A tiempo
James Petras
Traducido para Rebelión por
Manuel Talens
W illiam Osgood, Bill, no le quitaba el ojo a la calzada.
Respetaba el paso de peatones, reducía la veloci-
dad ante la luz amarilla y, en las paradas, retenía el
autobús con un pie en el freno. Se fijaba en los pasajeros reza-
gados que podrían intentar colarse sin pagar. En cada parada,
miraba su reloj para ver si no iba con retraso.
Algunos chóferes más viejos le tomaban el pelo por su puntua-
lidad. «Llegarás a tiempo a tu entierro», se reían.
«Pueden reírse todo lo que quieran», refunfuñaba Bill. «Ellos
no han estado trece meses sin trabajo. Ya se nota que no son
temporales.»
Aquella mañana se cumplía la semana número veintiséis des-
de que estaba a prueba. Al final de la jornada entraría en plan-
tilla o lo dejarían fuera. Llegó a la terminal central media hora
antes que de costumbre.
–Va a hacer mucho calor –había comentado la mujer de Bill–.
¿No prefieres una camisa de manga corta?
–No, así estoy bien –Bill prefería el uniforme–. «¿Quién sabe
lo que podría decir el supervisor?», pensó para sus adentros.
Ya en la terminal, fichó y se acercó a su autobús. Entonces,
oyó la voz del supervisor:
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–Bill, hoy le he cambiado el trayecto, porque Clancy está en-
fermo. Usted hace el suyo. Aquí tiene el mapa.
–Sí, señor –rió con nerviosismo–. No hay problema alguno.
–Más vale que empiece ya –dijo el supervisor mientras Bill
echaba un vistazo al mapa–. El trayecto de Clancy pasa por el
centro de la ciudad.
–Este Clancy no ha podido escoger un día peor para ponerse
enfermo –dijo Bill entre dientes.
Arrancó el motor y miró el mapa.
–Es mi último día como temporal. Si consigo que todo salga
bien, estoy seguro de que me darán el trabajo. De todas ma-
neras, el supervisor habrá apreciado el modo en que he acep-
tado la nueva asignación. Sin protestas ni problemas sindica-
les. Hostia, incluso podría sacarle provecho a la enfermedad
de Clancy.
Bill se sintió mejor y se concentró en el trayecto, las paradas,
los pasajeros, el reloj. A media tarde, el tráfico aumentó. El
autobús avanzaba con lentitud de una parada a otra. Bill em-
pezó a ponerse nervioso. Casi le cerró la puerta a un pasajero
que estaba entrando. No se fijó en su cara, pero sí en la frágil
mano que temblaba al depositar las monedas en la caja. Vio
por el espejo retrovisor que era un anciano obeso, que avan-
zaba despacio hacia el fondo del autobús, demasiado despa-
cio, pesadamente. Bill arrancó de la parada y el hombre se
dejó caer como un fardo en el asiento. Los semáforos cambia-
ban antes de tiempo, los jodidos taxistas le cortaban el paso,
los peatones atravesaban la calzada por cualquier sitio. Bill los
maldijo a todos entre dientes.
–Diez paradas más y termino –apretó los labios y siguió ade-
lante.
–¡Eh, chófer, hay un hombre enfermo! –gritó alguien desde
atrás.
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Bill hizo como si no lo hubiera oído. Unos segundos más tarde,
cuando el autobús paró para recoger a unos cuantos pasaje-
ros, una mujer mayor se le acercó al salir.
–Debería llevarlo al hospital, está muy mal. Ese hombre gordo
respira con problemas y tiene los ojos abiertos de par en par.
–Gracias, señora –Bill le sonrió automáticamente.
La mujer se sobresaltó por la sonrisa y se bajó.
Miró su reloj. «Tres minutos de retraso». Volvió a arrancar y
casi le dio a un taxi que se metía en el carril del autobús.
–¡Eh, maricón!, ¿te crees que la calle es tuya? –una cara mo-
rena se asomó del taxi y lo miró malamente.
A Bill le hubiera gustado contestarle o, mejor aún, partirle la
cara. Pero apretó el volante.
–¡Eh, señor, este hombre ha dejado de respirar! –vociferó un
jovenzuelo.
Varios pasajeros miraban al gordo derrumbado en su asiento,
a la espera de ver lo que haría Bill.
–Tiene que hacer algo, oiga. ¡Me parece que está muerto!
–Sí, señor, voy a llevarlo a la terminal. Allí tienen una ambu-
lancia –respondió Bill mientras llegaba a otra parada.
Subieron tres pasajeros.
«Dos paradas más», se dijo Bill. «Sólo llevo dos minutos de
retraso».
A la siguiente parada, el joven que había gritado se levantó
para bajarse.
–Eh, tío, está usted paseando un cadáver. ¿Ha pensado alguna
vez en trabajar en una funeraria?
3
Bill apretó los labios. «¿Qué sabrá este punk? A mí me pagan
por recoger y transportar pasajeros. Vivos o muertos, tienen
que llegar a tiempo.»
Llegó a la terminal, se bajó y le dijo al supervisor que traía «un
pasajero enfermo». Llamaron una ambulancia, pero estaba
claro que se trataba de un cadáver.
Al día siguiente, los familiares del muerto contrataron a un
abogado cuando supieron que había fallecido en el autobús. El
abogado puso un aviso en el periódico para ponerse en con-
tacto con los pasajeros.
La empresa de autobuses decidió investigar el caso. El supervi-
sor llamó a Bill a su oficina.
–¿Qué pasó, Bill? ¿Hizo usted algo que se pueda interpretar
como la causa de la muerte?
¡No, señor! –contestó Bill de inmediato–. Yo sólo cumplí con
mi obligación. Llegar a tiempo, como siempre.
Bill se sobresaltó por la pregunta.
«Yo no hice nada. Aquel gordo probablemente había fumado,
bebido o comido demasiado. ¿Qué tiene eso que ver conmi-
go?», pensó para sí.
–El abogado va a hacerle preguntas. Asegúrese de que le dice
justo lo que hizo y no nos mezcle con ese cadáver –al supervi-
sor le preocupaba la posibilidad de un pleito–. Vamos a tener
que retrasar la decisión sobre su trabajo hasta que se aclare
este asunto. Pero todavía puede seguir un poco más como
temporal.
–Sí, señor, gracias –Bill se alejó.
«¿Por qué tuvo Clancy que ponerse enfermo mi último día?
¿Por qué el gordo la palmó en mi último trayecto?». Le daba
rabia.
Hubo un juicio. La anciana declaró.
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–No paró. No hizo nada. Aquel hombre se murió en su asiento
y él siguió conduciendo, como si nada –dijo con indignación.
El joven juró que paró por lo menos una docena de veces
mientras el tipo se asfixiaba.
El abogado llamó a Bill a declarar.
–¿Oyó usted a los pasajeros que le decían que había un hom-
bre muriéndose en el autobús?
–Sí, señor.
–¿Por qué no lo llevó a un hospital o paró el autobús para lla-
mar una ambulancia?
–Pensaba hacerlo, señor, una vez que hubiera llegado a la
terminal.
–¿Una vez que hubiera llegado a la terminal? –el abogado fin-
gió indignación–. ¿Había un hombre muriéndose en el autobús
y usted pensó en vender unos pocos billetes más? –miró al
jurado y vio signos de dólar en sus ojos.
–Puede que a usted le parezcan unos pocos billetes de auto-
bús, pero mi trabajo estaba en juego. Tenía que terminar el
trayecto a tiempo. Son los reglamentos de la empresa. Es la
única posibilidad que tenemos los temporales de entrar en
nómina.
–¿Pretende decirme que en una urgencia como ésta la empre-
sa valora más llegar a tiempo que ayudar a una persona muy
enferma?
–Sí, señor, no, señor –Bill estaba confundido.
–¡Me opongo! –eyaculó el abogado de la empresa de autobu-
ses–. No hay absolutamente ninguna prueba de que eso sea la
política de la compañía. Fue una decisión del chófer.
El juez pidió una explicación.
5
–Consideramos que fue una circunstancia muy insólita y el
chófer se comportó de manera anormal. Actualmente está
suspendido.
El trabajo, la pensión, el seguro de enfermedad, las vacacio-
nes, el sueldo regular se estaban volatilizando. Bill se levantó
cuando el abogado se le acercó.
–¿Está usted de acuerdo con esta declaración? –le pinchó el
abogado.
–Mire, estuve sin trabajo durante trece meses. Acepté este
trabajo de seis meses como temporal. Durante cinco meses y
veintinueve días mi autobús estuvo siempre a tiempo. Incluso
con un cadáver llegué a tiempo. ¿Qué podía hacer, llegar tar-
de, que me despidieran sólo porque alguien decidió morirse
mi último día como temporal?
El abogado fingió simpatizar con el chófer para poder darle
más duro a la empresa. Funcionó. La familia del gordo obtuvo
cinco millones de dólares, el abogado se quedó con un tercio,
la empresa negó cualquier responsabilidad, el contrato de Bill
no fue renovado y el reportero del New York Times que escri-
bió la historia del «chófer obsesivo que no hizo caso de un
enfermo» ganó un Premio Pulitzer a la mejor historia de inte-
rés humano.
FIN
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