Lectura 2 Evaluación
Lectura 2 Evaluación
ÍNDICE
Julio Cortázar
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y
sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería
de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El
sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir
pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas
de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo:
una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los
jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve
crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió
prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a
pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la
mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la
visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a
las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír
la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la
mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca
arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la pierna. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con
guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia
de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde
pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un
shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que
me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le
deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.
Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el
tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien,
casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta
sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto
y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la
cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra
vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un
olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales
de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía
que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que
solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
“Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener
miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del
olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí
como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de
la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla.
El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera
estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los
labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra
vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio
llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que
subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal
y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una
película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de
pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le
dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas
o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la
calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin
que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose
acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada
estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo
apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy
Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se
le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba
ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo
tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los
cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la
hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar
el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una
lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser,
respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero
no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a
mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no
debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se
vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a
acabar así?
Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un
hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían
levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo
tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido
distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras, al
salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo.
Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo
eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría
alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia
abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en
lo alto se iba apagando poco a poco.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido.
Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con
el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo
sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como
si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se
hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le
llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron
manos
calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los
cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos
debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro
del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en
vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja,
tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada
de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado, pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo
que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto
hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro,
y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara
donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia
abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio
la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque
estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que
no iba a despertarse,
que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con
luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que
zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca
arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
LA SEÑORITA JULIA
Amparo Dávila
La señorita Julia, como la llamaban sus compañeros de oficina, llevaba más de un mes sin
dormir, lo cual empezaba a dejarle huellas. Las mejillas habían perdido aquel tono rosado que
Julia conservaba, a pesar de los años, como resultado de una vida sana, metódica y tranquila.
Tenía grandes y profundas ojeras y la ropa se le notaba floja. Y sus compañeros habían
observado, con bastante alarma, que la memoria de la señorita Julia no era como antes.
Olvidaba cosas, sufría frecuentes distracciones y lo que más les preocupaba era verla sentada,
ante su escritorio, cabeceando, a punto casi de quedarse dormida. Ella que siempre estaba
fresca y activa. Su trabajo había sido hasta entonces eficiente y digno de todo elogio. En la
oficina empezaron a hacer conjeturas. Les resultaba inexplicable aquel cambio. La señorita
Julia era una de esas muchachas de conducta intachable y todos lo sabían. Su vida podía
tomarse como ejemplo de moderación y rectitud. Desde que sus hermanas menores se habían
casado, Julia vivía sola en la casa que los padres les habían dejado al morir. Ella la tenía
arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia, por lo que resultaba un sitio agradable,
no obstante ser una casa vieja. Todo allí era tratado con cuidado y cariño. El menor detalle
delataba el fino espíritu de Julia, quien gustaba de la música y los buenos libros: la poesía de
Shelley y la de Keats, los Sonetos del Portugués y las novelas de las hermanas Brontë. Ella
misma se preparaba los alimentos y limpiaba la casa con verdadero agrado. Siempre se la
veía pulcra; vestida con sencillez y propiedad. Debió de haber sido bella; aún conservaba una
tez fresca y aquella tranquila y dulce mirada que le daba un aspecto de infinita bondad. Desde
hacía algún tiempo estaba comprometida con el señor De Luna, contador de la empresa,
quien la acompañaba todas las tardes desde la oficina hasta su casa. Algunas veces se
quedaba a tomar un café y a oír música, mientras la señorita Julia tejía algún suéter para sus
sobrinos. Cuando había un buen concierto asistían juntos; todos los domingos iban a misa y, a
la salida, a tomar helados o pasear por el bosque. Después Julia comía con sus hermanas y
sobrinos; por la tarde jugaban canasta uruguaya y tomaban el té. Al oscurecer Julia volvía a
su casa muy satisfecha. Revisaba su ropa y se prendía los rizos.
Hacía más de un mes que Julia no dormía. Una noche la había despertado un ruido extraño
como de pequeñas patadas y carreras ligeras. Encendió la luz y buscó por toda la casa, sin
encontrar nada. Trató de volver a dormirse y no pudo conseguirlo. A la noche siguiente
sucedió lo mismo, y así, día tras día… Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la
despertaba. La
pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba abajo sin encontrar ningún
rastro. Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena
de ratas, y eran estas las que la despertaban noche a noche. Contrató entonces a un hombre
para que tapara todos los orificios de la casa, no sin antes introducir en los agujeros un
raticida. Tuvo que pagar por este trabajo 60 pesos, lo cual le pareció bastante caro. Esa noche
se acostó satisfecha pensando que había ya puesto fin a aquella tortura. Le molestaba mucho,
sin embargo, haber tenido que hacer aquel gasto, pero se repitió muchas veces que no era
posible seguir en vela ni un día más. Estaba durmiendo plácidamente cuando el tan conocido
ruido la despertó. Fácil es imaginar la desilusión de la señorita Julia. Como de costumbre
revisó la casa sin resultado. Desesperada se dejó caer en un viejo sillón de descanso y rompió
a llorar. Allí vio amanecer…
Como a las once de la mañana Julia no podía de sueño; sentía que los ojos se le cerraban y el
cuerpo se le aflojaba pesadamente. Fue al baño a echarse agua en la cara. Entonces oyó que
dos de las muchachas hablaban en el pasillo, junto a la escalera.
—Sí, desastrosa.
—¡Pero si es evidente…!
—¡Claro!, a su edad…
Julia sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza. Le comenzaron a temblar las manos y
las piernas se le aflojaron. Le resultaba difícil entender aquella infamia. Un velo tibio le
nubló la vista y las lágrimas rodaron por las mejillas encendidas.
La señorita Julia compró trampas para ratas, queso y veneno. Y no permitió que Carlos de
Luna la acompañara, porque le apenaba sobremanera que llegara a saber que su casa se
encontraba llena de ratas. El señor De Luna podía pensar que no había la suficiente limpieza,
que ella era desaseada y vivía entre alimañas. Colocó una ratonera en cada una de las
habitaciones, con una ración de queso envenenado, pues pensaba que si las ratas lograban
salvarse de la ratonera morirían envenenadas con el queso. Y para lograr mejores resultados y
eliminar cualquier riesgo, puso un pequeño recipiente con agua, envenenada también, por si
las ratas se libraban de la trampa y no gustaban del queso, pues imaginó que sentirían sed,
después de su desenfrenado juego. Toda la noche escuchó ruidos, carreras, saltos,
resbalones… ¡Aquellas ratas se divertían de lo lindo, pero sería su última fiesta! Este
pensamiento le comunicaba algunas fuerzas y le abría la puerta de la liberación. Cuando el
ruido terminó, ya en la madrugada, Julia se levantó llena de ansiedad a ver cuántas ratas
habían caído en las ratoneras. No encontró una sola. Las ratoneras estaban vacías, el queso
intacto. Su única esperanza era que, por lo menos, hubieran bebido el agua envenenada.
La pobre Julia empezó a probar diariamente un nuevo veneno. Y tenía que comprarlos en
sitios diferentes y donde no la conocieran, pues en los lugares adonde había ido varias veces
comenzaban a verla con miradas maliciosas, como sospechando algo terrible. Su situación era
desesperada. Cada día sus fuerzas disminuían de manera notable. Había perdido su alegría
habitual y la tranquilidad de que siempre había gozado; su aspecto comenzaba a ser
deplorable y su estado nervioso, insostenible. Perdió por completo el apetito y el placer por la
lectura y la música. Aunque lo intentaba, no podía interesarse en nada. Lo único que leía y
estudiaba con desesperación eran unos viejos libros de farmacopea que habían pertenecido a
su padre. Pensaba que su única salvación consistiría en descubrir ella misma algún poderoso
veneno que acabara con aquellos diabólicos animales, puesto que ningún otro producto de los
ordinarios surtía efecto en ellos.
La señorita Julia se había quedado dormida. Alguien le tocó suavemente un hombro.
Despertó al instante, sobresaltada.
Julia se restregó los ojos, muy apenada, y se empolvó ligeramente tratando de borrar las
huellas del sueño. Después se encaminó hacia la oficina del señor Lemus. Apenas si llamó a
la puerta. Y se sentó en el borde de la silla, estirada, tensa. El señor Lemus comenzó diciendo
que siempre había estado contento con el trabajo de Julia, eficiente y satisfactorio, pero que
de algún tiempo a la fecha las cosas habían cambiado y él estaba muy preocupado por ella…
Que lo había pensado bastante antes de decidirse a hablarle… Y le aseguraba que, por su
parte, no había prestado atención a ciertos rumores… (esto último lo dijo bajando la vista).
Julia había
enrojecido por completo, se afianzó de la silla para no caer, su corazón golpeaba sordamente.
No supo cómo salió de aquel privado ni si alcanzó a decir algo en su defensa. Cuando llegó a
su escritorio sintió sobre ella las miradas de todos los de la oficina. Afortunadamente el señor
De Luna no estaba en ese momento. Julia no hubiera podido soportar semejante humillación.
Las hermanas se dieron cuenta bien pronto de que algo muy grave sucedía a Julia. Al
principio aseguraba que no tenía nada, pero a medida que las cosas empeoraron y que Julia
fue perdiendo la estabilidad tuvo que confesarles su tragedia. Trataron inútilmente de
calmarla y le prometieron ayudarla en todo. Junto con sus maridos revisaron la casa varias
veces sin encontrar nada, lo cual las dejó muy desconcertadas. Aumentaron entonces sus
cuidados y atenciones hacia la pobre hermana. Poco después decidieron que Julia necesitaba
un buen descanso y que debía solicitar cuanto antes un “permiso” en su trabajo. Julia también
se daba cuenta de que estaba muy cansada y que le hacía falta reponerse, pero veía con gran
tristeza que sus hermanas dudaban también del único y real motivo que la tenía sumida en
aquel estado. Se sentía observada por ellas hasta en los detalles más insignificantes, y ni qué
decir de la oficina, donde su conducta llevaba a los compañeros a pensar en motivos
humillantes y vergonzosos. La incomprensión y la bajeza de que era capaz la mayoría de la
gente, la había destrozado y deprimido por completo. Recordaba constantemente aquella
conversación que había tenido el infortunio de escuchar, y la reconvención del señor
Lemus… y entonces las lágrimas le rodaban por las mejillas y los sollozos subían a su
garganta.
La señorita Julia estaba encariñada con su trabajo, no obstante, la serie de humillaciones y
calumnias que a últimas fechas había tenido que sufrir. Llevaba quince años en aquella
oficina, y siempre había pensado trabajar allí hasta el último día que pudiera hacerlo, a menos
que se le concediera la dicha de formar un hogar como a sus hermanas. Pensaba que era poco
serio andar de un trabajo en otro, y que eso no podía sentar ningún buen precedente. Después
de mucho cavilar resolvió que no le quedaba más remedio que solicitar un permiso, como
deseaban sus hermanas, y tratar de restablecerse.
Las relaciones de Julia con el señor De Luna se habían ido enfriando poco a poco, y no
porque esta fuera la intención de ella. Cuando empezó a sufrir aquella situación desquiciante,
se rehusó a verlo diariamente como hasta entonces lo hacía, por temor a que él sospechara
algo. Experimentaba una enorme vergüenza de que descubriera su tragedia. De solo
imaginarlo sentía que las manos le sudaban y la angustia le provocaba náuseas. Después ya
no era solo ese temor, sino que Julia no tenía tiempo para otra cosa que no fuera preparar
venenos. Había
Y el señor De Luna pensaba igual que Julia respecto de la nobleza de sus relaciones, “tan
raras y difíciles de encontrar, en un mundo enloquecido y lleno de perversión, en aquel
desenfreno donde ya nadie tenía tiempo de pensar en su alma ni en su salvación, donde los
hogares cristianos cada vez eran más escasos…” y daba gracias diariamente por aquella bella
dádiva que se le había otorgado y que tal vez él no merecía. Pero Carlos de Luna era un
hombre en extremo piadoso, hijo y hermano ejemplar, contador honorable y muy competente.
Pertenecía con gran orgullo a la Orden de Caballeros de Colón de cuya mesa directiva
formaba parte. Ya hacía algunos años que debería haberse casado, pero él, responsable en
extremo, había querido esperar a tener la consistencia moral necesaria, así como cierta
tranquilidad económica que le permitiera sostener un hogar con todo lo necesario y seguir
ayudando a sus ancianos padres. Había conocido a Julia desde tiempo atrás, después tuvo la
suerte de trabajar en la misma oficina, lo cual facilitó la iniciación de aquella amistad que
poco a poco se fue transformando en hondo afecto. A últimas fechas, el señor De Luna se
hallaba muy preocupado y confuso. Julia había cambiado notablemente, y él sospechaba que
algo muy grave debía de ocurrirle. Se mostraba reservada, evitaba hablarle a solas. Empezó a
sufrir en silencio aquel repentino y extraño cambio de Julia y a esperar que un día le abriera
su corazón y se aclarara todo. Pero Julia cada día se alejaba más y el señor De Luna empezó a
notar que en la oficina se comentaba también el cambio de Julia. Después llegaron hasta él
frases maliciosas y mal intencionadas que tuvieron la virtud, primero de producirle honda
indignación y, después, de prender la duda y la desconfianza en su corazón. En este estado
fue a consultar su caso con el reverendo Padre Cuevas, que desde hacía muchos años era su
confesor y guía espiritual y quien resolvía los pocos problemas que el buen hombre tenía. El
reverendo Padre le aconsejó que esperara un
tiempo prudente para ver si Julia volvía a ser la de antes o, de lo contrario, se alejara de ella
definitivamente, ya que a lo mejor esa era una prueba palpable que daba Dios de que esa
unión no convenía y estaba encaminada al fracaso y al desencanto, y podía ser, tal vez, un
grave peligro para la salvación de su alma.
La señorita Julia llegó una tarde, última que trabajaba en la oficina, a pedirle a Carlos de
Luna que la acompañara hasta su casa porque quería comunicarle algo importante. Este la
recibió con marcada frialdad, de una manera casi hostil, como se puede ver algo que está
produciendo daño o un peligro inmediato y temido. Julia, más cohibida que de costumbre por
la actitud de Carlos, le relató en el camino que iba a dejar de trabajar por un tiempo porque
necesitaba descanso. Carlos de Luna escuchaba sin hacer ningún comentario. Con sombrero y
paraguas negros y su habitual traje oscuro tenía siempre un aire grave y taciturno, que ese día
estaba más acentuado. Julia lo invitó a pasar. Mientras hacía el café experimentaba un gran
bienestar. La sola presencia del señor De Luna le producía confianza y tranquilidad. Se
reprochó entonces haberlo visto tan poco durante ese último tiempo. Se reprochó también no
haber tenido el valor de confiarle su tragedia. Él la hubiera confortado y juntos habrían
encontrado alguna solución. Decidió entonces hablar con Carlos.
Los dos bebían el café, en silencio. De pronto Julia dijo:
—Diga, Julia.
Julia se levantó a poner unos discos, profundamente contrariada consigo misma. No se había
atrevido, no se atrevería nunca. Las palabras se habían negado a salir. Tal vez aquella actitud
demasiado seca de Carlos la había contenido. Aquella mirada tan lejana cuando ella iba a
empezar a contarle su tragedia. Cogió su tejido y se sentó. Entonces Carlos de Luna comenzó
a hablar, más bien a balbucear:
—Julia, yo quisiera proponerle… más bien… yo he pensado… querida Julia… yo creo que lo
mejor… es decir, tomando en cuenta… Julia, por nuestro bien y salud espiritual… lo más
conveniente es dar por terminado… bueno, quiero decir no llevar adelante nuestro proyecto
de matrimonio…
Mientras el señor De Luna trataba de decir esto, se secó la frente con el pañuelo varias veces.
Estaba tan pálido como un muerto y la voz se le quebraba constantemente. Después, un poco
más calmado, siguió hablando “de la tremenda responsabilidad que el matrimonio implicaba,
de los numerosos deberes y las obligaciones de los cónyuges…”
Julia estaba aún más pálida que él. El tejido había caído de sus manos y la boca se le secó
completamente. El dolor y el desencanto la habían traspasado de tal manera que temía no
poder decir ni una sola palabra. Haciendo un verdadero esfuerzo le aseguró que estaba de
acuerdo con él, y que esa decisión, sin duda, era lo mejor para ambos.
La señorita Julia se sentía como una casa deshabitada y en ruinas; no encontraba sitio ni
apoyo; se había quedado en el vacío; girando a ciegas en lo oscuro; quería dejarse ir, perderse
en el sueño; olvidarlo todo. Dejó entonces de preparar venenos y de inventar trampas para las
ratas. Tenía la convicción de que aquellos animales la perseguirían hasta el último día de su
vida, y toda lucha contra ellos resultaría inútil. No fue más los domingos a comer con sus
hermanas por no poder soportar el ruido que hacían los niños y menos aún jugar a las cartas.
Tejía constantemente con manos temblorosas; de cuando en cuando se enjugaba una lágrima.
Y solo interrumpía su labor para asear un poco la casa y prepararse algo de comida. A veces
se quedaba, algún rato, dormida en el sillón, y esto era todo su descanso. Su hermana Mela
iba todas las noches a acompañarla. Temían que algo le pasara, si la dejaban sola; tal era su
estado. Y Mela, cansada de las labores de su casa, caía rendida y se dormía profundamente. A
veces la despertaban los pasos de Julia que iba y venía por toda la casa buscando las ratas,
“aquellas ratas infernales que no la dejaban dormir…”.
Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… en
la escalera… aquellas carreras… saltos… resbalones… después allí en su cuarto… llegando
hasta su cama… debajo de la cama. Abrió los ojos y se incorporó; algo de claridad penetraba
por las viejas persianas de madera. Escuchó como una estampida, una huida rápida,
distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muy redondos, muy rojos y
brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama; ahora sí las encuentro… Después de algún rato
de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío. Lloró sordamente. Se mesaba los
cabellos con desesperación o se clavaba las uñas en las palmas de las manos produciéndose
un daño que ya no sentía.
Aquella mañana la señorita Julia se levantó haciendo un gran esfuerzo. Dio algunos pasos
tambaleantes y se detuvo unos minutos frente al espejo para componerse el cabello. El rostro
que vio reflejado no podía ser más desastroso. Abrió el clóset para buscar algo que ponerse
y… ¡allí estaban!… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las
había descubierto!… ¡las malditas, las malditas, eran ellas!… con sus ojillos rojos y
brillantes… eran ellas las que no la dejaban dormir y la estaban matando poco a poco… pero
las había descubierto y ahora estaban a su merced… no volverían a correr por las noches ni a
hacer ruido… estaba salvada… volvería a dormir… volvería a ser feliz… allí las tenía
fuertemente cogidas… se las enseñaría a todo el mundo… a los de la oficina… a Carlos de
Luna… a sus hermanas… todos se arrepentirían de haber pensado mal… se disculparían…
olvidaría todo… ¡malditas, malditas!… ¡qué daño tan grande le habían hecho!… pero allí
estaban… en sus manos… reía a carcajadas… las apretaba más… caminaba de un lado a otro
del cuarto… estaba tan feliz de haberlas descubierto… ya había perdido toda esperanza…
reía estrepitosamente… Ahora estaban en su poder… ya no le harían daño nunca más…
hablaba y reía… lloraba de gusto y de emoción gritaba, gritaba… qué suerte haberlas
descubierto, qué suerte… risa y llanto, gritos, carcajadas… con aquellos ojillos rojos y
brillantes… gritaba… gritaba… gritaba… Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y
bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su hermosa estola de martas cebellinas.
LA TRAMONTANA
Lo vi una sola vez en Boccacio, el cabaré de moda en Barcelona, pocas horas antes de su
mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a
las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo
distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos de caderas estrechas
y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de
rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamás a
caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a
varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y
le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se
fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para
exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio
David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los
suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano
anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda,
hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver
nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte.
Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos
racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que
sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y
también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una
cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma
muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre
eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo.
Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía
original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de
enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que
durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido
la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en
primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba
de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según
piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la
locura.
Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la
tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta,
con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin
causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la
casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas
sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón
impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus
horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y
tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse
entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los
puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. "Ni París de Francia con ser lo que
es", decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor
parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su
propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos
a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los
inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la
generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era
directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularios de
pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar. Aquel día, mientras aseguraba
puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una
mujer abominable, pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un
hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de
veces que venía la tramontana. "El año pasado, como tres días después de la segunda
tramontana, tuve una crisis de cólicos", me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia
de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión,
que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco
se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra.
Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que
una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía
algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de
frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar
pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las
amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible,
con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver
el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y
los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a
nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de
frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir. Logramos
caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada
tuvimos que abrazarnos a un poste para no ser arrastrados por la potencia del viento.
Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el
portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de
que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera. Y nadie
tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno
telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno.
El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos
llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con
la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles.
Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero
debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche
despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el
de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que
salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la
madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que menos
de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a
aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero
cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía
apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la
puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de espanto. El viejo
portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de
mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo
de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo
antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban
otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos
para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítim
alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la
primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boccacio, nadie entendía como yo el terror de alguien que
se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de
disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión
europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo metieron pataleando
en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela
dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de
la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor
del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por
despertarme.
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático.
El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos
Roberto Bolaño
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse
en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España
de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse.
Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren
para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en
casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando
pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de
acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero
está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es
problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico
(pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa
aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son
torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse
cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón
sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir,
B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como
una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse
solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la
estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera, pero no
puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que
camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso.
Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche,
cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en
Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a
su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada.
Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría,
como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa
B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar
el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no
soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta,
dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible
que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se
emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah,
eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que
X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si
hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con
monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando
contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice:
bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba a
B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira,
deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe
que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear
nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean
interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo
dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B
se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de
supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto.
B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que
no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero
no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren
con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de
España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en
todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este
viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje,
insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se
desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va
directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo, lo
invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio
vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el
pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía
lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano
de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto.
La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste
mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que
está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de
X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño
profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano
de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo
consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó
a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero
entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo
entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de
X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo,
dice, que el asesino es uno de sus examantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B
prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos
permanecen en silencio hasta llegar a casa.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha
cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no
responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias
por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
LOS CONEJOS BLANCOS
Leonora Carrington
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las
calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en
cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que
volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente
con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento, pero no
percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación
delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la
calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de
balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una
moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis
cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un
aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de
enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza
debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió
demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran
plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo
saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró
directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la
animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la
manera de una reina.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando
una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de
enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de
algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La
campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo
que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la
puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que
estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente-. No sabe lo
que se van a alegrar mis pobres conejitos.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos
tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse
en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos
de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que
se pelearon como lobos por la carne.
-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus pequeñas
costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos
un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía
una venda en los ojos.
- ¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra
que lo tengo rigurosamente prohibido.
-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar un poquitín
de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además, ha traído carne
para los conejos.
-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí ganas de salir,
de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la
rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a
anestesiarme.
- ¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las
estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por
encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba
una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo
como estrellas fugaces.