Homilía Domingo de Pascua
El Señor Jesús ha resucitado. ¡Aleluya! Hoy es un día de alegría y de fiesta.
Parece difícil pronunciar esta expresión. Es complejo gritar hoy la alegría del
Resucitado. El mundo aparece conmovido, angustiado, desesperanzado. Y,
sin embargo, los creyentes decimos hoy, ¡Felices Pascuas! Hablamos de gozo
y felicidad; hablamos de luz y esperanza, decimos creer en la Vida.
Es verdad que hay temores, hay miedos, hay angustias. Es verdad que nos
rodea la enfermedad y la muerte toca a la puerta cerca de nosotros. Y, a
pesar de eso, seguimos creyendo, seguimos confiando, seguimos esperando.
¿Qué significa hoy, para nosotros, celebrar el triunfo de Jesús sobre la
muerte? ¿Qué valor puede tener en la coyuntura presente la buena noticia
de la resurrección? ¿Qué sentido podemos darle nosotros a lo que la
humanidad vive actualmente? Ya, el pasado viernes, el padre Cantalamessa
nos ofreció una bella y profunda meditación y un camino de respuesta. Qué
bueno que vayamos nuevamente a ese hermoso texto. Ha de ser una
meditación pascual para todos nosotros.
Hemos vivido una semana santa diferente a todas las que en el transcurso de
nuestras vidas hayamos vivido. Es verdad que no hemos estado físicamente
con más personas y, sin embargo, es un sentir general, pocas veces habíamos
vivido tan intensamente unos momentos de oración, de reflexión, de
meditación y de contemplación del misterio de la pasión, muerte y
resurrección.
Hemos compartido innumerables textos, imágenes, videos, momentos de
oración, de reuniones, de plegarias comunes. Nos hemos unido, frente a
nuestras pantallas, con innumerables creyentes de todas partes del mundo
para acompañar las, aparentemente, solitarias celebraciones del Papa
Francisco. Nos han conmovido la austeridad, el silencio y la inefable y
sublime belleza de unas ceremonias serenas y profundas.
Ha sido un tiempo de Gracia y de Misericordia. Hemos podido, en la calma y
la tranquilidad de nuestros hogares, dar sentido a unos días diferentes que
nos han permitido vivir y celebrar nuestra fe en Cristo en otro ambiente y
bajo otras condiciones.
Junto a todo esto que sucede y acontece y que nos llega a través de los
maravillosos y benditos medios de comunicación, por medio de las
tecnologías y los saberes aplicados, hemos podido también admirar el
intenso sentido de solidaridad y servicio de tantas personas que en los
centros de salud, en los hospitales y clínicas, se dedican solidariamente a
acompañar a los enfermos, a consolar a los sufrientes, a prestar el mejor
servicio posible, en medios del caos y la confusión, en medio de la
impotencia y la abundante demanda de atención. Son, todos los servidores
de la salud que se convierten en presencia compasiva y misericordiosa de
Dios para quienes lo requieren y necesitan.
Y, junto a ellos, los servidores silenciosos: los campesinos que cosechan y
permiten que los alimentos puedan llegar a las mesas; los transportadores,
los intermediarios, no siempre tan solidarios, es verdad, pero que nos
permiten tener, todavía, medios de subsistencia y de nutrición y muchas
otras cosas que requerimos en estos tiempos.
Los trabajadores de la comunicación, merecen un reconocimiento. Nunca
habíamos estado más informados (por momentos, quizás, demasiado) y
nunca habíamos tenido frente a nuestros ojos y oídos una posibilidad de
compartir los mismos dolores y preocupaciones.
Todo esto, en medio de nuestras celebraciones de fe.
Por eso, al compartir ahora esta Eucaristía pascual, permitamos que el Señor,
ilumine, aliente y ayude a nuestra vida y nuestras circunstancias.
Hemos escuchado la Palabra de Dios escrita y proclamada para nutrir nuestro
espíritu e iluminar el camino que recorremos. Jesús, quien siendo de
condición divina quiso hacerse un hombre cualquiera, el último de los
humanos, despreciado, humillado y martirizado, ha llegado hasta el final. Ha
compartido el dolor y la muerte. Ha sido sepultado y ha llegado a la realidad
de ese destino inapelable a los vivientes en la tierra. Pero Dios, lo ha
conducido a la plenitud de la existencia y ha mostrado, al resucitarlo, que esa
vida vivida en amor, solidaridad y servicio, es una vida llena de sentido.
Pedro, al comienzo de la predicación apostólica y en el origen de la salida de
la buena nueva desde el judaísmo original hacia otras realidades y contextos,
no duda en afirmar la certeza de que Jesús, el Cristo, está vivo y resucitado.
Es el anuncio primero y fundante: que Dios ha resucitado a Jesús y que Él,
resucitado, está vivo y actuante. Nuestra fe nace allí y de allí se nutre nuestra
esperanza. El ser humano alcanza la vocación y el destino definitivos: se ha
hecho semejante a Dios, totalmente. Participa de la misma existencia eterna.
Los relatos de los evangelios sobre las experiencias iniciales de encuentros
con el resucitado, nos ayudan a reconocer lo que significó para cada creyente
en Jesús, el saberlo ahora vivo y acompañante. A lo largo de la semana,
durante la Octava de Pascua, podremos meditar y contemplar las diversas
maneras como se quiso expresar, a través de los relatos que llamamos
apariciones, las vivencias de los discípulos de Jesús.
Para la celebración litúrgica de este grandioso domingo, la Iglesia nos
propone un relato evangélico para la misa de la mañana y otro para la misa
de la tarde. He elegido este último como texto de nuestra celebración. Es un
texto que, seguramente, hemos leído, escuchado, contemplado, muchas
veces. Pero, como lo recordaba Raniero Cantalamessa, con palabras de
Gregorio Magno, la Escritura crece con quienes la leen. Dejemos que la
Palabra crezca en y con nosotros. Saboreémosla, de manera especial en este
tiempo, con sosiego y tranquilidad y permitámosle llegar al corazón de cada
uno con el mensaje que el Señor quiere comunicarnos.
Permítanme una corta reflexión: a los entristecidos caminantes, hacia Emaús,
contemplémoslos como una pareja de esposos que vivían la esperanza de
tiempos mejores y que habían puesto sus ilusiones y preocupaciones en el
seguimiento del profeta de Nazaret. Pero, sobrevino la prisión, la condena y
el asesinato. Todo se ha derrumbado. No hay horizonte ni porvenir que se
vislumbren. Ahora, se trata de regresar a la rutina diaria y sin sentido, con
una carga mayor de desolación y abatimiento.
Miremos nuestro mundo de hoy bajo esta óptica y perspectiva. Y,
descubramos una vez más, al caminante que se acerca, al desconocido
resucitado que se pone al lado y comienza a despertar el sentido. Los
corazones pierden su melancolía y nostalgia y comienzan a experimentar el
calor que viene con el consuelo de una palabra que ilumina y un desenlace
que se hace posible por el deseo de que el acompañante permanezca:
“Quédate con nosotros porque la oscuridad llega”. Y, en la intimidad del
hogar, alrededor de la mesa, el partir el pan abre plenamente la nueva luz:
reconocen que ha estado con ellos siempre. Ya no hay tristeza, ya no hay
dolor, ¡ha resucitado, está vivo! Y, esa experiencia, debe ser compartida. No
importa el cansancio ni el largo viaje de regreso, hay que volver a la
comunidad para vivir juntos la alegría de una nueva vida.
Es un paralelo posible para nosotros hoy.
Podríamos seguir meditando, pero prefiero invitarlos a continuar ustedes, en
los días que siguen, con la reflexión y la contemplación. Para que sea el Señor
Resucitado, quien suscite las nuevas formas de vivir y de relacionarnos, de
compartir y de mirar lo que vale la pena, verdaderamente.
No perdamos la esperanza. El Resucitado está con nosotros y está de nuestra
parte. Amén