÍTULO 26
A la mañana siguiente, no hubo tiempo para hablar, pero en realidad, lo
agradeció. Se conformó con intercambiar unos cuantos besos mientras se
duchaban y se vestían por separado. Habían recibido una llamada
amenazante de Rhea en el teléfono de su casa, advirtiéndoles que no podían
saltarse el desayuno familiar, ya que estaban de celebración. Conociendo a
los Scala, eso podía significar cualquier cosa, desde que uno de los
pequeños de la familia hubiera dicho su primera palabra hasta que uno de
los mayores hubiera conseguido un trabajo. Cualquier motivo era suficiente
para una gran celebración.
Hicieron el camino de vuelta en silencio, cada uno inmerso en sus
propios pensamientos. Sin embargo, la mano de Atlas descansó sobre su
rodilla durante todo el trayecto, un gesto silencioso que lo llenó de calidez.
Al llegar a la casa Scala, los recibió de nuevo una multitud de familiares.
Tuvo que bajar la cabeza varias veces al cruzarse con sonrisitas cómplices,
que indicaban que todos parecían saber lo que había ocurrido la noche
anterior.
—¿Y bien? —preguntó la prima Rina, apartándolo un poco de los
mayores de la familia.
—No voy a contarte nada —respondió, aceptando la taza de café que le
pasó Rhea.
—Sí, no nos cuentes nada. Es mi hermano pequeño, no quiero pensar en
él de esa forma —protestó Rhea, con una mezcla de disgusto y diversión.
—Sin detalles —intervino la prima Sonia, sonriendo con picardía—.
Pero necesitamos saber algo en líneas generales que sacie nuestra
curiosidad. Atlas es demasiado misterioso, no hubo novias antes que nos
dieran alguna referencia.
Miró a las seis mujeres reunidas a su alrededor. Todas tenían expresiones
divertidas, pero sin ninguna burla en sus ojos, solo una genuina curiosidad y
camaradería.
—Está bien —cedió al final.
Hubo una serie de grititos y aplausos entre ellas. Rhea abrió la boca para
protestar, pero la silenció con un gesto.
—Lo único que voy a decir es que todo fue muy… italiano.
—Es que nuestros hombres son los mejores amantes del mundo —
presumió Sonia—. Después de probar un italiano, no querrás otra cosa.
Todas estallaron en risitas, incluida Rhea. Levantó la cabeza y miró a
Atlas, que estaba hablando con Vinnie y Dimas. Parecía que también le
estaban tomando el pelo, pero no se veía molesto en absoluto.
Sus ojos se encontraron, y sin poder evitarlo, una sonrisa se dibujó en su
rostro. Atlas le guiñó un ojo, provocando que un intenso rubor se apoderara
de sus mejillas.
—Deja de mirarlo, no se va a ir a ningún sitio —protestó Rhea, rodando
los ojos con cariño—. Está demasiado atontado mirándote como para poder
hacer nada más.
Aprovechó para beber de su taza, intentando ignorar los continuos
intentos de todas por sonsacarle detalles de lo sucedido la noche anterior. La
tarde transcurrió en un ambiente tranquilo y familiar.
—¿Sabes por qué mi primo Dimas le ha pedido ayuda a mi madre con
los postres? —preguntó Atlas, acercándose mientras todos decidían qué
juego de mesa iban a jugar.
—Ni idea —respondió con indiferencia, aunque sabía perfectamente la
respuesta.
—¿No te contó que quería dedicarse a la repostería? —insistió Atlas,
claramente intrigado.
—¿A mí? No me suena —negó, haciéndose el distraído.
—Es curioso que digas eso —comentó Atlas, observándolo con los ojos
entrecerrados—. Porque, aunque estaba medio dormido, recuerdo
claramente que esas fueron tus palabras.
—Puede ser —admitió, fingiendo desinterés—. Quizá me lo contó. No
lo recuerdo bien, tenía sueño.
Atlas lo miró con una mezcla de sospecha y diversión.
—¿Y tu madre aceptó ayudarlo? —trató de distraerlo.
—Claro que sí. Ella nunca le negaría ayuda a su sobrino. Mi primo dice
que es algo temporal mientras busca a un repostero. Esa era la gran noticia
que estamos celebrando —le explicó Atlas.
—Quizá esa noticia sí sea merecedora de este desayuno —concedió
mirando a Atlas que seguía frunciendo el ceño—. Pero en cuanto a lo de tu
primo... si Dimas ya dejó claro que solo es algo temporal, no tienes que
preocuparte.
—No me dio la sensación de que fuera algo por un tiempo limitado —
protestó Atlas, aún con dudas—. No quiero que mi madre se esfuerce.
Se encogió de hombros, aparentando desconocer de qué hablaba.
—Tu madre le está haciendo un gran favor. Hay que ayudar a la familia.
No le des tantas vueltas —respondió, intentando desviar la conversación—.
Esto seguro de que Dimas la tratará como si fuera su propia madre.
—Supongo que sí —aceptó Atlas, aunque su expresión mostraba que
seguía dándole vueltas al asunto.
En ese momento, la tía Luisa le hizo una señal para que se acercara a
ella.
—Ahora vuelvo —le dijo, antes de alejarse hacia ella—. ¿Todo bien,
zia? —preguntó al llegar a su lado.
—Todo salió según lo planeado —respondió Luisa, agarrándolo del
brazo con una sonrisa cómplice.
La idea de acudir a Luisa en busca de ayuda había surgido tras su
conversación con Marisa. No podía soportar la idea de que alguien tuviera
que abandonar sus sueños y encima le pagaran de esa manera. Desde que
conoció a la familia Scala, había aprendido que cualquier problema se
solucionaba mejor cuando la familia se unía.
Así que le contó a Luisa que su cuñada había tenido un sueño toda su
vida. Luisa, en su eficiencia característica, encontró una solución viable en
cuestión de minutos. Un pequeño viaje al restaurante de Dimas resolvió el
problema: él estaba encantado de tener a su tía como parte del equipo, un
lugar donde ya trabajaban otros miembros de la familia. Las sospechas de
Atlas eran acertadas, no habían pensado en que fuera algo temporal.
—Atlas acaba de decírmelo. Sospecha que tengo algo que ver —le dijo
en voz baja, con una mezcla de nerviosismo y satisfacción.
—Déjalo que sospeche. Los hombres no necesitan saber todo lo que
hacemos los demás —respondió Luisa con un guiño.
Soltó una risita mientras la seguía al exterior de la casa.
—Nosotros no sabemos nada. Fue cosa de Dimas, ¿sí? —le dijo ella,
más como una orden que como una pregunta.
—Sí, zia —aceptó sin rechistar, sabiendo que no tenía más remedio que
seguir el juego.
En ese momento, Marisa se plantó delante de ellos con las manos en las
caderas, mirándolo directamente a los ojos.
—¿Algo que decir? —preguntó con un tono que era mitad desafío, mitad
curiosidad.
—Nada en absoluto. Zia Luisa quiere más café y algo de comer antes de
empezar a preparar la comida —respondió con una sonrisa tímida.
Marisa se acercó a ellos, le agarró la cara entre las manos y lo besó en
ambas mejillas con fuerza, arrancándole una risa.
Lo rodeó en un abrazo cálido, que le devolvió sintiéndose feliz por ella.
Sabía que no era lo mismo que abrir su propia tienda, pero quizás esto era
justo lo que necesitaba para sanar la herida que se había reabierto.
—Nunca es tarde —le susurró al oído.
Marisa lo apretó con fuerza, volviendo a besarlo en las mejillas con
cariño.
Al levantar la vista, vio a Atlas parado en la entrada, observándolos a
ambos con una mezcla de ternura y curiosidad.
—Mamma, ho fame —llamó Atlas al ver que nadie decía nada.
Marisa se rio, separándose de su abrazo para mirar a su hijo menor, que,
a pesar de ser el más pequeño, superaba en tamaño y estatura a todos sus
hermanos y primos.
—Pues vamos a darte de comer. Ya tengo listas tus verduras y el pollo
—le dijo mientras se acercaba a él.
Atlas le dedicó a su madre una sonrisa suave, llena de amor y devoción.
La envolvió en un abrazo con uno de sus brazos fuertes, levantándola unos
centímetros del suelo en un gesto juguetón.
—Sei la migliore, mamma —le dijo, besándola en la frente con ternura.
—No, mi vida, tú eres el mejor —respondió ella, una vez que él la dejó
de nuevo en el suelo. Marisa besó las manos de su hijo y las llevó a su
frente, como si estuviera pidiendo una bendición, o tal vez ofreciendo un
silencioso perdón.
Las lágrimas llenaron sus ojos y tuvo que tragar con fuerza para
contenerlas.
—Ti voglio con tutto il mio cuore —dijo ella con su voz tomada por la
emoción.
Luisa, que observaba la escena a su lado, le apretó el brazo con
suavidad. Sabía que, aunque para cualquiera esta escena era conmovedora,
para ellos significaba mucho más. Observó cómo Atlas tragaba con
dificultad, mirando a su madre como si fuera el tesoro más preciado del
mundo.
—Vi voglio a tutti con tutto il mio cuore. Non c’è nulla che non sia
disposto a fare per voi [8]. —dijo Atlas, con una solemnidad que dejaba
claro que esas palabras no eran una mera formalidad. Era su lema de vida,
su religión: amar y proteger a su familia, incluso a costa de sí mismo, sin
esperar nada a cambio, sin buscar reconocimiento, solo con el objetivo de
asegurar la felicidad y tranquilidad de todos.
Se limpió las lágrimas que se le escaparon de los ojos, sintiéndose un
poco avergonzado. Luisa, siempre atenta, le pasó el brazo por los hombros,
ofreciéndole consuelo. Atlas, al notarlo, besó a su madre una vez más y se
dirigió rápidamente hacia él.
Él se separó de Luisa y se dejó envolver por el abrazo de Atlas,
buscando refugio en su pecho fuerte. Atlas lo rodeó con sus brazos,
manteniéndolo cerca.
—Non piangere, amore, va tutto bene —murmuró Atlas, apoyando la
barbilla en su cabeza, mientras lo mecía suavemente de lado a lado.
—No estoy llorando —protestó, aunque la forma en que apretaba la cara
contra el pecho de Atlas decía lo contrario.
Atlas soltó una pequeña risa y empezó a acariciarle la espalda y los
costados. El suave beso que dejó en su pelo lo hizo relajarse por completo
contra él.
Levantó la cabeza para mirarlo, dándose cuenta de que el pasillo ahora
estaba vacío, los habían dejado solos. Se encontraron en un silencio
cómodo, balanceándose juntos. En ese momento, sintió que podría quedarse
así para siempre, con la certeza de que todo estaba bien: la familia tranquila,
todos sanos y felices... y él, en brazos de Atlas.
—No necesitas ganar ningún cinturón, ya eres un campeón —dijo en
voz baja.
De repente, sintió que el mundo se desvanecía a su alrededor, porque
Atlas le sonrió de verdad, y sus ojos se iluminaron de una manera que lo
dejó sin aliento.
—Ti amo, amore —le susurró Atlas, acariciando sus labios con cada
palabra.
Su corazón se detuvo por un segundo, antes de comenzar a latir con
fuerza.
—Yo también te quiero —respondió, rodeándole el cuello con los brazos
y buscando sus labios en un beso que selló el momento.
—Andiamo a fare un pisolino. Ho sonno —le pidió Atlas en voz baja,
sus palabras llenas de una ternura que lo hizo reír.
Le dio un pequeño golpe en el pecho, intentando escapar de su abrazo.
—No vamos a dormir la siesta, no tienes sueño —replicó entre risas.
—Sí que tengo. Mucho. Alguien me hizo acostarme tarde, y sabes que
necesito dormir muchas horas para rendir —protestó Atlas, negándose a
soltarlo.
Estalló en risas, intentando zafarse de sus brazos.
—Ahora que puedo opinar, creo que rindes muy bien sin descansar.
Atlas tiró de él, haciéndolo chocar con su pecho. Sus manos encajaron
en la parte baja de su espalda mientras lo acorralaba con suavidad contra la
pared, ambos sonriendo como si el mundo se hubiera reducido a ese
instante, solo ellos dos.
Asintió con la cabeza, hundiendo la mano en el pelo de su nuca. Dios,
no podía ser sano desear a alguien tanto. La tensión entre ambos era
palpable, como una cuerda estirada al máximo, lista para romperse.
—¿Sí? —preguntó Atlas en un susurro, la voz cargada de deseo y una
pizca de humor.
Volvió a asentir, casi sin poder contener una sonrisa. Era increíble cómo
alguien podía desear a otra persona con tanta intensidad, pero con Atlas era
inevitable.
—No tuvimos mucho tiempo de hablar esta mañana —continuó Atlas,
su tono ahora más suave, casi preocupado—. ¿Estás bien?
Una sonrisa juguetona apareció en su rostro sin poder contenerla.
—Muy bien. Si quieres, puedo darte una nota —bromeó.
Los ojos grises de Atlas brillaron con diversión.
—¿Y qué nota sería esa?
Se besaron de nuevo, una sonrisa compartida entre sus labios antes de
que él se separara solo lo justo para poder hablar.
—Como nota general, creo que un ocho —opinó, riendo suavemente.
Atlas lo miró con incredulidad.
—¿Un ocho? —repitió, fingiendo estar ofendido.
—Buena actitud, técnica correcta, pero en cuanto al movimiento...
digamos que hay margen de mejora —se burló, disfrutando de la reacción
de Atlas.
Atlas no perdió el tiempo. Presionó todo su cuerpo contra el suyo y lo
besó con una intensidad que le robó el aliento.
—Vamos a dormir la siesta, amore, deja que te enseñe mis movimientos
—murmuró Atlas, girando las caderas de una manera que hizo que su
corazón se acelerara.
—¡Per l’amor di Dio! —protestó Ceo, haciendo que ambos se separaran
con rapidez. Dimas y Ceo estaban parados en la puerta del patio,
observándolos con expresiones divertidas—. Están así todo el día —dijo
Ceo, negando con la cabeza hacia su primo—. Ya tengo miedo de andar por
mi propia casa.
—Nunca sabes qué puedes encontrarte —añadió Dimas con seriedad
fingida, aunque sus ojos brillaban con humor.
Si la tierra se abriera en ese momento y lo tragara, estaría agradecido por
desaparecer de la vergüenza. Pero Atlas, siempre seguro, lo agarró de la
mano y lo llevó hacia la cocina sin titubear.
—¡Vaffanculo![9] Solo escucho tu envidia, búscate una novia —
respondió Atlas con una sonrisa traviesa.
—Puede que me busque un novio como tú. A ti te salió bien —le
respondió Ceo, sin perder la oportunidad de devolverle la broma.
—¡No es mi novio, es mi prometido! —exclamó Atlas, haciendo que
Ceo y Dimas se rieran a carcajadas.
Mientras los risueños comentarios se desvanecían a su espalda, dejó que
Atlas lo llevara. No pudo evitar sonreír para sí mismo, con el corazón lleno
de amor. Los Scala eran ruidosos, intensos y a veces abrumadores, pero
también eran todo lo que siempre había deseado. Y, aunque lo volvieran
loco a veces, no cambiaría nada de eso.
CAPÍTULO 27
Sintió un nudo en el estómago mientras escuchaba a Aaron y Peter. Su
mente corría, tratando de procesar las palabras que acababa de oír.
—¿Qué quieres decir? —repitió, intentando mantener la calma.
—Dudo de que se pueda decir de otra manera. No estamos satisfechos
con tu rendimiento —dijo Aaron, sin suavizar la dureza de sus palabras.
Observó a los dos hermanos, sus jefes, quienes lo habían llamado para
esta conversación después de la reunión de personal. Había sentido que algo
estaba mal, pero no esperaba esto.
Antes de que pudiera defenderse, Peter intervino.
—Admito que nos tienes desconcertados, Blake. Hasta ahora, siempre
has estado entre los mejores trabajadores del despacho, pero justo en el
momento en que más deberías dar… bueno, no parece que te interese el
ascenso, y estabas el primero de la lista —le aseguró Peter, con un tono más
suave, pero igualmente inquietante.
Se sentó más recto, esperando alguna señal de que esto era un
malentendido.
—No considero que mi trabajo sea deficiente. No hay ni un solo cliente
al que haya abandonado o que pueda decir que no estoy al día con sus casos
—respondió, intentando mantener su voz firme.
Los dos hermanos intercambiaron una mirada que no supo interpretar.
¿Era decepción? ¿Frustración?
—Queremos más de ti —le aseguró Aaron, muy serio—. Necesitamos
mucho más que esto.
Se mordió la lengua para no preguntar qué más esperaban de él. Llegaba
al trabajo a su hora y la mayor parte de los días salía tarde. Ya no iba el fin
de semana, prefería trabajar desde casa o la cocina de los Scala, pero no
podían decir que no estaba cumpliendo, porque sabía que no era verdad. De
hecho, estaba trabajando igual, solo que había aprendido a equilibrar su
vida de una manera que le permitía no estar físicamente en la oficina todo el
tiempo.
—Durante estos meses de ausencia, otros de tus compañeros han sabido
ocupar tu lugar —presionó Aaron, haciendo que apretara los dientes.
Sabía que no era cierto; era el único en el despacho que se especializaba
en patentes, y su experiencia no podía ser reemplazada fácilmente. Aun así,
se mantuvo en silencio, esperando a ver hasta dónde llevarían esto.
—Paul ha presentado un candidato que ha demostrado ser un gran
descubrimiento —continuó Aaron.
Por supuesto, pensó, tenía que ser su mano derecha y eterno adulador.
Sabía que se referían a Oliver, un abogado joven y ambicioso que se
dedicaba al derecho mercantil. Era competente, pero no tenía ni de lejos su
experiencia.
—Sabemos que eres bueno, de los mejores que hemos visto. Pero si
quieres ser un candidato al puesto, se espera que de verdad estés dispuesto a
darlo todo por la empresa —concluyó Aaron, su tono indicando que no
había mucho margen para la discusión.
Sintió que algo se rompía dentro de él. Después de todos los años y el
esfuerzo que había invertido en esa empresa, aún no lo consideraban
alguien digno de confianza. Todo lo que había hecho parecía no ser
suficiente.
Respiró hondo, tratando de controlar la ira que se acumulaba en su
pecho. Era evidente que, para Aaron y Peter, el tiempo que había invertido
no significaba nada si no lo sacrificaba todo. ¿Pero estaba dispuesto a seguir
haciéndolo?
—¿No tienes nada que decir? —le preguntó Aaron al ver que no
respondía.
Se puso de pie, abrochándose el botón de su chaqueta con movimientos
lentos, casi calculados.
—Creo que mi trabajo ya dice lo suficiente. Por supuesto, escucharé
vuestros comentarios; pensaré en ello —les prometió, usando el mismo tono
impersonal que empleaba cuando lidiaba con un cliente difícil.
Salió con calma, sin apresurarse, negándose a que pareciera que
escapaba como si estuviera avergonzado. No lo estaba. Consideraba esa
conversación fuera de lugar. Quería ese ascenso porque se lo merecía y se
había esforzado por él. Se suponía que su talento y sus méritos serían
suficientes para conseguirle el puesto, no el simple hecho de hacerles la
pelota.
Pasó el resto del día taciturno, más afectado de lo que le gustaría admitir.
Llevaba meses con esa sensación incómoda en su interior, esa voz privada
que todo el mundo tiene y que le susurraba al oído que algo no andaba bien.
Se obligó a sí mismo a ignorar la sensación. No iba a cuestionar sus
decisiones; se estaba ciñendo al plan. Un plan que había elaborado
cuidadosamente y en el que había puesto cada brizna de energía durante
años.
Sin embargo, tal vez hubiera algo de verdad en las palabras de sus jefes.
Su prioridad ya no era el trabajo, aunque seguía siendo importante y daba lo
mejor de sí. Pero aquella ansia, esas ganas de pasar los fines de semana en
la oficina, ya no eran lo mismo. Conseguir el puesto ya no parecía tan
crucial.
El pánico le atenazó el estómago. Cuando llegó a casa, se dejó caer
sobre la cama, con la mirada perdida en el techo. La almohada todavía olía
al perfume de Atlas.
La verdad es que, desde que lo había conocido, todo había girado en
torno a él. Nunca le había sucedido antes; con ninguno de sus novios sintió
esa profunda sensación de apego, ese deseo de querer pasar todo el tiempo
posible a su lado, esa angustia de extrañarlos si no se veían durante un par
de días.
Mientras se duchaba, pudo admitir que era fácil dejarse enredar por los
Scala. Le encantaban, y prefería estar en su casa, disfrutando de su caos, a
quedarse solo en la suya. A lo largo de su vida, nunca se había sentido
especialmente solo; más bien, se había acostumbrado a no estar rodeado de
mucha gente.
Esa noche se metió entre sus mantas sin ganas de cenar. Dio vueltas en
la cama, durmiendo a ratos, hasta que las seis de la mañana lo
sorprendieron. Casi se le salta el corazón al escuchar cómo llamaban a la
puerta de su casa.
Miró su móvil; no había ninguna llamada, pero volvieron a tocar.
Preocupado, salió corriendo a abrir.
Atlas estaba parado en su puerta, vestido con su ropa de correr, pero sin
signos de haber empezado su carrera matutina.
—Buongiorno, amore —lo saludó, sonriéndole con esa sonrisa que lo
desarmaba.
Su respiración se detuvo por un segundo. Se alegraba tanto de verle que
podría haber saltado sobre él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, apartándose para dejarle pasar.
Atlas sonrió de nuevo, sacando la mano de detrás de la espalda para
mostrarle un batido.
—Romance —se limitó a decir, extendiéndole el vaso de plástico.
No pudo evitar estallar en risas al verlo. Se puso de puntillas y le dio un
beso, apoyando las manos en su pecho, sintiendo la firmeza de sus
músculos bajo la tela.
—No sabes cuánto me alegro de verte —confesó, abrazándolo por la
cintura, como si temiera que pudiera desvanecerse en cualquier momento.
—¿Tienes mucho trabajo? ¿Por eso no viniste anoche a casa?
—¿Esperabas que fuera? —inquirió, sin separarse de él, disfrutando del
calor de su cuerpo.
—Sí.
Atlas no dijo nada más, pero su silencio lo decía todo. Era Atlas en
estado puro, directo y sincero.
—Tuve un mal día en el trabajo, no estaba de buen humor —le explicó,
suspirando al recordar la jornada.
—¿Y qué?
—Créeme, no querrías haberme aguantado ayer.
Atlas lo miró fijamente, genuinamente desconcertado, con una ternura
que le hizo sentirse pequeño y protegido a la vez.
—Claro que quiero. No tienes que desaparecer solo porque no estés de
humor para sonreír o hablar. Solo dime que tienes un mal día, y trataré de
hacerte sentir mejor, y si no puedo… bueno, al menos no lo pasarás solo.
Parpadeó, aturdido. Atlas hacía que aquello pareciera algo lógico y
normal, pero sabía por experiencia que no era fácil encontrar a alguien que
hiciera ese tipo de ofrecimientos. En ese momento, entendió que el amor se
trataba de estar ahí, incluso en los peores días, cuando no tienes fuerzas ni
ganas para fingir que todo está bien.
—Somos amigos —le recordó Atlas, como si aquello pudiera simplificar
lo que sentían.
—¿Sueles acostarte con tus amigos? —preguntó, alzando una ceja con
un toque de ironía.
Atlas giró la cabeza de lado a lado, con una sonrisa juguetona en los
labios.
—Puede que lo hubiera hecho, de haber sabido cómo sería —le
contestó, su voz cargada de una burla suave, pero provocativa.
Cualquier protesta que tenía en mente se desvaneció cuando los labios
de Atlas cubrieron los suyos, haciéndole olvidar el mundo entero en un solo
instante.
—¿Quieres contarme qué te pasa? —le ofreció, como si supiera que
había algo más detrás del silencio.
Le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que lo siguiera al salón.
—¿No deberías estar corriendo? Esta noche peleas. No quiero que Ray
se vuelva loco por mi culpa.
—No te preocupes por eso, estoy en plena forma. Correré luego —le
tranquilizó Atlas.
Se dejó caer en el sofá, y él se sentó a su lado; su simple cercanía ya
resultó reconfortante.
—Es por el trabajo de nuevo —no era una pregunta, sino una afirmación
certera.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió, sorprendido por la precisión de Atlas.
Atlas torció el gesto antes de responder, como si la respuesta fuera
obvia.
—Siempre es por trabajo. Sueles estar tranquilo o de buen humor, salvo
cuando algo de tu despacho se interpone en el camino —le explicó, con la
voz teñida de una comprensión que le desarmaba.
Suspiró, cruzándose de brazos como si eso pudiera protegerlo de la
verdad que pesaba sobre él.
—Eso no es verdad. Lo que pasa es que… bueno, a veces hay problemas
en el trabajo. ¿Tú nunca tienes problemas? —respondió a la defensiva, su
voz sonando más aguda de lo que pretendía.
Atlas alzó una ceja, dedicándole una de esas miradas de superioridad
que solían irritarlo y tranquilizarlo a partes iguales.
—No intentes desviar la atención. Sabes perfectamente que vengo de
uno de los peores momentos de mi vida. No hay motivos para mentir. Si
hay un problema, lo hay. No pasa nada. Solo quiero saber qué te pasa.
Dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo, en señal de derrota.
—Mis jefes me amenazan con negarme el ascenso —admitió,
finalmente, con la voz cargada de frustración.
—¿Cómo pueden negártelo si todavía no es tuyo? —lo interrogó Atlas,
sin comprender del todo.
—Diciéndome que se lo darán a otro porque, según ellos, no doy lo
suficiente —explicó, su tono decaído reflejando lo mal que se sentía al
decirlo en voz alta. Ver cómo Atlas fruncía el ceño tampoco ayudaba.
—¿Dar? —preguntó él, como si nunca hubiera escuchado el verbo. —
Será trabajar, ¿qué vas a darles?
Parpadeó, confundido por la frase.
—Pues ya sabes, dar más de mí, esforzarme más, dedicarle más horas —
le explicó, tratando de aclararlo.
Atlas le hizo una mueca de desagrado.
—¿Estás haciendo tu trabajo?
—Por supuesto.
Atlas asintió al escuchar su respuesta, pero no dejó de observarlo, como
si buscara algo más.
—¿Haces todo lo que puedes por cada caso? —volvió a preguntarle, su
mirada fija, penetrante.
—Sabes que sí, siempre doy lo mejor de mí —contestó sin dudar, con
una convicción que no dejaba lugar a dudas.
—¿Le dedicas todo el tiempo necesario?
—No escatimo horas hasta que consigo lo mejor para mi cliente —
respondió, cada vez más confuso—. Lo sabes, también llevo tus contratos.
Atlas asintió de nuevo, dejándose caer contra el respaldo del sofá, como
si acabara de llegar a una conclusión.
—Entonces, no te están pidiendo más de lo que das, porque es
imposible. Lo que quieren es alguien que los siga como un perro.
Se mordió el labio inferior, reflexionando sobre sus palabras.
—Puede que tengas razón. Pero si no hago lo que me piden, mi esfuerzo
no servirá para nada —se quejó, sintiendo que estaba atrapado.
—Eso no es verdad. Has dedicado años a tu carrera, ahora tienes
experiencia y contactos. Que no te den el ascenso no cambia nada. Seguirás
siendo el mismo.
—No es verdad. Si no me dan el ascenso, habré desperdiciado años de
mi vida. La semana que viene cumplo treinta —replicó, sintiendo que su
fecha límite se hacía más presente.
Atlas lo miró sin expresión, como si intentara comprender la verdadera
naturaleza de su preocupación.
—¿Y qué? ¿Por qué estás tan obsesionado con eso? Tendrás un año más
y seguirás siendo un abogado increíble. Estás sano, tienes un buen trabajo,
un prometido excepcional, todo va bien.
Se carcajeó al escucharle, pero esa sensación de injusticia seguía clavada
en su pecho, imposible de ignorar.
—Trabajé mucho para llegar hasta aquí, me lo merezco —insistió, con la
frustración pintada en sus palabras.
Atlas se quedó mirándolo fijamente, como si tratara de desenterrar algo
oculto.
—Hace unos meses, me dijiste que pensara en el futuro —le recordó
Atlas, con una calma que contrastaba con la tormenta interna que él sentía
—. Te pido lo mismo ahora. ¿Qué quieres para tu futuro?
—¿Qué?
—¿Cómo te imaginas dentro de cinco o diez años para ser feliz?
—Pues no sé, supongo que lo mismo que quiere todo el mundo —
respondió desconcertado, sintiendo que la pregunta lo desarmaba.
—Muy bien, ¿y eso qué es? —le presionó Atlas, sin soltarlo de la
mirada, decidido a obtener una respuesta honesta
—Me imagino tranquilo, viviendo en una casa a las afueras con mi
pareja. No italiana —puntualizó al ver la sonrisa burlona de Atlas—.
Teniendo una vida relajada y feliz con mi familia, puede que un niño o dos
—insinuó, intentando disimular el sonrojo que coloreaba sus mejillas.
Atlas asintió, dedicándole una sonrisa tranquila. Levantó su mano y besó
suavemente el dorso.
—¿Y dónde entra tu trabajo en esa fantasía? —preguntó Atlas, sus ojos
clavados en los suyos, buscando una respuesta sincera.
—Bueno, me gusta mi trabajo —se defendió, casi a la defensiva—. Me
encanta. Sería socio y entonces podría dedicarle más tiempo a mi familia.
Atlas negó con la cabeza, una suave negación que no era de juicio, sino
de preocupación.
—Te piden más horas, más esfuerzo, más de todo. ¿Cómo podrías
conciliar eso con dedicar más tiempo a tu familia?
—No lo sé —admitió, sintiendo el peso de la realidad en sus palabras—.
Cuando eres socio, subes otro peldaño. Mi padre y mi abuelo lo hicieron.
—¿Y ellos tenían mucho tiempo para vosotros? —quiso saber Atlas, su
tono era suave pero implacable.
—No —respondió sin dudar, la verdad cayendo como una losa entre
ellos.
Atlas alzó una ceja y le apretó la mano con suavidad, como si con ese
gesto quisiera aliviar el peso de sus pensamientos.
—Creo que deberías darle una vuelta al tema. Elijas lo que elijas, estaré
de tu parte.
—Quiero ser socio junior —repitió de forma automática, como si decirlo
en voz alta le diera más seguridad.
—Bien, es tu decisión, amore. Entonces ve a por ello. ¿Qué tienes que
hacer para conseguirlo?
—No lo sé, supongo que dejarme ver allí más tiempo para hacer acto de
presencia —respondió, sin estar del todo convencido.
—Pues hazlo, persigue tu sueño. Te mereces que te pasen cosas buenas
—le deseó Atlas, su voz cargada de cariño y apoyo incondicional.
Sonrió, aunque no muy convencido, y se inclinó sobre él para besarle en
los labios.
—Gracias, amore. Ve a correr, anda. No soportaría que perdieras tu
pelea porque yo estoy pasando una crisis de los treinta por anticipado —se
lamentó con un suspiro, intentando aligerar el ambiente.
Atlas se rio, poniéndose en pie.
—¿Qué crisis? —lo interrogó, mirándolo de arriba abajo de forma
descarada—. Estás tremendo, amore, para comerte.
Estalló en risas, notando cómo el profundo pesar que llevaba desde ayer
se deshacía en pedazos. Se puso de pie en el sofá y se colgó de su cuello,
llenándole la cara de besos con una alegría infantil que había estado ausente
hasta ese momento.
Atlas se carcajeó, alzándolo en peso mientras caminaba hacia la puerta.
—Nada de sexo antes de una pelea —le advirtió con una sonrisa
traviesa.
—¿Porque si lo haces te pasa como a Sansón? ¿Pierdes la fuerza?
Atlas volvió a reír, dejándolo en el suelo con otro beso.
—Nunca lo he puesto a prueba, y a dos peleas de conseguir mi cinturón,
no voy a tentar a la suerte —le aseguró con una mezcla de humor y
seriedad.
Le dio un último abrazo antes de marcharse, y se quedó parado en la
puerta, viendo cómo Atlas desaparecía en el ascensor, despidiéndose con la
mano.
En medio de su caos, olvidó preguntarle a Atlas dónde se veía él dentro
de cinco años.
CAPÍTULO 28
Miró las paredes de su despacho, sintiéndose cada vez más enfadado
consigo mismo. Se había dejado manipular por la presión de Peter y Aaron.
No tenía que haberse quedado de nuevo fuera de su horario. Lo único que le
consolaba era que Atlas se había pasado para animarle, trayéndole su
particular y asquerosa ofrenda de amor: uno de esos batidos que detestaba
pero que, de alguna manera, siempre le hacían sonreír.
Ya se había perdido la pelea de Atlas esa noche. Se había negado a verlo
pelear en el pasado, pero ahora Atlas estaba a solo una pelea de ganar su
cinturón. Debería haber estado allí, en su combate, animándolo junto a toda
la familia. Debería haber estado donde realmente importaba.
Suspiró, negando con la cabeza mientras miraba el chat de la familia
Scala, que estaba lleno de fotos de la celebración de esa noche. Hacía horas
que el combate había terminado, pero todos seguían enviándole fotos,
queriendo que, de alguna manera, él también formara parte de la alegría.
¿Qué estaba haciendo? Se estaba perdiendo la vida real, esperando un
ascenso que podía o no llegar, y mientras tanto, las personas con las que
convivía y el hombre que amaba estaban al otro lado de la ciudad, viviendo
sin él.
Se puso de pie, recogió su maletín y salió de su despacho. Había luz en
el despacho de Oliver, pero toda la oficina estaba a oscuras; ya eran las doce
de la noche.
Caminó hacia el ascensor, sintiéndose cada vez más tonto. Ayer fue su
cumpleaños y lo había pasado encerrado entre esas cuatro paredes. Una
oleada de vergüenza lo invadió. No solía celebrar ese día; nunca le había
dado gran importancia, pero por primera vez se sintió triste. Sabía que tenía
gente con la que pasar el día y que habrían hecho un gran despliegue en su
honor, pero fiel a su palabra, Atlas ni parpadeó cuando le dijo que no iba a
celebrarlo porque se quedaría en la oficina hasta tarde. Simplemente lo
había besado y le había dejado uno de sus batidos, aceptando su decisión
sin cuestionarla después de felicitarlo.
Mientras se acercaba al coche, sacó su móvil y le envió un mensaje.
Blake:
¿Estás dormido?
Atlas:
Sí, estás hablando con el contestador.
Rio metiéndose en el coche.
Blake:
¿Vienes a mi casa esta noche? Me gustaría verte, te
echo de menos.
Esperó impaciente su respuesta, sintiendo cómo el teléfono pesaba más
en su mano con cada segundo que pasaba. No habían pasado una noche
juntos desde la primera vez, no por falta de ganas, sino porque él, una vez
más, había decidido poner su trabajo por encima de todo.
Finalmente, el teléfono vibró en su mano.
Atlas:
Ya es tarde, estoy en la cama, la pelea me dejó
cansado, pero yo también quiero verte. Ven a casa,
amore.
Sonrió mientras encendía el coche, sintiéndose mejor al instante. Su
cabeza seguía siendo un caos en cuanto a su trabajo y sus prioridades, pero
con Atlas no tenía ninguna duda. No importaba que no hubieran definido
exactamente qué eran el uno para el otro; cuando Atlas lo miraba o lo
tocaba, sentía que ya sabía todo lo que necesitaba.
Al llegar a la calle, se quedó desconcertado al ver la cantidad de coches
aparcados frente a la casa, muchos de ellos reconocibles como
pertenecientes a miembros de la familia Scala. Apenas salió del coche,
Atlas apareció en la puerta principal. Llevaba unos vaqueros y una camiseta
blanca ajustada que hizo que, por un instante, olvidara lo que iba a decir.
—¿Todavía estáis de celebración? —inquirió extrañado mientras él se
acercaba.
Atlas no respondió con palabras. Simplemente lo levantó en peso y lo
besó sin vacilación, a pesar de los gritos y risas que resonaban desde el
interior de la casa.
—¿Están todos aquí? Creía que ya habíais terminado; me dijiste que
estabas en la cama —le reprochó, aunque con una sonrisa que sabía estaría
delatando su alivio, aunque sea por llegar al final de la fiesta.
—Mentí —confirmó Atlas, sin molestarse en disimular.
—Eso era obvio —replicó, riendo mientras Atlas lo llevaba hacia la
casa.
—La fiesta terminó por la tarde —siguió explicando Atlas—. Pero ahora
acabamos de empezar otra.
—¡¡Felicidades!! —gritaron todos en cuanto cruzaron la puerta,
mientras el confeti caía sobre ellos tras estallar pequeños cañones de cartón.
Se quedó atónito al ver la decoración que habían preparado. Globos de
distintas formas y colores adornaban la casa, con el número treinta
destacado en varios rincones, y una gran pancarta colgaba sobre la sala con
un mensaje que lo dejó sin palabras: “Feliz cumpleaños, Blake”.
Lo sabía. Había estado cien por cien seguro de que eso era lo que le
habrían preparado si no hubiera sido tan terco. Pero el hecho de que
hubieran esperado para celebrarlo con él, a pesar de todo, hizo que algo
dentro de él se rompiera, esta vez por la emoción.
Se dio la vuelta y se abrazó a Atlas, escondiendo su rostro en su pecho,
tratando de contener las lágrimas. Atlas se rio suavemente, pero lo abrazó
con fuerza, protegiéndolo de las miradas curiosas.
—Dadle un segundo, los sentimientos no son lo suyo —bromeó Atlas,
provocando las risas de todos.
Le dio un pequeño golpe en el pecho, sonrojado, pero finalmente se
atrevió a girarse para enfrentarse a la celebración.
—Gracias… a todos —murmuró, sintiendo el calor de la familia
alrededor suyo, algo que nunca había creído necesitar hasta ese preciso
instante. Se estaba preocupando por tonterías, si no le daban el ascenso
estaría bien, tenía dinero de sobra, estaba sano y rodeado de personas
maravillosas. Nada podía salir mal.
Se dejó caer de nuevo en los brazos de Atlas, quien le dejó un suave
beso en la frente mientras lo apretaba con ternura.
—¿Estás bien, amore? —le susurró Atlas al oído.
Cerró los ojos, dejándose llevar por el momento. No había nada en el
mundo que lo reconfortara más que el olor y la voz de Atlas. Levantó la
cabeza para mirarlo a los ojos.
—Mejor que nunca. ¿Te he dicho que eres el mejor falso prometido del
mundo?
Atlas se rio, un sonido profundo y alegre que hizo que se sintiera en
casa. Lo besó en los labios y luego en la sien, antes de darle un último
apretón y guiarlo hacia la larga mesa que habían dispuesto afuera.
Estalló en risas al ver que la cena consistía en una variedad de comida
para picar, con varias fuentes de patatas fritas en el centro.
—Están recién hechas —le prometió Dimas, que ya estaba sentado junto
a su mujer, asintiendo con orgullo.
Afuera, la temperatura había bajado, así que habían instalado una carpa
llena de pequeñas luces. No era una fiesta elaborada ni exagerada, pero era
perfecta. Atlas lo llevó hasta la mesa, donde uno de sus primos le sirvió un
plato rebosante de comida.
Pegó su silla lo más cerca posible de la suya, sintiendo la necesidad de
estar cerca de él. Mientras todos hablaban y le explicaban con todo lujo de
detalles la pelea de esa noche, vídeos incluidos, se sumergió en la
conversación, disfrutando del ambiente familiar.
Después de comer, cuando ya estaba lleno, se aferró al brazo de Atlas en
busca de calor. Él lo rodeó con su brazo, pegándolo a su costado,
permitiéndole prácticamente recostarse encima mientras seguían
disfrutando de la noche.
—¡Aquí está la tarta! —gritó Rhea, dejando una preciosa tarta de fresas,
bizcocho y nata frente a él.
Se rio al ver las velas encendidas, sintiendo una calidez indescriptible en
su pecho.
—Tienes que cerrar los ojos y pedir un deseo, cuñado —le recordó Ceo
con una sonrisa.
Miró a todos a su alrededor: era casi de madrugada, y estaban
celebrando un cumpleaños que ya había pasado. Atlas le dedicaba una
sonrisa tranquila, sus ojos grises brillando de satisfacción. En ese momento,
se dio cuenta de lo que realmente deseaba. Cerró los ojos y pidió su deseo
con todas sus fuerzas.
«Que estemos juntos toda la vida».
Los aplausos resonaron cuando apagó las velas, y todos volvieron a
felicitarlo. Soltó un gemido de gusto al probar la tarta, que estaba deliciosa.
Atlas, intrigado por el sonido, inclinó la cabeza hacia él.
—¿Está bueno? —le preguntó, mirándolo a los ojos con una expresión
sugerente.
Sintió un calor recorriendo su cuerpo ante su mirada intensa. Tomó un
poco de la tarta en una cuchara y se la ofreció. Atlas asintió después de
probarla, sorprendido por el sabor, pero con los ojos brillando y una sonrisa
fácil en su rostro.
Tomó otra cucharada para sí mismo antes de volver a darle a Atlas,
disfrutando no solo del sabor de la tarta, sino también de la conexión entre
ellos en ese instante tan simple y perfecto.
—¡Non ti credo! ¿Acabas de darle tarta a mi hermano? —preguntó
Rhea, su sorpresa palpable en su voz.
Al girarse, notó que todos los observaban con una mezcla de diversión e
incredulidad. Los murmullos y las risitas apenas eran disimulados.
—No —contestó con rapidez, intentando desviar la atención. Sintió la
risa suave de Atlas contra su cuerpo, pero no lo miró. Aunque sabía cuán
estricto era Atlas con su dieta, había dejado pasar varias veces esa regla por
él. Era una tontería, pero cuando lo hacía se sentía especial, como si cada
ruptura de la rutina fuera un pequeño premio que se daba para disfrutar más
de estar juntos. Sentía que, con él, Atlas podía bajar sus defensas y eso le
hacía sentirse orgulloso.
—Claro que sí, te vi —lo acusó Rhea, con una sonrisa incrédula.
—No, no viste nada, porque no es verdad —aseguró con firmeza,
tratando de sonar convincente.
Rhea inclinó la cabeza, mirándolo con los ojos entrecerrados y una
expresión de escepticismo.
—Yo no vi nada —lo apoyó zia Luisa, lanzándole una sonrisa cómplice
mientras recogía los platos.
—Yo tampoco —concedió Marisa, guiñándole un ojo con complicidad.
—Mangia, figlia —invitó Michelle a su nieta—. Tienes hambre.
Todos volvieron a sus conversaciones, el bullicio de la cena llenaba la
sala. Atlas lo abrazó de nuevo, dejando un beso suave sobre su cabeza
despejada.
—Eres el mejor —le susurró con un tono cálido que le hizo sonreír.
Continuó disfrutando de su tarta, dándole a Atlas varios bocados, sin
preocuparse por las miradas que probablemente los observaban. Nadie dijo
nada, y eso le permitió relajarse y disfrutar del momento.
Una hora después, todos ayudaron a recoger antes de despedirse porque
ya era tarde.
—¿Qué es todo esto? —preguntó, al ver una pequeña pila de regalos en
el suelo de la habitación.
—Tus regalos de cumpleaños —contestó Atlas, mientras cerraba la
puerta con un suave clic.
—No tenían que regalarme nada —protestó, su voz cargada de gratitud
—. Soy un tonto —se quejó, sintiéndose un poco avergonzado.
Atlas lo rodeó con los brazos, presionando su pecho contra su espalda en
un abrazo reconfortante.
—¿Por qué?
No respondió a la pregunta, solo le acarició los brazos con ternura,
apoyándose en él.
—Tu familia es genial —admitió suspirando.
—Tienen sus momentos —concedió Atlas con una sonrisa—. ¿Quieres
saber cuál es mi regalo?
—¿Me compraste uno? —preguntó sorprendido.
Atlas asintió, con una sonrisa traviesa asomando en sus labios.
—Digamos que es un regalo con un pequeño truco.
Eso despertó su curiosidad, y se acercó a los paquetes decorados con
cintas y papeles brillantes tratando de adivinar cuál era el suyo.
Atlas se rio a sus espaldas, un sonido lleno de diversión.
—Ve a ducharte y a ponerte cómodo; tu regalo te estará esperando
cuando salgas —le prometió con una sonrisa juguetona.
Ni siquiera protestó. Tomó ropa del cajón con una agilidad y corrió al
baño, ansioso por descubrir qué sorpresa le tenía preparada.
CAPÍTULO 29
Miró sus mejillas enrojecidas en el espejo mientras se ponía
apresuradamente la camiseta, tratando de cubrir su desnudez. No recordaba
haberse sentido tan emocionado por un regalo desde que era niño.
Salió del baño con prisa, lanzándose directamente sobre Atlas, que
estaba recostado sobre las mantas. Se sentó sobre sus caderas, apoyando las
manos sobre su pecho firme.
—Creo que tienes algo para mí —le dijo, sin aliento.
Atlas rio entre dientes, sacando una pequeña caja de debajo de la
almohada y depositándola suavemente en su mano.
Lo miró con desconcierto. No podía imaginarse qué contenía el paquete.
Abrió la cajita con cuidado, encontrando en su interior el anillo de
compromiso.
—Olvidé decirle al primo Vinnie la constelación que quería —murmuró,
al notar que la constelación era diferente a la que habían visto juntos en la
tienda.
—Lo sé, por eso la elegí por ti —respondió Atlas con una sonrisa
serena.
—Es tu constelación, la de Tauro —dijo, reconociéndola al instante.
—La nuestra, a partir de hoy —lo corrigió Atlas, mientras le pasaba un
papel—. Te compré una estrella justo al lado de la mía, la más brillante que
pude encontrar. Pero es un regalo trampa porque, técnicamente, no puedes
comprarlas de verdad. Es algo simbólico y...
Antes de que pudiera terminar, lo saltó encima y lo besó con una fuerza
que le robó el aliento.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó entre susurros, con la frente apoyada
en la de Atlas.
Atlas levantó una ceja, algo desconcertado.
—Bueno, si yo voy a estar en el cielo… tú también deberías estar. No
quiero estar solo, amore —dijo en voz baja, acariciándole las mejillas como
si sostuviera algo frágil y precioso—. Siempre te querré a mi lado, donde
sea que yo esté.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que no pudo contener.
—“Siempre” es una promesa que nadie cumple —respondió con la voz
entrecortada. No fue así para el matrimonio de sus padres, tampoco para los
de Atlas.
Atlas sonrió suavemente, rozando sus labios con los de él.
—Nunca digo nada que no sienta de verdad —le recordó—. Ni tú
tampoco. Así que dime... —Atlas tomó el anillo de la caja y lo sostuvo
frente a él—. ¿Quieres estar conmigo en el cielo?
El amor le estalló en el pecho, una emoción tan intensa que lo dejó sin
palabras. Miró los ojos grises de Atlas, tranquilos, serenos y llenos de un
sentimiento que igualaba al suyo.
—Por supuesto que quiero —contestó con firmeza, dándole la mano y
robándole un beso.
Atlas sonrió mientras le colocaba el anillo en el dedo anular de su mano
derecha.
—No hay marcha atrás —le advirtió con picardía.
Dejó escapar una sonrisa, admirando su precioso anillo.
—Bien, porque no pienso dejarte escapar —prometió.
—Prometo no oponer resistencia —dijo Atlas, con una sonrisa ladina.
Rio suavemente, rodeando con los brazos el cuello de Atlas para besarlo.
—Eso espero, porque no hay manera de que te gane en una pelea cuerpo
a cuerpo —murmuró, besándole el cuello.
—No habría pelea —aseguró Atlas—. Me rendí desde el primer segundo
en que te conocí, aunque no quisiera admitirlo.
Lo miró sorprendido.
—No es verdad, te caí fatal. Ni siquiera me miraste dos veces —
protestó, fingiendo indignación.
Atlas rio mientras le daba la vuelta y lo colocaba debajo de él.
—Claro que te miré, amore. No he podido dejar de mirarte desde que te
conocí. Usé cada excusa posible para acercarme a ti y dejar que me
conocieras mejor. Sé que no soy un hombre fácil: no me gusta hablar, me
irrito con facilidad, no soy muy divertido y...
—Basta —le interrumpió, acariciándole el cuello mientras apoyaba su
frente contra la de Atlas—. Me gustas tal como eres. Tu personalidad me
tranquiliza, me siento seguro cuando estoy contigo y me haces reír.
—¿De verdad? —preguntó Atlas, acariciándole la cintura—. Pues
entonces, tu sentido del humor debe ser pésimo, porque no tengo ni una
pizca de gracia.
Rio, sintiéndose tan feliz que casi no podía creerlo. Pasó las manos por
su pecho, disfrutando del contacto con su cuerpo poderoso.
—Puede ser, solo sé que siempre sonrío cuando estoy contigo —admitió
con dulzura.
Atlas sonrió de nuevo, apoyó su frente en la suya y giró ligeramente la
cabeza para besarlo. Al principio, pretendía ser un beso suave, pero pronto
se volvió más demandante. Aquel hombre acababa de celebrar su
cumpleaños después de haber estado desaparecido toda la semana, y ahora
le había dado el regalo más maravilloso y romántico que podía imaginar.
Recorrió sus costados, apretándose contra él con pasión.
—Amore... —lo advirtió Atlas, intentando romper el beso—. Estamos en
casa de mi madre.
Sonrió con suavidad, lamiéndole el labio inferior con malicia.
—¿Me vas a decir que eres un monje dentro de esta habitación? ¿Que no
te tocas? —preguntó, empujando sus caderas contra las de él.
Atlas dejó escapar un gemido suave.
—A veces —admitió, con una sonrisa torcida.
Rio, besándole el cuello y dejando un mordisco justo en la unión entre
su hombro y cuello.
—¿Solo a veces? Si yo viera este cuerpo en el espejo todos los días... no
podría parar —le aseguró, dejando que su mano descendiera para cubrir su
erección.
Atlas se dejó apoyar contra el cabecero, permitiendo que lo manejara a
su antojo.
—Lo dudo. Tienes trabajo, tienes que ir a buscar uno de esos horribles
cafés... —enumeró divertido.
—Todo el día —lo interrumpió, trazando arabescos con la lengua por su
piel—. Adorando este cuerpo, disfrutando de él.
—Quedamos en que nada de sexo en casa de la familia —le recordó
Atlas, con una mezcla de diversión y advertencia.
—¿Quién está hablando de sexo? Yo solo estoy celebrando mi
cumpleaños —bromeó, deslizando la mano dentro de su pantalón.
—¿El anillo no es suficiente regalo? —preguntó Atlas, soltando un
jadeo.
—Fue el mejor regalo del mundo, pero todos saben que el cumpleañero
manda y hay que darle todo lo que pida —dijo en voz baja, besando sus
labios con ternura y deseo—. Y yo te quiero a ti.
Atlas dejó escapar una ronca carcajada.
—Entonces, ¿en mi cumpleaños podré pedir lo que quiera?
—Cualquier cosa —le prometió, convencido.
—Sigue siendo la casa de mi familia —trató de razonar, aunque su
cuerpo ya se estaba entregando, levantando las caderas para encontrarse con
su toque.
—Imagina que estás solo, una noche cualquiera... —le susurró mientras
rodeaba su miembro con la mano.
Atlas volvió a reír, y el tono grave de su voz le hizo erizar la piel.
—Es imposible fingir que no estás aquí, amore —protestó, con los ojos
entrecerrados.
—Concéntrate en eso: una noche cualquiera... antes de dormir...
buscando relajarte...
Atlas gimió profundamente cuando su muñeca giró con destreza.
—No puedes hacer ruido —le ordenó, invadiendo su boca con un beso
que lo silenció. Atlas era un luchador, pero no había ni rastro de resistencia
en cómo se entregaba. Lo acariciaba con rapidez, llevándolo al límite.
Las manos de Atlas se aferraron a su culo, apretándolo con fuerza. Lo
besó sin descanso, intentando saciar el hambre que lo consumía. De
repente, Atlas los hizo girar, quedando encima y comenzando a despojarlo
de su ropa.
—No, no... —protestó, riendo entre jadeos sin dejar de acariciarlo.
—Sí, sí —replicó Atlas con su seductor acento, marcando la piel de su
cuello con los dientes.
—Tu hermano está dormido justo al otro lado de la pared. No vamos a
tener sexo.
—Ya estamos teniendo sexo. Ceo lo superará... le pagaremos la terapia
—ofreció Atlas, divertido.
Se carcajeó sin aliento, ayudándole a quitarse la ropa.
—Tenemos que ser silenciosos —le advirtió, observando cómo tomaba
los preservativos y el lubricante.
—Ni lo notarás.
Rio de nuevo, separando las piernas para que Atlas lo preparara. Jadeó
cuando sintió su dedo deslizándose en su interior.
—Si no me doy cuenta de que estás ahí, tendremos un problema —lo
amenazó juguetonamente, dándole un suave golpe en el pecho y gimiendo
por las sensaciones que la preparación le causaba.
Atlas le sonrió con malicia, sus ojos brillaban llenos de deseo.
—¿Otra vez amenazándome? ¿Debería estar asustado, amore?
Soltó una carcajada, moviéndose con rapidez, lo empujó tomándolo por
sorpresa. Se aferró a los hombros de Atlas con una mano, guiándolo dentro
de sí sin vacilar en cuanto se subió a su regazo.
Atlas lo sujetó por las caderas, intentando frenar su avance.
—No estás listo —protestó Atlas, preocupado.
Lo besó para silenciarlo, moviéndose despacio hasta que lo tuvo por
completo dentro de él.
—No podía esperar —confesó, acariciando sus hombros y llenando sus
labios de besos.
Atlas permaneció quieto bajo él, besando y acariciando cada rincón de
su cuerpo al que podía llegar, dejando que se acostumbrara a su tamaño.
La forma en que lo tocaba era tan especial que sentía que no necesitaría
nada más para alcanzar el clímax. Atlas, que solía ser brusco en su vida
diaria, lo tocaba con una delicadeza infinita. Se sentía tan cuidado, tan
valorado, que ya estaba al borde del orgasmo sin haberse movido apenas.
Se meció sobre su regazo, despacio, besándose como dos adolescentes
que apenas comenzaban a descubrirse. Atlas disfrutaba de los besos y
caricias, sin ninguna prisa por avanzar, a pesar de estar completamente
erecto en su interior.
Solo se movió cuando los besos se volvieron frenéticos, dejándolos sin
aliento. Mordía cada gemido contra el cuello de Atlas, intentando no hacer
ruido cada vez que lo sentía deslizándose dentro de él.
Atlas clavó sus ojos en él, guiándolo para mantener el ritmo de las
embestidas. Se sentía cubierto por todas partes, como si todo su cuerpo le
perteneciera, como una extensión de sí mismo. La conexión entre ellos era
tan intensa y real que sus ojos se llenaron de lágrimas. No había estado
buscando una pareja cuando lo conoció, pero el destino, en uno de sus
inexplicables giros, le había puesto en el camino de ese hombre increíble.
—Sono pazzo di te —susurró, moviéndose con él, recitando las mismas
palabras que Atlas le había dicho antes, poniendo todo su corazón en ellas.
Estaba obsesionado con ese momento y había repetido las palabras hasta
hacerlas suyas, para poder decírselas a él —. Da quando ti conosco, ho
dimenticato tutto il resto.
Atlas gimió sobrepasado, besándolo con pasión, para luego hundir su
rostro en su cuello, sin dejar de moverse, llevándolos al éxtasis.
Todavía sin aliento, Atlas tomó su mano y la llevó a su pecho,
colocándola sobre su corazón.
—Il mio cuore è per te. Vuoi stare con me per sempre?
Sonrió y lo besó en los labios, con sus cuerpos aún entrelazados,
compartiendo un único aliento.
—Mi corazón también es tuyo, Atlas. Quiero estar contigo para siempre
—susurró, con la voz cargada de emoción.
Atlas dejó escapar un gruñido y lo atrapó de nuevo en un beso,
tumbándolo en la cama. Se deshizo del preservativo antes de abrazarlo,
refugiándolo en sus brazos fuertes.
—Necesitamos ver al primo Vinnie a primera hora de la mañana —dijo
somnoliento.
La risa de Atlas hizo que su cabeza se moviera ligeramente sobre su
pecho.
—¿Para conseguir mi anillo? —adivinó Atlas.
—Ajá —musitó, luchando por mantenerse despierto.
Atlas volvió a reírse y, antes de que pudiera preguntar, un anillo idéntico
al suyo apareció en la mano de Atlas. Lo tomó con reverencia, observando
el interior, donde había una palabra gravada.
—Sempiterno —murmuró extrañado. —¿Qué significa?
Atlas le sonrió antes de responder.
—Significa que durará para siempre, un momento que tiene principio en
el tiempo, pero no tiene final. Así es como me siento contigo, sé
exactamente cuándo empezó, pero estoy seguro de que no acabará nunca.
Trepó por su cuerpo para volver a besarlo, demasiado conmovido para
encontrar las palabras.
—Te pedí que te quedaras conmigo en el cielo. No lo haría si no
estuviera dispuesto a estar ahí contigo —dijo Atlas, mirándolo a los ojos.
Con delicadeza, tomó su mano y deslizó el anillo en su dedo. Juntos,
miraron sus manos unidas, con los dos anillos brillando en una promesa que
solo era para ellos.
—Sabes que mañana vamos a tener que responder muchas preguntas
cuando vean esto, ¿verdad? —preguntó, con una sonrisa.
Atlas soltó una carcajada, estrechándolo más fuerte entre sus brazos,
cubriéndolo con su poderoso cuerpo.
—Estamos prometidos, amore. ¿Qué más hay que decir?
CAPÍTULO 30
Trató de que Atlas no saliera de la cama todo lo que pudo, enredando sus
piernas con las suyas, reteniéndolo entre las sábanas mientras se hundía en
el cálido olor de su piel. Pero lo malo de salir con un deportista es que
tienen la irritante costumbre de levantarse temprano para hacer ejercicio.
Así que, media hora después de que Atlas abandonara la cama para su
carrera matutina, finalmente reunió fuerzas para bajar a la cocina,
frotándose los ojos con pereza mientras el olor a café recién hecho lo atraía
como un imán.
Las voces animadas de todos en la cocina le hicieron sonreír, aunque esa
sensación se evaporó tan pronto como sus ojos se encontraron con los de
Ceo. Se le secó la boca, recordando lo de la noche anterior. Abrió la boca
para disculparse, convencido de que era imposible que no les hubiera oído,
pero Ceo levantó una mano con calma, mostrándole sus auriculares
inalámbricos y guiñándole un ojo con evidente descaro. Soltó una risita
nerviosa, aliviado, mientras murmuraba una disculpa vaga, sin poder evitar
que sus mejillas se ruborizaran un poco.
—¿Cuál es tu plato favorito? —preguntó de pronto Michaella, que no
parecía haber notado la silenciosa conversación entre ellos.
—¿Qué? —respondió, aún un poco descolocado, sentándose frente a
Rhea, que le ofreció una sonrisa cómplice.
—Estábamos hablando de qué preparar para comer y nos dimos cuenta
de que nunca nos has dicho cuál es tu comida favorita —explicó Marisa, ya
metida de lleno en la planificación de la comida, a pesar de que apenas eran
las once de la mañana.
—¿Yo? No creo que tenga una. Me encanta comer, básicamente todo lo
que se me ponga delante —admitió, aceptando la taza de café que
Michaella le ofrecía y que necesitaba para empezar el día.
Todos lo miraron, incrédulos, como si acabara de soltar una herejía.
—Lo digo en serio —insistió, riendo—. No tengo un plato favorito. Me
encanta la comida india, japonesa, italiana, griega… ¡Me gusta todo!
—¿Y de postre? —preguntó Marisa, con el ceño fruncido como si
intentara resolver un misterio.
—La tarta de fresas de ayer —les aseguró—. Esa es mi favorita.
—Eso y las patatas, porque Atlas fue un pesado con las patatas.
Crujientes por fuera y blandas por dentro —bromeó Ceo, imitando
exageradamente la voz de su hermano.
—Es que me encantan las patatas —admitió, encogiéndose de hombros
con una sonrisa al pensar en Atlas supervisándolo todo.
—Nos ha quedado claro —dijo Rhea, riendo suavemente—. Aunque soy
tu mejor amiga y no lo sabía.
—Procuro no comerlas tan a menudo, por eso de cuidar la línea —dijo,
con un gesto de falsa modestia mientras se daba una palmada en el
estómago—, pero son mi capricho favorito.
De repente, los móviles de todos empezaron a sonar al mismo tiempo,
interrumpiendo la charla.
—¿Qué pasa? —preguntó, preocupado al no tener el suyo a mano, con el
eco de las notificaciones resonando en la cocina.
—Sonia acaba de ponerse de parto —anunció Rhea con una sonrisa
radiante—. Hay que vestirse para ir al hospital.
—Voy a por los puros —dijo Ceo, dando un saltito emocionado al
levantarse de la mesa.
—¿Puros? —repitió, confuso, mirando a Ceo como si estuviera
hablando en otro idioma.
—Para celebrar el nacimiento, claro —explicó Ceo, alzando las cejas,
como si fuera obvio.
Se volvió hacia Michaella buscando una explicación más lógica.
—Es tradición repartir puros entre la familia cuando nace un niño —
aclaró ella, sonriendo con cariño por su inocencia.
—Fumar es malísimo, lo sabéis, ¿verdad? —dijo, arqueando una ceja
con tono severo, aunque en el fondo sabía que no cambiaría nada.
Ceo parpadeó, y luego se encogió de hombros, desenfadado.
—Pues no te lo fumes, pero hay que repartirlos igual. Somos italianos,
es la tradición —dijo con una media sonrisa, como si eso explicara todos
los misterios del universo.
—Vale... —aceptó, aún sin comprender del todo la relación entre bebés
y tabaco—. Pero, ¿vamos a ir todos? Normalmente, no se va a molestar al
hospital así, en masa.
—Somos familia —dijo Rhea, ofendida por la mera sugerencia—.
Nosotros no molestamos nunca, ¿sí?
—Sí —respondió por inercia, sin poder evitar sonreír ante la firmeza de
Rhea.
—Desayunad rápido, que vamos con prisa —resolvió Marisa, tomando
las riendas con la misma autoridad que usaba al organizar la casa.
Mientras daba otro sorbo a su café, ya frío, no pudo evitar pensar en lo
distinta que era su propia familia, donde un nacimiento no era más que un
evento íntimo y silencioso. Pero aquí, en esta casa, todo se hacía a lo
grande, con amor y con ruido, mucho ruido.
Donato Scala era un bebé de tres kilos y medio que, desde su primer día,
demostraba ser un pequeño sociable. Le encantaba pasar de brazo en brazo
sin llorar ni quejarse, como si el bullicio a su alrededor fuera la banda
sonora perfecta para su vida. El día de su nacimiento, la familia creó un
caos absoluto en el hospital. Entre risas, abrazos y felicitaciones que
parecían no tener fin, la orgullosa madre insistía en que todos, sin
excepción, pasaran a saludar.
La vuelta a casa no fue, ni de lejos, lo que él estaba acostumbrado a ver
en otras familias. En lugar de disfrutar de la intimidad y el silencio típico de
los primeros días, Sonia se instaló cómodamente en casa de su suegra. El
ambiente era animado, casi festivo, y no pasaba un momento sin que un
miembro de la familia estuviera cerca, dispuesto a ayudar, a cuidar del bebé
o simplemente a asegurar que Sonia se sintiera lo más cómoda posible.
Hombres y mujeres por igual se turnaban para tener su momento
especial con el nuevo miembro de la familia. Y, por supuesto, eso también
le incluía a él. Esa tarde de sábado, después de una larga mañana en la
oficina, apenas había tenido tiempo de acomodarse en el sofá cuando Sonia
le colocó al bebé en los brazos, como si fuera lo más natural del mundo.
Sabía que siempre había querido tener hijos. Era un deseo que había
estado en su corazón desde que tenía uso de razón. Sin embargo, entre los
retos laborales y la carrera profesional que lo mantenían ocupado, había
aparcado esa idea desde hacía mucho tiempo. Pero tener a Donato en
brazos, sentir su cálida piel, escuchar el sonido suave y adorable que hacía
al succionar el biberón, sentir su diminuta manita aferrada a su dedo… todo
aquello despertó algo profundo en su interior. Era un golpe emocional, casi
físico, que lo hacía replantearse todo.
Ver los ojitos de Donato cerrándose poco a poco por el sueño lo llevó a
imaginar lo que había deseado años atrás: ser un padre joven, jugar con sus
hijos en el parque, estar en casa para bañarlos y leerles cuentos antes de
dormir, llevarlos al colegio…
—Amore, ¿estás bien? —la voz grave de Atlas lo sacó de sus
pensamientos. Se sentó a su lado, mirándole con atención.
—Es precioso, ¿verdad? —preguntó, sin dejar de mirar la carita
angelical de Donato.
—Por supuesto, lleva los genes Scala —respondió Atlas con una sonrisa
de orgullo que hizo que él soltara una pequeña risa.
Atlas, tomó el biberón casi vacío antes de que él pudiera reaccionar.
—Anda, dame al niño. No queremos que te manches el traje —dijo con
ese tono protector que siempre lo hacía sentir cuidado.
Atlas levantó al bebé con facilidad, apoyándolo en su hombro y dándole
unas suaves palmaditas en la espalda. Cuando el pequeño soltó un eructo,
Atlas rio, satisfecho, y luego acomodó a Donato en sus fuertes brazos,
mirándolo con ternura.
—Sei un bellissimo bambino, sì? —murmuró Atlas con voz suave,
arrullando al pequeño en su idioma natal.
Algo en esa escena, en la naturalidad con la que Atlas sostenía al bebé,
hizo que su pecho se llenara de un calor reconfortante. Sintió una punzada
de emoción en el estómago, que no pudo ignorar.
—Quiero tener mis propios hijos —soltó sin pensar, las palabras
escapando antes de que pudiera controlarlas.
Atlas alzó una ceja, mirándole de reojo, una sonrisa divertida asomando
en sus labios.
—Lo digo en serio. Muchas parejas pasan años juntas y cuando abordan
el tema de los niños se dan cuenta de que han perdido tiempo… —empezó
a explicar, pero se detuvo al ver la expresión burlona en el rostro de Atlas.
—Odio a los niños, no los soporto —respondió Atlas muy serio—, salvo
para hacerlos llorar.
Puso los ojos en blanco, sin molestarse en contestar. Lo había visto con
sus primos pequeños y solo había que ver la soltura con la que sostenía a
Donato, tan protector y natural para darse cuenta lo acostumbrado que
estaba a los niños.
—Hablo en serio —insistió, tomando un pañuelo y limpiando con
suavidad un poco de baba de la boca del bebé.
Atlas no respondió. En lugar de eso, se inclinó hacia él y le dejó un
suave beso en los labios.
—Nos pondremos manos a la obra esta noche. Prometo dar todo de mí
hasta que consiga dejarte embarazado —dijo, con ese tono solemne que
usaba cuando quería bromear.
Estalló en carcajadas, asustando al pobre Donato, que se removió
incómodo entre los brazos de Atlas.
—Perdón, perdón… —murmuró, acariciando la suave cabecita del bebé
para calmarlo. Sonrió al sentir otro beso de Atlas, esta vez en su sien.
—Quiero tener hijos, muchos. Tres como mínimo —confesó Atlas de
repente, con una seguridad que lo dejó sin palabras.
—¿Tres? —preguntó, algo alarmado.
—Tres —confirmó Atlas—. Y con edades cercanas, para que puedan
jugar juntos.
—Yo había pensado en dos, como mucho… —murmuró, pensando en la
logística de tener tres niños corriendo por la casa.
Atlas se encogió de hombros, despreocupado.
—Donde caben dos, caben tres.
Él rio de nuevo, asegurándose de no hacer mucho ruido para no
perturbar al pequeño Donato.
—Vamos a necesitar una casa enorme… —protestó, imaginando el caos.
—No tanto. Con cuatro habitaciones serían suficiente. O podemos tener
trillizos y que compartan cuarto —respondió Atlas, siempre práctico.
Sonrió y, sin poder evitarlo, entrelazó su brazo con el de Atlas, apoyando
la cabeza en su hombro. Sabía que hablaban del futuro, de un sueño que
ambos compartían, pero en ese momento, con Donato dormido entre ellos,
el sueño parecía casi palpable.
—Es un sueño precioso —susurró.
—No tiene por qué ser un sueño. Podríamos vender tu piso y yo tengo
dinero ahorrado de cuando vendí mi casa —dijo Atlas con una tranquilidad
que a él siempre le dejaba asombrado—. Podríamos buscar una casa en
alguna zona cerca de aquí, o donde quieras vivir. Quizá nos llevaría unos
meses hacer todo el papeleo, pero no creo que tengamos una hipoteca muy
alta. También tengo el dinero de las campañas.
Lo miró boquiabierto, intentando procesar lo que estaba oyendo.
—¿Te das cuenta de que nos conocemos desde hace menos de un año y
estamos hablando de comprar casas y tener hijos? —preguntó incrédulo,
como si necesitara que alguien confirmara lo surrealista del momento.
Atlas no se inmutó, sonrió con calma mientras recuperaba el chupete de
la mesita y lo colocaba con cuidado en la boca del bebé.
—Podemos pasar cinco años juntos o quince —dijo, tan sereno como
siempre—. Eso no cambiará nada. Quiero estar contigo todo el tiempo que
pueda, compartir nuestras vidas. Soy un hombre de ideas fijas. Decidí que
te quería y aquí estamos. Conseguí ponerte un anillo en el dedo y que
aceptarás tener tres bebés —añadió, burlón.
Soltó una risita incrédula, sacudiendo la cabeza.
—Quiero ser socio este año. A mis treinta —le recordó, tratando de ser
el que aportaba sensatez en esa conversación.
—Sé que no tienes tiempo para casarte o tener hijos ahora mismo, y
puedo esperar. Ya sabes que soy paciente —replicó Atlas, mirándole con
esa intensidad que siempre lo desarmaba—. Quiero que cumplas tus sueños,
sean los que sean. Dime a dónde quieres llegar y me encargaré de
impulsarte lo que pueda para que los logres.
La sinceridad en su voz le hizo hacer un sonido leve en la garganta antes
de tirar suavemente de su cuello y besarle.
—Tu familia va a pensar que estamos locos —murmuró, aún con los
labios a milímetros de los de Atlas.
—No más que ellos —respondió Atlas, con una sonrisa traviesa—. Mi
abuelo se casó con mi abuela sin haberla visto en persona. Solo se conocían
por carta.
Lo miró con incredulidad.
—¿Cómo? Eso no puede ser verdad —protestó, indignado por no haber
escuchado esa historia antes.
—Lo es. Mi primo Dimas se casó con Sonia en un viaje de fin de
semana a Las Vegas. Estaban en la despedida de soltero de nuestro primo
Renato. Se conocían desde hacía cuatro meses.
—Mi tía Luisa conoció a su marido en verano y se casó en Navidad…
embarazada de un mes —añadió Atlas, como si fuera lo más normal del
mundo.
Miró a su alrededor, procesando todas esas historias tan disparatadas.
—Está claro que los Scala sois rápidos para todo —murmuró,
desconcertado—. Tiene que ser vuestra sangre italiana.
—No para todo… como ya sabes —replicó Atlas con una sonrisa pícara,
guiñándole un ojo—. Pregúntale al tío Vinnie cómo conoció a la tía
Mónica. Tienen el récord de la familia. Se casaron en tres semanas. No se
puede planear todo, amore. A veces hay que seguir ese instinto en el
estómago y dejarse llevar.
—¿Y si luego nos arrepentimos de ir tan rápido? —le preguntó,
genuinamente curioso.
Atlas lo miró fijamente, sus ojos oscuros llenos de una certeza que era
tan palpable como el aire que respiraban.
—Blake, nunca voy a arrepentirme de ti. Llegaste en un momento de mi
vida en el que me daba igual si era de noche o de día. Sé lo que siento,
amore, y no es algo pasajero. El mundo llevaba tanto tiempo detenido que
olvidé lo mucho que me gustaba estar en él. La noche en que te conocí, todo
volvió a la vida.
Las palabras de Atlas lo llenaron de una emoción indescriptible. Se
miraron mutuamente, y en los ojos de Atlas vio una paz, una seguridad, que
lo desarmó por completo. Le acarició la mandíbula con delicadeza y se
inclinó para besarle de nuevo, esta vez con suavidad, como si sellara una
promesa silenciosa.
—Soy abogado, así que necesito tenerlo todo claro y por escrito —dijo
con una sonrisa traviesa—. ¿Estamos hablando de casarnos? ¿Con seriedad
y un plan firme para el futuro?
Atlas rio, dedicándole una de esas sonrisas que tanto le gustaban, la que
dejaba entrever lo que sentía por él.
—Yo contigo me caso aquí y ahora. En serio, seguro al cien por cien y
hasta escrito con sangre.
—Mierda… —murmuró, cerrando los ojos con una mezcla de
incredulidad y emoción.
Atlas frunció el ceño, fingiendo estar ofendido.
—¿Perdona? ¿Te pido matrimonio y esa es tu respuesta? —preguntó con
exagerada indignación—. Con un “no” bastaba.
Se rio, negando con la cabeza. Sabía que, en el fondo, más allá de las
bromas y la risa, lo que sentían era algo real, tan intenso que no necesitaba
tiempo para pensarlo. Y ahora, con un bebé dormido en los brazos de Atlas,
el futuro se desplegaba ante ellos como una promesa tangible de lo que
podían tener, una vida llena de aventuras, amor y, casi con seguridad, tres
hijos.
Se rio, negando con la cabeza.
—No es eso —dijo, sonriendo—. Por supuesto que me casaría contigo.
Pero después de decirme cosas tan bonitas, no puedo negarme a ir a tu
última pelea.
Atlas estalló en risas, pero el sonido hizo que el bebé soltara un chillido.
Sonia apareció sonriendo, y con toda la naturalidad del mundo, le quitó al
pequeño de los brazos para llevarlo al piso de arriba. Sin perder un segundo,
Atlas lo alzó en brazos, sentándolo de lado en su regazo, su mirada aún
chispeante de risa.
—Esto es lo que vamos a hacer, si te parece bien —le ofreció Atlas, con
una calma que casi hacía que todo pareciera ya decidido—. Voy a ganar el
cinturón, haremos lo imposible para que los estirados de tu oficina vean lo
impresionante que eres, y cuando ambos estemos satisfechos con nuestras
vidas laborales, hablaremos de la boda y esos futuros tres hijos.
Lo miró, con el corazón acelerado por la simple idea de todo lo que
estaba por venir.
—Eso me parece bien —aceptó, inclinándose para besarlo en los labios,
regodeándose en el calor y la familiaridad de su boca—. Podríamos vivir
juntos en mi casa. No está tan lejos de aquí, y si lo prefieres, podríamos
buscar algo más cerca de tu familia.
Atlas sonrió agradecido, y en sus ojos brillaba una chispa de emoción.
—Gracias, amore. Me gustaría estar cerca de ellos. ¿No te importa? Ya
sabes lo entrometidos que pueden ser.
—Amo a tu familia, estaré feliz de tenerlos aún más cerca —aceptó sin
dudarlo, y ambos se sonrieron, perdidos en su propio pequeño mundo,
donde todo parecía fácil.
—¿Se lo decimos a los demás después de que ganes el cinturón? —
preguntó.
—Demasiado tarde para eso —replicó Atlas, señalando con un leve
gesto—. Dimas y Ceo ya tienen sus móviles en la mano. Seguro que todos
lo sabrán en el chat familiar en cuestión de minutos. ¿Por qué crees que
nadie te dijo nada sobre el anillo?
Se encogió de hombros, recordando lo extraño que le había parecido al
principio.
—Es verdad, me pareció raro —admitió con una sonrisa divertida.
—Recuérdame que te deje mi móvil algún día —continuó Atlas, burlón
—. Estuvieron dos días hablando sin parar de eso, acabé silenciando el
grupo.
—Yo estoy en el grupo de primos, y nadie puso nada —protestó, con
una risa ligera.
Atlas rio entre dientes, saboreando su pequeña broma.
—Es un grupo secreto, solo para los Scala originales de purasangre.
Lo miró, entre divertido y escandalizado.
—¿Cómo? Me merezco estar en ese grupo. Voy a cargar contigo el resto
de mi vida, diría que me corresponde un extra por eso.
Atlas, sin perder la oportunidad, lo pinchó suavemente en el costado,
arrancándole una carcajada.
—Escuché eso —intervino Marisa desde su espalda—, y te lo
advierto… no admitimos devoluciones. Lo rompes, lo pagas. Ya es todo
tuyo.
Ambos estallaron en risas, y mientras Marisa se alejaba sonriendo,
volvieron a besarse, sin importarles el resto del mundo.
Mientras Atlas siguiera mirándolo con esa intensidad, esa mezcla de
amor y confianza inquebrantable, estaba seguro de que los dos estarían
bien. No había necesidad de planes perfectos o garantías. Atlas era su
certeza, su hogar.
CAPÍTULO 31
El lunes comenzó con la promesa de ser un buen día. Después de un
relajante domingo con la familia y una noche a solas con Atlas en su
apartamento, llegó a la oficina con un café gigante de su cafetería favorita,
sintiéndose en control, optimista. Todo iba bien… hasta que vio a todos
apilados en la sala de personal.
La multitud frente a la puerta irradiaba una extraña mezcla de tensión y
expectación, algo que hizo que su piel se erizara. Su buen humor flaqueó
cuando vio a Rhea abrirse paso entre la gente. Aunque su actitud era la de
siempre, una simple mirada bastó para entender que algo iba mal. Muy mal.
Los demás lo observaban de reojo, como si supieran algo que él no, y un
frío inquietante le recorrió la espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja, mientras seguía a Rhea hacia el
despacho.
Ella negó con la cabeza, con una expresión más seria de lo habitual, y no
dijo nada hasta que estuvieron lejos de las miradas curiosas. Al mirarlo,
soltó un largo suspiro antes de hablar.
—No te darán el ascenso —dijo finalmente, sin rodeos.
—¿Qué? —inquirió, sorprendido—. No bromees con eso.
Rhea volvió a suspirar, con una tristeza en los ojos que no auguraba nada
bueno.
—Se lo dan a Oliver —explicó—. Los escucharon hablando con Paul.
Lo van a anunciar en la reunión de equipo esta mañana.
El impacto lo hizo desplomarse en su silla, incrédulo. Era como si su
cuerpo hubiera reaccionado antes que su mente.
—Me dijeron a la cara que era el mejor candidato —murmuró, tratando
de encontrar sentido a lo que acababa de escuchar.
—No te mereces esto —respondió Rhea, con amargura—. Todos lo
saben, y están hablando de ello. Oliver trabaja mucho, sí, pero es un borde y
un lameculos. Consigue el puesto solo porque Paul no ha dejado de
exhibirlo como un perro de exposición, y coincide que tú…
Se quedó callada de repente, lanzándole una mirada de disculpa, como si
fuera consciente de lo que sus palabras implicaban.
—¿Crees que he bajado mi rendimiento porque estoy con tu hermano?
—preguntó, alzando la voz sin poder contener la frustración.
—No te enfades conmigo, ¿sí? —dijo Rhea, con cautela—. Estoy de tu
lado, lo sabes. Sé que no has dejado tu trabajo de lado, pero… ahora tienes
muchas más cosas, y ellos se acostumbraron a que estés disponible para
todo.
—No es justo —protestó, enfurecido—. Nada les vale. Primero el
problema era que no tenía pareja estable, ahora que la tengo tampoco les
sirve. Está claro que tienen un problema conmigo, y los dos sabemos cuál
es.
Rhea asintió en silencio, reconociendo la verdad sin decirlo.
Un murmullo en la puerta interrumpió la conversación.
—Chicos, empieza la reunión de personal.
Se quedaron mirándose durante unos segundos, como si compartieran el
peso de lo que estaba por venir.
—Ve tú —dijo, en voz baja—. Ya voy.
Rhea lo miró con el ceño fruncido, claramente preocupada.
—Blake…
—Necesito un minuto —admitió, con un tono más vulnerable del que
esperaba.
Ella asintió, con una mezcla de comprensión y tristeza, y salió de la sala
sin decir más.
Se quedó solo, sintiendo cómo la furia que antes bullía en su pecho se
convertía en un extraño vacío. Su plan perfecto, el que había construido
pacientemente durante años, se desmoronaba. No solo no sería socio antes
de los treinta, sino que ni siquiera lo sería en lo que le quedaba de ellos.
Sabía que había sido víctima de una clara discriminación, y aunque eso
debería enfurecerle más, la verdad era que no sentía nada.
Lo peor que podía pasarle en la vida había pasado y no le importaba.
Sorprendido de sus propios pensamientos. En esos meses, su prioridades
habían cambiado, era la verdad. Quería ser socio, pero también quería otras
muchas cosas que había abandonado. No tenía una mala vida, pero sin duda
estaba en su mejor momento personal y aunque adoraba su trabajo… no
necesitaba ser socio.
El alivio fue instantáneo, ahora había muchas más cosas en su vida y le
encantaba. Toda la alegría y el ruido a su alrededor era maravilloso. Había
llegado el momento de replantearse si tenía los mismo sueños que en su
adolescencia o al madurar no había vuelto a plantearse la pregunta.
Salió a la sala de juntas y le lanzó a Rhea una mirada tranquilizadora. La
sonrisa burlona de Paul y Oliver destellearon en su dirección.
Habían conseguido su objetivo, le habían quitado de en medio. Escuchó
sin expresión cómo le daban el puesto y aplaudió con cortesía su
nombramiento. Oliver no era el culpable de su situación, aprovechó sus
cartas.
—Blake nos gustaría hablar contigo, quédate unos segundos —le llamó
Aaron.
La expresión de Rhea se volvió una mueca de desprecio, señaló con la
barbilla la puerta para pedirle que saliera, no necesitaba su protección.
Mientras los demás salían, sin levantarse de su silla miró a los dos
hombres que lo estaban observando con calma. Tendrían una charla
motivacional lista para atacarlo, para hacerle sentir culpable y manipularlo
de nuevo, pero no iba a pasar.
«A veces hay que seguir ese instinto en el estómago y dejarse llevar»,
pensó. Atlas tenía razón, tenía que haber hecho caso a su intuición el día en
que le pusieron impedimentos por salir con un boxeador. No hizo caso de
las señales… pero ahora estaba listo para escuchar.
Se levantó de la silla y con calma sacó del bolsillo la carta que había
impreso el día en que le dijeron que querían más de él. La redactó durante
la noche, nunca se atrevió a entregarla, aunque una parte de él se había
negado a dejarlo estar y desde entonces había estado en su maletín como
una carta de salida rápida.
—¿Qué es esto? —preguntó Aaron, frunciendo el ceño.
—Mi carta de renuncia.
Peter lo miró, incrédulo.
—No seamos dramáticos, vamos a hablar de esto. Como
comprenderás… —comenzó a decir Aaron, con condescendencia
impregnando su voz.
—No tengo nada más que hablar. Vosotros hicisteis vuestra elección;
esta es la mía. No voy a quedarme aquí, sentado, escuchando cómo me
echan la culpa por no conseguir un ascenso que todos saben que me
merezco. No me lo dais porque sois dos homófobos que se camuflan muy
bien.
Aaron lo fulminó con la mirada, incapaz de disimular su enfado.
—¿Si somos tan malos, por qué trabajabas para nosotros? —le preguntó,
con un tono agresivo—. Te parecíamos bien hasta que te negamos el
ascenso.
—La verdad es no sé por qué lo hacía —replicó con calma—. Sois
buenos en lo que hacéis, pero no estoy dispuesto a sacrificar lo que soy por
un trabajo, por ser socio o por nadie. Os deseo lo mejor, caballeros. Que
tengan un buen día.
Decir que se quedaron sorprendidos sería quedarse corto. Salió de la
oficina sin mirar atrás, y mientras lo hacía, escuchó sus sonidos de
indignación apagándose a lo lejos. En el pasillo, Rhea lo esperaba con el
bolso al hombro y su maletín en la mano, una sonrisa juguetona dibujada en
los labios.
—Pues habrá que buscar un nuevo trabajo —dijo ella, con una chispa de
diversión en sus ojos.
—Tú puedes quedarte —le recordó.
Rhea lo miró como si estuviera loco.
—¿Y perderme la oportunidad de montar nuestro propio despacho? Tú
deliras. Ya he enviado un mensaje al chat familiar, tenemos nombre para el
nuevo negocio.
La abrazó, riendo, ignorando las miradas curiosas de sus colegas que
pasaban junto a ellos.
—¿Despacho Scala? —adivinó, divertido.
Rhea estalló en carcajadas, entrelazando su brazo con el suyo mientras
caminaban juntos hacia el ascensor.
—Por supuesto. Pero antes de ponernos a pensar en el despacho,
necesitamos que te conviertas en un Scala de pleno derecho. Luego
montamos el “Despacho Scala” y, después, nos dais sobrinos a los que
mimar.
Se carcajeó mientras pulsaba el botón del ascensor.
—Estamos locos, ¿lo sabes?
—Claro que no, ahora eres un Scala. Si alguien te pregunta por qué
dejaste un despacho famoso para crear el tuyo, ya sabes lo que tienes que
decir, ¿sí? —le preguntó ella, arqueando una ceja con complicidad.
Ambos se abrazaron de nuevo, riendo como dos niños.
—Soy italiano —dijeron al unísono.
Todavía no, pero pronto se convertiría en Blake Scala. Y no podía estar
más ansioso por ello.
EPÍLOGO
ATLAS
Miró a su marido desde el otro lado del jardín. Estaba radiante. Siempre
lo estaba.
Era tan hermoso que, incluso después de cinco años, seguía siendo
incapaz de apartar la mirada de él. Su pelo rubio resplandecía bajo el sol de
primavera, y cuando lo vio sonreír, contuvo el aliento. Blake acunaba a una
de sus hijas en brazos con tanta ternura que su corazón se llenó de una
emoción tan fuerte que parecía a punto de estallarle en el pecho. Paola y
Diana habían llegado al mundo hacía tres años, justo una semana después
de su aniversario de boda. Su nacimiento los llenó de felicidad, pero
también trajo desafíos que jamás imaginaron, como el de criar a dos bebés
al mismo tiempo.
Solo dos años más tarde, llegó Georgina, la pequeña de la familia, quien
heredó el pelo rubio y los ojos de su padre. Era diferente a sus hermanas,
que parecían ser Scalas de la cabeza a los pies, con el carácter y los rasgos
inconfundibles de su familia.
—¿No te cansas nunca de mirar a tu marido? —preguntó Ceo con burla,
sentándose a su lado.
—Jamás —contestó, esbozando una sonrisa.
Ceo se carcajeó y señaló hacia adelante. Diana jugaba con Georgina,
ayudándola a caminar mientras ambas perseguían una pelota por el césped.
Blake abrió los brazos, llamando a sus hijas, y ellas corrieron hacia él entre
risas y gritos, lanzándose a sus brazos. Sacó su móvil con rapidez y les
tomó varias fotos mientras se reían, capturando ese momento perfecto.
Ceo le palmeó la espalda con cariño.
—Pasa las fotos por el chat de familia. Todos las querrán —dijo Dimas,
sentándose a su otro lado.
Sonrió, sabiendo que tenía razón. Su familia había adorado a Blake
desde el primer instante, y a sus hijas incluso antes de conocerlas. Echó un
vistazo a su madre, que charlaba animadamente con su tía Luisa, mientras
su abuela repartía dulces entre sus bisnietos. Todo estaba en calma, y a su
alrededor la escena era de pura armonía: una familia siempre cerca,
dispuesta a ayudar e incordiar a partes iguales.
—¿Cuándo es el gran combate? —preguntó Ceo, cambiando de tema.
—Todavía faltan dos semanas. No tengo prisa.
—Yo sí —bromeó Ceo, sonriendo—. He apostado un montón de pasta
por ti. Más te vale que ganes.
—Ganaré —le aseguro—. Es mi último cinturón, quiero una victoria
histórica.
La decisión había sido meditada durante mucho tiempo. La vida de un
luchador era dura y exigente. Aunque disfrutaba enormemente del deporte,
no era lo único que lo hacía feliz. Administrar su propio gimnasio, formar a
nuevos boxeadores, ayudarlos a evitar los errores que él cometió en sus
primeros años, era lo que realmente lo motivaba ahora. Además, quería
pasar más tiempo en casa, con sus hijas, disfrutando de los pequeños
momentos que antes se le escapaban.
Blake, por su parte, había montado su propio despacho un año después
de renunciar a su antiguo trabajo. Aunque entre él y Rhea lograron sacarlo
adelante solos, apenas había pasado un año cuando empezaron a necesitar
refuerzos.
En la actualidad, el despacho contaba con siete abogados más. Sin
embargo, él sabía que su inteligente marido quería dar un paso más. Blake
le había confesado el año pasado que deseaba convertirse en juez. Sabía que
sería un proceso largo y que requeriría dedicación y esfuerzo, algo que no
podría lograr si él no pasaba más tiempo en casa, cuidando a sus hijas y
apoyándolo en ese nuevo capítulo de su vida.
Desde que se convirtieron en padres, siempre habían repartido las
responsabilidades. Sin embargo, el boxeo era una disciplina exigente, y
ahora él quería estar más presente, permitiendo que Blake cumpliera su
sueño de convertirse en juez y ayudándolo a alcanzar esa meta. Estaba
seguro de que Blake sería un candidato excelente para el puesto, y aquella
ambición estaba, en parte, impulsada por la buena relación que Blake
mantenía ahora con su padre. Irónicamente, esa relación había mejorado a
raíz del horrible episodio que vivieron en Miami. Blake había podido
comprender cuánto lo quería su padre y lo equivocado que había estado con
Wendy. Desde entonces, todas las semanas los visitaban o eran sus padres
quienes se acercaban a casa.
La relación de Blake con su madre también había mejorado, aunque no
la veían tanto desde que ella se había establecido permanentemente en
Europa. Aun así, lograban verla un par de veces al año y mantenían
contacto frecuente por teléfono.
—¿Cómo está el cumpleañero? —preguntó Blake acercándose con una
sonrisa traviesa—. ¿Te sientes más viejo ahora que tienes treinta y dos?
Él sonrió, tomando a Blake por la cintura y sentándolo en su regazo,
justo cuando Ceo se marchaba, no sin antes dedicarles un fingido sonido de
vómito, haciéndolos reír.
—No trates de despistarme. Es mi cumpleaños —dijo él, besándolo en
los labios con suavidad.
Blake rio, acariciándole la nuca con ternura.
—Lo sé, estamos en tu cumpleaños.
—Efectivamente. Una fiesta preciosa e impresionante... pero estoy
esperando a la de después.
Las mejillas de Blake se tiñeron de rojo, de esa forma que siempre le
encantaba ver.
—Las gemelas han tomado tanto azúcar que no creo que tengas suerte
hoy —le advirtió Blake con humor.
—La tendré —respondió con una sonrisa segura—. Mamá se quedará
con los niños en nuestra casa, Rhea y Ceo la ayudarán.
—¿Y nosotros? ¿Dónde vamos a estar? —preguntó Blake, con una ceja
levantada.
—En un hotel, amore. Porque hoy es mi cumpleaños, y al cumpleañero
hay que darle todo lo que pida.
Blake estalló en risas.
—Es la ley —dijo, concediéndole el punto.
Blake le acarició el cabello, hundiendo los dedos entre sus mechones
dorados.
—Y en esta casa somos grandes fans de las leyes. Separamos la basura
como buenos ciudadanos —añadió, besándolo nuevamente en los labios.
—Es lo que hay que hacer —respondió Blake, riendo.
—Nunca cruzamos la calle sin mirar.
—¡Por supuesto que no! —se escandalizó Blake, fingiendo seriedad—.
Deberían darnos un premio. Somos ciudadanos ejemplares.
Sonrió contra su cuello, dejando un beso suave en su piel cálida.
—Deberíamos meterles prisa a todos para que podamos irnos y así
pueda recibir mi regalo —dijo en un susurro por si alguien los estaba
prestando atención.
—¿De qué hablas? Tengo un regalo para ti —respondió Blake, con los
ojos brillando de emoción.
—Qué romántico, amore. No hacía falta. —Nunca fue una persona muy
materialista, ahora todavía tenía menos interés en ese tipo de cosas. Podía
vivir con lo básico siempre y cuando tuviera a su familia con él.
—Claro que sí, espera a verlo —le respondió Blake, señalando hacia la
mesa llena de regalos—. Primo Vinnie, tráeme ese paquete rojo de ahí.
Blake le pasó el pequeño paquete con una sonrisa orgullosa. Él lo miró,
algo desconcertado al ver el tamaño.
—No necesitaba nada —comentó, examinando la caja rectangular que
tenía en sus manos.
—Esto sí, amore. Confía en mí —le pidió Blake, con una chispa traviesa
en los ojos.
Abrió el regalo, impaciente por descubrir qué podía hacer sonreír a su
marido de esa manera. Al sacar el contenido, estalló en carcajadas: uno de
sus batidos favoritos se encontraba dentro de la caja. Blake se inclinó y le
echó los brazos al cuello, riendo también.
—¡Romance! —gritó Blake, genuinamente feliz. Sus ojos reflejaban esa
luz que lo habían atraído desde el primer día, como un náufrago atraído por
la luz de un faro.
Ambos rieron mientras se besaban, disfrutando del momento.
«Romance, por supuesto que sí», pensó. Dio gracias, como lo hacía cada
día desde hacía cinco años, el día en que Rhea lo había llamado y
convencido de fingir ser el prometido de su mejor amigo. Había estado
completamente perdido desde que lo vio, la expresividad de sus ojos, su
deslumbrante sonrisa, su inteligencia y carácter. No tuvo ni una sola
oportunidad de resistirse e hizo lo único que se podía hacer. Decir sí a todo
lo que lo acercara más a él.
Ni siquiera intentó oponerse, la mentira que debía contar se convirtió en
el deseo que quería conseguir. No importó que Blake fuera un hombre y que
nunca le hubiera interesado ninguno antes. Todo lo que podía ver era a él,
deseó con todas fuerzas que Blake lo viera y se esforzó por abrirle su vida
sin condiciones.
Le mostró partes de él que solo eran suyas, que no compartía ni con su
familia, cuanto más le daba, más recibía a cambio. Blake nunca lo
decepcionó, siempre le devolvió cada pedazo de sí mismo que le confió y
fue su máximo apoyo en momentos de duda o debilidad. Su padre le enseñó
que el corazón era lo más importante, luego destrozó la idea del amor para
siempre, pero Blake lo hizo volver a creer.
Desde que se conocieron, había dicho que sí a Blake una y otra vez.
Seguía haciéndolo cada mañana cuando despertaba y lo encontraba
enredado en su cuerpo; cada noche, cuando Blake se dormía en el sofá
agotado; cada vez que buscaban tiempo para estar juntos o pasaban tiempo
con sus hijas.
— Le bambine e tu siete tutto il mio mondo [10]. —susurró, solo para él.
Lo eran; no había nada que no estuviera dispuesto a hacer por ellos.
— E tu sei il nostro [11]. —le aseguró Blake, sonriéndole con ternura.
Blake lo miró, con ese brillo en los ojos que siempre lo desarmaba. No
había necesidad de más palabras. Todo estaba ahí, justo frente a ellos. Su
familia, su hogar, el amor que habían construido juntos.
AGRADECIMIENTOS
Gracias a mis lectores, por seguir apoyando mi camino y leer libro tras
libro, dejando sus opiniones que me animan a continuar escribiendo.
Gracias, como siempre, a mi consorte, por aguantarme libro tras libro y
lograr sacar lo mejor de mí.
A mis amigos, que soportan incansablemente mis preguntas sobre el libro y
siempre están dispuestos a ayudar.
Gracias a todos; sin vosotros, no sería nada.
SOBRE LA AUTORA
Aislin Leinfill ha cautivado a miles de lectores a lo largo de sus 10 años
publicando en plataformas de lectura, recopilando más de 5 millones de
visitas en Wattpad, la plataforma narrativa más famosa en el mundo.
Lectora ávida de casi todos los géneros, tiene debilidad por las historias
de romance clásico y los mundos fantásticos.
Apasionada por todo tipo de arte, mitología y música. Sus estaciones
favoritas son el otoño y el invierno. No hay nada mejor que el sonido de la
lluvia y la brisa fresca en la cara mientras escribes una buena historia.
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OTRAS NOVELAS DE LA AUTORA
Spin-off de Wolf World
El libro de los condenaos
En un mundo donde la magia es una fuerza tangible que fluye en cada
rincón, Ares y Reyx, dos almas destinadas, descubren el poder de su
conexión mágica. Su amor desata algo único. Sin embargo, esta conexión
no pasa desapercibida, y ambos se encontrarán en medio de un conflicto
ancestral entre aquellos que buscan controlar su poder.
Mientras luchan por mantener su amor y libertad, se enfrentan a desafíos
que amenazan con separarlos. A medida que su magia se intensifica,
también lo hace la amenaza que representa para aquellos que buscan
utilizarla con fines oscuros. Ares y Reyx deberán superar barreras místicas
y desafiar las expectativas de un mundo que teme lo que no comprende.
Independiente
Adagio. Canción de medianoche
Vivían a medias, con los pies en la cima y la mente en el suelo.
Sobrevivían a base de parches, tan gastados que ya no quedaba nada que
unir.
Era cuestión de tiempo que todo se derrumbara, lo sabía y, aun así, no supo
escuchar el principio de su cuenta atrás.
Trabajaron juntos durante años para salir del garaje en el que ensayaban.
Lucharon sin descanso por ganar cada milímetro de esas escaleras hasta
alcanzar la cima. Estaban tan centrados en subirse al pódium que nunca se
pararon a pensar en las partes de ellos a los que renunciaban.
Saga Crónicas de Khineia
Nimerik
Las leyes son claras, sencillas, los niños crecen repitiéndolas para
grabarlas en lo más profundo de su mente. Obedece, cumple las normas y
nunca discutas la autoridad, mientras sigas sus reglas, puedes ser uno más.
Vivirás bajo el amparo de las murallas, contarás con la protección del
ejército más poderoso del mundo y nunca tendrás que preocuparte de lo que
se esconde bajo el agua. Hasta que llegó él y lo obligó a sumergirse en un
mundo complejo y desconocido. Khirstan. Solo con pronunciarlo, cada
defensa que lo rodeaba caía como si nunca hubiera existido, tan peligroso y
misterioso como el océano e igual de intimidante que él.
Serie Escala de Grises
Gris Ceniza
La vida de Jackson Cadwell cambió en un solo segundo el día que
conoció a Dominic Hellbort. Tardó años en encontrar la forma de lidiar con
él y tratarle como uno más. Renunció a él porque no tenía esperanza,
porque era algo imposible.
Quizá lo hizo demasiado pronto…
Gris Titanio
Matt Anderson tiene una vida tranquila, medida, ordenada. Le gusta
vivir sin sobresaltos, hasta que conoce al piloto de NASCAR Kane De
Luca.
Kane vive la vida igual que conduce, quemando kilómetros y devorando las
curvas. Ahora está dispuesto a ganarle a él también.
Gris Humo
La gente cree que la vida son los grandes momentos, él también lo creía,
pero ahora sabe la verdad. Un instante puede cambiarlo todo, una mirada
basta para destrozar tu mundo entero y hacer que te replantees cada
pequeña parte de tu vida y de ti mismo.
Solo hay dos cosas que se pueden hacer en esa situación, ignorarlo y
tratar de seguir adelante o luchar arriesgándote a perderlo todo.
Gris Plata
En una agencia de publicidad, Adrien, un secretario talentoso pero
reservado, quería una vida sin sobresaltos para sentirse seguro. Su
tranquilidad se ve perturbada cuando se encuentra involucrado en un
proyecto con el CEO de la empresa, Alexander, un exitoso empresario que
hace de su trabajo su estilo de vida.
El día que se conocieron se odiaron, pero a medida que la colaboración
avanza, las líneas entre lo profesional y lo personal se difuminan,
desencadenando un torbellino de revelaciones y desafíos inesperados para
ambos.
¿Lucharán por dejar el pasado atrás y formar un futuro juntos?
Serie Escala de Matices
Illinois
En las calles de Illinois, Cruz y Nate enfrentan un torbellino de
emociones y desafíos. Cruz, que vive en los bajos fondos, lucha por superar
sus adversidades, mientras Nate, un hombre reservado, cambia
profundamente al conocerlo. A medida que su relación avanza, enfrentan
pruebas que desafían su determinación y sentimientos. Cruz intenta dejar
atrás sus traumas, mientras Nate busca su identidad en un mundo lleno de
prejuicios. Juntos, descubren una conexión única que los impulsa a luchar
por un futuro en común.
Serie Wolf World
Imposible de olvidar
Fue a primera vista, como una enfermedad extraña, como el más
peligroso de los venenos, fue adueñándose poco a poco de él, milímetro a
milímetro, pedazo a pedazo.
Tendría que haberse dado cuenta antes pero no supo ver los síntomas.
Hasta aquel fatídico día en que su mundo fue sacudido y por fin los
engranajes giraron de repente y todo encajó.
Por siempre jamás
La vida de Wess cambiará por completo cuando se descubra un terrible
secreto del pasado, su vida no podrá ser la misma, por suerte tiene a su
manada y a dos nuevos amigos para ayudarle a crear una nueva. Incluso
Knox que nunca ha reconocido su existencia parece dispuesto a estar a su
lado, lamentablemente su corazón ya parece ocupado.
Un destino perdido
Las primeras impresiones pueden ser engañosas, las apariencias en
ocasiones no son más que sombras llenas de mentiras y medias verdades.
Por suerte, Deklan tiene un buen instinto y no se deja engañar con facilidad.
Por desgracia, Rhys está decidido a ponérselo difícil.
Hay almas que nacen para estar juntas. Da igual el tiempo que
transcurra, no importa quién se interponga. Su destino está escrito en las
estrellas y pase lo que pase… encontrarán el camino.
Perdido en la niebla
Desde que era niño se sentía incómodo en su propia piel, irrelevante en
el mejor de los casos, raro como norma. Su vida era una repetición calcada
del día anterior. Y cuando por fin le pasó algo que prometía un gran
cambio, todo se volvió mucho peor de lo que había sido hasta el momento.
No estaba preparado para las repercusiones que tuvo aceptar esa
invitación, tampoco lo que supondría entrar a una realidad muy distinta a la
que conocía.
Sangreal. Las obligaciones del rey
El momento más poderoso del año es la noche de Litha. Las barreras
entre el mundo de los vivos y los muertos cae para dejar que la energía de
ambos se una. Solo durante esa noche, los límites se desdibujan y lo
imposible podría volverse posible bajo las condiciones adecuadas.
Julian eligió a Atik como el rey de su tablero sin saber, que esa decisión lo
cambiaría todo.
Manadas desaparecidas por completo sin dejar rastro, brujos sin escrúpulos
y la unión de los alfas frente a un enemigo en común.
[1] Querido.
[2] Va todo bien, no pasa nada.
[3] Buenos días, perdón por la interrupción. Estoy buscando a Nira o Luisa.
[4] Hola, tía Luisa.
[5] ¡Eres tan guapo!
[6] Estoy loco por ti.
[7] Desde que te conozco, todo lo demás lo he olvidado.
[8] Os quiero a todos con todo mi corazón. No hay nada que no esté dispuesto a hacer por vosotros.
[9] ¡Vete a tomar por culo!
[10] Las niñas y tú sois todo mi mundo.
[11] Y tú eres el nuestro.