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Namby Pamby, Indiscreción Digresión

Este documento presenta un discurso del autor William Hamilton donde reflexiona sobre su estilo de escritura y su relación con el público lector. Hamilton sugiere que su público es más tolerante que el público alemán y que acepta su estilo más ornamental sin exigir profundidad de pensamiento. También discute su hábito de escribir sobre diversos temas y citar ideas de otros autores, y menciona brevemente a varios escritores notables.

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Namby Pamby, Indiscreción Digresión

Este documento presenta un discurso del autor William Hamilton donde reflexiona sobre su estilo de escritura y su relación con el público lector. Hamilton sugiere que su público es más tolerante que el público alemán y que acepta su estilo más ornamental sin exigir profundidad de pensamiento. También discute su hábito de escribir sobre diversos temas y citar ideas de otros autores, y menciona brevemente a varios escritores notables.

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NAMBY PAMBY

Al señor don Héctor C. Quesada

William Hamilton... Il raffine à l’excès. Pour dire


il pleut, il n’est pas de ceux qui se résignent à dire:
il pleut. Il n’aime pas qu’on le comprenne tout de
suite: il veut qu’on le devine. Il a la manie des
oracles: il parle en énigmes, il écrit en rébus.

Escribo ex profeso el título en inglés, y me limito a ponerlos a ustedes en autos


diciéndoles que lo mismo habría valido escribir: Insignificante.
Este público no es alemán (¡noticia fresca!).
Es un público cómodo.
¿Por qué no he de decir amable, tolerante, indulgente?
Este público —mi lector— no es como el público alemán, que a todo pregunta
“¿cuál es el objeto?”.
Es un público semifrancés, que se contenta con el oropel intelectual, sin exigir
mucha profundidad de pensamiento.
Solo así me explico yo que se haya apoderado de mí.
¿O creen ustedes que no me he dicho ya varias veces: “Mañana se acaba esto”?
—¿Acabar? —dice entre dientes mi secretario—. ¡Si es usted capaz de escribir
más que el Tostado! ¡Si es usted el Ahasverus de la pluma! “¡Anda!” es la sentencia de
aquel. “¡Escribe!” es la sentencia suya.
Y yo, al oírlo, me estremezco pensando si será cierto.
Así parece.
En medio de todo —y ya que he empezado en inglés—, no se dirá que soy un
penny-a-liner, un plumista de a tanto la línea.
Ni con mucho.
Ustedes ya saben lo que les tengo dicho: que mis libros los compro yo.
Luego, ¿quién puede disputarme el derecho de abordar todos los temas, sean
sustanciales o no?
Así, tanteando aquí y allá, alguna que otra verdad ha de destilar de mi pluma,
alguna que otra observación ha de quedar anotada.
Y, si por no explicarme convenientemente hoy día, en la hora presente, si por no
ver las cosas como son en realidad, resultaren ininteligibles, todo ello se explicará
mañana, cuando aparezcan los críticos —la crítica, mejor dicho, que no hay que confundir
con la censura.
Estoy tan lleno de textos en la cabeza que no recuerdo bien quién ha dicho que
para constituir un escritor no basta un hombre de talento, que se necesita además una
personalidad.
Pero como yo no pretendo ser un escritor, aunque escriba, ni ser una personalidad,
aunque sea persona, sino aprovechar un poco el tiempo para aburrirme menos de lo que
me aburro, sigo y seguiré conversando, que a nadie ofendo con ello, con el permiso de
ustedes... y el de la Academia, en la que no siempre entra el recipiendario, por méritos
retóricos ni literarios, sino lexicológicos... y a veces, ni por estos, según el insigne Valera
lo dice.
Mi franqueza, aunque tiene límites, es grande.
Recordarán ustedes que el otro día, cuando les hablaba del uso y del abuso de la
i, latina o griega —conjunción, según los gustos—, les decía que yo había cojeado de ese
pie.
Agregaba que había hecho el firme propósito de enmendarme, y, con tal motivo y
según mi costumbre, hice un poco de filosofía moral, a mi manera.
Se me quedó, sin embargo, en el tintero hacerles a ustedes una recomendación:
pedirles, a los que me lean, que tomen nota de mis vocablos favoritos, y que, de cuando
en cuando, me manden el cómputo de los predilectos.
Algo más, algo mucho más interesante que esto, para lo que llamaremos la
documentación literaria: el balance de lo mío y de lo ajeno, aunque en literatura sea ya
aforismo medio pasado en autoridad de cosa juzgada que cuando un hombre ha hecho sus
pruebas como escritor —original o no— “robar” a derecha e izquierda es poco delito en
él.
¿Por qué no leen ustedes, más bien —eso de “robar” suena mal—, que las ideas
no pertenecen al que las concibe, sino al que las pone donde caen bien?
Fíjense ustedes en que es muy distinto descubrir una mina y explotarla.
No digo que si ustedes se toman ese trabajo estén destinados a ser útiles al género
humano, ni a marcar siquiera una nueva etapa en el camino, tantas veces recorrido, de la
crítica sabia o científica sobre letras más o menos bellas.
Pero algo se entretendrán.
Y entreteniéndose, tendrán que colocarme en la categoría de sus acreedores, lo
cual será doblemente agradable; porque ustedes tendrán oportunidad de ejercitar el raro
sentimiento de la gratitud, y yo la satisfacción de reconocerlo.
Mi entidad puede parecerles ínfima de fijo. Prescindan entonces de ella; tómenlos
como objetivo a Mitre, a López, a Alberdi, a Sarmiento y a otros, que si hago la lista
entera y verdadera llegaría hasta completar un copioso diccionario de celebridades.
Y no los detenga el pensar que ese estudio, para darle un nombre cualquiera, sea
cosa baladí.
Se ha hecho sobre muchos grandes escritores y sobre algunos de menor cuantía.
Shakespeare parece haber sido el gran merodeador, dentro de los dominios del
pensamiento literario y popular, del prójimo.
Malone ha hecho laboriosos cálculos sobre sus numerosos “empréstitos”.
No hay, sin embargo, nadie más representativo, más humano, que el autor de
Hamlet.
¿Será por eso?
That is the question.
¿Saben ustedes hasta dónde ha alcanzado el espíritu de investigación y análisis?
Hasta no concederle la paternidad legítima sino de uno solo de sus dramas.
No hay nada más temible que la crítica trascendental, a no ser la calumnia
delicada.
Y causa maravilla que sus narices no hayan descubierto todavía —pues no han
descubierto que las de Shakespeare no eran las suyas propias— quién es el autor de Los
tres impostores, libro que metió tanto ruido en su época, ni más ni menos que las cartas
de Junius, envueltas, hasta la hora presente, en los limbos de toda clase de conjeturas
caprichosas.
Boisgobey, según la estadística de los que han tratado el menudo asunto palabras
y giros de frases peculiares a la índole de ciertos escritores, ha empleado cuarenta y tres
mil quinientos adverbios, los cuales han costado, siéndole pagados por editores y diarios,
13.020 francos.
Y los sustantivos almuerzo y comida, en la sola pieza del Padre pródigo, le han
producido a Alejandro Dumas (hijo) 317 francos.
En cuanto a Sarcey, que hace cinco lustros largos que escribe un folletín por
semana —yo soy un pigmeo al lado suyo—, con este solo comienzo de frase, de cuya
tiranía parece no puede librarse: “Algo como”, dicen —personalmente no he tomado la
medida— que podría construirse una escalera para llegar al techo de una casa de tres
pisos.
Todavía más.
Alexis Bouvier, que ha empleado millares de veces este modo de decir: “encendió
otro cigarro”, se ha hecho con él una renta considerable.
Finalmente, no hay folletinista, afirma la observación, que no pueda pagar su
sastre con lo que le producen sus pronombres posesivos, sus yo, sus mi, sus míos, sus
suyos, etc., etc.
El capítulo de los colores es interminable también.
Todo escritor tiene su color favorito: color de ojos, de pelo, de tez; color de la
aurora, del día, del crepúsculo, de la noche; color de las ideas, de los sueños, de las
esperanzas; hasta los hay incoloros, como a ustedes les consta.
Y no es chica suerte que generalmente ignoren la teoría de Newton sobre la
coloración de los cuerpos; si no, todos los días estarían haciéndonos ver lo contrario de
lo que vemos, y nos demostrarían matemáticamente que los hombres reflejan tal o cual
color, según las determinadas circunstancias en que se hallan.
De la mujer no hablemos: el color de las de nuestra raza es el del armiño; el blanco,
casi he dicho el color mitológico de Nmorina, porque, como se sabe, el blanco refleja
todos los colores.
Yo no me he entretenido conmigo mismo metódicamente.
Es trabajo que les dejo a los otros: estoy convencido de que es perder tiempo que
nos observemos.
Chassez le naturel, il revient au galop.
Por otra parte, ¿cuándo acabamos de conocernos? ¿En la hora del miedo, que es
la de la muerte?
Entonces, que me observen los otros y que fallen.
Pilatuna más o menos, lo que ha de ser será —aquí, o adonde vayamos...
Repito que no me he entretenido conmigo mismo; pero, eso sí, me he entretenido
con otros, y para aprovechar o matar el tiempo, hace veinticinco años que leo
indefectiblemente, en la Revista de Ambos Mundos, la crónica de la quincena.
Es sabido que la hace una mano maestra, un escritor que ha descrito la España
como pocos.
Describir bien la España es ser artista.
¡Hay tanto que ver allí, y tanto que decir, y tanto que meditar, cuando se
contemplan las torres de la catedral de Toledo o los minaretes de Generalife, sobre la
grandeza y la decadencia de los imperios!
¡El suelo de nuestros antepasados es, como la Italia, un vasto monumento
arqueológico, en medio de las bendiciones de una naturaleza de privilegio!
Pues bien (esta conjunción continuativa podría producirme a mí alguna renta), los
invito a ustedes a una inquisición, previniendo que no es plagio lo que voy a decir.1

1
Mi secretario ha hecho un cálculo que no deja de ser curioso. Dice (no se refiere a mis traducciones) que
lo escrito por mí (no incluye la prensa diaria) representa, por la parte más baja (no siendo muy entrecortada
mi forma habitual), doscientas mil líneas; y que si yo fuera inglés (un penny-a-liner) esto me habría valido
ya diecisiete mil quinientos chelines, o sean ochocientas setenta y cinco libras esterlinas, o sean cuatro mil
trescientos setenta y cinco pesos oro, o sean pesos 10.937,50, de curso legal, al cambio actual (250). Y que,
Tomen, es seguro, la colección de la Revista de Ambos Mundos de hace
veinticinco años, lean la crónica de la quincena, y a que casi sin solución de continuidad
no dejan ustedes de encontrar en ella, ubicada siempre en el parágrafo referente al estado
interior de Francia, una o más veces, la palabra incoherencia o incoherente —o en su
defecto equívoco o coyuntura.
Yo tengo ya ganadas varias apuestas sobre esto.
Maquinalmente, entre diversos aluviones de amigos, me he acercado al armario,
he tomado la Revista del 1º o del 15, y así como quien da la nota poniendo el dedo en la
tecla lo he puesto al tanteo sobre la palabra tachada.
Ergo, no es argumento contra un escritor que se repita —como se repite bodrio
indigesto— empleando con predilección determinadas palabras, o conceptos, o fórmulas,
o doctrinas, que no se puede batir el cobre sin martillar y mucho menos ser sugestivo sin
inculcar.
De lo nuevo siempre... ¡Caramba! Sería necesario ser un fénix.
No, basta con que un autor de buena voluntad produzca, aunque sea un penny-a-
liner.
Hacerse leer es toda la cuestión, y no andarle averiguando si para decir llueve es
de los que se resignan a decir sencillamente: llueve; ni si le gusta que lo entiendan de
golpe, o si quiere que lo adivinen, o si tiene la manía de los oráculos, o si habla
enigmáticamente, o en forma jeroglífica.
¿Estamos?
Beso la mano de ustedes.

[Sud-América, jueves 3 de julio de 1890]

como yo no he ganado hasta ahora un centavo con mis producciones (al contrario, tengo que comprarme a
mí mismo para regalar mis libros), no hago sino trabajar pour le roi de Prusse; que, por consiguiente,
padezco (desde que time is money) de una neurosis que él llama disipación literaria, por no decir libertinaje
de la pluma.
¿INDISCRECIÓN...?
¿DIGRESIÓN...?
Al señor don Epifanio Portela

Chaque auteur a son dictionnaire et sa manière.


Il s’affectionne à des mots d’un certain son, d’une
certaine couleur, d’une certaine forme, et à des
tournures de style, à des coupes de phrase où l’on
reconnaît sa main, et dont il s’est fait une
habitude. Il a, en quelque sorte, sa grammaire
particulière, sa prononciation, son genre, ses tics
et ses manies.
Joubert

Acabo de entrar y es tarde, más de media noche, y tengo que decir en mi descargo
que esta desviación de las buenas costumbres hay que imputársela a Julio A. Costa, en
cuya casa se encuentra uno siempre esclavizado por una exquisita amabilidad, sobre todo
los viernes, que es el día de su recibo habitual.
Me encuentro con lo de siempre, con montículos de libros, de folletos, de diarios,
de publicaciones diversas (a juzgar por lo que se imprime, la sabiduría humana debe ser
inmensa), de cartas del interior y del exterior.
Me pasa con las cartas...
A esto le llaman digresión...
Perfecto, si ustedes pueden decir lo que piensan de otra manera, declaro de plano
que, aunque la digresión sea conexa, siempre está de más.
Me pasa con las cartas, decía, lo que probablemente les pasa a ustedes también,
conozcan o no conozcan la letra del sobrescrito: que unas me son simpáticas, las otras,
antipáticas; que hay días que prefiero las abultadas a las delgadas, y viceversa, otros, solo
unas; y que, por regla general, las que leo primero no son las que me interesan, sino las
que están escritas con letra más clara.
De manera que insisto en esto: tener buena letra o escribir con claridad es un deber
que no lo puedo comparar sino a la conveniencia de hablar en términos inteligibles,
sencillos, claros, hasta cuando de ciencia se trate, si es posible.
Pues a pesar de ser tarde, seducido por la nitidez del sobrescrito o porque la
atracción está siempre en razón directa de la masa —la misiva de que se trata era muy
voluminosa, viniendo en papel de lujo, acartonado—, me la he leído, me la he tragado y
he redactado, mentalmente, lo que se está leyendo ahora, diciéndome: “La digestión
cerebral de su contenido se hará durante el sueño; mañana será otro día, y veremos si debo
o no contestarla confidencialmente, o hacer lo que estoy haciendo”.
Y antes de dormirme o de resolver hacerlo definitivamente, murmuré en voz alta,
dentro de las cuatro paredes de mi solitaria estancia, como quien planta jalones
intelectuales para el día siguiente: “Sarcey, Poe, Byron, digresiones, indiscreciones...”, y
no recuerdo más...
Este procedimiento mental, que no sé si ustedes lo emplean, a mí me deja una
impresión persistente en la memoria, no tan fuerte, pero parecida, a la que resulta de la
siguiente operación: yo escribo dictándome a mí mismo en la palma de la mano izquierda
con el índice de la mano derecha, verbigracia:
Cuyo 372.
No sé, estúdienlo ustedes, qué conexión nerviosa oculta habrá entre la palma de
la mano y el gran sensorio. Quizá ninguna. Pero lo que sí sé es que el recuerdo de lo que
no quiero olvidar no es tan fuerte si, en vez de hacer lo que acabo de explicar, me limito
a decir interiormente o en alta voz:
Cuyo 372.
El fenómeno proviene probablemente de que en el último caso hay tres
impresiones: la del oído, la de la vista, la del tacto.
Sea de esto lo que fuere, abandono el tema a la curiosidad de los fisiólogos,
capaces de entrar con provecho en estas honduras. El hecho es que esas cinco palabras
que anoche dije se me presentan ahora en fila, si no con la euritmia de una obra de arte
perfecta, en un orden que me domina, que me subyuga, que me obsedia; y que, quiera que
no quiera, y refiriéndome a la primera palabra “Sarcey”, no puedo dejar de exclamar como
este: “...mis lectores. Los tengo por amigos y me place conversar con ellos à cœur ouvert”.
Se los abro entonces de par en par (el corazón, bien entendido) para declararles
una cosa y comunicarles otra. Para declararles que no me creo indigno de tal honor —
¿ven ustedes la obsesión? Es lo mismo que ha dicho Sarcey, en los Anales políticos y
literarios, explicando extensamente por qué no presenta su candidatura a la Academia; y
comunicarles que Eduardo Sáenz me ha escrito una carta, la abultada, de que antes he
hablado, muy interesante, muy conceptuosa, muy linda para mi gusto (da testimonio de
mis buenas prendas), y que por esta última circunstancia no publico íntegra, burlando
quizá su expectativa.
Publíquela él, si quiere, y ya que está restablecido “de una afección que no hace
al caso”, guárdese bien de no obedecer esta consigna: seguir gozando de la mejor salud
que para mí deseo.
Me dice que tiene el hábito de representarse, por abstracción, a sus escritores
favoritos y me pone el ejemplo de Poe, cuyo nombre sufre en su espíritu la sustitución
mental siguiente: Eureka, Historias extraordinarias.
Y al ponerme el ejemplo se acuerda del hombre que dijo “el mal es comparable al
alcohol”.
Y puesto el ejemplo, es decir, establecida la regla, continúa: que la operación
psicológica se cumple en él con algunas excepciones.
Y una de esas excepciones soy yo.
Y he aquí como lo manifiesta: “Hay ciertos autores que no puedo referirlos a una
o más obras. Entre estos últimos figura Lucio V. Mansilla”.
Antes de proseguir, y repitiendo sus propias palabras, en otra forma, le diré a mi
joven amigo que siento mucho que, en vez de haber escrito una carta, no esté escribiendo
un juicio crítico, literario, y que ojalá llegue cuanto antes el momento de que se decida a
habérselas con el respetable público; el cual, si entiende todo lo que yo digo y lo que no
digo, debe ser muy ilustrado. (Son sus palabras).
Y dicho esto, le daré la explicación filosófica que se me ocurre en virtud de la
cual, o la razón del porqué, él hace de mí una excepción: es que a mí me conoce
físicamente, sin ignorar ninguno de mis antecedentes, en el pasado y en la actualidad, y
que yo valgo más que mis producciones, no siendo un borracho, a la inversa de Edgardo
Poe, que valía menos que sus libros. Y esto podría aplicarse a tantos otros, como a Juan
Jacobo, que era un... zonzo.
Los hombres como Julio César, bellos físicamente, bellos intelectualmente, bellos
en la acción, son raros, por no decir fenomenales.
“Byron” es la otra palabra anotada en mi memoria.
Allá voy...
Dice usted, Sáenz: “Pero... noto que lo estoy plagiando a más no poder con mis
digresiones, y usted ya sabe que la peor de las producciones vale más que el mejor de los
plagios”.
No estoy de acuerdo. Y en cuanto a eso de plagio, tout tant que nous sommes, así
como Dios nos ha hecho, cada cual de nosotros lleva dentro de sí mismo un fonógrafo de
las ideas, de las inspiraciones, de las frases, de los que nos han precedido en la luminosa
carrera del pensamiento.
Byron, decía, y continúo: me parece que usted se ha olvidado, al encontrarme
afinidades con él, de que el gran poeta perdió, como dicen los ingleses, su virginidad
parlamentaria en medio de aplausos. Yo no. Y este es un punto respecto del cual no me
considero juez imparcial o competente. ¿Me creerá usted? Todavía no sé si la oratoria
sirve para convencer a los demás o para convencerse a sí mismo.
He de hacer sobre esto un estudio con un apéndice, o secuela, que condene a los
entusiastas por más de cuatro oradores, a leer de día, sin dormirse, sus discursos
estereotipados.
Y hemos llegado, como se ve, a la cuarta palabra, “digresiones”.
¿Quieren ustedes hacerme el favor de decirme si lo que hemos hecho entre ustedes
y yo —yo los considero mis cómplices en todo esto, o es falso que ustedes me leen—,
quieren ustedes decirme si esto tiene otro nombre? ¿Y qué me van a decir? Tienen que
decirme que así es. Y si así es, ¿no es cierto que es deficiente la definición que de ello da
el diccionario, por más que diga que digresión viene del latín degredi, alejarse?
Pero si yo no me alejo; al contrario, si me estoy acercando, si estoy llegando
adonde quería; si anoche, cuando recibí la carta que todo esto ha motivado, lo que se me
ocurrió es lo que ya les voy a decir a ustedes.
Y aquí hallo, porque viene como pedrada en ojo de boticario, que es juiciosísima
la observación de Bayle:
“Que a veces es un defecto no hacer digresiones, que hay que hacerlas, de vez en
cuando, y que sirven en cierto modo como de descanso. Se necesita un poco de variedad
en todas las obras de ingenio, y se observa que los escritores más regulares no son los que
se hacen leer con más agrado. Siguiendo siempre la línea recta, no permitiéndose ningún
desvío, no deteniéndose en ningún incidente, se yerra algunas veces, apartándose del
objetivo. Se han guardado escrupulosamente las reglas, pero en cambio no se ofrece más
que tiesura, sequedad, desnudez; es uno uniforme a fuerza de regularidad. Por otra parte,
hay ciertas obras que solo se sostienen debido a las digresiones, que tienen necesidad de
ellas y que las reciben naturalmente: estas son, principalmente, las misceláneas, las
memorias, los ensayos y otros libros que no podrían someterse a un plan muy regular.
Procúrese poner método en los Ensayos de Montaigne, suprímanse todas las digresiones,
y se le habrán quitado a ese libro sus principales atractivos; no quedando en cambio más
que la Sabiduría de Charron”.
La obra más filosófica de Shakespeare, la que tiene el sello más personal de su
temperamento —ese cuasi tratado de nigromancia, como alguien lo ha llamado, que trata
de todo, hasta de política, siendo Caliban en la ficción fantástica el “pueblo” nacido de
una hechicera, la “naturaleza”—, no es más que una serie interminable de digresiones
relacionadas, hasta que, desengañado, el “hijo de las sombras” se convence de que
Estéfano no es Dios, sino un borracho.
Ergo, las digresiones, y como dice Champagnac, recordando a Swift, le nom ne
fait rien à la chose, tienen que ser la esencia de lo que se contiene en el título, o esta no
es causerie.
Que no sea divertida, eso es otra cosa. Sostengo que en todo caso soy mucho más
inocuo, a pesar de ser un escéptico optimista (no puedo definirme sino mediante una
antítesis), que una página de Ohnet..., cuyas novelas ustedes dejan por ahí... respetables
padres de familia.
Ahora, en cuanto a que sea “discreto”, sean ustedes el tribunal que falle,
absolviéndome o condenándome, por más que todo lo dicho no hayan sido sino rodeos
para revelar un nombre —el de un culpable, el nombre de un observador de buen gusto,
fino, penetrante, ameno, de formas elegantes, que sabiendo que la literatura está a la moda
no se resuelve a hacerla sino tímidamente, bajo el anónimo.
¿Saben ustedes a quién me estoy refiriendo?
A un señor curioso2 que, en mis palotadas a Eduardo Sáenz, con este epígrafe,
“Impaciencia y curiosidad”, contribuyó eficazmente a que ustedes me leyeran con su
mezclilla de gusto y atención.
Se llama:
Juan Agustín García (hijo).
Y yo, su atento s.s., al darle aquí públicamente las gracias, se los presento a ustedes
sin antifaz y le ordeno que escriba, que él no está, como diría el eximio maestro, en el
caso de los que tienen pluma y no tienen tinta. El tiene todo, pluma y tinta, papel,
materia... y esto, finalmente, lo más escaso: estilo... como quien no dice nada.

FINIS

¿Por qué esta juventud tan brillante con la que me codeo a cada paso, que siente,
que piensa, que vive, que aspira, que ama... las mujeres, la fortuna, la gloria..., que se
desarrolla intelectualmente, siguiendo ansiosa el movimiento de nuestros progresos,
materiales... como una fatalidad..., por qué no hace un poco de arte por el arte, que bien
pensado es honra y provecho, en vez de abandonar el campo por completo a la literatura
de comercio extranjera?
No han pasado 37 años desde que se despejaron las tinieblas... ¡Y qué!, habiendo
durante ellos multiplicado, con incesante afán, las escuelas, los colegios, dotado todas las
facultades de nuevas cátedras, centuplicado el presupuesto de la instrucción pública, ¿se
atreverían a exclamar, como el esclavo, cuando le recuerdan que le han enseñado a hablar:
“No he sacado de ello más provecho que saber maldecir”?
No, a fe: eso sería rebelarse como el mismo Caliban.
Traduzcan ustedes a Eduardo Gutiérrez en francés, y verán que supera a más de
cuatro escritos en esa lengua si se les traduce al español.
¿Qué temen, si no es pereza lo que los detiene?
¿La crítica?
Sostengo que es útil, y aun me atrevería a afirmar que es necesaria hasta la envidia.
Yo les digo como le dijeron al inimitable autor de Les Précieuses: “Courage,
Molière”.

[Sud-América, martes 17 de diciembre de 1889]

2
Véase la causerie del jueves 5 de noviembre de 1889.

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