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fc2 Giovanna Rivero Santacruz1

El documento cuenta la historia de dos niños, Giovanna y Erland, que encuentran un alacrán y lo capturan en un frasco de mayonesa. Juegan con el alacrán y luego capturan otro, entrenándolos para que peleen entre sí. Los niños apuestan sobre cuál alacrán vencerá al otro.

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El documento cuenta la historia de dos niños, Giovanna y Erland, que encuentran un alacrán y lo capturan en un frasco de mayonesa. Juegan con el alacrán y luego capturan otro, entrenándolos para que peleen entre sí. Los niños apuestan sobre cuál alacrán vencerá al otro.

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Rivero 1

Dueños de la arena 1

Por Giovanna Rivero

Cuando éramos chicos, metíamos los pies en los montoncitos de arena y amasábamos

castillos. La lluvia se encargaba de diluir los castillos en el destino del agua. Los

sabañones eran lo de menos, o el cristal finito de la arena que se convertía en mugre en

las esquinas del dedo gordo. Una tarde pillamos el alacrán.

– ¡Un ciempiés! –grité yo, que en mi ciencia sobre los insectos siempre fui tajante.

– No, tonta –dijo Erland– es un alacrán, y está bravo.

El pequeño gladiador alzó su espada a punto de cometer un sacrificio o un crimen.

Erland dijo que jamás debíamos tocar esa espada, que ahí estaba toda la muerte

concentrada. Esperamos con paciencia infinita a que el alacrán recorriera el caminito

que rodeaba nuestro castillo del terror y que desembocaba en un mundo de cristal.

Erland insistía en que sólo era un frasco de mayonesa, ¿por qué yo siempre hablaba

como si fuera un dibujo?

– No lo lavaste bien, floja –dijo Erland, poniendo el frasco a contraluz mientras el

alacrán resbalaba hacia el fondo, horrible como él solo, engrandecido por el grosor del

vidrio. Manchas de grasa convertían al mundo de cristal en una ciudad microscópica

nublada. Su único habitante apenas podría respirar. El alacrán intentó escalar hacia la

boca de aquel mundo.

– Tapalo, por favor, tapalo –supliqué. Una especie de felicidad me cosquilleaba en el

estómago.

1
Cuento ganador del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2005. Versión revisada.

Sin Frontera 3 (Mayo 2008)


Rivero 2

Erland enroscó la tapa y luego batió un poco el frasco. El alacrán se hizo un ovillo.

– ¿Tenés miedo?- preguntó Erland. Lamía el frasco como si fuera un caramelo.

– Sí..- dije, y luego, como siempre en ese entonces, las palabras empezaron a decir la

verdad- Pero no es del alacrán que tengo miedo, es de vos. Vos me das miedo.

– ¿Yo te doy miedo? Estás loca- dijo Erland. Pero la sonrisita de asesino no se le iba.

Yo conocía bien esa sonrisita a un costado de la cara porque la había visto en todas las

historietas, en todos los personajes. Cuando el agente Denis Martin salía en misión

secreta, le dibujaban esa sonrisa despedazada.

– Ya, ya. No peleemos- dije. El sol estaba alto y las sombras se escurrían bajo

nuestros pies, como si no tuviéramos fin. Me agaché un poco para que mi cabeza

sombreara el castillo del terror. ¿No sabés si las hormigas también sudan?, quise

preguntar, pero me callé. Eso era buscar más pleito.

– Está bien, no peleemos. ¿Pero no eras acaso vos la que quería crear un mundo? ¿No

era vos la que jodía y jodía por construir una ciudad completa?

Construimos entonces un campo de batalla. Liberamos al alacrán dándole golpecitos a

la base del frasco, pues el bicho se había quedado tieso, quizás más enojado que al

principio de la aventura, como si no estuviera de acuerdo con nada. Un perfecto

aguafiestas. Erland colocó al alacrán de un lado y a un soldadito de plástico del otro.

Estuvimos sin hablar toda la tarde, mientras las sombras empezaban a recogerse bajo

nuestros pies, como espíritus asustados.

-¿Vos sabés que es un súcubo?

-¿Un qué?

-Un súcubo.

Sin Frontera 3 (Mayo 2008)


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-Supongo que un cómic, ¿no? ¿O es una mala palabra?

-Sos un mal pensado, yo casi no digo malas palabras.

-Casi. El otro día te escuché una.

-Ah, sí? ¿Cuál?

-¡Shist! Ya está, ya se acaloró, ¡ahora sí que se armó! Quedate quieta.

Podían pasar horas sin que el alacrán se aproximara al soldado. Horas o días o siglos o

atardeceres larguísimos como una guerra rusa. Nosotros respirábamos veneno.

– ¿Te acordás? –le digo. Erland se acomoda el cabello ralo. Súbitamente, los hombres

han sido reclutados por la calvicie. Erland no se escapa de esas traiciones de la

juventud.

– Cómo no… –dice – pero me parece que fue hace un millón de años.

– Y sí- digo yo. Bajo un poco el vidrio de la ventanilla, por si no me atreviera, por si

tuviera que huir. Un camión que pasa de frente levanta sus luces altas, Erland se cubre

los ojos con el brazo. Quizás estemos definitivamente mal parqueados, quizás la gente

se divierta delatando a los demás. Son crueles- Sí. Fue hace un millón de años.

Otra tarde, el alacrán se encrespó. Las patas se le pusieron tensas, como un artrítico. La

púa se dobló con fuerza apuntando hacia un blanco invisible.

– Deberíamos dejarlo ir – dije esa tarde. De pronto, el alacrán empezó a producirme

tristeza, o celos. No sé.

– Es nuestro –dijo Erland. Y yo quedé convencida como si un hipnotizador me hubiera

chasqueado los dedos.

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Rivero 4

– Es nuestro- repetí como un mantra. Las cosas nuestras no podían ser tocadas por nadie

más. El alacrán y el castillo del terror eran tan nuestros como el movimiento de las

sombras cuando nos movíamos. También era nuestra la arena.

– Necesita pelear –dijo Erland, con repentina furia.

El alacrán pareció responder irguiendo aún más la bandera filosa. Erland tomó un palito

de picolé y retó al bicho a una batalla imaginaria. Yo aplaudía. Luego metimos los pies

en la arena, por debajo del territorio del alacrán, y nos acariciamos talón contra talón.

En el fondo de la arena, debajo, sin que pudiéramos ver las chispas que nuestros talones

sacaban por la sed de estrujar la piel callosa, la promesa de nuestras estaturas, las

terminaciones nerviosas, nos retorcíamos. Ignorando el sismo, el alacrán avanzaba

lentamente. Me hacía pensar en los mutantes que acababan de vencer a Mark en el

último episodio. Había guerras en todas partes. Era fascinante.

Parece que va a llover. Nubes oscuras se remontan. Desde cualquier parte de este

mundo, desde cualquier época, podríamos mirar las nubes. Y son las mismas que

anunciaron lluvias. No siempre cumplieron.

Erland me mira. En un acto automático de masculinidad, aparta un mechón de mi frente.

– Yo no volví... ¿Qué significaba volver? Quiero decir… ¿Me entendés?

– Tía no te lo permitió –me anticipo. A Erland le sienta bien la furia, incluso el cinismo,

pero no las disculpas.

– Sí, sí, eso. Y después me pasó esta mierda. Creeme, no es una disculpa –dice, como si

me estuviera adivinando el pensamiento, como hacía Dax, el de ojos de gato, allá en los

desiertos Manchuria, profetizándole el futuro a las reinas sucias.

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– Pero estás acá- digo, y quiero decir “¿en serio estás acá?” o “en el fondo no estás acá”

o “por fin estás acá” o algo parecido a un reclamo. La sangre me late en las sienes.

– Estoy pero no estoy. Y vos no deberías estar aquí.

De algún lugar, Erland consiguió otro alacrán, seguramente había nidos de alacranes

entre las revistas más viejas, devorándose meticulosamente mis hojas preferidas, la

parte coloreada de los dibujos, el pelo rubio de la agente Henrichsen, la boquita roja de

la madre amazonas. Por pura costumbre me puse de parte del alacrán uno. Erland sería

el alacrán dos. Durante el día los entrenábamos seriamente y en la noche los

guardábamos en el mundo de cristal.

– Si el mío lo mata al tuyo, te pago una promesa –dijo Erland.

– Y si el tuyo aniquila al mío, yo te la pago –pacté.

Dos días después, Erland colocó a los alacranes frente a frente. Al principio ni se

miraban, quizás porque no sintonizaban la orden, tardaban en comprender que sus

dueños, Erland y yo, habíamos decidido que fueran enemigos. Nerviosa, me escupí las

palmas de las manos y las froté. Erland siempre decía que la saliva ácida se parecía a un

olor prohibido.

Tomo la mano de mi primo, la izquierda, donde falta el dedo índice, y beso el muñón.

– Nunca te pedí perdón por esto. Yo sé que vas a decir que no es mi culpa, y es verdad,

no es totalmente mi culpa, pero se trataba de riesgo compartido.

– Yo tampoco pedí perdón por nada. No sé porqué a la gente le gusta hablar de

perdón, ¿no se cansan? –Erland suspira. Sé que el hastío no va en contra mía-

Disculpame, no quiero ser… ¿cómo es que decías antes?

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– ¿Un aguafiestas?

– Eso. Un aguafiestas.

– ¿Te duele? A veces, digo… –. El muñón es una raíz cubierta con piel tierna, la piel

que se obliga a cerrar sobre las heridas.

– Sí, a veces. Cuando hace frío. A veces, incluso, siento que el dedo sigue ahí, quiero

hacer cosas, ensartar un hilo en una aguja, porque no creas, he aprendido, vivo solo.

Y el dedo hace falta. Estuve a punto de perder un trabajo por el dedo, porque no está

quiero decir. Pero bueno, ya no importa.

– No, no importa.

Para nada. Las nubes se deshilachan en el cielo. Un rayo podría partirnos el alma en

zigzag. Pero se contienen. No lloverá. Las luces de otros vehículos pasan raudas,

iluminándonos por segundos, pasa un trailer, pasa un chico en bicicleta que nos mira

con indiferencia. ¿Cuándo la gente empezó a mirarte con indiferencia? No es la

medicación, es la piel de la parte superior del cráneo que va adquiriendo un brillo

persistente de cuarentón. No existimos. Es lindo no existir.

El alacrán uno se acercó iracundo al alacrán dos. El alacrán dos estaba distraído, no

intuía el peligro porque no había aprendido la lección sobre enemistad, pese a que

Erland lo había amaestrado seriamente con el palito de picolé, hurgando en la ira natural

que todo escorpión debe tener en sus espaldas de boxeador. Ocurrió en un instante: el

alacrán dos ni siquiera se defendió: el alacrán uno le clavó la púa justo en la cabeza,

entre los ojos, luego replegó el arma y se quedó quieto. Esperamos toda la tarde a que el

alacrán uno celebrara su victoria. Erland lo azuzaba con el dedo índice, pero nada; sólo

de vez en cuando estiraba las pinzas asiendo el vacío, como un aplauso sordo y

soberbio. Por lo menos por esa tarde, la ración de veneno se había acabado.

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– ¿Y vos? –pregunta Erland– ¿Seguís trabajando de guía turística?

– Ahora mismo estoy haciendo eso –bromeo. A mí siempre me han salido mal las

bromas. ¿Cómo le hacía el detective Pepe Sánchez? Él también tenía una sonrisa que le

colgaba, cínica a morir, de un lado de la cara.

– Y lo hacés bien. Vos podrías mostrarme el infierno con la gracia de una azafata.

– Pero no soy azafata.

– Cuando eras chica querías ser azafata.

– Y vos astronauta. Es lo que uno decía, primo, pero todo cambia, ¿no? Claro que lo

mío no es muy diferente de ser azafata, la sensación debe ser la misma. Hacés que otros

disfruten el vuelo mientras vos te aguantás las ganas de vomitar, equilibrándote como

podés- Con los brazos simulo un planeo con turbulencias.

– Hablás como un dibujo.

– Soy un dibujo.

– En serio, ¿cómo serías vos de azafata, no? De avioneta, supongo… De una Draken J-

35…

– Burlate. Para ser sincera, no me dio el tamaño. Las azafatas tienen que ser altas y tener

un buen culo, es parte del duty free.

– Vos tenés buen culo.

– ¿Y soy parte del duty free?

– No lo sé. Soy yo quien pregunta: ¿sos parte del duty free?

– Había una materia con un nombre así. O un profesor con un apellido así. O un

compañero. Creo que la universidad se llamaba Duty Free University.

– Pero entonces terminaste de estudiar…

– No pude; me vine de La Paz, te conté, ¿no?

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La tarde siguiente, el sol centelleaba sobre la arena como si un pirata de Lilliput hubiese

desparramado un botín de años. Erland trajo una cajita de fósforos y retazos de cartón.

Debíamos embardar el castillo con una sólida trinchera contra los enemigos. El héroe,

mientras tanto, permanecía quieto. ¿En qué estaría pensando?

– Debe estar creando veneno –dije–. Le fue bien en su primera pelea y debe estar

chocho.

– Recibirá su castigo –dijo Erland. El sol levantaba llamaradas en su cabello,

bendiciendo la furia de mi primo. Yo miré mi sombra y me pareció más deforme que

otras veces. En Mark, a las sombras de los mutantes las pintan de cualquier modo, un

bollo de oscuridad y ya está.

– ¿Castigarlo? ¿Por qué? No ha hecho nada malo.

– Pero tampoco ha hecho nada bueno.

– Pero prometiste, prometiste, vos lo prometiste –sollocé.

– Sólo lo pondremos a prueba –dijo Erland–. Un boxeador debe ganar una, dos, tres

veces. Si ya nadie le pega – dijo, esquivando un puñete goloso, enguantado en rojo y

esponja, como hacía siempre su boxeador preferido, Cassius Clay –si el que pega es él-

prosiguió, inflando el cachete, lastimado por un rival transparente, como todos los

rivales transparentes, los fantasmas y los microbios, y escupiendo sangre imaginaria a

un costado– , entonces tiene el trofeo de campeón. Si alguien le saca la mierda, llora,

llora como vos, como niñita. Por eso, no llorés, no le va a pasar nada. Te digo que es

una prueba.

Y yo le creí. Y yo le creo.

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Erland no quiere escuchar de mi boca los daños. Pretexta que ya lo sabe todo, que tía le

ha contado con lujo de detalles. Yo insisto en contar; los detalles no son lujosos, son

miserias astilladas por las grandes aspas de la desgracia, ¿entendés? Trizas, microbios,

veneno pulverizado.

– Está bien, está bien –Erland cede– yo leí tu carta, la he leído mil veces, mil veces,

pero me cuesta escucharlo. No sé…- se rasca la nuca, la cabeza- Son extrañas ustedes.

– ¿Quiénes ustedes?

– Ustedes, vos, mamá, las mujeres. Les gusta hurgar y hurgar, les gusta ver pus.

Deberían olvidarse de todo y punto.

– Pero yo quiero contártelo –exijo.

Cuando ya estuvo lista la trinchera, Erland empujó al alacrán héroe hasta el centro del

castillo de arena. Allí reinaría como lo que era: un rey vencedor. Las hormigas que no se

animaban a trepar sobre las pequeñas colinas orilleaban en la parte húmeda y volvían

sobre sus pasitos. Caminaban por la colina del castillo y volvían.

– No se animan, ¿te fijaste? Ellas deben oler el veneno.

– Están llenas –dijo Erland– ya se comieron al perdedor.

– ¿Y no les va a hacer daño? Cuando vos tragás comida pasada, fija que luego vomitás.

– No, tonta, ellas también son venenosas.

– No me digás tonta –reclamé.

Erland me miró con la furia convertida en otra cosa. Ya de chica yo lo sabía. Lo supe

clarito. Las cosas que se convierten, que se tallan y doblegan en la consistencia de los

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sueños muy deseados. No me contés. Quiero contarte, dejame contarte. No te escucho,

no te escucho, tengo orejas de pescado. No importa, yo quiero contarte.

Y yo le cuento:

Quería ser alguien en la vida. No azafata, y menos astronauta, no te rías, alguien de

verdad. Y cuando vos te fuiste, tía no pudo, o no quiso, es lo de menos, pasarme la

pensión que me pasaba para los estudios. Dijo que yo te había perjudicado, que en el

fondo te fuiste por mi culpa. Raro, ¿no?, si la que más quería que te quedaras era yo;

pero bueno, ella cortó todo. Entonces me dediqué a ser “guía turística”. ¿Captás?

Pildoritas les dicen, friendo les dicen, candy, tuttiputri... Por las noches salía con otra

compañera que estaba en las mismas; así sobrevivíamos. Ella se ocupaba de los

excombatientes, hombres viejos, estropeados, sordos, temblorosos. Parkinson le dicen,

como esos parques con toboganes. Yo quería más dinero, los excombatientes están

jodidos, si ya casi no existen. Fichaba oficinistas, sobre todo en las quincenas y a fin de

mes. Los oficinistas son exigentes al comienzo: sostenes rojos con bragas negras, pero

después les mostraba el tiro del sostén y caían dormidos. El problema es que sólo los

encontrás una o dos veces por mes. Yo no era de las de alto riesgo. Por lo del tamaño,

ja. Riesgo controlado. Hasta que sucedió eso.

Erland levanta el dedo imaginario y es el muñón el que suplica silencio. Cuando éramos

chicos, él ya hacía ese gesto, pero con furia, y con el dedo aún intacto. A uno también le

amputan la furia. Te vas resignando. Es lindo resignarse.

Si llega la lluvia, la furia amputada duele por la humedad. Si los rayos te parten en

zigzag, no hay mitades perfectas, sólo destrozos.

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– ¿Qué sucedió?

– Lo peor.

– Siempre puede suceder algo peor, nena –sonríe Erland de costado. A Cassius Clay una

vez lo dejaron sonriendo por un mes. El buen humor de los boxeadores.

– Te has vuelto gringo.

– No, sólo que no quiero saber. Deberías respetar eso, no quiero saber.

Respeto por la verdad. Jugar a la verdad y lastimarse. Juego de chicos.

¿Me equivoqué de vaso? ¿Me lo merecía? Vos siempre pensaste que hay que castigar

los actos extremos con otro acto extremo. Es extraño que mientras eso sucedía, mientras

eso me sucedía, las tenazas de aquel hombre sujetándome las muñecas, diciendo cosas,

palabras que se pudrían al salir de su garganta, en el contacto con el aire, yo podía ver la

luna. La luna temblaba, ¿o era yo? Cuando mordés una manzana, la carne se le oxida, se

avejenta, así pasa con las chicas atenazadas. Se les oxida la piel de las piernas, la piel

interior de los muslos, donde nadie ha mordido, todo se corrompe, todo está ya

corrompido. Como en las películas de los muertos vivos que veíamos. Exacto, como en

los mutantes. La piel más delicada es la del interior de los muslos. Hay gente que

quisiera hacerse una cara con esa piel. También pensaba en eso, pensaba cosas locas

para esconderme en algún lugar del cerebro. No estoy aquí. Miro la luna. No estoy. Tía,

tu madre, decía eso: mirá la luna y no estás aquí. ¿Dónde estamos? En un futuro. En un

futuro lejano como la muerte de Gilgamesh. La luna era una manzana mordida,

saboreada a dentelladas, o envenenada por las carcajadas de las madrastras. Tu madre

fue como una madrastra para mí. Y supe que estábamos en ese valle por el rumor del

agua. Pero el sonido del agua no me consolaba, parecía una risita, ¿sabés? Después no

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me acuerdo, me congelé de frío, me desmayé. Me encontró un yatiri que había ido a

echar un embrujo al riachuelo. Dijo que mi sangre, la que me escurría por entre las

piernas, le servía para el trabajo. Luego me ayudó.

– Ayudalo –rogué. Mi alacrán héroe era un rey desesperado.

– Él puede –dijo Erland. El fuego de la barda del castillo masticaba los cartones en

pocos segundos.

– Por favor, ayudalo…

El alacrán héroe estaba totalmente cercado por las llamaradas, ya ni se movía. Parecía

resignado al siniestro final que Erland, que yo de alguna manera, habíamos dispuesto

para él.

Entonces Erland derrumbó un lado de la trinchera y con el índice quiso empujar al

alacrán, conducirlo a la salvación, pero el alacrán había decidido su propia suerte, como

lo hace un rey. Y para ir tras esa suerte tuvo que lastimar a su amo. Le clavó la púa a

Erland. Yo no supe, en ese instante, que el rey había guardado un traguito para sí

mismo.

Ahora lo sé, beber sola es delicioso. Emborracharte con tu sombra bajo los pies, en el

dominio absoluto del deseo.

– Lo siento –dijo Erland– ¿Qué castigo me merezco?

– Ninguno. Nada. Pucha, primo, siempre el castigo. ¿Ahora sos vos el que busca

perdón? Te juro que puedo vivir con eso. Pero… y vos, digo, a pesar de todo, ¿te hace

bien volver acá?

– Me hace bien no estar allá. Allá te piden sangre cada semana, como si el mal pudiera

largarse. El mal, este mal, está bien instalado.

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– Debiste cuidarte, Erland. No te costaba nada usar forros, decir que no, pensar un

poco. Pensar… ¿no te pusiste a pensar, vos? –reprocho. No me resisto. Soy como la

petisa, la novia de Pepé Sánchez, siempre refunfuñando.

– En esos momentos no pensás, ¿quién piensa? Además, ¿qué otra muerte podría

esperarme?

El rey se clavó el aguijón en las espaldas. Ya nada había que hacer, sólo mirar,

encandilados por las lenguas de fuego que lo lamían como a un hijito, que no dejaban ya

ni cenizas para las hormigas de la costa. Sólo arena.

Me acerco y beso a mi primo.

Esa tarde, cuando éramos chicos, y éramos dueños de un alacrán y de un castillo, quise

curarle el dedo a mi primo. Su dolor era mi dolor. Me pertenecía. Su rabia, ese modo de

ser, me pertenecía. Yo le pertenecía. En un futuro lejanísimo como otros mundos

seguiríamos perteneciéndonos. La mano entera se le había puesto roja. No le dijimos a

nadie. Yo besaba el dedo herido, emponzoñado por la traición al rey, lo chupaba para

que mi saliva lo aliviara. No le dijimos a tía, nadie tocaba lo nuestro. Nadie, nadie,

nadie tocaría lo nuestro.

– No deberías estar aquí, no de esta manera –Erland intenta separarme. ¿De cuál

manera, vos? Yo he decidido quemar las bardas del castillo. Los momentos se devoran,

no hay después. Hay cosas que es mejor no saber. Otras que es mejor saber. Cuando

Nippur murió, lloré tres días seguidos, más por incredulidad que por viudez. Erland dijo

que eso era estar camote. Lo decía con celos.

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Rivero 14

– Es que estoy camote- le río en la boca.

– Podés contagiarte, nena –dice mi primo. Le acaricio la cabeza. Me acomodo sobre sus

piernas con la velocidad de una azafata. Despeguemos.

Podés contagiarte. Podés pertenecerme para siempre. Puedo amarte para siempre.

Podemos criar alacranes, ¡una granja de alacranes! Alacrancitos tiernos, alacranes tan

chiquititos que nadie pueda distinguirlos. ¿Te gustaría? ¿Te gusta?

– Contagiarme. Sí… No importa, ¿qué mierda importa? –digo– Yo quiero estar aquí,

así…

La mano donde habita el fantasma del dedo índice me toma por la nuca, ahí donde otros

animales clavan el aguijón. A mi primo se le han humedecido los ojos. Puedo sentir en

su aliento una mezcla de cigarrillos y medicamentos. Puedo sentir su respiración.

– Total, cuando éramos chicos nos aguantamos harto, ¿no?- dice, pregunta, casi solloza,

finalmente convencido.

– Sí, harto. Demasiado –contesto yo, con una alegría feroz, la alegría perfecta de los

alacranes suicidas.

Giovanna Rivero
University of Florida

Sin Frontera 3 (Mayo 2008)


Rivero 15

Giovanna Rivero Santa Cruz (1972), Santa Cruz, Bolivia. Es periodista y comunicadora
social, graduada de la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra-UPSA, donde ha
dictado cátedra en el área de Redacción Periodística. Sus cuentos han sido
seleccionados para formar parte de las recopilaciones literarias: “Voces de las dos
orillas” de la Universidad de Playa Ancha (Chile, 2001); “Una revelación desde la
escritura”, antología editada por Kathy Leonard de la Universidad de Iowa, “La otra
mirada”, Alfaguara (2000), “Antología del cuento femenino boliviano”, Editorial Los
Amigos del Libro (1997), “Antología del Cuento Erótico”, Alfaguara (2001), “The fat
man from La Paz”, antología editada en inglés por Rosario Santos (Nueva York, 2000)
y en la Antología del Nuevo Cuento Sudamericano “Pequeñas Resistencias 3”, de
Ediciones Páginas de Espuma, (España, 2005).
Ha publicado los libros de cuentos: Nombrando el eco (1994, Marea Editores), Las
Bestias (1997), obra con la que obtuvo el Premio Municipal de Literatura en Santa
Cruz, 1996; La dueña de nuestros sueños, (2002, editorial Correveidile); Sentir lo
oscuro, Libro de fotografías de Kathy Leonard y cuentos de Rivero (2002, La hoguera).
Contraluna, La Mancha, 2005, y Sangre dulce, La Mancha, 2006 (edición bilingüe
inglés-español, con el auspicio de la Universidad de Iowa State). Ha publicado también
en las revistas digitales www.ciberayllu.com y www.losnoveles.net.
Representó a su país en el Encuentro de Escritores Latinomericanos en Bogotá,
Colombia, organizado por las Embajadas de Sudamérica y el Convenio Andrés Bello.
2003.
Asimismo, durante el semestre del otoño de 2004, participó del prestigioso Iowa
Writing Program en Iowa City University, en Estados Unidos. Obtuvo el Premio
Nacional de Cuento Franz Tamayo, a fines del 2005.
Actualmente, estudia la Maestría en Español del Departamento de Lenguas Romances
de la Universidad de Florida, Gainesville.

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