MariO aliNei
(1926–2018)
an solos dos días antes de su nonagésimo segundo cumpleaños, en su residencia de Tavarnuzze, en el corazón de la Toscana, fallecía apaciblemente el pasado 8 de agosto —el 8 del
8 del 18— el grandioso Mario alinei. Tan solo dos días antes, acaso
por un fatal presentimiento, había entregado para la imprenta sus dos
últimos —definitivamente últimos dos— libros.
T
Nacido de familia hebrea procedente de Cúneo (Piamonte), alinei
Mario vio la luz un 10 de agosto en Turín, la capital de esta montañosa región. No supe de su condición judaica hasta pasados unos
años desde que nos conocimos y durante bastantes estuve felicitándole
puntualmente las Navidades. Hombre discreto y además habituado lógicamente a vivir en la aljamía, entre cristianos, correspondía con los
mismos buenos augurios, práctica que ninguno de los dos abandonó,
aun cuando fui consciente de su condición de judío, circunstancia de
la que nunca hizo victimista exhibicionismo, a pesar de que ello podría
haberle beneficiado en ciertos foros académicos.
Este y otros azares le llevaron a ubicarse en Utrecht (Holanda), en
cuya alma mater impartiría docencia, principalmente en el ámbito de
la Romanística, desde 1959 a 1987. Anecdóticamente referiré que me
comentó haber una vez impartido un curso en Bélgica y a mi pregunta de si había encontrado alguna diferencia entre ambas contiguas y
aparentemente tan afines naciones, me sorprendió su respuesta, asegurándome que prefería a los alumnos belgas por el hecho de que como
católicos resultaban mucho más preguntones. La pregunta, la socrática
duda sistemática, la reformulación y el cuestionamiento de todo o casi
todo estaba y estaría en el adeene de sus circunstancias humanas y
científicas, en ese lema
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I left no stone unturned
o literalmente “no dejé piedra sin levantar”, que alguna vez utilizó en
sus escritos.
Imposible en unas pocas páginas resumir siquiera muy superficialmente el acierto de tantas sus grandes respuestas a tantas grandes preguntas, de tantos logros alcanzados, de ese su —diríase más castizamente—
no dejar ningún cabo suelto, de su mirar debajo de todas las alfombras.
Basten aquí, pues, unas superficiales pinceladas, necesariamente subjetivas, sobre algunos —pero seguramente preferentes— de sus campos
de investigación.
En Utrecht encontró alinei el terreno abonado para materializar ciertos proyectos que correspondían a sus principalísimos intereses. Me
imagino que si alguna vez le hubiesen preguntado qué especialidad
pondría en su tarjeta de visita, habría —en su duda sistemática— vacilado entre dialectólogo y semantista, pues ambas fueron actividades
e inquietudes suyísimas de primer orden. Uno de aquellos grandes
logros alcanzados y que aúna los intereses ambos es el Atlas Linguarum Europae: una cartografía de las lenguas europeas concebidas estas como una concatenación de microdialectos. La novedad está en la
vertiente semántica de las voces recogidas bajo una doble y productiva
perspectiva: motivación y datación. Y aquí encontramos ya una de sus
ideas recurrentes, uno de sus tópicos favoritos:
il primato della semantica
o “la primacía de la semántica” por la capacidad de esta para datar
en términos absolutos gracias a la motivación —para la que alinei
compone el poco feliz término de icónimo— desde la que se genera la
palabra. La conjunción astral, convenientemente analizada, de estos
elementos llevará a alinei a cultivar otro de sus predilectos tópoi: la
defensa, moral por su dignidad y por su interés práctica, de los marginados y a menudo despreciados dialectos, que describe como ‘fósiles’
por su potencial arcaizante y conservador.
En mi modesta opinión, el italiano merecería un puesto ya de por sí
destacado en el panteón de grandes lingüistas solamente por su con-
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tribución sobre la motivación semántica, tema al que tuvo ocasión de
dedicarse en múltiples ocasiones, verbigracia en la revista Quaderni di
Semantica —por él fundada y dirigida durante decenios—, donde, entre otras cosas, se preocupó de dar a conocer obras capitales pero poco
accesibles por mor de su lengua u otros diversos factores. Bastará aquí
mencionar su empeño hasta lograr que la antigua pero imprescindible
obra de Dmítryj K. zelénin sobre los «Tabù linguistici nelle popolazioni dell’Europa orientale e dell’Asia settentrionale» fuera traducida
al italiano, secuenciada en dos extensos artículos y publicada en los
Quaderni, por lo que obtuvo sin duda un importante número extra de
lectores occidentales. Mientras en Europa reinaba el gélido estructuralismo con su marginación de la desestructurada semántica y su negación del papel del hombre en la lengua, resulta admirable que nuestro
semantista se interesara justamente por los pormenores más humanos
de la lengua, por sus componentes ideológicos y psicológicos, por sus
anhelos y miedos: creencias, supersticiones, tabúes... El resultado de
estas indagaciones le llevaría a constatar que era posible, sí, detectar
una profundidad temporal enorme en las motivaciones, especialmente en ciertos campos semánticos, y en consecuencia descubrir en las
lenguas una antigüedad hasta entonces insospechada. Estas scoperte le
conducirían a una ulterior aportación decisiva en su —como la denominó un colega—
Alineida
o dos voluminosos tomos de Origini delle lingue d’Europa, con el significativo subtítulo La Teoria de la Continuità.
Entre un sinfín de elementos novedosos —agudas críticas hasta ahora
nunca formuladas y originales propuestas audaces—, acaso el mayor
desafío aquí planteado reside en su propuesta de que el conjunto lingüístico indoeuropeo —aquel que comprende los grandes grupos de
Europa y muchos de Asia: eslávico, germánico, helénico, indo–iranio,
románico...— no tiene sus orígenes, como tradicionalmente se venía
sosteniendo, en el Epineolítico y ni siquiera en el Neolítico, como
más recientemente y menos unánimemente se había venido a postular,
sino —como tantos otros grandes grupos lingüísticos, cabría añadir—
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en el Paleolítico. La imagen tradicional del épico y excepcional superhombre [indo]europeo a lomos de su invicto corcel, cuyo basamento
ideológico —tal como analiza brillantemente el maestro— debe mucho
al etnocentrismo supremacista de la Europa moderna, era bruscamente substituida por la de ecologistas e igualitarios cazadores – recolectores, como la de tantos otros inferiores pueblos, salvajes y primitivos...
Recuerdo bien la primera vez que oí hablar de esta obraza, gracias
al eminente lingüista español Juan C. moreno CaBrera, quien me
advirtió al tiempo de que en aquel magistral primer volumen había
empero un capítulo que le parecía inaceptable; nunca me dijo cuál,
pero creo saberlo y además estaría de acuerdo con el ilustre nacional.
A veces, a menudo en pequeños detalles, sobre todo en propuestas
etimológicas, era difícil estar plenamente de acuerdo con el maestro
turinés y en alguna ocasión así se lo hice saber yo mismo e incluso dejé
reflejo de ello por escrito. Mario —y lo llamo ahora con su nombre
de pila por pertenecer esto más a su talante humano que a su talento
académico— estaba, sin embargo, abierto en cada ocasión a las críticas
y opiniones contrarias bajo la lógica condición de que estuvieran bien
fundamentadas; y en ese caso, desde luego, no se arredraba a la hora
de contestar —siempre elegantemente— a las críticas y además con frecuencia en duelos desiguales de él contra muchos. También es cierto
que, en esa duda sistemática que conseguía contagiarnos a todos, más
de una vez temí que mis posibles recelos a algunos detalles de sus tesis
fueran debidos a los últimos rescoldos de arraigados prejuicios. Y, en
efecto, en algún caso, pasado el tiempo, comprendí que en realidad él
tenía razón y que mi inicial reluctancia —como a ciertas vacilaciones
gráficas de los signos en la notación del etrusco— venía causada por
el peso, oneroso pero inconsciente, de la inercia académica, la cual
muchas veces paradójicamente, como en más de un lugar mostró el
turinés, atribuía el onus probandi, la carga de la prueba que en realidad
le correspondía, a la propuesta rival. Él nunca cayó en esta metodológica trampa.
Por lo demás, il Professore era —como no podía ser de otra manera—
consciente del carácter colectivo del progreso científico y se encontraba siempre dispuesto a aceptar enmiendas o potenciales mejoras a sus
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propuestas. Así, aceptó, por ejemplo, de buen grado mi sugerencia de
que el incipiente grupo internacional de investigación —o más cursilonamente: workgroup— que de manera espontánea vino a organizarse
para defender las nuevas ideas, se conformara bajo la denominación
Paradigma [de la Continuidad Paleolítica] en vez de Teoría, a fin de no
encadenar su destino al de una nueva teoría lingüística, sino con el
ánimo de ofrecer de la manera menos dogmática posible un genérico
modelo reconstructivo: claro en las céntricas ideas de su propuesta pero
abierto a ulteriores correcciones desde otras teorías o metodologías.
El caso es que, analizando desde una realista perspectiva tipológica
los cambios fonológicos formulados por la Lingüística Indoeuropea
tradicional, había yo llegado al convencimiento de que abusando del
cambio uno y excepcional, del cambio inverosímil o simplemente imposible, se habían artificialmente acortado los tiempos de evolución
de la cosa indoeuropea. Me parecía que la fonología de las lenguas
indoeuropeas resultaba, en cambio, razonablemente explicable como
una larga sucesión de muchas evoluciones ordinarias y banales, todo
lo cual por lógica implicaba para el fondo común indoeuropeo una
antigüedad muchísimo mayor de la que entonces ni siquiera se estaba
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dispuesto a sospechar. Será, pues, fácil imaginar la curiosidad con la
que me apresté a leer un libraco que anunciaba una propuesta de mayor
profundidad cronológica para lo indoeuropeo ¡pero desde la semántica
y la dialectología! De modo que comencé a leer la obra entre el sano
escepticismo y la ansiedad insana, decreciendo desde las primeras páginas prontamente el primero y aumentado exponencialmente la segunda. Recuerdo incluso el momento casi exacto de mi rendición, el
capítulo diciannovesimo
sobre la estratigrafía preistorica dei dialetti europei, con ese impactante
oxýmōron: prehistoria y dialecto. Verdaderamente me resultó ya entonces imposible resistirme a aquel coherente aluvión de pluriconvergentes argumentos, a aquella artillería de datos tan brillantemente
ensamblados. Bastaban puros nombres comunes, las ahora evidentes
variadas motivaciones de referentes tan visibles como el arco iris, tan
populares como la comadreja o tan sencillos como la mariquita para
comprender que, pese a su diversidad, había algo común para todas
aquellas denominaciones y, pese a su apariencia de modernidad, algo
abisalmente ancestral y antiquísimo.
Recuerdo bien que le escribí y recuerdo mejor su respuesta, en la que
afirmaba alegrarse de saber que ya no era una
uox clamantis in deserto
(Jn. 1,23). No lo era en verdad, pues ya valientemente —y desde otra
metodología de nuevo muy diferente— el influyente arqueólogo valón,
Marcel otte, había concluido asimismo que cabía asignar al cromañón europeo las lenguas indoeuropeas de Europa. Muy poco después
se sumaría el activísimo Francesco Benozzo, un torbellino de capacidades y con quien Mario colaboraría tanto y tan fructíferamente durante los últimos años. Y pronto se irían sumando más y más egregios
estudiosos de aquí y de allá a unas ideas que en las primeras referencias
güiquipédicas aparecían todavía descritas como pseudocientíficas. De
nuevo una cínica utilización del onus probandi...
Recuerdo haber contestado a aquel su primer correo con otro latinajo,
advirtiéndole de que nos esperaba una larga travesía del desierto y en
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la que habríamos de caminar sicut oves in medio luporum (Mt. 10,16).
Entre él, cristiano del viejo testamento, y yo, judío del nuevo, siempre
hubo como una subterránea conexión bíblica. Mario había heredado
la inmensa biblioteca de un experto mayor en la historia de las religiones y además su residencia de Tavarnuzze lindaba con un convento de
monjas. Es indudable que su interés por las cuestiones relativas al humano creer le llevó a ampliar sus horizontes mucho más allá del mero
formalismo —arbitrario, se decía entonces— del signo lingüístico hasta
hacerle primero intuir y luego divisar congruentes causas y luminosas
explicaciones allí donde otros no veían más que disparatadas cancioncillas infantiles, prepósteras adivinanzas, ritos ridículos, enrevesados
mitos o pintorescas y jacarandosas nominaciones. Por irracional que a
veces pareciera, la lengua siempre estaba sometida a la crédula mente
del hombre. Y no viceversa...
Y así de manera natural debió de desarrollarse otra de las para mí más
geniales aportaciones del maestro piamontés: la crítica a
la reificación lingüística
en expresión del propio autor (reificazzione del linguaggio), tal como
quedaría reflejado dentro del título de un breve pero inolvidable artículo de obligada réplica a una crítica desplegada con toda la rancia
artillería decimonónica de la Lingüística Indoeuropea tradicional. Reconociendo que la presentación será aquí necesariamente simplificada,
diré que la crítica venía a censurar la intrusión del forastero romanista
en el encastillado fortín de la Indoeuropeística oficial, llegando, entre
otras cosas, a alegarse que una puntual indistinción entre una vocal
larga y una breve, por eventualmente poder afectar a alguna propuesta etimológica de Mario, desbarataría todo el edificio argumentativo
desplegado a lo largo de las casi 2.000 páginas de sus Origini, lo que
es como decir que un enchufe mal puesto es suficiente para considerar
mal construido e inservible un rascacielos. La contundente respuesta
de alinei me sigue pareciendo una verdadera lección magistral, todo
un auténtico científico batecul. Allí se denuncia la práctica de la cosificación lingüística, es decir: la creencia en que las lenguas conformarían una especie de suprahumana entidad independiente del hablante
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y capaces, por tanto, de mantenerse fieles a unas leyes fonéticas ciegas
que se impondrían a machamartillo sobre los hablantes y a cuyas humanísimas influencias resultarían siempre perfectamente asépticas e
inmunes.
Valdrá la pena, por último, detenernos brevemente en al menos tres
aportaciones de alinei y que resultan cónsonos corolarios de los argumentos, datos, métodos y postulados ya aquí someramente enunciados.
De manera independiente del gran arqueólogo Barry CunliFFe y en el
mismo año 2001 lanza Mario su teoría sobre la
etnogénesis atlántica de los antiguos celtas,
coincidiendo ambos autores en la propuesta de un origen occidental
de los celtas, pero, como era de esperar, dentro de un marco cronológico mucho más dilatado en la propuesta del italiano que en la del
británico, si bien este traza hasta el Mesolítico las raíces de la futura
comunidad céltica en la Europa atlántica.
Igualmente y dentro de la general —y demoledora— crítica de la invasionista teoría tradicional según la cual los indoeuropeos serían una
suerte de
lobos esteparios
que ávidos de conquista irrumpen belicosamente en las húmidas planicies de la Europa Oriental, alinei hace ver que la atribución de la
cultura arqueológica correspondiente —significativamente denominada curgánica a partir de una palabra túrcica— al pueblo indoeuropeo
responde a un apriorismo que no se compadece de los hechos objetivos, ya que las características de la cultura de los curganes se dejan cómodamente parangonar con las de los verdaderos pueblos de la estepa,
es decir: con las tribus nómadas de tradición ecuestre y pastoral de
hablas... túrcicas. En el mismo error —error al menos en el sentido de
desatender la posibilidad más obvia— se siguen moviendo quienes, por
ejemplo, sin pestañear atribuyen a invasores indoeuropeos determinados componentes genéticos de carácter intrusivo ahora detectados en
la misma esteparia zona en cuestión, prejuzgando su carácter indoeu-
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ropeo por darse en el lugar y tiempo que previamente esos mismos
estudiosos han establecido como los propios de la patria indoeuropea.
También y siempre en el ámbito de los estudios sobre la prehistoria
lingüística de Europa, una de las últimas y —justo es reconocer— más
controvertidas intervenciones de alinei tiene su incipit en una muy
vieja idea suya, pero cuyo desarrollo el autor —tal era su forma de
trabajar— pospone al considerar necesario realizar previamente una
revisión total de la cronología del conjunto indoeuropeo, de modo que
los citados Origini son en sus origini simplemente eso: un costoso y casi
infinitamente alargado pero necesario preámbulo a su futuro estudio
sobre el origen de los
enigmáticos etruscos
para los que el ítalo inicialmente propone una afinidad lingüística urálica, más concretamente úgrica y aun más específicamente magiar. En
sus pesquisas parte alinei del soberbio estudio arqueológico de Hugh
HenCken, quien relacionara abiertamente a los etruscos con la expansiva —entre los siglos xiii y viii a.C.— cultura centroeuropea de los
Campos de Urnas y del parecido entre los nombres de los magistrados
etruscos y los documentados en las tradiciones de húngaros y pueblos
túrcicos: Origini Turcichi e Ungheresi reza el primer capítulo. Como en
su día le comenté al maestro, a pesar que de inmediato se aclaraba que
los magiares, aun siendo úgricos, «erano strettamente legati ai Turcici»,
al punto de ser considerados asimismo turcos en las fuentes antiguas,
uno de los problemas de la exposición —y ab ouo, desde la primera
página— era del tipo de la aporía de la cebra: ¿blanca con rayas negras
o negra con rayas blancas? Similarmente era difícil en última instancia
determinar en el etrusco —mucho más difícil que, por supuesto, en
el húngaro—, si estamos ante una lengua donde predominaba más lo
túrcico o lo urálico. En una actitud que le honra y frente al sostenel–
la y no enmendal–la de otros no tardó mucho Mario en replantear el
asunto desde una inversa perspectiva con este nada ambiguo hashtag
como titular: Gli Etruschi erano Turchi. El asunto no puede darse por
cerrado. Lo positivo es que ya prácticamente nadie habla del origen
autóctono y pre–indoeuropeo de los etruscos y de que la tesis de su
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presencia reciente en Italia y su origen, digamos más vagamente, en
la Europa oriental parece definitivamente asentada. Quizá en el futuro
puedan aportarse datos que nos lleven a asignar la antigua lengua de
los etruscos al blanco urálico o al túrcico negro... o quizá a un tercer
gris con innegable, por tanto, contacto de blancos y negros.
Con sus innumerables aciertos y con sus eventuales errores, mérito,
en definitiva, principalísimo de Mario alinei es habernos restituido
toda aquella prehistoria lingüística —la mayor parte de nuestro devenir
como humanos— que nos había hurtado la Lingüística tradicional, la
lingüística pre–darwiniana. Gracias, maestro, por habernos mostrado
el camino hasta ese tesoro perdido. Te imagino ahora con el bíblico
común Dios de nuestros padres, el supremo etimólogo, debatiendo de
etimologías, es decir, de las palabras primeras y verdaderas. Te echaremos de menos, magister.
Xaverio Ballester
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