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Transmitir La Fe - Ii

Este documento habla sobre la importancia de transmitir la fe a los hijos de manera equilibrada y sistemática, uniendo el conocimiento con la virtud y enseñando a través del ejemplo. También explica que es necesario dedicar tiempo a los hijos y mostrarles la belleza de la fe y del amor a Cristo.
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Transmitir La Fe - Ii

Este documento habla sobre la importancia de transmitir la fe a los hijos de manera equilibrada y sistemática, uniendo el conocimiento con la virtud y enseñando a través del ejemplo. También explica que es necesario dedicar tiempo a los hijos y mostrarles la belleza de la fe y del amor a Cristo.
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TRANSMITIR LA FE (PARTE II)

Cuando se busca educar en la fe, no cabe separar la semilla de la doctrina


de la semilla de la piedad [1] : es preciso unir el conocimiento con la virtud,
la inteligencia con los afectos. En este campo, más que en muchos otros, los
padres y educadores deben velar por el crecimiento armónico de los hijos. No
bastan unas cuantas prácticas de piedad con un barniz de doctrina, ni una
doctrina que no fortalezca la convicción de dar el culto debido a Dios, de tratarle,
de vivir las exigencias del mensaje cristiano, de hacer apostolado. Es preciso que
la doctrina se haga vida, que se resuelva en determinaciones, que no sea algo
desligado del día a día, que desemboque en el compromiso, que lleve a amar a
Cristo y a los demás.
Elemento insustituible de la educación es el ejemplo concreto, el testimonio vivo
de los padres: rezar con los hijos (al levantarse, al acostarse, al bendecir las
comidas); dar la importancia debida al papel de la fe en el hogar (previendo la
participación en la Santa Misa durante las vacaciones o buscando lugares
adecuados –que no sean dispersivos– para veranear); enseñar de forma natural
a defender y transmitir su fe, a difundir el amor a Jesús. «Así, los padres calan
profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores
acontecimientos de la vida no lograrán borrar» [2] .
Es necesario dedicar tiempo a los hijos: el tiempo es vida [3] , y la vida –la de
Cristo que vive en el cristiano– es lo mejor que se les puede dar. Pasear, organizar
excursiones, hablar de sus preocupaciones, de sus conflictos: en la transmisión
de la fe, es preciso, sobre todo, “estar y rezar"; y si nos equivocamos, pedir perdón.
Por otro lado, los hijos también han de experimentar el perdón, que les lleva a
sentir que el amor que se les tiene es incondicional.

De profesión, padre

Explica Benedicto XVI que los más jóvenes, « desde que son pequeños, tienen
necesidad de Dios y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar
el valor de la oración y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el
mal. Acompañadles, por tanto, en la fe, desde la edad más tierna» [4] . Lograr en
los hijos la unidad entre lo que se cree y lo que se vive es un desafío que debe
afrontarse evitando la improvisación, y con cierta mentalidad profesional. La
educación en la fe debe ser equilibrada y sistemática. Se trata de transmitir un
mensaje de salvación, que afecta a toda la persona, y que debe arraigar en la
cabeza y el corazón de quien lo recibe: y esto, entre aquellos a quienes más
queremos. Está en juego la amistad que los hijos tengan con Jesucristo, tarea que
merece los mejores esfuerzos. Dios cuenta con nuestro interés por hacerles
asequible la doctrina, para darles su gracia y asentarse en sus almas; por eso, el
modo de comunicar no es algo añadido o secundario a la transmisión de la fe, sino
que pertenece a su misma dinámica.
Para ser un buen médico no es suficiente atender a unos pacientes: hay que
estudiar, leer, reflexionar, preguntar, investigar, asistir a congresos. Para ser
padres, hay que dedicar tiempo a examinarse sobre cómo mejorar en la propia
labor educadora. En nuestra vida familiar saber es importante, el saber hacer es
indispensable y el querer hacer es determinante. Puede no ser fácil, pero no cabe
auto-engañarse excusándose en las otras tareas que tenemos: conviene siempre
sacar unos minutos al día, o unas horas en periodos de vacaciones, para
dedicarlos a la propia formación pedagógica.
No faltan recursos que pueden ayudar a este perfeccionamiento: abundan los
libros, vídeos y portales de internet bien orientados en los que los padres
encontrarán ideas para educar mejor. Además, son especialmente eficaces los
cursos de Orientación Familiar, que no sólo transmiten un conocimiento, o unas
técnicas, sino que ayudan a recorrer el camino de la educación de los hijos y el de
la mejora personal, matrimonial y familiar. Conocer con más claridad las
características propias de la edad de los hijos, así como el ambiente en el que se
mueven sus coetáneos, forma parte del interés normal por saber qué piensan, qué
les mueve, qué les interpela. En definitiva, permite conocerlos, y eso facilita
educarlos de un modo más consciente y responsable.

Mostrar la belleza de la fe

Lograr que los hijos interioricen la fe requiere aprovechar las diferentes


situaciones de modo que adviertan la consonancia entre las razones humanas y
las sobrenaturales. Los padres y educadores deben, sí, proponer metas, pero
mostrando la belleza de la virtud y de una existencia cristiana plena. Conviene,
pues, abrir horizontes, sin limitarse a señalar lo que está prohibido o es
obligatorio. Si no fuera así, podríamos inducir a pensar que la fe es una dura y fría
normativa que coarta, o un código de pecados e imposiciones; nuestros hijos
acabarían fijándose sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en
cuenta la promesa de Jesús: "mi yugo es suave" [5] . Por el contrario, en
la educación debe estar muy presente que los mandamientos del Señor vigorizan
a la persona, la aúpan a un desarrollo más pleno: no son insensibles negaciones,
sino propuestas de acción para proteger y fomentar la vida, la confianza, la paz
en las relaciones familiares y sociales. Es intentar imitar a Jesús en el camino de
las bienaventuranzas.

Sería, por eso, un error asociar “motivos sobrenaturales" al cumplimiento de


encargos, o de tareas, o de “obligaciones" que les resultan costosas. No es bueno,
por ejemplo, abusar del recurso de pedir al niño que se tome la sopa como un
sacrificio para el Señor: dependiendo de su vida de piedad y de su edad, puede
resultar conveniente, pero hay que buscar otros motivos que le muevan. Dios no
puede ser el “antagonista" de los caprichos; más bien hay que intentar que no
tengan caprichos, y lleguen a estar en condiciones de alcanzar una vida feliz,
desasida, guiada por el amor a Dios y a los demás.
La familia cristiana transmite la belleza de la fe y del amor a Cristo, cuando se
vive en armonía familiar por caridad, sabiendo sonreír y olvidarse de las propias
preocupaciones para atender a los demás, a pasar por alto menudos roces
sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a
poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta
la convivencia diaria [6] .

Una vida orientada por el olvido propio es, en sí misma, un ideal atractivo para
una persona joven. Somos los educadores los que a veces no nos lo creemos del
todo, tal vez porque aún nos queda mucho que caminar. El secreto está en
relacionar los objetivos de la educación con motivos que nuestros interlocutores
entiendan y valoren: ayudar a los amigos, ser útiles o valientes… Cada chico
tendrá sus propias inquietudes, que haremos aparecer cuando se planteen por
qué vivir la castidad, la templanza, la laboriosidad, el desprendimiento; por qué
ser prudentes con internet, o por qué no conviene que pasen horas y horas ante
los videojuegos. Así, el mensaje cristiano será percibido en su racionalidad y en
su hermosura. Los hijos descubrirán a Dios no como un “instrumento" con el que
los padres logran pequeñas metas domésticas, sino como quien es: el Padre que
nos ama por encima de todas las cosas, y a quien hemos de querer y adorar; el
Creador del universo, al que debemos nuestra existencia; el Maestro bueno, el
Amigo que nunca defrauda, y al que no queremos ni podemos decepcionar.

Ayudarles a encontrar su camino

Pero sobre todo, educar en este campo es poner los medios para que los hijos
conviertan su entera existencia en un acto de adoración a Dios. Como enseña el
Concilio, «la criatura sin el Creador desaparece» [7] : en la adoración
encontramos el verdadero fundamento de la madurez personal: si las gentes no
adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la
historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza … [8] . Promover
esta actitud pasa necesariamente por que los chicos descubran en primera
persona la figura de Jesús; algo que puede fomentarse desde que son pequeños,
propiciando que aprendan a hablar personalmente con Él. ¿No es acaso hacer
oración con los hijos contarles cosas de Jesús y sus amigos, o entrar con ellos en
las escenas del Evangelio, a raíz de algún incidente cotidiano?
En el fondo, fomentar la piedad en los niños quiere decir facilitar que pongan el
corazón en Jesús, que le expliquen los sucesos buenos y los malos; que escuchen
la voz de la conciencia, en la que Dios mismo revela su voluntad, y que intenten
ponerla en práctica. Los niños adquieren estos hábitos casi como por ósmosis,
viendo cómo sus padres tratan al Señor, o lo tienen presente en su día a día. Pues
la fe, más que con contenidos o deberes, tiene que ver en primer término con una
persona, a la que asentimos sin reservas: nos confiamos. Si se pretende mostrar
cómo una Vida –la de Jesús– cambia la existencia del hombre, implicando todas
las facultades de la persona, es lógico que los hijos noten que, en primer lugar,
nos ha cambiado a nosotros. Ser buenos transmisores de la fe en Jesucristo
implica manifestar con nuestra vida nuestra adhesión a su Persona [9] . Ser un
buen padre es, en gran medida, ser un padre bueno, que lucha por ser santo: los
hijos lo ven, y pueden admirar ese esfuerzo e intentar imitarlo.

Los buenos padres desean que sus hijos alcancen la excelencia y sean felices en
todos los aspectos de la existencia: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo;
es lógico, por tanto, que deseen también que no se queden en la mediocridad
espiritual. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para
cada uno. El mejor servicio que se puede prestar a una persona –a un hijo de
modo muy especial– es apoyarla para que responda plenamente a su vocación
cristiana, y atine con lo que Dios quiere para él. Porque no se trata de una cuestión
accesoria, de la que depende sólo un poco más de felicidad, sino que afecta al
resultado global de su vida.

Descubrir cómo se concreta la propia llamada a la santidad es hallar la


piedrecita blanca, con un nombre nuevo que nadie conoce sino el que
lo recibe [10] : es el encuentro con la verdad sobre uno mismo que dota de
sentido a la existencia entera. La biografía de un hombre será distinta según la
generosidad con que afronte las distintas opciones que Dios le presentará: pero,
en todo caso, la felicidad propia y la de muchas otras personas dependerá de esas
respuestas.

Vocación de los hijos, vocación de los padres

La fe es por naturaleza un acto libre, que no se puede imponer, ni siquiera


indirectamente, mediante argumentos “irrefutables": creer es un don que hunde
sus raíces en el misterio de la gracia de Dios y la libre correspondencia humana.
Por eso, es natural que los padres cristianos recen por sus hijos, pidiendo que la
semilla de la fe que están sembrando en sus almas fructifique; con frecuencia, el
Espíritu Santo se servirá de ese afán para suscitar, en el seno de las familias
cristianas, vocaciones de muy diverso tipo, para el bien de la Iglesia.

Sin duda, la llamada del hijo puede suponer para los padres la entrega de planes
y proyectos muy queridos. Pero eso no es un simple imprevisto, pues forma parte
de la maravillosa vocación a la maternidad y a la paternidad. Podría decirse que
la llamada divina es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y, a
veces, puede ser mayor el mérito de estos últimos, elegidos por Dios para entregar
lo que más quieren, y hacerlo con alegría.
La vocación de un hijo se convierte así en un motivo de santo orgullo [11] ,
que lleva a los padres a secundarla con su oración y con su cariño. Así lo explicaba
el Beato Juan Pablo II: «Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros.
Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o
más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y
un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando
vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a
Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y
fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con
libertad» [12] .
Las decisiones de entrega a Dios germinan en el seno de una educación cristiana:
se podría decir que son como su culmen. La familia se convierte así, gracias a la
solicitud de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica [13] , donde el Espíritu
Santo promueve sus carismas. De este modo, la tarea educadora de los padres
trasciende la felicidad de los hijos, y llega a ser fuente de vida divina en ambientes
hasta entonces ajenos a Cristo.
A. Aguiló

[1] Forja, n. 918.


[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio , 22-XI-1981, n. 60.
[3] Surco , n. 963.
[4] Benedicto XVI, Discurso al congreso eclesial de la diócesis de Roma , 13-VI-
2011.
[5] Surco , n. 198.
[6] Es Cristo que pasa , n. 23.
[7] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes , n. 36.
[8] Mons. Javier Echevarría, Carta pastoral , 1-VI-2011
[9] Santo Tomás, S. Th. II-II , q. 11, a. 1: «dado que el que cree asiente a las
palabras de otro, parece que lo principal y como fin de cualquier acto de creer es
aquel en cuya aserción se cree; son, en cambio, secundarias las verdades a las que
se asiente creyendo en él».
[10] Ap , 2, 17.
[11] Forja , n. 17.
[12] Juan Pablo II, Homilía, 25-II-1981.
[13] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium , n. 11.

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