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La Oración de Intercesión en La Biblia y en La Iglesia

El documento describe la oración de intercesión en la Biblia y la Iglesia. Explica que en el Antiguo Testamento, figuras como Abraham y sacerdotes servían como intercesores ante Dios para el pueblo. También señala que Dios escucha la oración cuando se cumple su voluntad, pero se oculta cuando el pueblo peca. Finalmente, resume que Jesús es el intercesor perfecto y que la oración intercesora continuó siendo importante en los primeros siglos del cristianismo.

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La Oración de Intercesión en La Biblia y en La Iglesia

El documento describe la oración de intercesión en la Biblia y la Iglesia. Explica que en el Antiguo Testamento, figuras como Abraham y sacerdotes servían como intercesores ante Dios para el pueblo. También señala que Dios escucha la oración cuando se cumple su voluntad, pero se oculta cuando el pueblo peca. Finalmente, resume que Jesús es el intercesor perfecto y que la oración intercesora continuó siendo importante en los primeros siglos del cristianismo.

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La oración de intercesión en la Biblia

y en la Iglesia
1. Dios escucha las oraciones; 2. Los intercesores en el Antiguo
Testamento; 3. Jesús, el intercesor que nos enseña a interceder; 4.
La oración de intercesión en el Nuevo Testamento; 5. La oración
intercesora en los primeros siglos del cristianismo; 6. Las órdenes
contemplativas en las encrucijadas de la historia.
Presentación

En el Antiguo Testamento no se encuentra una palabra específica


para designar la “intercesión”. Se emplean indistintamente
distintos verbos como pedir, suplicar… pero siempre a favor de otro.
Supone fe en que Dios escucha la súplica que un orante hace en bien
de otro. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento está muy
presente la oración de intercesión, que se prolongará en la vida de
la Iglesia, suscitada por el Espíritu Santo, para su edificación y
expansión.
1. Dios escucha las oraciones

Esparcidos por todo el Antiguo Testamento, ante todo en los


salmos, hay textos en los que se afirma que Dios escucha las
peticiones de ayuda que se le dirigen: «¡Oh tú, que escuchas la
oración! Hasta ti viene todo hombre» (Sal 65,2). Tanto en el
pasado como en el presente: «En ti confiaron nuestros padres;
confiaron, y tú los libraste. A ti clamaron, y fueron librados; en ti
confiaron, y no fueron decepcionados» (Sal 22,4-5). Es decir la
oración que se dirige a Dios es eficaz porque El la escucha y
responde a ella.
El orante israelita cuando invoca la ayuda de Yahveh es consciente
de que el Dios del pueblo de Israel tiene dominio sobre la naturaleza
y la historia. «No hay nada que se le salga de la mano por difícil, o
que esté fuera de su voluntad de socorrer a su nación. El ser Dios
de Israel se traduce, entre otras cosas, en escuchar su oración (I
Sm 1,17)»[1] Las experiencias históricas bastan para asegurar que
Yahveh oye la oración. En el recuerdo de estas experiencias se
perpetúa el nombre de Yahveh como el Dios que salva a su pueblo;
como tal se le invoca y se confía en El.
Se tiene experiencia de que Dios escucha la oración tanto la
comunitaria por las necesidades del pueblo, como la individual a
favor de una persona. El individuo también hace experiencia de que
Dios se ocupa de él. Por ello a El dirige su oración «En mi angustia
invoqué al Señor, y clamé a mi Dios; desde su templo oyó mi voz,
y mi clamor delante de Él llegó a sus oídos» (Sal 18,6).
El orante para forzar que Dios escuche su oración, recurre ante todo
a la persuasión. Le recuerda sus atributos (amor misericordioso,
fidelidad…) conocidos por sus obras pasadas. Dios se ha
manifestado como protector poderoso en la historia de su pueblo,
en la elección, la liberación y la providencia. Ello es recordado de
generación en generación (Sal 9,2; 22,23; 64,10…). Su obrar se
encamina a liberar a su pueblo (Sal 44,2; 78,3), obrando maravillas
en su favor (Sal 9, 2.15). Por ello, el orante le recuerda la Alianza
que ha realizado con el pueblo. Le trae a la memoria las promesas
que Dios hizo en el pasado, la palabra dada, a la que debe ser fiel
(Sal 2,7; 56, 5.11). Se ampara en sus atributos (Sal 3,4.9). Acude a
su poder y a su voluntad de socorrer, a su misericordia (Sal 25,6;
106,44), a su justicia (Sal 119,132). El Israel que experimenta su
bendición y protección, será el que hará grande su nombre ante los
pueblos (Ex 32,12; Nm 14,15; Jr 14, 7.21; Sal 30,13; 35,27).
En cambio Dios se oculta tras las nubes (Lm 3,44), cuando la
oración que se le dirige se opone a sus designios; y sobre todo
cuando el pueblo de Israel le ha ofendido con graves pecados. La
rechaza cuando no cumple las condiciones requeridas (Is 1,15, Jr
14,12; Lm 3,8; Mi 3,4). Dirá en nombre de Dios el profeta Isaías:
«Mira, la mano del Señor no es tan corta que no pueda salvar ni
es tan duro de oído que no pueda oír; son vuestras culpas las que
crean separación entre vosotros y vuestro Dios; son vuestros
pecados los que tapan su rostro, para que no os oiga» (Is 59, 1-2).
El pueblo de Israel, para quedar liberado de los pecados cometidos,
una vez al año celebraba el gran día de la Expiación, en que el sumo
sacerdote entraba en el lugar santísimo del Templo de Jerusalén.
Allí, en nombre de todo el pueblo, confesaba las culpas y las
infidelidades y los pecados cometidos por los israelitas, y éstos
ofrecían en sacrificio animales para restablecer la comunión con
Dios. Así el pueblo quedaba purificado de sus pecados (Lv 16)
Cuando las grandes calamidades asolan la vida del pueblo de Israel,
y se plantee de si Yahveh escucha o no la oración, se plantea
también cuáles son las condiciones para que la oración que se dirige
a Dios sea eficaz. Ya que se parte del principio que Dios escucha
siempre la oración. «El no eventual obedece a un defecto de parte
del orante o de la misma oración. La oración de por sí es eficaz,
penetra en las nubes o alcanza hasta Dios (Eclo 35,17)»[2]
En ocasiones es Dios el que insta al pueblo de Israel a que le
supliquen en sus necesidades: «Invócame en el día de la angustia;
yo te libraré, y tú me honrarás» (Sal 50, 15); «me invocará y lo
escucharé» (Sal 90, 15); «Llámame y te responderé» (Jr 33, 3).
Pero ante todo será en medio de las grandes desgracias cuando
Dios mismo será quien dará aliento y esperanza de un futuro mejor;
pero para que se haga realidad, insta a que el pueblo suplique su
ayuda: «Me invocaréis y vendréis a rogarme, y yo os escucharé.
Me buscaréis y me encontraréis, cuando me solicitéis de todo
corazón; me dejaré encontrar de vosotros; devolveré vuestros
cautivos, os recogeré de todas las naciones y lugares a donde os
arrojé y os haré tonar al sitio de donde os hice que fueseis
desterrados» (Jr 29, 12-14). Dios lo puede prometer y realizar, ya
que para Él nada es imposible (Jr 32, 17. 27; Za 8,6).
2. Los intercesores en el Antiguo Testamento

Existe una solidaridad humana en que cada miembro es


responsable del bien del otro y de todos. Pero hay personas que, por
su oficio o puesto en la estructura social, tienen responsabilidades
singulares. Estos representan al grupo y a cada uno de sus
miembros, responden por ellos y los defienden ante Dios.
También hay hombres y mujeres que están más cerca de la
divinidad por haberse dejado santificar por Dios y realizar su
voluntad; por ello sus ruegos son más escuchados por Dios. En
momentos de necesidad, se acude a ellos para que hagan de
mediadores, y éstos ofrecen su valimiento, suplicando por ellos ante
Dios. Él los escucha libremente, pero reconociendo su personalidad
de mediadores poderosos. Abraham es la personificación del amigo
de Dios que intercede por el pueblo de Sodoma (Gn 18, 16,33)
prepara lo que el Nuevo Testamento dirá de la oración intercesora
de los santos.
En Israel los sacerdotes y los reyes son los intercesores oficiales
ante Dios, ya que éstos representan al pueblo ante Él y por ello son
escuchados.
El rey tiene misión y poder de intercesor, por la unción sagrada y su
función de mediador; así lo hizo el rey Josafat. Ante un inminente
ataque del enemigo “tuvo miedo y se dispuso a buscar a Yahveh
promulgando un ayuno para todo Judá. […]: Oh Dios nuestro.
[…] Pues nosotros no tenemos fuerza contra esta gran multitud
que viene contra nosotros y no sabemos qué hacer. Pero nuestros
ojos se vuelven hacia ti” (II Cor 20, 3. 12).
La intercesión es también misión del sacerdote ungido: “Entre el
vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahveh, y
digan: «¡Perdona, Yahveh, a tu pueblo, y no entregues tu heredad
al oprobio a la irrisión de las naciones! ¿Por qué se ha de decir
entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios? » Y Yahveh se llenó de celo
por su tierra, y tuvo piedad de su pueblo” (Jl 2,17-18).
Una de las misiones del “Siervo de Yahveh” es interceder por su
pueblo: “él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes”
(Is 53,12). En los salmos está presente la oración del justo ante Dios
que intercede por el bien de su pueblo: “Ten piedad de nosotros, oh
Señor ten piedad de nosotros, porque muy hartos estamos de
desprecio” (Sal 123,3). “Nos haces retroceder ante el adversario.
Nos entregas como ovejas para ser devorados, y nos has esparcido
entre las naciones» (Sal 44, 10-11). «Oh Dios, ¿por qué nos has
rechazado para siempre? ¿Por qué se enciende tu ira contra las
ovejas de tu prado? Han quemado tu santuario hasta los
cimientos; han profanado la morada de tu nombre» (Sal 74, 1. 7).
«Restáuranos, oh Dios, y haz resplandecer tu rostro sobre
nosotros, y seremos salvos» (Sal 80,3). Pero también escucha a los
justos cuando suplican a Dios en sus necesidades: «Claman los
justos, y el Señor los oye, y los libra de todas sus angustias» (Sal
34, 17). Y a los afligidos que recurren a El: «Porque el Señor oye a
los necesitados» (Sal 69, 33); «Él nunca ha despreciado ni
aborrecido la aflicción del angustiado, ni le ha escondido su
rostro; sino que cuando clamó al Señor lo escuchó» (Sal
22,24); «Este pobre clamó, y el Señor le oyó, y lo salvó de todas
sus angustias» (Sal 34,6).
Según la teología más tardía en Israel, también interceden por los
hombres los espíritus celestes que están más cerca de Dios:
«Entonces respondió el ángel del Señor y dijo: Oh Señor de los
ejércitos, ¿hasta cuándo seguirás sin compadecerte de Jerusalén y
de las ciudades de Judá, contra las cuales has estado indignado
estos setenta años?» (Zc 1,12).
Entre Dios y el pueblo de Israel se establecerá una Alianza, en la que
el pueblo se comprometerá a adorarlo como único Dios, y establecer
con su prójimo unas relaciones justas, según «las diez Palabras que
escribió en dos tablas de piedra» (Dt 4, 13). A su vez Dios se
comprometerá a proteger y a bendecir al pueblo de Israel. Cuando
el pueblo de Israel con su comportamiento no cumplirá las
exigencias de la Alianza, se hará merecedor de los castigos
establecidos en este mismo pacto (Lv 26, 14-38; Dt 28, 15-69).
Para no castigar al pueblo, ya que Dios no se goza en la destrucción,
enviará a los profetas para que recordarles al pueblo de Israel las
exigencias de la Alianza y se conviertan (Jr 7,5-7). Cuando el profeta
fracasará en su misión, consciente de que la obstinación del pueblo
en el pecado (la idolatría, la injusticia…) podrá comportar que se
rompa la Alianza y todo tipo de desgracias recaigan sobre el pueblo,
el profeta intercederá ante Dios para que perdone al pueblo y no lo
excluya de su protección. Dirá el profeta Amós a Dios: «Señor Dios,
perdona, te ruego. ¿Cómo podrá resistir Jacob si es tan
pequeño? Se apiadó el Señor de esto: No sucederá — dijo el Señor»
(Am 7, 2-3). Cuando el pueblo hebreo cometerá el grave pecado de
idolatría, al adorar al becerro de oro, dirá Moisés al pueblo: «Habéis
cometido un gran pecado. Yo voy a subir ahora donde Yahveh;
acaso pueda obtener la expiación de vuestro pecado». Volvió
Moisés donde Yahveh y dijo: « ¡Ay! Este pueblo ha cometido un
gran pecado al hacerse un dios de oro. Perdona, pues, la iniquidad
de este pueblo conforme a la grandeza de tu bondad. Con todo, si
te dignas perdonar su pecado…, y si no, bórrame del libro que has
escrito» (Ex 32, 31-32; Nm 14,19). Dirá el salmista, Dios hubiera
destruido al pueblo hebreo, «de no haberse puesto Moisés, su
escogido, en la brecha delante de Él, a fin de apartar su furor para
que no los destruyera» (Sal 106, 23).
Es tanto el poder de intercesión del profeta ante Dios, que cuando
Dios no quiere socorrer, prohíbe al profeta que interceda «Pero tú
no ruegues por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración;
porque no escucharé cuando clamen a mí a causa de su aflicción.
¿Qué derecho tiene mi amada en mi casa cuando ha hecho tantas
vilezas?» (Jr 11, 14-15; Cf. 14,11).
Cuando quiere favorecer al pueblo y perdonarlo, busca al intercesor
para que escuchándolo pueda bendecir al pueblo. Pero en ocasiones
Dios no ha encontrado estos intercesores: «Busqué entre ellos
alguno que levantara un muro y se pusiera en pie en la brecha
delante de mí a favor de la tierra, para que yo no la destruyera,
pero no lo hallé. […] he hecho recaer su conducta sobre sus
cabezas- declara el Señor Dios» (Ez 22, 30-31).
3. Jesús, el intercesor que nos enseña a interceder

Muchas prescripciones presentes en el Antiguo Testamento, dejan


de tener valor para los cristianos con el advenimiento de Cristo;
entre ellas las prescripciones alimentarias (Mc 7,19); los sacrificios
(Mc 12,33) o el mismo Templo de Jerusalén (Jn 2, 19-21; 4, 21-24).
En cambio Jesús de forma categórica reafirmará el valor de la
oración de petición y de intercesión «Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamada y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe;
el que busca halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 9-13).
Durante su vida terrena, Jesús intercede al Padre en su oración por
todo tipo de personas: por sus discípulos (Lc 22, 31; Jn 14, 16;
16,26); por los niños (Mt 19,13); por los enfermos (Mc 7,34). En la
oración sacerdotal pide por sus discípulos, por los que más tarde
han de creer por la predicación de ellos (Jn 17,6). A la hora de la
muerte, uno de los sentenciados con él pide su intercesión, y El le
promete mucho más de lo que le pide, ya que El tiene poder de
concederlo (Lc 23,42). En el trance de muerte intercede ante el
Padre por sus propios verdugos; éstos son excusados porque no son
conscientes del alcance de su comportamiento: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Podemos ver con ello que en Jesús la oración de petición dirigida al
Padre está presente en los diversos avatares de su vida. Jesús en su
oración no duda jamás que será oído por su Padre. Por eso su
petición se torna acción de gracias. La unión de su voluntad con la
del Padre le da la confianza, la certeza que el Padre le escuchará. Su
actitud filial, de que se cumpla la voluntad del Padre, lleva en
sí misma garantizada la eficacia[3]. Por ello, antes que enseñe a
nadie qué debe pedir con absoluta confianza al Padre, Él será el
primero en vivirlo, El puede dar gracias antes de un milagro,
porque su Padre le escucha siempre, su voluntad está enteramente
de acuerdo con la de Dios. Esta sumisión motiva su confianza filial
y absoluta. Por ello, dirá de manera absoluta: «Todo lo que pidiereis
lo alcanzaréis» (Mc 11,21).
Una dimensión esencial de la formación de Jesús en relación a sus
discípulos será hacer de ellos unos hombres y mujeres orantes e
intercesores. Para alcanzar este objetivo utilizará la metodología del
ver, oír y experimentar.
En su Maestro los discípulos siempre podrán ver al hombre orante;
en Él podrán intuir la necesidad absoluta de la oración, al constatar
el lugar que la misma ocupa en su vida. Del impacto que producirá
en sus discípulos la dimensión orante de su Maestro, surge el deseo
que Jesús les enseñe a orar: «Acaeció que hallándose él orando en
cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de los discípulos: “Señor,
enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos“» (Lc 11,1).
Jesús enseña a orar, según la observación de Lucas (Lc 11,1), cuando
viene Él mismo de orar. Por eso se supone que la oración de
intercesión debía ser habitual en Jesús cuando se dirigía al Padre.
Jesús atiende la petición que le hacen los discípulos y les enseña
una oración con siete peticiones breves, agrupables en dos partes.
«Las tres de la primera parte son eminentemente teocéntricas; se
dirigen a Dios como Señor del reino universal. Se suceden sin
enlace gramatical. Las cuatro peticiones de la segunda parte son
propiamente antropodéntricas; van dirigidas a cubrir las
indigencias de los hijos del reino, a hacerles participantes de sus
bienes»[4].
El Padrenuestro se inicia con una invocación de Dios con el título
de “Padre”. «Es el título con que Jesús le llama siempre, en un
sentido íntimo de relación filial. Esta es la relación que quiere que
adopten sus discípulos; actitud de amor y de confianza, en el
espíritu de filiación que da el Espíritu de Dios. Para Jesús es “Padre
mío” para los suyos es “Padre nuestro”, en un sentido analógico.
[…] El “Padre-nuestro” es una oración comunitaria. La invocación
lleva implicada una profesión de fe en la paternidad de Dios. […]
Ese Dios “que está en los cielos”, poderoso y distante, dueño de todo
el universo, sea traído a la cercanía en relación de Padre. Los que
pueden llamarle así son los hijos de su reino»[5].
Las tres primeras peticiones expresan el deseo que redunda en
gloria del que ha de atender la petición, por tanto son de adoración
y alabanza. Se pide que su nombre sea santificado, es decir que sea
venerado y reconocido por los hombres como lo es por lo ángeles
del cielo (Is 6,3). Se pide que venga a nosotros el reino de Dios, que
supone un orden nuevo, en que Dios ejerza un señorío efectivo, en
que los poderes del mal, de la injusticia no serán efectivos, sino que
triunfará el bien, la justicia, de modo que la existencia humana
volverá a ganar la felicidad perdida del paraíso. La voluntad divina
se cumplirá cuando se implante definitivamente su reinado, que se
va realizando y que Jesús lo anuncia como próximo (Mt 3,2; 4,17;
10,7). Jesús somete todo lo que pide a la voluntad del Padre. Toda
petición se somete a la voluntad de Dios.
Las otras cuatro peticiones, abarcan el ahora existencial. Miran
directamente hacia el hombre que pide, que busca cubrir sus
indigencias tanto materiales como del espíritu. Con “el pan de cada
día” se demanda lo necesario para el sustento natural, y la
Eucaristía. El pedir a Dios que perdone los pecados, es algo presente
de forma constante en las oraciones de petición del Antiguo
Testamento. Jesús considera a sus discípulos como humanos
pecadores; este perdón que se pide está condicionado al perdón que
se otorga, al amor a los hombres. Las dos últimas peticiones dicen
casi lo mismo: no dejar entrar la tentación o liberar del mal. «Los
poderes satánicos y las fuerzas del mal están operantes en el
mundo, mientras el reino de Dios no se realice plenamente.
Preservar de su dominio es el objeto de esta demanda. Jesús
recomienda vigilancia, para no dejarse inducir por su solicitación
(Mt 26,41). En la forma positiva se pide la preservación de todo
mal de orden moral y físico»[6].
La oración del Padrenuestro es la oración intercesora por
excelencia, que incluye a la vez la adoración y la alabanza. En la que
el realismo sobre la condición humana está presente, ya que la
condición humana pide asistencia, para cubrir la carestía que rodea
al hombre en todos sus aspectos. En el Padrenuestro, «enseña
Jesús a sus discípulos lo que han de pedir y en qué orden, con qué
actitud y en qué sentido, en el lenguaje más sencillo y más
profundo. Esta es la oración que el cristianismo hizo suya, la
oración por excelencia, ‘la oración del Señor’»[7].
Además de la oración del Padrenuestro, en otros lugares del
Evangelio Jesús enseñará a sus discípulos que actitudes interiores
deben tener para que su oración sea escuchada por el Padre. La
oración debe hacerse: con humildad sin pretensiones ante Dios (Lc
18,9-14), ni vanagloria ante los hombres (Mt 6,5-6); realizada más
con el corazón que con los labios (Mt 6,7); confiada en la bondad
del Padre (Mt 6,8); insistente hasta la importunidad (Lc 11,5-8;
18,1-8); implica el perdón (Mc 11,25) y la reconciliación con el
hermano (Mt 5,23-24); haciendo vida las enseñanzas que les da El,
que es su Maestro (Jn 15,8), de amarse unos a otros como Él les ha
amado (Jn 15,12).
La oración será escuchada: si se hace con fe (Mt 21,21-22), sin
vacilar con la certeza que Dios escucha la oración de sus hijos (Mc
11,24; Mt 21,22); en comunión fraterna (Mt 18,19-20). En nombre
de Jesús (Jn 14,13-14; 15,7.16; 16,23-24). Debe pedir cosas buenas
(Mt 7,11), el don por excelencia que es el Espíritu Santo (Lc 11,13).
El perdón (Mc 11,25), el bien de los perseguidores (Mt 5,44; Lc
23,24) y sobre todo el advenimiento del Reino de Dios (Lc 11,2),
junto con no caer en la tentación y ser liberado del mal presente y
escatológico (Mt 24,20; 26,41; Lc 21,36).
La enseñanza que progresivamente Jesús les irá dando sobre la
oración la podrán ver hecha realidad, en las distintas personas que
se acercan a Jesús para pedirle la curación. En ellos podrán ver
personificadas las actitudes del orante según el querer de Dios: el
leproso humildemente suplica que le cure (Me 1,40-42); la
insistencia de la mujer sirio-fenicia (Mc 7,26-29); Jairo confía en la
bondad de Jesús para que cure a su hija (Mc 5,22-23); la fe de la
mujer hemorroisa (Me 5,28). Las buenas obras, los mediadores y
sobre todo la profunda fe y humildad del centurión romano,
consiguen la alabanza de Jesús «Os digo que ni en Israel he
encontrado una fe tan grande» (Lc 7, 2-10).
Jesús, a lo largo de toda su vida pública será constante, insistente y
oportuno en enseñar a sus discípulos la necesidad de orar y la forma
de hacerlo. El lenguaje que utilizará serán frases convincentes y
persuasivas: «Todo cuanto en la oración pidáis con fe, lo
conseguiréis» (Mt 21,22). «Si permanecéis en mí y si mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que queríais; que se os dará» (Jn
15,7). También utilizará las parábolas como medio pedagógico para
retener el ejemplo y con ello la enseñanza, como la parábola del juez
y de la viuda (Lc 18,1-8). O pondrá como ejemplo situaciones
sacadas de la vida ordinaria como la del amigo inoportuno (Lc 11,5-
8), o del padre que da cosas buenas a sus hijos (Lc 11,11-13). Estas
le serán útiles para comunicar su mensaje sobre la importancia de
orar, de forma perseverante y como Dios escucha la oración.
A los discípulos les impresionará que el único comportamiento
violento de su Maestro sea para reivindicar que el Templo debe ser
casa de oración (Mt 21,13).
Los mismos milagros que los discípulos presenciaran serán para
ellos una constatación que Jesús escucha las súplicas de las
personas que se acercan a Él con fe (Mc 1,40-42; 5,23; 7,26-29).
Ellos mismos lo podrán experimentar cuando acuden a Jesús en
momentos de peligro para que les ayude (Mt 14,24-31) no siendo
defraudados. Ante tantos acontecimientos de los cuales son testigos
presenciales, Jesús irá preparando a sus discípulos para que un día
imploren la ayuda de Dios por su medio.
La maestría con la cual Jesús enseñará a orar a sus discípulos es
excepcional; podrán ver siempre en Él al hombre orante; podrán
constatar cómo la petición dirigida a Jesús consigue lo imposible,
tanto para ellos mismos como para los demás. Pero esto no será
suficiente para hacer de ellos unos hombres orantes.
La eficacia de su pedagogía sobre la necesidad de la oración se
mostrará precisamente en la insistencia para que los discípulos
hagan oración, en especial en Getsemaní. Será esta noche cuando
aprenderán definitivamente la importancia de la oración para ser
fieles a su Maestro. Mientras ellos se duermen, su Maestro ora.
Jesús por haber orado tiene fortaleza para enfrentarse a la voluntad
del Padre, que le llevará a dar su vida en la cruz para la salvación de
todos los hombres. En cambio los discípulos por no haber orado, el
miedo se apoderará de ellos y le abandonarán. Los discípulos para
siempre aprenderán esta lección y serán ellos mismos quienes
enseñarán a sus comunidades a ser orantes.
4. La oración de intercesión en el Nuevo Testamento
Si durante su ministerio público, Jesús fue para sus discípulos un
ejemplo de hombre orante y un maestro de oración, al final de su
vida, Jesús exhortará de forma apremiante a que oren: «Si
permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid
lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7); « El Padre os dará todo
lo que le pidáis en mi nombre» (Jn 15, 16); «Pedid y recibiréis,
para que vuestra alegría sea completa» (Jn
16,24); «Aquel día pediréis en mi nombre» (Jn 16,25). Porque la
oración será uno de los principales medios por los cuales la Iglesia
se irá construyendo y expandiendo hasta los confines de la tierra.
Los discípulos de Jesús aprendieron la lección de la necesidad
ineludible de orar para serle fieles, y para poder construir la
comunidad. Después de la ascensión de Jesús, lo primero que hacen
es reunirse para orar: «Todos ellos perseverarán en la oración, con
un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la
madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14). En oración
esperarán la venida del Espíritu Santo que Jesucristo les había
prometido. A los apóstoles que oran, acosados por el temor, se les
da el Espíritu de Dios, y con él la fuerza para proclamar el
Evangelio: «Apenas terminaron de orar, tembló el lugar donde
estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Así
pudieron luego proclamar el mensaje de Dios con plena libertad»
(Hch 4,31). Por eso serán testigos de Cristo hasta los confines de la
tierra.
La oración preparará después de Pentecostés todos los
grandes momentos de la vida eclesial: la elección del sucesor de
Judas (Hch 1,24-26); la institución de los siete servidores de la
caridad: «Los presentaron a los apóstoles, quienes, haciendo
oración por ellos, les impusieron las manos» (Hch 6,6),
precisamente para contribuir a facilitar la oración de los Doce.
La oración al ser la exteriorización vital de la fe, en las primeras
comunidades los cristianos se autodenominaban «los que invocan
el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (ICor 1,2; Hch 9,14). En
estas primeras comunidades se tiene la certeza de que la oración
llega a Dios; se experimenta que Dios escucha la oración, y cada
experiencia perceptible de la eficacia de la oración fortalece esta
convicción.
La primitiva comunidad considerará a Jesucristo, como su Señor,
quien a través de la muerte, ha llegado a la Vida. Por tanto, y al igual
que ocurría durante su existencia terrestre, se puede establecer con
Él un contacto vivo, personal, y se puede mantener con Él un
diálogo (Hch 9,10-16; 2Cor 12,8ss). La oración será un auténtico
diálogo con Dios o con Jesucristo, donde el discípulo aprende a
escuchar en silencio el mandato de Jesucristo y las instrucciones
muy concretas de Dios (Hch 10,15-16; 13,2). Si vives unidos a El por
medio de la oración se amarán con el mismo amor con que El los
ama y serán capaces como su Maestro de dar su vida por El y por el
Evangelio.
Los discípulos deberán pedir constantemente al Padre en nombre
de Jesús, en todas sus necesidades para serle fieles, para la
edificación de la comunidad y para la expansión de éstas por todas
partes. Con la confianza absoluta de que Jesús intercederá ante el
Padre, y todo lo que le pidan se lo concederá: «pues es el Padre
mismo quien os ama. Y os ama porque vosotros me amáis a mí y
habéis creído que yo he venido de Dios» (Jn 16,27). Al ser
concedido lo que piden, el gozo de los discípulos será colmado (cf.
Jn 16,24). Ésta alegría será el dominador común de la primera
comunidad cristiana.
El libro de los Hechos de los apóstoles muestra cómo en las
primitivas comunidades se intercede por los que tienen necesidad
(Hch 12,5; 20,36; 21,5), y se acude a la intercesión de los apóstoles
(Hch 8,24). La intercesión va con frecuencia acompañada de actos
expiatorios, como el ayuno (Hch 14, 23). La oración mutua es la
mayor muestra de amor, y exponente de la atmósfera que reinaba
entre los primeros cristianos. Unos interceden por los otros; se
considera particularmente eficaz la intercesión del justo (St 5,16).
Las persecuciones que se desatarán contra los seguidores de Jesús
el Cristo, en vez de hacerlos desistir, los fortalecerán para hablar y
enseñar en su nombre (cf. Hch 4,18-20). Esta fortaleza la recibirán
al suplicarle en la oración su ayuda: «“Y ahora, Señor, ten en cuenta
sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu
Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para realizar
curaciones; señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo
Jesús”. Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban
reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban
la Palabra de Dios con valentía»(Hch 4,29-31)
Ante las constantes persecuciones de que será objeto la comunidad
y sus dirigentes, ésta se seguirá enfrentando a ellas con la oración
«Así pues, Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la
Iglesia oraba insistentemente por él a Dios» (Hch 12, 5). La oración
de la comunidad será plenamente escuchada por Dios, y Pedro será
liberado milagrosamente, pudiendo seguir presidiendo y
gobernando la Iglesia.
Pedro, por todas las experiencias anteriores, sobre todo la de
Getsemaní, ha aprendido la lección, la vinculación entre la oración
y el ser testigo de Cristo. Por ello sabrá vencer la tentación de dejar
la oración y la predicación para dedicarse a tareas de reparto de
bienes (Hch 6,3-4).
Gracias a la fidelidad a la oración diaria, Pedro podrá superar los
prejuicios de su formación cultural y religiosa que le impedían
relacionarse con los gentiles (Hch 10). Esta transformación de su
mente que tuvo lugar en Pedro mientras oraba, tendrá una
importancia capital para la Iglesia, que permitirá acoger los
designios de Dios para que la Iglesia se extienda de oriente hasta
occidente. A través de Pedro, la Iglesia podrá enfrentarse a los
nuevos retos que le plantearán las distintas comunidades, así como
acoger el dinamismo misionero de un hombre lleno del Espíritu de
Dios, como era Pablo.
La experiencia de Pablo que Jesús, al que persigue en su Iglesia, está
vivo, hará que en ayuno y oración espere la manifestación del Señor.
Pero ésta le será comunicada a través de Ananías: «El Dios de
nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad,
veas al Justo, y escuches la voz de sus labios, pues le has de ser
testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído» (Hch 22,
14-15). En oración Pablo recibirá el bautismo y será llenado del
Espíritu Santo (cf. Hch 9, 17). En la oración recibirá Pablo las
instrucciones del Señor para llevar a término su misión, de los
lugares donde debe dirigirse a proclamar la Buena Nueva (Hch 16,
10), y cómo debe perseverar en la acción evangelizadora, siendo
confortado en ella: «El Señor dijo a Pablo durante la noche en una
visión: “No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo
estoy contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal,
pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad”» (Hch 18, 9-
10).Y, cuando padecerá a causa del anuncio del Evangelio, será
fortalecido para perseverar en la prueba: «Animo! pues, como has
dado testimonio de mí en Jerusalén así debes darlo en Roma” (Hch
23, 11).
Pablo no sólo orará constantemente, sino que exhortará a todos a
perseverar en la oración (Rm 12,12; Ef 6,18; Flp 4,6; Col 4,2; ITs
5,17; ITm 2,8; 5,5). Él mismo intercederá sin descanso por los que
son evangelizados: (Ef 1,16; Flp 1,4; Col 1,3,9; 1 Ts 1,2; 3,10; 2Ts 1,11;
Flm,4). Como también pedirá que éstos intercedan por él: (Rm
15,30; 2Co 1,11; Ef 6,19; Flp 1,19; Col 4,3; 1 Ts 5,25; 2ts 3,1; Flm 22;
Hb 13,18). O que los unos oren por los otros (2Co 9,14; Ef 6, 18). Es
constante en las cartas de Pablo pedir a las comunidades que
intercedan ante Dios para que se encuentre el modo para
evangelizar, y para que el Espíritu Santo abra las puertas del
corazón de los oyentes a la proclamación del Evangelio. Además de
pedir el progreso espiritual de los que son evangelizados, pedirá la
remoción de los obstáculos externos (ITs 2,18. 3,10; Rm 1,10); o los
internos (2Co 12,8-9). Pero a la súplica, siempre irá acompañada de
la acción de gracias por las maravillas que el Señor hace a su Iglesia,
(2Co 1,11; Ef 5,4; Flp 4,6; Col 2,7; 4,2, ITs 5,18; 1 Tm2,l).
5. La oración intercesora en los primeros siglos del cristianismo

De la vida de los primeros cristianos, recordará Hamman: «La


oración, que imprimía ritmo a la jornada y al tiempo, trocaba la
vida del cristiano en un “largo día de fiesta”, inmersos en un
universo y en una historia santificada por Jesucristo. Para el
cristiano “orar sin parar” significaba enmarcarse en la oración de
todas las horas que consagran el tiempo, armonizando la oración
personal y la comunitaria»[9].
La oración es “cristiana” porque Cristo está presente en la misma.
La comunidad orante ora con Cristo al Padre con las mismas
palabras reveladas. La oración se prolongará en la vida de la Iglesia
a través ante todo de la liturgia. Ya san Justino, describiendo hacia
el año 150 la misa del domingo, observaba que después de las
lecturas y de la homilía, «nos levantamos todos y elevamos
oraciones»[10].
También el cristiano orará de forma individual, en la intimidad de
su casa. Orígenes aconsejaba a los cristianos que reservasen en su
casa un lugar para la oración. Esta oración interiorizada, silenciosa,
sin discurso del entendimiento, suscitaba la presencia de Dios, y así
el orante «podía hablar con Él como quien está presente y lo ve»
(Orígenes)[11].
Según la Didaché, los cristianos conservarán la costumbre judía de
rezar tres veces al día, en la que el fiel dirige a Dios la oración que
Jesucristo le ha legado, el Padrenuestro. Dirá Hamman: «En el
momento de clarear el día y al caer la noche el cristiano se recoge
en oración. Son los dos momentos más importantes, el cristiano
guarda silencio, medita la Escritura y canta un salmo»[12].
El domingo será el día de oración por excelencia, en que la
comunidad cristiana se reunirá para celebrar la resurrección del
Señor, en el marco de la celebración eucarística o de la fracción del
pan. La importancia vital que tiene para los cristianos el “día del
Señor”, se ve en el interrogatorio a los fieles de Abitene, en Túnez,
que fueron apresados después de celebrar una eucaristía en casa de
uno de ellos. Dirán en el juicio: «Hemos de celebrar el día del
Señor. Es nuestra ley. […] No podemos vivir sin celebrar la cena
del Señor»[13]. Además «Cristo, presente en el pan y en el vino, es
el alimento-fortaleza para aceptar el martirio»[14]. Ya que es
necesario fortificarse «con la protección de la sangre y el cuerpo de
Cristo»[15]
Hay una verdadera conciencia en los primeros siglos del
cristianismo, que la oración más importante es la eclesial, ya que se
hace por y con la Iglesia, como comunidad creyente; y hasta la
oración privada tiene un carácter colectivo y solidario. El ejemplo
por excelencia es la oración del Padrenuestro. Un texto de san
Cipriano lo ilustra bellamente: «Ante todo no quiso el Doctor de la
paz y Maestro de la unidad que orara cada uno por sí y
privadamente, de modo que cada uno, cuando ora, ruegue sólo por
sí. No decimos “Padre mío, que estás en los cielos”, ni “el pan mío
dame hoy”, ni pide cada uno que se le perdone a él solo su deuda o
que no sea dejado en la tentación y librado del mal. Es pública y
común nuestra oración, y, cuando oramos, no oramos por uno
solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo forma una sola
cosa»[16]. Por ello, cuando el Obispo Fructuoso iba a ser quemado
en el anfiteatro de Tarragona, rechazará la petición de un soldado
cristiano que le pedía que se acordara de él, a lo cual respondió
Fructuoso: «Debo tener en el pensamiento a la Iglesia católica, que
se extiende desde Oriente hasta Occidente»[17].
La comunión orante de los primeros cristianos se expresaba en el
mutuo intercambio de oraciones: «Los antiguos cristianos la viven
creyendo en el valor intercesor de la oración. Es un modo fáctico
de vivir la idea del Cuerpo místico de Cristo, tomando conciencia
de que el crecimiento cristiano era fruto de la oración; de que no
habría mártires, ni vírgenes, ni ascetas, ni cristianos, si no fuese
porque había orantes. La oración edificaba la Iglesia. Era esta su
principal funcionalidad»[18].
6. Las órdenes contemplativas en las encrucijadas de la historia

A la luz del contexto histórico en el que han surgido las Ordenes


contemplativas, fundadas por los grandes orantes de la cristiandad,
se puede constatar que la oración ha sido el gran medio que ha
utilizado el Espíritu Santo para salvar y renovar a la Iglesia tanto de
los pecados internos como de las persecuciones externas, que en
cada recodo de la historia han intentado hacerla desaparecer de la
faz de la tierra.
La vibrante oración de las comunidades cristianas vencieron la
persecución generada por el judaísmo. Los mártires y los monjes en
el desierto alcanzaron de Dios con su oración que las grandes
persecuciones durante el imperio romano, acabaran con la
conversión de éste al cristianismo, convirtiéndose en la religión
oficial del imperio.
Ante la caída del imperio romano surge vibrante ante Dios la gran
oración de Agustín de Hipona. Bajo las invasiones de los bárbaros
Benito de Nursia con sus monjes orantes y misioneros consiguen de
Dios gracia para que tenga lugar la conversión de los pueblos
bárbaros al cristianismo. Los monjes benedictinos serán capitales
en la Reconquista de España del dominio del islam.
Durante la Edad Media nuevas Órdenes contemplativas ayudarán a
fortalecer la fe de la Iglesia y hacer frente a las herejías que surjan,
y superar los tiempos convulsos en los que se encuentre el
continente europeo. Entre ellos están santo Domingo de Guzmán,
san Francisco y santa Clara de Asís.
Santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena serán suscitadas
por el Espíritu Santo para hacer frente a los tiempos críticos del
cisma de Occidente. Santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz
harán frente con su oración y la formación de mujeres orantes a la
reforma protestante que parecía que iba engullir a toda Europa,
haciendo fecunda la Reforma del Concilio de Trento.
San Alfonso M. de Ligorio será el genio cristiano en tiempos de la
Ilustración, será cofundador de la Orden femenina del Santísimo
Redentor junto con Venerable Madre María Celeste
Crostarosa. La beata María Magdalena de la Encarnación,
fundadora de las Adoratrices Perpetúas, elevará su oración a Dios
en tiempos de la invasión napoleónica. El beato Francisco Palau se
enfrentará con su oración al liberalismo que quería encerrar la
religión en la esfera de lo privado. Santa Teresa del Niño Jesús
viviendo desde la fe la noche oscura del alma, hará frente al gran
reto de la muerte de Dios y del ateismo militante.
Santa Maravillas de Jesús con su fidelidad al Señor, a pesar de la
noche oscura de su interior, contribuirá a que no se haga realidad la
pretensión de hacer desaparecer de raíz a la Iglesia en España. La
M. María del Rosario fundadora de las Esclavas del Santísimo
Sacramento y de la Inmaculada y la M. María del Carmen Hidalgo
junto con Don José Mª García La Higuera, fundadores de
las Oblatas de Cristo Sacerdote, contribuirán a la edificación de la
Iglesia y de la sociedad en la España de la segunda mitad del siglo
XX. Las Monjas de Belén y las religiosas de Iesu Comumnio las ha
suscitado el Espíritu Santo para hacer frente a la sed de Dios de las
nuevas generaciones del siglo XXI.
De este modo, gracias a la oración de los grandes orantes que ha
animado también la oración del pueblo cristiano o al menos una
porción significativa de orantes cualificados, Dios ha concedido la
gracia para superar las circunstancias históricas adversas. Luego
con nuevo vigor la Iglesia se ha preparado para enfrentarse a los
nuevos retos y persecuciones que le deparan los nuevos momentos
históricos, de este modo la Iglesia se ha ido embelleciendo con
nuevas ordenes contemplativas, engalanándose como la esposa que
se prepara para el desposorio con su Señor Jesucristo (cf. Ap 19, 7-
8).
A la luz del servicio incalculable que las órdenes contemplativas han
realizado y realizan en la Iglesia, cobran su pleno sentido las últimas
palabras que santa Teresita extenuada por la enfermedad dejó
escritas en su Manuscrito Autobiográfico: «¿Un sabio decía:
«Dadme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el mundo».
[…] Los santos lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso
les dio un punto de apoyo: El mismo, El solo. Y una palanca: la
oración, que abrasa con fuego de amor. Y así levantaron el mundo.
Y así lo siguen levantando los santos que aún militan en la tierra.
Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que
vendrán»[19].

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