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Leyenda Argentina Calchaquí

Los pájaros querían tener plumas coloridas como las flores, así que decidieron viajar al cielo para pedirle al dios Inti que los pintara. Cuando llegaron, Inti hizo que lloviera para protegerlos y luego formó un arco iris para que eligieran los colores que querían. Los pájaros recorrieron el arco iris y seleccionaron los colores para sus plumas. Regresaron felices al bosque mostrando sus nuevos colores a los demás pájaros.

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Leyenda Argentina Calchaquí

Los pájaros querían tener plumas coloridas como las flores, así que decidieron viajar al cielo para pedirle al dios Inti que los pintara. Cuando llegaron, Inti hizo que lloviera para protegerlos y luego formó un arco iris para que eligieran los colores que querían. Los pájaros recorrieron el arco iris y seleccionaron los colores para sus plumas. Regresaron felices al bosque mostrando sus nuevos colores a los demás pájaros.

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LEYENDA CALCHAQUÍ

EL PLUMAJE DE LOS PÁJAROS

Cuéntase que en épocas muy remotas ya existían, en nuestros campos


y bosques, plantas que ostentaban flores de preciosos y variados
colores; fuesen éstas grandes o pequeñas, de corolas múltiples o
sencillas, de exquisito perfume o sin él. Pero si las flores podían lucir sus
hermosos colores, no sucedía lo mismo con nuestros pájaros, cuyo
plumaje era en todos igual: es decir, del color de la tierra con que los
hicieran el dios Inti, Mama-Quilla y la Pachamama.

-Nosotros -pensaron con toda justicia nuestros pájaros- también


podemos, como las flores, lucir en nuestras plumas esos mismos colores
con que ellas llaman la atención, haciéndose admirar tanto.
Y como era deseo de todos los pájaros poder lucir en su cuerpo plumas
de bonitos y vivos colores, resolvieron reunirse para pensar en el medio
de conseguirlo.
¡Qué divina algarabía hubo en el bosque aquella mañanita a la salida del
sol!...
Apenas disipadas las sombras de la noche, se dejó oír entre el ramaje el
bullicio de los pajaritos al despertar en sus nidos y la inquieta charla de
los que, en ligero vuelo, se ubicaban a la espera de las deliberaciones.
Cantos melodiosos, trinos delicados, agudos silbidos, voces alegres,
murmullos ligeros, mil rumores y grandes cuchicheos llenaban de vida el
verde follaje.
Los más madrugadores, como la calandria, el hornero, la cachila, el
churrinche y el jilguero, fueron los primeros en abandonar sus nidos,
recomendando a sus pichoncitos mucha obediencia y cuidado mientras
durara su ausencia.
Millares de pájaros, cantando todos a la vez, llegaban poco a poco, y
aumentaban el regocijo de aquella hermosa madrugada, prestándole
animación con su revolotear inquieto sobre las plantas y las flores.
Jamás habíase visto reunión más llena de alboroto y alegría.
El sol despuntando en el oriente, el reflejo de su luz sobre las hojas
tiernas de las plantas, la frescura de la brisa, la fragancia y belleza de
las flores, el grato albergue a la sombra de los árboles y la delicada
armonía de los cantos de las aves: he ahí el indescriptible cuadro de
aquella notable asamblea de pájaros de nuestra tierra, que querían para
sus plumas los colores de las flores.
Cada uno de los concurrentes manifestó su modo de pensar, y las
opiniones fueron discutidas en el mayor orden y con perfecta educación.
Algunos deseaban poseer un solo color en su plumaje, mientras otros
aspiraban a muchos diferentes; éstos ansiaban tonos suaves, aquellos
los pretendían muy vivos y brillantes.
-Pero, ¿cómo conseguiremos dar color a nuestras plumas? -se
preguntaban. En esto consistía el más importante de los problemas y la
mayor dificultad para resolverlo.
Después de discutir varias opiniones, algunos propusieron hacer un
viaje al cielo para pedir al dios
Inti la gracia de que pintase sus
plumitas con los colores con
que había pintado las flores. A
todos les pareció magnífica la
idea, y batieron sus alitas en
señal de aprobación. También
idearon la forma de
manifestarle su contento, en el
caso de que les concediese la
gracia: elevarían en su honor
un himno de gratitud, uniendo
todos sus más melodiosos
cantos; himno que sería mucho
más solemne y hermoso que
aquel con que cada uno lo
saludaba en la alborada de
cada nuevo día.
Sin pérdida de tiempo,
comenzaron a prepararse para
realizar el viaje. Lo suponían
largo y peligroso; pero estaban
decididos a realizarlo, con tal
de lucir el hermoso plumaje con que tanto soñaran.
Reunidos nuestros pájaros en bandadas numerosísimas, emprendieron
su viaje en una mañana hermosa, pensando regresar antes de la
entrada del sol.
Dejémoslos en viaje, camino del reino del dios Inti y, mientras tanto,
veamos por qué algunos se quedaron en la tierra, sin volar al cielo en
busca de color para sus plumas.
Uno de ellos, nuestro laborioso hornerito, se quedó construyendo su
nido. Ya sabemos que su plumaje está muy de acuerdo con su arte de
humilde y sabio constructor. Desde entonces e hornero orienta siempre
su nido hacia el sol.
La tacuarita o ratona no viajó, porque sus pichoncitos eran aún muy
pequeños y estaba enseñándoles a volar. Desde entonces sólo canta
cuando brilla el sol, y lo hace mirando hacia él.
El pirincho o pirirí tenía la tarea de ser útil en unos sembrados; y como
siempre fue tan cariñoso y buen compañero del hombre, desde aquella
época se lo quiere más por bueno que por bello.
La calandria tuvo por misión alegrar la soledad del bosque con su
cantar maravilloso. Y lo hizo con arte tan exquisito; puso en su canto
tanta gracia y armonía, que desde entonces es el pájaro cantor que no
tiene rival en toda América.
Y hubo uno pequeñito, que por ser tan pequeñito no pudo volar al cielo.
Era el tumiñico. Este diminuto pajarito quedó volando, inquieto y ligero,
sobre las flores del bosque. Parecía una grácil mariposa visitando las
corolas más bonitas y vistosas. Era tal su impaciencia, esperando el
regreso de los pájaros viajeros, que no se quedaba quietecito ni un
instante, ni asentaba sus patitas en el suelo (como ahora). Así anduvo
todo el día, de flor en flor, volando delicada y sutilmente.
Llegó la hora del crepúsculo. Los viajeros no aparecían. Y pasó también
la noche sin que ellos regresaran.
El alba de un nuevo día animó el bosque con el despertar de los pájaros
que habían quedado en él. Llenos de ansiosa curiosidad revoloteaban de
rama en rama, preguntándose la causa de semejante demora.
El tumiñico no cesaba de volar entre las bonitas flores que tenían sus
corolas salpicadas de gotitas de rocío, que brillaban a la luz del sol con
destellos de piedras preciosas.
¿Qué había ocurrido allá lejos, muy cerca del reino del Dios Inti, hacia
el que se dirigían contentos y optimistas los pajarillos de la selva?...
¿Habrían ofendido a los dioses con su audacia, y tal vez recibido por ello
algún castigo?... ¿Volverían con sus plumitas pintadas?... ¿O habrían
perecido en el largo viaje?...
Éstas y otras mil preguntas se oían entre el susurro de la fronda, en
forma de trinos entrecortados y murmullos confusos.
Lo que había ocurrido, no lo imaginaban los pajarillos del bosque. Fue
algo tan magnífico y sobrenatural; tan digno de alabanza y de gratitud,
que el recuerdo de aquel hecho extraordinario nos llega a la memoria
cada vez que admiramos los bellísimos colores que lucen la mayoría de
nuestros pájaros.
Inti, Dios supremo que dominaba el aire, la tierra y el agua,
considerando muy justas las aspiraciones de sus alados hijitos, decidió
que ellas se convirtieran en realidad. Y la realidad fue hermosa. Veréis
cómo:
-Estas tiernas avecillas no podrán llegar a mí-, se dijo Inti. Con el calor
de mis rayos se quemarán sus alitas y no podrán volar. Es preciso que
pinte sus plumitas suavemente y con dulzura. ¿Y qué hizo?... Reunió
algunas nubes que había en el cielo, les ordenó que lo ocultasen y que
hicieran caer una copiosa lluvia, justamente en el lugar por donde
viajaban las aves en su busca.
Éstas encontraron el refugio de un bosque para resguardarse del
aguacero que tan inesperadamente parecía detenerlas en su valiente
ascención.
Luego Inti hizo que las nubes se apartasen para dar paso a sus
hermosos rayos. ¡Y cuál no fue la sorpresa y la alegría de nuestros
pajaritos, cuando vieron aparecer en el cielo el más espléndido arco iris
que jamás se haya visto!...
Atraídos por la hermosura de sus divinos colores, todos volaron
presurosos y se posaron dulcemente en él a fin de que les diese un
poquito de belleza para sus deslucidos plumajes.Cada uno quería elegir
el color que más le agradaba.
Y así fue como ellos iban de acá para allá, recorriendo el arco iris en
procura del encanto de sus siete colores.
El cardenal metió su cabecita con copete en la franja roja, y con eso se
quedó muy contento.
El dorado se paseó largo rato por la amarilla. Por eso sus plumitas son
ahora de ese tono.
Al jilguero también le gustó el amarillo y se paseó un ratito por él,
quedando negra su cabecita, porque la noche llegó y borró el arco iris.
El churrinche se tiñó casi todo de color rojo vivo, y dejó sus alitas
oscuras como las sombras de la noche.
Tantos colores eligió el sietevestidos, los recorrió tanto en todas
direcciones, que consiguió para sus plumas todos los que le dio el arco
iris. Por eso lo llamamos también "sietecolores".
Y así como éstos, todos eligieron libremente el color de su plumaje.
Luego decidieron regresar.
Por la noche volaron sin descansar. Deseaban llegar al bosque lo más
pronto posible, para mostrar a sus compañeros el color de sus plumas
como prueba de la bondad del dios Inti. Por eso, al amanecer del día
siguiente, instantes después de que los pájaros del bosque abandonaran
sus nidos, mostrándose inquietos y afligidos por la tardanza de sus
valientes amigos, se vio algo así como una lluvia de flores que caía
sobre el verde follaje de los árboles: eran las bandadas de mil pájaros
que traían en sus plumas los bellísimos colores del arco iris.
Y otra vez, ¡qué divina algarabía la del bosque aquella mañana de
primavera!
Los recién llegados trataban de lucir en toda forma sus nuevos y
vistosos plumajes. Mientras algunos se paseaban coquetones dando
saltitos sobre el verde césped, otros desplegaban sus alitas con toda
gracia y donaire, y otros levantaban el copete de sus pintadas cabecitas.
Ante tanta belleza, ¡cuántos trinos de alabanza!; ¡cuántos gorjeos de
admiración!; ¡cuántos gorgoritos de alegría!; ¡cuántos murmullos de
asombro!...
En el barullo y confusión de la llegada de los felices viajeros, por los
revoloteos de todos y los saltos y piruetas de los pichones ante fiesta
tan completa, ninguno había advertido que entre ellos faltaba el picaflor.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no compartía el regocijo de todos? ¿Por qué no
concurría él también a la fiesta de la gracia y del color?
Inmensa, indescriptible fue la sorpresa de todos los pájaros instantes
después, cuando, en rapidísimo, vivaz, inquieto e incesante vuelo, llegó
hasta ellos el diminuto tumiñico; el más pequeñito de todos; ¡el más
lindo entre los lindos!
Una sola exclamación salió de todos los piquitos.
-¿Cómo tienes esas plumas tan brillantes y preciosas si tú no has volado
hasta el arco iris?
Picaflor oyó esta pregunta y otras muchas que le hicieron sus amiguitos
del bosque, y no supo responder.
Vino en su ayuda una flor, que dijo:
-Tumiñico tiene ahora los colores del iris, los de nuestros pétalos y los de
las piedras preciosas, porque ama la luz, la miel de los cálices y las
gotas de rocío...
Picaflor se miró en el agua tranquila de un arroyito cercano, voló de
una flor a otra, y lanzando al aire su gritito, dijo:
-¡Cantemos a Inti el himno prometido!
Y el coro de las mil voces armoniosas de la selva se elevó hasta el cielo.

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