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Notas Sobre Cambaceres (Pastormerlo)

Este documento resume la evolución del género novela en la literatura argentina a través de las cuatro novelas de Eugenio Cambaceres publicadas entre 1882 y 1887. Explica que estas novelas marcaron el progreso del autor en el dominio del género y su transición de hablar de sí mismo a crear personajes de ficción. También analiza el estado incipiente de la novela como género en la Argentina de la década de 1880, cuando comenzó a popularizarse y a ser considerado un desafío para los escritores del momento.

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Notas Sobre Cambaceres (Pastormerlo)

Este documento resume la evolución del género novela en la literatura argentina a través de las cuatro novelas de Eugenio Cambaceres publicadas entre 1882 y 1887. Explica que estas novelas marcaron el progreso del autor en el dominio del género y su transición de hablar de sí mismo a crear personajes de ficción. También analiza el estado incipiente de la novela como género en la Argentina de la década de 1880, cuando comenzó a popularizarse y a ser considerado un desafío para los escritores del momento.

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Notas sobre Cambaceres

Lealtad, conciencia, amistad, deber, el edificio


entero sacudido, crujió y se vino al suelo.
Música sentimental

Sobre la historia del género novela en la literatura argentina


Potpourri (1882), Música sentimental (1884), Sin rumbo (1885), En la sangre (1887).
Las cuatro novelas de Cambaceres, puestas en serie, cuentan el aprendizaje del género
novela en la literatura argentina. Potpourri quedó enseguida asociada al naturalismo
simplemente porque, lo mismo que L’assommoir (1876-1877) y Nana (1879-1880),
resultó escandalosa. En su modo de representación, tan esquemático, Potpourri no se
parecía en nada a las novelas de Zola. Ni siquiera se veía, en realidad, como una novela
—según las formas diversas pero convergentes que permitían pensar la novela europea
del siglo XIX, con todas sus tradiciones y variaciones, como un género. Música
sentimental, como lo advirtió Cané, suponía un “progreso inmenso sobre el primer
libro”1: el narrador ya no era un causer que contaba una historia demasiado simple y
digresiva. En Sin rumbo, Cambaceres pasó a usar la tercera persona. Pero Andrés, el
protagonista, volvía a ser, como en las dos primeras novelas, un alter ego evidentemente
cercano al autor. Solo en su última novela consiguió Cambaceres dejar de hablar de sí
mismo. En la sangre parece otra confirmación de aquella tesis de Piglia: la clase se cuenta
a sí misma a través de la autobiografía, el gran género de la literatura argentina
decimonónica, y cuenta al otro a través de la ficción.2

En 1882, en la iniciación de Cambaceres, incluso la palabra misma “novela” tenía


significados todavía inestables. A principios de la década de 1880 todavía no se sabía si
era mejor usar “novela” o “romance”. De hecho, el primer Cambaceres todavía escribe
“romance” en lugar de “novela”. Ernesto Quesada, en 1881, eligió “romancista”, y en una
nota al pie agregó:

Me encuentro verdaderamente perplejo al usar esta palabra. El idioma español


no tiene término equivalente a la palabra roman. Romance solo tiene dos
acepciones: o la de cierto género poético, o la de equivalente a la lengua
castellana. Novela seria la traducción más exacta, ¿pero cómo hacer entonces
la finísima diferencia de las literaturas alemana, francesa e inglesa, entre
roman y nouvelle? Dificultad es esta que aún no he podido resolver. Seguiré,
entre tanto, empleando el término novela como equivalente de roman, aunque
lo encuentre altamente impropio.3

1
“Un progreso inmenso sobre el primer libro. Del Pot-pourri podrá decirse que era la obra ligera de un hombre
de mundo, escéptico, indiferente a las reglas del arte literario hasta el exceso, incorrecto, deshilvanado, pero
lleno de talento. La Música sentimental es de un escritor hecho y formado. Jamás he visto un progreso
semejante de un volumen a otro. Parece que en el primero buscara su vía y en el segundo la hubiera
encontrado”. Miguel Cané, “Música sentimental”, en Sud América, Buenos Aires, 30 de septiembre de 1884.
2
Ricardo Piglia, “Echeverría y el lugar de la ficción”, en La Argentina en pedazos, Buenos Aires, Ediciones
de la Urraca / Colección Fierro, 1993, p. 9.
3
Ernesto Quesada, “Revista europea. Parte literaria”, en Nueva Revista de Buenos Aires, Buenos Aires, mayo
de 1881, p. 278.
El joven Quesada acababa de volver de Europa y es posible que la “finísima diferencia”,
con su distinción, lo haya decidido a redactar la nota. Como sea, a comienzos de la década
de 1880 la novela era un género sin suficiente pasado y cuyo mismo nombre estaba en
duda. La historia de las narraciones ficcionales en prosa hasta 1880, según catálogos como
el de Lichtblau pero también según las opiniones de los contemporáneos, no distinguía
entre cuento, nouvelle y novela.

En 1877 Miguel Cané ensayó, con cierto alarde de honestidad intelectual, una
reivindicación de la novela, “tan despreciada por todos aquellos que son incapaces de
concebirla, aunque ocupen elevado puesto en el mundo del espíritu”.4 La observación
capta con precisión el lugar ambiguo que ocupaba la novela: su todavía dudoso prestigio
y su ya seguro ascenso como género dominante. La novela había pasado a ser una especie
de desafío, como terminó de verse a mediados de la década cuando Lucio López (La gran
aldea, 1884), Paul Groussac (Fruto vedado, 1884), Antonio Argerich (Inocentes o
culpables, 1884), Martín García Mérou (Ley social, 1885), sin ser novelistas, publicaron
sus novelas. También Cané intentó en 1884 escribir una novela y la dejó inconclusa.5
Todo sucedía como si los escritores o letrados dominantes de entonces hubieran creído
necesario probarse en el género para revalidar sus títulos literarios. En una carta de
diciembre de 1883 Cambaceres le escribe a Cané: “¿Prefiere un género más ligero?
Escriba romances y haga naturalismo: mal que le pese, ahí le duele”.6 La novela es ambas
cosas a la vez: un “género ligero” y un desafío del que no es seguro que un hombre de
letras como Cané salga airoso.

También en 1884 Ernesto Quesada escribió:

Concordes están todos los autores en colocar a la novela en el primer rango


entre las variadas producciones de la literatura moderna. Desdeñada hasta
ahora por los mismos mentores del arte literario, vista de reojo por mucho
tiempo en las familias honestas, la novela, sin embargo, es actualmente el más
perfecto y acabado de los géneros de la literatura.
Por esa razón, quizá, sólo se ufanan de tener grandes novelistas los pueblos
que poseen literatura gloriosa ya, y cuya civilización ha alcanzado
extraordinario desenvolvimiento.
La literatura argentina, salvo raras excepciones, ha ofrecido el curioso
fenómeno de carecer casi por completo de novelistas.7

¿Por qué la literatura argentina era una literatura sin novelas? “Durante los siglos XVI,
XVII y XVIII”, escribía Rojas en su Historia, “no he podido encontrar una sola novela”.
Rojas buscaba los motivos de esa perfecta ausencia “en las Leyes de Indias, cuyas
disposiciones prohibieron la migración a América de ‘historias fingidas’”.8 A la falta de
novelas durante el período colonial, siguió un siglo XIX que, pese a ser el siglo de la

4
Miguel Cané, “Después de una lectura”, en Charlas literarias, Sceaux, Imprenta Charaire e hijo, 1885, p.
226.
5
De ese intento quedaron tres capítulos (“En el fondo del río”, “De cepa criolla” y “A las cuchillas”) que
fueron recogidos muchos años después en Prosa ligera (1903). Al publicarlos, Cané aclaró que “formaban
parte de un estudio de nuestra sociabilidad que empecé a escribir en 1884”.
6
Claude Cymerman, Eugenio Cambaceres por él mismo (cinco cartas inéditas del autor de Potpourri), Buenos
Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1971.
7
Ernesto Quesada, “Carlos Monsalve”, en Reseñas y críticas, Buenos Aires, Lajouane, 1893, p. 163
8
Ricardo Rojas, “Formación del género novelesco”, en Historia de la literatura argentina, Los modernos,
tomo II, Buenos Aires, Kraft, p. 377.
novela, apenas las produjo. La historia del género cambió a partir de 1880. El catálogo de
Lichtblau contaba 9 novelas en la primera mitad del XIX; 22 en la década de 1850; 17 en
la década de 1860; 14 en la década de 1870; 106 en la década de 1880; 48 en la última
década.9 Los años 1880s, como se ve, fueron los años de la novela. Fue la década de
Cambaceres y de Eduardo Gutiérrez, también de Carlos María Ocantos y de Julio Llanos.
Fue también la década en que los diarios porteños terminaron de descubrir las virtudes
del género y del zócalo del folletín. Manuel Gálvez, treinta años después, pudo todavía
imaginarse, con buenas razones, como el primer novelista, el fundador tardío de la
“novela nacional”.

Autobiografía y novela
En la introducción a Juvenilia Cané deslizó una confesión sobre sus propias competencias
literarias que no dejó de llamar la atención de algunos de sus íntimos lectores
contemporáneos: “Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la
impersonalidad”. Y en su ensayo de ese mismo año sobre “David Copperfield” escribió
que lo que admiraba en su tan admirado Dickens era “la impersonalidad absoluta del
escritor”.10 La impersonalidad era lo que le había permitido a Dickens ser Shakespeare,
es decir, multiplicarse en tantos personajes distintos. Pero el valor (literario, social) de la
falta de impersonalidad era extremadamente ambiguo. Cané bien podía lamentar sus
dificultades puramente literarias para dejar de escribir siempre, aunque bajo las formas
variadas del recuerdo, la crónica, la lectura, el viaje o la conversación, sobre sí mismo.
Sin embargo, poseer un estilo y estar privado de esa privación, la impersonalidad, eran
también dones inestimables. En la sociedad letrada de la década de 1880, amante de las
alusiones y los chismes con adivinanza, fue una vanidad posible y relativamente común
publicar en la prensa artículos sin firma para ser, no obstante, reconocido.

Según Cymerman, Cambaceres reprodujo en Sin rumbo una episodio de su vida galante
en 1876. En mayo de ese año la soprano Emma Wiziak, contratada por el empresario
Ferrari, debutó en el Colón con La Africana de Verdi. Cambaceres tuvo una relación con
la cantante, su marido lo habría desafiado y finalmente regresado a Europa, mientras la
cantante se quedaba para cumplir su contrato. El escándalo fue cubierto día a día por El
Porteño.11 En Sin rumbo, la situación vuelve a suceder en el Colón, con el empresario
Solari, en una representación de Aída: Andrés seduce a la Amorini, desafía a su marido,
el conde Gorrini, que termina retirándose a Río de Janeiro. Guadagno es el tenor
Francesco Tamagno; Solari es el empresario Ferrari; Amorini es Wiziak. Cambaceres
invierte el desafío: es Andrés, el seductor de mujeres casadas (un anticipo de Roberto de
las Carreras), el que desafía al marido engañado que no puede sino alejarse, como
expulsado del país. Es el año en que Cambaceres renuncia a la política. En febrero de
1877 vende sus acciones del diario El Nacional. Cambaceres era por entonces el “jefe
incontestado” del Colón, como lo llamó Cané.12 Un “Don Juan de bambalinas”, como lo
llamó Groussac.

9
Myron Lichtblau, The Argentine Novel in the XIXth Century, New York, Hispanic Institute in the United
States, 1957, pp. 207-214.
10
Miguel Cané, “David Copperfield”, en Charlas Literarias, Sceaux, Imprenta de Charaire, 1885.
11
Claude Cymerman, La obra política y literaria de Eugenio Cambaceres (1843-1889): del progresismo al
conservadurismo, Buenos Aires, Corregidor, pp. 100-102.
12
Miguel Cané, “La primera de ‘Don Juan’ en Buenos Aires”, en Prosa ligera, Buenos Aires, Vaccaro, “La
Cultura Argentina”, 1919, p. 89
Sabemos muy poco de Cambaceres. Escribió nada menos que cuatro novelas, una tras
otra, en el momento de la emergencia del género. Y por eso es el primer “novelista
moderno”. Pero, fuera de sus novelas, no dejó casi nada: una crónica musical, una reseña
a la novela de García Mérou. Abandonó enseguida la política, y solo se conservan un par
de discursos en el congreso. A diferencia de Lucio Mansilla o Miguel Cané, no participó
en sociedades literarias. A diferencia de Mansilla, no se probó como autor de teatro. Junto
a Cané, integró un par de comisiones de sociedades de protección al teatro. Solo quedaron
dos fotografías de Cambaceres. No conocemos su biblioteca. Pese a ser, según Cané, el
“jefe incontestado” del Colón, es decir, un sujeto en lo más alto de la alta sociedad porteña
que había comenzado a imaginarse aristocrática o high life, supo mantenerse al margen,
en las “filas de la pasiva”. Con sus largas temporadas en Europa y su ocio estrictamente
improductivo, Eugenio Cambaceres, a diferencia de su hermano Antonino, apenas dejó
huellas en la cultura letrada, en los libros y en la prensa. Hasta que en 1882, con Potpourri,
salió de ese silencio con un “éxito ruidoso” que, como lo advirtieron enseguida los más
atentos lectores contemporáneos, era el primero. Con Potpourri, se inventaron o
terminaron de inventarse el escándalo literario y el éxito de escándalo en la literatura
argentina.

Casi todo lo que sabemos de Cambaceres procede de sus novelas. Cambaceres escribe
Potpourri desde el anonimato, pero exhibiéndose desde el principio de la novela. Esta es
otra primera vez: allí surgía una nueva voz que, siguiendo cierto ideal literario de
confesión, se retrataba a sí mismo, en la tradición reciente de “mi corazón al desnudo”
(Poe, Baudelaire). Y se definía, sin vanidad pero también sin decoro, como un fracasado,
un inútil, un inadaptado: “No hay vuelta que darle por más que chille el amor propio: soy
un hombre completamente raté”. El prólogo a la tercera edición amplía este inicio
confesional y, en respuesta a los ataques recibidos, termina de construir para sí un lugar
marginal (“se arrincona, por lo pronto, aunque sea en algún ángulo de la pared, de los que
la indecencia pública suele convertir en meaderos”), un “mundo aparte”, en las “filas de
la pasiva”, desde el cual observar y criticar despiadadamente el mundo.

El momento autobiográfico pleno de Cambaceres sucede en las primeras páginas de


Potpourri. En el otro extremo, en su última novela, termina por escribir sobre el hijo de
un inmigrante italiano nacido en la miseria que recorre un camino de ascenso social
percibido por las clases dominantes como una amenaza. Genaro Piazza, el advenedizo
que trajo a la literatura argentina el tópico de la simulación (que poco después resultaría
tan fecundo para José María Ramos Mejía y José Ingenieros), era por supuesto su Otro.
Y lo era también porque Cambaceres, en Potpourri, había pretendido ser un simulador al
revés, una inversión (cínica) del hipócrita: “El que bajo un guante de hierro esconde una
mano abierta, y detrás de un pecho de piedra, un corazón que responde al grito austero
del deber”. La fachada y el interior, el afuera y el adentro es, como lo advirtió
tempranamente Jitrik, una clave de lectura inevitable.13

Una literatura sin géneros


La literatura argentina del siglo XIX, marginal, es una literatura de géneros monstruosos,
singulares, únicos, nuevos. Como el Facundo y los Viajes de Sarmiento. Como el género
gauchesco. Como las causeries de Mansilla. Sarmiento aprueba con satisfacción y hasta
con vanidad los géneros monstruosos de sus libros, pecados que el romanticismo sabe
perdonar. Como dirá mucho después Todorov, los géneros pertenecen a la literatura de

Noé Jitrik, “Cambaceres: adentro y afuera”, en Ensayos y estudios de literatura argentina, Buenos Aires,
13

Galerna, 1970.
masas, mientras que en la literatura, en la verdadera literatura, cada gran autor crea su
propio género.14 Sarmiento no quiere corregir el Facundo, prefiere que sea un libro
bárbaro, sin freno, sin sujeción a reglas. Y los Viajes son, como las cartas, el paraíso de
una literatura sin géneros, o de géneros monstruosos.

He escrito, pues, k (porque no sabría como clasificarlo de otro modo),


obedeciendo a instintos y a impulsos que vienen de adentro, y que a veces la
razón misma no es parte a refrenar.15

Potpourri solo sería un ejemplo más de la distancia que la literatura argentina del XIX
mantuvo respecto de los géneros de las literaturas europeas. Es otro libro sin género, o
cuyo género, de autor, está formado por un único texto.

Sin rumbo como novela decadente


Sin rumbo, contemporánea de À rebours (1884), es quizá una novela del decadentismo
antes que del naturalismo. Andrés se va al campo por las mismas o muy parecidas razones
que Des Esseintes se retiraba a una casa de campo: “…empezó a soñar en una refinada
Tebaida, una confortable ermita en el desierto, un arca resguardada en tierra firme, donde
pudiera refugiarse del incesante diluvio de la estupidez humana”.16 Así como en
Potpourri un libro de Paul de Kock, El cornudo, anuncia desde el principio la historia que
va a ser contada, en Sin rumbo es la lectura de un libro de Schopenhauer, su “maestro
predilecto”, la que en el comienzo adelanta el suicidio del final. Schopenhauer había
comenzado a circular en el Río de la Plata tempranamente, por 1880, al mismo tiempo
que se convertía en una lectura de moda en Europa. Andrés es una víctima del “mal del
siglo”, pero su desilusión, su pesimismo, su misantropía se dejan quizá resumir más
precisamente en otra palabra de época, “nihilismo”.

El moralista escéptico
Jorge Panesi define al protagonista de Potpourri y Música sentimental como un
“cuarentón cínico y baqueteado”, un “cuarentón nihilista y mundano”. También lo llama
un “moralista equívoco”. Estas descripciones podrían extenderse al protagonista de Sin
rumbo. En principio resulta ya curioso que el alter ego de Cambaceres, que está de vuelta
de todo, que ha perdido todas las ilusiones, que mira el mundo social sin ningún
optimismo, que es un descreído, un cínico y hasta un nihilista, pueda ser también un
“moralista”. Se diría que, para ser quien dice ser, alguien que ya no cree en nada y, por lo
tanto, nada lo escandaliza, le sobran sus muchas “preocupaciones” morales. En este
punto, Cambaceres difiere notablemente de Lucio Mansilla, la otra figura ejemplar del
gentleman o dandi mundano. A Mansilla, tan felizmente despreocupado, lo asombraban
las excesivas “preocupaciones” (el término funcionaba también como equivalente a
“prejuicios”) morales de la sociedad.

Pero, además, este moralista es un moralista “equívoco”, inseguro de sus propios valores.
Sus convicciones democráticas y republicanas, por ejemplo, resultan dudosas —como ve
en el episodio con el campesino nuevo rico en Potpourri. Sus vacilaciones resultan
especialmente visibles cuando el tema en cuestión es la mujer, que está pasando a ocupar
otro lugar en un mundo “en que todo anda revuelto, cuando las mujeres se hacen hombres,

14
Tzvetan Todorov, “Typologie du roman policier”, en Poétique de la prose, Paris, Du Seuil, 1966.
15
Domingo F. Sarmiento, “Prólogo” a Viajes, Buenos Aires, Colección Archivos, 1993.
16
J.-K. Huysmans, Contra natura, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 38.
los viejos muchachos, locos los cuerdos y la noche día”. En principio, el narrador de
Potpourri cree en la igualdad entre mujeres y hombres:

El hombre es como el caballo: necesita, de vez en cuando, agarrar el campo por


suyo, alzar la cola, retozar y revolcarse aunque sea en el barro, si no tiene arena a
mano.
Si el hombre es como el caballo, naturalmente la mujer tendría que ser como la
yegua.
¿Qué dirías si tu mujer razonara como tú?

Y lamenta la educación que las mujeres reciben en el Río de la Plata, que reproduce la
dominación masculina (“… hueca, superficial e ignorante como la inmensa mayoría de
las mujeres argentinas, cuya inteligencia es un verdadero matorral, merced a la tierna y
ejemplar solicitud de nuestros padres de familia”). Los titubeos de este moralista sobre la
situación de la mujer se intensifican en Sin rumbo cuando Andrés tiene una hija:

Pensaba en la triste condición de la mujer, marcada al nacer por el dedo de la


fatalidad, débil de espíritu y de cuerpo, inferior al hombre en la escala de los seres,
dominada por él, relegada por la esencia misma de su naturaleza al segundo plan
de la existencia.

Andrés imagina para su hija Andrea una educación europea, pero también un mundo
oriental en el que las mujeres viven “libres de la carga de su propia libertad”.

Si en Potpourri pudo Cambaceres poner en duda los valores de su propia clase, en Música
sentimental y en Sin rumbo la crítica llega a volverse contra sí mismo:

¿En qué estribaba, entonces, mi orgullo y mi soberbia, a qué ese sentimiento


altanero de menosprecio hacia los otros, a qué ese encierro de mi yo en los míos,
a qué el círculo estrecho de elegidos de donde no habían salido jamás mis
afecciones, las afinidades íntimas de mi alma, en el que había vivido siempre,
pegado como una concha a su tosca, porque solo en él encontraba a los que creía
mis iguales?
¿Mis iguales?
¿Mis iguales eran todos ahora, era cualquiera. Contagiado, manchado yo también,
podía tenderles la mano y confundirme con ellos en un abrazo común.17

En Cambaceres, por lo tanto, todo queda en duda, y la degradación general alcanza


también al autor-narrador-protagonista de sus primeras tres novelas. El amor es “un torpe
llamado de los sentidos”; la amistad, “una ruin explotación”; el patriotismo, “un oficio o
un rezago de la barbarie”; la generosidad, la abnegación, el sacrificio, “una quimera o un
desamor monstruoso de sí mismo”. En ese mundo en ruinas por efecto de “la corriente
destructora de su siglo”, “minada el alma por la zapa de los grandes demoledores
humanos”, en medio de “la glacial y terrible ‘nada’ de las doctrinas nuevas”, Cambaceres

17
En Sin Rumbo (III): “Seco, estragado, sin fe, muerto el corazón, yerta el alma, harto de la ciencia de la
vida, de ese agregado de bajezas: el hombre, con el arsenal de un inmenso desprecio por los otros, por él
mismo, en qué habría venido a parar, qué era al fin?
Nada, nadie ...
Qué antecedentes, qué títulos tenía a la consideración de los otros, al aprecio de él mismo?”.
pasea el desasosiego de quien cree haber perdido todas las creencias y sin embargo no
consigue desprenderse de la vieja moral. En este punto, Sin rumbo es la novela que mejor
condensa las contradicciones. Del campo a la ciudad, de la ciudad al campo. Mucho más
que una “huida al campo”, Sin rumbo es una huida de todo lugar, las idas y vueltas de la
ansiedad de un escéptico que es también un moralista.

En la sangre, en el nombre
En el capítulo IX de En la sangre, el adolescente Genaro con algunos compañeros de
estudios (estudios preparatorios para la Universidad) faltan a clase y salen a recorrer la
ciudad. En las calles del mercado, un pescador reconoce a Genaro:

Che, tachero, ¿cómo estás, cómo te va? Pucha que has pelechau, hombre, que
andás paquete!
Y como afectando hacerse el desentendido, tratara Genaro de alejarse,
fingiese no comprender que era dirigido a él el saludo.
¿Qué ya no me conoces, que no sabes quién soy yo?… Será lo que andás de
casaca y te juntas con ricos, que has perdido la memoria… Guarde los pesos,
amigo, y salude a los pobres, … insistió el hombre en tono de zumba […]

Es el momento de la novela en que el origen de Genaro, el nombre de su padre, el


sobrenombre, queda revelado. Los compañeros pasan a saber que Genaro es el hijo del
tachero:

Y le llamaron tachero, al separarse, gritando, haciendo farsa de él sus


compañeros, y tachero le pusieron desde entonces. El tachero le quedó de
sobrenombre.

Así termina el capítulo IX. El capítulo siguiente nos dice que ese episodio provocó un
profundo cambio en Genaro, “removiendo todos los gérmenes malsanos que fermentaban
en él”:

Y víctima de las sugestiones imperiosas de la sangre, de la irresistible


influencia hereditaria, del patrimonio de la raza que fatalmente con la vida, al
ver la luz, le fuera transmitido, las malas, las bajas pasiones de la humanidad
hicieron de pronto explosión en su alma.

Es la primera vez que la novela cita su propio título y encuentra la ocasión de poner a
prueba su tesis sobre los males que se llevan en la sangre. La explicitación de la tesis
sobre la influencia hereditaria, que también por vez primera aparece en Cambaceres y
permite vincular su última novela con el naturalismo de Zola, está marcada por la
insistencia o la redundancia: “imperiosa”, “irresistible”, “fatal”. ¿El mal está en la sangre
o en el nombre de Genaro? La novela reúne las dos herencias, y es la herencia del
(sobre)nombre (del padre) la que activa la herencia biológica. A partir de ese punto, la
novela sostiene, ambigua, aparentemente desprevenida, atenta a lo que dice (en la sangre)
pero distraída de lo que cuenta (en el nombre), ambas determinaciones.

No sabemos el apellido de Máxima, sino solo su nombre de pila. Pero Genaro conoce ese
apellido: “Sabía Genaro quién era, de nombre, un nombre de todos conocido, mil veces
lo había oído pronunciar”. E, inversamente, cuando el padre de Máxima recibe la tarjeta
de Genaro, no reconoce su nombre: “‘Genaro Piazza’, leía de vuelta, al dirigirse de nuevo
junto a su mujer y su hija, ‘no conozco, no sé quien pueda ser…’”. Máxima representa,
desde luego, el punto vulnerable de la nueva aristocracia, el temor que esperaba conjurar
la consigna de Cané: “Cerremos el círculo y velemos por él”. Genaro no consigue que lo
acepten en el Club del Progreso, donde su nombre quedará exhibido y sometido al
escrutinio (“Ocho días, ocho mortales días debían pasar durante los cuales se hallaría su
nombre en la picota, escrito con todas letras sobre un pliego de papel, en un lugar visible,
expuesto á las miradas de todos…”), pero puede violar a Máxima y forzar así su ingreso
al círculo de un patriciado que cierra sus filas. A su vez, Genaro examina los nombres
patricios (“Y blasonaban de grandes después y pretendían darse humos, la echaban de
hidalgos, de nobleza, se ponían cola en el nombre, se firmaban de, hablaban de sus
familias, querían ser categoría, aristocracia y lo miraban por encima del hombro y le
tiraban con el barro de su desprecio al rostro!”) y llega a coincidir con el narrador de
Potpourri, porque a través de la chismografía conoce lo que la pretendida aristocracia
oculta sobre sus propios orígenes: “Aristocracia. . . qué trazas, qué figuras ésas para
aristocracia, aquí donde todos se conocían!”.

Sergio Pastormerlo

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