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que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre,
y su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
La noche boca arriba estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Julio Cortázar Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la
absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser eso que no era habitual, que hasta entonces no había
tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando
del rincón donde el portero de al lado le permitía instintivamente el puñal de piedra atravesado en su
guardarla. El sol se filtraba entre los altos edificios del ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo
centro, y él montó en la máquina saboreando el paseo. agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo
La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
fresco le chicoteaba los pantalones. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche
sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del
Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un
verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no
con poco tráfico. Quizá algo distraído, pero corriendo se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez
por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la
un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se
tersura, por la leve crispación de ese día apenas enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el
empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de
parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de
la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada,
Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero
izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado
subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a hacia adelante.
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de
los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía
al lado-. No brinque tanto, amigazo.
que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los
Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas a su vecino, se despegó casi físicamente de la última
semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un
motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera
él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el estado corriendo kilómetros, pero no querían darle
vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un
buena suerte. buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera
podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después,
quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando
como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera
a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban
rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y
la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que
El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un
con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó médico joven vino con un aparato de metal y cuero que
la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a
él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya un estado donde las cosas tenían un relieve como de
que a la izquierda de la calzada empezaban las gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. ligeramente repugnantes; como estar viendo una
Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
compuesta y oscura como la noche en que se movía es peor; y quedarse.
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía
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-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me
pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua
y va a ver que duerme bien.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia
puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta
que todo un banquete, se fue desmigajando poco a velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un
donde lo habían suturado, chirriaba a veces una diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso,
punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla.
enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar
que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo
espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de
y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
felicidad, abandonándose. golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía
sensaciones por un instante embotadas o confundidas. tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía
Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del
aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la
menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el
ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. choque y el momento en que lo habían levantado del
Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada.
y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco,
estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.
como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el
felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver
los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
barro, y la espera en la oscuridad del chaparral preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo.
había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada
noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar
selva, abandonando la calzada más allá de la región de de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la
las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición
habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la
sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos
número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad
del otro lado de los cazadores. absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en
Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la
antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
olor a guerra era insoportable, y cuando el primer torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se
enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los
dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba
en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
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tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca,
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió
Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba
apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía,
en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se
cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó
final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían en la cara donde los ojos no querían verla,
otras mazmorras, y en los que ascendían ya los desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar
peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente,
al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector
casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se mientras lo subían por la escalinata, ahora con la
abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que
cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del
intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble
norte. Con una última esperanza apretó los párpados,
puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que
luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama,
los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y
con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las
sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra
sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados,
como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,
aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba
tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro,
pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas había andado por extrañas avenidas de una ciudad
y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca llama ni humo, con un enorme insecto de metal que
arriba, a un metro del techo de roca viva que por zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese
momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. sueño también lo habían alzado del suelo, también
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano,
alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
cerrados entre las hogueras.
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de
estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en FIN
la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no
quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo
raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó
que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían
callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía
algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de
los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían
pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos
las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba
aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora
estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto
iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se
tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte
que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a