México y el narcoanálisis: una genealogía de las políticas
de drogas en los gobiernos Calderón y Peña Nieto
Thiago Rodrigues
Universidad Federal Fluminense (Brasil)
Beatriz Caiuby Labate
Centro de Investigaciones y
Estudios en Antropología Social (México)
CÓMO CITAR:
Rodrigues, Thiago y Beatriz Caiuby Labate. 2019. “México y el narcoanálisis: una genealogía de las
políticas de drogas en los gobiernos Calderón y Peña Nieto”. Colombia Internacional (100): 15-38.
https://doi.org/10.7440/colombiaint100.2019.03
RECIBIDO: 03 de agosto de 2018
ACEPTADO: 06 de junio de 2019
MODIFICADO: 18 de julio de 2019
https://doi.org/10.7440/colombiaint100.2019.03
RESUMEN. Objetivo/Contexto: Este artículo presenta un análisis histórico de la prohibición
de las drogas en México considerando las interconexiones entre los aspectos sociales,
morales, económicos, políticos y de seguridad que componen la lucha contra algunas
sustancias psicoactivas, sus productores, vendedores y consumidores. Metodología:
El análisis sigue una propuesta teórica y metodológica original llamada narcoanálisis,1
influenciada por los conceptos genealogía y biopolítica desarrollados por Michel Foucault.
Dicha perspectiva entiende que la producción de un mercado ilegal de drogas se da por
la yuxtaposición de cinco niveles analíticos: el moral, el sanitario, el de seguridad pública,
el de seguridad nacional y el de seguridad internacional. Conclusiones: La aplicación
del narcoanálisis al caso mexicano nos ayuda a comprender las transformaciones
H
El artículo contó con financiación del Programa Álvaro Alberto del Ministerio de Defensa
de Brasil/CNPq.
Los autores agradecen a los evaluadores sus sugerencias y ayudas. Thiago Rodrigues agradece
el apoyo del Instituto Pandiá Calógeras/CNPq/Ministerio de Defensa de Brasil, en el marco de
la investigación bajo su coordinación.
1
El concepto narcoanálisis, como se expone en el artículo, se diferencia de la tradicional aproximación
a los campos médico y psicológico que exploran los efectos psicoactivos de ciertas drogas, así como
de las perspectivas de la criminología interesadas en relacionar el uso de drogas psicoactivas y la
producción de estados alterados de conciencia supuestamente más inclinados al delito.
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del narcotráfico local, su simbiosis con la economía legal y con el poder político;
asimismo, las presentes propuestas de reformas legales para el control de las drogas como
la marihuana y el peyote. Originalidad: Esta nueva propuesta teórico-metodológica
se dedica a entender la producción y la transformación de las políticas de drogas, sus
orígenes sociales, sus efectos políticos y sociales, teniendo en cuenta el dinamismo y
la interconexión entre las esferas sociales, económicas y políticas, dentro y fuera de las
fronteras mexicanas.
PALABRAS CLAVE: México; narcotráfico; política de drogas; narcoanálisis; prohibición.
Mexico and the Narcoanalysis: a Genealogy of Drug Policies
in the Calderón and Peña Nieto Governments
Objective/context: This article presents an historical analysis of the
prohibition of drugs in Mexico considering the interconnections between different
social, moral, economic, political and security aspects that comprise the fight
against certain psychoactive substances, their producers, sellers and consumers.
Methodology: The analysis follows a theoretical and methodological approach called
narcoanalysis,2 influenced by the concepts of genealogy and biopolitics developed by
Michel Foucault. Said outlook posits that the production of an illegal drug market
takes place from the juxtaposition of five analytical levels: moral, health, public
safety, national security and international security. Conclusions: The application
of narcoanalysis to the Mexican case helps us understand the transformation
of local narcotrafficking, its symbiosis with the legal economy and with political
power; likewise, the proposals for legal reforms for the control of drugs, such as
marijuana and peyote. Originality: This new theoretical-methodological approach
seeks to understand the production and transformation of drug policies, their
social origins, and their political and social effects, considering the dynamism and
interconnectedness between the social, economic and political spheres, inside and
outside the Mexican borders.
ABSTRACT:
KEYWORDS: Mexico; drug trafficking; drug policy; narcoanalysis; prohibition.
México e a narcoanálise: uma genealogia das políticas
de drogas nos governos Calderón e Peña Nieto
RESUMO. Objetivo/Contexto: este artigo apresenta uma análise histórica da proibição
das drogas no México considerando as interconexões entre os aspectos sociais, morais,
econômicos, políticos e de segurança que compõem a luta contra algumas substâncias
psicoativas, seus produtores, vendedores e consumidores. Metodologia: a análise segue
2
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The concept of narcoanalysis, as detailed in the article, is differentiated from the traditional approach
in the medical and pschological fields which explore the psychoactive effects of certain drugs, as well
as the outlooks of criminology interested in linking the use of psychoactive drugs and the production
of altered states of consciousness supposedly more inclined toward crime.
México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
uma proposta teórica e metodológica original chamada narcoanálise,3 influenciada
pelos conceitos “genealogia” e “biopolítica”, desenvolvidos por Michel Foucault. Essa
perspectiva entende que a produção de um mercado ilegal de drogas ocorre pela
justaposição de cinco níveis analíticos: o moral, o sanitário, o de segurança pública,
o de segurança nacional e o de segurança internacional. Conclusões: a aplicação
da narcoanálise ao caso mexicano nos ajuda a compreender as transformações do
narcotráfico local, sua simbiose com a economia legal e com o poder político; além
disso, as presentes propostas de reformas legais para o controle das drogas como a
cânabis e o peiote. Originalidade: esta nova proposta teórico-metodológica se dedica
a entender a produção e a transformação das políticas de drogas, suas origens sociais,
seus efeitos políticos e sociais, tendo em vista o dinamismo e a interconexão entre as
esferas sociais, econômicas e políticas, dentro e fora das fronteiras mexicanas.
PALAVRAS-CHAVE: México; narcotráfico; política de drogas; narcoanálise; proibição.
Introducción
La construcción histórica de las políticas de control y posterior criminalización de
un conjunto de drogas psicoactivas (proceso conocido como “prohibicionismo”) se
dio a principios del siglo XX con las primeras conferencias diplomáticas realizadas
en Shanghái (1909), La Haya (1912) y Ginebra (1926). Las principales drogas psicoactivas consideradas en las primeras conferencias internacionales sobre el tema fueron
el opio y sus derivados, como la morfina y la heroína, que constituían un potente
mercado mundial. En las décadas de 1920 y 1930, otras drogas, como la cocaína y la
marihuana, fueron incluidas en los documentos internacionales y en las legislaciones
penales nacionales (Escohotado 2002; Szasz 1993). El papel de los Estados Unidos
fue fundamental para impulsar esas convenciones, mientras en su propio territorio
nacional, la combinación de rechazo moral, racismo, fortalecimiento del control
estatal sobre la clase médica y xenofobia agitaba las primeras leyes contra drogas
psicoactivas (Escohotado 2002; Szasz 1993).
Aunque el prohibicionismo se haya consolidado internacionalmente bajo el
rol protagónico de EE. UU., la adhesión de los países que pasaron a ser signatarios
de los tratados antidrogas desde 1910 no fue efecto de una simple imposición estadunidense. Cada país que se ha adherido al régimen prohibicionista lo ha hecho
3
O conceito “narcoanálise”, como será exposto neste artigo, é diferente da tradicional abordagem
do campo médico e psicológico que explora os efeitos psicoativos de certas drogas, bem como das
perspectivas da criminologia interessadas em relacionar o uso de drogas psicoativas e a produção
de estados alterados de consciência supostamente mais inclinados ao delito.
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a partir de modos específicos de lidiar con la cuestión de las drogas psicoactivas
en sus respectivas dinámicas locales (Rodrigues 2017; Santana 2004). En México,
por ejemplo, en los mismos años iniciales del prohibicionismo en EE. UU., se dio
una versión local que conjugó valores antidrogas y políticas higienistas, conceptos
como orden y evolución de las razas y sociedades, progreso social y degradación
física y moral (Campos 2010; Pérez Monfort 2016).
En este artículo presentamos un breve análisis de la construcción de las
políticas de drogas en México a partir de lo que llamamos narcoanálisis, un modelo
inspirado en las sugerencias teórico-metodológicas de la genealogía del poder
del filósofo francés Michel Foucault (1998; 2001). Asumimos la hipótesis general
desarrollada en otro trabajo (Rodrigues 2017) de que las políticas de control y prohibición de drogas psicoactivas fueron uno de los capítulos tardíos de la historia de
las políticas de Estado contra la insalubridad urbana, los procesos de reubicación
de las poblaciones en las nuevas metrópolis industriales, las medidas de medicina
social, etcétera. O sea, un capítulo tardío de la biopolítica de las poblaciones,
concepto foucaultiano que nombra un conjunto de tácticas destinadas a controlar
las dinámicas de vida y muerte de las poblaciones a partir de finales del siglo XVIII
en Europa y, después, también en las Américas (Foucault 1990; 2006a).4
De ese modo, el narcoanálisis es una propuesta de marco teórico-metodológico
para acompañar la construcción y el cambio de las políticas de drogas en las Américas.
Para describir los niveles que conforman el narcoanálisis, tomamos a México como
caso, que puede ilustrarlos, por su centralidad histórica e importancia contemporánea
en la dinámica del narcotráfico en el continente.
Para plantear ese ejercicio, dividimos el artículo en cinco secciones. La
primera parte introduce el modelo teórico. La segunda sección desarrolla sus dos
primeros niveles —la seguridad moral y la seguridad sanitaria—, aplicados en el
entrecruce de los contextos mexicano e internacional de principios del siglo XX.
En la tercera sección se realiza el mismo ejercicio para los niveles de la seguridad
pública y la seguridad nacional desde la declaración de “guerra contra las drogas”
del gobierno Richard Nixon, en la década de los setenta, hasta la “guerra contra
los cárteles” del gobierno de Felipe Calderón (2006-2012). En la penúltima parte
4
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Es importante subrayar que Foucault, a lo largo de su producción intelectual, casi no mencionó el
tema de las drogas, salvo en una entrevista publicada en 1984, en la cual señala: “What frustrates
me, for instance, is the fact that the problem of drugs is always envisaged only as a problem of
freedom and prohibition. I think that drugs must become a part of our culture […] We have to
study drugs. We have to experience drugs. We have to do good drugs that can produce very intense
pleasure. I think this puritanism about drugs, which implies that you can either be for drugs or
against drugs, is mistaken. Drugs have now become a part of our culture. Just as there is bad music
and good music, there are bad drugs and good drugs. So we can’t say we are ‘against’ drugs any
more than we can say we’re ‘against’ music” (Foucault 1998, 163-164).
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Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
se discuten las reformas jurídicas realizadas en el sexenio de Calderón y sus
implicaciones en términos de militarización y punición, abriendo espacio a reflexiones sobre las continuidades o no de las políticas antidrogas en el gobierno
de Enrique Peña Nieto (2012-2018). Por último, en las conclusiones, se comentan
propuestas de medidas legales contra el prohibicionismo que surgen de debates
públicos en la sociedad mexicana, con el objetivo de mostrar la plasticidad del
narcoanálisis como modelo teórico-metodológico para el estudio de los cambios
en las políticas de drogas.
1. Una invitación teórico-metodológica: el narcoanálisis
Para Michel Foucault, el método genealógico difiere de los modos tradicionales de la
historiografía porque no busca un origen único para los hechos históricos; tampoco
entiende el tiempo histórico como una evolución hasta un final determinado.
Para Foucault, “hacer la genealogía de los valores, de la moral, del ascetismo, del
conocimiento, no será por tanto partir a la búsqueda de su ‘origen’, minusvalorando
como inaccesibles todos los episodios de la historia; será, por el contrario, ocuparse
en las meticulosidades y en los azares de los comienzos” (1998, 25).
La historia, por lo tanto, no es una secuencia de hechos coherentes, con un
principio y un final determinados (Foucault 1988; 2007). Así, un análisis de las políticas de drogas desde una mirada genealógica no localiza su comienzo en una fecha
única o bajo la pena de un único gobierno. Hay que poner atención a muchos movimientos y correlaciones de fuerza entre grupos sociales distintos (con sus valores
morales, metas políticas, intereses económicos) que producen distintas prácticas de
gobierno o, como las nombra Foucault, diferentes gubernamentalidades, entendidas
“en el sentido amplio de técnicas y procedimientos para dirigir el comportamiento
humano. Gobierno de los niños, gobierno de las almas y de las conciencias, gobierno del hogar, del estado o de sí mismo” (2006, 230). De ese modo, la práctica de
gobernar no está solamente concentrada en el aparato de Estado, pues “gobierno
no significa la institución de gobierno sino la actividad que consiste en gobernar el
comportamiento humano en el marco de y por medio de instituciones del Estado”
(Argüello Castañón 2015, 85).
El conjunto de prácticas y técnicas destinadas a gobernar a las crecientes
poblaciones urbanas del siglo XIX —en Europa, pero también en las Américas—
fue llamado por Foucault biopolítica (2006a). En la naciente economía capitalista
industrial, a partir de finales del siglo XVIII, las sociedades, las clases gobernantes
y los Estados tuvieron que lidiar con el desafío de equilibrar crecimiento y orden.
Michel Foucault identificó la producción de nuevas tácticas para el control de
estas sociedades industriales basadas en la combinación de inversiones sobre el
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cuerpo de los individuos —con el fin hacerlos “útiles” para el trabajo y “dóciles”
políticamente (Foucault 2002, 135)— y sobre el conjunto de la población, entendida
como un cuerpo vivo con características, ritmos y problemas propios. Foucault
llamó a ese conjunto de políticas biopolítica de la población (2006, 415), noción que
describe el objetivo de gestionar las tasas de natalidad, fecundidad, morbilidad y
mortalidad. Esas políticas implicaron reformas institucionales y la implementación
de programas de medicina social acompañados de proyectos urbanísticos y de
salubridad de los espacios públicos, ambientes de trabajo y viviendas.
En esas mismas décadas del siglo XIX, los Estados latinoamericanos nacientes enfrentaban procesos complejos de consolidación territorial y política,
bajo distintos niveles de violencia, integrados a la dinámica económica internacional. Cada cual dio forma a instituciones coercitivas y burocráticas ligadas al
control poblacional, principalmente debido a varios factores: la llegada de olas de
inmigrantes europeos a finales del siglo XIX, el desplazamiento de poblaciones
indígenas y campesinas del campo a los centros poblados, y el impulso a las actividades industriales en países como México, Brasil y Argentina, que acentuaron
los conflictos sociales. Aunque no se pudiesen encontrar en nuestro continente
formas idénticas a las descritas por Foucault, en Europa sería posible notar “que
hay una relación bastante estrecha entre las formas de disciplinar el cuerpo individual, de controlar el cuerpo social y la forma como la modernidad se estableció
en América Latina” (Pedraza 2004, 9).
En el gran cuadro de la biopolítica de las poblaciones, el tema del control
de drogas psicoactivas fue introducido tardíamente en las normas nacionales
e internacionales, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX (McAllister
2012; Rodrigues 2017). Uno de los elementos principales del análisis biopolítico
es la comprensión de las prácticas de gobierno más allá de las decisiones jurídicas
y del aparato estatal. Foucault propuso el concepto gubernamentalidad justo para
analizar la “racionalidad intrínseca al arte de gobernar” (2006, 319), más allá de
una vinculación del gobierno a lo que estrictamente emana del Estado. Esa noción
permitiría comprender al gobierno como un conjunto de técnicas no operadas de
manera exclusiva por el Estado, pero que lo ocupan y lo instrumentalizan: o sea,
estas técnicas emergen de prácticas sociales y se interesan en la gestión tanto
del conjunto de la población como de las individualidades (Foucault 1990). El
proceso de prohibición de drogas es, por lo tanto, una táctica que pertenece a la
biopolítica y que ha operado bajo la comprensión de gubernamentalidad. A partir
de ahí, introducimos el marco teórico-metodológico del narcoanálisis, formado
por la articulación entre distintos niveles de seguridad.
El primer nivel del narcoanálisis es el del rechazo moral al hábito de intoxicarse con sustancias psicoactivas (Escohotado 2002; Szasz 1993). El prejuicio
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contra el uso de ciertas drogas, asociado al racismo y la xenofobia, constituye el
nivel más básico para fundamentar el prohibicionismo, al considerar drogas y
grupos sociales determinados vinculados a ellas como amenazas a la seguridad
moral de las sociedades. El nivel moral incluye tres dimensiones: 1) el rechazo
moral al uso de psicoactivos, 2) el racismo y la xenofobia asociados a estereotipos de consumo de psicoactivos, 3) una cultura del castigo que demanda
condena a los criminales/descarriados morales, considerándolos amenazas a las
costumbres y al orden social.
El segundo nivel —el de la seguridad sanitaria— es el del control y la prohibición de algunas sustancias psicoactivas en las legislaciones nacionales guiadas
por compromisos internacionales. Ese punto se justifica cuando algunas drogas
pasan a ser clasificadas como amenazas a la salud colectiva e individual. Tal clasificación fue un proceso que antecedió a la formulación de legislación penal sobre
la producción, el comercio y el uso de algunas de esas sustancias (cocaína, heroína y marihuana). Cuando las legislaciones penales fueron aprobadas, una nueva
modalidad de crimen —el del narcotráfico— apareció e inauguró otro nivel, que
llamamos seguridad pública (el tercer nivel de seguridad).
Décadas después de los primeros movimientos político-sociales prohibicionistas, ante el aumento de los flujos internacionales y del consumo de
drogas ilícitas en países del Norte y del Sur, el narcotráfico pasó a ser considerado una amenaza a la seguridad nacional de muchos Estados. Eso se dio
luego de la declaración de la guerra a las drogas (war on drugs) del presidente
estadunidense Richard Nixon, en 1971 (Carpenter 2016). Esto, como veremos
adelante, impulsó una creciente militarización del combate al tráfico de drogas
en América Latina.
El quinto y último nivel de seguridad emergió en los años ochenta,
cuando la mayoría de los países, afinados en la lógica prohibicionista, se comprometieron con acuerdos como la Convención de la ONU de 1988, firmada
en Viena. Ese tratado internacional estableció que el tráfico de drogas ilegales
constituía una amenaza a la seguridad internacional, bajo el argumento de que
ello producía inestabilidad política y social en países productores, además de
financiar a grupos guerrilleros y a organizaciones terroristas (Herschinger 2011;
Inkster y Comolli 2013).
Ahora, aplicaremos el narcoanálisis para abordar la construcción del prohibicionismo mexicano, con el reto de generar reflexiones más allá del maniqueísmo de los estudios que destacan solamente la presunta imposición estadunidense
de la guerra a las drogas o las interpretaciones que describen la prohibición
como una derivación exclusiva de decisiones legales elaboradas desde la centralidad del Estado.
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2. La “degeneración” y la ley
La construcción de un régimen internacional de control de psicoactivos a partir de
1910 contó con una decisiva iniciativa diplomática de EE. UU. y con el apoyo de todos
los países de Europa Occidental, de China y de países latinoamericanos como México,
Brasil, Colombia y Argentina (McAllister 2012). El Estado mexicano envió una misión
diplomática a la Conferencia de La Haya, realizada en 1912, y en 1927 incorporó el tratado firmado a la legislación nacional mexicana (Alonso 2015). Sin embargo, Campos
(2010) nos recuerda que las leyes contra psicoactivos en México provienen de
fechas anteriores, por ejemplo, la primera ley dirigida contra la marihuana,
aprobada en 1869, en Ciudad de México.
El tema de la regulación de algunos psicoactivos se desarrolló en México
simultáneamente con el montaje del dispositivo de seguridad sanitaria, que, desde
una perspectiva biopolítica, empezaba a diseñar políticas sociales de intervención
con el objetivo de constituir una sociedad en un país que luchaba para afirmarse
en términos de una identidad nacional. Para Pérez Monfort “fue precisamente en
pleno régimen de Antonio López de Santa Anna [entre las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XIX] y de guerra contra Estados Unidos que empezaron
a aparecer las primeras preocupaciones sociales por estos ‘venenos’ que rápidamente fueron considerados por las élites como ‘sustancias nocivas a la salud’”
(2016, Loc. 105). Había, por lo tanto, una preocupación entre las clases dirigentes
mexicanas por el uso de drogas —marihuana, hongos y opio— en tiempos del
porfiriato (1876-1911).
En ese contexto, la promulgación del Código Sanitario de 1891, reformado
en 1894 y 1902, fue un marco importante que buscó dar más efectividad a una
acción concertada del Estado sobre el tema de la salubridad nacional. Ese debate
llevó a una reforma constitucional en 1908 que incidió en el derecho de entrar y
salir del país, en caso de “peligro a la salubridad general de la República”. Según
Ojeda, “esa limitación comprendía, sobre todo [el control de] las costas y las fronteras nacionales, federalizando los problemas migratorios y sanitarios” (1974, 34).
No obstante, una reforma más profunda en ese tema sólo sería posible con
la elaboración de la nueva Constitución Federal, entre 1916 y 1917, ya en el marco del
México revolucionario. La principal propuesta fue presentada por el diputado José
María Rodríguez, militar y médico personal del presidente Venustiano Carranza,
quien defendía la necesidad de que el Estado dispusiese de capacidad institucional y
competencia legal para controlar el problema de la salud de todo país. Como afirma
Campos (2010), es sorprendente notar que las feroces discusiones sobre autonomías
e injerencias, presentes en la mayoría de los debates de la Asamblea, no aparecen
cuando se trata de aquello que Aréchiga Córdoba (2005) llamó la construcción de
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una “dictadura sanitaria”, en el marco jurídico-político del México revolucionario.
Esa aparente concordancia general de los diputados sugiere que, sobre el problema
de la preservación de un patrón de salubridad ajustado a los modelos de desarrollo y progreso considerados “civilizados”, había un consenso significativo entre los
representantes políticos de la élite nacional.
De hecho, la propuesta de enmienda al artículo 73 de la Constitución presentada por Rodríguez autorizó al Congreso dictar leyes sobre nacionalidad, la
condición de los extranjeros, inmigración y emigración, además de los temas de
salubridad general del país (Astorga 1999, 11). De igual forma, fueron creados un
Consejo de Salubridad Pública —de carácter consultivo, formado por médicos,
sanitaristas, urbanistas y expertos— y un Departamento de Salubridad, responsable de “dictar inmediatamente las medidas preventivas indispensables” (Poder
Ejecutivo 1917, XVI, art. 73, 2a, 151) para asegurar la salubridad nacional bajo la
autoridad del presidente de la República. La “tiranía sanitaria” fue reglamentada
en el mismo dispositivo constitucional que lidiaba con los desplazamientos dentro
y fuera del país, así como con el control de extranjeros (Aréchiga Córdoba 2005).
La asociación de esos dos temas indica los rasgos racistas y xenófobos, dirigidos
tanto hacia la atención biopolítica direccionada a la gestión de los mexicanos como hacia la preocupación por los inmigrantes (Botton Beja 2008).
Según Campos (2010), la presencia del racismo y la xenofobia en el debate
político reflejaba la popularidad de las tesis racistas provenientes de Europa que,
por influencia de autores como el italiano Cesare Lombroso (1835-1909) y el francés
Bénédict Morel (1809-1873), llegaron a México a fines del siglo XIX, en donde encontraron gran audiencia. En suma, la cuestión central giraba alrededor del tema de la
presunta “degeneración” de la raza producida por el cruzamiento entre los blancos
de origen europeo y los pueblos nativos americanos, los negros, o los asiáticos —los
chinos, en especial— que llegaron a fines del siglo XIX para trabajar en las minas, en
la agricultura y en la construcción de ferrocarriles (Botton Beja 2008).
El argumento de la degeneración pasaba, también, por el consumo de sustancias que, según el discurso sanitarista-racista, influirían simultáneamente en la
salud física y en la integridad moral de los individuos, con efectos para su descendencia (Campos 2010). La aprobación de la enmienda constitucional propuesta
por Rodríguez llevó a la elaboración, en marzo de 1920, de la “Disposición sobre
el Cultivo y Comercio de Productos que Degeneran la Raza”. La ley, ya elaborada
para ser aplicada bajo la autoridad del Departamento de Salubridad, prohibió la
producción y el comercio de marihuana, impuso la obligación de licencias especiales
para la importación de opiáceos y cocaína, y determinó que la indicación de esas
sustancias fuera limitada a los médicos habilitados bajo fiscalización estatal, mientras
que prohibía el cultivo de adormidera (amapola) y la síntesis del opio. Este régimen
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legal riguroso no incluyó un control semejante al alcohol, en cuya defensa salió el
propio presidente Álvaro Obregón, interesado en los impuestos tasados sobre su
producción y consumo (Campos 2010).
La “Disposición” de 1920 afinaba la legislación mexicana a los lineamientos
internacionales establecidos en La Haya, en 1912, pero antes de la entrada en vigor del
tratado firmado en Holanda (esto sólo pasaría en 1927). Con esa ley se accionaba
entre los mexicanos el discurso de la legitimidad del llamado “uso médico” ante
la ilegitimidad de cualquier otro propósito de consumo presente en el Tratado
de 1912; asimismo, se oficializaba la selectividad regulatoria y penal sobre distintas
drogas, todas psicoactivas, pero vinculadas a intereses políticos y económicos
distintos (McAllister 2012; Thoumi 2016).
La definición de las drogas presente en la Constitución Federal (art. 73, XVI,
4a) demuestra que los discursos moralistas, xenófobos y racistas —difundidos en la
sociedad— se encuentran con los intereses políticos contenidos en la disputa entre
los poderes federal y estatales; además del objetivo biopolítico de control ampliado
de una población que se procuraba conformar, disciplinar y apaciguar con el fin de
consolidar un orden desde las múltiples perspectivas —más o menos progresistas
o conservadoras— en el seno del proceso revolucionario. Así, sería posible identificar en estos momentos iniciales de la política de drogas mexicana la articulación
entre los niveles de seguridad moral y seguridad sanitaria puestos lado a lado como
problemas de primera importancia para la República.
En los años que siguieron, México estuvo presente y firmó la Convención de
Ginebra sobre el control de drogas, organizada por la Liga de las Naciones, en 1931,
en la cual la delegación estadounidense defendió que todos los Estados signatarios
organizasen departamentos antidrogas como su Federal Bureau of Narcotics (1930),
además de ampliar el grado de control sobre drogas como el opio y la cocaína
(McAllister 2000; Rodrigues 2017). En ese mismo año fue promulgado en México
un nuevo Código Penal, que por primera vez estableció la tipificación de los “delitos
contra la salud”, reproduciendo el discurso de la “degeneración de la raza” y oficializando la transposición de un conjunto de prácticas sociales y de grupos sociales
específicos para el campo de la ilegalidad (Alonso 2015). Esto permitió que las fuerzas
represivas del Estado pudiesen alcanzar a personas cuya presencia y cuyas costumbres
amenazaban el statu quo político y económico del país. En términos del narcoanálisis,
es posible notar que el cruce del problema sanitario con el problema penal indicó
la emergencia del nivel de seguridad pública, fuertemente conectado a los niveles de
la seguridad moral y sanitaria.
Los orígenes de la política mexicana para el control de las drogas se pueden
encontrar tanto en los salones solemnes de la política nacional y de la diplomacia ginebrina cuanto en los salones de las ligas antichinas o masónicas que se formaron en
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todo el país desde principios del siglo XX (Campos 2010). Esos grupos contribuyeron
a la formación de una opinión pública contraria a la presencia de chinos y pueden ser
considerados, según Campos (2010), una de las influencias políticas y sociales más
importantes en el apoyo a la aprobación de legislaciones que, en la década de 1920,
prohibieron la llegada de chinos y que autorizaron su expulsión del país. Las bases del
prohibicionismo mexicano dependieron tanto del pacto entre el estamento médico y
el Estado para el control sanitario de la población como del rechazo a los indígenas,
chinos y mestizos. Así, el uso del peyote, de la marihuana o del opio se constituía
como elemento adicional y agravante de una percibida “degeneración” moral, mental
y física de “razas” entendidas como “inferiores”.
Asumir la existencia de una degeneración es admitir clases distintas de hombres respecto a su humanidad. Para Foucault, las “sociedades de normalización” que
surgen en el cambio del siglo XVIII al siglo XIX produjeron el “racismo de Estado”,
comprendido como “un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma,
sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un racismo interno, de
la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales de la
normalización social” (2001, 66). Este “racismo de Estado” sería el único modo de
aceptar y justificar que se eliminaran personas en sociedades presuntamente interesadas en promover una “vida mejor”.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el régimen internacional prohibicionista se consolida globalmente, incluido México (Alonso 2015; Ruiz-Cabañas
1993; Astorga 2005; Freeman y Sierra 2005). El fortalecimiento del narcotráfico
transterritorial a partir de los años sesenta profundizó los tres niveles de seguridad del
prohibicionismo y agregó otros dos (el de la seguridad nacional y el de la internacional).
En la siguiente sección revisamos el proceso de inserción de México en la lógica de la
“guerra a las drogas” decretada por EE. UU. a principios de los años setenta.
3. Narcos, militares y represión
Uruapan, estado de Michoacán, 6 de septiembre de 2006. En un movido boliche,
varios jóvenes se encontraban bailando cuando varios hombres entraron gritando
y disparando. Ante la audiencia aterrorizada dejaron sobre el piso cinco cabezas
y una nota que decía: “La Familia no mata por dinero, no mata mujeres, no mata
personas inocentes. Sólo mueren quienes merecen morir” (Saviano 2014, 70).
Las cabezas eran de miembros de Los Zetas, cartel del narcotráfico que desde
Tamaulipas y Nuevo León intentaba ampliar sus negocios en Michoacán, hogar
de un nuevo grupo narco llamado La Familia Michoacana.
Según Saviano, La Familia fue “uno de los cárteles que más velozmente
crecieron en los años de la guerra a las drogas en México” (2014, 71). En aquellos días
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de septiembre, México pasaba por una crisis política tras la objetada victoria de Felipe
Calderón, del Partido de Acción Nacional (PAN), en las elecciones presidenciales de
julio de 2006. Las denuncias de fraudes planteadas por su oponente, Andrés López
Obrador, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), fueron consideradas improcedentes por la justicia electoral. Calderón llegó al Palacio Nacional, en diciembre
de 2006, con baja legitimidad. En ese contexto, su primera decisión de gran impacto
social y político fue declarar la “guerra a los cárteles”.
Aguilar y Castañeda (2012, 15) citan las estadísticas nacionales mexicanas
del período inicial del gobierno de Felipe Calderón para afirmar que, aunque los
niveles de violencia fueron relativamente bajos (teniendo en cuenta los índices
históricos mexicanos de 80 homicidios por cada 100 mil habitantes), la percepción social de la violencia relacionada con el narcotráfico era significativa. De
hecho, el enfrentamiento violento entre grupos narcotraficantes había crecido
desde finales de los años noventa. Los carteles mexicanos habían cambiado, se
fortalecieron y entablaron duras disputas por espacios en un mercado potente e insaciable. Para Rodríguez Luna, sería posible comprender la expansión de los carteles
mexicanos en la entrada del siglo XXI por la combinación de algunos elementos:
“un mercado de consumo estable y más atractivo en Estados Unidos […], la
emergencia de un mercado consumidor en México, la reducción al mínimo de
las capacidades de los cárteles colombianos para controlar el tráfico de drogas
producto del Plan Colombia y de las acciones del gobierno de Álvaro Uribe y la
corrupción de las estructuras de seguridad en México” (2010, 43) .
Siguiendo las sugerencias de Krauthausen y Sarmiento (1991), una mayor probabilidad de violencia, en un mercado ilegal, reside donde la competencia es mayor:
la disputa por territorios, rutas y mercados permite que los grupos se aprovechen
de lo que los autores llaman “recurso violencia” para defender sus intereses. Así, el
mercado estadunidense y el propio mercado mexicano se convirtieron en un espacio
abierto, principalmente después de la retracción de los narcotraficantes colombianos.
Estos últimos perdieron capacidad para influenciar el mercado de las drogas ilegales
tras el fin de la era de los grandes “capos”, con el asesinato de Pablo Escobar, en 1993,
y la detención de los hermanos Rodríguez Orejuela en Cali.
En la década de los ochenta, la relación entre los narcotraficantes colombianos
y mexicanos era favorable, en términos económicos, para los primeros, pues eran los
productores de cocaína y los principales controladores de rutas hacia Estados Unidos.
Sin embargo, la política de interceptación de los flujos de la cocaína colombiana hacia
EE. UU., promovida por el gobierno de Ronald Reagan a partir de 1985, generó
problemas para la manutención de las rutas caribeñas utilizadas por los carteles de
Cali y Medellín (Esquivel 2013; Marcy 2010). Esto llevó a negociaciones con grupos
ya establecidos en México. De esta forma, hubo arreglos entre Pablo Escobar y
50
México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
el entonces más poderoso de los narcotraficantes mexicanos, Miguel Ángel Félix
Gallardo, alias “El Padrino”. Por el acuerdo, “los mexicanos transportarían la coca
hacia Estados Unidos. Félix Gallardo conocía la frontera […], [y] las rutas de la marihuana: habían sido las mismas del opio y serían las de la cocaína” (Saviano 2014, 29).
Félix Gallardo fue personaje clave en ese momento, pues articuló la distribución de territorios entre capos haciendo uso de su poder. Su Cártel del Pacífico
fue la célula madre de otras organizaciones. Roberto Saviano (2014) relata un
presunto almuerzo en Acapulco, a principios de 1989, cuando “El Padrino” confirió territorios específicos a los Carrillo Fuentes (Ciudad Juárez), a los hermanos
Arellano Félix (Tijuana), a Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera (Sinaloa), entre
otros. Para Saviano, ese almuerzo es un mito de origen que marcó el “nacimiento
de los cárteles mexicanos como existen hoy” (2014, 38).
Sin embargo, Félix Gallardo fue encarcelado, en abril de 1989, tras su
imputación como la cabeza detrás del secuestro, tortura y asesinato, en 1985, de
Enrique “Kiki” Camarena Salazar, agente infiltrado de la DEA (Esquivel 2013;
Ravelo 2009; Langton 2013). Su encarcelamiento abrió un período de disputa
violenta entre los capos, antes bajo su coordinación, dando paso a la conquista de
más territorios, la búsqueda de más influencia en las instituciones políticas mexicanas, contactos y conexiones en EE. UU., capacidad para traficar cocaína, heroína y
metanfetaminas. Al mismo tiempo, presiones de la opinión pública mexicana y del
Gobierno estadounidense crearon un ambiente propicio para que fuerzas militares
mexicanas aumentasen su presencia en el combate a grupos narcotraficantes y en
misiones de decomiso de drogas y para la destrucción de campos de marihuana y
amapola (Álvarez Gómez, Landínez y Nieto 2011).
Cuando Calderón asumió la presidencia, veinte años después, los cárteles
mexicanos ya habían superado a los colombianos en términos de capacidad para
introducir drogas a EE. UU. (Gómez 2012). Los años de represión dura a los narcos
colombianos, desde finales de los años ochenta, impulsaron el llamado “efecto balón”
(balloon effect), es decir, el desplazamiento de los grupos y actividades ilegales hacia
donde se encuentren mejores condiciones para progresar (Rosen y Zepeda 2016).
La respuesta de Calderón, no obstante, fue seguir con la militarización
del combate al narcotráfico. Para Anaya (2014, 9), “la pieza central […] de Felipe
Calderón para combatir al narcotráfico ha sido la militarización en extremo; es
decir, poner al ejército y a la marina al frente de los esfuerzos del gobierno en la
materia”. Ese proceso de militarización significó que “las fuerzas armadas tomaron
claramente el liderazgo en tareas de inteligencia y en la realización de operativos
(cateos, redadas y retenes)”. México y EE. UU. celebraron, en 2007, la Iniciativa
Mérida, un “paquete de ayuda financiera destinada al combate del cultivo, producción y consumo de drogas […] a través del fortalecimiento institucional, de
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la seguridad y del Estado de Derecho que incluye el fortalecimiento de las capacidades tácticas, técnicas y de inteligencia por parte de las Fuerzas Armadas”
(Álvarez Gómez, Landínez y Nieto 2011, 262). La Iniciativa, implementada no
sólo en México sino también en países de Centroamérica y el Caribe, mantuvo
el sentido de las políticas antidrogas estadounidenses y mexicanas, centradas en
la represión y en la militarización (Benítez Manaut 2010; Rodríguez Luna 2010).
La transferencia de tecnología y equipos (de escáneres para observar contenidos
de camiones, a helicópteros militares) ha beneficiado principalmente a efectivos
del Ejército y de la Marina, quienes recibieron el 80% del monto de los recursos
transferidos, calculados alrededor de US$1,3 mil millones para el bienio inicial
(2007/2009) (Rodríguez Luna 2010, 60-61).
Según Rodríguez Luna (2010), la Iniciativa Mérida fue comparada de inmediato
con el Plan Colombia,5 por su naturaleza militarizada y por articularse al discurso de la
“guerra contra el terror” de George W. Bush. De otro lado, Aguilar y Castañeda (2012,
144-145) señalan la necesidad de no trazar comparaciones automáticas entre los dos
países. Para ellos, México no es Colombia porque no hay paramilitares y guerrillas
involucrados con el narcotráfico y porque la presencia y el control territorial del
Estado mexicano serían mucho más grandes que los de su congénere sudamericano.
No obstante, el énfasis en el combate militarizado en México suena en clave análoga no
sólo a la colombiana, sino también a la de otros países como El Salvador, Guatemala,
Perú, Bolivia o Brasil (Rodrigues 2015).
La militarización generó apoyo popular y de la clase política al gobierno de
Calderón. Sin embargo, la militarización, “no ha logrado disminuir la violencia,
por lo que se podría afirmar que el incremento del empleo de las fuerzas militares
no da resultados, e, incluso, en una dinámica perversa, la demonstración de la
fuerza del Estado con más violencia está provocando una reacción simétrica, más
homicidios e impunidad” (Benítez Manaut 2010, 24). El sexenio de Calderón
presentó un escenario con muchos niveles de violencia: en primer lugar, la violencia
de los enfrentamientos entre cárteles por el control de territorios, cultivos y rutas;
5
52
El “Plan Colombia” fue un programa de apoyo financiero y militar, firmado en 1999 por los
presidentes William Clinton (EE. UU.) y Andrés Pastrana (Colombia), que buscaba aportar 2,6
millones de dólares para la reforma del sistema jurídico y el fortalecimiento de las fuerzas de
seguridad colombianas con el objetivo de combatir al narcotráfico. En sus momentos iniciales,
la transferencia de fondos por EE. UU. fue complicada por la falta de claridad sobre si los
recursos deberían ser usados en contra de las guerrillas colombianas. Después de los atentados
terroristas de 2001 en EE. UU., y con la llegada al poder en Colombia, en 2002, de Álvaro
Uribe Vélez, el discurso de “narcoterrorismo” fue oficialmente asumido como un blanco de los
gobiernos colombiano y estadounidense, hecho que liberó la aplicación de los recursos del Plan
Colombia para combatir grupos armados considerados “narcoguerrillas”, como las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El Plan Colombia, en su versión original, fue
conducido hasta 2005.
México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
aquella resultante de las operaciones militares y policiales contra los narcos; y los
secuestros, intimidaciones, torturas y asesinatos perpetrados por narcotraficantes
en contra de activistas de derechos humanos, periodistas, miembros de las fuerzas
de seguridad y sus familias; y finalmente, las violaciones de derechos humanos
practicadas por los agentes de seguridad, en especial, por militares del Ejército y
de la Armada (Anaya 2014; Rosen y Zepeda 2016).
El saldo de la “guerra contra las drogas” en el gobierno de Calderón fue
de entre 50.000 y 70.000 muertos (Aguilar y Castañeda 2012; Morales 2011). Sin
embargo, estos índices de violencia no trajeron como resultado la reducción de
la actividad de los cárteles. Con la “Guerra de Calderón”, el crimen organizado
alcanzó un nivel inédito y provocó cambios importantes en las estructuras políticas, burocráticas y legales en México, como veremos a continuación. Tomando
los dos niveles de análisis, seguridad nacional y seguridad internacional, es
posible notar que la Iniciativa Mérida ha reforzado la articulación entre los dos,
como lo demuestra la movilización de militares de sus actividades principales de
defensa nacional y acciones en el espacio internacional para operaciones de tipo
policiaco dentro del territorio mexicano (espacio, por excelencia, de las políticas
domésticas de seguridad pública).
De un lado, el combate interno contra los cárteles evidencia la conexión
entre el nivel de seguridad pública y el nivel de seguridad nacional, entendida como
una amenaza al orden, a las instituciones y a la integridad nacional que justificaría
el despliegue de las fuerzas armadas. De otro lado, la militarización creciente y
el bajo apoyo diplomático y económico de Estados Unidos —con impactos en
Centroamérica y el Caribe— exponen una dimensión de seguridad internacional
asumida en los discursos diplomático-militares de los países de la región. De
hecho, los dos niveles siguen, en el caso mexicano, la tendencia encontrada en otros
países del mundo (ya sea por el combate al crimen transnacional, o al terrorismo),
donde se mezclan espacios y categorías de políticas públicas que en tiempos pasados
eran claramente discernibles (interno y externo), lo que provoca una indiferenciación
entre fuerzas policiacas y fuerzas militares, en términos de tácticas, equipos, doctrinas,
funciones constitucionales (Neocleous 2014).
4. El gobierno de Peña Nieto, entre promesas
de reforma y la continuidad de la guerra
Desde la perspectiva del narcoanálisis, es posible notar que la historia de la prohibición
y de la “guerra contra las drogas” en México ha obedecido a dinámicas propias que
estuvieron en contacto y bajo influencia de procesos estructurales/exteriores, como
la presión diplomático-militar de EE. UU. y los compromisos antidrogas establecidos
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por los tratados internacionales en esa materia. De ese modo, lo importante es tener
en cuenta que hay características concretas de la sociedad mexicana que dan pesos
específicos a cada uno de los niveles analíticos de un narcoanálisis aplicado a México.
Los elevados saldos de muertos y desaparecidos relacionados con la política de militarización del gobierno Calderón promovieron demandas sociales por
el cambio, hecho que fue incorporado por la campaña presidencial victoriosa de
Enrique Peña Nieto, en 2012 (Felbab-Brown 2014). El exgobernador del estado de
México construyó su propuesta de gobierno a partir de la figura del gestor moderno, abierto a las dinámicas de la globalización neoliberal y de cambios en la
política de seguridad (Paley 2017). Su éxito electoral marcó el retorno del Partido
Revolucionario Institucional (PRI) al Palacio de los Pinos, y, desde el primer momento, buscó apartarse de la imagen de su antecesor en cuestiones de seguridad. El
principal argumento de su programa de gobierno para la seguridad fue la conexión
entre desarrollo socioeconómico y disminución de la violencia criminal, por lo que
programas de empleo, educación y cultura —junto con medidas anticorrupción—
complementarían las políticas represivas con el fin de contener las altas tasas de
homicidios, extorsiones y secuestros (Felbab-Brown 2014).
No obstante, “aunque prometió no militarizar la guerra contra las drogas,
apenas asumió la presidencia [Peña Nieto] envió tropas a Michoacán, en mayo
de 2013” (Rosen y Zepeda 2016, 62). El nuevo presidente cambió ligeramente la
manera de desplegar a los militares, dando énfasis al Ejército —y no a la Marina,
como Calderón y EE. UU. prefirieron antes— (Magaloni y Razu 2016). Incluso,
la tendencia a la disminución inicial de los índices de homicidios intencionales
en sus dos primeros años de gobierno fue revertida con el desplazamiento de
la actividad narcotraficante de antiguas plazas (principalmente la frontera norte
del país) a nuevos territorios, como la región central (estado de México, Jalisco,
Michoacán) y la costa del Pacífico (Guerrero) (Heinle, Rodríguez Ferreira y Shirk
2017; Rodrigues, Kalil, Zepeda y Rosen 2017).
Para autores como Heinle, Rodríguez Ferreira y Shirk (2017) y Magaloni y
Razu (2016), Peña Nieto dio continuidad a la militarización de la Iniciativa Mérida,
pero con cambios de imagen, decidiendo no mostrar a los capos presos en entrevistas colectivas de prensa. Sin embargo, la táctica de atacar a las cabezas de las
principales organizaciones narcotraficantes siguió como principal meta, lo que no
trajo la desmovilización del narcotráfico en el país, sino el final de la “Pax Sinaloa”,
o sea, el período de relativa disminución de la violencia inter-cárteles entre 2010 y
2014, cuando Joaquín “El Chapo” Guzmán logró superar a rivales como Los Zetas
en plazas clave del norte, como Nuevo Laredo y Culiacán (Felbab-Brown 2014).
La captura del “Chapo”, en 2014, fue celebrada por el gobierno Peña Nieto como
un gran éxito. No obstante, su escape espectacular por un túnel, en 2015, provocó
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México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
una cacería centrada en Guzmán, su posterior recaptura, en 2016, y extradición
a Estados Unidos a principios de 2017. La prisión del capo máximo del Cártel de
Sinaloa ha abierto un período que todavía no cierra disputas entre lugartenientes
del “Chapo”, grupos en búsqueda de nuevas plazas (como Los Zetas) y nuevas
organizaciones emergentes, como el Cártel de Jalisco Nueva Generación, que disputa zonas de producción (de heroína) y de llegada de drogas (de cocaína andina
y anfetaminas y precursores desde Asia) (Heinle, Rodríguez Ferreira y Shirk 2017;
Rodrigues, Kalil, Zepeda, Rosen 2017).
Para Rosen y Zepeda (2016), la inseguridad y la violencia en México bajo
Peña Nieto siguieron en niveles altos, en comparación con otros países violentos del
mundo. Crímenes como la extorsión crecieron 11% entre 2012 y 2013, mientras que
los secuestros aumentaron un 16% en el mismo período (Rosen y Zepeda 2016, 69).
Esos cambios pueden ser efectos del período de indefinición en el balance de poder
entre los grupos tras el fin de la “Pax Sinaloa”, o resultado de la diversificación de
actividades mafiosas ante el estancamiento del mercado de drogas ilícitas en Estados
Unidos, que pasa por una fase de gran uso de opioides, pero que son, en parte,
desviaciones hacia el mercado ilegal de fuertes analgésicos (pain killers) producidos
por la industria farmacéutica estadounidense (Paley 2017).
De todos modos, el gobierno de Peña Nieto enfrentó reiteradas denuncias de
violaciones a los derechos humanos perpetradas por fuerzas militares o policiales. Los
casos de desapariciones y las fosas con cuerpos no identificados se han convertido en
noticia constante, siendo el caso más difundido internacionalmente la desaparición
de cuarenta y tres estudiantes normalistas de la escuela de Ayotzinapa, ciudad de
Iguala, en el estado de Guerrero, el 26 de septiembre de 2014. Los futuros profesores
rurales, críticos y militantes contra las políticas de la municipalidad, fueron secuestrados, y sus cuerpos fueron desaparecidos.6
De ese modo, la permanencia de la violencia narcotraficante en México
genera efectos que van más allá de los llamados “delitos contra la salud”, lo cual indica
continuidades entre las políticas de Calderón y Peña Nieto. Madrazo (2014) destaca la
existencia de “costos constitucionales de la guerra contra las drogas”, articulados y/o
impulsados por significativas reformas legales que, bajo el argumento de enfrentar al
narcotráfico, han cambiado estructuras y reglas de organización de la esfera legal y de
6
Cuando iban a una protesta, su autobús fue interceptado por la policía. Lo que siguió no está
esclarecido, pero se sospecha que fueron entregados a una banda narcotraficante local —“Guerreros
Unidos”— que los ejecutó y enterró, al mando del alcalde de Iguala y su esposa. La respuesta del
Gobierno federal fue débil y temerosa, lo que impulsó severas críticas a Peña Nieto y su presunta
connivencia con grupos narcotraficantes, principalmente en regiones como aquella, Guerrero, que
vivía un período de militarización a partir de 2012 y 2013 que siguió tras la caída de “Chapo”
Guzmán (Rodrigues, Kalil, Zepeda y Rosen 2017).
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la comunidad política mexicana. Subrayamos que esos “costos constitucionales” son
parte integrante de una dinámica política recurrente de producción de amenazas y
construcción de enemigos, que configura parte de un largo proceso de securitización
del narcotráfico en México.
De modo sucinto, de acuerdo con Buzan, Weaver y De Wilde (1998), hay
un proceso de securitización “cuando un tema es presentado como una amenaza
existencial [al Estado/a la sociedad], requiriendo medidas de emergencia y justificando acciones fuera de los límites de los procedimientos políticos [previstos en el
reglamento legal]” (23-24). La naturaleza presuntamente grave y amenazadora de un
actor, una práctica social o grupos específicos justificaría, entonces, que el Estado
tomase medidas excepcionales, fuera de la discusión política corriente —y quizás en
conflicto con los estatutos legales establecidos—, bajo la justificación de proteger la
integridad del propio Estado, del territorio y de su población.
Los “costos” estudiados por Madrazo son índices del proceso de securitización
del combate al narcotráfico, pues los cambios legales del sexenio de Calderón, continuados por Peña Nieto, implementaron en México, según el autor, un “régimen
penal de excepción”, consagrado en la Constitución Federal tras una reforma
de 2008. El autor presenta “las alteraciones permanentes al sistema [legal]”
(Madrazo 2014a, 6) que trajeron restricciones de derechos fundamentales, rediseñaron “facultades o responsabilidades” (2014a, 12) de los poderes políticos y
permitieron una confusión de funciones entre los agentes públicos. El principal
enemigo que justifica esos cambios es el narcotráfico o la “delincuencia organizada” (Madrazo 2014, 11).
El régimen de excepción incorporado a la ley máxima de la nación se dirige
a los “delincuentes organizados”, que son blancos de medidas restrictivas de derechos
y penas aumentadas. Una de esas medidas fue el arraigo, que consiste en aprehender a una persona sin cargos formales por un periodo de tiempo. Una decisión
de la Suprema Corte, en 2005, consideró esta medida como inconstitucional. Sin
embargo, la reforma constitucional lo incorporó en 2008 sin alterar los derechos
fundamentales regulares, pero introduciendo una excepcionalidad especial para
los “delincuentes organizados”. De ese modo, irónicamente, quedó probado que el
arraigo era, de hecho, inconstitucional, pues fue necesaria una reforma de la carta
constitucional para que no fuese más contestado judicialmente. Así, pasó a ser legal
en México que una persona pueda ser detenida hasta por ochenta días, por mandato
del Ministerio Público, con autorización de un juez, sin que se “demuestre siquiera la
existencia de un delito” (Madrazo 2014, 13). La autoridad judicial sólo necesita alegar
que el arraigo es necesario para el “éxito” de una investigación.
Un artículo transitorio sobre el arraigo afirma que esa práctica de arresto puede
ser aplicada sólo a un “delito grave” (Madrazo 2014a, 11). La definición de “delito grave”,
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México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
sin embargo, está en el artículo 194 del nuevo Código Federal de Procedimientos
Penales, de 2009, e incluye los “delitos contra la salud”; o sea, los delitos con drogas
ilegales. Esa inclusión no se limita a los crímenes de “delincuencia organizada”, sino
también a todos los previstos relacionados con las drogas ilegales, dejando gris la zona
de posible aplicación del arraigo.
Una segunda reforma legal importante de ser comentada es la Ley del
Narcomenudeo. Según Madrazo (2014a), esa ley suele ser presentada como una
forma de “descriminalizar” el consumo de drogas, justificada por el gobierno
Calderón como necesaria para involucrar todos los niveles del Estado (federal, estatal, municipal) en la “lucha contra las drogas”. Así, el narcomenudeo, “el eslabón
final del narcotráfico” (Zamudio 2012, 55), quedaría bajo responsabilidad de los
estados, mientras que el mayoreo, o sea los grandes flujos de drogas ilegales, sería
combatido por la autoridad federal.
De ese modo, se abrió una ventana para que las entidades federadas
fuesen involucradas en los “delitos contra la salud”, llevando “a los gobiernos
estatales y locales a bordo de la ‘guerra contra las drogas’” (Madrazo 2014a,
13). A nivel federal queda la responsabilidad de decidir “qué se persigue, quién
lo persigue y cómo sanciona” en “delitos contra la salud”, mientras que los
estados manejan y aplican lo que les compete. En ese sentido, la tradición
jurídico-política mexicana, establecida en el siglo XIX —de separación de los
códigos penales estatales y el federal—, fue cambiada bajo la “excepcionalidad
de la guerra contra las drogas”, que promueve una intervención federal en los
parámetros punitivos estatales.
Madrazo (2014, 35) reconoce que la Ley de Narcomenudeo, “por primera
vez distingue el consumo del consumo problemático (farmacodependencia) y
se definen ambos”, hecho que abre la posibilidad de que la totalidad de consumidores —apartada del “narcotraficante”— no sea considerada una masa
unitaria de “enfermos”. Sin embargo, el concepto narcomenudeo no es una simple
liberalización penal: la categoría delictiva deja de ser encarcelamiento, pero se
conmuta la pena por sanciones administrativas o tratamiento médico de quien
fuese considerado “consumidor enfermo”. Además, “los delitos inmiscuidos en el
fenómeno del narcomenudeo no sólo son los delitos contra la salud y los relativos
a la delincuencia organizada, sino también otros de fuero común como el robo,
el asalto, el homicidio”; lo que permite que quienes manejan pequeñas cantidades
de drogas ilegales sigan bajo la atención y persecución de las autoridades: esas
personas son principalmente jóvenes pobres presentados socialmente como marginales y proclives “a provocar otros actos delictivos” (Zamudio 2012, 77).
En 2005 se promulgó la ley de seguridad nacional, considerada por
Madrazo (2014) uno de los pilares de las reformas legales de la presente situación
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jurídico-política mexicana. Promulgada bajo el gobierno de Vicente Fox, dicha
ley buscó actualizar el concepto seguridad nacional agregando a las tradicionales
cuestiones de protección de la nación frente a amenazas extranjeras, “actos que
impidan a las autoridades actuar contra la delincuencia organizada” (art. 5, III) y
“actos tendientes a obstaculizar o bloquear operaciones militares o navales contra
la delincuencia organizada” (art. 5, V). Esas novedades están relacionadas directamente con el combate a los “delitos contra la salud”, pues la categoría “delincuencia organizada” pasó a ser sinónimo de “tráfico de drogas”. La ligación entre
la actuación de los cárteles y la seguridad nacional quedó, de ese modo, trazada.
Considerando las continuidades de base entre los gobiernos Calderón y Peña
Nieto, es posible verificar las procedencias todavía más antiguas (desde el gobierno
Fox) que explicitan cómo quedaron vinculados los niveles de seguridad pública y
seguridad nacional, marcados por el tema de la criminalización de actos “contra la
salud”, que rememora, a su vez, las leyes iniciales basadas en el argumento de la
“degeneración de la raza” (los niveles de la seguridad moral y de la seguridad sanitaria), mientras México sigue —con participación en programas como la Iniciativa
Mérida— la internacionalización de la llamada “guerra contra las drogas” (nivel de
la seguridad internacional).
Consideraciones finales
En el México de hoy, la construcción de la “delincuencia organizada” como una
amenaza existencial al Estado es un recurso para remodelar la tolerancia de la
ciudadanía ante los temores causados por la violencia entre grupos narcotraficantes y entre ellos y las diversas fuerzas del Estado. Las reacciones ciudadanas emergen incluso fuera de los marcos institucionales o canalizados por los
medios legales (partidos políticos u ONG), como lo ejemplifica el surgimiento
de grupos de autodefensa, especialmente a partir de 2013, en estados como
Michoacán y Guerrero (Magaloni y Razu 2016). Esos grupos se han organizado
bajo el argumento de que las fuerzas de seguridad del Estado (federales, estatales o
municipales) son incapaces de enfrentar (o son conniventes con ellos) a los grupos
del crimen organizado que ocupan tierras, extorsionan a campesinos, secuestran
con el objetivo de mantener el control sobre zonas enteras, sus recursos y poblaciones. Para Magaloni y Razu, “el gobierno Peña Nieto ha intentado desmovilizar
a las autodefensas bajo la combinación entre cooptación y encarcelamiento”
(Magaloni y Razu 2016, 61), pues muchos líderes fueron capturados, mientras que
el Gobierno ha creado, a partir de 2014, las Fuerzas Policiales Rurales, vinculadas
a las secretarías de Seguridad Pública estatales para controlar grupos que, según
evaluaciones del gobierno federal, estaban asociándose a bandas narcotraficantes
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México y el narcoanálisis
Thiago Rodrigues • Beatriz Caiuby Labate
(Magaloni y Razu 2016).7 No obstante, el tema de las autodefensas comunitarias
en México es un tema complejo, y que se relaciona con una larga historia de
resistencias populares (campesinas e indígenas), por lo menos, desde el siglo XIX.
Por esa razón, y ante la dificultad del gobierno Peña Nieto para dar una respuesta
a esa nueva forma de organización armada local, es incierto lo que va a pasar en
términos de grupos rurales y sus relaciones con las fuerzas legales e ilegales.
De todos modos, lo que se nota es el constante movimiento entre las fuerzas
sociales en México, que expone luchas dentro de las instituciones políticas (partidos,
organismos del Estado, Congreso, etc.) y a través del cuerpo social, entre actividades
legales e ilícitas. La prohibición de las drogas en México, sin embargo, responde
a múltiples orígenes que encuentran raíces en prácticas sociales, valores morales,
características de los proyectos de modernización social y económica del país,
cambios en las fuerzas y mandos políticos, además de las relaciones con actores
externos, sean estatales (como las complejas relaciones y presiones diplomáticas,
económicas y militares ejercidas por los Estados Unidos) o no estatales, como los
actuales grupos narcotraficantes que cruzan sus conexiones por todo el continente
americano y más allá, hacia Asia, África y Europa.
El narcoanálisis es un experimento teórico-metodológico que busca abrir
conversaciones para encontrar formas de analizar la historia y las transformaciones de las políticas de drogas en las Américas. En este artículo elegimos a México,
aunque ejercicios similares hayan sido ensayados para otros países como Brasil y
Estados Unidos (Rodrigues y Labate 2016; Rodrigues 2017). Con todos los límites
analíticos por enfrentar cuando se decide abordar un tema complejo de modo
original, buscamos invitar a echar una mirada distinta a las interpretaciones solamente policy oriented o que reputan la “guerra contra las drogas” como un plan
maquiavélico de estrategas estadounidenses asociados a élites económicas y políticas
latinoamericanas. Si es verdad que los EE. UU. son actores fundamentales para la
existencia y permanencia del prohibicionismo, y también lo es que las élites locales
están conectadas con los intereses geopolíticos y económicos estadunidenses, es preciso notar que el rechazo a ciertas drogas psicoactivas, y todo el conjunto de leyes y
programas represivos lanzados en contra de su producción, comercio y uso, tienen
raíces más profundas en las creencias morales, en la xenofobia, en el racismo y en las
tácticas biopolíticas que sirven para el mapeo y el control de las poblaciones, aunque
la “guerra contra las drogas” sea un fracaso.
7
Es importante saber que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (Partido de la Revolución
Democrática/PRD), que inició en diciembre de 2018, ha planteado cambios legales y reformas en el
aparato de seguridad mexicano, como la creación de una Guardia Nacional, para replantear la política
de “guerra contra el narco”. Sin embargo, acá, analizamos sólo los gobiernos Calderón y Peña-Nieto.
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La perspectiva del narcoanálisis no sostiene que la “guerra contra las
drogas” sea una estrategia única y fija; ni que la continuidad del tráfico de drogas
sea “un fracaso”. En términos biopolíticos, la continuidad de esa “guerra” produce
muchas ganancias económicas (para narcotraficantes que manejan el mayoreo
internacional, para políticos, empresarios, agentes de seguridad, magistrados
corruptos, para la industria bélica, para los bancos y los segmentos económicos
involucrados en el blanqueo de dinero) y (geo)políticas (justificación para intervenciones en comunas o favelas, para el arresto de individuos considerados
“peligrosos” para el orden público, para la disciplina de los comportamientos
individuales relacionados con psicoactivos legales e ilegales, para la presión militar interna e internacional sobre países y regiones considerados productores de
drogas, etcétera). Lo importante es comprender que el prohibicionismo cuenta
con sólo cien años de historia y pasa por cambios incesantes. Esos cambios tienen
un sentido liberalizador para algunas drogas (como la marihuana) o todavía son
represivos (como la cocaína y la heroína). Sin embargo, como las políticas de
drogas son construcciones históricas, políticas y sociales, hay posibilidades de
cambios más o menos amplios que vengan de los mismos espacios de confrontación social y política que produjeron la prohibición.
En ese sentido, los presentes dispositivos jurídico-políticos mexicanos
respecto al combate al “crimen organizado” expresan una compleja correlación
de fuerzas, basada en valores profundamente enraizados en la sociedad y que
se conectan con los cinco niveles indicados por el narcoanálisis. De ese modo,
la “guerra contra las drogas” no es la “guerra de Calderón” o la “guerra de Peña
Nieto”, sino uno de los aspectos de la violencia social que atraviesa a la sociedad mexicana (Rosen y Zepeda 2016; Rodrigues, Kalil, Zepeda y Rosen 2017).
El propio Madrazo (2014) subraya que las reformas legales de los años 2000
trajeron tanto el tema del régimen penal de excepción como aperturas hacia
el tratamiento diferenciado a consumidores. Aunque la Ley de Narcomenudeo
no signifique una concreta descriminalización del consumo de psicoactivos, el
hecho de que la legislación haya incluido esa diferenciación puede señalar cambios futuros menos punitivos. Hay demandas sociales que se mueven lejos de la
punición y la militarización.
Los altos costos sociales y materiales de la “guerra” frontal contra los carteles
quizás puedan producir un ambiente social y político más permeable a las posibilidades de reforma del prohibicionismo mexicano. La Ley de Narcomenudeo, por
ejemplo, aparentemente buscó dar respuesta —aunque contradictoria y contestable— a
iniciativas de descriminalización del consumo de psicoactivos presentadas desde finales
del gobierno de Vicente Fox, y que no encontraron espacio —ya fuera por presiones
domésticas o de EE. UU.— para avanzar hasta 2009. Pero en aquel entonces, la “guerra
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contra las drogas” del gobierno Calderón ya cumplía casi dos años, dando señales de
que la alternativa violenta no alcanzaría a solucionar la relación entre demanda y oferta
de drogas psicoactivas en México. En ese contexto, surgieron algunas propuestas en
favor la descriminalización e, incluso, legalización de las drogas.
La diputada Elsa Conde (Grupo Parlamentario de Alternativa SocialDemócrata) ha presentado, por ejemplo, dos propuestas de ley: la “Iniciativa por
la cannabis industrial o cáñamo”, en diciembre de 2008, y la “Iniciativa por la
cannabis medicinal”, en febrero de 2010. Esa última fue reforzada por la propuesta
del diputado Víctor Hugo Círigo (Convergencia), en abril de 2010. Después, la
noticia de la victoria del plebiscito sobre la legalización del uso recreacional de marihuana en los estados americanos de Colorado y Washington, en 2012, impulsado
por la legalización de la marihuana en Uruguay, en 2013, dio nuevo aliento a las
iniciativas reformistas en México y en otros países de América Latina (Zamudio
y Hernández, 2012).
En Ciudad de México, las propuestas y el debate público sobre la legalización
de la marihuana, incluidos las experiencias de autocultivo (permiso de cultivo para
consumo propio), los clubs cannábicos (cooperativas de productores y consumidores)
y la legalización de su uso medicinal y recreacional, avanzaron significativamente
(Zamudio y Hernández 2012). En 2013, diputados del Partido de la Revolución
Democrática, como Mario Delgado y Vidal Llerenas, lideraron la lucha por la despenalización de la marihuana (producción y consumo) en Ciudad de México, dando
indicios de un posible cambio que ejercería fuerte influencia sobre los rumbos de la
política federal en salud. Estas iniciativas todavía no se convirtieron en prácticas, y el
ambiente internacional quedó más conservador tras la elección de Donald Trump a
la presidencia de Estados Unidos, con su discurso xenófobo.
No obstante, quizás la extremada violencia del ataque del Estado a los cárteles y aquella oriunda de las disputas entre los narcos generen otras sensibilidades
en el nivel moral abriendo espacio para un cambio más contundente del régimen
prohibicionista. El rechazo a la violencia puede ser la fuerza necesaria para que
sean minimizados prejuicios morales contra las personas que producen, venden y
consumen psicoactivos ilegales. Ese trayecto no es simple, pues implica cuestionar
valores, tácticas e intereses arraigados en los niveles de seguridad moral, sanitaria,
pública, seguridad nacional e internacional.
En suma, la articulación entre los cinco niveles de seguridad es móvil y
dinámica. La gran complejidad y los altos índices de letalidad de la “guerra contra
los cárteles” en México pueden presionar nuevos arreglos y combinaciones entre las
prácticas y los valores sociales respecto al mercado de drogas ilícitas y la vía represiva
para lidiar con este fenómeno social, cultural, económico y político. La historia del
prohibicionismo en México no tiene una fecha o un marco único en su comienzo,
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y tampoco demuestra tener un único destino. Por eso, este artículo introduce el
narcoanálisis como invitación teórico-metodológica para el estudio de las políticas
de drogas en México y, quizás, en otros países latinoamericanos que sufren el marco
general del prohibicionismo y de la “guerra contra las drogas”.
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H
Thiago Rodrigues es doctor en Relaciones Internacionales por la Pontificia Universidad Católica
de São Paulo y la Sorbonne Nouvelle (Francia). Realizó una estancia posdoctoral en Estudios
Estratégicos en la Universidad Federal Fluminense (Brasil). Es profesor asociado en el Instituto
de Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense, director del Programa de
Postgrado en Estudios Estratégicos de la Universidad Federal Fluminense (UFF). Entre otras
responsabilidades, coordina el grupo de investigación “Seguridad y Defensa en las Américas”
(Consejo Nacional de Investigación de Brasil/CNPq). Sus líneas de investigación son narcotráfico,
seguridad internacional, seguridad en América Latina, relaciones civiles-militares, teorías críticas
de estudios de seguridad. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “War Zone Acapulco:
Urban Drug Trafficking in the Americas”, Contexto Internacional, 2017 (en coautoría con Mariana
Kalil, Roberto Zepeda y Jonathan Rosen); Política e Drogas nas Américas: uma genealogia do
narcotráfico. São Paulo: Desatino, 2017; San Tiago Dantas e a Política Externa Independente. Río
de Janeiro: Luzes, 2017 (editado junto con Adriano Freixo). * trodrigues@id.uff.br
Beatriz Caiuby Labate es doctora en Antropología Social por la Universidad Estadual de
Campinas (Brasil) y profesora visitante en el Centro de Investigaciones y Estudios en Antropología
Social (Sede Guadalajara, México). Hace parte del Núcleo de Estudios Interdisciplinares sobre
Psicoativos (Brasil). Sus líneas de investigación son: sustancias psicoactivas, políticas de drogas,
chamanismo, rituales y religión. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: Drug Policies
and the Politics of Drugs in the Americas. Cham: Springer, 2016 (editado junto con Clancy Cavnar
y Thiago Rodrigues), y Drogas, política y sociedad en América Latina y el Caribe. México: CIDE,
2015 (editado junto con Thiago Rodrigues). * blabate@bialabate.net
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