El temor del Señor   1
Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
CuadMon 138 (2001)
JEAN-PIERRE LONGEAT, OSBi
                                El temor del Señorii
       El temor del Señor es una noción que aparece frecuentemente en el Antiguo y
en el Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en la literatura monástica iii.
Nuestra época no es muy amiga de esta expresión y trata de evitarla; por lo tanto
parece que es importante esclarecerla y descubrir su verdadero sentido a fin de que
pueda ocupar todo el lugar que le corresponde en el camino espiritual que Dios
propone al hombre.
       El temor del Señor es llamado en la Biblia «base (literalmente “cabeza,
principio”) de la sabiduría». En efecto, el temor del Señor es la puerta de entrada al
camino de renuncia y de acción de gracias propuesto por Cristo. El temor del Señor
acompaña la fe al comienzo de toda experiencia religiosa: impulsa al primer acto de
renuncia, que libera al hombre de sus ataduras exteriores, materiales y afectivas.
No asombrará entonces que los Padres monásticos le concedan un lugar importante
en la vida espiritual de los creyentes. La Regla de san Benito emplea la expresión
unas veinte veces en contextos particularmente notables.
   Después de la enseñanza bíblica y su prolongación, la doctrina de san Benito y sus
fuentes, esta noción resultará talvez más aceptable y más comprensible para las
mentalidades de nuestro tiempo.
                  I. El temor del Señor en el Antiguo Testamento
       Se dice a veces que el Antiguo Testamento estaba bajo el régimen del temor y
el Nuevo, bajo el del amor. «Timor et amor», así se expresaba san Agustín para
resumir esa oposición bíblica.
       Es necesario salir de ese esquema reductor: el Antiguo Testamento presenta sin
cesar a Dios a la luz de la ternura y del amor al hombre. En el Monte Sinaí, Dios se
revela a Moisés: El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y
pródigo en amor y fidelidad. Él mantiene su amor a lo largo de mil generaciones… (Ex
34,6-7). Esta expresión se repite diecisiete veces en el Antiguo Testamento, de las
cuales siete en los Salmos.
       Al amor de Dios al hombre, debe responder el del hombre a Dios; dos veces al
día el pueblo judío recita el Shema Israel: Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el
Único, tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza (Dt 6,5).
       A la inversa, en el Nuevo Testamento el sentimiento del temor del Señor está
muy presente ante la Revelación de Jesucristo.
       Pero ¿de qué temor estamos hablando?
1. El temor religioso
      Frente al misterio divino, hay en el hombre un sentimiento universal
magníficamente explorado por R. Otto, en los capítulos 5 y 7 de su libro Das heilige.
Lo sagrado. En realidad, el temor descripto allí no tiene nada que ver con el temor del
Señor . El mysterium tremendum de Otto es un sentimiento de terror sagrado, o más
exactamente sacral, ante el cual uno tiembla y queda inmóvil. La Biblia conoce
también ese sentimiento, pero precisamente, intenta liberar de él al hombre para
                                                                        El temor del Señor   2
                                                                Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
permitirle acceder a una verdadera relación con Dios exenta de todo miedo
paralizante.
2. Temor en el encuentro con el Señor
       Después de su falta en el jardín del Edén, Adán y Eva, al oír la voz de Dios,
tienen miedo y se esconden (cf. Gn 3,10).Es su primer sentimiento de hombre y de
mujer semejantes a nosotros: sentimiento de temor por su falta y por haberse
apartado del mandamiento de Dios.
       En la historia de Israel, el Señor se manifiesta frecuentemente en teofanías que
invitan a un temor saludable con vistas a una conversión ante la revelación de Dios.
Pero se revela también y de una manera más característica en la intimidad: así Moisés
se encontró con él en la zarza ardiente, y se cubrió el rostro porque tuvo miedo de ver
a Dios (cf. Ex 3,1-7). Así también Elías se vela el rostro no frente al viento fuerte y
potente que erosionaba las montañas y resquebrajaba los peñascos, ni frente al
terremoto, ni frente el fuego sino ante el rumor de una brisa suave, en la que
reconoce la presencia del Señor (1 R 19,12-13).
       Cuando Dios se manifiesta en el Antiguo Testamento, invita al hombre a no
ceder al terror ni al temor paralizante: la expresión no temas es empleada con
frecuenciaiv. Jesús empleará también esta expresión en el evangelio durante su vida
terrena y en sus apariciones después de la Resurrección.
3. El temor del Señor, base de la Sabiduría
      Los libros sapienciales permiten dibujar mejor los contornos de ese temor del
Señor al cual el hombre es invitado.
      Los Proverbios y el Sirácida (Eclesiástico) ofrecen letanías sobre el temor del
Señor.
      El temor del Señor está en la base de todo itinerario de sabiduría:
            es el comienzo de la sabiduría (Pr 1, 7; 9,10)
            es escuela de sabiduría (Pr 15,3)
            es corona de la sabiduría (Si 1,18 ; 21,11)
            es sabiduría e instrucción (Si 1,27)
            toda sabiduría es temor del Señor (Si 19,20).
      El temor del Señor permite luchar eficazmente contra el mal:
            temor del Señor es detestar el mal (Pr 8,13)
            con el temor del Señor se evita el mal (Pr 16, 6)
            el temor del Señor es fruto de la humildad (Pr 22,4).
      El temor del Señor da la verdadera vida:
            es fuente de vida (Pr 14,27)
            lleva a la vida (Pr 19,23)
            acrecienta los días (Pr 10,27).
      El temor del Señor es verdaderamente digno de elogio para el sabio:
            es gloria y motivo de orgullo (Si 1,11)
            deleita el corazón (Si 11,12)
            nada hay mejor que el temor del Señor (Si 23,27)
            supera a todo lo demás (Si 25,11)
            con él, nada falta (Si 40,26)
            es un paraíso de bendición (Si 40,27).
                                                                        El temor del Señor   3
                                                                Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
       El profeta Isaías desarrolla la misma enseñanza presentando el temor del Señor
como «el verdadero tesoro» (33, 6) y al Mesías como a quien tiene el espíritu de
inteligencia y de temor del Señor (11, 2) y recibiendo del temor del Señor su
inspiración (11, 3).
       Así:
            - El Señor quiere liberar al hombre de todo miedo, ordena que no se
            tema al enemigo (cf. los profetas y en particular Jeremías), ni a los
            poderes adversos, tampoco a su propia persona, en la medida en que tal
            sentimiento obstaculiza la Alianza.
            - Pero el Señor invita a un temor filial positivo que quita todo miedo. El
            Dios creador de los elementos del mundo es también su Señor y pone
            todas las cosas al servicio del hombre con la condición de que éste lo
            reconozca y lo tema como criatura que es dependiente de su creador: en
            esto está la fuente de la vida.
      El temor del Señor es lo único que hace posible un encuentro verdadero para el
establecimiento de la alianza del hombre con Dios. El pecado, ruptura de la Alianza, es
lo que trae consigo el miedo a las fuerzas adversas.
      El temor del Señor es el sentimiento que se experimenta ante la íntima
presencia de Dios que se revela al hombre y lo impulsa a apartarse de todo mal para
volverse hacia el único que puede tornarlo libre y justo. Temer al Señor es reconocer
la impotencia de la criatura y su dependencia frente a su Creador. Por eso temer al
Señor es honrarle, reverenciarle, escucharle, obedecerle y adorarle.
      Lejos de esclavizar, el temor del Señor libera de toda esclavitud y de todo
miedo, y por ello es principio de la Sabiduría.
                 II. El temor del Señor en el Nuevo Testamento
      En la línea del Antiguo Testamento, el Nuevo distingue entre el miedo que
experimenta la naturaleza humana y el temor que proviene de Dios.
1. El temor de los hombres
       Los que se oponen al designio de Dios o a la persona de Cristo viven bajo el
imperio del miedo:
Cuando oyó Pilato la acusación de los judíos, se atemorizó más (Jn 19,8); los soldados
se llenaron de miedo ante el drama de la muerte de Jesús (cf. Mt 27,54); ante el
misterio de su resurrección, los guardias temblaron de espanto y quedaron como
muertos (Mt 28,4). Los notables, los jefes de los sacerdotes y los fariseos tuvieron
miedo de la multitud y actuaron en función de ese miedo.
       El temor se manifiesta también ante la duda:
       La perspectiva de los sufrimientos y de la muerte de Jesús llena a los discípulos
de temor (Mc 10,32). Su miedo es tanto mayor cuanto que entonces todas sus
esperanzas se desvanecían y ellos, como discípulos de ese maestro condenado,
arriesgaban su propia vida. En la mañana de Pascua, las mujeres fueron presa de un
gran temor: Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban temblando y fuera
de sí. Y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo (Mc 16,8). Aunque Mateo diga
que ese temor estaba mezclado con alegría (28,8), hay que entenderlo realmente en
un primer momento como el miedo ante la duda de perder completamente a Jesús.
José de Arimatea obra en secreto por miedo a los Judíos (Jn 19,38) y ese mismo
                                                                          El temor del Señor   4
                                                                  Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                  Cuadernos monásticos 138
miedo impulsa a los discípulos a encerrarse en el Cenáculo, entre perplejos y
temerosamente esperanzados (Jn 20,19).
2. El temor del Señor
       Los milagros y las manifestaciones del poder del Hijo de Dios suscitan temor en
quienes son sus testigos, como ocurre ante la tempestad calmada (Mc 4,41 y par.) y
ante las curaciones hechas por Jesús (Mt 9,8; Mc 5,15); después de la curación del
paralítico (Lc 5,26) todos quedaron llenos de asombro y glorificaban a Dios, diciendo
con gran temor: hoy hemos visto cosas maravillosas. Los prodigios realizados por los
apóstoles (Hch 2,42-43) suscitan la misma reacción.
       Pero al mismo tiempo, esta revelación de Dios libra a los creyentes de todo
miedo. Sobre todo en boca de Cristo, vuelve una y otra vez esta expresión: No teman
(cf. Lc, 1-2 . 5,10; Mt 14,27 y par.). En el episodio de la Transfiguración, al oír la voz
los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos
y tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo” (Mt 17,6-7). El ángel de la
Resurrección y el mismo Resucitado invitan también a desterrar el miedo ante la
revelación del Dios viviente.
       La expresión No teman o No tengan miedo es verdaderamente una vía de
acceso a la manifestación de Dios en Cristo; el Papa Juan Pablo II hizo de ella la
palabra del comienzo de su ministerio y la repite continuamente.
       San Pablo expresa esta enseñanza en un breve párrafo: Ustedes no han
recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos
adoptivos que nos hace llamar a Dios ¡Abbá! es decir ¡Padre! (Rm 8,15).
       Este es el verdadero temor del Señor. La obra redentora de Dios por medio de
Cristo en el Espíritu libera del miedo al creyente y lo abre al verdadero temor que le
permite entrar en una justa relación de intimidad con el Dios de la Alianza a fin de
dejarse guiar dócilmente por la acción del Espíritu Santo.
3. El temor del Señor en la vida del creyente
       El temor del Señor acompaña el primer paso hacia la fe. Creer en el Señor es
experimentar por él ese sentimiento de infinito respeto y de temor amante que
forman parte del movimiento de la conversión. ¿Los convertidos del paganismo o del
judaísmo no eran acaso llamados hermosamente los temerosos de Dios?
       Por el contrario, la ausencia de fe se manifiesta concretamente por la ausencia
del temor de Dios. Esta es la actitud del malo o del impío.
       Estas dos actitudes contrarias ligadas a la fe o a la no fe están muy bien
resumidas en la escena de los dos ladrones crucificados a ambos lados de Jesús; el
«buen» ladrón decía al otro: ¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena
que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no
ha hecho nada malo (Lc 23,40).
       Y san Pablo, con palabras del Salmo 13, caracteriza así la actitud de pecado de
la humanidad que se niega a creer: El necio dice en su corazón: No hay Dios… el
temor de Dios no está ante sus ojos (cf. Rm 3,18).
       El temor del Señor, que acompaña el paso inicial de la fe, interviene también en
la perspectiva final del juicio. Si se teme a Dios que discierne la santidad y el pecado
de los elegidos, es esencialmente porque ese momento de encuentro decisivo para la
vida del hombre es inseparable de la noción de Alianza. El juicio es una revaluación de
los derechos y deberes de los contrayentes de la Alianza: paz y salvación para los que
mantienen esa alianza, y dolor y tristeza para los que la rompen.
       El juicio es anunciado, pero no adviene ahora, es diferido sin cesar para dejar al
hombre tiempo de convertirse, de reanudar la alianza que rompió. El temor que se
                                                                        El temor del Señor   5
                                                                Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
experimenta ante la perspectiva del juicio debe ser situado, por lo tanto, frente a una
relación de alianza entre dos partes que cuentan infinitamente una para la otra; el
hombre teme no responder a la gracia que recibe permanentemente de Dios, teme no
responder a su amor. Se trata aquí de un amor que teme y que impulsa a la
conversión, a volver al ser amado y traicionado; este temor va acompañado de una
esperanza total en la misericordia de Dios.
       Cierta literatura ha desarrollado exageradamente un sentimiento de temor
frente a la muerte y al juicio de Dios. A veces ese sentimiento nacía del temor
universal, de ese terror ante el misterio que hace temblar. Tal sentimiento no es
temor del Señor. Las escenas de juicio y las Cartas del Nuevo Testamento son muy
discretas acerca de este punto: ellas invitan más bien al creyente a orientar su mirada
hacia la fe y la caridad, dentro del temor a romper la alianza.
       Finalmente, el temor del Señor es un arte cristiano de vivir, el temor es
verdaderamente la base de la sabiduría, representa los primeros pasos de amor en el
encuentro con el Señor. El temor es lo que pone al hombre en el camino de toda
justicia.
                   III. El temor del Señor en la Tradición cristiana
1. Los Padres de la Iglesia
       Los Padres griegos toman la enseñanza del Nuevo Testamento y la expresan en
sus propias culturas.
       San Clemente en su Carta a la Iglesia de Corinto se muestra bastante negativo
al evocar repetidamente los castigos de Dios para los que hubieren abandonado el
temor (3, 4; 14, 2; 21, 1; 49, 1). San Ignacio de Antioquía matiza más cuando invita
a los fieles a temer la cólera venidera o equivalentemente a amar la gracia presente.
San Atanasio de Alejandría opone al temor legal el temor puro de Cristo, así llamado
porque torna al hombre puro, apartándolo del mal. Es la reverencia que conviene a la
libertad de los hijos de Diosv.
       Para los Griegos, el temor verdadero está impregnado de respeto filial y trae
consigo una conversión en profundidad. De acuerdo con la Escritura, lo llaman
«principio de la sabiduría» y en otros lugares «pedagogo de los niños».
       Los Occidentales se han mostrado sensibles a esta dimensión de la vida
espiritual y entre ellos, muy especialmente san Agustín cuya enseñanza a este
respecto merece ser destacada.
       San Agustín afirma que hay dos temores: uno servil y otro filial vi. No obstante,
uno no es considerado menor que el otro: el primero es el terror al mal, terror que
preserva al creyente y lo encamina hacia el amor vii. Ese temor, sin embargo, sigue
siendo carnal y servil; permite apartar momentáneamente el pecado, pero no
obligatoriamente la voluntad de pecar.
       Así pues, el temor servil, el terror sagrado, no es suficiente para curar la
voluntad pecadora, es necesario un principio superior que únicamente la gracia puede
dar: es el temor puro, el miedo de perder la justicia. Está estrechamente ligado al
amor. Comprende a la vez el gusto por la justicia, el miedo de desagradar a Dios, el
deseo de su presencia y el amor a Cristo, que enciende el corazón.
       Existe, pues, para san Agustín un vínculo evidente entre el temor del Señor y la
caridad:
             «La caridad no entra en el alma sin compañía. Lleva consigo el temor que
             ella misma introduce: el temor casto que permanece por siempre viii». «No
                                                                        El temor del Señor   6
                                                                Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
            lo elimina, ni lo echa afuera, sino más bien lo abraza, lo tiene por
            compañero y posesiónix».
2. San Benito y sus fuentes
     a- Casiano
     Sobre este tema del temor, Casiano propone una síntesis para la vida
monástica.
     El libro IV de las Instituciones Cenobíticas le concede amplio lugar:
             «Nuestra cruz es el temor del Señor. Así como el que está crucificado no
             tiene ya la posibilidad de mover sus miembros o de volverse hacia donde
             le parece mejor, de la misma manera debemos ajustar nuestras
             voluntades y deseos no de acuerdo con lo que nos es grato y nos deleita
             en el presente, sino de acuerdo con la ley del Señor, allí donde nos ha
             sujetado…» (IV, 35).
       «El principio de nuestra salvación y su conservación es el temor del Señor (Pr
9,10), puesto que por medio de él los que se ejercitan en el camino de la perfección
adquieren el comienzo de la conversión, la purificación de sus vicios y la guarda de las
virtudes. Cuando ese temor ha penetrado el espíritu de un hombre da a luz el
desprecio de todas las cosas… Y aquel desprecio y privación de todos los bienes lleva
a adquirir la humildad … » (IV 39, 1).
       En otra parte, Casiano introduce sus indicios de humildad con una invitación al
temor de Diosx.
       Cuando uno se ha encontrado con el Señor ya no puede comportarse al modo
del mundo. El mundo centra su atención sobre sí mismo sin otra referencia. Todo lo
considera a partir de lo presente, y sacrificar a los ídolos mundanos es lo único que
permite acceder a la felicidad. Confiar únicamente en sí mismo da la ilusión de que se
está muy seguro y algo arrogante: el hombre se siente dueño y señor. Pero a la vez,
el hombre de ese mundo está sometido al miedo de lo que todavía le es desconocido a
nivel de su comprensión puramente humana. Por el contrario, quien teme al Señor,
orienta su mirada hacia Cristo, y especialmente hacia Cristo crucificado, de quien
depende y de quien recibe todo; lo ve presente en todas las cosas y se comporta en
consecuencia.
       Casiano se refiere al temor del Señor también en la Conferencia XI .Se trata de
un temor ligado a la grandeza del amor. Es una mezcla de respeto y de atención
afectuosa de un hijo por el padre que lo ama, de un hermano por su hermano, de un
amigo por su amigo, de una esposa por su esposo. Esta actitud es fundamental para
entrar y progresar en una verdadera relación con Dios. Es necesario pasar del terreno
movedizo del miedo al terreno estable en el que el temor acompaña al amor. Es
considerable la distancia entre el temor de amor y el temor imperfecto. La conversión
se manifiesta por el paso del uno al otro. Sólo el Espíritu de Dios puede infundir el
temor amante en el corazón del hombre. El temor servil no habita en el hijo de Dios;
sólo el temor de los perfectos habita en él por el Espíritu. El hombre está, pues,
invitado por Dios a pasar del temor, principio de la sabiduría, al temor, tesoro de la
sabiduría y de la ciencia de Diosxi.
       b.- San Benito
       Antes de ver las aplicaciones concretas del temor del Señor en la Regla de San
Benito (RB), hay que situar este tema en el conjunto del tratado espiritual
benedictino.
       Casiano ya resumía todo el itinerario espiritual en un solo párrafo, que fue una
de las fuentes del pensamiento de san Benito:
                                                                        El temor del Señor   7
                                                                Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                Cuadernos monásticos 138
            «El principio de nuestra salvación y de nuestra sabiduría es, según la
            Escritura, el temor del Señor (Pr 9, 10). Del temor del Señor nace una
            compunción saludable. De la compunción del corazón nace la renuncia, es
            decir, el despojamiento y el desprecio de toda riqueza. Del despojamiento
            es engendrada la humildad. De la humildad viene la mortificación de las
            voluntades. Por la mortificación de las voluntades son extirpados y se
            marchitan todos los vicios. Con la expulsión de los vicios, las virtudes
            pueden crecer y dar fruto. Por la fecundidad de las virtudes se adquiere
            la pureza del corazón. Por la pureza del corazón se posee la perfección de
            la caridad apostólica » (Inst. IV, 43).
       La perfección consiste en la caridad, en el único amor a Dios y al prójimo. Pero
en este camino de santidad hay un primer paso que va unido al temor. En Casiano,
este temor inicial es simplemente un umbral, no está incluido en los indicios de la
humildad sino que los introduce.
       Para la tradición monástica, este primer paso corresponde a la entrada en el
monasterio (desprecio de la apariencia, desprendimiento de los bienes materiales,
renuncia a la familia y a los vínculos afectivos…). Cuando el monje ha realizado este
renunciamiento, está más preparado para recibir la dura formación en la humildad
que es el trabajo propio que se lleva a cabo en el interior del monasterio y que dura a
lo largo de toda la vida cenobítica.
       La Regla del Maestro (=RM) y la RB toman esta doctrina pero matizándola. El
temor de Dios ya no es solamente un primer paso ligado a la entrada en el
monasterio, sino que deviene uno de los grados del camino de la perfección de la
humildad. En efecto, el primer paso tiene que rehacerse constantemente. El monje
abandonó todo en un primer momento, impulsado por la fe y el temor del Señor, pero
puede ocurrir que pase luego parte de su vida monástica buscando bajo nuevas
formas todo lo que había abandonado. Por eso, el Maestro y San Benito dicen que es
necesario tener siempre ante los ojos la llamada inicial y responder a ella
constantemente con nuevos esfuerzos, en el temor del Señor que lleva a la
conversión.
       La RB también se distingue de Casiano por su nota muy cristológica: «por amor
de Cristo» (cf. 7, 69), con una perspectiva escatológica. Es Cristo, actuando por medio
del Espíritu Santo, quien permite los efectos transformantes de la caridad en el
camino de la humildad. En los diversos grados de humildad, la referencia a la
Escritura es constante, no así en Casiano. En la RB son numerosas las citas que
evocan a Cristo. Este camino que comienza por el temor de Dios es específica y
claramente cristiano.
       Además, el temor del Señor en el primero y en el duodécimo grados de
humildad encuadra a los otros diez (que vienen directamente de Casiano) dentro de
una dimensión teologal. En Casiano, Dios está presente sólo implícitamente.
       Según san Benito, hay que ponerse primero en la presencia de Dios y tomar
conciencia de la propia condición de criatura, antes de ponerse a la escucha del abad
o de los hermanos en el ejercicio de la obediencia y de la humildad. Es el único modo
de mantener la perspectiva justa.
       El primero y el duodécimo grados están casi tan desarrollados como los otros
diez juntos: ellos solos forman ya un pequeño tratado espiritual: temor de Dios,
vigilancia, guarda del corazón, recuerdo de Dios y de los mandamientos, meditación
sobre las realidades últimas, conciencia de la presencia de Dios, recuerdo de los
pecados…
       El temor de Dios es el telón de fondo de todo el tratado de la humildad y es por
ello que san Benito vuelve a él una y otra vez en su Regla. Para él, el temor del Señor
                                                                         El temor del Señor   8
                                                                 Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                 Cuadernos monásticos 138
es una virtud del corazón que ayuda al monje a mantenerse en la presencia de Dios,
dispuesto a amarle y a servirle en todo.
       Ese es el camino que conduce a la caridad perfecta. Cuando hayan llegado a
esta meta de la vida cristiana, los monjes tendrán para con Dios un temor inspirado
en el amor (Amore Deum timeant, RB 72,9).
       Sobre aquel telón de fondo, san Benito describe algunas actitudes concretas en
las que debe intervenir el temor del Señor para el bien de la vida de los monjes y del
monasterio. RB menciona veintiuna veces el temor de Dios. Tanto la vida del conjunto
de la comunidad como cierto número de funciones exigen que se ejercite esta virtud.
La comunidad
        El temor inspira la actitud justa de la comunidad, muy especialmente durante la
liturgia:
        Los monjes permanecerán de pie, con respeto y temor mientras el abad lea el
Evangelio en las vigilias (11, 9). Hay que releer todo el capítulo 19 sobre el modo de
salmodiar y las citas bíblicas que contiene: Servid al Señor con temor (Sal 2) y Cantad
sabiamente (Sal 46).
        Este temor del Señor durante la liturgia no es una noción muy habitual en la
práctica actual: de lo que se trata en realidad es de mantenerse en presencia de
«Aquel que es» y comportarse en consecuencia. Dios está presente en todas partes y
espera nuestra respuesta fundamental, especialmente durante esa acción altísima que
es la liturgia. La actitud litúrgica determina todas las demás de la vida ordinaria. Esta
actitud no es una de las menos acentuadas en el testimonio monástico.
        La comunidad también está invitada a tener ese sentimiento interior con
ocasión de la elección del abad.. «Cuando hay que ordenar un abad, téngase siempre
como norma que se ha de establecer a aquel a quien toda la comunidad, guiada por el
temor de Dios, esté de acuerdo en elegir, o al que elija solo una parte de la
comunidad, aunque pequeña, pero con más sano criterio» (64). El abad es el garante
del temor de Dios en la comunidad, por eso hay que elegirlo con ese mismo temor.
        En estos pasajes de la Regla, temor y sabiduría son correlativos: el monje debe
elegir convenientemente, según el espíritu de sabiduría que es fruto del temor de
Dios.
El Abad
       El abad debe hacer todo con temor de Dios y observando la Regla (3, 11).
       El capítulo 3 insiste en esto en el marco de las decisiones comunitarias: «La
decisión dependa del parecer del abad […] y corresponde que este disponga todo con
probidad y justicia» (3, 5-6)., por eso debe hacer todo con temor de Dios y
observando la regla.
       El abad se enfrenta constantemente a opciones decisivas que orientan la vida
de la comunidad. Cada día carga sobre sí, de manera particular, el cuidado de la
opción que cada monje hizo una vez por todas al entrar en el monasterio y entregar
su voluntad en manos de Cristo por la obediencia. El abad, por las decisiones que es
su deber tomar, permite a los que así lo quieren, vivir verdaderamente según esa
opción inicial.
       En ese sentido, la referencia a la Regla es fundamental para el abad. No hace
las cosas a su gusto, sino conforme al gusto de Dios, según la intuición de san Benito
para la comunidad en su conjunto.
       Se comprende entonces que se invite al abad a que «guarde íntegramente la
presente Regla, para que, habiendo administrado bien, oiga del Señor […] En verdad
os digo que lo establecerá sobre todos sus bienes (Mt 24,47) (RB 64,20-22).
                                                                         El temor del Señor   9
                                                                 Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                 Cuadernos monásticos 138
       San Benito insiste también en la cuenta que el abad tendrá que dar a Dios. Este
tema del juicio, tanto en la Regla como en la Biblia, no hace referencia directamente
al temor de Dios, pero el hecho de tener siempre ante los ojos el examen final puede
dar lugar a una actualización permanente del temor de Dios en la vida del monje y
muy especialmente del abad, puesto que tendrá que dar cuenta de las almas de sus
monjes y de la suya propia. Viviendo así en el temor saludable de aquel momento que
espera al pastor, el abad está atento a sí mismo y a su actitud frente a la opción entre
el bien y el mal. Pero esto debe ser para él sólo un debate interior, un control interior
constante que no debe pesar en la vida de la comunidad. Es importante que el abad,
como lo pide san Benito, guarde siempre la justa medida: ni turbulento o sea
agitándose siempre sin temor de Dios, ni ansioso, es decir sin animarse a actuar por
temor de que nada salga bien.
       Finalmente, la RB prevé que el abad pase él mismo del temor de la ley exterior
al temor de un corazón de hijo y que ayude a la comunidad a dar dicho paso: «Trate
de ser más amado que temido» (64, 15) y «odie los vicios pero ame a los hermanos»
(64, 11).
       San Benito da algunos consejos que ofrecen los medios para vivir este
programa:
             «Sepa el abad que debe más servir (prodesse) que mandar (praesse)»
             (64, 8).
             «Aún al corregir obre con prudencia y no se exceda, no sea que por
             raspar demasiado la herrumbre se quiebre el recipiente; tenga siempre
             presente su debilidad, y recuerde que no hay que quebrar la caña
             hendida» (64, 12-13).
             «No decimos con esto que deje crecer los vicios, sino que debe cortarlos
             con prudencia y caridad, según vea que conviene a cada uno» (64, 14).
      Por fin, se le pide al abad que no se preocupe excesivamente por los módicos
recursos de su monasterio; debe vivir con lucidez y confianza según el Salmo 33:
Nada falta a los que temen a Dios. «Ante todo no se preocupe de las cosas pasajeras,
terrenas y caducas de tal modo que descuide o no dé importancia a la salud de las
almas encomendadas a él» (2, 33). este consejo va junto con la referencia a Mt 6, 33:
Busquen el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se les darán por añadidura.
Para el abad esta es la manera concreta de vivir en el temor del Señor, a la luz de la
enseñanza de san Benito.
El Prior
       En los primeros siglos del monacato, la función del prior o del segundo del abad
originó frecuentes dificultades: «Sucede a menudo que con ocasión de la ordenación
del prior se originan graves escándalos en los monasterios» (65, 1); por eso san
Benito pide al abad que él mismo establezca a su prior, pero que retenga en sus
manos la plena organización de su monasterio. En realidad san Benito preferiría que
esa tarea se repartiera entre los decanos, más bien que confiarla a un solo prior que
entrase tal vez en competencia con el abad. Por lo tanto, se pondrá sumo cuidado en
el nombramiento del prior que se ha de hacer, «con el consejo de los hermanos
temerosos de Dios».
El Mayordomo
      «Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea
temeroso de Dios y como un padre para toda la comunidad» (31, 1-2). Las diversas
cualidades del mayordomo que se enumeran después de esta primera afirmación
                                                                         El temor del Señor   10
                                                                 Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                 Cuadernos monásticos 138
pueden indicar lo que San Benito entiende por esto. El mayordomo debe ser: «sabio»:
una vez más la sabiduría acompaña y caracteriza el temor de Dios; maduro de
costumbres; ni altivo ni agitado (31, 1). Tales son para san Benito algunos de los
rasgos del temor del Señor.
       Esta actitud fundamental del mayordomo apunta a que obre con humildad:
«Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una respuesta amable»
(31, 13) y también «niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide
indebidamente» (31, 7).
       De nuevo insiste san Benito en el pensamiento del juicio: «Mire por su alma,
acordándose siempre de aquello del Apóstol: Quien bien administra se procura un
buen puesto (1 Tim 3, 13) (31, 8), «acordándose de lo que merece, según la palabra
divina, aquel que escandaliza a alguno de los pequeños (Mt 18, 6) (31, 16).
       En definitiva toda esta actitud interior del mayordomo debe permitirle vivir en la
caridad, que es la meta propuesta: «No contriste a los hermanos» (31, 6); «no los
entristezca con su desprecio» (31, 7); Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños,
huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de todos estos ha de dar cuenta en el
día del juicio» (31, 9); «para que nadie se perturbe o aflija en a casa de Dios» (31,
19).
       Este capítulo 31 ofrece una admirable descripción de la práctica del temor del
Señor que es sabiduría, madurez y humildad, sin agitación ni orgullo y que coloca una
y otra vez en la perspectiva del juicio para vivir de la caridad y en ella.
El Hospedero
       En el capítulo 53 de la RB se pide que se ocupe de la atención de los huéspedes
un hermano cuya alma esté poseída del temor de Dios (53, 21). Y de nuevo se
relaciona dicho temor con la sabiduría: «La casa de Dios sea sabiamente administrada
por varones sabios» (53, 22).
       Nada semejante se encuentra en las Reglas anteriores y en particular en la RM,
que prevé simplemente hermanos designados por turno para vigilar a los huéspedes
tentados de robar. San Benito concede gran importancia a este responsable
permanente del alojamiento de los huéspedes, que debe no sólo cumplir bien su
función sino ejercerla con gran calidad espiritual. Ya no se trata de temer al extraño
que viene a perturbar la vida monástica, sino de temer a Cristo que viene en persona
del huésped a visitar a la comunidad. El temor de Dios es para el hospedero prenda
de discernimiento para adoptar con cada huésped la actitud que convenga.
El Portero
       El capítulo 66 de la RB se refiere también a la recepción de las personas que
llegan y a las relaciones con el exterior: «En cuanto alguien golpee o llame un pobre,
responda enseguida Deo gratias o Benedic, y con toda la mansedumbre que inspira el
temor de Dios, conteste prontamente con fervor de caridad» (66, 3). El temor de Dios
tiene aquí por fruto la bondad y la mansedumbre, y conduce a la caridad ferviente.
Temer al Señor es hacerse disponible para amar de todo corazón, con toda el alma y
con todas las fuerzas.
       También en este capítulo relaciona san Benito el temor con la sabiduría, dado
que a la puerta del monasterio pone un anciano discreto (66, 1) que, como el
mayordomo, ha de ser maduro en sus costumbres.
El Enfermero
                                                                                                                     El temor del Señor          11
                                                                                                             Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                                                             Cuadernos monásticos 138
       En el capítulo 36 de la Regla, san Benito pide que se designe para el servicio de
los hermanos enfermos, un hermano temeroso de Dios, diligente y solícito (36, 7).
       En la persona de los hermanos enfermos se reconoce a Cristo. Se los sirve para
honrar a Dios, por eso ellos no deben «molestar con sus pretensiones excesivas a sus
hermanos que los sirven» (36, 4). La expresión «servir para honrar a Dios» describe
una actitud interior que permite percibir qué es lo que san Benito entiende por temor
de Dios. Esta actitud se le recomienda particularmente al mayordomo, al hospedero y
al enfermero, con respecto a aquellos que de suyo no inspiren tal honor.
       La diligencia y la solicitud son presentadas como frutos del temor del Señor
opuestos a la negligencia que tanto el abad como los monjes deben evitar.
Conclusión
       El amor es el único motor verdadero de todo progreso en la conversión, pero el
temor es necesario en ese camino, porque acompaña al verdadero amor. Permite
evitar la presunción de aquél que quisiera ser llamado santo antes de serlo en verdad:
«Los que temen al Señor no se engríen de su buena observancia, antes bien, juzgan
que aun lo bueno que ellos tienen no es obra suya sino del Señor» (RB, Pról. 29-30).
       El temor del Señor permite también ensanchar el campo visual del espíritu. «No
actúo simplemente ante los hombres, sino ante Dios que está siempre ante mí». En
este sentido, san Bernardo llama al temor «guardián de la gracia», «cubierta del vaso
que protege el agua de la sabiduría de la contaminación de la vanagloria xii».
       Los autores cristianos de todos los siglos han manifestado cómo el temor del
Señor pone al creyente tras los pasos de Cristo en su dependencia del Padre, para
cumplir su Voluntad por el Espíritu de amor. Según santo Tomás de Aquino, la Iglesia
atribuye a Cristo la plenitud del temor, «ya que el alma de Cristo se dirigía hacia el
Padre, con afectuosa reverencia, impulsada por el Espíritu Santo. Por eso la Epístola a
los Hebreos nos dice que fue escuchado en todo a causa de su reverencia. Cristo, en
cuanto hombre, poseyó este afectuoso temor hacia Dios más plenamente que
cualquier otro hombre xiii».
       «El temor de Dios es verdaderamente la base de la sabiduría». Permite dar
cuerpo a la fe; el movimiento del espíritu se traduce en una actitud concreta de todo
el ser que acoge a Dios presente en toda criatura. Aquí está el único camino de una
verdadera conversión. Dios está concretamente presente en su creación; mediante el
temor del Señor, el hombre va tomando mayor conciencia de ello, acepta vivir en
dependencia de dicha presencia, nunca se halla solo, siempre está en presencia del
Otro con quien entabla sin cesar una relación de Alianza, de Amor.
          i
             Abad del Monasterio San Martín (Ligugé. Francia).
          ii
               Traducido del original, “La crainte du Seigneur”, aparecido en Lettre de Ligugé, n° 267, enero-marzo 1994, pp.3-19. Versión castellana
de las Hnas. de la Abadía de Santa Escolástica (Victoria, Buenos Aires, Argentina). [Ver del mismo Autor la trad. del art. Renunciar en CuadMon n°
137 (2001), pp. 147-157. N. de la R.].
           iii
                Cf. É BOULARAND, «Crainte» Dictionnaire de spiritualité 2/2, 1953, 2163-2511; A GARDEIL, «Crainte» IV, Dictionnaire de
théologie catholique 3, 1907, 2014-2020.
           iv
               Cf. Dt 20, 3; Jos 10, 25; 11, 6; 1 S 22,23; 23, 17; Is 44, 2. 8; Jr 1,8; 46, 28; So 3, 16; Mal 1, 6…
           v
               É. Boularand, art. «Temor» (cf. la nota 1), cols. 2475-2483 sobre los Padres Griegos.
           vi
               Ibid., cols. 2483-2488.
           vii
                Cf. Sermón 161,7.
           viii
                Cf. Sermón 161, 9.
           ix
               Cf. Com. sobre San Juan 43,7.
           x
               Cf. Inst. IV,31.
           xi
               Cf. Casiano, Conf XI,13.
           xii
                Cf. Carta 372 y Sermón sobre el Cantar 54.
           xiii
                Cf. Suma Teológica III, q.7 a.6, en BOULARAND, Dictionnaire de spiritualité 2/2, 2509-2510.
                                                                          El temor del Señor   12
                                                                  Jean –Pierre Longeat, OSB
                                                                  Cuadernos monásticos 138
       Pero el temor del Señor no es solamente el principio de la sabiduría, es también
el tesoro de la sabiduría. El temor permite llegar a la meta que es la caridad; en la
caridad se halla el tesoro de un temor enteramente libre, plenamente amante, que
permite vivir superando las ilusiones siempre posibles de los amores de este mundo.
       El temor de Dios está en el orden del día de toda vida espiritual. Confiere peso
a toda vida espiritual. San Benito lo expresa claramente cuando describe la actitud del
monje «logrado» en el duodécimo grado de humildad: no es turbulento, ni agitado, ni
disperso, es un hombre que manifiesta la humildad en todo su ser, sin ninguna
ostentación, incluso en su cuerpo. Ese monje llegará pronto a aquella caridad que,
siendo perfecta, excluye el temor inicial, para recibir la gracia del Espíritu Santo, como
un servidor purificado, habitado por el único amor de Cristo.
       Para vivir con Cristo, que ama al Padre, recibe todo de Él y le entrega todo
durante su vida como hombre, con la fuerza del Espíritu, es necesario penetrar en el
misterio divino con infinito respeto, un temor justo y bueno, el único que permite
recibir en lo más profundo del ser el don de la Pascua, más allá de todo miedo y de
toda muerte, para vivir desde ahora con la libertad de los hijos de un Padre
amantísimo.
                                                                     Abbaye Saint-Martin
                                                                         F-86240 Ligugé
                                                                                 Francia