El Seguimiento de Jesús Mediante Los Valores Monásticos
El Seguimiento de Jesús Mediante Los Valores Monásticos
EL SEGUIMIENTO DE YESHÚA
En cierta ocasión Jesús replicó a Tomás: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al
Padre sino por mí” (Jn 14,6); y previamente en el mismo evangelio, exclamó el Maestro: Yo soy
la luz del mundo, el que me sigue no marchará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn
8,12).
Camino y Seguimiento. ¿y qué significan estas palabras de Jesús? Pudieran calificarse de
expresiones técnicas que caracterizan la vida de Yeshúa en su impacto hacia los otros. Su pre-
sencia y su paso delante de cualquiera no dejan indiferente a nadie. Por eso, quizá, el Evange-
lio y toda la tradición espiritual cristiana resaltan la importancia del término “akoluthein” (se-
guir), con el añadido de “opisô // opisô moû””Seguidme detrás”, “sígueme”, como se lo lanzó
bruscamente a Mateo (Mt 9,9) por eso el verbo “seguir” se aplica a quienes de alguna manera
siguen a Yeshúa en sentido literal y físico. Los que le siguen son sus “seguidores”. Es concebible
que su personalidad atrajese primero a diversas multitudes ocasionales, de las que luego obtu-
viera discípulos más estables, para que, finalmente entre ellos, se constituyera un grupo per-
manente de doce seguidores. Tal hipótesis no carece de verosimilitud.
En suma, pasando de un grupo a otro imaginamos a los seguidores de Yeshúa formando
círculos concéntricos: las “multitudes” serían el círculo más externo; los “discípulos, el círculo
medio; y los “Doce”, el círculo interno. Bien que los límites entre estos grupos no aparecen
claramente definidos.
Las multitudes (ójloi) es círculo mayor y menos estable. Nadie niega que Yeshúa tuviera
una enorme capacidad de atraer grandes multitudes. Parece como una masa numerosa e indi-
ferenciada que le rodeaba siempre. Se resaltan casos más llamativos como el evento de la
multiplicación de los panes, cuando se agolparon cuatro o cinco mil individuos; aunque en el
fondo subyace probablemente alguna memorable comida simbólica que Yeshúa hubiera cele-
brado con un grupo de seguidores junto al lago; en el pasaje de curación de la hemorroisa se
encuentra en medio de una multitud que lo estrujaba. Además, con este fondo multitudinario
la crucifixión de Yeshúa es mucho más fácil de entender que si pasara sin pena ni gloria para la
mayor parte de la población y no lograra un considerable número de seguidores. Lo mismo
que al Bautista, dice Josefo, el éxito le acarreó la muerte; las grandes multitudes que atraía,
despertaron a su vez la malsana y fatal atención de la autoridad política. Pese a todo, en la
búsqueda de las multitudes históricas los resultados son lamentablemente vagos y escasos. Las
multitudes no tienen rostro, son anónimas; y además no se computan.
Los discípulos (mathêtai), sólo aparecen en los evangelios. Josefo narra cómo Eliseo “si-
guió” al profeta Elías y se convirtió en su “discípulo y sirviente” (mathêtés kai diákonos) (Ant-
Jud 9,2, 4 &68). Es posible que Josefo pudiera estar releyendo pasajes bíblicos a la luz del mo-
vimiento farisaico, fenómeno que a su vez refleja el influjo cultural helenístico. Un elemento
clave de la condición de discípulos en los evangelios consiste en haber recibido una invitación
específica de Yeshúa a seguirle. En todo esto hay que precaverse también de las posibles crea-
ciones redaccionales de los evangelistas. También Yeshúa fue discípulo de Juan-Bautista por el
mero hecho de someterse al bautismo; aunque se pueda hablar de un discipulado en sentido
limitado. El modo en el que los discípulos de Jesús se han convertido en testigos se ha estudia-
do bajo el ángulo de la continuidad o discontinuidad entre el Jesús histórico y la predicación
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cristiana ulterior. Se trata ahora de examinar cómo Yeshúa ha hecho discípulos y formado un
grupo de compañeros.
Los Doce. El hecho más destacado es la constitución de un grupo particular de doce discí-
pulos que Jesús llamó apóstoles. Este grupo está definitivamente consolidado al final de la vida
pública de Yeshúa, y lo hallamos con ocasión de Pentecostés (Hch 2,14) después de que Judas
ha sido sustituido para completar el número, entidad conocida de Pablo, que indica que Jesús
resucitado se apareció a Cefas, luego a los Doce; más tarde se apareció a más de quinientos
hermanos a la vez… a continuación se apareció a Jacobo, y poco después a todos los apósto-
les… y en último lugar también se me apareció a mí, como a un aborto (1Cor 15,4-8). En esta
lista, los “Doce”, que aparentemente se incluye a Cefas, constituyen la estructura de base, que
domina a los hermanos y a los otros apóstoles. Sin embargo, en los evangelios, no se ve clara-
mente el vínculo entre la llamada uno a uno de los discípulos más cercanos y la formación del
grupo de los Doce, escogidos entre un gran número de discípulos.
¿Qué concluimos de todo esto? Creo que las palabras del Señor: “Yo soy el Camino, la Ver-
dad y la vida” – con independencia den sentido que les diese Yeshúa son el Verbo, que habita
en todo ser viviente. Y que seguir a Cristo no sólo es hacer el bien en el mundo. Hay que reali-
zarse a sí mismo. En nosotros mismos hay algo que reconocer que es espiritual y que nos impe-
le a experimentarlo. En este caso concreto Cristo es una palabra que designa el núcleo del Ser,
que es interior a él del cual nadie se ha encontrado en estado de no redención, y cuya toma de
conciencia es su vocación, la cual se hizo posible por las enseñanzas, la vida y la muerte de
Yeshúa. El cual precisamente por su muerte, Dios mismo lo enalteció (hyperýpsôsen) conce-
diéndole el Nombre-sobre-todo-nombre (to ónoma to hyper pân ónoma) (Filp 2,9). Este enal-
tecimiento se confunde para Pablo con la resurrección o ascensión, como acción soberana del
Padre; y al conferirle un nombre, le atribuye no sólo un título sino una dignidad real (cf. Ef
1,21; Hch 1,4). Aquí Pablo piensa en el nombre del Señor, que en el griego de los LXX es el vo-
cablo utilizado para expresar el nombre impronunciable, inconcebible, inimaginable del mismo
Dios “Yahvé”(Ex 3,15), vinculado al Ser Soberano. De este modo el Señorío y la trascendencia
de Dios se revelan en Yeshúa en su extremada humillación y extenuación. Pero esto no es to-
do, al mismo tiempo nos ha dejado (ignopoiei) a nosotros los humanos su “forma de esclavo”
(morphê toû dolou), para que en ella descubramos, investiguemos, descifremos y “sigamos sus
huellas” (epakolouthêsête ígnesin)” (1Pe 2,22). Es huella de algo y de alguien que ha pasado, y
ha dejado la marca de las planta de sus pies. La huella no deja indiferente. Alguien se siente
atraído y “sigue la huella; es un “ignêlátês”; y las observa (ignoscopôn), sigue las marcas. El
verbo se usa en asuntos de caza, y se aplica al perro que olfatea unas huellas.
En una expresión ampliamente comentada por KARL JASPERS la trascendencia es cifra. Por-
que la huella, como veremos, es ausencia; mejor, presencia en la ausencia. Y la cifra requiere
un incesante desciframiento en la misma naturaleza humana, en la nuestra individual, para
descubrir y seguir en la forma de esclavo, la huella que Yeshúa nos ha dejado en su vida y
mensaje, la realidad inconmensurable, indecible, inconcebible, de lo divino en nosotros, de la
realidad de Cristo. “La cifra y la huella”, ambas combinadas reclaman el “desciframiento” en
“la teología negativa” que allana el ámbito del alumbramiento en el que el hombre que piensa
el pensamiento de Dios a través del “no”, experimenta la realidad e Dios impalpablemente en
su “existencia” histórica. (La fe filosófica ante la revelación, Madrid 1968, 219ss). La acción de
descifrar la huella corresponde a la bella expresión griega “ignoscopía”. Nuestra gran tarea en
la vida consiste, por tanto en ser “ignoscopeis”, esto es, descifradores de la huella.
Llamada, seguimiento físico y ruptura
La iniciativa de Yeshúa en la llamada se caracteriza por su carácter imperioso. No admite
oposición ni demora, cualesquiera que sean las circunstancias (Mt 8,22; Lc 9,59-60). Un candi-
dato pide permiso para enterrar a su padre. Pero Yeshúa se lo niega con una impresionante
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sequedad: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Este requerimiento a desentender-
se de una obligación elemental de piedad para con un padre difunto, reconocido por todos los
judíos, no vuelve a encontrarse en el NT ni es presentado nunca como un deber para los segui-
dores de Jesús, contemporáneos o posteriores a él, con el resto de la literatura cristiana primi-
tiva. Resulta extrañamente discontinuo con la moralidad fundamental entonces valorada tanto
por los judíos como por los cristianos. De hecho, es discontinuo con la sensibilidad básica del
antiguo mundo mediterráneo en general.
El discipulado surge de una particular interacción social: la decisión de Jesús de pedir impe-
riosamente a ciertas personas que le sigan y la obediencia de esas personas respondiendo. El
discipulado implica no la simple relación entre el discípulo individual y su maestro, sino la for-
mación de un grupo en torno al maestro que ha llamado a sus componentes. Modo poco habi-
tual, o acaso único, en el judaísmo palestino de su tiempo. Incluso la llamada del Bautista no va
directamente a individuos, sino a todo Israel, y consiste en una invitación al arrepentimiento y
a recibir su bautismo. Luego, según parece, la mayor parte de los bautizados volvían a sus ca-
sas. Algunos permanecían con él durante algún tiempo, pero por lo que parece colegirse de Jn
1,35-41, dejaban el círculo del Bautista cuando así lo creían oportuno. Josefo cuenta cómo se
hizo “discípulo” (Vida 2 &11-12), y se hizo un ferviente seguidor de Banno durante tres años.
Pero fue él quien buscó a ese asceta judío que llevaba vida solitaria en el desierto y practicaba
abluciones rituales. En el caso de Jesús, el deseo sincero de seguirle no es suficiente, como en
el caso del geraseno curado (Mc 15,18-20; Lc 8,38-39). Requiere su llamada.
Era imposible seguir a Yeshúa permaneciendo en casa y dedicado al estudio de sus ense-
ñanzas; tampoco asistiendo a su supuesta escuela para aprender directamente de él, como en
el caso de Ben Sirá (Eclo 3,1-16; 7,27-28; 14,11-16; 31, 8-11). Si un discípulo rabínico se vincu-
laba a un prestigioso maestro era exclusivamente para aprender de él una sabia y fiable inter-
pretación de la Torah; pero cuando el discípulo completaba su instrucción se desvinculaba del
maestro. En cambio, según Lc 9,59-62, el objeto principal de Yeshúa al llamar a sus discípulos
no era enseñarles la Torah, sino hacerles experimentar y proclamar el reino de Dios, activida-
des que, al parecer, ligaban al discípulo con Yeshúa y su mensaje por un tiempo indetermina-
do. Volverse después de haber atendido esa llamada – o, lo que es lo mismo, dar la espalda al
seguimiento de Yeshúa – era mostrarse inepto para el reino. Por eso, no resulta sorprendente
el tono de reproche perceptible en la lacónica referencia marcana del arresto en Getsemaní:
Todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron (Mc14,40 p.) Abandonar a Yeshúa – y más a la
hora de peligro – equivalía a una deserción.
Es innegable que seguir a Yeshúa como discípulo implica un duro coste con una posibilidad
de peligro y hostilidad. Porque se dejaba casa, familia y ocupación habitual, el “coste del disci-
pulado”, todavía más sensibles en los días finales de su actividad pública. Y en cuanto a la cues-
tión de si Yeshúa enseñó a sus seguidores lo que el discipulado suponía de alto precio sólo se
pueden forjar conjeturas.
Expresiones como salvar o perder la propia vida. Pocos dichos de Jesús están tan bien ates-
tiguados como éste” (Taylor). Mc 8,35 concreta en “dar la vida por mí, y por el evangelio”. Pese
a todo no deja de ser una expresión sospechosa, porque “evangelio” es un término teológico
privilegiado por Mc; sin ningún adjetivo no se da en ningún otro evangelista. Sabemos que las
expresiones “evangelio” proceden claramente de la actividad redaccional de Mc: Mc 1,1.14.15.
Por eso, lo más probable es que al menos la expresión “por el evangelio” no pertenezca a la
forma primitiva del aforismo original.
Y, ¿qué decir de la sentencia negarse a sí mismo y tomar la propia cruz (Mc 8,34)? Parece
ser que significa que el candidato debía abandonar totalmente sus intereses. En otras palabras,
debe decir “no” a su persona y a su ego como norma y objeto fundamental de la propia vida.
Intensificando a propósito la idea negativa de este primer medio, Yeshúa añade la impresio-
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nante y atroz imagen de un criminal condenado que, desnudo, es obligado a echarse encima el
madero horizontal de su cruz y a llevarlo hasta el lugar de la ejecución (donde el madero verti-
cal estaba permanentemente fijo). Ningún otro símbolo más escandaloso y tremendo del tener
que decir adiós a todo lo que venía constituyendo la propia vida (incluidos los bienes y medios
de mantenimiento), al pasado (con todos los lazos familiares) y al futuro (con todos sus planes
y proyectos) podría ser imaginado por un judío del siglo I, que estaba muy familiarizado con
este tipo de ejecución. La completa pérdida de control sobre la propia vida (de hecho, hasta las
propias funciones corporales en público) se hacía todavía más terrible por la vergüenza y el
escarnio que acompañaba esta lenta y dolorosa muerte.
Yeshúa solía utilizar símbolos escandalosos para aumentar la capacidad de penetración de
su mensaje (Por ejemplo, Mt 19,12, que alude a los “eunucos por el reino”; Mc 14,22 en la
expresión “tomad, esto es mi cuerpo”, pero ninguno podría ser tan escandaloso como éste. La
cuestión es clara: los que quieren seguir a Jesús como discípulos deben antes calcular los cos-
tes con serena objetividad (cf. Lc,14, 28-30. 31-32); no es fácil el camino hacia el discipulado.
Seguir a Jesús es decirse “no” como centro de la propia existencia (“negarse a sí mismo”).
Algunos críticos presentan el texto de Mc 8,34 par, como una creación cristiana porque em-
plea el símbolo de la cruz, símbolo cristiano por excelencia. Pero esto es conceder a los cristia-
nos del siglo I el monopolio sobre un instrumento de tortura y muerte que era aplicado dema-
siado liberalmente a habitantes o romanos de las provincias alejadas del centro del Imperio.
La ruptura es una secuela del apostolado, y no menos dura, consiste en afrontar la hostili-
dad de la propia familia. Es concomitante en Yeshúa la ruptura con su familia y formación de
su discipulado. Yeshúa fue bien acogido en Cafarnaúm y en otra parte, pero rechazado en Na-
zaret por “los suyos”. “Los suyos” son en primer lugar la familia, o más generalmente los habi-
tantes de Nazaret, que hay que considerar como un “clan de nazoreos”.
Esta dimensión personal, ligada a la conversión, se activa en las diversas parábolas de Jesús.
Como Juan-Bautista, la toma con aquellos que se contentan con ser descendencia de Abraham,
pero que han perdido la fe de Abraham. Cuando se anuncia a Yeshúa que su madre y sus her-
manos le esperan, muestra a sus discípulos y dice: Estos son mi madre y mis hermanos, pues
cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es hermano mío, her-
mana y madre. En otro lugar declara (Lc 14,27-27): Si alguien acude a mí sin “odiar” a su padre,
a su madre… no puede ser discípulo mío. El que no lleva su cruz y me sigue no puede ser discí-
pulo mío. Esta invitación de amplio alcance se comprende bien a partir de su propia vida, pues-
to que él se ha separado de su familia para entrar en el bautismo de Juan.
No todo el sufrimiento y oposición del que Jesús habló procedía de gentes ajenas a los
discípulos o de los gobernantes. Una buena parte de la cruz que Jesús prometía a los discípulos
eran enfrentamientos con sus propias familias, derivados de su seguimiento literal de Jesús por
Palestina. En el mundo mediterráneo, tanto antiguo como moderno, el poder político, el go-
bierno, suele ser visto como un enemigo, como un mal necesario que hay que mantener lo
más lejos posible. Aquello en lo que se confía, de lo que se depende y a lo que se ayuda de
buena gana es la propia familia extensa, la principal seguridad social de las sociedades campe-
sinas. Cortar por un período indeterminado los lazos de apoyo emocional y económico, desde-
ñar el “único grupo de opinión” cuya opinión afectaba diariamente a la vida del individuo, para
seguir el vergonzoso camino de abandonar la propia familia y ocupación en una sociedad ba-
sada en el concepto de honra-deshonra, no era una opción fácil para el campesino corriente de
Galilea o Judea. Cabe suponer, por tanto, que Yeshúa advirtiese a sus seguidores de este coste
inicial del discipulado. Aquí encaja el texto de Mc 10,28-30: Nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido…”. Algunos comentaristas se esfuerzan en señalar que Jesús no enuncia aquí
garantías de recompensa, ni las precisas condiciones que hay que reunir para recibir la vida
eterna.
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Como en Jn 12,25 habla de “aborrecer u odiar”, (en el caso que nos concierne a los miem-
bros de la propia familia) es típico del chirriante lenguaje que emplea Yeshúa para subrayar el
precio del discipulado. Alude en este “logion” Lc 10,38-42; Jn 12,1-8, a la necesidad de preferir
a Jesús sin reservas cuando la familia se opone al discipulado o exige del aspirante a discípulo
algo incompatible con ese compromiso. Aparte de un competidor, las autoridades del templo
veían en este extraño profeta itinerante un peligro; y seguramente no eran los únicos en con-
siderarlo como tal. Se quiera o no, la llamada de Yeshúa al discipulado debía ocasionar una
violenta división en algunas familias palestinas.
Como muestran varias fuentes, cuando Yeshúa exigía para ser su discípulo que se abando-
nara la propia casa, arriesgándose a suscitar la reprobación de la familia, simplemente les es-
taba pidiendo que pasasen por la experiencia que él mismo había vivido. Aunque en su forma
actual Mc 3, 20-25 es una composición marcana, los varios componentes que Marcos ha jun-
tado en este texto indican que en la primera generación cristiana hubo una tradición según la
cual la familia de Yeshúa no creía en la misión que desarrollaba durante su ministerio público.
En Mc 3,31-35 la madre y los hermanos se sienten rechazados por él cuando acuden a verlo. Al
ser informado de su presencia, Yeshúa, fríamente, deja que esperen fuera de la casa donde
está enseñando, mientras proclama que la gente que sigue atentamente sus palabras sentados
alrededor de él es su verdadera familia. El mismo Mc hace esta escena aún más negativa en su
introducción redaccional (3,21), donde describe cómo la familia de Yeshúa se dirige a él para
echarle mano porque piensa que se ha vuelto loco. Porque (Jn 7,5) ni siquiera sus hermanos
creían en él. En contraste con su madre presentada ambiguamente en las bodas de Caná (2,1-
12), que reaparece bajo una luz positiva junto a la cruz (19,25-27), los hermanos, en cambio, se
eclipsan definitivamente en el evangelio de Juan a partir de 7,1-10. Estamos ante la teología
joánea, pero en el substrato de esa teología hay una idea básica: los hermanos de Yeshúa eran
unos increyentes respecto a su hermano. De manera completamente de Juan, Marcos repre-
senta la misma posición en contraste con los relatos de la infancia mateano y lucano. De
hecho, en su relación de la infancia, Lc retrata a María, la madre de Yeshúa, con rasgos de un
discípulo ideal.
Lo que dice Mc y luego Jn sobre la familia de Yeshúa podría haber sido embarazoso, cuando
no profundamente ofensivo, para una buena parte de la Iglesia primitiva. A pesar de su apa-
rente oposición a Yeshúa durante el ministerio público, Jacobo, el hermano de Jesús, afirma
haberlo visto resucitado (1Cor 15,7); y se convertirá en un destacado miembro de la Iglesia de
Jerusalén, hasta que sufrió el martirio (Josefo, Ant 20,9.1 &200).
No deja de causar perplejidad que Mc y Jn recogieran en sus respectivos evangelios un dato
tan incómodo. Quizá para estos evangelistas la tradición del escepticismo de los hermanos
funcionara de modo similar al relato de la triple negación de Pedro: como fuente de esperanza
para los cristianos que habían negado su fe en tempos de persecución. Ahora entendemos que
el verbo “seguir” (akolutheo) describe mejor su actividad que el verbo “aprender” (manthano).
Yeshúa era radical en lo que exigía a sus discípulos: tenían que dedicarse absolutamente a él y
a su misión.
Todo este recorrido nos traza un itinerario de la trascendencia, que ya previamente abrió
Yeshúa con su humillación y exaltación e la naturaleza humana. La trascendencia se manifiesta
exactamente allí donde el hombre va más allá de los límites de su yo natural. Aceptando la
destrucción, el absurdo o el aislamiento, la persona humana tiene la oportunidad de ser toca-
do por algo que está más allá de la vida y la muerte, más allá del sentido y el sinsentido, más
allá del aislamiento. Pues, precisamente, cuando nos enfrentamos a nuestros límites es como
más cerca estamos de las fronteras del más-allá. Además, no olvidemos nunca que la trascen-
dencia no es un concepto, no es una creencia, sino la experiencia de una cualidad que es la
expresión de una realidad presente en sí mismo.
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Una postrera pregunta a modo de complemento, sirve para cerrar el círculo del discipulado:
Yeshúa, ¿admitió también discípulas? Los evangelios describen a ciertas mujeres actuando
como miembros del discipulado, aunque sin el apelativo de discípulas. En todas las listas de
mujeres aparece Mª Magdalena. Y no paree probable que Lc crease la imagen, potencialmente
escandalosa, de unas mujeres – varias de ellas casadas – que viajaban por Galilea con Yeshúa y
sus doce apóstoles sin vigilancia de padres o esposos. No es verosímil que la descripción ofre-
cida en 8,1-3 fuera creada por Lc simplemente para introducir en su evangelio un paralelo de
las mujeres que en el libro de los Hechos prestan apoyo u hospitalidad a apóstoles y misione-
ros. Sin embargo, nunca se dice en los evangelios que Jesús instase a ninguna mujer a seguirle.
En el caso de la Magdalena, su curación podría considerarse como la llamada al seguimiento,
una interpretación que él aceptaba. Como Bartimeo (Mc 10,46-52). Un acompañamiento de
mujeres sin marido, algunas de las cuales eran antigua endemoniadas, que ahora proporcionan
a Yeshúa dinero y comida, no habría hecho sino aumentar el recelo y escándalo que el ca-
rismático galileo tenía que afrontar en una sociedad campesina tradicional. Pero, pese a todo,
él permitió que lo siguieran y sirvieran. Cualquiera que fueren los problemas de vocabulario, la
conclusión más probable es que Jesús veía y trataba a esas mujeres como discípulas. Además,
el discipulado de Yeshúa presenta una configuración poco clara, porque le siguen unos adeptos
que no dejaron sus casas. Entre otros, Zaqueo (Lc 19,1-10) y Lázaro (Jn 12,1-2). Luego están un
grupo de mujeres adictas que muestran su adhesión ofreciendo hospitalidad, como Marta y
María. Asegurando al carismático Yeshúa comida, alojamiento e incluso dinero.
¿Por qué seguir a Jesús? La respuesta más simple sería: porque él nos ha llamado a compar-
tir la utopía del Reino. De momento nos sirve esta respuesta: El Reino de Dios marca la totali-
dad del ministerio de Yeshúa; por cierto, utopía muy candente en su ambiente judío, como en
Qumrân (Manual de Disciplina, Regla de la Guerra). Pero en Yeshúa la utopía se convierte en
una obsesión, que atraviese su conciencia, moviliza su persona y todo lo ve bajo este prisma.
Sin embargo, pese a la frecuencia de la expresión en sus labios, nunca la explicó. Quizá daba
por supuesto que sus oyentes ya estaban suficientemente familiarizados con ese “reino” por
los escritos de la Torah, por las tradiciones apocalípticas de la época, por la oración y la liturgia.
Y pese a la vaguedad de su significado en el intercambio de expresiones, “Reinado de
Dios”, “reino de los cielos”, parece ser que Yeshúa trata de sugerir la noción dinámica de Dios
reinando con poder sobre su creación, sobre su pueblo y sobre la historia de ambos. O como
varios autores han expresado de modo más escueto: el reino de Dios es el reinar de Dios. Por
eso, más que a un ámbito territorial, la referencia apunta a la acción de Dios sobre los gober-
nados y a su relación dinámica entre ellos. Sin embargo, “reino” no está totalmente fuera de
lugar como traducción de “basileía” Si Dios gobierna todo el universo y en particular a su pue-
blo Israel, lógicamente tiene que existir una realidad concreta que es gobernada, una realidad
espacio-temporal que de algún modo constituya un reino en el que Dios ejerza y manifieste
visiblemente su poder. Los dichos de Yeshúa que hablan de entrar en el reino de Dios o estar
en el reino de Dios evocan necesariamente una imagen espacial, por ajena que pueda ser la
realidad última a que se refiere la imagen. ¿Puede también referirse al “reino de Dios” como
símbolo? Si se admite que el reino de Dios es un “símbolo en tensión” constituye un error tra-
tar de reducirlo a una idea o concepto. De aquí que los intentos de “definir” el reino de Dios
terminen siempre en un rotundo fracaso. El reino de Dios no es definible, es narrable. El resul-
tado de todo este proceso es que, en la época de Yeshúa, el símbolo se ha revestido de múlti-
ples facetas y dimensiones; por lo cual dentro de un mismo anuncio, se pueden hallar juntas
expresiones del reino de Dios que alternativamente lo definen como eterno, presente y futuro.
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El AT proporcionó a Yeshúa el lenguaje, los símbolos y la historia del reinado de Dios y, por
ende, una serie de significados. Lo que Yeshúa hizo con esa herencia podrá saberse tan sólo
mediante una investigación de sus dichos y hechos. Conviene indicar que el símbolo del go-
bierno de Dios como rey era utilizado en el período “intertestamentario” y a menudo estaba
relacionado con esperanzas escatológicas (a veces con elementos apocalípticos) concernientes
a la restauración de todo Israel reunido en torno al monte Sión o Jerusalén; pero no era el
símbolo único o dominante en la fe de Israel. Este pueblo expresaba su esperanza con respecto
al futuro mediante imágenes muy diferentes y a veces difícilmente conciliables; además, el
símbolo del reinado de Dios no estaba ligado a ninguna definición teológica ni a ningún marco
temporal. En otras palabras, se encontraba a disposición de Yeshúa y le era útil, por ser cono-
cido de sus oyentes y sugerir muchas facetas de la vida y la fe de Israel; pero no estaba limita-
do a ningún aspecto de esa fe. No era imprescindible para Yeshúa a la hora de presentar su
mensaje. La elección que hace de él como tema clave es sólo eso: una elección consciente,
personal y, por tal razón, el símbolo constituye un medio privilegiado de entrar en su mensaje.
El tema del reino de Dios estaba muy vivo en Qumrân. El Manual de Disciplina lo plantea
como un dualismo cosmológico y antropológico. En 4QSirSabb, MasSirSabb y 11QSirSabb,
basándose en las visiones del trono-carro de Dios y del nuevo templo en Ezequiel, sugieren un
santuario celestial, completado con el “carro-trono”, la merkaba, que posteriormente dará
origen a mucha especulación en la literatura mística de la “merkabah” y en las “hekaloth” (pa-
lacios celestiales) del judaísmo antiguo y medieval.
En los Cantos del sacrificio sabático, el reinado de Dios es concebido como una realidad
mística, celestial, a la que los qumranitas tienen acceso por medio de la liturgia esotérica de la
comunidad. Esto es difícilmente asimilable al reinado escatológico de Dios, inminente, aunque
de algún modo ya actual, proclamado públicamente por Yeshúa a todo Israel. La Regla de la
Guerra es el documento más importante de Qumrân para nuestro objetivo, dado que sólo en
él se alude repetidas veces a la realeza de Dios en el contexto de la lucha escatológica entre el
bien y el mal, a la par que se distingue entre el reinado transcendente de Dios y los dominios
dualísticos de las criaturas buenas y malas. Dios, claro está, reina en el cielo eternamente; pe-
ro, llegado el tiempo final, ejercerá su reinado a través de los israelitas que le sean fieles (e.d.
los qumranitas), que derrotarán a las fuerzas del mal y compartirán para siempre el dominio
de Dios. Los documentos de Qumrân encajan en el patrón general resultante de los libros pro-
tocanónicos y deuterocanónicos del AT y de los pseudoepígrafos.
Es muy probable que Yeshúa aprovechara estas imágenes y lenguajes tan sensibles en el
ambiente judío. Y, como cualquier maestro a lo largo de la historia, tenía que someterse en su
trabajo a ciertas restricciones impuestas por el ambiente. Pues por creativas o innovadoras
que sean las ideas de un maestro, si no tiene en cuenta las imágenes, las ideas, los presupues-
tos y las concepciones del mundo que tanto condicionan las mentes de sus discípulos, no en-
contrará manera alguna de impartir eficazmente su enseñanza.
Yeshúa proclama un reino futuro en su oración
Que Yeshúa hablara de un futuro escatológico era uno de los “resultados incuestionables”
logrados por la crítica erudita en la época de Johannes Weis y Albert Schweitzer, a finales del
siglo XIX. Pero ahora se pretende mantener bajo los focos de la consideración a Yeshúa como
un filósofo cínico o como el hombre carismático del Espíritu que exhortó al pueblo a encontrar
a Dios con un significado fundamental para su momento presente. Una especie de “escatología
realizada”.
Disponemos de varios de sus dichos acerca de un reino futuro: “Venga tu reino” (Mt 6,10//
Lc 11,2). Diversas consideraciones llevan a pensar que la oración tiene su origen en Yeshúa.
Vemos un paralelismo entre: Santificado sea tu nombre/ Venga tu reino en griego y arameo
(yitqaddash shemak/ te’teh malkutak). La idea de la santificación del nombre de Dios y la del
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Entonces, ¿por qué se sirvió Jesús de una frase tan insólita? La innovadora locución de
Yeshúa indica que para él, el reino de Dios era un modo más abstracto de referirse a Dios co-
mo rey. En el AT es corriente la afirmación de que Dios viene a salvar (Is 35,4; 40,9-10). De
especial interés es Zac 14,4-9, dado que la promesa de que Iahvé vendrá está estrechamente
conectada en ese texto con la batalla escatológica contra las naciones hostiles coaligadas con-
tra Jerusalén. Al final, cuando se haya ganado la batalla, “Iahvé será rey de toda la tierra… y su
nombre único” (v.9). La esperanza de la venida escatológica de Dios para salvar a su pueblo
continuó en los pseudoepígrafos judíos 1Hen 1,3-9; 25,3; Jub 1,22-28, donde la venida de Iahvé
para restaurar Israel está relacionada con el hecho de ser Dios rey en el monte Sión y un padre
para sus hijos.
Viene Dios en calidad de rey. Esta interpretación subraya la naturaleza escatológica y la
centralidad divina de las dos peticiones en “tú”. La petición de Yeshúa alude a la venida futura
y definitiva de Dios como rey que la literatura judía había relacionado con el símbolo de la rea-
leza de Dios desde los tiempos del destierro.
Con la petición venga a nosotros tu reino nos encontramos en la misma médula del padre-
nuestro. Y a la vez nos confrontamos con la intención última de Jesús, ya que el anuncio del
reinado de Dios constituye el quicio de su mensaje y el móvil de su actuación. Para que apren-
damos bien el significado de esta petición – que irrumpe desde los abismos más hondos de
nuestra angustia y de nuestra esperanza – es necesario que empecemos a ahondar desde le-
jos. Sólo así veremos su radicalidad y novedad.
9
de reducción del reino a alguna parcela de la realidad (política, religiosa, milagrera: ver Mt 4,1-
11). Es estructural: no sólo lo abarca todo, sino que comporta una revolución total; no modifica
la realidad por las ramas, sino desde las raíces, librando totalmente. Y es terminal: justo por-
que tiene un carácter universal y estructural, coincide con el fin del mundo; el reino define la
voluntad última y terminal de Dios; este mundo, tal como lo vivimos y sufrimos, tiene un fin:
vendrán un nuevo cielo y una nueva tierra donde habitará, finalmente, la justicia, la paz, la
concordia d todos los hijos en la gran casa del Padre. Ahora entendemos la exclamación de
Jesús: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!” (Lc 10,23).
Las más arraigadas esperanzas del hombre empiezan a realizarse: la utopía deja de ser fan-
tasía, y el futuro se vuelve riente concreción histórica. El reino está ya en medio de nosotros
(cf. Lc 17,20) y va fermentando toda la realidad encaminándola a su plenitud. “La hora esca-
tológica (final y terminal) de Dios, la victoria de Dios, la consumación del mundo está cercana,
más aún, muy cercana (J. Jeremías). El reino hay que entenderlo como un proceso: ya irrumpió,
se hace presente en la persona de Jesús, en sus palabras, en sus acciones liberadoras, y al
mismo tiempo está abierto a un mañana que será cuando llegue a su plenitud. Interesa estar
preparados, pues en él no se entra mecánicamente: hay que cambiar de vida. Así deben en-
tenderse las exigencias de conversión presentadas por Jesús. El reino de Dios se construye
contra el reino de Satanás y sus estructuras diabólicas todavía vigentes. De ahí que el conflicto
sea inevitable, y necesaria la crisis. El hombre se siente apremiado a tomar una decisión. Los
primeros destinatarios son los pobres: en ellos se concreta el orden nuevo, no por causa de sus
disposiciones morales, sino por el hecho de ser lo que son, pobres, víctimas del hambre, de las
injusticias y de la opresión. Con su reino, Jesús quiere poner fin a esa situación humillante, y
que ya no tendrá lugar para nada en su reino, precisamente a favor de los hombres y contra la
pobreza.
En este contexto hay que entender la petición ¡Venga a nosotros tu reino!, que completa la
anterior: ¡Santificado sea tu nombre! Cuando Dios haya sometido a Sí todas las dimensiones
rebeladas de la creación, entonces se completará el reino y su nombre será bendito por los
siglos de los siglos. Todo esto está todavía en marcha. El reino es una alegría que se celebra en
el presente, pero al mismo tiempo es una promesa que se realiza en el futuro. Es don y tarea.
Es objeto de esperanza. Lo decía muy bien Orígenes: “El reino está en medio de nosotros. Es
evidente que quien suplica venga a nosotros tu reino lo hace para que en él el reino de Dios
aumente, fructifique y llegue a término”.
El reino sigue viniendo
El reino llegó de una manera plena con la vida y resurrección de Jesucristo, en quien apare-
ció el hombre nuevo, las relaciones santas entre los hombres y con el mundo, revelándose
también el destino glorioso de la materia al transfigurarse en el cuerpo resucitado. Pero el
mundo sigue aun enlodazado en sus contradicciones y violaciones, bajo el dominio diabólico,
pudiendo liquidar a Jesús y, de hecho, crucificando a muchos de los que se comprometen en la
construcción del reino de la paz, de la fraternidad y de la justicia. El fehaciente rechazo del
portador del sentido absoluto de la creación, que es Jesús, nos hace pensar. Dios reveló el fin
postrero de su obra, destinada a ser su reino. Es un fin último metahistórico que Dios realiza, a
pesar de los retrocesos humanos; como sucede con la semilla de la parábola: “(El hombre)
duerme de noche y se levanta por la mañana, y la semilla germina y va creciendo, sin saber
cómo” (Mc 4,27). Ni el rechazo, la cruz o el pecado son obstáculos definitivos para Dios. Los
mismos enemigos del reino están al servicio de éste, como los esbirros de Jesús estaban al
servicio de la redención humana, realizada por Dios.
Creer en el reino de Dios es creer en un sentido terminal y feliz de la historia; afirmar que la
utopía es más real que el lastre de los hechos. Es situar la verdad del mundo y del hombre no
en el pasado, ni totalmente en el presente, sino en el futuro, cuando se revelará la plenitud.
11
Suplicar que venga a nosotros tu reino es reactivar esas esperanzas, las más radicales del co-
razón, para que éste no sucumba a la brutalidad prolongada de los absurdos que acontecen en
el ámbito personal y social.
¿Cómo vendrá el reinado de Dios? Para la fe cristiana hay un criterio infalible, indicador de
la llegada del reino: cuando los pobres son evangelizados, es decir, cuando la justicia empieza a
llegar a los desheredados, a los desposeídos y oprimidos. Siempre que se restablecen los lazos
de fraternidad, de concordia, de participación, de respeto a la dignidad inviolable de hombre…
empieza a brotar el reinado de Dios. Siempre que en la sociedad se establecen estructuras que
impiden al hombre explotar a otro hombre, que desmonten las relaciones señor-esclavo que
propicien una mayor igualdad… está irrumpiendo la aurora del reinado de Dios.
Esta petición es un grito surgido desde la más radical esperanza, continuamente combatida,
pero sin renunciar jamás, no obstante todo, a esperar la revelación de un sentido absoluto que
Dios ha de realizar en toda la creación. Quien reza así, se confía, con total entrega, a Aquel que
demostró ser más fuerte que el fuerte (cf. Mc 3,27) y que por tanto tiene poder para transfor-
mar lo viejo en nuevo e inaugurar nuevos cielos y tierra, donde reinará la reconciliación de
todos entre todos y con todo. Fiados de esta promesa, podemos ya desde ahora dar gracias,
porque la petición - ¡venga a nosotros tu reino – está siendo oída y realizada: “¡Gracias, Señor
Dios, soberano de todo, el que eres y eras, por haber asumido tu gran potencia y haber empe-
zado a reinar!” (Ap 11,17).
cia de Dios en el universo humano. Esta presencia es descrita como huella y es formalmente
opuesta a la idea de signo. Lo que diferencia la huella de los signos es que estos últimos tienen
una significación bien delimitada ya que integran perfectamente en el orden del ser y del des-
velamiento, porque son fruto de una voluntad explícita de revelación, de comunicación. Sin
embargo lo propio de la huella no es su carácter indicador sino su carácter de ausencia: La
huella no se integra en el orden del mundo sino que lo turba, introduce en él una intriga, la de
alguien que ha pasado, que ha pasado definitivamente. El ser que se significa como quien deja
una huella es el ser absoluto, en el sentido etimológico de ab-solvere, es decir, el que se ha
liberado de su presencia, de sus vínculos, de sus lazos. La huella es, pues, el modo de significar-
se de un ser en verdad transcendente al mundo, situado fuera de él, de un ser absolutamente
exterior, esto es, transcendente. Así Dios se hace presente de otro modo que el ser. Y del mis-
mo modo que la temporalidad, la historia, es lo propio del ser y de su gesta, la eternidad es lo
propio de Dios. Pero por la huella, en la que estamos como instalados todos los hombres, se
destaca la presencia de Dios que enciende en el hombre ante todo un comportamiento ético,
más bien que un conocimiento o una fe. Por eso, la primera coyuntura en la que Dios entra en
nuestra vida es la de nuestra radical y originaria responsabilidad por los demás hombres.
¿En dónde debemos nosotros detectar esa huella divina? En el monasterio. ¿Cómo se pue-
de seguir a Jesús en el monasterio si Jesús no vivió en la soledad del desierto como Juan Bau-
tista? Pues porque, Jesús es la Huella de Dios. Y se sigue a la huella para detectarla, y descifrar-
la. Y se procede no en plan de “imitación” sino de “formación”. El monasterio es el lugar de la
formación de Cristo en nosotros. Me fijo en el término forma, que, de alguna manera reempla-
za con creces al seguimiento, y es muy cercano a la huella. Para ello me apoyo en dos textos
fundamentales al respecto: El primero de ellos como texto referencial, Filp 2,6ss: “Cristo, for-
ma de Dios, adoptó la forma de siervo”. Y segundo viene a ser el texto aplicable, Gal 4,19: Sufro
por vosotros dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros”. Por tanto, todo queda
reducido a una in-formación. Es el trabajo (ascesis) de la experiencia monástica. Información-
progresiva, que es seguimiento, de Cristo en el monje o monja concretos, y en el conjunto de
la comunidad. Esta forma de Cristo, forma carnal, es tan real que nos compromete en asumirla
progresivamente para adoptar la forma espiritual o divina. Supone el desarrollo espiritual de la
persona humana como una aventura larga y ardua, un viaje a través de extraños países llenos
de maravillas, pero también de dificultades y e peligros. Ello implica una purificación y trans-
mutación radicales, el despertar de toda una serie de facultades previamente inactivas, la ele-
vación de la conciencia a niveles antes inalcanzables, y su larga expansión hacia una nueva
dimensión interna. Todo un proceso interno a veces difícil y complicado.
Para esta labor tan ardua, el mismo Cristo no nos deja tirados; nos va dosificando esa forma
a través de los acontecimientos y misterios del año litúrgico. Él requiere la colaboración del
abad o abadesa, que deben comportarse como discretos y prudentes animadores, mejor quizá,
como diestros parteros, siguiendo el método socrático, para ayudar a alumbrar en cada uno de
sus monjes o monjas, la forma graciosa de Cristo en cada corazón, apuntando al realismo de su
vocación: el monje debe engendrar y alumbrar al Verbo, en un parto complicado.
Pero para concebir y alumbrar al Verbo, la Palabra, es necesario aprenderla en la escuela
del silencio, vivir el silencio, para que en el silencio el monje se eduque en su faena fundamen-
tal. Esa escuela de la palabra, que es el monasterio, se convierte, de hecho, en una casa de
maternidad, el lugar adecuado para que el Verbo, la Palabra, descienda e invada el seno del
monje-madre, engendre y dé a luz, aplicándose seriamente la disciplina del silencio, que es la
disciplina del corazón, de la mente y del cuerpo. Entonces el seno del corazón queda preñado
por la Palabra, que va madurando, niño, en un prolongado y profundo silencio (GUERRICO IGNIA-
CENSE, Anunc 3,5). De este modo, la Palabra va creciendo y madurando en la sombra (ID,
SermPP 3,2).
13
Me habéis dado una gran alegría al evocarme estas palabras de Silesius: “¿Qué me importa que
Cristo haya muerto y resucitado si eso no ha acontecido verdaderamente en mí?” La India libera
de radicalmente tanto lo pasado como lo futuro… No existe más que el instante eterno en el que
yo soy. Este nombre YO SOY que Jesús se aplica en Juan es para mí la clave de su misterio. Y es el
descubrimiento de este Nombre, en la hondura de su propio “YO SOY”, lo que constituye la salva-
ción para cada cual… entonces, desde esta perspectiva consideramos desde aquí a Europa, a la
Iglesia, incluso los mejores nos parece que viven exclusivamente en la epidermis de su ser, “mis-
terio” del Espíritu que balbucea en términos paulinos tú eres “hijo de Dios”, en nuestros términos
aquí “tú eres eso”. Nos enredamos acerca del ministerio, el celibato y de tantos asuntos o pro-
blemas; pero olvidamos que no cuenta más que una sola cosa, y es el despertar” (H. LE SAUX
[SWAMI ABHISHIKTANNANDA], carta al P. Lemarié 17 de julio 1973, en Les yeux de lumière, Paris
1979,172-173)
Tenemos que revisar los valores desde la perspectiva del fenómeno monástico femenino,
precisamente en estos momentos en los que los valores de la femineidad adquieren un máxi-
mo realce. La monja es mujer; y con los valores debe llegar a ser la mujer fuerte, es decir, con-
sistente y abierta lo más posible a la acción de la gracia salvífica. En última instancia, esta con-
sistencia es una forma de ser libre, como los hijos de Dios. Esta libertad monástica femenina
está llamada a expresarse en autonomía, que se debe respetar y fomentar. La nueva sensibili-
dad nos lleva a distinguir lo mejor posible la diferencia entre elementos caducos y valederos.
Los elementos caducos debemos dejarlos definitivamente de lado. Se me ocurre de golpe: una
estructura del oficio litúrgico inadaptada a una comunidad concreta; la punición y excomunión
de los hermanos; la creación de una economía cerrada en un mundo de intercambios. Pero
siempre habrá la posibilidad de extraer algo positivo de lo caduco, como los amplios ritmos de
una profunda oración litúrgica más cercana a la realidad de la comunidad que ora; unas formas
más adecuadas de compromiso comunitario; una mayor atención a los mecanismos psico-
somáticos.
¿Qué son los valores?
Llamamos valor a la cualidad que poseen algunas realidades que llamamos bienes. Las co-
sas tienen una aptitud, la de convenir. Es lo que llamamos valer: lo cual significa que hay en
ellas algo deseable. Porque el bien es lo deseable, lo apetecible; y despierta la motivación.
Suele definirse la motivación como un estado interno de activación derivado de algún estímulo
que provoca la conducta y la dirige hacia una meta. La motivación suele estar estrechamente
asociada a la emoción. Aunque a primera vista la actividad emocional tiene efectos contradic-
torios. Pero en general podemos decir que un grado de activación moderada sería el óptimo
para una mayor eficacia de conducta.
Por el valor las realidades se nos hacen apreciables. Por eso, el valor es siempre para al-
guien. Y si decimos que los valores son valiosos, se debe a que las cosas son válidas para algo,
para un fin determinado. El acto por el que estimamos el valor de las cosas es el preferir. Pero
el acto de valorar es de suyo complejo. Porque la valoración que hacemos de las cosas no la
efectuamos con la sola razón, sino con el sentimiento, las actitudes, las obras; en una palabra,
con todo nuestro ser.
Pero ahora sólo nos interesan los valores monásticos benedictinos, que en principio vamos
a denominarlos la cosa o nuestra cosa. Quizá le podemos dar aún un apelativo más significati-
vo para nosotros: nuestro carisma concreto, y que ahora tenemos que re-descubrir. Porque
sólo por sus valores lo co-noceremos y estimaremos. No olvidemos que en esta estimabilidad
se realiza en nosotros la llamada la vocación, la mía, como persona. Por eso, mientras dure y
se renueve mi llamada me siento como ligado en mi nuevo compromiso de estima, de comu-
nión y de búsqueda (RB 58). En última instancia, el carisma benedictino no es más que una
forma de vida evangélica en función del Reino de Dios.
Por eso me comprometo con el carisma, de suyo lo más abstracto que pueda imaginar, pe-
ro que se expresa en unos valores, que vienen a ser como una especie de relieves, válidos para
mí, para mi persona en totalidad. De aquí la expresión: Sé lo que eres desde alguien que te
llama. Como creyentes sabemos que la llamada proviene del Señor; pero que se vale siempre
de las mediaciones de los valores que se adentran anticipadamente en nosotros despertando
un hambre y sed de identidad personal. El valor expresa la decisión inicial del compromiso
vocacional. Por eso el conjunto de los valores manifiestan ya los ideales de vida que se propo-
nen a un individuo. Nunca se nos ofrecen a modo de objeto, como algo que está fuera y delan-
te de nosotros, estáticos y fríos; sino que se alumbran y calientan a medida que se constituyen
a modo de relación comprometida.
Pero una cosa es el valor como inherente a mi subjetividad real, en cuanto lo estima o
aprecia mi conciencia; y otra lo que realmente vale, que es mi vida misma en cuanto requerida
15
me inclino a identificarme con los ideales de la tradición benedictina. Pero debo bajar a mi
realidad compleja. Entonces me apercibo que lo que yo proyecto en la vida más a ras de tierra
son mis actitudes, como lo más específico de mí mismo, lo concreto, que suele ser expresión
de mi estado cambiable y de mi actividad. Las actitudes cristalizan en comportamientos habi-
tuales como la expresión final de nuestra actividad personal a través de nuestros actos volun-
tarios, instintivos o reflejos. Por eso la conducta humana es la expresión externa y objetiva de
las múltiples y complejas funciones de la personalidad total, puesta en relieve por estímulos
exteriores o motivaciones interiores, por aspiraciones y necesidades conscientes e inconscien-
tes, consonantes o disonantes. Es lo que constituye mi yo-real, mi realidad, que suele proyec-
tarse en una mezcla de funciones y disfunciones, de valores y de contravalores, y pueden hacer
de la estructura de los valores un esquema de expectativas irreales tan románticas como idea-
listas.
CONVERSIÓN
rencia de lo que acontece en el Bautista (Mc 1,4) no se halla en primer término en el mensaje
de Jesús, a pesar de que así se manifieste en la redacción de Marcos (Mc 1,15). Con todo, el
llamamiento a subordinar todas las demás cosas a la búsqueda del reino de Dios (Mc 6,33)
implica evidentemente de un modo decisivo la conversión a Dios. Pero la conversión no es
arrepentimiento. Una situación histórica completamente nueva se presenta, porque el reino
de Dios se acerca. Exige abandonarse totalmente a la soberanía de Dios, de acogerlo sin reser-
va, de obedecer sin restricción. Desde aquí decimos que la llamada a la conversión no es una
exigencia moralista. Es una exigencia transmoral. Es un acto de Dios que ocupa el centro y que
es ciertamente al mismo tiempo el acto del hombre. Aquí estriba el misterio y la paradoja de la
conversión. Bajo este aspecto la llamada a la conversión es universal. Ya no hay justos y peca-
dores.
Por la conversión el hombre es y sigue siendo hombre en la estructura y en el dinamismo
radical de su realidad y, por consiguiente, en la multiplicidad diferenciada y articulada de sus
posibilidades. Dios se propone; no se impone; quiere verse reconocido por el hombre, consti-
tuido para la acogida libre. El reconocimiento de Dios se une al reconocimiento del hombre en
sí mismo y en los demás. El desconocimiento de Dios lleva a la falsificación de las posibilidades
de la condición humana y de las responsabilidades históricas del hombre.
La conversión se lleva a cabo en la unicidad y centralidad de la persona. Afecta al hombre
en su esfera más profunda, en la conciencia fundamental, en donde nacen las decisiones radi-
cales. Es expresión de libertad liberada, de capacidad de conocer y reconocer a Dios, de fiarse
de él, de amarlo con adhesión única. Antes de surgir a nivel de conciencia racional y refleja,
transforma los dinamismos de la persona en una dimensión que no es menos libre y verdadera
por el hecho de ser libre y consciente a nivel de conciencia fundamental.
La conversión se describe como la transformación de una forma de pensar y de un modo de
vida; como un cambio de fidelidad en que se pasa de los diversos falsos dioses al único Dios
verdadero; como una resocialización radical en que se abandonan los vínculos más íntimos y
más habituales y se hallan otros nuevos. Es evidente en la primera carta a los Tesalonicenses
(3,4-5) que el giro de los cristianos de los ídolos al Dios vivo y verdadero es simultáneamente
una transferencia de lealtad y de sentido de pertenencia de un conjunto de relaciones sociales
a otro conjunto muy distinto. La reubicación social y la transformación teológica son mutua-
mente dependientes. Además la conversión que es también un paso de la esfera social común
a una especial, la Iglesia, estuvo ritualizado desde los primeros años del movimiento cristiano
en el gesto del bautismo. El cristianismo, al convertir la acción de lavar en el acto básico de
iniciación en sí, había introducido implícitamente desde el principio una barrera entre una
sociedad impura y una comunidad pura. El bautismo es el rito del compromiso del nuevo cre-
yente con unos valores, socialmente admitidos, como característicos de los cristianos. Y que el
nuevo miembro debe internalizar en su vida normal.
Por otra parte es cierto que la conversión está muy ligada a la identidad de la persona.
Pero siempre dentro de la configuración comprometida de un grupo o comunidad. La ausencia
de conversión o la falsa conversión provoca las conocidas crisis de identidad, y las subsiguien-
tes pérdidas o falta de vocación. En este sentido es un valor irrenunciable. Requiere un discer-
nimiento en el compromiso con mi camino vital y en ir identificándome más y más con él en la
medida en que se avanza. Pero siempre el avance, como el progreso no serán más que una
metáfora. Porque la conversión es un caer en la cuenta puntualmente, en el centro. He venido
al monasterio con la esperanza de que ahí podré ser fiel a mí mismo; o al menos con el intento
de descubrir simplemente en mí mismo hasta qué punto soy alguien; tengo identidad.
Pero ¿qué es tener identidad? En primer lugar algo que debemos crear por nosotros mis-
mos mediante elecciones significativas, y que requieren un compromiso valeroso frente a la
angustia y al riesgo. Es nuestro testigo de la verdad de nuestra vida en su tendencia hacia Dios.
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Para la mayoría de nosotros el deseo es todo un problema. Sin cesar nos movemos de un
objeto del deseo a otro que consideramos superior, más noble, más refinado; pero, por refina-
do que sea el deseo es siempre deseo, y en este movimiento del deseo se produce una lucha
interminable que es conflicto de los opuestos. Los objetos que persigo son las proyecciones de
la mente en forma de símbolos, de lo cual obtengo sensaciones. La palabra Dios, la palabra
19
amor, la palabra santificación, la palabra democracia, la palabra nacionalismo, todas ellas son
símbolos que despiertan sensaciones en la mente, y por lo tanto la mente se aferra a ellas.
Nuestro problema, pues, es el de comprender el deseo, su proceso, y lo que desencadena:
las ansias, los anhelos, los apetitos vehementes, que paralizan la mente. El querer más, el per-
seguir símbolos, palabras, imágenes, con sus sensaciones hipnotizan y paralizan. Los deseos
nos tiranizan. Y aunque no podemos prescindir de ellos, porque en ellos van nuestra vida. De-
bemos desenmascararlos. El deseo ha de ser comprendido, no destruido. Tengo que descubrir
por qué el deseo tiene una enorme fuerza en mi vida. Una mente que se esfuerza por llegar a
ser algo no podrá nunca conocer la plena bienaventuranza de la satisfacción. Cuando deseáis
veros convertidos, transformados, seguís pensando en términos de devenir; y aquello que es
devenir no puede nunca conocer aquello que es ser. La verdad es ser de instante en instante; y
la felicidad que continúa no es felicidad. El amor no es diferente de la verdad. El amor es ese
estado en el cual el proceso del pensamiento, como tiempo, ha cesado completamente. Donde
hay amor hay transformación. Donde hay amor hay revolución, porque el amor es transforma-
ción de instante en instante.
¿Es la transformación asunto de tiempo? La mayoría de nosotros estamos acostumbrados
a pensar que el tiempo es necesario para la transformación: yo soy algo; y para cambiar lo que
soy en lo que debería ser, se requiere tiempo. Soy codicioso, y la codicia me trae confusión,
antagonismos, conflictos y sufrimientos; así para producir una transformación, o sea la no co-
dicia, creemos que el tiempo es necesario. Es decir, se considera que el tiempo es un medio
para desarrollar algo más grande, para llegar a ser algo. El problema es que uno es violento,
codicioso, envidioso, iracundo, vicioso o apasionado Nosotros, uno mismo es el problema, no
el mundo. La transformación se da por la transformación de uno mismo. Es parte del proceso
de la existencia humana. Y para transformarse uno mismo, el propio conocimiento es esencial.
Uno debe conocerse tal como es, no tal como desea ser. Sólo lo que es puede ser transforma-
do. ¿Se necesita el tiempo para transformar lo que es? Pero ¿por qué queremos cambiar o
transformar lo que es? Porque lo que somos nos desagrada; engendra conflicto, perturbación.
Y al no gustarnos ese estado, deseamos algo mejor, algo más noble, más idealista. Deseamos,
pues la transformación, porque hay dolor, malestar, conflicto. Pero ¿se vence al conflicto con
el tiempo? Si decís que será superado con el tiempo, aún estáis en conflicto... Cuando utiliza-
mos el tiempo como medio de adquirir una cualidad, una virtud o un estado del ser, no hace-
mos mas que aplazar o esquivar lo que es.
Para comprender algo, cualquier problema humano o científico ¿qué es lo importante o
esencial? Una mente tranquila, que esté dispuesta a comprender. ¿Qué hacéis cuando queréis
escuchar música? Escucháis. De modo análogo, cuando queréis comprender el conflicto, ya no
depende en absoluto del tiempo; os enfrentáis simplemente con lo que es, o sea con el conflic-
to. Entonces se produce en seguida una calma, una serenidad de la mente. En este estado
mental, pasivo, surge la comprensión. Cuando la mente ya no resiste, sino que se encuentra
simplemente alerta de un modo pasivo, entonces en esa pasividad de la mente, si ahondáis de
veras en el problema, veréis que se produce una transformación. La revolución sólo es posible
ahora, no en el futuro; la regeneración ha de ser ahora, no mañana.
Al borde del camino, una rosa. ¡Qué belleza de rosa! Lo constatamos, pero continuamos,
siempre seguimos la marcha. Nos hemos desacostumbrados a permanecer. Permanecer
escuchando es no obstante la única oportunidad del encuentro con el no-tiempo en el tiem-
po, con la ESENCIA en el más allá de la rosa y de todas las cosas
cionaria en nuestra vida, y por eso nos resistimos. Es el mecanismo defensivo lo que actúa
cuando nos valemos del tiempo o de un ideal como medio de transformación gradual.
Así pues, la regeneración sólo es posible en el presente, no en el mañana ni el futuro. El
hombre que confía en el tiempo como medio de lograr la felicidad, comprender la verdad o
Dios, sólo se engaña a sí mismo; vive en la ignorancia; y por tanto en el conflicto. Cuando la
mente está serena, tranquila, sin buscar respuesta ni solución alguna, sin resistir ni esquivar,
sólo entonces puede haber regeneración, porque entonces la mente es capaz de captar lo que
es verdadero; y es la verdad lo que libera, no vuestro esfuerzo por ser libres.
Después de todo esto tengo que afirmar que el fenómeno de la conversión me aparece pa-
radójico. Es elusivo. Es inclusivo. Destruye y salva. La conversión es súbita y gradual. Está to-
talmente creada por la acción de Dios, y está totalmente creada por la acción del hombre. La
conversión es personal y comunitaria, privada y pública. Es tanto pasiva como activa. Es una
retirada del mundo. Es la resolución de un conflicto. La conversión es un hecho y un proceso.
Es un fin y un principio. Es definitiva y sin fin. La conversión nos deja devastados y transforma-
dos. Pero la conversión en cuanto acontecimiento es gozo. Una fiesta gozosa con solemne
reinstalación en todos los derechos filiales concluye la vuelta al hogar del hijo pródigo. El gozo
anima al reino de Dios por completo cuando se convierte un pecador (Lc 15.7,10). Pues la con-
versión es una victoria del reino de Dios y del amor que busca lo que estaba perdido. El lugar
de la confianza en sí mismo del hombre piadoso y moral lo ocupa ahora el abandono de sí
mismo en la conversión; en el puesto de la perdición, la pertenencia al reino de Dios por el
amor del Padre que ha salido a nuestro encuentro.
COMUNIDAD
La conversión monástica se verifica en una conversatio, un lugar, que es schola (RB pr.), en
donde deben desarrollarse las creencias y los valores que capacitan a los conversos para llegar
al punto en el que la vida ya no ofrece resistencia, dificultad y enajenación, sino que propor-
ciona gozo y plenitud indecible (RB 7).
La Conversión saca del mundo al individuo para introducirlo en la comunidad monástica; en
una concreta. Porque la persona necesita un ambiente, que sea al mismo tiempo schola y ofi-
cina (escuela y taller) (RB pr.4). San Benito establece ese ámbito para el servicio del Señor. En
esto consiste la conversatio benedictina. Es forma o manera de vivir dentro de la escuela entre
un conjunto de personas, que se consideran a sí mismas como hermanos. Por eso la comuni-
dad benedictina es la hechura de una concordia en común aprendizaje y ejercicio (=ascesis) de
los valores, tendente hacia el vértice supremo de todos ellos, el amor (caritatem fraternitatis
RB 72). La comunidad es una auténtica escuela de caridad (Guillermo de Saint Thierry).
De aquí el sentido de koinonía, cercano al de cenobio. Expresión consagrada en el Nuevo
Testamento para significar la vida de comunidad por causa de Jesús de Nazaret. Es cierto no
obstante que toda la vida benedictina descansa en la consagrada paternidad del abad o aba-
desa (se entiende también como maternidad). Pero esto no niega el valor comunidad. Simple-
mente la supone como complemento. Y es lo que debemos estudiar ahora. Está claro que la
expresión sub regula vel abbate nos advierte que la comunidad benedictina no puede vivir sin
ley, ni sin padre o madre. Y que las tres instituciones, comunidad, ley, abad o abadesa, se
atemperan entre sí en un fino equilibrio.
De todos modos la comunidad benedictina apunta a una cuestión vital de educación en
comunidad fraternal, que es valor en sí misma y por sí misma. Y nos deja un poco perplejos
que san Benito no aluda a He 2,42 ni a Sal 132,6 como lo hace Agustín. Claro que san Agustín
no quería vivir el Evangelio dedicándose a su propia y personal perfección (Posid. Vita 3). Para
21
el obispo de Hipona el término monje evoca los hermanos unidos (fratres in unum) del salmo
132,6:
Los que viven en común procuren no ser más que un solo hombre. Haciendo realidad la expresión de
la Escritura: un solo corazón y una sola alma, merecen que se les aplique la denominación de monos,
es decir, uno solo (In Ps 132, 6).
Entonces si la Iglesia es el gran cuerpo de Cristo, la ecclesiola, esto es, la comunidad religio-
sa, deberá testimoniar y esclarecer la presencia de Cristo entre sus miembros de manera pecu-
liar. Avanzando más, sugerimos un símbolo: la comunidad es el icono vivo de Cristo. Icono-
mosaico, formado por teselas vivas, dotadas de un dinamismo capaz de empañarse o de acre-
centar su brillo y belleza. Cada tesela con su peculiaridad específica, pero unidas en las dife-
rencias a través del amor comprensivo y el compromiso en el Señor-Jesús, cuyo rostro expre-
san.
También aquí encontramos un punto de referencia en eso que el P.Rahner llamaba Iglesia
Primordial (Urkirche), en cierto modo ideal, que vive la memoria-Iesu, como persona viva; que
siente en sí misma el cuerpo real del Profeta resucitado (Lc 7,16; 24,19; Hch 3,22); que la im-
pulsa incesantemente a la entrega libre y denodada para instaurar el Reino entre los hombres.
Desde esta perspectiva la comunidad reli-giosa es un don de Dios; y la vida religiosa, siguiendo
a san Bernardo, una prophetica expectatio.
Pero como teselas del mosaico, que es el Cristo vivo, la comunidad es un cuerpo. En ella yo
tomo conciencia de mi cuerpo. Cuerpo en sentido de materia viva, y cuerpo sobre todo en
cuanto limitación; así lo comprendían los padres eclesiásticos pre-nicenos tales como Tertulia-
no y Orígenes. Mi cuerpo es mi constitutiva limitación tanto y más diminuta que la tesela del
mosaico del que formo parte. Pero una limitación con mi color y forma, con mi misión y capa-
cidades, de los que tomo conciencia por mi experiencia. Pero al mismo tiempo con una enor-
me capacidad de admiración para sentir corresponsablemente las restantes capacidades tam-
bién limitadas y las posibilidades de un mutuo desarrollo corresponsable. He de tener siempre
en cuenta que las sumas de limitaciones no dan una perfección sino una limitación a lo sumo
más compleja.
Dentro de este dinamismo integrativo es inútil mirar de soslayo la manera cómo se desarro-
llan los demás, sintiendo en sí mismo una nostálgica envidia e impotencia. En ello simplemente
percibo, siento, experimento mi-yo-al-mundo, esto es, mi yo a los otros; mi existencia entera a
la comunidad de la que soy miembro.
Pero mi cuerpo está ubicado. Ubicación sugiere el lugar como término más vulgar. En la
comunidad uno nace, se vigoriza y crece; es el lugar de convivencia estable, y un centro de
aprendizaje. Aprendizaje requiere repetición de pequeñas experiencias. Y lo primero que capto
en mi limitación es la opacidad de mi cuerpo. No tengo espontaneidad en el reflejo radiante,
aunque parcial, de la porción del rostro de Cristo, al menos en lo que a mí me concierne. Y el
cuerpo se expresa en el rostro.
El otro, yo mismo, somos ante todo un ROSTRO; y el rostro es una realidad ofrecida a la vi-
sión. El rostro se nos da por su contexto, pero se nos entrega sin mediación, y significa por sí
mismo. La significación cultural que lo revela a partir del mundo histórico al que pertenece es
desplazada por otra presencia abstracta, no integrada en el mundo. El rostro es la presencia
del existente como existente, su presentación total. El rostro, es la transcendencia, la alteri-
dad, la infinitud. El rostro que observo no es únicamente otro yo sino que es lo que yo no soy.
Transcendente, el rostro del otro se resiste a ser tomado por sí mismo, esto es, a ser integrado
en un sistema de referencias del que recibiría toda su significación. La epifanía del rostro es
ética y metaética. Esta manera de concernirme el prójimo es el rostro. El rostro del prójimo no
significa una responsabilidad irrecusable anterior a todo consentimiento libre, a todo pacto o
contrato. Es rostro del prójimo siendo a la vez una presencia y una ausencia, una separación
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casi transparente entre lo visible y lo invisible, que nos llega en un lapso de tiempo casi irrecu-
perable en el pasado.
Rostro opaco, traslúcido o trasparente, cualificativos que apuntan a una alternativa: hay o
no hay un corte de conexión con el espíritu primordial de cada cristiano, regenerado por el
bautismo en Cristo (Rm 6,3; Gal 3,27), en el nombre del Señor Jesús (Hch 19,5), o en el Espíritu
Santo (Mt 3,11). Corte provocado por el egoísmo, la filotía, en expresión acertada de san
Máximo el Confesor, que inmediatamente suscita amigos o enemigos en función de mi interés.
Da la impresión que san Benito, al concebir la comunidad como schola proyecta sobre ella
una misión educativa, que facilitara al monje o a la monja adiestrarse en un combate individual
posterior, mucho más difícil. ¿Sería entonces la comunidad benedictina un conjunto de voca-
ciones individuales en lugar de una comunidad, querida por sí misma? Desde una u otra pers-
pectiva variará notablemente el cariz de la misión abacial. Aunque, a decir verdad, habrá siem-
pre una base o denominador común en la misión de presidir y servir (RB 2; 54), mejor animar y
ayudar, en la escuela-taller: como un trabajo de formación y de crecimiento personales en los
valores restantes; de diagnóstico en la conflictos y colisiones por la vivencia verdadera y falsifi-
cada de los mismos valores; como un intento de búsquedas alternativas en el dinamismo de
crecimiento; y como un ingenio y prudencia en mantener el siempre frágil equilibrio del am-
biente.
El amor de Dios se va afianzando al mismo tiempo que se cercenan los brotes de un indivi-
dualismo egoísta; se van mostrando dimensiones hasta entonces quizá desconocidas. Porque
el otro, los otros, me devuelven mi rostro auténtico, real, aunque a primera vista me alteren.
Miro ahora por la ventana de Johari: ese mi yo abierto del fácil ver, sentir y comunicar, que
tantas veces encubre mi yo oculto o evitado, ese mundo de los sentimientos. Incluso se me
presentan atisbos de mi yo ciego o desconcertante, ante cuya evidencia, con un mínimo de
honradez, no tiene más remedio que claudicar mis mecanismos de defensa, mi egoísmo inte-
resado; so pena de negar los datos que de nosotros mismos arrojan los otros. Y finalmente
llegamos a sospechar fundadamente del mundo del inconsciente, el completamente descono-
cido.
Ser conscientes de este mundo y de todos los demás, nos lleva inevitablemente a una acti-
tud de humildad, de respeto, de misterio para con nosotros mismos y para con los otros.
Además nos evitará el moralizar, el criticar, el emitir juicios de valor y de ponderación de las
personas y de sus actos. Todo es tan complejo que nos resulta absurdo e ingenuo el querer
simplificar todo en una palabra, en un juicio, en una máxima. Pero hacia esto estamos tenta-
dos en un clima de relaciones interpersonales, de comunicación y de participación. Iniciamos y
proseguimos así ininterrumpidamente un proceso de conversión en la paciencia. La comuni-
dad, en expresión de J.Vanier, pasa a ser lugar de perdón y de fiesta.
La vida comunitaria es la revelación penosa de los límites, debilidades y sombras de mi ser,
con su tendencia a esconderlos o ahuyentarlos. La vida comunitaria es también un duro com-
promiso mutuo de compartir las sombras de nuestros hermanos. Por eso a veces me resulta
más fácil oír los gritos de los pobres que están lejos, que el de los hermanos de la comunidad.
Nada hay más digno de gloria que la respuesta al grito del que está a mi lado día a día, y me
molesta. Pero no nos hagamos ilusiones; semejante actitud debe crear corresponsabilidad. Y lo
más dramático en un tejido vital es que pueda albergar células muertas y cancerosas; por tan-
to irredimibles e irreversibles.
Volviendo al aprendizaje, que supone un cúmulo de experiencia, la comunidad me revela
ante todo lo que soy yo aquí y ahora. Por eso es una diestra educadora de instantes vitales,
cargados de eternidad Y al revelarme lo que soy, tengo inmediatamente que dar sentido a mi
cuerpo, esto es, a mi limitación, en función de Cristo, el Señor Resucitado que vive. Desde este
instante percibo mi carne, esto es, mi debilidad, como carne espiritual, con sus limitaciones
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kôan es una anécdota o cuestión que el maestro zen asigna al practicante en la entrevista
personal para ayudarle a profundizar en la práctica. Normalmente presenta una situación
problemática que no puede ser resuelta por medio del razonar lógico o discursivo e invita al
practicante a una experiencia directa conducente al despertar zen. Es la formulación del
pro-blema contradictorio de la existencia. Ejemplos: El hombre mira la flor, la flor sonríe. El
espíritu, siempre centelleante, hoy. Día tras día es un buen día.
expresión del carácter teomorfo y dialogal del Universo, modelado de armonía, silencio, capa-
cidad de admiración ante lo bello y compa-sión, frente a lo deforme.
Claro que esta actitud no se da sin más. El ejercicio del aprendizaje requiere diálogo. El diá-
logo no apunta en primera instancia a la búsqueda y maduración de la identidad de todas las
partes. Sería una proyección ambigua y sonaría a cinismo, a individualismo colectivo egocén-
trico. El diálogo es ejercicio de esperanza en el instante; y mantiene la comunidad en vilo. Co-
mo las catedrales góticas, cuya consistencia no son tanto los cimientos sólidos cuanto la aspi-
ración de todos sus componentes hacia lo alto, en donde se sitúa la llamada clave de bóveda.
Pero la experiencia religioso-eclesial en comunidad encierra a su vez una buena dosis de so-
ledad. La soledad esclarece el misterio de la comunidad. Porque la vida humana y personal es
una realidad que se escapa a sí misma. Y no se trata aquí de la soledad como un sucedáneo a la
comunidad, que sería un sucedáneo morboso, ni tampoco como un tandem, un algo que juga-
ra en una alternancia, aunque pueda darse. Se trata de la soledad en la misma comunidad,
como los márgenes que envuelven la misma comunicación y que connotan en sí misma unos
grados de incomprensión experiencial más o menos medibles. Sería la ocasión de recordar
aquí el principio de los escolásticos: se recibe algo conforme a la capacidad del recipiente. Y
con la misma medida se comunica. El resto es un mar-gen embargado de misterio. Comunidad
y soledad son in-separables. Porque la soledad se traduce en los conflictos. Una comunidad en
la que todo marche a pedir de boca corre el riesgo de incurrir en una grave mediocridad.
Aprendizaje por la comunión y la soledad en la educación de la libertad. La libertad nunca
es un logro. Es un hacerse constantemente uno mismo y ayudar al otro y otros a emprender la
peregrinación del propio corazón. Larga peregrinación al absoluto, a la vez maravillosa y dolo-
rosa.
Es cierto que antes del concilio Vaticano II el eje básico y estructurador de la comunidad era
la observancia externa en torno al yo-social; una comunidad de observancias. Ahora en cambio
la comunidad se estructura como comunidad de autorrealización y de misión por el Reino. Por-
que después del concilio el eje exterior se interioriza hacia el problema de la autorrealización
personal. Uno siente percibir en esta línea que una brisa fresca sitúa el objetivo de la comuni-
dad y de cada uno de los hermanos en su misión transcendente, que se sitúa fuera de ella
misma. Todo esto puede parecer un absurdo. Pero no lo que parece es lo verdadero. La comu-
nidad no descansa en sí misma; en caso contrario sería una realidad cerrada. Su centro de gra-
vedad se encuentra descentrado teológica y teóricamente.
A bote pronto aludimos a un descentramiento en Cristo. Pero experiencialmente nos parece
un descentramiento absurdo, y sin embargo se da. Así nos explicamos tantas desilusiones; eso
que alguien ha llamado irónicamente la pérdida de la inocencia comunitaria. Un centro común
descentrado sólo se entiende con la experiencia profunda, que tiene que calar en un proceso
de lenta internalización hasta las capas del subconsciente. ¿Su expresión? Una nostalgia o me-
lancolía infinita, que es siempre y al mismo tiempo expresión dolorosa de presente y aspira-
ción engañosa de futuro. El núcleo de la nostalgia es una promesa, y esta promesa es “una
manera de estar presente” lo Trascendente. Nos abraza cuando finalmente tenemos el valor
de no retroceder ante un gran sufrimiento. Se transpone la sed de infinito en clave de sufri-
miento. Estamos ante la raíz de una operación sapiencial que brota de la experiencia de un
sufrimiento normalmente sordo, que irrumpe sin sentido en el plano de lo finito, y que inevi-
tablemente se convierte en una llamada a lo infinito. La nostalgia es la expresión de una me-
moria trascendente gracias a la cual el hombre se da cuenta de que, en él mismo, existe otra
cosa, pero que está separado de ella. La búsqueda de ese “Algo Totalmente Distinto” empuja a
mucha gente a viajar. La adolescencia está llena de esta nostalgia. Un viaje siempre es un
símbolo de esa búsqueda.
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No existe enfermedad que me revela más lo que hay de misterioso en la vida que la nostal-
gia. Los que se han visto carentes de ella están privados de la experiencia auténtica y pura del
sufrimiento. Estamos ante un peculiar estilo de llanto. Y si llorar es ya una elaboración vital,
una catarsis y digestión del sufrimiento, el sufrimiento con las lágrimas de la melancolía es algo
más profundo e inefable. Nunca la criatura puede sentir su propia miseria con tal intensidad.
Es simbólicamente hablando el antiparaíso; pero, ¡feliz antídoto! porque despierta a los hom-
bres de su ilusión engañosa. La comunidad emite constantemente un doble mensaje, en torno
a lo que somos y a lo que aparentamos. Por eso despierta a sus miembros. Nepsis, palabra
mágica de los antiguos ascetas, desvelamiento y vigilancia que inician y fomentan la guarda del
corazón. La nepsis mantiene despejado el camino que serpentea entre la conciencia y el san-
tuario interior; es el sol secreto que las nubes de nuestra seguridad pragmática y egoísta tratan
sin cesar de ocultar y cubrir. Sólo la nepsis, en expresión de san Isaac Ninivita, atraviesa el oc-
éano maloliente que nos separa de nuestro paraíso interior.
Tocamos la escatología como culminación de todos los valores practicados y vividos en el
claustro del monasterio, la clausura (RB 4), que se proyectan hacia adelante. Quizá estamos
alumbrando un nuevo tipo de monje y de monja, más resueltamente orientado hacia adelante
que vuelto hacia el pasado; más creador que conservador. El monje podría ser bien el prototi-
po de un hombre nuevo para el mundo nuevo, que debe nacer.
METAPOBREZA Y UNIFICACIÓN
13,29). Puede ocultarse una pasión engañosa en la misma excusa de no tener nada. Es signo de
más honda madurez el disponer con libertad y alegría para el servicio de los demás (He
2,44,45). De este modo la pobreza madura combate el individualismo egoísta, desarraigando al
mismo tiempo la inclinación al poder y a la propiedad (He 4,32), el vicio detestable (nequissimo
vitio. RB 33).
Conforme a la doble vertiente del monaquismo, anacorético o cenobítico, la pobreza se
muestra en la doble dimensión de despojo en radicalidad, proscribiendo las más insignificantes
expresiones de propiedad (CASIANO Inst 14,13), o de disponibilidad servicial en el monaquismo
pacomiano, e incluso agustiniano (Regla 1,1-2) y benedictino. Pero en ambos casos, pobreza
no es sólo un retroceso o puesta en guardia frente a las riquezas y por tanto desapropiación;
es también liberación del corazón y del espíritu, condición de un amor universal que encuentra
siempre su expresión concreta en la puesta en común, buscando al pobre para así seguir a
Cristo.
Pero hoy en día la pobreza tiene una estrecha relación con la justicia. Hay una fina sensibili-
dad de las desigualdades. La puesta en común comunitarias en la disponibilidad y en el servicio
pueden ser un precioso testimonio del monje y de la monja para nuestro mundo contemporá-
neo y egoísta.
Otros términos la suplantan con creces. Se habla de renuncia en función de un despojo en
el seguimiento de Jesús, en su vida de itinerante, sin domicilio fijo (Mt 8,20). En la medida que
la denominada pobreza se convierte en una actitud de alma, la pobreza en espíritu (Mt 5,3),
equivale a humildad, simplicidad, serenidad y dulzura. Los traductores griegos de la Biblia hab-
ían comprendido bien que el significante pobre incluía un significado complejo. Pero lo que
caracteriza la fisonomía de los pobres en espíritu no es sólo una desapropiación de los bienes
materiales, sino también la conciencia de la propia indigencia espiritual, de una impotencia en
el plano religioso, de la necesidad del socorro de Dios. Por este hondo sentimiento de la debi-
lidad nativa y de la dependencia de Dios el pobre se vuelve niño. No es casualidad el que se
diga que Reino sea tanto de los pobres de espíritu como de quienes se hacen como niños (Mt
5,3; 19,13-15; Lc 18,15-17).
La mansedumbre y la dulzura precisan y desarrollan la pobreza en espíritu. El humilde en su
sumisión a Dios se vuelve manso, bueno, paciente con relación a otro. La pobreza en espíritu
sería la humildad ante Dios, la dulzura o afabilidad vendrían a dar forma a la humildad frater-
na. Mateo cuando pone en labios de Jesús, Aprended de mí que soy manso y humilde de co-
razón (Mt 11,29), trataría de explicitar en dos términos griegos un solo concepto hebreo-
arameo: Yo soy anaw (arameo anawana).
Pobreza de Yeshúa es humildad radical ante su Padre, que la transfiere a su comportamien-
to humano en la comunidad que comparte, lleno de comprensión, de modestia, de dulzura y
espíritu de servicio en el amor a los hermanos. La pobreza en espíritu precede y acompaña
inseparablemente a la agape, el amor desinteresado y gratuito que no busca mas que el bien
del otro, una participación en el amor de Dios por su criatura; que desciende de arriba; y acep-
ta abajarse, humilde y pobre, para enriquecer a la humanidad mediante su pobreza voluntaria
(2Cor 8,9). Desde esta perspectiva la pobreza en espíritu se sitúa en el centro del mensaje cris-
tiano.
Más que de pobreza prefiero referirme a metapobreza. Su contenido tiende a sopesar los
arraigos y las seguridades que se encierran en el corazón de la persona humana y no tanto a
una cantidad más o menos considerables de objetos o de posiciones. Es cierto que no pode-
mos dejar de depender en nuestra vida de situaciones. ¿Por qué dependemos? Psicológica e
internamente, dependemos de una creencia, de un sistema, de una filosofía; pedimos a otro
que nos indique una forma de conducta. Aceptamos la necesidad de la dependencia, decimos
que es inevitable. Si para nuestra seguridad, para nuestro bienestar interno, dependemos de
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Una sociedad cuya estructura se basa en las meras necesidades, ya sean fisiológicas o psi-
cológicas, tiene que engendrar conflicto, confusión y desdicha. La sociedad, el grupo o comu-
nidad es la proyección de uno mismo en su relación con otro, relación en la que la necesidad y
el uso son predominantes.
La renuncia, el desapego, el autosacrificio, no es un gesto de grandeza para ser exaltado y
copiado. Poseemos porque sin la posesión nada somos. Las posesiones son muchas y muy
variadas. Uno que no posee cosas mundanas puede estar apegado al conocimiento, a las ideas;
otro puede estar apegado a la virtud, otro a la experiencia, otro al nombre y a la fama. Sin po-
sesiones el yo no existe; el yo es la posesión, los muebles, la virtud, el nombre. En su miedo a
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no ser, la mente se apega al nombre, a los muebles, al mérito. Cuando la posesión es insatis-
factoria o penosa, renunciamos a ella por un apego más placentero. La máxima posesión satis-
factoria es la palabra Dios, o cualquier sustituto.
¿Quién es pobre? El que, sin ayuda y sin recursos, no tiene ni criatura, ni Dios, ni cuerpo, ni
alma (A.Silesius)
Sé pobre, pues el santo no tiene nada en este tiempo más que lo que tiene a pesar de él, este
cuerpo de mortalidad (A.Silesius)
Esta es la oración colecta del martes de la primera semana de cuaresma que siempre me
impresiona, y no precisamente gratamente: “Señor, mira con amor a tu familia y a los que
moderan su cuerpo con la penitencia, aviva en su espíritu el deseo de poseerte”.
En tanto tenga uno renuencia a ser nada, que es lo que ocurre con nosotros, brota en nues-
tro interior el dolor y el antagonismo. La buena disposición a ser nada no es una cuestión de
renuncia, de esfuerzo interno o externo, sino de ver la verdad de lo que es. El hecho de ver la
verdad de lo que es nos libera del miedo a la inseguridad, del miedo que engendra apego y nos
lleva a la ilusión del desapego, de la renuncia. El amor a lo que es el principio de la sabiduría.
Sólo el amor comparte, sólo en el amor hay comunión; pero la renuncia y el autosacrificio son
los caminos del aislamiento y de la ilusión.
El cultivo del desapego es la consecuencia del dolor y de la pena. Queremos escapar del su-
frimiento que genera el apego, y es una mente tonta la que cultiva el desapego. Todos los li-
bros dicen: Desapégate, pero ¿cuál es la verdad en esto? Si uno observa su propia mente, verá
una cosa extraordinaria: que al cultivar el desapego, la mente termina por apegarse a alguna
otra cosa. Todos hemos tenido la experiencia de la tremenda soledad, donde los libros, la reli-
gión, todo se ha ido y en lo interno nos sentimos tremendamente solos, vacíos. Muy pocos
po-demos enfrentarnos con esa vacuidad, esa soledad, y escapamos de ella
Mi Señor y mi Dios
toma de mí todo
lo que me impide a ti.
Mi Señor y mi Dios
dame a mi todo
lo que te favorece a ti.
Mi Señor y mi Dios
tómame a mí
y dame del todo
a ti mismo
( S.Nicolás de Flue)
La experiencia de pobreza es en principio muy dura. El corazón del hombre se inclina por
propio impulso a poseer cosas, puestos coyunturales, a fijar sus interesados posicionamientos.
La posesión apremia de mil formas al hombre en su corazón (Mt 19,16 ss). El poder y la riqueza
son unos de los factores esenciales de la incredulidad de todos los tiempos. Nosotros mismos
no necesitamos hacer grandes pesquisas en nuestra sociedad actual para darnos cuenta de
tamaño fenómeno tan generalizado. El poder y la propiedad real o codiciable obnubilan los
ojos del corazón, y engendran ignorancia existencial, cuyo contenido específico es la fragmen-
tación del corazón humano, en tantos trozos cuantas son las cosas o posicionamientos que
condicionan. Fuerza y atracción mágica vinculante, imposible de desembarazarse de esta ham-
bruna constitutiva si no es mediante la luz y la fuerza del mensaje vivido del Reino de Cristo (Lc
6,20ss).
Lo de hambruna me sugiere la feliz declaración del taoísta chino, Tchouang Se: “la pobreza
es el ayuno del corazón”. Es por tanto una radical actitud crítica en la provisionalidad de un
mundo que pasa frente a un solapado usurpador que se zafa en el corazón humano. Es
además, como experiencia, una disponibilidad y una penetrabilidad. Disponibilidad a una evo-
lución interna mediante la acción creadora y transformante de la Palabra de Dios, que penetra
el corazón. Un pobre así tiene que estar disponible a pronunciar mañana un yo más auténtico
que hoy.
Por la experiencia de la pobreza recobra el hombre paulatinamente su unidad. El niño
evangélico es la plasmación de la unificación en una sensibilidad interno-externa manifestada y
vivida por doquier. La experiencia progresiva de pobreza madura, al mismo tiempo que por
medio de la desaprobación cada vez más espiritual, va acentuando la misma inseguridad, de-
jando de lado todo apoyo temporal, suelta los mecanismos de una sensible confianza en la
seguridad de una presencia honda y tierna, que vigoriza y anima. A esto llamo yo metapobre-
za; traducible por comunión de espíritu fiducial en nuestro Padre Dios, que viste las flores del
campo y proporciona grano a los cuervos (Mt 6,26ss).
La experiencia en la metapobreza es un convencimiento clarividente y penetrante: Dichosos
los limpios de corazón, porque ellos verán al Padre (Mt 5,8). El rostro del Padre aparece a
través del rostro de Cristo, escondido como cristiano en lo más íntimo de la existencia perso-
nal. Mejor sería decir que en la mirada de Cristo vemos el rostro del Padre. Y siempre la inca-
pacidad de nuestras palabras.
El más noble de los hombres que uno se pueda imaginar es un hombre perfectamente puro y verdade-
ramente pobre (A.Silesius)
METAVIRGINIDAD
No nos agrada contemplar nuestro lado oscuro. Por ello hay tantas personas de nuestra so-
ciedad civilizada que han perdido su sombra, que han perdido la tercera dimensión y que,
con ello, han extraviado también su cuerpo. El cuerpo es un compañero sospechoso porque
produce cosas que nos desagradan y constituye la personificación de la sombra del ego. El
cuerpo, de algún modo, es una especie de esqueleto en el armario del que todo el mundo
desea desembarazarse (C.G.JUNG en 1935)
vacía. Seno inane. Sepulcro sin estrenar. Algo que evoca no sólo el sentido negativo de la virgi-
nidad en el judaísmo, sino también el misterio acontecido en María, conforme al relato de la
Anunciación en el Evangelio de Lucas.
La virginidad por sí misma no tiene sentido. Desde el punto de vista somático es esterilidad.
Desde el punto de vista psíquico provoca un desquiciamiento. Y desde el ángulo espiritual, un
auténtico suicidio. El virgen no es más que seno viviente. El acento recae en el adjetivo vivien-
te. La vida reclama algo o a alguien capaz de llenar la capacidad del seno, para descansar en él.
La virginidad se supera en metavirginidad por la búsqueda urgente del complemento bajo
amenaza de inanición. La consciencia de este vacío acuciante deviene conciencia de pobreza
personalísima, esto es, congénitamente personal, que va mucho más lejos en la intimidad que
la pobreza nominal respecto a objetos y situaciones prestigiosas y de poder. Sólo así, tanto el
hombre como la mujer, se convierten en esposa, capacidad acuciante de complemento.
En la tradición espiritual antigua y medieval supieron expresar este fenómeno humano en
el término y concepto de alma platónica. El hombre, varón y mujer, sería su alma, que reclama
a su esposo para seguir viviendo. Esposo, la palabra viva, el Logos masculino en griego; el Ver-
bum neutro masculinizado en latín. El encuentro del alma y la Palabra, Verbo, lo expresa lacó-
nica y felizmente Bernardo en un latín que no tiene desperdicio comentando el Cantar de los
Cantares: anima gravida Verbi (Alma embarazada de la Palabra). Y si María es el prototipo de
la persona humana y de la Iglesia en ella tenía que acontecer este fenómeno. Por eso el seno
de María acogió la Palabra (Lc 1,38) el germen de la comunicación, y renació en él. Lo mismo
que el se-pulcro sin estrenar (Lc 23,53) había recogido el cuerpo de Jesús para que renaciera
en él a una nueva dimensión por la energía de Dios. El mismo Espíritu que despertó a Yeshúa
de entre los muertos (Rm 8,11; 1Cor 6,14; 2Cor 4,14) dejándonos al Cristo vivo entre sus condi-
cionales seguidores, es el mismo que hace surgir en el seno de María una nueva criatura (Lc
1,35).
He aquí el ámbito de la metavirginidad. Y si el término nos resulta esnobista en sí y un tanto
irreal, podríamos evocar la expresión virginidad del corazón, más tradicional en el cristianismo
puesto que se alza al menos hasta los tiempos de Orígenes, pero que por su contenido apenas
difiere de lo venimos llamando metavirginidad, puesto que inciden en lo mismo: en una con-
centración de todas las energías somáticas, anímicas y espirituales de la persona, dirigidas por
un eros resucitado hacia un fin todavía más concreto que el apuntado por lo que antes hemos
llamado pobreza. Me refiero a una unidad simplificada, más personalizada y dinamizadora
para captar mejor la Palabra o Verbo nutritivo, complementario, liberador, lumínico y salvador.
Nos preguntamos cómo esta Palabra o Verbo unifica y cohesiona al virgen de corazón. La
respuesta admite una doble vertiente de cariz diverso: negativamente hablando no se trata de
ninguna absorción mística en la que la identidad del sujeto desapareciera en el encuentro co-
mo una gota de whisky en medio del océano; más bien, todo lo contrario, porque se trata de
una exigencia radical de integración personal, traducida experiencialmente en disponibilidad
para con los demás y para con el Señor, y en la despreocupación para consigo mismo.
En 1Cor 7,33 Pablo escribe que el casado de hecho está dividido (memíristai). Vale la pena
fijarse un poco en este texto. El fin de la renuncia a los bienes materiales (pobreza) y a un ma-
trimonio (virginidad) al que, a su manera de ver alude Pablo, consiste en pasar de una dimen-
sión todavía superficial de la vida a otra más real y profunda. Aquí se impone un requisito:
estar libre de preocupaciones (amerimnós) para disponerse al servicio de Dios. Esta denomina-
da amerimnía inquietud o despreocupación exige un crecimiento progresivo para desenmasca-
rar toda una gama de intereses y necesidades creadas como fuentes de preocupaciones egoís-
tas, que obstaculizan la noble preocupación del servicio de Dios y de los demás. La multiplici-
dad, signo de dispersión, de futilidad, de inutilidad y nocividad, es la principal mensajera de
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una sociedad, en la que está inmerso todo matrimonio fácilmente presa de sus poderosos
tentáculos.
Como valor la metavirginidad está muy ligada a la propia integración personal en disponibi-
lidad para con los demás y para con Dios, y en la despreocupación para consigo mismo. El texto
ocurrente de Pablo es esencial para comprender la verdadera naturaleza del celibato monásti-
co. El fin de la renuncia a los bienes mate-riales y al matrimonio es llegar a estar sin preocupa-
ciones (amerimnós) para disponerse al servicio de Dios.
Y poco a poco se va logrando la virginidad de corazón, que concentra todas las fuerzas
somáticas, anímicas y espirituales de la persona del monje y de la monja, orientándolas hacia
un único objetivo. En todo cuanto hace y piensa, quiere y proyecta mantiene un comporta-
miento único y una sola actividad.
Pero el monje y la monja deberán vivir su virginidad en solidaridad con aquellos solitarios
forzados, que no tienen a nadie; para quienes el celibato no es valor sino destino de la vida
impuesto por las circunstancias naturales y sociales: enfermos, ancianos, marginados, deses-
perados. De este modo la virginidad madura en una comunión y fraternidad universal, tenien-
do su centro de gravedad a la vez en Dios y en el hombre. La virginidad es así una pista segura
de libertad. Es cierto que no podemos prescindir del empeño por madurar nuestra sexualidad,
es algo inherente al desarrollo de la persona humana y no es posible desentenderse de ello.
Pero siempre es posible si se cuenta con una consistencia central en la persona. La sexualidad
madura debe ir adiestrándonos en el secreto de la ternura y en el valor del respeto a las per-
sonas y a las cosas con una inigualable delicadeza y la posibilidad de amar a todos sin medida.
De este manera vamos como bordeando los ápices del misterio de la vida de fe cristiana que
tiene a Cristo el Señor por centro y modelo.
Por eso la virginidad del corazón o metavirginidad se hace receptiva a la multiforme Palabra
de Dios, que unifica y alimenta, solidariza y universaliza el corazón de la persona, en una co-
municación y comunión vital incesante. Hay muchos solitarios forzados, eunucos tirados que
no cuentan con nadie; para éstos una virginidad o abstinencia forzada y mermadamente anti-
natural no es valor humano sino trágico destino de vida impuesto por unas circunstancias na-
turales y sociales: enfermos, ancianos, minusválidos, marginados, desesperados.
Existen, por desgracia, otros eunucos, que se hicieron ellos mismos; mataron su eros y no lo
resucitaron por la fuerza del Espíritu. Estos se han esterilizado, se han secado y hundido en la
amargura, y en la desconfianza; y muchas veces respiran un tipo muy particular de maldad
religiosa, frecuentemente inquisitorial. Se han parapetado en la virginidad por sí misma. Acti-
tud que merece sin tapujos el apelativo de sexualidad reprimida. Y lo malo es que se ha llega-
do a creer que se puede vivir lo reprimido. La desgracia sucede cuando en vez de integrar lo
que se ha reprimido se cae además víctima de lo no vivido y se reprime lo hasta entonces vivi-
do. De este modo permanece la represión y solamente cambia de objeto. Con la represión
continúa la perturbación del equilibrio.
Cuando en nuestra vida hay una sola cosa como vía de escape por excelencia, de completo
olvido de nosotros mismos, si bien por unos segundos tan sólo, nos aferramos a ese acto por
ser el único momento en que nos ilusionamos con ser felices. Cualquier otro asunto que to-
quemos se convierte en pesadilla, en fuete de sufrimiento y de dolor, así que nos apegamos a
lo único que nos brinda completo olvido de nosotros mismos, y lo llamamos felicidad. Pero
cuando nos aferramos a eso también se convierte en pesadilla, porque entonces deseamos
quedar libres; no queremos ser unos esclavos. Así que con la ayuda de la mente sugerimos la
castidad, el celibato, acentuando de un modo particular el yo, que trata de llegar a ser algo, y
una vez más nos vemos atrapados en afanes, en dificultades, en esfuerzos, y en dolor. Aquí
también el hombre se manifiesta como un ambicioso; y nunca podrá vivir sin problemas; por-
que los problemas sólo cesan cuando olvidamos el yo, cuando el yo no existe; y ese estado de
34
Todo depende de una palabra. Una sola palabra puede ayudarme: si Dios la inscribe un día en mí, yo
seré para siempre un cordero marcado con el sello de Dios (II,37)
Por eso virginidad versus metavirginidad es una noción rica y profunda en la tradición de la
Iglesia, que requiere siempre una interpretación certera. Sin embargo esta noción es válida
tanto para la persona casada como para el religioso. Ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin
la mujer en el Señor (1Cor 11,11). Según esta perspectiva el verdadero matrimonio no es el
sociológico sino el sacramental, un gran misterio. Lo que nos interesa verdaderamente es la
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experiencia en el amor. Se ama mejor amando más. Y la Palabra es la inculcadora del amor.
Por eso la metavirginidad es comunicación, y ¿qué es la comunicación sino una comunión acti-
va?
OBEDIENCIA
vado a sacralizar la obediencia sumisión sin más. Y el discípulo, sin encontrar un verdadero
partero de su energía interior, ha permanecido ordinariamente en el nivel de la piedad, una
piedad que tiene algo que saborear, masticar, rumiar, contemplar y acariciar. Se ha preocupa-
do tranquilizar al supuesto discípulo con proporcionarle objetos para su devoción, y con ello se
les ha impedido vivenciar el misterio. Esto es de suma gravedad. El carácter esencial del maes-
tro espiritual es su inefable don como capacidad de escucha y la destreza de ayudar a escuchar
al discípulo.
No se trata de reprimir a la persona que obedece sumisamente, sino de liberarla de sus di-
visiones y desarmonías, de unificarla. Por otra parte imposible de conseguir con la mera aplica-
ción de unos principios de obediencia-dual, de mera sumisión. Hay que romper la cápsula que
oprime el corazón del todavía inexperto discípulo (RB 2,5). Esa cápsula malhadada es la acedía
o desidia, la suma inactividad. En lenguaje ascético se traduce también por pesadez, desánimo,
vagabundeo, negligencia espiritual y búsqueda de lo fácil. Equivale a lo que Evagrio Póntico
deno-mina demonio meridiano. En una expresión feliz de viejo anacoreta Juan Moschos es
dispersión de corazón y de mente. Por eso, la obediencia-sumisión es realmente ciega (adiákri-
tos). La visión más alta que dispone es una preocupante fidelidad moral, siempre garantía de
seguridad.
Pero poco a poco el obediente-sumiso, con la esclarecida ayuda de un diestro pedagogo,
debe despertar a la vida del espíritu liberándose de la desidia. Es entonces cuando comienza a
manifestar su ser activo como libertad personalizada y progresivamente conquistada, prove-
niente de una comunión profunda con el Espíritu, y no tanto racional cuanto vivencialmente
experiencial, con una energía lumínica, la luz dinámica de su consciencia. Luz que es también
voz. De este modo la escucha va asumiendo la sumisión. Y se dilata el oído del corazón.
En fin la obediencia de situación cala en estado de obediencia. Y nace el obediente por ex-
celencia, que es un oyente. La gran revolución interior, marcada por la misma etimología de
obediencia (ob-audire). Porque ahora se trata de despertar y de mantener viva la energía del
espíritu que está en el hombre, y atenerse a ella a modo de voz. La obediencia en cuanto escu-
cha no es otra cosa que permanecer despiertos en lo hondo a una Presencia. Presencia que
insta precisamente a modo de voz (rhêma), que remite a la realidad que tras ella se esconde.
En la voz se presencia la energía del Espíritu Santo. Y esa obediencia-escucha es la palpitación
sonora del fundamento del Espíritu en el corazón. Pero lo que insta es a atenerse al Espíritu,
agente de la voz. En virtud de esta instancia el obediente se entrega a la búsqueda afanosa del
fundamento de su carácter absoluto, como realidad personal, como vocación.
Detengámonos unos momentos en la característica esencial de la obediencia: la escucha.
Escucha a Dios, a los demás y a la vida. ¿Nos hemos sentado alguna vez muy silenciosamente,
sin la atención fijada en algo, sin hacer esfuerzo alguno para concentrarnos, sino con la mente
muy quieta, realmente silenciosa? Entonces se escucha todo. La escucha suma está muy cer-
cana al silencio absoluto. Se escuchan tanto los ruidos lejanos como los que están más próxi-
mos. Y también los sonidos más inmediatos; lo cual significa que se presta atención a todo. Si
escuchamos de este modo, con facilidad, sin esforzarse, hallaremos dentro de nosotros mis-
mos un cambio extraordinario, un cambio que adviene sin que se ponga voluntad en ello; en
este cambio hay gran belleza y profundidad de discernimiento.
Pero ¿cómo escuchamos? ¿Escuchamos con nuestras proyecciones, a través de lo que pro-
yectamos, a través de las ambiciones, deseos, temores, ansiedades, escuchando únicamente lo
que deseamos escuchar, lo que es satisfactorio, lo que hay que gratificar, lo que va a brindar
consuelo, lo que alivia momentáneamente el sufrimiento? Escuchamos siempre parcialmente.
Y escuchar parcialmente es admitir los ruidos de la insatisfacción y del dolor en el corazón;
porque entonces es nuestra limitación la que nos estás asfixiando. Si escuchamos a través de la
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pantalla de los deseos, entonces escuchamos la propia voz, está claro. Estamos escuchando los
propios deseos.
El escuchar es un acto que no se obtiene fácilmente, pero en él hay belleza y gran compren-
sión. Somos susceptibles también de escuchar con distintas intensidades de nuestro ser. Pero
lo lamentable es que nuestro escuchar es siempre con una idea preconcebida o desde un pun-
to de vista particular. No escuchamos simplemente; se interpone siempre la pantalla de nues-
tros prejuicios. Para escuchar integralmente tiene que haber quietud interna, una atención
relajada; hay que estar libre del esfuerzo de adquirir. Quizá desde aquí podamos comprender
un poco el sentido de la obediencia a los hermanos que propugna la Regla benedictina (71), y
sobre todo esa obediencia en los casos imposibles (68), como expresión de la máxima expan-
sión de la escucha, rayana en lo inconmensurable. Este estado de alerta y, no obstante, pasivo,
puede escuchar lo que está más allá de la conclusión verbal. Las palabras confunden; son sólo
medios exteriores de comunicación; pero para comunicarnos más allá del ruido de las pala-
bras, en el escuchar tiene que haber una pasividad alerta. El amor, como la fe está íntimamen-
te ligado a la escucha. Los que aman pueden escuchar; pero es extremadamente raro encon-
trar alguien que escuche. Casi todos vamos detrás de resultados; queremos alcanzar metas.
Estamos siempre venciendo y conquistando. En consecuencia, no escuchamos. Sólo cuando
uno escucha, oye la canción profunda de las palabras.
Para escuchar hay que estar quieto. No tener toda clase de ideas zumbando en la mente.
Sucede como cuando miramos una flor. Simplemente la miramos: no la clasificamos; no deci-
mos a qué especie pertenece; porque si lo hacemos, dejamos de mirarla. Por eso escuchar es
una de las cosas más difíciles que hay.
Cuando hacemos un esfuerzo para escuchar, ¿estamos escuchando? Este esfuerzo mismo,
¿no es una distracción que impide el escuchar? Cuando escuchamos algo que nos causa deleite
¿hacemos un esfuerzo? No podemos percibir la verdad, ni ver lo falso como falso, mientras
nuestra mente está ocupada, de cualquier forma que sea, con el esfuerzo, la comparación, la
justificación o la condena.
Escuchar es en sí mismo una acción completa. El puro acto de escuchar trae su propia liber-
tad. Pero ¿estamos realmente interesados en escuchar, en transformar nuestra confusión in-
terna? Si escucháramos, en el sentido de estar alerta a nuestros conflictos y contradicciones,
sin forzarlos dentro de ningún patrón particular de pensamiento, tal vez estos conflictos y es-
tas contradicciones podrían cesar por completo. Estamos constantemente tratando de ser esto
o aquello, de lograr un estado especial, de capturar una clase de experiencia y de evitar otra,
de modo tal que la mente está siempre ocupada con algo; jamás está quieta para escuchar el
ruido de sus propias luchas y dificultades.
El fenómeno no deja de ser curioso: Cuanto más se escucha todo, mayor es el silencio; y ese
silencio no es roto entonces por el ruido. Sólo cuando ofrecemos resistencia a algo, cuando
colocamos una barrera entre uno mismo y aquello que no deseamos escuchar, sólo entonces
aparece la lucha.
Sin embargo escuchar verdaderamente es escucharse a sí mismo. En la escucha vamos ela-
borando nuestra propia comprensión, lo cual es por completo diferente de aplicar lo que dice
el que habla. Si mientras uno está hablando nos escuchamos a nosotros mismos, gracias a ese
escuchar hay claridad, hay sensibilidad; ese escuchar hace que la mente se sane, se fortalezca.
Únicamente un ser humano así puede dar origen a una nueva generación, a un nuevo mundo.
En la escucha estriba la realidad última del hombre e incluso el sentido último de la vida
monástica. Es la puerta más verdadera a las hondas experiencias espirituales y el centro de
confluencia de todos los valores.
¿Podemos decir en qué se puede centrar nuestra escucha? Se me ocurre en cinco puntos
simultáneos. Escuchar el ahora con la máxima intensidad de nuestros instantes infinitos. Escu-
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char nuestro propio cuerpo con sus constantes evoluciones. Escuchar nuestra misma sombra,
sin miedos. Escuchar lo femenino de nuestra existencia, en la honda sensibilidad de la compa-
sión cósmica. Escuchar finalmente la naturaleza. Escuchar, escuchar. A medida que nuestra
práctica va madurando y vamos viendo los aspectos luminosos y oscuros de nuestro propio
ser, quizá nos veamos sorprendidos por una voz, suave pero clara hasta el punto de no dejar
asomo de duda, que nos dice: Tú eres eso. Escuchar esa voz y aceptar por completo todo lo
que lo implica puede liberarnos de la conciencia egocéntrica que tan solo quiere identificarse
unilateralmente con el rostro benevolente de nosotros mismos, causando así una hendidura en
nuestro ser. Entonces ya no necesitamos decir: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, del ado-
lescente Samuel.
En esta dimensión la obediencia-escucha revierte en búsqueda experiencial y desnuda,
efectuada por tanteo, coherente con el modo de ser radicalmente inquieto del hombre. Nues-
tro corazón está inquieto mientras no descanse en ti (san Agustín). Inquietud a través de actos,
de situaciones, desentrañados por el incesante buscador en ultimidad. De aquí se deduce la
calidad despojante de la obediencia y su temple unificador. Rastreo de una voz paradójica que
nunca se deja atrapar y que atrae irresistiblemente cada vez con más fuerza. Vista así la obe-
diencia, es un riesgo, un riesgo radical, opuesto en cierta medida a la seguridad que ofrece la
sumisión.
Jesús de Nazaret vivió como sumiso y como obediente. Ha sido el primer súbdito, el primero
que comienza la serie de los súbditos de forma ejemplar y arquetípica, posibilitando así el
combate de la militia Christi a cuantos viniesen después de él. Por eso vivió sujeto (hypotassó-
menos) a María y a José (Lc 2,51). Pero a raíz de su bautismo, con una clara conciencia de su
misión y rotos los lazos familiares por la desaparición de su padre José, Jesús va comprendien-
do lo que es la obediencia-escucha (Hbr 5,8). Y se dispone a vivir en constante obediencia a la
voz del Padre (Jn 3,32; 15,15; 6,45...) llegando, en este compromiso, a ser el paradigma tam-
bién de la obe-diencia-escucha: se hizo obediente (hypêkoo) hasta la muerte (Filp 2,8).
Jesús de Nazaret es así el pionero y consumador de la obediencia y de la fe (Hbr 12,2); mon-
je (=uno y unificado) por excelencia en su compromiso único; incomprendido de los demás,
pero unificador en su vida para asimilar y vivir incesantemente pendiente de la voz del padre
en su conciencia. Del mismo, el monje y la monja en virtud de esta instancia, se entrega como
Jesús, a la búsqueda afanosa del fundamento de su carácter absoluto, como identidad perso-
nal y como vocación.
El colmo de este proceso es la experiencia de la agapê, de la vida del Espíritu que vibra me-
diante su hálito en el ámbito del corazón, barrido de obstáculos. El hombre uno así en la obe-
diencia vive siempre ojo avizor, como un despierto-vigilante (gregorós). La obediencia-escucha
es por naturaleza clarividente y penetrante (diorátika). Sólo el clarividente conoce los misterios
profundos de Dios en el hombre, y glorifica a Dios. Esta gloria es la experiencia de los discípu-
los en el monte de la Transfiguración, es la revelación, el reverbero divino, el vestido de la per-
fección interior. Verdaderamente el obediente es un teólogo, en el sentido que los Padres da-
ban a esta expresión. Y si eres teólogo, oras (EVAGRIO PÓNTICO).
SOSIEGO- SILENCIO
Tándem inseparable. Uno se explica en el otro. Los orientales tienen una sola palabra de
denso contenido, hesychía. Otros términos avalan y enriquecen su contenido: quietud descan-
so, ocio, paz, tranquilidad. A primera este valor puede revestir una cierta ambigüedad. Sin
embargo es el fruto de la pobreza, de la virginidad y del seguimiento de Cristo por el Reino de
Dios (Ap 6,11; 14,13). Un sosiego exterior brota del espacio de silencio que rodea al monje, de
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una armonía de quehaceres, de una atmósfera de soledad, que pacifica el corazón y la vida
entera. Sabe así que el Señor es nuestra paz; y el monasterio un lugar pacífico y de ocio.
Allí donde la naturaleza descansa completamente en sí, está rodeada de silencio. Así un árbol,
simplemente, y como se mantiene así, no quiere saber otra cosa. Un cervatillo que pasta, y su
manera de estar completamente centrado en alimentarse. Un niño que se entrega a su juego con
enorme seriedad, totalmente absorbido. Ahí esta el silencio, el de la vida que encaja en sí misma.
Tres niveles se distinguen en esta quietud. Lacónicamente expresados en tres títulos que
pueden incluir amplia materia, íntimamente compenetrada: quies claustri, quies mentis, quies
contemplationis. En otras palabras, silencio de labios, silencio de espíritu y silencio de corazón.
El silencio de los labios depende de nuestra voluntad; el silencio del espíritu depende de nues-
tra atención, y el silencio del corazón es un don de la gracia.
Todo debe orientarse en la comunidad para garantizar esta quietud externa: el orden, la
compenetración en los servicios, las observancias. Pero todo esto es fruto de una caridad con-
creta. La caridad y el amor claustral. Y es una necesidad para que la quietud del claustro con-
vierta al monasterio en un verdadero paraíso. Aquí la quietud está estrechamente ligada al
silencio. Porque la quies interior pasa a ser interna quies. Esta quietud de mente excluye la
inquietud, la divagación, la inestabilidad, la inconstancia, los gritos del corazón y el fragor des-
ordenado de los pensamientos (Pedro de Cella). Guerrico compara al alma a una rueda en mo-
vimiento. La diversidad de pensamientos la empujan hacia la periferia. El empeño del monje
consiste en tender hacia el centro. En esto consiste el ocio negociosísimo. Bernardo recuerda a
este respecto que la vana curiosidad es una forma de inquietud. El sosiego está muy ligado al
contacto familiar con la Palabra de Dios, clave de la contemplación, conforme al contenido de
la doble expresión, vacad y ved qué bueno es el Señor.
Pero esta paz y quietud es viva si es sana y se alinea con la tensión por el Reino de Dios,
descartando toda actitud de somnolencia, instalación, aburrimiento; y comenzando por ser
sinceros y veraces. Porque tenemos que estar constantemente pacificando nuestro ser. El
monje vive su ocio laborioso dentro del paraíso, que es lugar de combate y de descanso al
mismo tiempo.
Pero, ¿en dónde confluyen toda esa aparente variedad de términos que realmente vienen a
significar lo mismo? Vayamos por una serie de preguntas prácticas para caer mejor en la cuen-
ta de la cuestión. ¿No es necesario, si queremos comprender algo, que la mente esté serena?
Si tenemos un problema, nos preocupa. Lo investigamos, lo analizamos, lo desmenuzamos con
la esperanza de comprenderlo. ¿Pero es posible comprender por medio del esfuerzo, del análi-
sis, de la comparación, de la lucha mental en cualquiera de sus formas? La comprensión sólo
llega cuando la mente está muy quieta. La guerra interna o externa está siempre presente,
¿hallamos solución a esta guerra, a este conflicto, con más conflicto, con más lucha, con un
sagaz esfuerzo? ¿O tan sólo entendemos el problema cuando nos hallamos directamente fren-
te a él, cuando nos enfrentamos con el hecho? Sólo podemos enfrentarnos con el hecho cuan-
do no se interpone ninguna agitación entre la mente y el hecho. Lo cual se produce únicamen-
te cuando la mente está serena. Y una mente serena es una mente silenciosa.
Pero ¿cómo serenar la mente? No podemos serenar la mente encerrándola dentro de una
idea, fórmula o frase. En tal caso producirá agitación, y ruidos. O bien incluso asfixiamos la
mente y la asesinamos con el objeto de que esté serena. Es evidente que una mente así nunca
está serena; sólo está oprimida y reprimida. Y convertiremos al monje en un crustáceo, esto es,
al abrigo de su caparazón; en lugar de ser un vertebrado, es decir, dotado de una estructura
interna tanto más sólida cuanto más expuesta a los desafíos del exterior.
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El sonido del Ser esencial resuena sin cesar. La cuestión estriba en saber si, como instrumen-
tos que somos, estamos bastante en consonancia para que resuene en nosotros, y para que
lo oigamos.
La mente está serena cuando ve la realidad de que la comprensión sólo llega cuando está
serena. Si quiero comprenderos tengo que estar sereno; no puedo tener reacciones en contra
de vosotras, no debe alimentar prejuicios, debe rechazar todas mis conclusiones, mis expe-
riencias, y miraros a la cara. Sólo entonces, cuando mi mente está libre de mi condicionamien-
to, comprendo. Cuando veo esta realidad, la mente está serena; y entonces no se plantea el
problema de cómo serenar la mente. Sólo la verdad puede liberar a la mente de las imagina-
ciones; y para ver la verdad, la mente debe comprender el hecho de que no puede haber expe-
riencia de verdad mientras la mente esté agitada. La serenidad, la tranquilidad de la mente, no
se va a conseguir mediante el ejercicio de la voluntad ni por la acción del deseo. Si así fuera la
mente estaría enclaustrada, aislada; estaría muerta y, por tanto, carecería de adaptabilidad, de
flexibilidad, de vivacidad. Una mente así no sería creativa.
Nuestro problema, entonces, no consiste en cómo calmar la mente sino en ver la realidad
de los problemas a medida que se nos van presentando. Es como un lago que se calma cuando
el viento cesa. Nuestra mente está agitada porque tenemos problemas y porque estamos pre-
ocupados porque no se alteren nuestras seguridades y por lograr objetivos, incluso tan nobles
como la santidad y la perfección. Pero es la mente la que ha proyectado estos problemas y
estas preocupaciones; y mientras la mente proyecte alguna concepción de la sensibilidad,
practique cualquier forma de serenidad, nunca podrá estar serena. Habrá siempre interlocuto-
res en nuestra interior, alimentando una confrontación. Y siempre estaremos nosotros fomen-
tando esta situación con nuestra acumulación y entusiasmo de datos, en ideas, proyectos,
conceptos. Cuando la mente comprenda que sólo estando serena surgirá la comprensión, en-
tonces se calmará del todo. Es una calma y silencio que no es impuesta ni es resultado de la
disciplina; es una calma que la mente agitada no puede comprender.
No basta para esto abandonar la vida activa, retirarse a la montaña o vivir en un monaste-
rio, encerrarse en un credo o evitar a las personas que les causan perturbación. Este aislamien-
to no es serenidad de la mente. La serenidad de la mente llega tan sólo cuando no hay un pro-
ceso de aislamiento por medio de la acumulación, cuando hay completa comprensión de todo
el proceso de la vida de relación. La acumulación envejece la mente; y sólo cuando la mente es
nueva; cuando la mente es fresca, sin proceso de acumulación, existe una posibilidad de que
haya serenidad mental. La mente en calma es la mente más activa. Ya lo decía aquel tratadista
cartujo medieval, Adán Scott: El vigor de los claustrales es su propia serenidad (vigor claustra-
lium quies eorum).
Cuando hay silencio, esta tranquilidad de la mente se expande en una extraordinaria activi-
dad que jamás podrá conocer la mente agitada por el pensamiento. En esta serenidad no hay
imaginaciones, ni ideas, ni recuerdos. No siendo así, la serenidad y el silencio carece de senti-
do. Sólo dentro de esta serenidad, que no es un resultado, se descubre lo eterno, aquello que
está más allá del tiempo. El monje sereno y sosegado es un silencioso; y el silencio es la condi-
ción indispensable para orar adecuadamente. Cuanto mejor oras más el silencio se hace vida
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en ti. Aquí no vale eso de la observancia del silencio por el silencio si la imaginación vuela y se
condena a los hermanos en el corazón. Puede darse por el contrario personas que hablen de la
mañana a la tarde y mantengan su corazón silencioso delante de Dios. Hablan para ser útiles al
prójimo. El amor y la renuncia a su voluntad propia les mantienen en la paz.
La Palabra ha salido del silencio y vuelve al silencio. Muchos han escuchado las palabras de
Jesús; pero muy pocos han percibido su silencio. María es la primera discípula de Jesús y no
tanto por haber escuchado su palabra sino sobre todo por haberla encajado en su silencio. Por
eso el monje no ama la palabra ni el silencio por sí mismos, sino por el encaje de la palabra en
el silencio. Jesús nos lo enseñó. Se calló durante treinta años antes de hablar; y cuando habla-
ba no se extendía en largos discursos. El abad Pambo a quien se solicitaba una palabra al pa-
triarca de Alejandría para su provecho espiritual, respondió: Si no saca provecho de mi silencio,
tampoco le servirán mis discursos.
Dios es un Nuevo Lenguaje, título de un libro del benedictino inglés Sebastián Moore. Claro
que en él se abordan una serie de cuestiones que a primera vista nada tiene que ver con el
silencio. No obstante cuando una persona individual o un colectivo cree que ya ha agotado su
inquietud de búsqueda pensando tener bien amarrado en su mente y en sus comportamientos
el sentido de lo divino y de lo humano, puede suscitar en si mismo una fuente de neurosis. El
efecto de estar constantemente expuestos como modelos hacia fuera por un cierto renombre,
y a la vez exponiendo una verdad recortada por nuestra posesión y seguridad no nos hace
ningún bien y es perjudicial para el desarrollo de la persona. Incluso puede provocar una espe-
cie de descreimiento, un agotamiento de espíritu tanto y más peligrosamente amenazante
cuanto que es parcialmente inconsciente. Hasta aquí la reflexión de Moore.
Esto nos ocurre siempre que verbalizamos, racionalizamos y pragmatizamos la fe, y la expe-
riencia de vida profunda, la hondura de nuestro corazón. No es mal insignificante caer en la
esclavitud de nuestra propia enajenación. El silencio no habla, no tiene nada que decir. El si-
lencio no tiene ningún mensaje, pero nunca reprime a la palabra. Es la matriz no reflexiva de la
verdadera matriz del Verbo o Palabra en el fuego del Espíritu. Por eso, en la Trinidad, Dios Pa-
dre es el Silencio, seno profundo de infinita ternura. Si separamos la palabra del silencio, el
silencio se desvanece y la palabra muere.
El hombre es imagen efectiva de Dios cuando su persona silenciada acoge la Palabra que el
Padre le envía; no la extorsiona ni manipula, no la estrangula ni la aminora. Con su razón; an-
tes al contrario dilatará su seno hasta el máximo de su capacidad mediante el despojo. Enton-
ces la Palabra resonará en él transformada en oración. El Nuevo Lenguaje con el que Dios se
expresa requiere de nosotros el silencio del corazón, en donde toda voz humana debe apagar-
se. Según Orígenes, Moisés, tan elocuente e instruido en la sabiduría de los egipcios, no puede
más que balbucir ante la voz que se alza de la zarza ardiente:
Cuando estaba en Egipto y se instruía en la sabiduría de los egipcios, no tenía ni voz desagradable ni lengua
tartamuda, y no se reconocía carente de elocuencia. Estaba dotado, por el contrario, en opinión de los
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egipcios, una voz sonora y una elocuencia incomparable. Pero desde que oyó la voz de Dios y percibió las
palabras divinas, sintió que su voz era débil y desagradable, se dio cuenta que su lengua era torpe y tarta-
muda. Se confesó incluso mudo desde el momento en que comenzó a reconocer esta Palabra verdadera,
que estaba en el principio junto a Dios (Hom in Ex 3,1).
Las palabras humanas son muchas, mientras que el silencio es uno; uno con la Palabra de
Dios, que es una. Este Verbo va silenciando al hombre en su cuerpo y en su corazón; y lo intro-
duce en la eternidad. El gran místico Isaac Ninivita, del siglo VI, lo expresaba sin titubeos: El
silencio es el símbolo del mundo futuro. El lenguaje es el órgano de este mundo.
Cuando el Espíritu habita en un hombre ya no lo abandona, por lo que este hombre se hace
oración, pues el Espíritu no deja de orar en él. Ya duerma o vele, la oración permanece en su
alma. Ya coma, beba o duerma, haga lo que haga e incluso en el sueño más profundo, el per-
fume de la oración se eleva sin pena desde su corazón. La oración no le abandona. En todos
los momentos de su vida, incluso cuando parece que ha cesado, está secretamente actuando
en él. Uno de los padres portadores de Cristo dice que la oración es el silencio de los puros,
pues sus pensamientos son movimientos divinos. Los movimientos del corazón y de la inteli-
gencia purificados son voces plenas de dulzura, con las que cantan continuamente en secre-
to al Dios escondido.
Sólo por el silencio accedemos por experiencia a la verdadera naturaleza del hombre, la que
salió del proyecto de Dios, ajena a toda dispersión: la persona humana encuentra mediante la
armonía de sí mismo, radicada en su corazón, su sitio en el cosmos, y de forma lacerante en
una sociedad convulsionada en su artificialidad desordenada. Claro que el silencio no es nada;
únicamente se reduce a la exclusión casi infinita de obstáculos de la Palabra. Es anterior a la
palabra, su receptáculo. Por eso no puede haber apóstoles del silencio, sino silenciosos apósto-
les de la Palabra única; hoy de suma necesidad. Sólo por el silencio la Palabra es el verdadero
tonificante del hombre. Todo culmina en el silencio, donde el corazón se arropa en la Palabra.
Pues nos permite oír, en la raíz de nosotros mismos, esta música callada, música silenciosa que
es, para san Juan de la Cruz, uno de los nombres más conmovedores de Dios. Del silencio nace
la alegría, música del asentimiento a un bien que nos colma. Por eso, según Angelus Silesius, la
mejor alabanza que puede tributar a la divina majestad es el silencio (o.c. IV,11).
Por el silencio reconocemos que no somos todavía auténticos del todo; que no hemos lo-
grado nuestra misma identidad. Ahora entendemos a Maurice Zundel cuando decía con fre-
cuencia: Yo es otro distinto. Que equivale al conocido dicho de Pascal: El hombre supera al
hombre. La persona humana es más persona en la medida en que se pierde de vista y se en-
cuentra restituida a sí misma en una dimensión más plena. Se inicia esta experiencia funda-
mental en una apertura desinteresada a los demás, se verifica en una conciencia de amistad
humana y se prosigue en la Presencia de claridad que se alza entre los amigos mediante el
silencio. Porque la relación interpersonal connota en sí misma exigencia de reencuentro, de
olvido de sí, de absoluto:
Cuando la amistad llega a este punto de fusión en que las personas comparten en el si-lencio
que sobrepasa toda palabra, una luz indecible les revela una a otra en la Presencia misteriosa
que les identifica. Se es incapaz de describir semejante unidad. Todo lo que se puede decir es
que la persona entrega su secreto a la persona en la claridad viva que es el día del espíritu. Las
palabras que definen fracasan allí en donde lo que se requiere es indefinir para expresar un
estado en donde lo ilimitado es la característica esencial. Las palabras ocupan si sitio antes y
después: antes, como confesión recogida en una confianza que busca comprometerse; des-
pués, como eco luminoso o como espera apacible de esta comunión total: en la identidad vivi-
da, que es la amistad misma.
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De hecho, todo se sintetiza en el TÚ, único, unificante y absoluto; que no absorbe, sino que
enaltece cada vez más el YO. Es conocida la célebre oración de Martín Búber:
La meditación más-allá del objeto logrado es la que no se practica ya como un esfuerzo del yo
desplegando su voluntad, sino que se opera sin esfuerzo como el movimiento mismo de la tras-
cendencia inmanente a cada cual. En quien medita así, únicamente está presente la Esencia en
toda verdad. Cuando más profunda e intensa es esta presencia en él, más emana de él un resplan-
dor y un hálito maravilloso. Pero únicamente se da cuenta de ello quien se mantiene esencialmen-
te presente.
Mientras llega ese instante, El ser esencial, Cristo en el fondo del corazón, habla, mientras
las demás palabras tienen que silenciarse; del seno de la Escritura surge el TÚ, Palabra del Pa-
dre, y única, que está de hecho en el corazón del lector creyente de las Escrituras. Él ya nos ha
marcado el camino y nos ha dejado un simbolismo real y un título en su misma persona inex-
presable y transcendente en su misterio de exaltación: Es el “gran corazón”, y que, no por ca-
sualidad, la devoción al corazón de Jesús ha situado en el centro, es decir, en la zona del plexo
solar. Al decir que el centro del hombre es el corazón, nos referimos a ese corazón, punto de
confluencia de todas las energías.
En el centro de la persona humana permanece oculta una fuente de vida que Jung llama el
sí mismo. Lo define como un factor de guía interior, distinto de nuestra personalidad conscien-
te. La imagen de una semilla de pino enterrada en las entrañas de la tierra nos puede ayudar a
comprender esa fuerza interior que intenta abrirse paso en nuestro interior calladamente.
Es ahí, precisamente donde emerge el TÚ, la Palabra leída se desvela. Y este TÚ grita silen-
cioso en el corazón del lector: "Abbí", padre mío (cf. Gal 4,7: Rm 8,15) y lo hace levantando
nuestra debilidad y con gemidos inenarrables (Rm 8,27), esto es, que no se emiten, silenciosos,
porque superan las facultades racionales (cf. 2Cor 12,4). Se trata de la energía del mismo Ser
de Cristo enaltecido invadiendo el corazón, el centro personal del creyente. El Espíritu no inva-
de ni la inteligencia ni el sentimiento el hombre, sino, a través de su corazón ser personal
completo. Porque el Espíritu no es una parcela divina; es Dios mismo alcanzando al hombre en
lo que tiene de más personal, y colmando la profundidad inconmensurable del hombre. Por-
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que nunca debemos olvidar, nosotros “caminantes, que sólo en el corazón del hombre el uni-
verso pierde sus límites” (J. LOSADA, Huerto cerrado del amor, Madrid 1994,25). Y sólo lo colma
la energía que es el Hijo enviado como Espíritu.
Muchos aparentan conversión; pero únicamente se logra en la verdad que verdaderamente
acongoja el corazón. Muchos corren en búsqueda de la afección del corazón; pero únicamente
se halla en la verdad que respira continuo silencio... Si tú amas la verdad, debes amar el silen-
cio. El silencio te esclarecerá en Dios como el sol y te librará de tus propios pensamientos de
ignorancia; el silencio te unirá para siempre con Dios.
A lo largo de nuestra existencia terrena hemos amontonado sobre el fundamento de Cristo
toda un cúmulo de vanas reiteraciones que deben ser quemadas como heno, paja o leña (ORÍ-
GENES, In Jer 16,5-7). El fuego de la Palabra reducirá a silencio todo lo que hemos amontonado,
mientras ella sola alumbrará el corazón del lector y se expresará en él.
Considera por qué se ha dicho "que el pueblo se mantenga alejado del Arca de la Alianza a una
distancia de dos mil metros" Sacerdotes y levitas, por el contrario, se mantienen muy cerca, y
tan cerca que llevan en sus hombros el Arca del Señor y los mandamientos divinos. ¡Dichoso el
que merece acercarse a Dios! Pero acuérdate de lo que está escrito: Lo que se me acercan, se
acercan al fuego. Si tú eres oro o plata y te acercas al fuego, el fuego acrecentará el brillo y el
resplandor de tus rayos; pero si eres culpable de haber construido con leña, heno o paja sobre
el fundamento de tu fe y te acercas al fuego con este material, serás consumido. Dichosos
pues los que están muy cerca, tan cerca que la proximidad del fuego los esclarece sin inflamar-
los (Orígenes, Hom. sobre Josué 4,3).
La naturaleza profunda del hombre es el silencio; allí oye la Palabra única del Padre, y
la expresa. Ahí alcanza el hombre la expresión más plena de su dinamismo como imagen
de Dios: Dios, desde su silencio, envió su Palabra, y todo fue hecho (Sal 32.6,9). El hom-
bre, emite desde el silencio de su corazón la Palabra hecha oración, su acto creativo. Pero
también despliega la libertad más acabada, en el silencio de sí mismo que acoge todo y no
limita nada. Misterio de sinergía libre humano-divina. Ha sido siempre el objetivo de la
consagración monástica: desde la pobreza epidérmica, por la virginidad despojada, que
reclama psíquica y espiritualmente el complemento de la Palabra (Verbum, Logos= mascu-
lino y fecundante), y la profunda obediencia (ob-audire), que es la comunión activa y uni-
tiva con la misma Palabra, el lector monástico retoma su sentido personalísimo, aquella
primera palabra que le definió en la Regla benedictina, pero que ahora tiene su sentido
pletórico, hecho silencio, Palabra y Oración.
El silencio es el único camino hacia Dios, hacia la verdad, la belleza, la amis-tad; y es la ex-
presión del último despojo convertido en oración.
A principio de 1975, Maurice Zundel, a quien tuve la suerte de oír y tratar, sufrió una em-
bolia que le privó de sus palabras, supremo despojo para él que dominaba un montón de len-
guas, viajero infatigable por todos los continentes. Una sorda angustia asfixiaba su vida. Y nos
dejó como último escrito lo que era incapaz de pronunciar:
Tú, cuyo silencio es creador, en el exceso de mis males, no permitas que se apague mi espíritu. Apaci-
gua mi angustia por Tu presencia de Luz.
VALOR TERMINAL.
Denominamos valor terminal al valor que no se reduce a estar al final de un proceso, sino, por
así decirlo, al coronador de todos los valores y que da verdaderamente el sentido de cohesión
a todos ellos. Se apuntan aquí tres valores que en realidad se reduce a uno solo, pero con tres
matices.
cualquier tipo de insipiencia, eso que solemos llamar simplonería. Se opone a la pericia, o más
bien a la astucia de este mundo.
El sonido del Ser esencial resuena sin cesar. La cuestión estriba en saber si, como instrumentos
que somos, estamos bastante en consonancia para que resuene en nosotros, y para que lo
oigamos.
El sonido del Ser esencial resuena sin cesar. La cuestión estriba en saber si, como instrumentos que
somos, estamos bastante en consonancia para que resuene en nosotros, y para que lo oigamos.
La mente sagaz no es sencilla; la mente que piensa en recompensas y temores, que trabaja
con una finalidad, no es una mente sencilla. La mente cargada de conocimientos no es una
mente sencilla; la mente traumatizada por creencias no es una mente sencilla. La mente que
se ha identificado con algo más grande y se esfuerza por mantener esa identidad no es una
mente sencilla. ¿En qué estriba pues la simplicidad? ¿Es la búsqueda de los elementos esencia-
les y el rechazo de los que no lo son? Esto significaría un proceso de opción. ¿Pero qué es este
proceso de elegir? ¿Qué entidad elige? Es la mente. Decís, elegiré entre lo esencial y lo no
esencial. ¿Cómo sabréis que es lo esencial? O bien tenéis un modelo de lo que otras personas
han dicho, o bien vuestra propia experiencia os dice que eso es lo esencial. ¿Podéis confiar en
vuestra experiencia? Cuando escogéis vuestra opción se basa en el deseo. Muchas veces la
opción cuando es costosa manifiesta un conflicto. La mente en conflicto, confusa, nunca puede
ser sencilla. Cuando descartéis, cuando de verdad observéis y veáis todas las cosas falsas y los
ardides de la mente, cuando observéis eso y lo percibáis, entonces sabréis qué es una mente
simple. La mente dañada por el conocimiento no es una mente sencilla.
La simplicidad es la acción que no es resultado de una idea. Pero eso es algo muy poco
común; significa creatividad. Y mientras no haya creatividad somos como polos de atracción
para el daño, el sufrimiento y la destrucción. La simplicidad llega, como la flor que se abre en el
momento justo, cuando uno comprende todo el proceso de la existencia y de la vida de rela-
ción. Al no haberlo pensado ni observado, no nos damos cuenta de ello. Valoramos todas las
formas externas de la simplicidad, tales como las pocas posesiones, pero esto no es simplici-
dad. La simplicidad no hay que buscarla; no se encuentra en la elección entre lo esencial y lo
no esencial; surge tan solo cuando no hay yo, cuando la mente no está atrapada en especula-
ciones, en conclusiones, en creencias, en imaginaciones. Sólo una mente libre puede hallas la
verdad. Sólo una mente así puede recibir aquello que es inconmensurable, aquello que no
puede nombrarse.
Dada la enorme complejidad de nuestro mundo, la simplicidad se impone como un
pro-ceso de simplificación que afecta desde lo más externo, pasando por nuestras estructuras
mentales y convicciones, hasta la vivencia más armoniosa; y al final queda como reducida a un
principio único, que por serlo, no estrecha la vida sino que más bien dilata sus hori-zontes has-
ta el infinito. La vida humana es ultimidad en un estado de confianza absoluta en el Uno, que
es el Simple, y que lo simplifica todo. La unidad es simple y la unificación supone la simplicidad.
Dios es simple. El monje cree que lo absoluto es simple y que el objetivo de su vida es alcanzar
esa simplicidad total. Puede ser que el camino sea duro y que al final resulte que no hay cami-
no, pero todo es simple. El monje no estará satisfecho hasta que su sed haya desaparecido, no
porque haya encontrado un objeto capaz de apaciguar sus deseos, pues rápidamente buscaría
otro objeto, sino porque la verdadera causa de ese desasosiego ha desaparecido.
Vale la pena refrescar unas expresiones del filósofo alemán Heidegger: El mundo mundifica;
las cosas cosifican. Son esnobismos verbales elegidos a propósito. Y son ciertos. Lo malo es que
el filósofo no llegó a más; pero bien pudo continuar. El Simple infinito, que no puede ser más
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que Uno, simplifica. No obstante de la pluma de Heidegger salió un precioso opúsculo de con-
tadas páginas: El Camino en el Campo. Viene a decir que la persona es más que ella misma
cuando ahonda y vigoriza sus raíces. Alude al místico Eckhart, aquel viejo maestro de lectura y
de vida, y considera la vida humana desde el prisma de la experiencia en un largo caminar
hacia lo Simple. Lo simple encierra el enigma de lo permanente y de lo grande; y aproxima a la
vivencia experiencial de Dios que, recordando a Eckhart, es Dios en la inexpresabilidad de su
lenguaje. El termómetro de la experiencia de lo simple es la sensación de libertad en una espe-
cie de serenidad sublime. Serena sabiduría y quintaesencia de la experiencia madura de la
vida. Y la sabia serenidad no puede ser más que el umbral de la eternidad. Lo simple es la clave
del enigma de la vida; por eso la simplicidad misma asombra y libera. Lo que resta es silencio.
Pero del silencio ya nos hemos referido.
Quizá podamos ver aquí el final de una renuncia. Mas lo desconcertante es la constatación
de que la renuncia no quita ni se lleva nada. La renuncia da lo inagotable, la fuerza de lo sim-
ple. Mencionemos a un gran maestro, Guillermo de Saint Thierry, para quien no existe vida
monástica sin simplicidad. Denomina forma simplicitatis a lo que considera como una segunda
naturaleza; aunque de hecho no es tal. Sencillamente porque la simplicidad no tiene ni incluso
necesidad de ser nombrada mientras está presente, impregna el ser y la conducta por comple-
to. La forma de simplicidad es la resultancia de un despojo de formas bastardas adquiridas en
un mundo que ha entenebrecido y ocultado la verdadera naturaleza del hombre, imagen lumi-
nosa de Dios, manifestada y vivida como trabajo de armonización exterior, de unificación inter-
ior en un integral embellecimiento personal. Esta simplicidad aparece como el principio
monástico por excelencia. Es la búsqueda de lo absoluto. Pero este Absoluto es no-ligado, pre-
cisamente porque está libre de multiplicidad y nos libera de toda coacción. El Absoluto no sólo
significa la liberación de la multiplicidad de las cosas, sino también de la multiplicidad de los
seres; es liberación de toda multiplicidad. Y si la simplicidad es renuncia se toma como libera-
ción de apariencias o de la relatividad de lo irreal.
Para el simple la cruz no es tanto símbolo de dolor y de muerte, sino de encuentro de las
cuatro direcciones de lo real en un punto armónico y equidistante de los cuatro extremos.
Pretende llegar al extremo convirtiéndolo, no en un punto sin dimensiones, sino en una esfera
perfecta que lo abraza todo
La simplicidad logra aunar la primera palabra de la Revelación, el símbolo de la familiaridad
del hombre con Dios en el paraíso en cuanto alcance de su naturaleza pura, con la anticipación
de la realidad del ésjaton. Por eso recojo aquí un párrafo que escribí en una de las últimas
páginas de mi libro sobre Guillermo de Saint Thierry: La simplicidad está abierta a la primera
palabra de Dios, creadora, la llamada más técnicamente quizá, protología; pero no se encierra
en ella. Se lanza más bien hacia la última palabra, la escatología. Protología y Escatología abra-
zan la historia de cada persona humana. Incluyen en ellas mismas los gérmenes de los comien-
zos como criaturas de Dios, y la calidad de los bienes futuros. Es una consumación final, pero
conecta con los orígenes. Unidad perfecta en la historia personal del simple. Vivir conforme a
la naturaleza es vivir con el síndrome de la eternidad. Angelus Silesius, el místico enigmático
alemán del siglo XVI lo expresó en el sublime laconismo de su obra el Peregrino Querubínico:
Hombre, si el Paraíso no está ante todo en ti, créeme y tengo por seguro, que nunca entrarás
en él (I,295). En esta horquilla se encierra todo lo demás. La simplicidad es la expresión más
viva y aca-bada del Evangelio: y la misma vida de la Trinidad se reduce a la infinita pureza de
cooperación en la simplicidad absoluta.
Simplicidad, sí. Pero ¿qué decir ahora de la oración? Ante todo que ni se ve ni se sabe. Por-
que querer describir la oración en la vida del simple es empañarla y debilitarla. Se atentaría
contra la misma simplicidad. Su vida es la misma oración, y la oración es su vida. Tendremos no
obstante que alterar un poco nuestros esquemas comprensivos con respecto a la persona sim-
ple. Todo queda reducido a tres niveles: una conciencia luminosa, aunque de hecho no es un
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nivel sino un punto de fina sensibilidad y hondura. Guillermo de Saint Thierry tiene una expre-
sión feliz: ternura de la buena conciencia afectada (Cant 80); una naturaleza serena y armonio-
sa; y un dinamismo vital y expansivo, que emana de la conciencia a través de la naturaleza, su
mismísima oración. Conciencia, naturaleza, oración. Y oración de horizontes infinitos, preci-
samente por su simplicidad. El orante simple simplifica la universalidad que aborda, desbara-
tando el embrujo de la complejidad y de la mera apariencia; de la preocupación y de la ansie-
dad. Orar sin saber que se está orando, porque el simple es un espíritu con el Espíritu de Dios; y
sin embargo sorprender con frecuencia al corazón en estado de oración: Dios ha enviado en
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Gal 4,6).
Cabría recordar aquí la célebre sentencia del viejo Evagrio Póntico: Monje, esto es, el sim-
plificado, el unificado en sí mismo, es el que está separado de todos, apunta a la multiplicidad,
la dispersión de individuos y de sociedad, el divertissement pascaliano, pero unido a todos, su
vida en cuanto fuente de unidad cohesionadora. Evagrio nos sugiere que hemos de recuperar
la dimensión monástica del hombre como un elemento constitutivo del ser humano. Porque lo
monacal no puede ser monopolio de una institución, llámese monástica o como se quiera.
Todo deviene pábulo de ora-ción; es oración de vida y vida de oración.
La experiencia es nuestro mundo. Porque el mundo no es sólo el lugar en el que existimos;
es también la realidad que hacemos viviendo, sociedad mundanal, e incluso Iglesia. Sólo el
simple hace verdadero al mundo mediante la armonía y simplicidad de su vida. Él purifica y
santifica a la Iglesia, liberándola de sus máscaras engañosas. Porque sólo el simple introduce
eficientemente el Espíritu en el mundo, alum-brando eternamente su destino. Era muy conse-
cuente Teilhard de Chardin cuando al final de su obra El medio divino relataba el milagro cons-
ciente de la religiosa en estado de oración solitaria, recluida en un silencioso como reducido
oratorio: Todo el cosmos giraba en torno a su corazón orante.
Traducida en pureza, brevedad y frecuencia. La simplicidad es la meta última alcanzable de
la experiencia humana, el umbral de la eternidad y la libertad más lograda. La frecuencia en el
ejercicio de la lectio-meditatio se logra la semejanza con Dios, y la familiaridad con el que es el
único Simple. Por la simplicidad el hombre se capacita para vivir la universalidad en la fraterni-
dad haciendo suyo el dolor y la aspiración de sus hermanos, pábulo de la oración.
El reto global del monaquismo moderno consiste en el intento, imposible a primera vista,
de conseguir la plenitud de la vida humana por medio de la simplicidad. Esto es lo que se pue-
de llamar simplicidad por integración.
EN CRISTO
referencia postrera de su entrega incondicional. Y finalmente como él, como Cristo su Señor,
vive ya en la fe la victoria definitiva (Jn 5,4).
Seguimiento e imitación que no se traducen en sentimiento ni en interiorismo. Es participa-
ción real y física en un mismo camino, que es el Señor mismo. Así, toda tentativa por conocer-
le, por entenderle, es siempre un ir, un seguir.
Pero la expresión en Cristo no es solo seguimiento e imitación. Es más. La preposición en
puede tener un sentido local, circunstancial, insertivo, asimilativo y tendencial. Hay que aten-
der a todas estas matizaciones para comprender un poco el rico sentido de ser en Cristo; de
hecho expresión pascual. Si alguien vive en Cristo es una nueva criatura (2Cor 5,17).
Ser en Cristo constituye una entidad (Rm 16; 1Cor 9,1). Si incide sobre el hombre, lo trans-
forma en una novedad. La proposición en, no me fuerza a detenerme en su sentido espacial;
algo así como si estuviéramos encerrados en una capacidad vital, que llamamos el Cristo espiri-
tual o pneumático. La fórmula pretende llevar a cabo el acontecimiento de la personalización
de Cristo en el creyente; en este caso, en el monje. Así cobra sentido eclesial y espiritual la
expresión paulina en Cristo.
La existencia del creyente en Cristo cristianiza todo. Y significa ante todo su propia libera-
ción del hombre viejo, y su nueva constitución cristiana, el hombre nuevo. Por eso la existencia
cristiana es ante todo una creencia comprometida en Cristo; y ello connota una vida de com-
promiso cristiano, que influye en todos los modos posibles de orientar la vida: en el hablar (2
Cor 2,17; 12,19) y el exhortar (Filp 2,1), en la valentía y el saludo (Flm 8; Rm 16,22; 1Cor 16,19),
en la armonía de pareceres (Flp 4,2), en el amor fraterno (Rm 16,8; 1Cor 16,24), en la anticipa-
ción a los deseos del hermano (Rm 16,2) como en las preocupaciones y trabajos por los demás
(1Tes 5,12; Rm 16,12).
Cristo no existe más que en el cristiano concreto, es decir en el creyente comprometido en
Iglesia. Por eso Cristo resucita en la Iglesia, y más en concreto en la ecclesiola, en este caso
monástica.
Para un escritor como Conzelmann la fórmula en Cristo evoca ente todo un elemento místi-
co; lo cual nos permite dar un pequeño giro a la expresión y decir: Cristo está en mí (Gal 2,20).
Podemos establecer idéntico paralelismo en lo referente al Espíritu: estamos en el Espíritu y el
Espíritu está en nosotros (Rm 8,9). En esto nos encontramos aquí con un clima de entusiasmo:
el hombre se cree lleno de Dios, y se sabe al mismo tiempo rodeado por él. Todo esto expresa
la constitución objetiva de la existencia cristiana. Porque la obra de la salvación se ha realizado
de una vez por todas; y de ellos pode-mos alegrarnos.
Pero ¿dónde encontraremos la clave de nuestra interpelación cristiana? Quizá sería bueno
fijarnos dos tiempos de reflexión, guiados por el mismo Pablo: En primer lugar Cristo que
hemos anunciado en vosotros ha sido Sí. Todas las promesas de Dios han encontrado un sí en
su persona (2Cor 1,19,20). Además él es el Amén, el testigo fiel y verdadero (Ap 3,14). Estas
declaraciones han calado en la conciencia de los cristianos y las han proclamado en sus asam-
bleas litúrgicas. De este modo se verifica un deslizamiento esencial; y entramos en el segundo
tiempo de reflexión paulina: ahora resulta que el Si y el Amén es el mismo cristiano que pro-
clama. Se da la conexión adecuada entre la fidelidad del Señor y la fe del hombre, ya nuevo, el
cristiano. El sí de Cristo es el sí del cristiano. Por eso él puede decir también amén. Y mediante
el Espíritu de Jesús la experiencia de Cristo es la experiencia del cristiano. El que se entrega
confiadamente al Padre rememora en su vida la entrega de Jesús. Y así Jesús es el mediador en
todo del misterio crístico. Nos situamos ante el misterio de la Encarnación; porque hay una
intencionalidad divinamente oculta detrás de cada acontecimiento de la vida de Jesús. Los
medievales, sin mucha precisión, aludían ya a la misma realidad: La carne de Cristo (el Yeshúa)
es mediadora al Cristo (Espíritu o Verbo).
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De esta manera puedo yo tener la experiencia-en Cristo, y por ello participo tangencialmen-
te en la experiencia-de Jesús, sin la cual, es cierto, sería imposible la experiencia en Cristo.
Conviene que yo me vaya, de lo contrario el Espíritu no vendrá a vosotros (Jn 16,7). Se trata
aquí de la necesidad de cerrar la experiencia de Jesús en sí mismo como mediación para que el
Espíritu abra la fase de la posibilidad de la experiencia-en Cristo. Porque al fin y al cabo la ex-
periencia es única e irrepetible; sólo la tiente el que la sufre.
Quedarnos en la experiencia-de Yeshúa sería además de un imposible, un señuelo peligroso
y la puerta del autoengaño. En esta tentación picaron al menos con el deseo los dos discí-pulos
de Emaús: Quédate con nosotros (Lc 24,29). Jesús debe marcharse, provocar la unidad y des-
aparecer. Es crudo, pero real el dicho budista: Si ves al Buda, mátalo. Y si por tu parte, tú ves a
Jesús, mátalo, esto es, resuelve la dualidad en la unidad para que brote en ti el Cristo y consiga
envolverte en tu misma experiencia. En este caso la acusación de canibalismo con que se tilda-
ban a los primeros cristianos tenía una cierta verosimilitud desde este ángulo. Nos comemos a
Cristo, después de su sacrificio incruento, para asimilárnoslo o quizá mejor para que nos asimi-
le él a su vida. Tenemos que generar a El Cristo que somos. Recalco el artículo el, parcializante,
a causa de nuestra congénita limitación.
Claro que al repasar atentamente la tradición cristiana de la experiencia cristiana y la ora-
ción, en una primera impresión parece que se trata de la experiencia y de la oración de Je-sús
en los cristianos. Mas de hecho lo que acontece es una transferencia invertida: por vivir en
Cristo, una cierta réplica de la experiencia fundamental y transformante de Jesús, viviendo
como él la cercanía e intimidad del Padre: Padre-nuestro, Abbinu, Padre-mío, Abbi. En el fondo
todo esto requiere una mayéutica comunitaria, experta en partos crísticos. El abad debe ser el
animador de partos comunitarios.
Cuando Cristo se hace Palabra
Ya la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14). Palabra y Cristo coinciden en
el dinamismo descendente para envolver al hombre y subirlo, divinizarlo. No quiero enredar-
me ahora en la noble teoría de la palabra dinamizadora. Pretendo detenerme un instante en
su dimensión real, para ligarla a continuación a su fuerza vinculante en la existencia del cre-
yente, del cristiano.
La fe del cristiano llega a la convicción madura de que el acontecimiento descendente e in-
efable tiene lugar en la historia, en la persona de Jesús, ya el Cristo. Cristo es el Hijo-Logos del
Padre, la palabra reveladora y transformante de Dios para el hombre, para nosotros, para mí.
Siempre coetánea al creyente, como bien se expresaban los escritores espirituales medievales.
Así en Jesús la experiencia reveladora alcanza su apogeo único e intransferible. La fe en Cristo
pone al creyente en dinamismo de búsqueda de Dios. Vivir el acontecimiento de Cristo, Hijo-
Palabra del Padre, es vivir la Pascua en la experiencia de la acción trinitaria. El Padre como
aspiración radical, el Hijo como instrumento eficiente, y el Espíritu como vivencia y animación.
Es el sentido que encierra la tradicional Oración de Jesús, que mejor se denominaría Oración a
Jesús, estereotipada a fines del siglo XIII y XIV en la Península del Monte Athos: Señor Jesucris-
to, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, pecador.
La invocación quiere ser la síntesis histórica de una experiencia más amplia y rica en torno a
la Palabra. La tradición espiritual, partiendo sobre todo de Orígenes, desarrolla los principios
paulinos. Texto esencial es 1Cor 10,1-11. El Padre, manifiesta su economía salvífica pronun-
ciando una palabra salvadora, la única que tiene desde el comienzo. Es su propio Hijo encarna-
do, en tres fases pero con la misma eficacia: primero como profecía; luego como cumplimiento
en el tiempo (Gal 4,4), y finalmente en la esperanza definitiva. Triple fase que encaja en la tri-
ple evocación de la Carta a los Hebreos: Cristo ayer, hoy y siempre (Hbr 13,8). Es su Hijo hecho
palabra viva. De aquí la intuición de Jerónimo en su frase lapidaria en su prólogo-comentario al
profeta Isaías: La ignorancia de las Escrituras (la Palabra) es ignorancia de Cristo. El término
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oración, como lo expresa el salmo 129: desde lo hondo a ti grito, Señor. En esto consiste preci-
samente la transgresión. Transgredir es pasar violenta y audazmente a un ámbito ignoto, duro
y peligroso. Aquí el corazón que cae en la cuenta de ser un transgresor no tiene otra alternati-
va que el perdón o la desesperación. Porque ya no es posible volver atrás. La Palabra no libera
al corazón transgresor; únicamente le hace cobrar conciencia de ello y le orienta al perdón,
con el que desbarata tantos esquemas apriorísticos que hacemos sobre lo divino y lo sagrado,
siempre sucedáneos de nuestra limitación acomodada. Por la experiencia del mal la Palabra de
Dios inicia su kénosis en nosotros, para lanzarnos a una plenitud nueva. Entonces la Oración de
Jesús, el Cristo, que expresa ahora el cristiano, asume el anonadamiento y el dolor de toda la
humanidad. Cierto día, el gran místico atonita ruso, Silvano, percibió una voz en su interior que
le decía: baja al infierno y permanece en él.
Por la experiencia del mal se dilatan el seno del corazón, y sus fibras cobran una fina sensi-
bilidad de comunión. La Palabra embarga en la lectura de la historia de los hombres, de cada
hombre; e incluso el mundo que nos envuelve, nuestra casa ahora tan maltratada, es como un
libro, cuyas páginas repletas de relatos y voces de toda índole, confluyen en la cartivana, Cris-
to, pero con el centro de gravedad en la conciencia experiencial del cristiano.
Y no puede ser de otra forma. A través de los antropomorfismos bíblicos Cristo- Palabra se
hace presente en el cristiano como un hombre más. Nosotros no podemos comprenderlo de
otro modo; porque no es imposible desentendernos de nuestra experiencia humana. De este
modo se abre la capacidad de saborear lo divino. Porque gozar, conocer o comprender es en-
contrar en sí mismo lo que se saborea o se conoce, la experiencia íntima de cuanto se dice.
Pasamos de la experiencia interior del otro a la experiencia interior de uno mismo a través de
la palabra-signo que hace de intermediario material.
Por eso la experiencia es connaturalidad. De esta forma el creyente llega a tener capacidad
de conocer todo lo que existe, desde lo más sublime a lo más ínfimo en todas sus facetas, por-
que es microcosmos, por emplear un término de la más venerable tradición. Está unido por
connaturalidad con la materia inanimada, sus evoluciones y convulsiones, con los vivientes en
todos sus procesos, y con los demás hombres en su problemática. El cristiano debe ser simpá-
tico. Tiene que encontrar en sí mismo lo que conoce. Los Padres exegetas espirituales recla-
man esta actitud en la exégesis comprometida de la Palabra de la Escritura, englobada en Cris-
to. Esta será en buena parte la aplicación a cada cristiano de lo que ha dicho y hecho Jesús el
Cristo; una internalización en cada uno de los hechos y de las virtudes de Cristo.
¿De qué me sirve decir que Cristo ha venido a la tierra en la sola carne que ha recibido de María, si yo no
muestro que ha venido también en mi carne? (ORIG.,HomGn 3,7).
y el corazón del cristiano, hasta que, esclarecido por su luz, puede constatar el aserto de Jesús:
El que me ve a mí, ve al Padre (Jn 14,9).