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Interpretatio 20223 - Textos Gabriela Ponce

Los textos tratan sobre noches, recuerdos de la infancia, mentiras y soledad. Una de las autoras recuerda noches pasadas con amigos donde hablaban sobre amor y extrañaban a alguien ausente. Otra autora recuerda cuando de niña escuchaba a una vecina tocar el piano.
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Interpretatio 20223 - Textos Gabriela Ponce

Los textos tratan sobre noches, recuerdos de la infancia, mentiras y soledad. Una de las autoras recuerda noches pasadas con amigos donde hablaban sobre amor y extrañaban a alguien ausente. Otra autora recuerda cuando de niña escuchaba a una vecina tocar el piano.
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Textos de Gabriela Ponce Padilla

NOCHE 4
Hay algo con la noche. Con la llegada de la noche. Siempre, desde
muy pequeña, la sombra del espacio semi oscurecido me producía
tristeza. Lloraba. Entonces fue cuando comencé a mentir. Cuando
mi mamá o mi abuela o mi hermano me preguntaban por qué
lloraba, yo no sabía qué responderles y me inventaba historias.
Ahora también miento. Hay algo en mentir que se me da
naturalmente. Ayer llegaron mis amigos de la universidad a cenar.
Los veo poco. Cada año, en cada cena navideña, no sentamos a la
mesa a comer y no nos levantamos hasta las tres de la mañana.
Había yerba, por suerte. El Pollo y yo fumamos y luego no paramos
de reírnos. Algunos intentaban iniciar conversaciones serias, pero
conseguíamos traerlo todo abajo. En algún momento los
convencimos de jugar al teléfono dañado. Recuerdo un momento
fue particularmente chistoso. Era algo que tenía que ver con Topo
Gigio. En un momento dado, en medio del juego y de la bulla, tuve
un instante en el que pensé que el Jota ya no volvería nunca más,
que no estaría al final de la noche, que todos se irían y yo me
quedaría ahí sola en esa misma mesa y sentí vértigo. Un vértigo
intenso como de caída y no sé cómo salí de ese pensamiento, pero
salí de ahí, creo que tomándome un shot de vodka y retomando el
juego. Al final, cuando ya todos querían irse y yo no quería que se
vayan, accedí a conversar sobre el Jota y nos envolvimos todos en
una conversación seria sobre el amor que terminó cuando yo dije
que ese amor al que llamábamos amor no era amor. En ese
momento sentí que yo sabía mucho del amor, pero que nadie me
entendía. Y luego repetí una frase que fue lo último que me dijo el
Jota antes de irse. Algo así como “tenele fe a tu amor”. El Jota es
argentino. Yo repetí la frase como si fuera mía. Dije algo así como
que lo único que nos queda es tenerle fe a nuestro amor. Hago eso
a veces. Tomo palabras de otros y las hago mías. Robo no solo
frases ajenas sino también otras cosas. Sólo por el gusto de robar.
Pero eso también es harina de otro costal y no es algo que quiero
dejar de hacer. En un momento dado el Pollo se fue al baño y luego
vino y dijo que se iba porque su novia estaba celosa. Se fueron
todos y me acosté con un poco de miedo y luego sonó un mensaje
en el teléfono y pensé que podía ser el Jota diciéndome que vendría
a dormir a la casa. Pero no. Era el Pollo que me decía que todo bien
con su novia y que esperaba que mi corazón esté tranquilo. Eso
exactamente decía.

NOCHE 11
Mi hija se fue unos días con su papá. Se fue llorando. Me miró
agarrada de la manzana acaramelada que le compré y determinada
me dijo que no quería irse. Yo la subí al carro de su papá y luego
me subí al mío sin regresar a ver pero imaginando su cara llorando
detrás del vidrio. Y me sentí culpable. En la noche soñé que me
quemaba con cables eléctricos que mordían mis dientes. Me
sangraban las encías y eso era placentero. Me gusta hacer sangrar
mis encías. No sé desde cuándo lo hago.

NOCHE 19
Las noches de los viernes son las peores. Esos son los días que
más padezco. Casi siempre logro acompañarme de amigos. Ayer
vino el Negro. Cuando el Negro habla de él es muy bello, tiene una
vida triste que sus manos, que sus dedos, resisten con tanta
elegancia. Son unos dedos largos que esconden el misterio de la
simetría. O algo así. El problema es cuando me quiere besar o me
dice que seamos amantes o me lanza chistes impertinentes sobre
nosotros. En algún momento siempre le tengo que pedir que se
vaya

(El día en que el piano se fue, flotar pude)


Mis gatos tocaban cada día el piano. Yo lo abría. Yo retiraba la tapa
con placer, un mecanismo articulado que mostraba, así, de repente,
todas las teclas. Ellas aparecían y la solidez de esa textura
organizaba mi día. Yo nunca me atreví ni a rozarlas. Mis gatos se
paseaban por las maderitas blancas con su exactitud fina,
produciendo sonidos amables. El piano instala en mí una sensación
que tiene la cualidad de la gracia, pero también de una violenta
melancolía: en el edificio donde vivía de niña, el piso de arriba era
ocupado por una familia solo de mujeres. Nunca comprendí el
parentesco entre ellas, pero una, la más alta y 6 bonita, por las
tardes tocaba el piano. Era de una belleza que a mí me parecía
inalcanzable: el pelo agarrado siempre en un moño apretadísimo y
perfecto, la frente ancha y pecosa, el cuerpo largo, ella vestida con
chalequitos de lana y faldas hasta la rodilla. Yo, cuando oía de lejos
el sonido suave, la imaginaba con el pelo suelto, a la altura de las
teclas, acompañando la melodía con su movimiento negro y a veces
subía hasta su puerta para oírla mejor y podía quedarme ahí,
parada, mientras duraba el concierto y duraba también la imagen de
ese pelo libre.

Tejido
Mientras se conecta, me observo en la pantalla. Mis ojos tienen un
cansancio que me enternece y me entrego a esa contemplación.
Recuerdo que, siendo niña, en el trayecto hacia la escuela, me
perdía en el reflejo de mi cara en el vidrio del bus. Esa imagen
inauguraba una angustia: existo fuera de mí y ese exterior es el
fantasma que encarno, en el que me extravío y que me pregunta,
¿quién soy? Entonces, frente a la multiplicación de mi forma y el
asalto de esa primera extrañeza, yo pronunciaba mi nombre como
una respuesta provisional, pero certera, algo de qué sostenerme
frente a la interpelación del fondo de mis ojos y su exigencia
urgente, por entenderse, en medio del recorrido de un paisaje
hecho de calles y montañas. Ha sido un día como son los días
ahora, los movimientos son pocos, al interior de mi cuarto, frente a
la pantalla, dejándome ayudar por las mujeres que han decidido
pasar la cuarentena conmigo, en esta casa con espacios amplios.
Todas nuestras manos cortando el pan, troceando la fruta,
arreglando el jardín, barriendo las cacas de perros y gatos,
entreteniendo a los niños. Apenas la veo asomar en la pantalla
reconozco su cara de terror y parece que va a llorar y le digo,
aguanta. Le digo, ¿qué pasó? Le digo, ¿todo bien? Y ella, que es, al
mismo tiempo, una hermana menor y una hermana mayor, me
responde, más o menos. Nos une un pacto que se hizo en la
infancia, en un contexto demasiado confuso para ambas: juntas,
enterramos varios muertos y observamos construirse una casa en la
que se escondía gente; juntas, nos quedamos dormidas mientras
los adultos a nuestro alrededor bailaban y se emborrachaban y
festejaban una victoria política o lamentaban, con la misma euforia,
una coyuntura siempre en crisis; juntas, nos pusimos los zapatos de
mi mamá que nos quedaban gigantes y arrastramos los tacos por el
parqué y nos pintamos los labios para imaginar besos con hombres
con cara de Ken y, claro, cometimos una primera traición y nos
hicimos también un primer mal. Y arrastramos nuestra amistad por
todos los fangos, pero también por tierras soleadas y fértiles y
fuimos felices por una complicidad que se hizo hábito y nos cobijó.

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