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El Legado Andalusi (Juan Goytisolo)

La cultura española se distingue de otras culturas europeas por su legado andalusí de más de 10 siglos bajo dominio musulmán, que dejó una profunda huella en el idioma, costumbres y arte de España a pesar de su eliminación posterior. Aunque este patrimonio andalusí fue ignorado durante mucho tiempo, actualmente se reconoce como una expresión única de la riqueza cultural de España y parte integral de su patrimonio europeo.
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El Legado Andalusi (Juan Goytisolo)

La cultura española se distingue de otras culturas europeas por su legado andalusí de más de 10 siglos bajo dominio musulmán, que dejó una profunda huella en el idioma, costumbres y arte de España a pesar de su eliminación posterior. Aunque este patrimonio andalusí fue ignorado durante mucho tiempo, actualmente se reconoce como una expresión única de la riqueza cultural de España y parte integral de su patrimonio europeo.
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EL LEGADO ANDALUSI: UNA PERSPECTIVA OCCIDENTAL

La cultura española se distingue de las restantes culturas de la actual Europa Comunitaria por
su occidentalidad matizada. Si su pertenencia al conjunto no ofrece dudas, brinda no obstante
una serie de componentes y rasgos, fruto de su pasado histórico, singulares y únicos. La
presencia musulmana en nuestro suelo a lo largo de diez siglos -desde la invasión árabo-
beréber del año 711 a la expulsión de los moriscos en 1609-, aunque tenazmente combatida y
finalmente extirpada, ha dejado una profunda huella en su lengua, costumbres modos de vida,
arte, literatura. Si a ello agregamos el papel desempeñado en la Edad Media por una
floreciente comunidad hebrea que actuó de correa transmisora entre sus compatriotas de las
otras dos religiones monoteístas, comprenderemos mejor que este factor semita de España -
pese a su drástica eliminación por los Reyes Católicos en nombre de la uniformidad religiosa y
una supuesta limpieza de sangre- haya embebido nuestro carácter y hábitos incluso de forma
inconsciente y por vías a menudo ocultas.

Las fastuosas conmemoraciones del Quinto Centenario, esto es, de la fecha clave de 1492 -
que abarca no sólo el "descubrimiento" de América sino también la caída del reino nazarí de
Granada y destierro de los judíos-, incluían en su programa -a modo de tardía y modesta
reparación- un homenaje a Al Andalus y a Sefarad, a la España de las castas vencidas,
víctimas del fanatismo inquisitorial y las absurdas mitologías de nuestros antepasados (¡los
hidalgos españoles del Siglo de Oro se consideraban herederos del reino visigodo abatido en el
siglo Vlll por Tarik y Muza!). Pero la celebración de estas dos entidades abstractas,
desvinculadas de la realidad que las engendró y de la que ellas a su vez engendraron, a fin de
rehabilitar un pasado trunco y exorcizar nuestra conciencia culpable, se llevó a cabo con
propósitos muy distintos: mientras se ensalzaba el esplendor de Sefarad como presencia viva y
el rey de España pedía solemnemente perdón a los descendientes de los sefardíes
expulsados, Al Andalus era enhestado como ideal luminoso y bello pero muerto, y ninguna voz
se elevó a entonar un mea culpa, por el bárbaro decreto del Tercer Filipo y su valido el duque
de Lerma. Con la misma tesitura que algunos arabistas de ayer -para quienes la civilización
árabe se detenía en el siglo XIV y su aproximación a ella seguía las pautas de los latinistas
respecto al latín-, se proclamaba el reconocimiento y admiración a un patrimonio que, no
obstante el hecho de ser nuestro, no mantendría ninguna conexión con el arte, cultura y
sociedad de la España contemporánea.

Los tiempos han cambiado, desde luego, y lo que antes se percibía como ultraje, luego como
curiosidad y por fin como valor -un valor perturbador, eso sí, a causa de su naturaleza
anómala-, se exhibe hoy en los tratados arquitectónicos, guías artísticas y folletos destinados al
turismo como una de "las glorias imperecederas del viejo solar hispano". Aun así, la ocultación
continúa pues, como sabemos, la llamada Reconquista se acompañó con una destrucción
sistemática de los monumentos musulmanes, tanto civiles como religiosos, como la llevada a
cabo en fechas recientes por los griegos en Chipre y los serbios en Bosnia. Según muestra por
ejemplo Miguel Barceló, la Isla de Mallorca sufrió las consecuencias de dicho etnocidio
purificador y sólo la intervención de Alfonso X salvó a la Giralda de la demolición exigida por el
clero (léase el libro de Ballesteros Beretta sobre el rey Sabio). La hermosura y magnificencia de
algunos monumentos célebres hoy en el mundo entero, desde la mezquita Omeya de Córdoba
al palacio nazarí de la Alhambra, les preservó felizmente de la piqueta y, aunque afectados una
y otro por la construcción en el siglo XIV de una capilla real de estilo granadino y la erección del
incongruente y severo palacio de Carlos V, siguen brindando a sus visitantes la insólita
perfección de su arte. Pero todos los conquistadores incurren en ese género de asimilaciones y
afeites y los monarcas aragoneses y castellanos no fueron una excepción.

El influjo de la mirada ajena fue decisivo en el cambio de nuestra percepción del legado
arquitectónico andalusí. Una antología de los escritos de los viajeros europeos por España
desde el siglo XVII hasta comienzos del actual con respecto al tema reflejaría su asombro y
maravilla en abrupto contraste con la apatía e indiferencia de los indígenas. Varias anécdotas
recogidas por Borrow y Ford sobre esas cosillas de los moros arrojan una luz cruda sobre la
hondura del desinterés e ignorancia casi generales del propio pasado, producto de la
beligerancia antislámica de la Iglesia y del castizo desdén de los campesinos e hidalgos.

Si la mirada de los demás forma parte del conocimiento integral de nosotros mismos, la de los
visitantes franceses, anglosajones y alemanes contribuyó a rectificar poco a poco la visión de
las obras de arte islámicas y la escasa atención que merecían. Basta con comparar las
increíbles opiniones de un arabista como Simonet referente a la Alhambra con las de
Washington Irwing, para captar de inmediato el abismo de prejuicios que 1as separaba. Muy
significativamente, las primeras apreciaciones positivas de la España musulmana vinieron de la
pluma de los afrancesados y liberales exiliados en Londres. Siglos de hostilidad expresa o
sorda condenaron a los monumentos conservados a la incuria y vejámenes del tiempo como a
los millares de manuscritos arábigos de El Escorial y otras bibliotecas a acumular polvo. El
arabismo español no surgiría sino en la segunda mitad del XIX.

Ello tiene una explicación plausible. La decadencia militar, social, económica y cultural de
España con el ocaso de los Habsburgo originó una reacción en los espíritus más lúcidos,
imbuidos de las ideas regeneradoras de la Ilustración, contra la opresión y oscurantismo
religioso culpables de nuestro atraso. La frasecilla de "Africa empieza en los Pirineos" fue
vivida a la vez en la Península como realidad dolorosa e insulto. Había que deshacerse del
peso inerte de la historia, asumir las doctrinas del progreso, ser europeos como los demás.
Para los autores de ese proyecto bienintencionado y saludable, cualquier alusión a elementos
de nuestro pasado que no se compaginaran con el abstracto ideal europeizador, resultaba
incómoda e incluso molesta. El entusiasmo de los viajeros por los tesoros omeyas,
almorávides, almohades y nazaríes caía en un terreno yermo y tardaría en calar en él.

Digámoslo bien alto: el complejo de inferioridad acerca del retraso histórico y nuestro pasado
árabe ha perdido su razón de ser. En la Europa Comunitaria a la que nos hemos incorporado,
nuestra diferencia no ha de ser ya un recordatorio penoso ni causa de frustración: la huella
musulmana en nuestro suelo, visible en todos sus ámbitos, es expresión al contrario de una
riqueza y originalidad únicas. Ningún país europeo cuenta con un patrimonio como el legado
por Al Andalus y ello no redunda en mengua de nuestro europeísmo. Somos europeos
distintos, europeos en más.

La historia nos enseña en efecto que no existen esencias nacionales ni culturas


intrínsecamente puras como sostenían los cristianos viejos y sostienen los extremistas serbios
de hoy. El mosaico de países que componen el espacio común europeo se ha configurado a lo
largo de los siglos con el choque seminal de influencias opuestas, mediante fenómenos de
hibridación, permeabilidad, contraste y emulación. La irrupción de lo heterogéneo es a la vez la
del espejo en el que nos vemos reflejados y un incentivo imprescindible. Cuanto más viva sea
una cultura, mayores serán su apertura y avidez respecto a las demás. Toda cultura es a fin de
cuentas la suma total de las influencias que ha recibido.

La experiencia de España -como la del mundo árabe- revela que sus periodos de buena salud
y expansión coinciden con los de su receptividad y multiplicación de contactos con lo exterior
mientras que los de descaecimiento y postración se caracterizan por la busca baldía de unas
"esencias" que constituirían el núcleo de su alma primitiva y sin mezclas: ortodoxia nacional y
religiosa, autosuficiencia, rechazo de lo extraño, repliegue a valores identificatorios petrificados,
miedo obsesivo a la contaminación del vecino.

Cuando se abolió la convivencia medieval y los Reyes Católicos y sus sucesores impusieron
una homogeneidad sin grietas, nuestra cultura se transformó en erial: España se desenganchó
paulatinamente del tren de la historia y se privó hasta fecha reciente del acceso a la
modernidad.

Este desdichado ejemplo cifra una amarga lección y advertencia. La Europa Comunitaria no
debe adoptar en ningún caso, como propugnan sus ultras, una actitud conservadora fundada
en un ámbito cultural estricta y reductivamente europeo por muy rico y deslumbrador que a
primera vista aparezca. Un proyecto cerrado a la movilidad y mestizaje concomitantes a lo
moderno nos convertiría en gestores prudentes del pasado, despojándonos de esa curiosidad
por lo ajeno que es el rasgo más destacado de los mejores escritores, arquitectos y pintores de
nuestro siglo. El extraordinario patrimonio artístico y cultural de Al Andalus formó parte durante
centurias del mundo occidental antes de ser desalojado de él por la nueva idea de Europa,
devuelta a sus raíces helénicas sin intermediario de los árabes, forjada en el Renacimiento.
Esa Europa inventada a finales del siglo XV separó brutalmente las dos orillas del Mediterráneo
y repudió como ajena la realidad cultural que la alimentó durante la Edad Media. Es hora ya,
próximos a entrar en el nuevo milenio, de que reincorporemos dicho patrimonio al lugar que le
corresponde: como expresión de una occidentalidad distinta, representada por Al Andalus en el
terreno de la arquitectura, filosofía, ciencia y literatura.

Las grandes creaciones omeyas, almorávides, almohedas y nazaríes -fruto de los trasvases y
corrientes migratorias entre la Península y el actual reino de Marruecos-, así como sus
ramificaciones magrebíes, sursahariamas y mudéjares, han de ser vistas hoy como paradigma
de una visión ecuménica que incluya las nociones de diferencia, anomalía, mescolanza y
fecundación. Aprendamos la lección magistral de Gaudí y de Picasso y compartamos su apetito
voraz por el arte de todos los continentes y épocas.

 
gema.martin@uam.es

Dpto. de Estudios Arabes e Islámicos


Facultad de Filosofía y Letras
28049 Canto Blanco- Madrid

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