Ursula K.
Le Guin
Los que se marchan
de Omelas
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Biblioteca Anarquista La Revoltosa
Alcorcón, Agosto 2016
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del «alma perdida» continúa:
«Todas las ideas agudas y elevadas son revolucionarias.
Se nos presentan mucho menos como efectos de la experiencia
pasada que como probables causas de experiencias futuras; son
factores ante los que habrán de inclinarse el medio ambiente y las
lecciones aprendidas hasta ahora.»
Estas dos frases se aplican muy directamente a este cuento, a la
ciencia ficción y a todo el pensamiento acerca del futuro en general.
Los ideales como «probable causa de futuras experiencias» ¡he aquí una
observación sutil y estimulante!
Por supuesto, no fue leer a James y sentarse y decir: «Ahora escri-
biré un cuento acerca de esa “alma perdida”». No suele ser tan sen-
cillo. Me senté y empecé a escribir una historia, únicamente porque
8 me apetecía, pensando sólo en la palabra <<Omelas>>. Venia de una
señal de carretera: Salem (Oregon) leída al revés. ¿Ustedes no leen los
letreros de la carretera al revés? POTS. NÓICUACERP soñin. Ocsic-
narf Nas… Salem es igual a schelomo, que es igual a salaam, que es
igual a Paz. Melas. O melas. Omelas. Homme hélas. «¿De dónde saca
sus ideas, señora Le Guin?». De olvidar a Dostoievski y leer los letreros
de la carretera de derecha a izquierda, naturalmente. ¿De dónde, si no?
Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las
golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante
ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto,
los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los
buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes
encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas
de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos,
avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos
vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de ros-
tros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos
a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles,
el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores
y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más
que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y
sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas
por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones
avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia
la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas,
desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos
cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera.
Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin
freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado,
verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se
mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal
que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte
y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas 9
con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve
que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego
blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del
cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y
chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno
donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios
prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las
calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima,
avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el
aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un
inmenso y alegre repicar de campanas.
¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir
a los ciudadanos de Omelas?
No eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las pala-
bras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas
las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Con una descripción así,
uno tiende a hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como
ésta, uno espera ver al rey montado en un espléndido garañón
y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro
transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había
rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No
eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad,
pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían
sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publi-
cidad, ni policía secreta, ni bombas. Y sin embargo, no eran
gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni nobles salvajes, ni
cándidos utópicos. No eran menos complejos que nosotros. Lo
malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por
los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo
más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el mal
es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir
la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no
10 les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar.
Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la
violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos
perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni
celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas pala-
bras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños
ingenuos y felices… aunque, de hecho, sus niños eran felices.
Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no
era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría
poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder conven-
cerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento
de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano
país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes
mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que segura-
mente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su
tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando
sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de
Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo dis-
cernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni
nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría
—la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo,
la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefac-
ción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase
de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado:
lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un
remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso:
es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo
me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas lle-
garon a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en
pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la esta-
ción de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque
su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado
de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no
les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas,
caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil
añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos 11
arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magní-
ficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en
éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer,
amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la
sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será
mejor no tener templos en Omelas… al menos no templos mate-
riales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas
pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofre-
ciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al
placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos
que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando,
dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este
no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales
deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comu-
nidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen.
¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no
existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aque-
llos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede
perfumar las calles de la ciudad. El drooz no produce adicción.
Otorga primero al cuerpo y a la mente una gran claridad y una
increíble ligereza de miembros, y luego, tras algunas horas, una
ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones sobre
los secretos más íntimos y recónditos del Universo, al tiempo
que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación.
Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe
existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante
ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del
valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tam-
poco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no
es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror
y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un
triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo
exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que
hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del
12 verano dominando el Mundo: eso es lo que hincha el corazón de
los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria
de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la
necesidad de tomar drooz.
La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campos
Verdes. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas
rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están
llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen
prisioneras en la benévola barba gris de un anciano. Los chicos y
las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca
de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda,
gorda y sonriente, distribuye flores de un cesto, y la gente se las
mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años
permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una
flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen,
pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera
les ve, sus ojos obscuros están perdidos en la suave y ondulante
magia de la melodía.
De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta
de madera.
Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una
trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla
junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante.
Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los
jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran
palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy
seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea
de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da
la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el
viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.
¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta cele- 13
bración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme
describirles algo más.
En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de
Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas man-
siones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave,
y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra
en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana
recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En
un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas
duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de
un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como
suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto
tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena
o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este
lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis
años, pero de hecho tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá
naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo,
a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y
a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y perma-
nece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos
escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles.
Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y
la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta per-
manece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas
veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—,
algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre,
y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra
a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se
le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de
horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son lle-
nados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave,
los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta
no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido
14 en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su
madre, habla algunas veces.
«Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».
Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba
pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que
gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos
cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su
vientre una enorme protuberancia; vive con medio cuenco diario
de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son
más que una masa de infectas úlceras, y permanece constante-
mente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas.
Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden
que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus rela-
ciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento
de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la sua-
vidad de su clima dependen completamente de la horrible
miseria de aquel niño.
Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen
entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender;
y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque
hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas
veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido expli-
cado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresio-
nados y disgustados por lo que ven. Sienten aversión, algo que
creían superado. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese
a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño.
Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido
a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si se le lavara y
recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno, desde luego.
Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría
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de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma hora.
Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de
Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad
de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno
solo: esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atravesara las
murallas.
Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que
decirle una palabra amable al niño.
A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inun-
dados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afron-
tado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante
semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse
cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no sacaría mucho
provecho de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y
alimento, por supuesto, pero no mucho más. Está demasiado
idiotizado y degradado como para sentir la menor alegría real.
Ha vivido durante demasiado tiempo atemorizado para verse
alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado sal-
vajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De
hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgra-
ciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos,
sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan
cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar
la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas
y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de
su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del
esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida
e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no
son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del
niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la
nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandio-
sidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan conside-
rados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable
16 no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que
toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mien-
tras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera,
bajo el Sol de la primera mañana del verano.
¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales?
Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.
A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver
al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de
hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un
hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno
o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la
calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y
abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico
o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar
poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hun-
dirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos
va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen.
Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven
nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual
se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad.
Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin
embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy
bien hacia dónde van.
Fin.
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