Trabajo Nº3
Una Mirada Fantástica de la Literatura
Hemos iniciado con una antesala de lo fantástico en la Literatura desde el Realismo mágico
para adentrarnos a la línea estrictamente fantástica.
El término fantástico se ha usado para agrupar todas las obras literarias como: leyendas,
relatos de terror, de fantasmas, y ciencia ficción. El significado está asociado a que si un texto
presenta sucesos o hechos normales que pueden ser explicados dentro de nuestro mundo
cotidiano entonces es REALISTA. Pero si en el relato aparecen situaciones “anormales” y no se
las puede explicar con leyes que rigen nuestra realidad, entonces estamos ante un texto
FANTÁSTICO.
Dentro de los relatos fantásticos podemos tener tres grandes grupos:
Maravillosos: Mundos imaginarios, irreales, cuentos de hadas, existencia de criaturas como
gnomos, brujas, magos , hechiceros etc.
Extraños: Cuando encontramos en el relato situaciones raras , tal vez producto de una ilusión,
un sueño o la locura.
Fantásticos: Aquí podemos decir que la narración es puramente fantástica , pues el
suceso , hecho o fenómeno anormal presentado produce en el lector una VACILACIÓN : DUDA
, con respecto a lo que sucedió y no encuentra explicación racional posible.
Cortázar…
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra
florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde
el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado
adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó
en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba
en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas
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que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la
derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario
relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar d e las
luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la
mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto
a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no
parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación
de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos,
despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de
una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda
lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi
no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía
bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le
deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones
del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una
lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos
de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez,
sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la
izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino
una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir
de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando
de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era
habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era
extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos,
probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El
sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la
calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas,
buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino,
se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió
sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un
buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto,
entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio
llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le
clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un
aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
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Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirri aba
a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba
a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía
que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La
calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las
ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se
agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello,
donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica
a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo
despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que
ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal
del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas
moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió
placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos
veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que
duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto
de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro,
sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del
brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de
noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no
debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando
la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir
que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del
suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había
durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido
distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras, al salir del pozo negro había sentido casi
un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la
rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la
oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la
frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se
iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a
piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo
envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso,
en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el
contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final.
Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en
las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las
tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus
compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente,
casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un
esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las
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cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder.
Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los
acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro
lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando
vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban,
era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez
del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa
nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra
roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón,
el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber
gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra
la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado, pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a
esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él.
Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron
en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió
apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la
altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar
al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían
por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado,
y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo
rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo
creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió
los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez
los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo
como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas
que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño
también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él
boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Fuente: https://www.ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-19-Cortazar.LaNocheBocaArriba.pdf
En ese enlace, podés descargar el PDF, o escuchar el audiolibro:
https://www.youtube.com/watch?v=cot5TQw2PIo
Actividades
1. Reflexionar sobre el título del cuento y responder: a- ¿Les permitió predecir el contenido?
b- ¿Por qué “la noche”? ¿Por qué “boca arriba”?
2. Transcribir las reiteraciones de la expresión “boca arriba” que encuentres. Y explicar sus significados
en los distintos momentos del relato.
3. Como ya habrás percibido, este relato desarrolla dos historias. En base a esto, resolver:
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a- Sintetizar las secuencias narrativas de la historia (los hechos importantes, estructurales)
conforme a la manera en que se presentan en la trama.
b- Explicar las variaciones de personajes, espacios, tiempos e imágenes entre una y otra historia.
c- Estas historias, ¿se presentan paralelas, alternadas, se entrecruzan o se encadenan? Explicar.
d- ¿Por medio de qué elemento se conectan ambas historias?
4. Explicar por qué este relato es fantástico.
5. Se entiende por” intertextualidad” la propiedad de los textos de “dialogar entre sí”. Leé el siguiente
texto y determina si existe alguna vinculación con “La noche boca arriba”. Fundamentar la respuesta.
Sueño de la mariposa
“Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una
mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”.
Chuang Tzu (300 a. C.)
Casa tomada, de Julio Cortazar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben
a la mas ventajosa liquidacion de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la manana, levantandonos a las siete, y a
eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzabamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos
sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastabamos
para mantenerla limpia. A veces llegabamos a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene
rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murio María Esther antes que llegaramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta anos con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algun día, vagos y esquivos primos se quedarían con la
casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofa de su dormitorio. No se por que tejía tanto, yo creo que las mujeres
tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía
cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mananitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y despues lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso
ver en la canastilla el monton de lana encrespada resistiendose a perder su forma de algunas horas.
Los sabados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores
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y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a
la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.
Me pregunto que hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover
esta terminado no se puede repetirlo sin escandalo. Un día encontre el cajon de abajo de la comoda de
alcanfor lleno de panoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería;
no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitabamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía
el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viendole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Como no acordarme de la distribucion de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca
y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Pena.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un
bano, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo.
Se entraba a la casa por un zaguan con mayolica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno
entraba por el zaguan, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se
franqueaba la puerta de roble y mas alla empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y
el bano. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresion de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos
siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos mas alla de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires sera una ciudad limpia,
pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una
rafaga se palpa el polvo en los marmoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macrame;
da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento despues se deposita
de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordare siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inutiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrio poner al fuego la pavita
del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuche algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y
sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversacion. Tambien lo
oí, al mismo tiempo o un segundo despues, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta
la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerre de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y ademas corrí el gran cerrojo para mas
seguridad.
Fui a la cocina, calente la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejo caer el tejido y me miro con sus graves ojos cansados.
-¿Estas seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vicortazarvir en este lado.
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Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardo un rato en reanudar su labor. Me acuerdo
que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos parecio penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada
muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la
biblioteca. Irene penso en una botella de Hesperidina de muchos anos. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedio los primeros días) cerrabamos algun cajon de las comodas y nos mirabamos con
tristeza.
-No esta aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero tambien tuvimos ventajas. La limpieza se simplifico tanto que aun levantandose tardísimo,
a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estabamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbro a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidio
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y
ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida
fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la coleccion de estampillas de
papa, y eso me sirvio para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre
reunidos en el dormitorio de Irene que era mas comodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trebol?
Un rato despues era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
merito de algun sello de Eupen y Malmedy. Estabamos bien, y poco a poco empezabamos a no pensar.
Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene sonaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz
de estatua o papagayo, voz que viene de los suenos y no de la garganta. Irene decía que mis suenos
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el
living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademan que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domesticos, el roce metalico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del album filatelico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el bano, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar
en voz mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y
vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornabamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisabamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a sonar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella
tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el bano porque el codo del pasillo apagaba
el sonido. A Irene le llamo la atencion mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta
de roble, en la cocina y el bano, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
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No nos miramos siquiera. Aprete el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,
sin volvernos hacia atras. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerre
de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguan. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, solto el tejido sin
mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunte inutilmente.
-No, nada.
Estabamos con lo puesto. Me acorde de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodee con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lastima, cerre
bien la puerta de entrada y tire la llave a la alcantarilla. No fuese que a algun pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Julio Cortazar
Luego de la lectura de “Casa tomada”, responder:
a) ¿ Cuál es el elemento o hecho sobrenatural que presenta el cuento?
b) ¿Se puede decir que este relato es un cuento fantástico? Desarrollá tu respuesta.
c) ¿Cuál de los dos cuentos les gustó más? ¿Por qué?
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