SOCIOLOGÍA ACÉNTOS
    Siete pilares de la educación según J.M. Bergoglio
    Antonio Spadaro mayo 19, 202
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    El desafío educativo ha estado desde siempre en el centro de
    la mirada del Papa actual. Como él mismo reveló en una
    entrevista nuestra del año 2016, siendo párroco en San Miguel
    se ocupaba de la pastoral juvenil y de la educación. Cada día
    recibía a los chicos en los enormes espacios del colegio anexo:
    «Yo decía siempre la misa de niños y el sábado enseñaba el
    catecismo»[1]. Y lo hacía también cuando organizaba
    espectáculos y juegos, que en esa entrevista describía con
    detalle. De ahí procede su capacidad espontánea de estar con
    los niños.
    Ya como estudiante jesuita en formación, Bergoglio tuvo con la
    escuela una experiencia que lo marcó. Fue enviado por sus
    superiores a enseñar Literatura en dos colegios secundarios de
    los jesuitas. Sin embargo, él no se quedaba en las lecciones;
    por el contrario, alentaba a sus muchachos a la composición
    creativa —llegando incluso a implicar al gran Jorge Luis Borges
    en sus actividades—, aunque también al teatro y a la música[2].
    La acción educativa se vinculaba así a la experiencia artística y
    creativa, y justo a partir de esta lograba Bergoglio hacer
    emerger la más amplia dimensión humana y espiritual. Veamos
    un ejemplo inédito para comprenderlo mejor: José Hernán
    Cibils, en la actualidad músico en Alemania y entonces alumno
    del docente de veintiocho años Jorge M. Bergoglio, conserva
todavía hoy el comentario del otrora profesor a un ejercicio
suyo sobre La hora undécima, de la escritora María Esther de
Miguel. El alumno consideraba que el [p. 24/108] mensaje final
de la obra era que la negación de sí y la mortificación conducen
a Dios. Bergoglio se prodigó en elogios al comentar el trabajo
del estudiante, pero propuso un cambio en la formulación del
mensaje final, que le parecía demasiado negativo, y apuntó:
«La entrega es fruto del amor», no de la mortificación. Concluía
con un mensaje personal entre paréntesis para José: «Claro
que estás atravesando un período de negatividad». La
exposición a la experiencia creativa o su ejercicio generan una
dinámica que implica psicológica y espiritualmente a la
persona[3].
Esta experiencia como estudiante jesuita, y después como
sacerdote, formó a Bergoglio como pastor y obispo de Buenos
Aires. Al considerar este tiempo episcopal y leer la colección
completa de sus intervenciones pastorales, recientemente
reunidas en un único volumen[4], uno se da cuenta de que un
tercio de ellas —entre homilías, cartas y mensajes— está
dedicado a los educadores (docentes, catequistas, animadores,
etc.). El tema no ha sido revisado en profundidad aún de
manera adecuada, y habría que investigar también las fuentes
y las inspiraciones que Bergoglio tuvo presentes en el
desarrollo de su enfoque[5].
En las páginas que siguen queremos presentar —sin pretender
ser exhaustivos— siete caras de este poliedro que es la
educación para Francisco, tal y como maduraron en su
ministerio episcopal.
Educar es integrar
Ante todo, es importante comprender que el arzobispo
Bergoglio encuadra la educación siempre en una visión amplia
de la sociedad, como un contexto vital de encuentro y de
asunción de compromisos comunes para la construcción de la
comunidad civil. Educar, pues, [p. 25/108] significa construir
una nación: «Nuestra tarea educativa tiene que despertar el
sentimiento del mundo y la sociedad como hogar. Educación
“para el habitar”»[6]. Ante todo, la nación y el mundo son para
Bergoglio el «hogar», lugar donde habitar, dimensión
doméstica[7].
La educación no es un hecho exclusivamente individual, sino
popular. En un encuentro con algunos de sus exalumnos de
secundaria en el año 2006, dijo: «Quiero expresar mi deseo de
que sus vidas hagan historia más allá de la historia personal de
cada uno. Que hagan historia como grupo inspirando a tantos
jóvenes en el camino creativo»[8].
Bergoglio ha considerado siempre la escuela como un medio
importante de integración social y nacional, uno de los pilares
principales para la construcción del sentimiento de comunidad,
de la convivencia. Una prueba de ello la encontramos en una
reflexión suya en torno a los migrantes internos en Argentina
que se remonta al año 2002: «El hijo del gaucho, el migrante
del interior que llegaba a la ciudad, y hasta el extranjero que
desembarcaba en esta tierra, encontraron en la educación
básica los elementos que les permitieron trascender la
particularidad de su origen para buscar un lugar en la
construcción común de un proyecto. También hoy, desde la
pluralidad enriquecedora de propuestas educadoras, debemos
volver a apostar por la educación, todo»[9]. [p. 26/108]
La tarea educativa no tiende solo al autoempoderamiento, sino
a ayudar a las personas a construir un futuro juntos, una
historia compartida. El que migra y llega a una nueva tierra
tiene en la educación el instrumento y el contexto fundamental
para trascenderse a sí mismo y su propia historia e insertarse
en su nueva casa.
Por tanto, un elemento central de esta construcción social es la
integración. «El Estado tiene que asumir el rol de […]
integrador»[10], escribía Bergoglio en 2001, con ocasión de las
Jornadas arquidiocesanas de Pastoral Social, y lo repitió
muchas veces. «Integrar», por lo demás, es una de las claves
importantes para comprender el pontificado de Francisco[11].
Acoger y celebrar la diversidad
Otro elemento central para la construcción social es la acogida
de la diversidad. Al dirigirse a los docentes católicos, Bergoglio
afirmó en 2006: «Les propongo como docentes cristianos que
abran su mente y su corazón a la diversidad, que cada vez más
es una característica de las sociedades de este nuevo siglo»[12].
¿Qué significa «integrar» exactamente? Bergoglio lo explica así
a las comunidades educativas de la diócesis: «Diálogo y amor
suponen, en el reconocimiento del otro como otro, la
aceptación de la diversidad. Solo así puede fundarse el valor
de la comunidad: no pretendiendo que el otro se subordine a
mis criterios y prioridades, no “absorbiendo” al otro, sino
reconociendo como valioso lo que el otro es y celebrando esa
diversidad que nos enriquece a todos. Lo contrario es mero
narcisismo, mero imperialismo, mera necedad»[13]. [p. 27/108]
Las diferencias deben considerarse «desafíos», pero desafíos
positivos, recursos, no problemas. Y esto tiene como
consecuencia inmediata la lucha contra toda forma de
discriminación: «Combatamos desde nuestras escuelas toda
forma de discriminación y de prejuicio. Aprendamos y
enseñemos a dar incluso desde los recursos escasos de
nuestras instituciones y familias. Y que esto se manifieste en
cada decisión, en cada palabra, en cada proyecto. De ese
modo, aportaremos un signo muy claro (y hasta polémico y
conflictivo, si es necesario) de la sociedad distinta que
queremos crear»[14].
Por tanto, la tarea educativa está ligada a la construcción de
una sociedad y de un futuro juntos como pueblo. Y ello implica
trabajar por la integración y por el reconocimiento de las
diversidades como riquezas que no se han de homologar o
aplanar, sino de valorizar por el bien de todos.
Enfrentar el cambio antropológico
El gran trasfondo sobre el que se proyecta la tarea educativa
es el cambio antropológico. Bergoglio fue siempre consciente
de que el hombre y la mujer se interpretan hoy de manera
diferente al pasado, con categorías que difieren incluso de las
que les eran familiares. La antropología a la que la Iglesia ha
hecho tradicionalmente referencia y el lenguaje con el cual la
ha expresado son una base sólida, fruto también de sabiduría y
experiencia secular. Sin embargo, parece que el hombre al que
la Iglesia se dirige no logra comprenderlas como en otro
tiempo.
Por tanto, la Iglesia está llamada a confrontarse con el enorme
desafío antropológico. Pablo VI, tan estimado por Francisco,
escribió que evangelizar significa «llevar la Buena Nueva a
todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo,
transformar desde dentro»[15]; de otro modo, proseguía, la
evangelización corre el peligro de transformarse en una
decoración, en un barniz superficial[16]. [p. 28/108]
Francisco confirmó esta actitud en su conversación con los
superiores generales de las órdenes religiosas, posteriormente
publicada en La Civiltà Cattolica[17]. En aquella sesión de
preguntas y respuestas, el Papa afirmó que el educador «debe
preguntarse cómo anunciar a Jesucristo a una generación que
cambia»[18], y, en concreto: «La tarea educativa hoy es una
misión clave, clave, clave»[19].
Para ser más claro, el Papa puso algunos ejemplos en los que
citaba algunas experiencias suyas como arzobispo de Buenos
Aires en la preparación que se exige para acoger en contextos
educativos a bebés, niños y jóvenes que viven en situaciones
de dificultad en la familia. Y, en particular, mencionó este
ejemplo: «Recuerdo el caso de una niña muy triste que, al final,
le confió a la maestra el motivo de su estado de ánimo: “La
novia de mi mamá no me quiere”. El porcentaje de niños que
estudian en las escuelas y que tienen padres separados es
elevadísimo»[20]. Son dos situaciones diferentes, pero que
plantean claros y complejos desafíos: el de los hijos de padres
divorciados y el de los hijos que viven teniendo como referencia
doméstica a dos personas del mismo sexo.
Francisco sabe perfectamente que los retos educativos de la
actualidad no son ya los de otro tiempo. Sabe que —son
palabras suyas— «las situaciones que vivimos hoy plantean
desafíos nuevos, que a veces son hasta difíciles de
comprender»[21]. Hay que anunciar el Evangelio a una
generación sometida a rápidos cambios, a veces demasiado
complejos y difíciles de aceptar o de entender. He aquí sus
preguntas: «¿Cómo anunciar a Cristo a estos niños y niñas?
¿Cómo anunciar a Cristo a una generación que cambia?». Y,
por último, su llamamiento: «Hay que estar atentos a no
suministrarles una vacuna contra la fe»[22]. [p. 29/108]
Bergoglio afirma una cosa fundamental: el desafío educativo
está ligado al antropológico. No se puede asumir la actitud del
avestruz y hacer «como si» el mundo fuese distinto[23]. Este
enfoque realista caracteriza toda la reflexión pedagógica de
Bergoglio, que parte siempre del dato concreto, de la persona
que tiene delante, con su historia.
La inquietud como motor educativo
Un cuarto aspecto central en el poliedro educativo de Bergoglio
es, sin duda, la inquietud, entendida como motor de la
educación. En una homilía interrogaba a sus oyentes, que eran
educadores, con una ráfaga de agudas preguntas. Conviene
leerlas una tras otra: «¿El chico sabe reconocer el patrimonio
que recibió? […] ¿O ese chico se ha “aguachado” por la
coyuntura del momento y no sabe reconocer en ese horizonte
lo que ha recibido, viviendo como si no hubiera recibido nada?
Pero, por otro lado, eso que recibió no es para que lo guarde
enlatado, en conserva, ¡sino para que lo trabaje hoy! Ese chico,
esos jóvenes, ¿saben trabajar hoy lo que han recibido?
¿Saben asumir ese patrimonio? […] ¿Esos chicos tienen
utopías? ¿Tienen sueños?»[24].
Aquí hay un claro rechazo a la educación entendida como
«aguachamiento», o sea, domesticación. Igual de claro está
que la herencia que pasa por la educación no es un tesoro
enlatado; no es un traspaso de recipientes de conservas. Todo
lo contrario. Bergoglio afirma que el único modo de
reconquistar la herencia de los padres es la libertad. En
definitiva, lo que recibo es mío solo si pasa por mi libertad. Y no
hay libertad si no hay inquietud. Nada es mío si no atraviesa mi
inquietud y toca mi corazón.
Para Bergoglio la madurez no coincide con la adaptación.
Afirma, en tono provocativo: «Jesús, nada menos, podría
haberse constituido para muchos en su tiempo en el paradigma
del inadaptado y, por lo tanto, del inmaduro»[25]. En el mismo
mensaje argumenta: «Si la madurez fuera lisa y llanamente
adaptación, la finalidad de [p. 30/108] nuestra tarea educadora
sería “adaptar” a los chicos, esas “criaturas anárquicas”, a las
buenas normas de la sociedad, sean cuales fueren. ¿A costa
de qué? A costa de un amordazamiento y una sumisión de la
subjetividad. O, peor aún, a costa de la privación de lo más
propio y sagrado de la persona: su libertad»[26].
Lo que he heredado me pertenece porque se ha acercado a mi
inquietud y la ha atravesado, mezclándose conmigo y
lanzándome hacia un futuro a construir. Si la herencia no pasa
por la inquietud se petrifica, se convierte en un museo de
recuerdos. Mahler decía que guardar fidelidad a lo que nos ha
sido transmitido significa mantener vivo el fuego, y no adorar
las cenizas. Mantener vivo el fuego significa alimentarlo,
repensando y retomando la fuerza vital. De otro modo, caemos
en el moralismo, en el formalismo y, por tanto, en el tedio.
Bergoglio ama la posición existencial de Agustín y varias veces
ha hablado de la «paz de la inquietud». En concreto, al recibir
en audiencia a jesuitas y colaboradores de nuestra revista,
preguntó: «¿Ha conservado vuestro corazón la inquietud de la
investigación? Solo la inquietud da paz al corazón de un
jesuita. Sin inquietud somos estériles»[27]. La inquietud
agustiniana e ignaciana nos hace generativos.
Lo que heredamos de nuestros padres es, ante todo, lo
siguiente: la sabiduría de una inquietud que nos lleva a buscar,
a salir de nosotros mismos, a vivir una trascendencia. «Donde
hay vida hay movimiento, donde hay movimiento hay cambios,
búsqueda, incertidumbre, hay esperanza, alegría y también
angustia y desolación»[28]. Escribía también Bergoglio en un
mensaje a los educadores: «Un chico “inquieto” […] es un chico
sensible a los estímulos del mundo y de la sociedad, uno que
se abre a las crisis a las que la vida lo va sometiendo; uno que
se rebela contra los límites pero, por otro lado, los reclama y los
acepta (no sin dolor) si son justos. Uno no conformista con los
clichés culturales que le propone la sociedad mundana; un
chico que quiere aprender a discutir»[29]. [p. 31/108]
Por tanto, hay que «leer» esa inquietud y valorizarla, porque
todos los sistemas que procuran «aquietar» al hombre son
peligrosos: de un modo u otro, conducen al quietismo
existencial[30].
Una pedagogía de la pregunta
Una forma específica de anarquismo y de desasosiego es la
que Bergoglio atribuye a los chicos y chicas. Pero esta resulta
significativa para el educador. La vitalidad de un chico o una
chica es, en primera instancia, un desafío que mide la
capacidad de quienes están junto a él/ella de salir de
esquemas demasiado rígidos.
Esta mirada transmite a un corazón joven y adolescente
«calidez que nace de un corazón maduro por la memoria, por la
lucha, por el defecto, por la gracia, por el pecado»[31]. Si esta
mirada tiene fuerza, tiene resistencia, entonces el joven podrá
sufrir en la vida, sí, pero en tiempos de crisis no enloquecerá,
perdiendo el «norte», la orientación. Esta mirada es también
capaz de aprender a «descubrir», a «contemplar» y a «intuir»
las preguntas de los más jóvenes, que a veces no logran
expresar de manera acabada y con claridad sus necesidades y
sus interrogantes.
«Nunca hay que responder preguntas que nadie se hace»,
escribió el Papa en Evangelii gaudium (n. 155). Este sigue
siendo un criterio fundamental para la educación y la pastoral.
En tal sentido, la catequesis no debe correr nunca el peligro de
transformarse en un adoctrinamiento insípido, en una frustrante
transmisión de normas morales.
Según dijo Bergoglio en la homilía de la Misa por la educación
del 18 de abril de 2007, esto lleva a plantear preguntas que hay
que leer de manera integral, porque ayudan a hacer una
importante verificación, casi un «examen de conciencia» del
educador: «¿Tenemos el corazón suficientemente abierto como
para dejarnos sorprender todos los días por la creatividad y por
las ilusiones de un chico? ¿Me dejo sorprender por las
ocurrencias de un chico? ¿Me dejo sorprender por la
transparencia de un chico? ¿Me dejo también sorprender por
las mil y una travesuras de un chico, esos inefables “Jaimitos”
que están en [p. 32/108] nuestras aulas? ¿Tengo el corazón
abierto o ya lo tengo clausurado, lo tengo cerrado en una
especie de museo de conocimientos adquiridos, y de métodos
adquiridos en el que está todo perfecto y que tengo que
imponer, pero no tengo que recibir nada? Como educador,
¿tengo un corazón receptivo y humilde como para ver la
frescura de un chico? Si no lo tengo, me puede pasar algo muy
serio: que me vaya poniendo rancio. Y cuando a un padre, a un
educador, el corazón se le pone rancio, el chico se queda con
los cinco panes y los dos pescados sin saber a quién dárselos;
se frustra en su ilusión, se frustra en su solidaridad»[32].
De ahí el llamamiento a los educadores para que sean
«audaces y creativos»[33], o sea, no solo para resistir frente a
una realidad adversa, ni menos aún para convertirse en
funcionarios fundamentalistas, ligados a planificaciones rígidas.
El llamamiento es a «crear», a «poner los ladrillos para un
nuevo edificio en medio de la historia», a expresar el genio y el
alma. En efecto, la creatividad es la «característica de una
esperanza activa», porque se hace cargo de lo que hay, de la
realidad, y encuentra «el camino por el cual a partir de allí se
manifiesta algo nuevo»[34].
A este planteamiento abierto y de amplio alcance corresponde
una concepción inclusiva de la «verdad». En un iluminador
discurso a los educadores afirmaba Bergoglio: «Tenemos que
avanzar hacia una idea de verdad cada vez más incluyente,
menos restrictiva; al menos, si estamos pensando en la verdad
de Dios y no en alguna verdad humana, por más sólida que
nos parezca. La verdad de Dios es inagotable, es un océano
del cual apenas vemos la orilla. Es algo que estamos
empezando a descubrir en estos tiempos: no esclavizarnos a
una defensa casi paranoica de “nuestra verdad” (si yo la
“tengo”, él no la “tiene”; si él “puede tenerla”, entonces es que
yo “no la tengo”). La verdad es un don que nos queda grande y,
justo por eso, nos agranda, nos amplifica, nos eleva. Y nos
hace servidores de tal don. Lo cual no entraña relativismos,
sino que la verdad nos obliga a un continuo camino de
profundización en su comprensión»[35].
Una aplicación concreta de esta pedagogía la encontramos en
un pasaje clave de un discurso suyo a las escuelas católicas,
que deben ser [p. 33/108] cualquier cosa menos escuelas de
«ideología». Declaraba Bergoglio: «De ningún modo deben
aspirar nuestras escuelas a formar un hegemónico ejército de
cristianos que conocerán todas las respuestas, sino que deben
ser el lugar donde todas las preguntas son acogidas, donde, a
la luz del Evangelio, se alienta justamente la búsqueda
personal y no se la obtura con murallas verbales, murallas que
son bastante débiles y que caen sin remedio poco tiempo
después. El desafío es mayor: pide hondura, pide atención a la
vida, pide sanar y liberar de ídolos»[36].
En este llamamiento se cifra una síntesis plena y madura de la
visión de Bergoglio. El camino de la búsqueda y de la pregunta
ayuda a formar una personalidad adulta, capaz de hacer
elecciones con discernimiento y de adherirse a la fe con plena
madurez.
No maltratar los límites
Una sexta columna del edificio educativo que Bergoglio ha
construido en sus años de episcopado argentino es una clara
conciencia de los límites. La dimensión de la inquietud y de
tender hacia más allá debe acompañar esta conciencia.
Hablando a los educadores en 2003, Bergoglio afirmaba la
exigencia de «crear a partir de lo existente» y, por tanto, sin
idealismos. Pero esto «supone también ser capaces de
reconocer las diferencias, los saberes previos, las expectativas
e incluso los límites de nuestros chicos y sus familias»[37]. Unos
años después subrayaba, más directamente, que «el
acompañamiento se resuelve en la paciencia, en la hypomoné,
que acompaña procesos sin maltratar los límites»[38].
Esta actitud de no maltratar o de «acariciar» los límites es otro
aspecto esencial de la pedagogía de Bergoglio. En su
exhortación apostólica Amoris laetitia (AL) —que puede y debe
leerse también como un texto de pedagogía—, el Papa afirma
que la ternura «se expresa, en particular, al dirigirse con
atención exquisita a los límites del otro, especialmente cuando
se presentan de manera evidente» (AL 323).