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La voz

1997

novela corta

La Voz Eutimio Sosa Ediciones del paso 1 Primera edición noviembre de 1992 La voz, Eutimio Sosa ® D.R. Ediciones del paso Vallarta 27 int 4 Barrio Concepción, México. Impreso en México, Distrito Federal, 1992 2 Todo burgués se siente dramaturgo, inventa distintos discursos y, en lugar de poner en su lugar a los personajes convenientes a la calidad de su inteligencia, crisálidas en sus sillas, busca las causas y los ines (según el método psicoanalítico que practica) para dar consistencia a su trama, historia que habla y se deine. Maniiesto Dada, 1918. Esta voz sorda, monótona, cortés, es la que oirán y a pesar de todo, les será reconocible (...) Diríase que es el lenguaje que se ha puesto a hablar por sí solo. André Gorz 3 4 Cuando murió Ofelia nos comunicamos con Eleazar para invitarlo a que pasara algún tiempo con nosotros. Primero se negó, después habló para decirnos que había decidido viajar. Los preparativos para recibirlo no fueron muchos. Eleazar y Ofelia tenían en casa su habitación; cada año acostumbraban visitarnos. Después de tantas cosas que vivimos juntos, “el cuarteto de la bahía”, como nos bautizamos con sorna, años atrás, se desintegró con el fallecimiento de Ofelia y junto con el dolor de perderla, sentimos también la pérdida de la unidad que logramos luego de años de una relación incada en nuestras pasiones. El tiempo y la experiencia de vida nos acercó a Silvia y a mí; yo hubiera preferido estar con Ofelia, pero tuve que aceptar que Ofelia preirió a Eleazar, así como el hecho de que Silvia estuvo enamorada de él desde su juventud, y frustrada porque nunca podría realizar ese amor como lo hizo cuando se le entregó en la playa, a sus dieciocho años, como el mismo Eleazar lo contó después. Asumir tales verdades fue importante en términos de una forzada maduración individual que me permitió resignarme, con mi experiencia a cuestas y mi necesidad de olvido. La vida a in de cuentas me acercó a Silvia, o Silvia se acercó con su vida a la mía, no lo sé, no importa ahora que ya ha pasado tanto tiempo y nada puede cambiar el hecho de que Ofelia está muerta, de que Eleazar vino a vivir un tiempo con nosotros y de que el corazón de Silvia se inquietó porque tenía una puerta abierta con esa muerte y yo, una cerrada. 5 Cuando Eleazar llegó, Silvia dejó su estudio, en el que pasaba horas pintando un cuadro que nunca terminó, creo yo que por desidia, aunque ella dijera que no, que era una lucha, y se vistió como en domingo para recibirlo en el aeropuerto. Yo no pude ir pero les vi como si hubiera estado cuando apareció con su vestimenta negra, con los lentes oscuros sobre los ojos y el paso cansado, más que en otros tiempos, en los que también caminaba como si el mundo fuera tan pesado como sus ganas de vivir. Así lo consigné en mis notas, las mismas que escribía mientras él bajaba del avión y envuelto en su descuido existencial iba hacia Silvia. Esta vez llegó con intención de abandonarse en la mecedora de la terraza para mirar los girasoles y las grietas del muro que tapaba la enredadera. Los esperé en la puerta mientras Eleazar cargaba sus maletas y Silvia iba atrás, despacio sobre sus tacones, tambaleándose ligeramente, tal vez embriagada de interna y oculta felicidad. Lo recibí como si en verdad me importara su dolor, más que el mío, qué puedo decir, actuamos uno para el otro la comedia de los pesares, sólo faltó el mate y los ambientes cortazareanos para darle otro realce al reencuentro de los deudos. Después de entonces transitó por la casa, reconoció lugares. Se estuvo algunas horas en los sitios donde, con Ofelia, solía esperar la noche. Bastaron pocos días para que fuese como en otros tiempos. Taciturno, paseaba por los alrededores y volvía al anochecer. Invariablemente iba directo a la cocina, lugar que, por sus dimensiones, siempre le pareció un sitio especial. Eleazar permanecía mucho tiempo junto a la ventana del jardín. Abría la ventana y la cerraba, estudiando su mecanismo. Fruncía el ceño. Después se sentaba a la mesa. A veces tarareaba alguna melodía indeinible y hacía girar la azucarera 6 entre sus manos. En una ocasión, dijo que ahí sería posible montar un estudio. Lo comentó con humor. A Silvia la casa le había gustado precisamente por ese desproporcionado espacio. Nosotros respetamos su mutismo y preferíamos no interrumpirle en sus relexiones. Se perdía en los recuerdos, con Ofelia en la memoria. Eleazar sentía a veces que estar viudo era más doloroso por la soledad que enfrentaba que por la muerte de su compañera, aunque se veía más sereno de lo que él mismo quería estar. Cuando hacía comentarios en ese sentido, yo le respondía que era bueno sentirse bien, que al inal el dolor pasaba, pero a él le preocupaba esa distancia insalvable en la que Ofelia se iba alejando, y con ella una parte suya muy grande. Estaba empeñado en que no había más camino que dejarse ir en los días. Nada le interesaba y la sola existencia se le presentó como un grave problema cuya solución, después de rondar posibles salidas, sólo podría ser el suicidio aunque, claro, no era para tanto, no en su caso, me decía al inal de sus oscuros sermones. Insistía en que todo giró alrededor del mundo que construyó con Ofelia y eso ya estaba fracturado, lejos de él. A mí me parecía un plan tremendista. Era un buen crítico y su cuarta novela le ha permitido vivir como escritor, si no económicamente -su hermano Bruno le ayudó bastante-, cuando menos sí de la fama. Así que el hecho de que acabara de enviudar no signiicaba que todo se había ido al diablo. La verdad es que no podía entender esa actitud, no le conocía esa cara. Se lo comenté durante uno de nuestros diálogos en la cocina. -Cómo la ibas a conocer, es la primera vez que Ofelia se muere -respondió con una sonrisa enigmática. Me serví café. Detrás del ventanal, la luna movía relejos. Llegó Silvia. 7 -¿Por qué tan a oscuras? -preguntó desde la puerta. Fue hasta la estufa, también se sirvió café. -Hola, Ele –le dio un beso cuando regresó a la mesa-, tienen unas caras que ni para vérselas. -Hablábamos de Ofelia -comentó Eleazar. -Hablábamos de ti -contradije. Silvia lo miró. Permanecimos en silencio. En la penumbra, se podían ver los rostros y sobre la supericie de la mesa, las manos. -No voy a negar que pienso demasiado en la muerte, vuelven viejos pensamientos relacionados con el suicidio... no tiene sentido lo que pasa por mi cabeza, es una regresión, un absurdo bache existencial. -Estás saturado, no deberías pensar en esas cosas ¿por qué no trabajas en algún proyecto que tengas rezagado? -aconsejó Silvia. Sus frases, seguras, contrastaban irónicamente con la expresión de angustia en su rostro. Lo miraba con ojos que no podían ocultar su amor, un enfermizo amor crecido en la nada. Desde que Eleazar aceptó la visita, no tuvo un rato de paz y lo que fue una pena por el deceso de una amiga, se convirtió en alguna clase de tensión que iba de la angustia a la depresión más aguda. Yo la entendía, me pareció muy normal que estuviera enfrentada por esa muerte que tanto deseó durante algún tiempo, hace ya algunos años, porque Eleazar había entrado y salido de su vida sin dejar nada. Así que Silvia se había quedado sola, hasta que llegué yo, con mis propios iniernos para combatir el fuego con más fuego. Pero el tiempo, la distancia, los sucesos; todo nos transformó paulatinamente. No podíamos ser los mismos de antes, lastimarnos unos a otros con nuestras pasiones adolescentes, amando a quien no podía estar cerca y exigiendo a quien sí lo que no podía dar. ¿Por 8 qué era tan difícil amar sin pedir, ver en uno mismo lo que se necesita para estar en paz y no en quien vive con uno? Supongo que es más fácil mostrarse débil para no asumir que la soledad es real en el interior del ser humano. Ninguna clase de comunicación nos acerca al otro sino a nosotros mismos, como decía Eleazar, parafraseando, cuando defendía sus extravíos. -No es fácil –traté de aproximar mi tono de voz a una manifestación de dolor que me permitiera un punto de encuentro con el deudo y al mismo tiempo hacer un llamado de atención a Silvia por pretender que alguien olvidase lo que es la muerte y se pusiera en manos de una soledad que, aunque yo no lo viera así, podría ser peor. Pero Eleazar aseguró que estaba equivocado. Ya no respondí. Tomamos café, siempre en silencio. Hasta que él comentó: -¿Se dan cuenta?, en la penumbra somos otros. -Se te ocurre cada cosa -comentó Silvia, sorprendida de pronto en sus relexiones, incómoda en medio de la densidad del ambiente que el abrupto comentario de Eleazar creó en un instante. -¿Será así morir? -prosiguió él-. Un tránsito de sombras. Imagínense, miles de sombras moviéndose hacia la luz para desaparecer en la nada... sí, es fácil, mucho más fácil de lo que se puede pensar. -De por sí este trance es duro, no veo porqué quieres sufrir tanto. No deberías torturarte. Le das muchas vueltas a algo que no tiene solución. Silvia trató de ser amable, aunque con su sentencia trataba más de convencerse a sí misma que a Eleazar. Ella estaba sufriendo por algo distinto a la muerte o el dolor, una pasión reprimida que le enturbiaba la mirada y le hacía quebrar la voz mientras el deseo y las ganas de ser libre la devoraban. 9 -Tú propones olvido; es fácil de pronto perderse, no sé si en mi cabeza o el interior de una caja cerrada, vacía, y regresar, estar un tiempo en el mundo, volver a la oscuridad... en el fondo es algo cómodo. Quisiera un dolor real, más grande, que me haga arrastrar melodramáticamente la cara por el lodo para no sentirlo. Pero si olvido, me quedo fuera. ¿Fuera de qué podría quedarse Eleazar sino del mundo? Quedarse fuera o adentro, eso era relativo en los territorios de la voz interior que siempre marca las fronteras del espíritu. Quedarse fuera del mundo significaba tener que mirarse a sí mismo, revisarse desde el interior de su Ser, tener que mirarse con sus propios ojos y no con los que Ofelia y él construyeron para ver uno en otro la imagen de lo que en realidad nunca fueron. Eleazar quería observarse desde los ojos de quien todo lo perdona por amor, de quien no nos ve, por amor, no de quien nos ama más allá de nuestra miseria y nuestra grandeza después de verlas, sino desde el amor romántico y ciego que provoca la necesidad de no estar solos. Eleazar quería mirarse con complacencia en ese momento en que se caían todos los escenarios construidos para vivir su vida lo más cercano a un perfecto montaje. Pienso en Silvia, que a partir de la llegada de Eleazar cambió radicalmente su actitud, pienso en Eleazar sufriendo melodramáticamente la muerte de Ofelia, y pienso en mí, en silencio ante ellos y con el duelo de esta muerte, y me pregunto entonces si ese amor del que hablo no es un fardo que cargamos porque nos lo endilgaron nuestros padres sin sentirlo, a nuestros padres los suyos y así desde la primera manifestación de lástima por uno mismo y por el otro; porque en ese amor no hay nada de grandeza, ni de humanidad. El amor del que 10 tanto nos hemos hablado unos a otros, es más parecido a una mentira piadosa para aferrarnos a una seguridad que nos permite sobrevivir en un mundo que no conoce ni el amor ni las cosas de lo que es el amor verdadero. Desde que su mujer murió, Eleazar tuvo que enfrentarse a sí mismo, otra vez solo. Pero ese reencuentro motivado por la pérdida, no iba a ser posible en mayor medida mientras mantuviera esa debilidad disfrazada de duelo y nostalgia por el pasado. Ofelia había sido un ser de mucha luminiscencia, con un carácter tan fuerte que bien pudo absorber la voluntad de Eleazar y ahora, sí, por eso es que también se sentía como muriendo un poco. -Esas son pendejadas. Aquí dentro no hay palabras, sólo vacuidad. Es más parecido a la indiferencia -me dijo cuando le comenté lo que pensaba. Se paró a servirse café. Silvia aprovechó para excusarse y se retiró al estudio. Nos dijo que pintaría hasta muy noche. Se encerraría en su estudio a dibujar bocetos de un cuadro que había comenzado más de veinte veces. Era una obsesión el permanente intento de hallar la forma de expresar su necesidad de romper con ella misma y convertirse en otra. Siempre había dicho: “será Silvia, otra Silvia diferente a mí la que salga de estos pinceles”. Yo sabía que en el fondo, le causaba dolor ver a Eleazar en tales condiciones porque esa mujer de la que hablaba era la misma que amaba a Eleazar desde siempre, desde sus primeros encuentros en la lejana adolescencia. No era necesario que me dijera nada para adivinar que aquel amor enfermizo por él, alimentado por nuestro gran fracaso, por la muerte, volvió a surgir de los sueños, y de tantos años dedicados a olvidar. Ofelia y yo nos conocimos en alguna de esas iestas de adolescentes, antes de pensar en salir de la ciudad, 11 sin imaginar que volveríamos a vernos después, en otros sitios, de otras maneras. Siempre la admiré en silencio, desde que nos encontrábamos en los balnearios, aburridos de la rutina, inventando juegos absurdos para darle sentido a los encierros playeros de semana santa y vacaciones de verano. Después coincidimos en el DF, en las reuniones de universitarios, en las peñas de moda, en las iestas que en ese entonces se organizaban en la Narvarte o en la del Valle, como en otros tiempos en los que caminábamos por las calles de Guanajuato o San Miguel Allende, deshaciendo parejas, buscando intimidades fortuitas para explorarnos unos a otros, ensayando temas de conversación para sentirnos mayores. Nos frecuentamos toda la vida y hasta pensé que Ofelia era a quien podía amar como en ese entonces suponía que ama toda la gente: con necesidad del otro, con entusiasmo, con esperanza. Y así lo hice, hasta que una noche, ya en México, lejos de aquellas tardes montados sobre el barandal de la casa de playa, fuera ya de todo vínculo con nuestro pasado de niños bronceados, de ancianos pendientes de nuestras palabras y nuestros gestos, de los pequeños amores nacidos a la sombra de los almendros marinos y muertos en los asientos traseros de cualquier auto, hablamos de nosotros, nos recordamos en los lugares de siempre, mencionamos al tiempo y nos vimos como si nunca antes hubiéramos notado las marcas en el rostro, el brillo distinto de los ojos, y nos gustamos. Esa noche dormimos juntos, y aunque ella no lo insinuó siquiera, hablé de amor. Ofelia guardó silencio, dejándose acariciar como si nada y nos seguimos amando. Pero de que no le importaba planear futuros me di cuenta cuando, otra noche, en la plática, bajo las sábanas, trajo a colación a su pretendiente y el comentario de que él nada tenía que ver con lo nuestro 12 aunque era importante que yo supiera de su existencia porque tampoco lo iba a dejar, pobrecito, la quería tanto y le caía tan bien. La esperanza de quedarme con ella toda la vida, aunque sea así, compartida, el gozo de tenerla y disfrutarla, me obligaron a callar mis peroratas. A partir de entonces, con nuestros encuentros amorosos, establecimos una rutina de catarsis basada en ocultos sentimientos de culpa, yo asumiendo el papel de víctima porque sufría en silencio mi amor no correspondido y no era suiciente su piel y su saliva, y ella el de victimario, consciente de mis sentimientos, jugando en dos camas a ser la vampiresa; hasta que terminamos alejados, sin palabras de consuelo para la vida de ambos. Después de una noche en la que analizamos los términos en que estaba sustentada nuestra amistad, hablamos de otros tiempos, tratando de comprender las razones que nos movían a ser como éramos, yo pusilánime para las cosas del amor y ella tan libre y desentendida. “Quisiera sentir como tú, Carlos, pero no puedo, no estoy hecha de la misma manera”, me dijo cuando trataba de convencerla de que fuese mi pareja. Nada valióero sobre todo porque podía subir al desván de la casa para hojear sus cartas de amor, guardadas en bolsas de papel amarillento. También porque compartía las vacaciones con la prima Elena, quien vivía en México, y jugaban a ser otras mujeres, de esas que los almanaques reproducían con sus largos vestidos de olanes y sombreros de ala ancha. Ofelia inventaba los diálogos, los pasos medidos en el desván; diseñaba los atavíos con que saldrían a conquistar el mundo de la noche. Elena revisaba las cartas, bajaba a preguntarle a la tía qué era Tul y por qué un hombre puede morir de amor con los pálpitos del corazón en la mano. A veces salían a la calle, cuando doña Emma se iba a descansar mientras 13 algún concierto de Chopin se repetía en el gramófono. Caminaban hasta la catedral metropolitana y recorrían la amplia bóveda, parapetándose de las miradas inquisidoras de los ancianos en los pilares del ala principal. Luego, tomadas de la mano, volvían a la calle de Juárez. Así, sin mayores preocupaciones, Ofelia se formó en un medio que no le permitió cuestionarse a sí misma, sobre todo porque nunca en la vida tuvo tiempo para pensar que podría tener necesidades espirituales que le opacaran la existencia; esas cosas, hemos dicho, le sucedían a los demás, no a ella, que siempre tuvo el control de su vida y sus ideas. Tal vez por eso era buena escucha, observadora, imaginativa, aventurera y había crecido con la necesidad de preocuparse por alguien, por algo. Posiblemente para sustituir su necesidad de ser atendida. Por eso cuando, años más tarde, durante nuestras terapias sexuales, descubrió que tenía hacia mí una proyección maternal subvertida, pensó en retrospectiva y se topó con una soledad descomunal que le acechaba desde todos los recodos de su existencia. Miró en mí al mismo fantasma, disfrazado de inseguridad, de recelo por los demás, por el mundo, y supo con más certeza que yo que en mis planes de vida, en el trabajo, había un solo objetivo: olvidar que estaba solo, y ella no quería saberlo. Volví a Campeche después de cinco meses viviendo en ese sueño. Me coloqué en una escuela de artes y dedicaba mi tiempo a escribir obras de teatro que nunca se montarían. Tratando de escapar del recuerdo de Ofelia, realizaba largas caminatas sin rumbo por el centro de la ciudad. A veces, solitario, me sentaba a tomar un café en el Oreza o, durante los ines de semana, me iba a Mérida, a vagar por sus calles, tan parecidas a las del puerto durante las horas en que nadie transitaba ya la ciudad antigua. 14 En una ocasión, entré en un cafetín de media luz. Hasta esa noche, no había encontrado nada que me sacara del marasmo en que había caído. Aunque es ahora, años después que lo hago, siempre quise escribir una novela. Desde entonces, antes siquiera que a Kundera se le ocurriese escribir acerca de ello, yo tenía el tema que, según pensaba, nadie había descubierto. La gran casualidad cubriéndolo todo, dirigiendo el destino de los hombres como un dios magnánimo. La casualidad que marcaba las pautas en la vida. Había sido la casualidad la que ponía todo a la mano de los hombres, o lo retiraba, y no el destino de los griegos, que no era sino un juego de azar de los propios dioses. Desde entonces, iba tras la Voz, perseguía las frases de mi gran obra, los caracteres que la distinguirían. Así que, como en esa casualidad en la que me encontré con que Kundera se me había adelantado en todo, en aquel tugurio encontré a Silvia. -¡Qué casualidad!, mira que encontrarte aquí -cuando levanté la cara, la reconocí-. ¿Me puedo sentar? -preguntó mientras se acomodaba frente a mí-. Te vi desde que entraste, pero no quise acercarme. Te noté tan triste... ¡qué casualidad! -repitió en un tono pueril. -Sí, qué casualidad -dije, todavía sin salir de mi asombro. -Oye, que sorpresa, no me digas que vienes muy seguido por aquí. -La verdad, no. Más bien andaba paseando sin rumbo. -Ay, pues que bien, ¿eh?, que gusto platicar contigo en este lugar tan extraño.. ¿te das cuenta?, la casualidad no existe. -Así es –le dije, pensando que había sido más bien una desgracia el encuentro. 15 Silvia viajaba a Mérida y llegaba a casa de uno de sus amigos; por las noches, iba a ese sitio a dibujar en la penumbra. Durante esa misma y casual velada habló de sus problemas existenciales y expuso la situación de su vida. Ante mi necesidad de escapar del recuerdo de Ofelia, presté atención a su perorata. Me enteré de lo que hacía en el teatro y de muchas otras cosas sin importancia. También habló de una relación de la cual había salido muy golpeada y se quejaba de la vida mientras me iba mostrando unos bocetos que traía consigo. -Estos son para la compañía. Es un proyecto personal que realicé para la puesta de Hamlet. No les gustó pero sé que valen, están hechos con mucho cuidado. Estudié bien el texto. Yo no había visto en toda la península ningún montaje de ninguna compañía con escenografía de Silvia, aunque sí la vi deambular por los pasillos del teatro del estado, en Campeche, acompañada de actores y alguno que otro desconocido que seguramente pasaba por su vida como cualquier moneda. Ella estaba en la compañía gracias a los favores de un alto funcionario con quien mantenía relaciones, aunque ella asegurara que su conocido la había ayudado por mera amistad. Estuvo conmigo hasta la madrugada. Me invitó a caminar con ella y después “a ver qué”. Terminamos en mi hotel, hablando de literatura, fumando mariguana, bebiendo cervezas y cogiendo como si esa madrugada fuera la última en la vida. Al otro día, me invitó a desayunar con sus cuates pero le dije que no. Después de despedirnos a la puerta del zoológico, tomé un autobús que me llevó hasta santa Ana. Caminé hasta el paseo Montejo, pensando en lo que sería mi novela y, sentado a una mesa, en el Impala, concebí sus pormenores. El domingo por la noche regresé a Campeche. 16 Convencida de que ese casual encuentro fue un aviso para su vida, Silvia comenzó a frecuentar las instalaciones de la escuela donde yo trabajaba. Por ese entonces, ayudaba en el taller de actuación y asistía con regularidad a los ensayos y las sesiones de taller. Silvia actuó con tal precisión que, poco a poco, fui cayendo en la trampa. Sin estorbarme, se mantenía cerca de mí, sugería cosas que resultaban muy oportunas, pedía permiso para quedarse, y hasta se encargaba de que nunca me faltase café en la taza. Pasaron los meses y me acostumbré a verla llegar minutos antes de que inalizaran las presentaciones, a escucharla hablar durante horas. Sus monólogos eran una frenética búsqueda de sí misma. Según ella, pronto una nueva Silvia triunfaría como una gran diva. Quería irse a la capital, triunfar haciendo teatro, pero también quería pintar, encontrar las imágenes que, según me confesaba, la atormentaban sin descanso pero que, a la hora de plasmarlas en la tela, se perdían en los vericuetos de su alma. Debo reconocer que hacía un gran esfuerzo por sostener una constante disciplina de trabajo, aunque el resultado era muy pobre; la verdad, es que no tenía mucho talento. Además, no podía evitar el dejarse llevar por su tendencia a la promiscuidad y el reventón. Por eso sus comentarios me incomodaban, además de que no lograría nada corriendo el riesgo de irse. Lo más que podría suceder es que terminara de puta, como tantas ilusas sin talento, deslumbradas por el sueño de la fama y la gloria, sobre todo cuando no se podía soslayar el 17 hecho tan evidente de que aunque algunos productores de fuera y gente del medio le había dicho que tenía talento y carisma, lo hicieron con el afán de acostarse con ella, aprovechándose de esa absurda ingenuidad que ninguna experiencia le había corregido, porque después de unas semanas, o escasos días de darle las nalgas al galán en turno, entraba en severos conlictos existenciales porque era incomprendida en su generosa entrega como señal de amor y comenzaba a exigir que se le tratara como a una virgen. A veces la cuestionaba por el placer de verla dudar de sí misma, eran preguntas clave, que tenían que ver con sus sentimientos, o con una cultura teatral que nunca se preocupó de adquirir, pero lejos de perder el ánimo, Silvia hacía esfuerzos supremos por entender lo que sólo estudiando y con el tiempo era posible. A pesar de mi agresividad y sus bemoles, nos fuimos haciendo amigos, con el paso del tiempo y la convivencia cotidiana. Nada estuvo planeado para nosotros, hasta que cambiamos la manera en que nos encontrábamos, ya sea en mi casa o en la suya. Había ines de semana que aprovechábamos en recorrer la costa, haciendo un listado de playas solitarias, de parajes donde pasar el día y de pueblos pintorescos condenados a desaparecer. Nos unía el vacío y el hartazgo que cubría el puerto, la mutua necesidad de existir de una manera diferente, aunque en realidad lo único distinto en nosotros era la creciente dependencia de nuestras almas atribuladas. Entonces fui una tabla de salvación para su vida, la oportunidad de romper con todo e intentar de nuevo la felicidad. No le importó la posibilidad de un fracaso sino lo que esa relación podría proporcionarle, cosa que yo no me explicaba sino como la causa de sus derrotas amorosas. Después de Ofelia, yo no creía en el amor, 18 sino en una capacidad de vivir las circunstancias como si fuera un eterno presente. Y aunque Silvia se daba cuenta de eso, continuó con el juego, sin importar lo demás. 19 20 En las relaciones humanas siempre acontece una casualidad extraña. Lo sé porque lo he vivido siempre. Ahora, por ejemplo, que he mirado a Silvia deseando a Eleazar como otras veces, que la he sentido excitarse a causa de él, que no duerme sin invocarle; ahora que no está Ofelia, que nunca más podré besarla furtivamente como en otras épocas, que ni siquiera podré mirarla, que no podré sentir el aroma que despide su cuerpo cuando suda. Ahora que no puedo escuchar el inicio de su risa ni el inal de sus palabras. La casualidad es tal que se hace destino, como el nuestro de seres humanos sin límites en otros tiempos, tan prisioneros de nuestros cuerpos, de nuestras pasiones celosas y primitivas, de nuestros dolores y nuestras fantasías. No somos lo que alguna vez pronosticamos que seríamos, ni siquiera el indicio de lo que presentimos. Nos ha ganado el tiempo y el cansancio, la falta de fe, nuestro temor a quedarnos solos. Ahí Silvia, deseando a Eleazar, aquí yo, mirándola sin sentir nada porque pudo estar muerto él y Ofelia con nosotros, morirse ella y estar yo en otra casa y ser deseado... igual podrían ser tantas cosas. Así acabaré reclamando al fantasma de Ofelia por su muerte, pidiéndole que vuelva para que me diga que sí, que la mató Eleazar con su vida sin problemas, que la asesinó él mismo; que sí, señor, que sí, Hamlet, que sí, Raskolnikov, que sí, que sí... Aquí vamos, con ganas de hablar y sin hacerlo porque nuestros escrúpulos no 21 lo permiten. Podremos decir lo que queramos si no incluye el presente. Podemos decirnos que fracasamos, que somos mierda, que tenemos miedo, mas no ajustar cuentas con el destino, abrir la caja de las palabras que es peor que la de Pandora. No podemos decirnos lo que estamos haciendo, lo que ya pensamos hace mucho tiempo y más. No podemos decir nada de lo que nos carcome, de lo que nos acaba las células de la paciencia, de lo que destruye la poca luz que nos queda. Cuando mi relación con Silvia se estabilizó, decidimos viajar a México. Ahí me gané el título de adaptador y guionista. Trabajaba con tal empeño que nunca me faltaron propuestas. Por ese entonces, Eleazar y Ofelia se casaron; muy pronto dejamos de vernos. Si acaso nos encontrábamos en algún café de moda o en el estreno de un montaje, con el saludo frío y distante, separados por nuestras historias en común. Eleazar sabía de mis amores con Ofelia, yo de los de Silvia con Eleazar, y no nada más de los encuentros de antaño sino de los recientes, de los que sucedieron mientras nos íbamos acercando más. No me importó, estaba empeñado en rescatarme de esa soledad que nada tenía que ver con ella. En ese entonces también pensaba que el amor después de Ofelia no era sino un contrato de convivencia adulta y libre. Pero ¿de qué libertad creía hablar? No lo sé hoy al mirarme dentro de mí lleno de temores, de pesadillas en las que ya nadie está cerca, en las que comienzo a envejecer de vientos oscuros y un gran silencio. Debo reconocer que nunca establecí con Ofelia un nexo como el que logró Eleazar. Ellos coincidieron por causas fortuitas. La casualidad les unió, tal vez desde antes. Al regresar a casa, luego de los ensayos, hacían el trayecto como si no se conocieran. Sólo de vez en cuando, 22 él llamaba su atención para mostrarle algún detalle de la ciudad. Podía ser un cartel en alguna barda, una ventana abierta, un balcón convertido en jardín. Un día, Eleazar le pidió que se adelantara unos pasos. Le dio indicaciones de toda clase. Que mirara las nubes, que se detuviera al paso siguiente como si fuera un video al que le pusieran pausa. Durante varias semanas Ofelia caminó siempre unos pasos adelante de él. Comenzó a disfrutar del extraño placer de ser dirigida. A diario, quince minutos de su tiempo lo dejaba en manos de Eleazar. Su voz la hacía ver, motivaba imágenes en su mente, proveía de fuerza motriz a su cuerpo. En una ocasión, salió antes que él, después de un ensayo. Lo esperó en la avenida. El pasó silbando. Miraba con descuido a todos lados. Ofelia esperó a que se alejara unos metros y emprendió la caminata. -Detrás de ti vienes tú mismo -le dijo al cabo de un rato-. ¿Por qué no te abandonas a él? No se detuvieron. Ofelia se acercó más. -Tardaste mucho -comentó Eleazar. -¿Tú crees? Ahora este yo que está detrás de ese yo que camina adelante y eres tú, va mirando la ciudad, ¿puedes verla? -No me ayudas. -Hay un punto de fuga al inal de la calle. No lo ves pero es como un pájaro jugando con el trazo de la avenida. -¿Poeta? -Ay, cómo crees, no te burles. -No lo hago, me gustó la avenida, así de mal trazada por un pájaro. -Eres un tonto. -Bueno, sigue intentando. -Me gusta estar contigo. 23 -No dominas... -¿Será? -Eso creo. Pero cuando llegaron al ediicio y Ofelia cerró la puerta de su casa, él se quedó ahí, con el número 30, empotrado en la hoja de madera, frente a sus ojos; sin pensarlo dos veces, tocó el timbre. Un tiempo después, mientras la ciudad de México se hacía más gris y los vendedores de bienes raíces incaban un imperio, Eleazar y Ofelia supieron que estarían juntos para toda la vida. Luego de la boda, nos fuimos todos a emborracharnos al bosque. Días antes, como sucedió ahora, cuando Eleazar nos dio aviso de que vendría un tiempo con nosotros, Silvia estuvo muy nerviosa y aunque hacía todo lo posible por ocultar su inquietud, a mis ojos era evidente que algo estaba sucediendo. No pensé en ese momento que se tratara de Eleazar, de su boda, de cosas que tenían que ver con aquella necesidad de pintarse saliendo de sí misma, de amores que nunca concluyeron y que, seguramente, ya no eran correspondidos. Como era su costumbre, salía a recorrer cafés y librerías mientras yo me dedicaba a lo mío, a la batalla por sobresalir literariamente en medio de tanta desolación existencial. Pero esos días volvió con los ojos irritados del llanto, o por la mota, cansada y con la mirada caída, casi no hablaba conmigo, pintaba hasta el amanecer y creo que a partir de entonces fue que le nació la costumbre de hacerlo durante la madrugada, en medio del eterno murmullo de la ciudad adormecida. De tres noches, tres bastidores con dos cuerpos de mujer mal delineados, cada uno distinto a los demás, pero con el mismo motivo: un cuerpo saliendo del otro. También fueron las primeras de tantas telas que después siguió 24 echando a perder; y aun cuando volvimos al puerto siguió haciéndolo, convirtiendo muchas veces la cocina en estudio, en refugio, en tumba de luz por sus vitrales. Como se hizo tarde para el civil, fuimos directamente al Desierto de los Leones. La iesta estaba muy animada y los comensales dispersos por todo el sitio, rodeado de arboledas. La reunión cobraba visos de ruidosa borrachera. Poco a poco los peregrinajes de mesa en mesa de los invitados fueron descomponiendo el pintoresco cuadro ordenado en un principio por los anitriones. Silvia había desaparecido con un grupo de gente que se alejó hacia el bosque para fumarse un marro. Más tarde, cuando a Ofelia le dijeron que alguien vio a Eleazar en un paraje solitario, abrazando a Silvia, no dejó de sonreír, al contrario, se veía radiante. Sólo de vez en cuando consultaba la hora. Yo me había dado cuenta de ambas ausencias pero estaba muy a gusto en una de las mesas dispuestas para los invitados especiales y Ofelia misma me atendía como si fuera el único. No eran esos los tiempos en los que me preocupara mucho Silvia. Ofelia se había sentado a mi lado y me trataba como en otra época lo hizo, entre el soy tu amante y espérate, no te confundas. Por momentos me acariciaba la nuca, me servía mis tragos, solícita. Su preocupación por tenerme contento aumentó cuando aparecieron Eleazar y Silvia. Todos habían seguido el desarrollo de los sucesos, para nadie fue un secreto el rumor que fue por todas partes hasta llegar a Ofelia, así que después de ver la manera en que ambos asumimos lo acontecido, dieron por hecho que algo había pasado y tendría sus consecuencias. Ahora nadie miraba a Ofelia, ni a mí. Los ojos de quienes compartían nuestra mesa seguían los pasos de Eleazar entre los demás comensales, acercándose a su esposa, otros a Silvia, que venía como de otra dirección, como 25 de un lugar diferente, yendo directamente a la mesa del funcionario que en otro tiempo la ayudó a permanecer en la Compañía estatal y que ahora, también inmigrante en la capital, era uno de los promotores en la compañía independiente en la que Ofelia estaba trabajando como asistente de producción. Las apuestas a la tragedia segura alojaron como la tensión de quienes creyeron terminada la iesta pues Ofelia no hizo preguntas, siguió luyendo al ritmo de la música. En cambio le pidió a Eleazar que la acompañara a recorrer las mesas, por si algo se les ofrecía a los invitados. Yo esperé un rato más, tal vez media hora, dejé que Silvia prosiguiera su maravillosa actuación, argumenté un severo malestar y me retiré temprano. Silvia se quedó bebiendo con sus amigos. Como nuestro acuerdo de convivencia estaba sustentado en la libertad, un concepto un tanto extraño de la libertad para quienes viven juntos, y que ella se ha tomado siempre muy en serio, volví a verla hasta dos días después. Ofelia le reclamó a Eleazar y él contestó que Silvia había tratado de besarlo, le pidió que se acordara de cuando ellos hicieron planes, así que luego de insistir en lo mismo ella le pidió un beso, el último. Eleazar la rechazó, Silvia no quiso entender razones, se tiró sobre él para besarlo y perdieron el equilibrio al resbalar con una raíz. Poco después, pasó una pareja en busca de un lugar solitario y les vieron levantándose, Eleazar ayudándola, ambos todavía sorprendidos por el cambio tan brusco de melodrama a comedia. Reían estúpidamente por lo ridículo que había resultado el instante. Silvia tuvo que resignarse. Comprensiva como siempre que actuaba su papel de entregada y feliz Magdalena, Ofelia ya no le dijo a Eleazar quién corrió la voz de que Silvia y él se encontraron en el bosque ni volvieron a mencionar el 26 asunto. Tampoco desmintieron nada y aunque el suceso fue muy comentado, pronto quedó en el olvido. Mucho tiempo después, Eleazar y yo fuimos contratados para trabajar en el mismo montaje. El saludo fue normal cuando nos vimos, celebramos llegar a ese momento tan importante para los dos. El preguntó por Silvia, yo por Ofelia. Nos congratulamos de que ambas estuvieran bien, de que todo marchara. Recordamos un poco nuestro pasado común, con cierta reserva y pedante lejanía, evitando las partes escabrosas, los malos entendidos. Nos preguntamos en tono ilosóico por las razones del distanciamiento y concluimos que fue el tiempo, las actividades del artista, la gran ciudad de México, aunque la distancia la había marcado la promiscuidad compartida, en la que nos fuimos conociendo unos a otros tan de cerca que fue mejor olvidar cada uno de los contactos y las palabras que nos habían ido sacando de adentro del alma. Silvia nunca preguntó por Eleazar. Para ella fue revivir un tiempo que estuvo, hasta entonces, fuera de su vida, poblar de fantasmas el departamento y perder la paz que tanto le había costado. No supo si le preocupaba más el descubrirse con la necesidad de verlo otra vez o de aceptar que nunca había dejado de amarle. En ese entonces, y a veces me parecía que siempre, en sus lapsos de desesperación, Silvia era capaz de amar a cualquiera que pudiera ofrecerle un espacio en su vida, aunque fuera el mismo que se le da a la mujer conquistada en un bar. No recuerdo cuando, le dije que Eleazar y yo pensábamos trabajar juntos una propuesta independiente. -¿Ah, sí? Qué bueno, Carlos, me da gusto que te decidas a hacer algo tuyo, y más si lo haces con tus amigos. 27 -También lo es tuyo. -Sí, claro, también es mío –y sonrió, con sutil sarcasmo. Ella se peinaba frente al espejo y se miró en él. Fue un momento, acaso el tiempo suiciente para delatar la turbación, aunque pudo ser el parpadeo, y algo fue liberado con el comentario porque esa noche abandonamos las posturas que desde hacía tiempo determinaban nuestra relación, cada vez más acartonada y estéril, aunque todavía no queríamos darnos cuenta. Hasta hicimos el amor como hacía mucho, y viajamos. Nunca supimos a dónde. Cuando menos yo nunca lo supe, ni quise preguntarle a ella, mucho menos ahora que, aunque la tengo frente a mí, no hay más tiempo para hacerlo. A partir de entonces, todo volvió a la normalidad, regresaron las charlas por la mañana, los abrazos nocturnos y el beso furtivo al salir a la calle. Como si pronunciar el nombre de Eleazar de esa manera hubiera sido un exorcismo, un acto mágico que nos restituyera la calma. Durante el tiempo que duró el trabajo teatral, Ofelia y Silvia tuvieron oportunidad de verse, primero de lejos, sin estar muy seguras de querer hablarse luego de lo que Silvia había divulgado como una traición de Eleazar -su boda-, aunque nunca hicieron planes. Conmigo, la sonrisa de Ofelia era un símbolo de complicidad y cariño. Cuando se acercó a nosotros durante uno de los ensayos generales, poco antes del estreno, Eleazar no estaba presente. Fue la mirada de reojo para Silvia y un hola qué tal despreocupado y como al azar, para mí el beso, un abrazo eufórico; un comentario insulso por lo mono del vestido de mi mujer y la felicitación calurosa por mi trabajo. Y luego, las palabras pronunciadas con soltura: 28 -Tan amigos como siempre, ¿quién lo iba a imaginar, verdad? -el comentario para Silvia, la sonrisa cómplice de nuevo para mí. -Siempre lo hemos sido -intervine-, lo que pasa es la lejanía, tú sabes... -Ay, claro, cómo crees, lo que pasa es que hasta el mismo Eleazar pensaba que ya nunca sería igual que antes, como en Campeche, a eso me reiero. ¿Se acuerdan? -Cómo no nos vamos a acordar, Ofelia -respondió Silvia, con un tono de sarcasmo y provocación-, a poco se puede olvidar así nada más. Hace muy pocos meses que no nos vemos, no me chingues. -Pues mira, quien sabe, luego pasan tantas cosas que ya no son problemas de memoria... quiero decir, luego se viven tantas situaciones y pasa el tiempo, vamos, tú me entiendes... Ella había cambiado. Tal vez hasta su voz era diferente. Me pareció que tenía cierta similitud con Eleazar. Las expresiones, los gestos de apoyo a las frases y esa seguridad, eran casi insoportables. Siempre envidié aquella manera de asumir la vida. Eleazar se proyectaba en sus movimientos, en las palabras, que parecían luir como de una fuente inagotable de imágenes. -Está muy bien el trabajo, Carlos, en verdad te felicito, creo que lograste una buena dramaturgia para el montaje. -Oye, pues qué bueno que así te parezca, la verdad es que todavía creo que tiene algunas partes que sería bueno ainar un poquito. -Pero minucias que no vale la pena tomar en cuenta, ya tan avanzada la obra, lo mejor es que no se lo digas a nadie porque son tan pequeñas que sólo quienes estamos involucrados lo percibimos. 29 -Pues a mí me parece que está bien, no le falta nada –intervino Silvia-. Porque yo también conozco la obra y bueno, tú sabes, vi como se fue escribiendo. -Ay, si no lo dudo, querida, pero desde la perspectiva de la actuación... -Desde la perspectiva de la actuación el problema es del actor, chulis. -En parte, ¿no?, el texto también cuenta. -Pues sí, pero fundamentalmente es el texto que dirá el actor y si el actor no es bueno, pues no se logra el texto, pero si el actor es bueno... -Cualquier texto por más malo será mejor –Ofelia terminó el cliché-. En in, pero cuéntame, cómo estás tú, Silvia. -Bien, qué te puedo decir cuando mi vida no es muy interesante. -Pero si vivir con un escritor no es interesante, entonces no sé. -Ay, Ofelia, eso es en el mundo de la literatura, igual y June soportaba a Henry Miller por como se la cogía y no por como escribía. -Qué piropo, Carlos, yo que tú le daba un beso –reviró Ofelia. Mientras transcurría la plática, el ambiente se relajó a tal grado que decidimos irnos a tomar un café cuando Eleazar terminara el ensayo. A partir de ese encuentro, planeamos una reunión informal. Un domingo, de esos en que las cosas se parecen más a sus dueños y las calles pueden ser de uno si se lo propone la nostalgia, nos saludamos mientras ellas se miraban en silencio. Silvia preparó todo con calma y cuidado. Incluso, sacó de la alacena una lata de angulas que había guardado hacía tiempo, diciendo que sólo las abriría en 30 una ocasión especial. En ese entonces sugirió nuestra fecha de aniversario. Por eso, compartirlas con Ofelia y Eleazar fue un acto inconsciente que para mí signiicó un metalenguaje en el cual yo era una palabra cualquiera y el resto un canto de amor al otro, no pude ver lo especial en el reencuentro de los cuatro sino en el de ellos dos. Sólo la miré en silencio, intentando no hacer más pesado ese momento que para ella era una prueba, aunque no se lo planteara así. Desde mi cómodo sitio de observador, Silvia era justiicada, perdonada por mí desde un sentimiento de impotencia y derrota, no de claridad y paciencia para esperar, para combatir mutuamente nuestros fantasmas; estaba consciente de que cuando Silvia me dijo que Eleazar había muerto para ella, era una verdad incuestionable, así de drástica era para reprimirse, aunque el hecho de una reencarnación en sí misma era también una verdad absoluta. Eleazar era parte de su esencia, de la vida diaria, aunque su nombre no se pronunciara. Por eso, fue como si yo cayera, gusano, en un charco de zumo de limón, fue saberme por primera vez, y desde siempre, lejos de ella. Así es como otra certidumbre se reveló ante mí en ese instante. Comprendí que en nuestro arreglo, el respeto debía ser entendido como una falta de respeto hacia uno porque, ¿cómo respetarse cuando había un tercero en cada acto? No me respetaba al ocupar un lugar que no era el mío, dueño de un desamor a mí mismo, con un amor pusilánime que no me permitía ser impecable, serlo hubiese signiicado la separación y la soledad y no podía aceptar que sólo por orgullo, y comodidad, permanecía con Silvia. Silvia tampoco se respetaba, vivía acompañada de mí cuando debió estar sola, porque el hombre de su vida no era yo, y lo sabía. Estar sola hubiese sido lo mismo 31 que poblarse de fantasmas, deshacerse en el caos de estar a la deriva. Prefería por ello anclar en mí, abandonarse en el intento de amar, aunque fuera de una forma apagada y gris. Equivocamos los caminos y estuvimos juntos cuando debimos ser vagabundos solitarios. Nos queríamos y el respeto que debía ser una condición sine cuan non en ese amor de pobres, en esa conmiseración mutua que se hacía costumbre a cada abrazo, en cada momento de convivencia forzada por la costumbre, no signiicaba nada. Hablar de la reunión sería hacerlo de cinco horas de una convivencia inusitada, en la que las mujeres descubrieron que sus afinidades eran más que las discrepancias nacidas de la competencia de las pasiones, y las angulas pasaron a ser menos que la ofrenda de un momento especial. A partir de entonces, entre reuniones de ocio y otras de trabajo, pasó el tiempo y la ciudad de México siguió creciendo hacia todos lados. 32 Desde la llegada de Eleazar, sin darnos cuenta, volvimos a hacer de la cocina nuestro espacio común. Los primeros días coincidíamos para comer o para tomar café; eran encuentros forzados, en los que no se podía establecer comunicación entre nosotros. Eleazar se mantuvo en un estado de ánimo depresivo y era difícil hacerle hablar. Después cambió su actitud. Entonces cualquier charla era buena para retenernos durante las tardes y en sobremesas que se prolongaban hasta el anochecer, aunque su estado emocional marcaba las pautas de la conversación. Para él, como para Silvia, era tal la atracción de la cocina que en ocasiones le sorprendí caminando alrededor de la mesa, en la penumbra a veces, aunque a cualquier hora del día también, midiendo sus pasos, tocando las paredes; hablando solo. Una noche, en la que coincidimos al bajar por café, me dijo que el ventanal le daba a la cocina un aire de tumba bien iluminada, no se podía respirar. Cierto. A mí me parece que también hay ocasiones en que las cosas están dispuestas sobre la supericie de mosaicos pero que las paredes y el techo no existen. Pasa en las mañanas, cuando la luz es intensa y sólo el vidrio esmerilado del ventanal atenúa el fulgor dentro de la cocina. También sucede durante ciertas noches de luna. En otras, como esta en la que por costumbre y rito escribo a la luz de un quinqué, las cosas parecen fantasmas, los frascos de azúcar y sal que están sobre la mesa, son extraños animales agazapados detrás de las servilletas. Tengo la sensación de que en este lugar hay un mundo animado y nocturno, que se aquieta 33 cuando alguien ingresa en él. Ahora, por ejemplo, es así. Cada cosa en movimiento, en otra clase de dinámica desconocida, que el ojo humano es incapaz de percibir. A veces, como ahora, los grandes saurios en que se convierten las ollas, y los pequeños roedores que en las mañanas y en las noches sin magia son simples cubiertos de mesa, se dejan escuchar en una sinfonía que acaba siendo un estruendo. Eleazar tiene razón, supongo que en una tumba también suceden cosas, como aquí... La cuestión es que hicimos una costumbre discutir para pasar el tiempo. Silvia prefería encerrarse en el estudio. A veces, bajaba con algún boceto y, sin prestarnos atención, se ponía a trabajar. Por la noche, después de bañarnos y descansar un rato, regresábamos a la cocina a calentar café para retomar la plática o continuar con el silencio y el café humeando en las tazas. Ni cuenta nos dimos de cuándo comenzamos a beber durante las comidas. Luego, el café de la tarde lo complementábamos con una copita de amareto o tequila. Hasta que, poco a poco, el alcohol se hizo imprescindible. A Eleazar le obsesionaba la lejanía de sí mismo respecto al mundo y el tiempo, que sucedía exageradamente lento desde que Ofelia murió. -No puedes abandonarlo todo -le decía yo. -¿Por qué no? Nada de lo que hacía me interesa, quiero tiempo para olvidar compromisos que ahora me son ajenos. -Yo no podría pensar así. Imagínate, el trabajo de tantos años, como tirarlos a la basura. Si yo estuviera en tu lugar... Eleazar se acomodó en la silla, bebió un trago de cerveza mientras miraba el ventanal y respondió: -La verdad es que no creo que sea tirar nada a la basura. Lo dicho y lo publicado, lo tengo que cargar, 34 llevarlos conmigo hasta que pierda la memoria o me muera y ni siquiera así tengo la seguridad de poder deshacerme de ellos. Eso es lo que estoy dándome cuenta ahora, y eso es lo que me importa. -En mi opinión, lo que dices carece de sentido, hablo de algo muy práctico y que es el mundo de ahí afuera... pero bueno, lo entiendo, es por Ofelia y también porque ya estás más allá de esta ciudad y lo visualizas tal vez de una manera distinta. -Carlos... –hizo una pausa teatral, como las que acostumbraba hacer para mantener una cierta tensión en sus interlocutores- la verdad es que no pienso esto por como me siento, sí es a partir de la muerte de Ofelia que pienso cosas que antes no, pero no es por un estado de ánimo, son relexiones que aloran y que cuestionan el trabajo creativo no por el trabajo en sí y lo que representa, sino por la parte de comercial que tiene el pensar en escribir para los demás, o actuar para los demás y todos esos rollos de la consideración al público. Y por otra parte, lo de los espacios y la creación es un problema de trascendencia, Carlitos, no de ciudades. Lo que hacemos es algo más profundo que una cuestión de oicio. El chiste es ir lo más lejos dentro de uno, usarte como vehículo para crecer hacia dentro y hacia afuera, pero eso cuesta, es demasiado el peso y, solo, no tengo ya el ánimo para continuar. Es como si me torturara, y a mí no me interesa el lagelo. -Dirás ese tipo de lagelo, porque, bueno... yo insisto en que estás confundiendo las cosas, lo que uno ya logró tiene que defenderlo a pesar de todo, o de todos, si es necesario. Además, siempre estamos solos. Si asumes que estás solo de cualquier manera harás lo necesario para obtener ese crecimiento del que hablas, porque no lo haces por los demás sino por ti. 35 Silvia preparaba café, me hacía señas para que callara. -Tal vez sea así, igual y estoy descubriendo una grave dependencia creada por mi relación, eso es precisamente lo que me ocupa en la cabeza, pero no estoy de acuerdo con eso de la defensa ¿qué voy a defender? Lo importante es trascender, pero no al otro, sino a ti mismo, ¿no tiene sentido lo que digo? Tener valor para ir tras de ti, para separarte de los demás, quedarte solo y volver fortalecido de tu nombre y la memoria. A lo mejor yo lo hubiera podido lograr, en eso te daría algo de razón, pero sin Ofelia, la verdad es que no me interesa moverme. -Ya ves, por un lado me das la razón, pero por otro te comportas como si estuvieras cagándote de miedo y preieres quedarte inmóvil. Lo que estás diciendo suena a pretexto. Si trasciendes o no, es otra cosa. No debes perder los espacios que te has ganado, de eso hablo cuando digo tirar todo a la basura. Si te descuidas, al rato no tienes nada. -Hablas como los arribistas y los mediocres. Perder o ganar espacios. Eso es para los políticos. Uno como creador puede perder el juicio, la capacidad de expresión, pero los espacios... es relativo. Mi bronca es otra, Carlos, mi bronca es más seria que tener o no espacios para publicar. -Tu arte está completamente ligado a los espacios que tienes, si caes de la gracia del público y de los críticos, te acaban, signiica el in de tu carrera, esa es también tu bronca. Llevas años tratando de ser alguien, de ser algo, y mira cuánto tienes que dejar de ti en el mundo, cuánto debes poner de tu tranquilidad, todo para que te falte mucho porque los espacios no son una cuestión de talento sino de amistades, de permanencia, de vil y 36 mundana permanencia en el medio. Si te quedas aquí lo perderás todo, ¿En qué país vives, hermano? -En el mismo que tú, venimos de lo mismo, ¿te acuerdas?. Las cosas son como dices si te interesa la parte banal del asunto. ¿Qué importancia tiene estar o no en primer lugar o en segundo? es algo que ya deberías superar, broder -Eleazar tomaba tequila. Llenó otra vez su vaso. Bebió de un sorbo el contenido, chupó una rebanada de limón y carraspeó-. Lo importante es realizar las funciones vitales -Silvia retiró de la estufa el recipiente de barro, fue hasta el otro extremo de la hornilla y volvió a hacerme señas, la noté contrariada- y las funciones vitales son independientes de los demás -me serví y comencé a beber, despacio, haciendo caso omiso a las indicaciones de mi mujer-, si es que las son. Tú quieres triunfar, no quieres crear; ese es tu problema y por eso te empeñas en joderme con eso de que regrese al mundo -volvió a servirse. Con torpeza, partió un limón y bebió-. Seamos honestos, quisieras sobresalir para probarte que eres alguien, tú quieres eso, no yo. No te proyectes conmigo. -Comprendo que te duela lo que te digo y por eso me agredes. ¿Qué tiene que ver lo que yo sea, o deje de ser, con lo tuyo? -Uyuyúy, que comprensivo es mi amigo –en tono sarcástico y sobreactuado- nada más que resulta que todo tiene que ver con lo tuyo y lo tuyo con lo mío y etc etc: Hermano, me estás poniendo en tela de juicio a partir de ti y no de mí. ¿Qué carajo importa si no sigo escribiendo, si decido regresar al pueblo, encerrarme en alguna casa vieja y abandonada que no sea la de mis padres? ¿Crees que importa escribir o no la gran novela que este puto pueblo no tiene porque se la han escamoteado quienes creen inventar la cultura? ¿Qué importancia tiene para el mundo de las letras y del arte el que un tipo como yo 37 deje de pensar, o se niegue a ser “alguien”?... –hizo otra pausa, sostenida por sus movimientos ya entorpecidos por la bebida-. Afuera está el monte y la manada de lobos hambrientos, seres repitiendo teoremas, que hacen crítica de cartón, el negocio de la literatura y sostienen una imagen del país y su cultura a costa de ellos mismos. ¿Te das cuenta? Nadie me necesita ahí. -Creo que estás huyendo de lo que puedes ser -espeté. -Y yo creo que el que está huyendo eres tú, de lo que quieres ser. Eleazar me miró; detrás de sus ojos se movía algo que no pude saber qué era. -Yo soy lo que quiero, Ele -dije muy seguro, aunque mentía-, el caso de esta plática eres tú, vamos, acércate a la realidad un poco y asúmela como tuya. -¿Crees que no estoy en la realidad? ¿Cuál es la realidad?... bueno, entonces olvidemos el tema ¿de qué quieres que hablemos?... podríamos hablar de ti que todo lo sabes tan bien, que estás tan seguro y cómodo. ¿No crees que este es un buen momento de relexión? podría hacerte notar que tus palabras están revoloteando en un frasco de cristal vacío y delicado. ¿Te agrada la imagen? Tú sabes por qué y no hace falta que te vuelva a decir que nunca has tenido el valor de moverte porque te da miedo perder. Y esa es la razón principal de todo este blablablá. -En muchos sentidos he perdido tanto como tú y... -No, amigo, salvo a Ofelia, no he perdido nada y por lo mismo no tengo que ir a salvar nada, a ella ya no la podré tener nunca, cabrón, nunca. Yo soy lo que soy y sólo quiero seguir siendo eso, la muerte de Ofelia me lo ha mostrado; pero veo que es demasiado para ti, ¿de qué sirve que hablemos? 38 Guardamos silencio. Sólo se escuchó el trajinar de Silvia en el lavabo, los ruidos de la calle que llegaban como murmullos. Por momentos el gorgotear de la botella al ser vaciada, el carraspeo de Eleazar, el ruido del vaso al ser depositado en la mesa; el zumbido de alguna mosca, contrapunteando, en un incansable vuelo alrededor de la isla de madera donde los objetos estaban como ediicios y las manos como monstruos al acecho. -De nada hermano, de nada sirve hablar. -Lo dices en un tono de lamentación que no te queda, nadie te ha humillado. Para mí el problema nunca fue el arte o el trabajo, sino lo que uno es dentro de sí mismo, como decía Eleazar. Antes ya lo habíamos hablado, cuando nos hicimos terapia de grupo y exteriorizamos todo lo que fuimos y éramos como producto de una sociedad cerrada y decadente. En esa época de nuestra juventud, la preocupación colectiva era sentirnos diferentes y poco agraciados después de nuestro regreso a lo que era nuestra casa. Pero, ¿cuál casa si la familia no eran nuestros mayores, que nunca entendieron por qué preferimos Xalapa, Coyoacán, o las calles de Buenos Aires o París, a Oxford o el Itesem, dependiendo de la fortuna, sino nuestras propias voces internas, nuestra amorosa y siempre oportuna esquizofrenia galopante, producto de la diversidad de voces en la infancia y que todos, invariablemente, sin importar el apellido, llegamos a escuchar? Ninguna que se hiciera cargo: ni la de los padres, ni la de nadie. Ni siquiera la voz de una historia común en la que pudiéramos encontrar algún refugio si no es que un parámetro, un punto de partida para explicarnos unos a otros. Sólo un mar de murmullos, sólo aquella voz fría que venía contando nuestra historia 39 desde el principio de la humanidad, qué digo, desde el principio del universo. Eleazar me veía como un fracasado porque regresé a provincia. Pero de eso no podíamos hablar porque para él eran pretextos y actitudes cobardes para no salir al mundo. Y lo fueron, como lo era el argumento suyo de la muerte de Ofelia para retirarse campantemente del mundo, a un recogimiento que debía servir para sacarse aquel dolor solitario de la pérdida. Yo nunca pude darme cuenta de cómo pasa el tiempo, hasta ese momento en que estaba ahí, sentado frente a Eleazar, veinticinco años después de que nos prometimos la conquista del triunfo, una vida mágica y cinematográicamente exitosa, pero sin haber alcanzado ninguna de mis metas porque yo también, en ese momento lo comprendí, había cambiado el valle de los lobos por la solitaria llanura. -Oye, Ele, ¿cómo se llama aquella obra en la que uno de los personajes se suicida en la sala, mientras tiene la reunión? Hace tiempo que trato de acordarme y la memoria me falla -comentó Silvia. Eleazar llenó su vaso con tequila, sonreía-, la que pusimos antes de irnos, ¿te acuerdas?, la noche de la dama, noche de damas... -Noche para una dama -interrumpió. Bebió de un sorbo su tequila y volvió a servirse, ya ebrio-. Hace ya tiempo de eso. Bueno, creo que es de los mejores que hemos tenido aquí en la ciudad -su voz era pastosa, el rostro delataba su embriaguez-. Claro, si se nos olvida la mediocridad de nuestro teatro, su facilismo histriónico, como diría Carlitos... pendejadas para tratar de existir como se existe en otros lados. ¿Ves? –encarándome¿Puedes verlo, Carlos? Nunca pudimos hacer nada en serio, no había gente seria que nos lo enseñara. Por eso no somos nada, por eso nunca seremos nada. -Tienes razón, nunca hemos podido ser nada, 40 seguramente porque nos ha faltado fuerza, apoyo – expresé en un repentino acceso de auto compasión, tocado por su evangélico discurso. -No, tampoco justiiques tu falta de valor, yo creo que nos ha faltado valor para romper con todo, les ha faltado huevos para romper con el modelo y cuestionarlo. ¿Dónde está la vanguardia? ¿Dónde están los grandes hombres de ideas, los genios, los artistas que han de revolucionar el reino de los mosquitos? Yo propondría... no, no tiene sentido hablar de estas cosas -guardó silencio. -¿Qué propones Eleazar? -mi pregunta era un pique, tender la posibilidad de encontrar un punto débil y golpearlo con una respuesta contundente y no estropear otra noche más en esas pláticas bizantinas de las que me parecía extraer un veneno embriagador para mi alma. Siempre fue más que un lugar común el hecho de que el puerto no era el sitio ideal para nosotros, pero Silvia y yo decidimos estar cuando volvimos y ya no era posible cambiar lo hecho durante esos años, ni tenía sentido lamentarse por algo que no iba a remediar las frustraciones de nuestra vida. A veces me daba la impresión de que Eleazar nos agredía a propósito con eso de habernos quedado, parecía disfrutarlo, pero también por momentos sonaba a reproche. Lo digo por sus alusiones a la provincia, porque se negaba a ser lo que nosotros éramos: precisamente una negación, aunque él tampoco haya podido superar nunca su provincialismo disfrazado de esnob, cuando menos antes de su viudez, porque ahora era distinto; era la suya tal vez una manera de mantenerse aislado, sin pertenencia, sin lugar para regodearse en sus tormentos, o peor aun, protegido por sus propias palabras del juicio ajeno que lo condenaría por caer en lo que tanto señaló en los demás. Existimos siempre desde el no quiero ser esto 41 que soy y por eso trato de ser eso que no soy para sentir que de verdad soy. Galimatías ontológico que usábamos como eterna justiicación a nuestro problema de identidad. El asunto que nos concernía, a nosotros cuatro en un principio, aun cuando Ofelia no era de aquí pero aquí tenía sus raíces, era un problema de toda la ciudad, una crisis colectiva de personalidad, aunque a nadie le interesaba buscar ese rostro común porque ni siquiera notaban su falta. Sólo era asunto de unos cuantos como nosotros, quienes a pesar de empeñarnos en ello optábamos por jugar con las mismas reglas del común de la gente para que nuestros lamentos tuvieran sentido, como parte del papel de personajes folklóricos que actuábamos en la farsa de nuestra vida social, más que como una verdadera búsqueda. -Siempre te gustó ese tipo de temas -medió de nuevo Silvia, mientras Eleazar volvía a servirse tequila-, a mí me impresionó mucho esta obra. Imagínate, matarse delante de seis gentes, ay dios, qué horroroso, ¿no? -Depende -intervine ante la posibilidad de un viraje hacia mejores derroteros-, para los que presencian, puede ser. Para el suicida es un acto de gran valentía, una venganza que se le hace a quienes según él lo han despreciado. ¿Qué otra cosa sino un acto de heroísmo mal entendido o de rencor por los demás, incluyéndose a sí mismo en los demás, puede orillar a alguien al suicidio? -Alguien dijo que el suicida es cobarde ante la vida pero valiente ante la muerte –apuntó Silvia en tono docto. -¡Ela ahí, obsérvenla, miren la polisemia del discurso, la magníica ambigüedad de la palabra! -gritó Eleazar, moviendo torpemente los brazos-. ¿Quién es el equivocado? ¿Uno que escribe algo que adentro lastima y se cura consignándolo, mostrándolo a los demás, o los demás que interpretan como quieren lo consignado? 42 ¿Cómo puede el que se suicida hacerlo por rencor? Es un acto de amor, de inmolación, ¿no lo creen así? Representa dejarlo todo, el mundo, a pesar de sus miserias, por la nada, por la posibilidad de una nada más estúpida que la vida. Sólo quise morirme delante de todos para no morir solo. A la luz de los demás, mi muerte podría ser un sentimiento, un pie de relexión. Pero nadie vio, de nuevo, los motivos del suicida sino los propios, los que cada espectador utilizaría para el suyo, en caso de que fueran valientes, de que amaran la vida, como mi personaje. -¿Amara la vida, Ele, matándose? -La muerte del hombre signiica vida también, Carlitos, morirnos para que el mundo siga en pie, morir para que las palabras y los actos del hombre no sigan destruyéndolo todo. El hecho de la muerte es horroroso porque puede sucederle a quien presencia ese acto, porque se sabe de pronto próximo a ella y aceptarlo es un fastidio, asumir que se puede perder el interés por la vida, morir ahí mismo, en el instante de la conciencia, en el momento en que Caronte se nos monta a la espalda y cruza el río con nuestro cuerpo hecho barca, sin que nada en el mundo cambie... es la condena, la alegoría nada entendible de eso que... pero, vamos, ¡ah, carajo! Vamos a ver, eso de la muerte es tan simple, pero bueno, ¡puf! -cruzó los brazos sobre la mesa y recostó la cabeza en ellos, respiraba con diicultad-. La baba es otro, elemento de peso en, los conceptos de la es,tupidez -levantó el rostro, lívido. Me paré y fui hasta él-. ¿Qué pasa viejo?, no me, trates como a un, borracho, ¿eh?, veo tus malig,nas intenciones de coartar a la baba -se reía de sus palabras y balanceaba el cuerpo. -Vamos Ele, te haría bien subir a descansar un 43 poco -lo levanté de las axilas; no opuso resistencia. Así era casi siempre, como si en ese momento en el que él estaba a merced del alcohol, ya incoherente, las palabras retornaran a las cavernas de los sentidos y nos quedáramos nada más con la verdad de que somos mundo, universo, y ahí estábamos, desarmados, unidos. Al margen de nuestras diferencias seguíamos siendo hijos del mismo demonio y por eso nos rescatábamos de nuestras vanidades y nuestros orgullos, nosotros auxiliándole, él entregándose a nuestros cuidados. -Que conste, este individuo -colocó un brazo encima de mis hombros y me señaló mientras se dirigía a Silvia- realiza un ac,to de terrorismo en contra de la, lib,ertad de expresión; la baba ha sido reprimida por las fuerzas oscurantistas de la solemnidad. Vamos, llévame a vomitar... total, no entendemos nada de nadie. Salimos tambaleándonos en dirección al baño. Silvia oía a Eleazar discutiendo sobre cómo vomitar con estilo, las carcajadas y luego el intento de hacerlo. Después de recoger la mesa y lavar los platos, puso la olla de barro con café sobre el piloto de la estufa y se retiró al estudio. 44 ¿Dónde comienza y termina una novela? Los límites de la historia son los que la palabra, fallida o no, deina. Ese momento que de pronto surge de ningún lugar o intención, es Alfa y Omega. Ha iniciado desde el principio del mundo, del universo, concluirá con ellos. Hasta entonces, se repetirán las frases, se acomodarán los instantes, uno sobre otro para hacer eco de lo que se ha dicho acerca de todo, de todos. Escribir, dejar que la pluma vaya sobre el papel como los pasos de un vagabundo por cualquier calle para salir de la vida montado en un discurso cualquiera. Consignar la historia de los seres humanos como si fuera la de dioses solitarios; llegar hasta la casa de los sentidos. Toda clase de dioses pueden surgir del mar de las palabras. Mezquinos y bondadosos, que abandonan. Dioses sordos, perorando su divinidad y sus poderes perdidos. Basta mirar alrededor para encontrarlos en el rostro de los demás, en las propias manos. 45 Silvia estuvo al margen hasta que el torbellino fue más poderoso y se vio arrastrada a una pasión diferente a la del cuerpo mientras el atardecer marcaba y predisponía a la espera de las ocho para ir en busca del dilema del alma en esas noches en que imaginaba bestias que peleaban el sitio dentro de ella, el lugar donde Silvia lloraba y de pronto entendía al mal como un ser en uno mismo y no como un ente extraño que vaga en el jardín. Le llegó la sapiencia de ser un universo cautivo en su cuerpo y cuando las ojeras fueron inocultables sonrió ante el espejo mirando el rostro desteñido y el cabello sucio y enredado y supo que no era víctima sino un hijo de la noche y la voz le ordenó tomar el cuchillo cuchillo cuchillo para recorrer con el ilo las mejillas y mirar la sangre cuando la punta del acero penetrara en el párpado y no contenía la risa, siempre la risa y toda esa sangre, las ojeras rodando por el piso rodando junto a lo que quedaba de ellas las ojeras rodando ¡SILVIA SILVIA! y la voz era un túnel lleno de ecos el túnel. Sudor, sudaba sangre por los poros y el bien y el mal y la voz ¡SIIIILVIAAA! y entonces ella respirando agitada, el cuerpo húmedo. A un lado suyo la miro, le acaricio el rostro y, con voz relajada, le digo que todo fue un sueño. 46 Un día, años atrás, Silvia decidió dedicar su vida a la búsqueda del dibujo perfecto de su cuerpo. Durante mucho tiempo se observó al espejo en todas las posiciones posibles. Se tocaba, se movía lentamente tratando de sentir la fuerza de sus músculos, los secretos internos de la mecánica del cuerpo y su estructura. Una sensualidad felina comenzó a nacer en ella y su actitud cambió conforme se acercaba a lo que casi todos suponemos que somos: carne y sangre, volumen y mente. Pero descubrió que no, que en medio del esternón, en el centro del estómago, entre las cejas o en la nuca, hasta en las piernas y en el sexo, algo se movía cada vez que pensaba en ella como la manifestación única de un cuerpo, de su propio cuerpo. Fue entonces cuando intuyó que en ella había algo más que no era piel y ruidos venales, que no era su intelecto buscando el nexo con la carne propia, o una integración que vendría del boceto inal, de la posibilidad de pintar el cuadro que era razón de ser, de vivir. Le desagradaba sobremanera no poder delinear el bosquejo de su cuerpo saliendo de su cuerpo pues no le permitía verse como un todo perfecto. No es que el cuerpo fuera oloroso, o húmedo. El desagrado era por la disociación de su imagen y lo que ella creía ser. Pero sucedió que un día despertó más temprano que de costumbre y se encontró frente al espejo con una mujer de rostro macilento (no por las ojeras ni por el tiempo erosionándolo, esculpiendo líneas indelebles, sino por la vacuidad que pronunciaba la expresión de hartazgo. 47 Se miró, acarició el cabello y recorrió con sus manos el cuerpo que la hacía estar en ese sitio que no deseaba. Buscó una puerta, un resquicio que no fueran sus ojos y la luz temblando. Era dos veces. Una en su cuerpo, como desierto abandonado al tiempo. Otra en ella, en los llamados de auxilio. Los gritos iban convertidos en pájaros, a despeñarse en cada pregunta, en cada visión frente al espejo. Tocaba. La sensación era en su cuerpo y en ella el estremecimiento. Luego, el tiempo surgido entre una caricia y otra, en medio una eclosión: el imperio del orden, una secuencia. Silvia buscando, su cuerpo es el principio. De ahí viene la idea. Entonces es ella, la idea, el cuerpo. Si redujera el universo a un movimiento donde la mano bosqueje, podría convertir su existencia en algo simple, como el trazo de un pincel sobre la tela). Se miró largo rato. Las ideas le causaban confusión. No entendía el discurso, las imágenes frente a ella. Cepilló su cabello, maquilló su rostro. Sonrió y de pronto supo qué debía pintar: la alegoría de Silvia naciendo como una isla, ahí frente al espejo. 48 -Te vas a quedar sin ojos de seguir con esa costumbre de escribir a la luz del quinqué -me dijo Eleazar una noche, como saludo y proemio a la charla que sostendríamos después. -Me recuerda a algún antepasado haciendo las cuentas de la hacienda. Ya te has de imaginar, maneras que tiene uno de inspirarse -le respondí en son de broma. -Ya deja por la paz tu historia, hermano, no encontrarás sino muertos y desaparecidos de la memoria. Está cabrón vivir en el pasado, tratando de despertar a las momias, ¿no crees? -Puede ser, la verdad no sé, pero así es como yo encuentro aliento, sentirme parte de ese mundo que ya no es real me inspira. -No hay inspiración, hermano, sólo la de tus pulmones y con ese mechero ha de ser en alto grado contaminante. ¿No te molesta el olor a petróleo? -se paró junto a la puerta del jardín y miró largo rato hacia el cielo-. Hay luna llena, Carlitos, es noche de lobos. Venía de buen humor. Lo sentía en su forma de hablar, hasta en los movimientos de su cuerpo, un poco más relajados. Me alegró la idea de que estuviera ya en franca recuperación, y supuse que ahora sí podríamos entablar alguna plática como las de antaño, aunque no me daba cuenta de que siempre habían sido así porque yo mismo me dejaba llevar por sus monólogos, en ellos encontraba algo que en mis propias palabras no podía percibir. -Siento mucho lo de anoche, creo que me propasé 49 -se acercó hasta la mesa y jaló una silla-. No sé, a veces me pongo muy mal, lo sé, pero no puedo evitar los bandazos. La verdadera distancia está en mí, no entre ustedes y yo, o entre Ofelia y mi amor; está aquí mismo, Carlitos, en mi cabeza, y me declaro incapaz de direccionarlo. -Pues a veces pareciera lo contrario, pero no te preocupes, yo entiendo, es difícil. De cualquier manera agradezco tu humildad para reconocerlo. Se apretó las sienes y se mesó el cabello. En sus ojos, la llama del quinqué relejó una danza de brillos y opacidades en disputa de esas pupilas. -No quiero que me digas que entiendes, Carlos, eso sí no quiero que lo digas, no podrías entender nada si no te has muerto, aunque sea así, metafóricamente. -Me estás pendejeando, no creo que se necesite morir, aunque sea así, metafóricamente, como tú dices, para poder entender el dolor de otro. -Yo creo que sí, Carlitos, no se trata de Ofelia, ¿ves?, no es el dolor de estar solo, sino el de haber muerto ya y comenzar a darme cuenta de eso, de que la realidad no tiene nada que ver con mis afanes, con mi percepción, porque todo el tiempo ha estado trastocada por una falsa e impuesta creencia de la vida y la muerte, de la felicidad y el futuro. A veces creía vislumbrar en las palabras de Eleazar alguna clase de iluminación en la que se acercaba, aunque todavía tambaleante, a la libertad de los dogmas, al inal de todos los compromisos, después de terminar con el más poderoso, que fue su relación amorosa. Yo comenzaba a disfrutar de los instantes en los que, debilitado de sí mismo, me daba la oportunidad de cuestionarlo. Era una extraña e ingenua revancha por los comentarios que hacía cuando estaba más encendido el fuego interior en que se iba consumiendo. Hasta descubrí un placer morboso 50 en aquellas pequeñas pero violentas batallas verbales. -¿No crees que es un poco melodramático? Entiendo que la muerte de Ofelia te afecte profundamente, pero afuera todo sigue igual. -Precisamente por eso, donde yo estaba colocado en mí no era el sitio correcto, tardé años en darme cuenta, y después de mucho esfuerzo, que no era el lugar adecuado para articularme porque era una posición débil ante mí mismo. ¿Lo puedes ver? -No deberías angustiarte tanto... -No deberías angustiarte, no deberías llorar, no deberías sufrir... carajo Carlos, ya quítate esa voz de censura que tan magníicamente le aplicas a los demás y magistralmente a ti mismo. -No es eso, hablo de la crisis, lo que dices es producto de la crisis del momento. -Crisis, crisis, ¿tú entiendes cabalmente lo que me quieres decir con crisis? ¡Cabrón, si en el fondo de ti quisieras llorar como un pendejo porque también amabas a Ofelia, cómo me puedes venir con esos choros de falso estoicismo, coño! Ofelia me hizo despertar un lado débil que nunca pude reconocer, hasta ahora. Esa parte mía no ha podido tomar decisiones, siempre se entregó, fue la parte mansa de mi subconsciente que se entregó como un hijo pusilánime a los cuidados de su madre. -Estás muy freudiano –me burlé-, ¿no puedes pensar tan sólo que entregaste lo que tenías que dar como parte de la realización de tu amor? ¿No puedes ser más simple contigo y con los demás? Me parece un asunto muy complejo eso de las proyecciones como tú lo planteas. ¿No estarás buscando una noria para regodearte en algo que de todas maneras está sucediendo y lo tienes que afrontar? -No lo creo así, pero eso no lo vamos a discutir hoy 51 que vengo a estar con mi amigo -hizo una pausa teatral y relexiva-. Déjame hablar sin que tengas que sacar a la voz del padre para aconsejarme o reprenderme, para reprenderte a ti mismo en mi persona. -Oye, ¿yo qué tengo que ver con lo que te pasa? Si te digo esto es porque me preocupas; no tengo nada que reprenderme a mí mismo, mucho menos a través de ti. Además, que fácil es la cosa contigo, cuando quieres hablar nos disparas tus parrafadas y cuando se te cuestiona entonces resulta que ya no quieres saber nada. No seas infantil, Eleazar. Volvió a mesarse el cabello y, con ambas manos, se palmeó los muslos. -¡Carajo! Lo siento, tienes razón, no quiero ser el niño cagón, así que yo creo que no estoy tan bien como supuse hace un rato. ¿Sabes? desperté contento, con la sensación de haber soñado que todo iba bien, de que las cosas no han sido distintas sino adentro de mí. Era una sensación de libertad, así que entré al baño, me di un regaderazo y salí con intención de decirles que de pronto había nacido y mira, lo primero que hago es volver a lo mismo. -No te preocupes -respondí con debilidad mientras alzaba los hombros. Cuando Eleazar se ponía en el plan de víctima, era imposible sustraerse a la magníica actuación con que acompañaba sus palabras. -No, en realidad no me preocupa, y eso es lo preocupante. De pronto me importa cada vez menos el mundo, como si el sentido de esto estuviera fuera de toda posibilidad de comprensión y por lo tanto no somos parte de tal sentido. En in, no te quito más tu tiempo, saldré un rato. Se paró y sin darme tiempo a decir algo, salió a la calle dando un portazo. Por un momento me quedé 52 sin saber qué hacer. Aquellas salidas intempestivas me provocaban también una amarga sensación de inestabilidad. Lo sentía hablar a los caballos, sin poder hacer nada para evitarlo, regurgitando lecturas existencialistas que ahora se acomodaban a la perfección para transitar, sin consecuencia, por su dolor. Como no era conveniente que yo mismo me hundiera en esos parajes que me revelaba con sus palabras, traté de hacerlas a un lado, después ajusté el mechero del quinqué para que no echara tanto humo y seguí escribiendo un rato más. Antes de hacerlo, pensé un poco en la escena que Eleazar actuó para mí, en lo que decía. Me inquietaba, tarde o temprano también me sería mostrado una vez más lo que a él se le dio a cambio de la muerte de Ofelia: el vacío, la soledad, la confrontación, que ya estaban en nuestros corazones desde muchos años antes de entonces y por eso olvidamos siempre que la realidad humana que nos condicionaba no fue nunca propicia para nuestra salvación y por eso nos decidimos por el arte, por escribir, aunque Silvia piense que fue para competir, como siempre lo hice, según ella, con Eleazar. Ellos no pueden imaginar lo que es esto. El olor a petróleo quemado, el humo convertido en polillas que vuelan alrededor de la mesa y caen muertas por el humo que sube y se convierte en polillas; los recuerdos que me llegan desde la infancia... Quién si no yo para abandonarme a mis sentidos, a mis palabras, para hilar la historia completa de lo que no tiene in. Inmortal, serlo, ser inmortal como el polvo, como la luz. Todo en este objeto, mistiicado a la luz de una lámpara. Nadie podrá sentir lo que es, sólo yo y qué más, quién más que yo para sentirlo, para escribirlo como si fuera parte de mi historia, de nuestra historia que ya no tiene comienzo ni rostro deinido. Total, es mi novela... 53 54 Esa misma noche, Eleazar regresó con tres cartones de cerveza y dos litros de ron en la cajuela del auto. Acomodó las coronas en el refrigerador y después se ofreció a preparar algo para cenar. Yo puse la mesa mientras Silvia se bañaba. Eleazar casi no habló, aunque se le veía de buen talante. Cenamos en silencio, intercambiando alguna que otra frase amable para pedirnos la sal o el cuchillo de mesa. Silvia preparó una olla de café y nos servimos de postre un dulce de papaya que mi suegra nos regaló. -Está bueno el postrecito -comentó Eleazar con cara de niño feliz. -Lo hizo mamá -contestó Silvia. -Mi abuela hacía uno de ciruela que no duraba ni el tiempo para enfriarse. -Exageras -dijo Silvia-, sabe horrible el néctar cuando está tibio. Yo me acuerdo que de niña mi nana nos daba a probar de lo que hacía. -¿Tu nana? ¿Quién en esta ciudad no tuvo nana? -preguntó Eleazar. Por la expresión de su rostro, supuse que recaería y hasta Silvia lo miró con cierto recelo, pero no, sonrió y siguió en el mismo tono, con un matiz de relexiva nostalgia-. Yo también recuerdo a Marcela, bueno, no sé cómo se llamaba la tuya, Silvia, pero a lo mejor es la misma. Todas las nanas son iguales, hasta las malas, como la de Pepo Marquines, ¿te acuerdas Carlitos? Pero no, a mí Marcela no me dio a probar más que su vagina, cuando cumplí los quince. Eso sí fue algo dulce. Me supo a tierra mojada, a un sabor que hasta ahora no 55 he vuelto a sentir porque Marcela fue hace veintiocho años y ninguna otra mujer me llovió tanto la boca y las manos y el pene con su humedad de caverna... ni Ofelia. -¡Oye! -reprendió Silvia, evidentemente turbada. -Es la verdad, esa mujer me marcó los últimos recuerdos de mi infancia, me llenó de ella, de la visión de su cuerpo desnudo dormido en el cuarto de la lavadora, o húmedo después de bañarse; me quitó de adentro la imagen de mi madre, a la que no vi desnuda, y nunca me acarició como ella. Y no la recuerdo hermosa ni fea sino mujer, hembra, inexplicable para mí pero como un regalo divino por algún darma merecido en otra vida. -No hagas literatura -me burlé-. Ese es un recuerdo hermoso. En cambio yo, Juana era una nana servicial y grande. Pobrecita pero no podía ser precisamente lo que se dijera una buena razón para masturbarse mientras la acechaba en el baño. Por eso prefería las fotos que me regalaba don Goyo, el viejo de la tiendita. -¿No era Juana amiga de Marcela? Recuerdo que cuando salían nuestras familias siempre iba ella, con su cuerpo de maceta. No, lo que pasa es que no supiste cómo, porque seguro que, cuando menos, te hubiera iniciado en las delicias del sexo oral... piénsalo, con las luces apagadas. -Oigan, creo que se están pasando -señaló Silvia, en tono jocoso ahora-, han puesto a las nanas como una putas nodrizas, no es justo. -Nodrizas putas, dirás. Creería tal vez que es injusto que haya puras nanas, lo digo por lo que te perdiste a tus trece años. ¿Nunca te imaginaste a un nano cobrizo y ibroso que te iniciara en los secretos del placer, metidos en una hamaca y en medio de la de tu mamá y el abuelo Francisco? Tal vez no hubieras soportado tanta libertad entre el silencio. Te hubieras tenido que relajar mientras 56 te metían mano y tú, por primera vez en tu vida, eras tocada en la intimidad, de tal manera que era imposible evitar los gemidos, disimularlos poniendo una sábana sobre tu boca. -Eres un idiota, te pasas -Silvia se levantó sonriendo, preguntó abruptamente si alguien quería más postre. Los dos negamos con la cabeza. Seguimos platicando un poco más sobre nanas y sexo con nanas. Después, Silvia se fue a pintar y nos quedamos Eleazar y yo en la cocina. Estuvimos bebiendo. -De nuevo la noche -dramatizó Eleazar-. Estamos como los hombres del alba, hubiera dicho Huerta. Lo leías mucho. Lo sé porque ella me hablaba de ti, siempre. El gran Carlos. Te quiso, Carlitos, de verdad que sí. Hasta llegué a molestarme por oír que te mencionara tanto. Pero supe reconocer que en el fondo había una clase de amor ilial... que pudo ser incestuoso. Lo fue, pensé inmediatamente. -No digas eso, era mi amiga y nos respetábamos, nada más. Eleazar levantó la botella de cerveza y me miró. En el fondo, me molestaba que hiciera ese tipo de comentarios. Sobre todo porque me descubría a mí mismo incapacitado para responderle como hubiera querido. No había comparación entre lo que vivió con Eleazar que esa relación enferma en la que nos encontramos para paliar ciertos conlictos pero en la que nunca pudimos vernos uno al otro. Mi frustración y la amargura surgían, sin poder evitarlo cada vez que él se empecinaba en hablar de su mujer y la verdad es que me costaba trabajo mantenerme tranquilo. -Borrachos, siempre borrachos, Carlitos. Qué más nos queda... oye, esa puerta, la del jardín, si se clausura, 57 esto podría ser un mausoleo, ¿no te parece? Por un momento no supe qué decir. Miré las paredes como cada vez que repetía ese comentario, sopesé la sensación claustrofóbica que produce el vitral, observé la puerta del jardín con sus ventanas pequeñas y poco prácticas. Estábamos encerrados en ese lugar, a partir de la imagen de ese sitio como una tumba. Qué acertada era su apreciación: el lugar en que yacemos es grande, no hay techados ni paredes pero al mismo tiempo es un espacio cerrado, hasta que el alma se libera. Es también el templo donde se venera a la inmortalidad, representada por un cadáver, dos cadáveres... o más. La cocina es así un campo de batalla plagado de muertos que se encontraron a sí mismos en la agonía de sus palabras, de los discursos. Aunque, como siempre, es el capitán de la nave quien escribe la bitácora, esta vez posiblemente para salvarse, es decir, salvarme. Sobre todo porque quien redacta la historia es desafortunado, la escribe en soledad... -Sí, tienes razón, es una tumba... quiero decir, se siente así, de pronto fría y silenciosa, es como respirar aire de mármol. -No hagas literatura, Carlitos -me censuró Eleazar, riendo mientras abría una botella de ron. 58 Estando solo, la vida pende de un hilo de cordura, de una razón que se pone en duda ante sí misma por la diicultad de reivindicarse ante la nada. Es un momento de plenitud, de concilio entre el universo y uno mismo. En la soledad existe lo que quien está solo quiere que exista. Puede ser la confrontación con los interiores, la invitación a recorrerse para descubrir que no se es nada, ni un complejo sistema de universo habitando en otro, más grande e ininito. Hay que habitarse las veces necesarias para producir una imagen frente al espejo. Figura que al inal de sí misma converge con los miles que somos y le dan una esencia única al individuo que lo representa en el exterior. 59 60 Cuando no iba a la cantina, Eleazar caminaba por el malecón hasta entrada la tarde. A veces, de regreso a casa, pasaba por la oicina. Volvíamos juntos, platicando trivialidades. En el café o durante las caminatas que de vez en cuando hacíamos los tres, nuestras charlas eran comentarios sobre la ciudad, un ameno intercambio de ideas sobre literatura o teatro. Hablábamos de vinos y comida. Hasta de política cuando compartíamos la mesa con otros parroquianos. Pero si coincidíamos en la cocina, cambiaba por completo el curso de nuestras pláticas. La finalidad era acusarnos mutuamente, mirarnos como tres seres, diferenciados uno del otro por nuestras capacidades para soportar, primero, e hilvanar después, un discurso para defender posiciones en un paraje interno, que pretendía ser invadido por las palabras de los otros, o para ganarla en el interior de los otros. Era una guerra de poder, campos de batalla donde se trataba de acabar con las estructuras, con el ser del prójimo para imponer el propio ser y levantar banderas. Una guerra en la que el ganador reivindicara sus ideas y su mundo a costa de las ideas y el mundo del perdedor. Eleazar estaba muy desmejorado, el efecto de los continuos desvelos y el alcohol, se hacían patentes en su cuerpo. Silvia prefería mantenerse al margen de las dinámicas en las que nos enfrascábamos Eleazar y yo, aunque constantemente discutía conmigo. Cualquier pretexto era bueno para convertir la más mínima diferencia de criterios en motivo de pleito. La presencia de Eleazar ejercía en ella un efecto negativo y el no poder 61 luir con él como le hubiera gustado, le provocaba una angustia que repercutía no sólo en nuestra relación sino en mi propia estabilidad emocional. Por sus estados de ánimo se iltraba la obsesión que tenía por Eleazar, y esa funesta inquietud me iba revelando día a día lo que no quise asumir antes: entre ella y yo sólo había existido la solidaridad de los náufragos en la isla de Robinson. Ahora, Eleazar nos arrebataba cualquier posibilidad de seguir acompañándonos por la vida, como alguna vez fue a sabiendas de que sólo jugábamos al amor. Los paseos por los barrios de la ciudad, o por el bulevar, eran las pocas cosas que compartíamos en silencio y con cierta paz para los tres. Silvia siempre aislada, caminando a otro paso, como si fuese sola, mientras nosotros platicábamos de cualquier tema o nos fumábamos disimuladamente un marro. A pesar de esas caminatas que tanto le gustaban, Eleazar no quería saber nada de la ciudad, y mucho menos de su familia. De hecho, una vez fuimos a comer con los papás de Silvia pero el encuentro resultó un fracaso. Esas visitas eran tan poco frecuentes que casi se convertían en un acontecimiento, y más por Eleazar que, de último momento, como todas sus decisiones, optó por acompañarnos; su madre, avisada por la mamá de Silvia, habló para preguntar por él. Cuando le pasaron el teléfono, lo tomó con evidente desagrado y contestó con monosílabos a las preguntas de ella y de manera muy escueta le preguntó por su salud, por su vida, y la despidió sin la menor consideración con el pretexto de que estaba en casa ajena. Después llegó su hermano Bruno, saludó a todos y se quedó a tomar un café. Cuando se iba, cometió el error de pedirle a Eleazar que cuando menos los visitara, pero aquella solicitud de su hermano menor, bastó para que, como hacía Silvia 62 conmigo, iniciara un pleito de vecindad cuando Eleazar le dijo que mejor se hiciera a la idea de que él no estaba en la ciudad. Su hermano le contestó que no era bueno para su mamá saber que él estaba aquí y no se comunicaba y Eleazar replicó que hacía mucho tiempo él había decidido irse de la casa y que no tenía diez años, que si su madre no se había acostumbrado a vivir sin ellos –reiriéndose también a su hermano Javier, quien vivía en Estados Unidos- era su problema. Yo no supe qué hacer ni qué decir y Silvia interrumpió abruptamente la discusión, “ay que creen, ni les conté...” de inmediato desvió el curso con el comentario de un supuesto embarazo (contras, Carlos, ¿qué querías, que Bruno y Eleazar se agarraran a golpes ahí mismo? No, fue una mentira piadosa que puedo desmentir la otra semana; tú nunca vas a entender esas cosas porque te crees muy duro). Bruno nos miró con recelo y, derrotado en su propósito, se despidió en medio de la perorata de Silvia, cuyo tema causó revuelo pues su familia siempre estuvo esperanzada con un niño que les diera algo qué hacer y de qué hablar. A mí me alarmó el tema, no pensé que fuese una estrategia de distensión. Habíamos tenido una experiencia con un embarazo problemático hace ya más de diez años. Como no estaba en nuestros planes de vida tener un hijo, recibí aquella noticia ingiendo entusiasmo, aunque más bien me disgustó porque ella no me había consultado para tomar la decisión de hacer el intento de salvar nuestro matrimonio de esa manera, no era la salida adecuada a nuestro hartazgo. Prácticamente le retiré la palabra y me volví muy hosco. Había esperado poco más de tres meses para decirme y eso lo consideré una traición. Sin embargo, no me fui, ya era demasiado tarde para eso. Estoy seguro de 63 que ella estaba ilusionada, pero mi actitud fue un duro golpe; hasta dejó de pintar. Aunque vivíamos juntos, con el paso del tiempo acabamos separándonos, fue en esa época cuando la fractura que ya estaba en nuestra relación se hizo evidente. En el fondo quise irme, vivir en cualquier otro sitio. En San Cristóbal, donde a Silvia le ofrecieron dirigir una galería, pero no quiso dejar el puerto, pretextando que un regreso a la capital o a cualquier otro lado no tenía sentido porque era comenzar de nuevo y cuando tomamos la decisión de dejarlo todo para volver a Campeche, habíamos sellado un pacto. Yo debí partir solo, pero no tuve valor para iniciar otra vez, porque era cierto, movernos de ciudad implicaba desarraigo, uno más profundo que el exilio; era volver a hacerse de querencias, de sitios íntimos, de rincones mágicos en las calles de alguna ciudad que ya no iba a ser nuestra porque nuestras vidas las hicimos aquí, sin darnos cuenta. Ese embarazo me obligaba moralmente, me impedía irme, o fue el pretexto, no importa ya. Luego fue demasiado tarde. A veces eran los ejercicios, otras las visitas al doctor. Siempre había un pretexto para no estar en casa. Hasta que una mañana despertó con náusea y dolor en el vientre, sufría mucho y afortunadamente estaba ahí. Sin poder hacer nada para ayudarla, fuimos a dar al hospital. Llegó tan grave que la internaron inmediatamente. En cuestión de unas horas se agravó la situación, tuvo contracciones y una severa hemorragia. La operaron de emergencia y los doctores no pudieron salvar al bebé. Cuando pregunté qué había pasado, los médicos dijeron que probablemente había sido un aborto inducido. Estuvo delicada algunas semanas, internada en el hospital. Después regresó a casa. Hubo noches en que despertaba llorando. Se ponía a caminar por la recámara, 64 sosteniendo una almohada entre sus brazos. Le cantaba canciones de cuna. Como si fuera escuchada, le decía al bulto que todo estaría de maravilla. Yo me sentía culpable por su lamentable estado de salud y pensaba que nunca volvería a estar bien; algo en su mirada anunciaba locura. Estuve muy pendiente de ella y, turnándome con sus hermanos su cuidado, fueron pasando los meses. Después le dio por no dormir, se encerraba en su estudio. El doctor aumentó la dosis de calmantes para evitar que caminara por la casa durante la madrugada. Poco a poco, se dio una notable mejoría. Un día la vi salir de su estudio con un estetoscopio que el médico había olvidado durante su última visita. Iba desnuda bajo la bata. Subió las escaleras hasta el rellano, se acomodó los auriculares y escuchó en su vientre. Recorría sus pechos. -¿Dónde estás hijo? –preguntaba, auscultándose. Varias veces se repitió la escena. Al principio iba tras ella, cuidándola y observando con dolor y morbosa curiosidad aquellos accesos de locura. Después me acostumbré a sus performances, como el de ponerse un cojín debajo del vestido para recitar extrañas letanías, o acostarse boca arriba y jadear como si estuviese ejercitándose para la hora del parto. Hasta que una noche me llamó y me dijo: -Toma -me ofreció el estetoscopio-, no lo necesito más... averigüé que está muerto. Me dio la espalda y caminó despacio, en dirección a su estudio. A partir de ese momento acabó el vagabundeo por la casa y los llantos nocturnos. No volvió a hablar sola y desde entonces nos distanciamos a tal punto que tuvimos que aprender a convivir sin molestarnos. Unos meses después, coincidiendo con la primera de muchas temporadas de Ofelia y Eleazar con nosotros, tuvimos oportunidad de hablar del asunto y yo de pedir perdón. 65 Cargaba, lo he comentado, un profundo sentimiento de culpa. Después todo pareció volver a ser como antes, cuando decíamos amarnos, ofreciéndonos mutuamente el cuerpo y algunos momentos agradables, pero siempre con una distancia interna que nos impedía saber realmente de nuestros interiores. Y ese ha sido mi estigma, estar solo aun acompañado, más solo que nunca porque el acuerdo de paz era eso: abandono y resignación, la aceptación de que todo estaba perdido entre nosotros. 66 En este espacio en blanco debería ir un capítulo en el que Silvia se acuesta con un amigo de Carlos y se da cuenta de que el cuerpo es algo más que el deseo. El capítulo tendría como inalidad mostrar a una Silvia marcada por la traición aunque el sentido estaría en la búsqueda interna. Ella está confrontada una vez más entre el cuerpo que sintió placer y la razón que no lo justiica porque las consecuencias de ese acto no estaban previstas dentro de su escala de valores. Así, Silvia caminó muchos días largos por el bulevar, tratando de poner en orden sus ideas. Estaba de pronto dividida entre el bien y el mal, disputada ferozmente por las voces de censura que venían de ella pero que no eran ella. Todas apuntándola, condenando. Por razones obvias, decidió esta voz omitir los detalles de la crisis de Silvia, no mencionar, por ejemplo, el hecho de que en el fondo, ella se sentía más libre, más gaviota mientras su cuerpo la dejaba salir, mientras se abandonaba a la sensación de las manos sobre su piel. ¿De quién era Silvia entonces sino de ella? De pronto la pregunta, el penoso instante en que no se pertenece a nadie y se pone en manos de un desconocido. Cobrar conciencia. Encerrarse en sí misma porque afuera, el cuerpo duele, duele saber. Después no queda nada. Y estas son algunas causas nada más que justiican su omisión, ya que sería plantear a una Silvia más profunda y comprometida que la que Carlos nos está mostrando y eso va en contra de su peculiar egotismo. Total, es su novela. 67 68 Hubo un día, otro de tantos, en el que me despedí temprano. Tenía intención de ponerme a escribir algunas ideas ya depuradas, aunque sabía que iba a llegar hasta el escritorio y me quedaría con las manos sobre las teclas, sin poder escribir una línea porque en mi cabeza las ideas se iban de un lado a otro. Siempre es así, ahí está la Voz, el impulso primario de hacer que esa obsesión de ser escritor lorezca. El problema está en que no puedo convertirlo en nada que no sea el intento, la frase suelta, siempre ecos de voces perdidas en mi cabeza, que no pueden respirar en el papel y preieren quedarse dentro. No hay historia que valga, o anécdota. Sólo esa necesidad agobiante de contar, de construir un discurso que me permita luir, estar en el mundo de otra forma. Pero es difícil, nunca me libero de ese dictado que de pronto comienza en mí, que se escribe con mis propias manos y me produce tanto miedo, de ver que escribo, de expresar, pero sobre todo, de no poder controlar lo que ahí se plasma. ¡Soy yo, soy yo!, voy diciendo mientras escribo, soy yo y lo sé como sé que mientras escribo afuera está Silvia, pintando, y abajo Eleazar, seguramente rumiando su náusea por los demás y me da tanto miedo esto que quisiera dejar de hacerlo pero el vértigo, la emoción de mirarme ahí, de alguna manera verme en las palabras, de alguna manera perderme entre las frases. Ese es el impulso, la consigna, volver a escribir El Libro Vacío, hacer la literatura automática; repetirlo todo desde el principio de todo, partir de la nada para llegar hasta la nada y seguir, convertirme en la Voz, pronunciar 69 las palabras que nadie ha pronunciado. Pronunciar lo inarticulable, lo que no tiene nombre porque no hay imagen que lo respalde y en in, que subí a escribir un rato sobre ciertas ideas que tenía en mente. Silvia se encerró en el estudio, pintó hasta el alba. Eleazar se quedó un rato más escuchando música. Después que me fui, también subió. Dio vueltas por la habitación, perdido en los recuerdos y el hartazgo de los días que iban sucediéndose sin que nada se alterase. Andaba con una paciencia inaudita, durmiendo poco, silbando melodías que inventaba en el momento. Lo sé porque le escuché moverse, al otro lado de la pared. Y también escribía, le escuchaba dictarse en voz alta, releer y seguir dictando. No sé que escribía, nunca nos dijo. Supuestamente, decidió no volver a hacerlo y creo que el verme a mí en la lucha, en el diario y estéril trabajo, lo motivó. Qué más, siempre esa competencia, ese tratar de ser mejor que el otro. Yo esperaba que en algún momento saliera a decirme que tenía en sus manos el borrador de su próxima novela. Así era él, así era. Al otro día, se levantó temprano. Se movió por la cocina, articulando un bisbiseo a manera de música de fondo para mantenerse en movimiento. Afuera, la aurora se convertía en relejo de rayos tibios, en un sol que no alcanzaba a trepar la barda, al inal del patio. En el ventanal, la claridad era puntos de diamantes que se movían vertiginosos en un mundo de vidrio esmerilado. Silvia llegó, arrastrando las babuchas, cubierta con su bata de casa. Dio los buenos días y se sirvió café. Con una mano se sacudió el cabello y las gotas de agua fueron cristales estrellándose por todos lados, formando un halo que a contraluz dibujaba arcoiris mínimos. Eleazar le contestó el saludo y se mantuvo frente a la estufa. 70 Ella se acercó a olfatear y regresó a la mesa. Le vio sacar platos, calentar tortillas, servirse del revoltijo humeando en la sartén. -Se llama bolo alimenticio -le dijo Eleazar, señalando el plato. -Luce bien. -¿Quieres? -No -e hizo un gesto de desagrado-, preiero tomar café... anoche no hicieron mucho escándalo. -Nos acostamos temprano. Bueno, Carlos no quiso quedarse. Fumamos algo, muy malo por cierto -comentó mientras le echaba salsa a su platillo. Eleazar comía despacio, alternando un bocado con un sorbo de café. Arriba, yo me estiraba en la cama. Silvia se sirvió de nuevo. -Te veo muy cansada -comentó mientras echaba sal a su comida. -Sí, lo estoy -Silvia respondió sin interés. -¿Cómo va ese cuadro? -Va -contestó ella, sin dejar de mover el cubierto. Abrí la llave del grifo y me lavé la cara. Eleazar revolvía el contenido del plato, untaba pan con mantequilla. -¿Nada más va?, por lo visto ya no te anima hablar de tu cuadro. Silvia hizo un gesto de fastidio, se paró. Fue hasta el ventanal. Yo miraba mi rostro en el espejo. Con el pedazo de pan suspendido frente a su boca, Eleazar esperaba una respuesta mientras veía el cuerpo de Silvia, a contraluz. Yo iba y venía por la habitación, buscando mis pantalones. Silvia regresó a su silla. -Me canso -se quejó, con cierta intención de no hablar de eso. Pero continuó-. Pinto metros de tela y no llego a nada. 71 Eleazar la miraba sin parpadear. Yo regresé al baño; por primera vez en mucho tiempo pensé que Silvia estaría ahí abajo, acompañada por Eleazar y tal vez... me vi confundido, reviviendo un momento del pasado que no quería recordar. -¿Por qué no lo dejas?... -Silvia le miró sorprendidaquiero decir, el intento de pintar ese cuadro. Reflexioné y decidí no preocuparme por algo que no valía la pena. Los años se habían encargado de sepultar todo y en ese momento creí que ya éramos otras personas. Sonreí ante el espejo y salí del cuarto mientras Silvia se movía nerviosa y su rostro enrojecía. -No puedo, es algo que está más allá de mí. Me duele mucho no poder, pero sería más doloroso dejarlo. Es lo único que tengo. -¿La esperanza de pintarte como siempre has deseado? Bajé las escaleras. Silvia se levantó de nuevo; después de llenar su taza con café, regresó a su asiento. -No es eso, son las ganas de vivir por algo. Tú sabes que no siempre se tiene una razón como la tuya, o si se tiene, está lejos y hay que improvisar. Eleazar iba a responder algo pero en ese instante entré en la cocina y saludé a media voz. -¿Hay cafecito? -pregunté mientras me dirigía hacia la estufa. -Vaya, es bueno saber que hay alguien de buen humor -comentó Eleazar. -¿Qué?, estoy maravillosamente bien este día. Me acomodé en una silla, estiré un brazo y acaricié a Silvia; ella forzó una sonrisa. -Bueno, regresando a la plática, si es eso, ¿porqué no buscas otra cosa?, toma clase de algo, consigue un empleo de medio tiempo. 72 -No es eso, no es eso. -El tema del cuadro y la razón de vivir -intervine¿todavía te preocupa? -Sabes que me preocupa, ¿porqué ese tonito en el todavía? -Oh, perdón, no quise ofender. Me levanté a preparar mi desayuno. Tú como vez, Carlos -preguntó Eleazar, interesado en el tema. -Ella sabe lo que opino -contesté con sequedad, más ingida que nada; había despertado con intención de no perder mi buen ánimo. -Podríamos discutirlo entre todos -sugirió Eleazar, conciliador. -¡No!, me niego. ¿Crees que esto se ventila por decisión parlamentaria? Es mi problema lo que me pase y a ustedes no les importa. Métanse en sus asuntos, pártanse la madre todas las noches, pero conmigo no cuenten. -Lo que digas, Silvia, pero por favor, no te alteres -de nuevo Eleazar, tratando de ser conciliador-, no se trata de pelear. -Dilo tú -comenté con ánimo de bromear. -Es que, estábamos tan bien... -se quejó Silvia. -Claro, siempre que no esté yo estarás bien, eso quieres decir. -No, estoy diciendo que Eleazar y yo estábamos platicando muy a gusto. -No, lo que tú has dicho es que estaban bien, es decir, que por otra parte estás diciendo que no estás bien conmigo. -Estás interpretando algo que no está sino en tu cabeza. -No, Silvia, está en tus palabras y tu actitud. 73 -Oye -intervino de nuevo Eleazar-, vienes muy agresivo. -No más que tú otras veces. -¡Ya, Carlos, por favor, compórtate! -Y ahora vienes a tratarme como mi madre. -¡¡Eso es lo que necesitas, cabrón, irte con tu puta madre para que te siga dando chichi!! Aquellas palabras airadas provocaron un silencio que la misma Silvia rompió. -Lo siento -me dijo casi en un hilo de voz. Me acerqué a ella. Permanecimos abrazados apenas un instante; fue un momento en el que intentamos recuperarnos uno al otro. En esa tregua dijimos lo que había por decir, era como una despedida tácita, el punto en que rompimos una vez más, ahora deinitivamente, nuestro pacto de náufragos. - B u e n o - i n t e r v i n o E l e a z a r, s o n r i e n d o maliciosamente-, el que se va soy yo -llevó sus platos a la pileta y sin más, subió a su recámara. Antes de salir a la calle, pasó por la cocina. Yo terminaba de desayunar. -¿Fue a dormir? -preguntó desde la puerta, en voz baja-, no la escuché subir. -Está en el estudio. -Ah... nos vemos luego, voy al Centro; quiero comprar unas cosas. Terminé de comer, dejé los platos sobre la mesa y me tendí en un sillón de la sala. Seguramente Eleazar fue a sentarse a la mesa de alguna de las cantinas del centro de la ciudad, donde estaría hasta la noche. De Silvia, apenas había señales de vida. Algún carraspeo, un tubo de óleo al golpear el piso. Afuera, la mañana despuntaba soleada 74 y todo seguía igual. Como ayer, como ahora, como si nada hubiese sucedido. Como Eleazar, como Silvia, yo también enfermaba de dolor y angustia por lo descubierto en nuestros desvelos. Poco a poco, nos convertíamos en seres al ilo del tiempo y peleábamos por ser peores, en un combate en el cual no había perdedor ni trofeos, sino el placer de luchar, de romper esquemas y conferirle a la palabra el poder de un arma mortal. Fui yo quien sugirió cambiar de lugar el equipo de sonido. Lo colocamos en la cocina, sobre el mueble donde guardábamos las vajillas. A partir de entonces, las reuniones se prolongaron hasta las nueve o diez de la mañana. Silvia permanecía en silencio, empeñada en no hablar si no era para las cuestiones de nuestra convivencia cotidiana, con la mirada en otro sitio, mientras nosotros discutíamos sobre cualquier tema. En ocasiones se presentaba con sus lápices y un cuaderno de bocetos. Al inal de la velada, después de revisar el trabajo, escogía algunas cosas. El resto era quemado en el horno de la estufa, “para exorcizar los demonios”, decía ella. Una mañana, mientras incineraba algunos papeles, se asomó por la ventanilla de la puerta del jardín. Miró la hierba invadiéndolo todo. -Amarillo, ese es el color de la sangre -dijo mientras miraba la enredadera que nacía al otro lado del muro. No puedo encontrar a la mujer. He pintado toda la noche y nada. No puedo, de verdad que no puedo. Ya ni descansar es factible. -¿Otra vez los insomnios? Eleazar estaba sentado a la mesa, cabeceando al compás de la música. 75 -Sí; tomé un diazepán, pero ya ni con eso puedo, sólo me aturde, me deja embotada. Tengo que encontrar a la mujer, ¿sabes?, es vital... -No la vas a encontrar nunca -la voz de Eleazar sonó pastosa y ronca-, porque no quieres encontrar nada. -Tú no sabes qué pasa en mi cabeza, Eleazar. -Lo que pasa en tu cabeza es fácil suponerlo porque lo transpiras. -O cuando menos eso crees, a lo mejor y confundes los signos. -Estoy seguro de que no. -No puedes saberlo porque en realidad no sabes nada de nosotras. -¿Tú crees? -Sí, lo creo. Nunca has entendido nada, jamás pudiste entenderme, no has podido hacerlo en estas pocas veces que pasamos juntos, sin Carlos estorbando. Si no puedes saber de quien tienes frente a ti, mucho menos sabrás lo que es una mujer, y si crees que Ofelia... -¿Por qué no me dices lo que es una mujer? -interrumpió Eleazar, burlón-. Tal vez eso me ayude a comprender. -¡Ustedes no saben lo que yo soy porque nunca podrán sentir un hijo, o verme como un ser que puede sentir y pensar como cualquiera, que puede amar, incluso a ti que tanto me has despreciado...! -guardó silencio y lo miró. Respiraba agitada-. No has sabido nada, no quieres verme, ni quisiste ver a Ofelia. Te casaste con un ideal, se te murió tu ideal. ¿Ves?, no te duele que Ofelia esté muerta sino fuera de tu vida, estás igual que Carlos que se niega a saber de mí como yo misma y no como él me imagina. Ahora sí que como tú dices ¿No lo puedes ver? -Me parece que estás perdiendo el control, ¿por qué 76 no te relajas? Nosotros hemos logrado la convivencia, sostengámosla. Guardaron silencio. Ella caminó por la cocina y luego se recargó en la estufa. Volvió a mirarlo, ya tranquila. -La convivencia... Qué bonito suena la palabra. La convivencia. Como si estas chispas de esmeril fueran estrellitas de la amistad y los amores más puros. Pinche Eleazar, no me trates como una pendeja, que aunque tenga cara y el idiota de Carlos esté convencido de ello, no soy tan estúpida. -Yo no he dicho eso. -No directamente pero con la manera en que te expresas y me tratas pareciera que sí. -La verdad nunca he creído que seas una pendeja, Silvia, no lo lleves por ahí porque de entrada ya perdiste la discusión. -No estoy discutiendo nada contigo, nada más no me trates como pendeja, ¿o.k.? -Te aseguro que no –Eleazar levantó las manos, extendió los brazos e improvisó un movimiento como de imploración. Sonreía maliciosamente. Silvia no le dio tiempo de continuar, lo interrumpió. -Dime una cosa, ¿te gusto? -Silvia, no sigas, si no puedes estar en paz, no lleves a terrenos peligrosos algo que ya se quedó atrás –dejó de jugar. -Hace tres días nada más, ¿te parece un pasado muy lejano como para olvidar? -¿Te parece tanto como para tratar de repetirlo, con el riesgo de descubrir que en realidad fue un festín de gusanos de muerto? -Pero bien que te empachaste, imbécil. No seas 77 absurdo, Eleazar, tienes más de treinta años y el cinismo suiciente como para sobrellevar lo que se supone una traición. Ella se acercaba a Eleazar, él retrocedía lentamente, sin convicción. Lo subyugaba el juego, la misma Silvia y su capacidad de entregarse como una adolescente, su vocación de ramera dócil y servil. -Me hago vieja Eleazar... ¿Crees que pueda llegar Carlos? -preguntó mientras sus manos recorrían el vestido con una caricia desesperada. Se desnudó despacio-. ¿No te gusto? Hace unos días me decías que sí. Eleazar se levantó, acercó el rostro. Sus labios besaron los de ella y su mano fue bajando, hasta detenerse en las caderas. De pronto reaccionó y, con suavidad, la alejó de él. -Vístete, el juego ya terminó. Se miraron. Silvia se limpió los labios con el dorso de una mano, temblaba. -¿Crees que juego? Me pudro; esta vida es insoportable... ¡ámame Eleazar, ámame como antes! -Silvia pedía abrazándolo, acariciando su cuerpo, que ahora parece una estatua. -No sabes lo que estás diciendo. Anda, vístete, olvida esto –Eleazar retrocedía. -No, Eleazar, cómo voy a olvidar que se me va la vida como si no me diera cuenta, ¿no entiendes que esto que te pido no es sólo por sexo, que...? -Que nada Silvia, esto no tiene ningún sentido, ni para mí ni para ti. -Pero puedes besarme, Eleazar, si puedes tocarme, por qué no haces nada, anda, ¿sí? -No insistas, no te sientes bien, te vas a arrepentir después de algo que te va a dejar más deprimida. -¿Tú, después de todo diciéndome eso? 78 -Lo habíamos hablado, no podremos estar juntos toda la vida. Eleazar se alejó de ella, con las manos en las bolsas del pantalón. Luego se dio vuelta y sus miradas volvieron a encontrarse. Silvia se limitó a negar con un movimiento de cabeza algo que sólo ella sabía que era. Después, Eleazar dijo: -Esto nos hace más daño del que tú crees... -Qué a toda madre, ¿no?, primero sí y ahora... ¿A dónde vas?, no hay salidas, Eleazar, no hay manera de salvarse de esta miseria, ¡no lo ves, no hay manera! Eleazar caminaba hacia la puerta, ella intentó abrazarlo, quiso aferrarse a él como el día de la boda, pero Eleazar la empujó y salió de ahí. -Estás equivocando las formas, Silvia, estás perdiéndote en un laberinto sin sentido y no voy a ser yo quien te hunda más en tu locura. -¡Eres un cretino soberbio! Hundirme en mi locura, tú; que se me hace que más bien eres un maricón con depresión crónica, ¡te quedo grande pendejo, eso es lo que pasa.! Eleazar no volteó a verla ni respondió el insulto. Salió a la calle. Silvia se dejó caer al piso, con ganas de no moverse nunca más. Lloraba y maldecía a Eleazar, al mundo, a la vida, a Dios. Estuvo llorando, hasta que la venció el cansancio y el efecto de los sedantes. Despertó con el calor del sol que se iltraba por el ventanal. Estaba sola, la casa en silencio y ella sudando, congestionada por un resfriado. Estuvo sola hasta que subió, entró al baño y preparó sus cosas. Estuvo acompañada cuando el agua se convirtió en un cuerpo de hombre que se tendía sobre ella y el vapor no la dejaba ver su rostro; cuando sus 79 manos fueron otras y recorrieron su cuerpo. Su voz fue suya, ajena, y las manos que se movían por su cuerpo dibujaron a la mujer que ella nunca pudo bosquejar. Escuchó música en la caída de agua y el ritmo la perdió en parajes donde se recostaba sobre su cuerpo. Fue un viaje donde descansar sobre su sexo era estremecerse de placer. Con los ojos entrecerrados, trataba de ver entre la lluvia. Más allá de las percusiones del agua estaba su voz, en su voz un nombre: Eleazar. Y las manos de Eleazar en su cuerpo, el cuerpo de Eleazar sobre el de ella y ella con las piernas abiertas, en un acto de sumisión, de entrega, no a él sino a sí misma. En el placer se encontraba con una magnitud desconocida mientras el agua corría y sus manos acariciaban la espalda del hombre y el ritmo era nuevo. Salvaje saltaba salía de sí y en la tierra comenzaba un movimiento telúrico. Era el génesis y tenía miedo de estar sola. Tembló, gritó y todo fue tan rápido que cuando la R de Eleazar salió de sus labios, ya estaba en el piso, con el agua cayendo sobre su cuerpo y su cuerpo laxo, como en el principio de todo, en el rincón de su mundo. 80 Yo trabajaba en un periódico como director del suplemento, y de jueves a sábado mis horarios eran vespertinos-nocturnos. Así que Silvia y Eleazar se quedaban solos. Eleazar por lo regular estaba fuera de casa, y Silvia se quedaba en su estudio, fumando mariguana y pintando hasta que llegaba yo a cenar, una hora y volvía a la redacción del periódico. Claro que desde la llegada de Eleazar esa rutina había cambiado mucho. Era poco probable que Silvia me esperase a cenar y, lo que es más, cada vez era menos frecuente que yo llegara a casa en la hora de mi descanso. Eleazar regresó por la tarde. Yo ya me había ido al periódico y Silvia pintaba en su estudio. El se encerró en su cuarto y luego se dio un baño. Fumó mientras escuchaba música; después bajó a la cocina y puso la primera jarra de café. Silvia salió del estudio y estuvo parada en la puerta de la cocina. Durante unos segundos miró a Eleazar, como si nunca lo hubiese visto. En la igura de ese hombre había algo de ella misma, que sólo podía sentir poseyéndolo. El efecto de las tachas le mostraba las cosas y las cosas no eran las de todos los días, Eleazar se movía demasiado lentamente, pero hacia ella, sí, hacia ella, y ella miraba azul, todo azul, mientras la luz esmerilada del ventanal detenía el momento en que se dio cuenta de eso y el crepúsculo se transformaba en una escena repetida desde siempre, inagotable en el tiempo. Nunca existí, ni Ofelia, ni nada conocido. Silvia era otra mujer, no ella ahí, parada frente a Eleazar, quien ahora signiicaba su felicidad y su destrucción. 81 Ese día los olores, los sonidos, las imágenes, todo lo que alrededor de sus sentidos se movía era su vida entera reducida a un cúmulo de sensaciones engañosas, un sueño extraño en el que llegaba a decirle a Eleazar que todo había terminado. -Ya para qué hablar, para qué amar, para que intentar vivir. Tienes razón; mejor vete. Así se lo dijo, y no por mí, yo era una sombra con la cual aprendió a sobrevivir. Recordó los días en que las cosas tenían una lógica y una causa, un in. Después ya nada había sido igual; ni el mundo, ni ella misma. Eleazar se le acercó tambaleante, y ella no supo si le dijo algo o si el aliento del hombre en su oído creó un murmullo. Volvió a sentir su cuerpo, sus labios, sus manos, los pezones endurecidos y se perdió en la lluvia que de pronto comenzó a caer sobre su cabeza, mientras le decía “tú eres el loco, tú eres el loco...”. Y no tuvo importancia entonces el cómo ni el por qué de aquellas caricias, tampoco si yo, escondido, espiaba. El inal estaba escrito: regresar a los días de infancia, al lugar donde las cosas no eran dolor sino sonrisas y llantos sin forma. Volver a nacer de la noche de un vientre. 82 En la ciudad es de noche. Un hombre camina en dirección a la puerta principal de la estación de autobuses. Tropieza, recupera el paso y sigue andando, con el cuerpo rígido, la vista ija en algún lugar dentro del ediicio. El hombre sube las escaleras, se detiene antes de entrar. Voltea y mira a un vendedor de dulces. De reojo, éste también le mira. Se retan. Ahora camina por la sala de espera. Acerca una mano a sus labios y pide silencio. Nadie se inmuta. Da vuelta sobre sí mismo y observa a dos hombres que están sentados. Uno de ellos se da cuenta y levanta la vista. El vagabundo camina en su dirección. -Soy de los otros -le dice. -Lo sé -contesta el que está sentado y sonríe. Nuestro protagonista se aleja. Desde una de las esquinas de la sala, vigila con las manos en los bolsillos. Hace muecas, murmura cosas. Una señora espera en la ila para comprar boletos mientras un niño dormita sentado sobre unas cajas. Una mujer joven irrumpe en el sitio. Detrás entran dos muchachitos a paso veloz, cargando maletas y paquetes. Ella camina hacia las ventanillas, insegura sobre sus tacones. El vagabundo la mira; con movimientos lentos, acerca las manos al cierre de su pantalón. Mientras esto sucede, la señora, que ya compró su boleto, se persigna y observa con atención al demente. La mujer que atiende la dulcería se sonríe con un afanador mientras le hace una seña para decirle que aquel tipo está loco. 83 El afanador se ríe, pero en cambio señala a la mujer de tacones altos. Dos soldados entran en ese momento y uno se detiene a buscar algo en las bolsas del pantalón. El otro, descubre a dos tipos, sentados en la ila de bancas pegadas a la pared y le hace un comentario a su compañero. Ríen. Pasan cerca y los miran con desprecio. Ellos también los miran; bajan la vista. La mujer joven se dio cuenta de lo que había pasado y miró a la pareja, sentada al otro lado de la sala, suspiró y, antes de posar la vista en la novela que tenía sobre las piernas, secó el sudor de su frente con un pañuelo de papel, se retocó el maquillaje, guardó el estuche en su bolsa, se acomodó los algodones que rellenaban el sostén y después de un largo resuello, se puso a leer: “¿Lo ves?, no entienden el porqué de tu oicio. Mientras no tienes reconocimiento, no existes. Después, pasas a ser un bien de consumo. ¡No les importan tus razones para tomar la pluma!. Les interesa consumir, crear la falacia de una sociedad culta. No aportas nada que no sea para ti mismo... -Estás volviendo a lo mismo, me estás contando otra vez la misma historia. Pero no estoy de acuerdo, Eleazar, no puedo aceptar esa visión porque es un pretexto, siempre estarás aportando. -Aférrate a esa idea, es tu problema, yo ya te dije qué pienso al respecto, la verdad es que a nadie le dejas algo, la obra es sólo una referencia... creí darle a la gente, pero nunca hubo aportaciones reales -yo no podía dejar de observar al anciano vagabundo que parecía a su vez prestarnos demasiada atención, como si en su turbada memoria nos reconociese de otro momento, de otra vida-. Todo ha sido para conocerme más. Mi trabajo me permitió interiorizar, hacerme yo a la vez 84 que me desprendía de mí. Pero la crítica sólo vio un experimento técnico, que ni siquiera era original, un trabajo medianamente logrado porque lo que decía ya lo habían dicho antes, y mejor. ¿Te das cuenta?, los grandes críticos no pudieron crecer conmigo, se quedaron con la cáscara de la manzana mientras yo, con esas mierdas que entregaba a la gente, me elevaba más que cualquier poeta, que cualquier ilósofo. El vagabundo se nos acercó. Yo le miraba. Nos dijo: -Soy de los otros. -Lo sé -contestó Eleazar abruptamente. El hombre se inmovilizó por un instante, luego se alejó. -Estás diciendo tonterías, ya no hay mercado para esas ideas, diviértete con el arte, hombre, para qué te pones en ese plan... -Pero si el arte no lo haces para nadie, a nadie le interesa tu viaje y lo que deiendes como arte es sólo la ejecución de un oicio. ¡Anda, sí, tienes razón, diviértete mientras escribes novelas de aventuras, ofrécele bestselers a las editoriales! Al inal te quedas solo, hermano, solo y frustrado. -No me vengas con esos argumentos tan mamones, haces arte para los demás; le das demasiadas vueltas a las cosas. -Lo que dices nada tiene que ver con el arte y sí con una carrera que un buen publicista, un libro escrito por tu tía Chacha y dinero pueden hacer. En esas cosas no hay propuesta, sólo publicidad, dinero, una imagen que la miseria existencial de la gente vulgar necesita para sentir que existe, aunque sea en función de esos ídolos de papel. -Por supuesto que tiene que existir una propuesta, es lógico que relexionas antes de escribir, y en esa relex... -No me reiero al hecho de elaborar un esquema –interrumpió Eleazar-, de seguir un modelo estructural, 85 hablo de la posibilidad de crecer con lo que haces, de una manera distinta, crecer hacia la soledad. Mientras más crees entender algo de ti menos te comprenden los demás, menos puedes tú comprenderlos. O de hundirte en ti, ahogarte de dolor porque eres basura; o de felicidad porque eres energía que se transforma y nada más, nada de pensamiento, nada de ideas, nada de humano, sólo universo puro y concreto. No entiendes mucho de estas cosas, y lo lamento. En realidad pocos pueden entenderlo. -Coño Eleazar, como parece que no has leído mucho en tu vida te voy a recomendar que leas a Goethe, y te repases a los simbolistas franceses. Ya deja de imprimirle ese dramatismo seudo trágico a tu papel de “El incomprendido”. No te quieras hacer al ilósofo porque estás diciendo puras pendejadas. Este es el plano de realidad en que estamos y en este plano debemos mantener nuestras relexiones y nuestras proyecciones. -Te agradezco tus recomendaciones pero no creo que se trate de imitar al espíritu sin rostro, vela en mano en busca de secretos con los cuales entender su propia identidad. Llegar hasta adentro no es cualquier cosa, hasta lo que callas, hasta las cavernas en las que ocultas lo que no puedes describir, lo que no concibes. El oicio, la historia misma, todo queda relegado a un segundo plano. -Yo creo que el arte es un asunto más simple de lo que propones, ¿no sería más fácil pagarte un psiquiatra? -Estoy hablando en serio. -Yo también. Eleazar me miró con encono. El vagabundo se había alejado hasta el otro extremo de la sala, pidiendo dinero a los pasajeros. Me sentía cansado, a punto de quedarme dormido en cualquier momento. De pronto las cosas no funcionaban como debieran y mi percepción de la realidad comenzaba a trastocarse. Las voces y el 86 movimiento de los demás seres humanos sucedían como en los recuerdos, envueltos en una brillantez extraña. Los percibía con una lucidez similar a la sensación de tres o cuatro noches sin pegar ojo. Escuchaba hablar a Eleazar, pero en mi cabeza estaba la imagen del cuerpo de Silvia en el piso, su cuerpo lácido, dormitando como en una playa, como si estuviera sola. Sus cuerpos juntos. Escuchaba a Eleazar y veía a Silvia, montada en él, amándose en la penumbra de la sala. Veía a Silvia en sus noches infernales y seguía escuchando la voz de Eleazar que me hartaba, que me cansaba con todo el cansancio del universo. -A la gente como el Ché o como Cristo los idealizan, los ponen por encima de la cabeza del más excelso de los hombres -Eleazar balanceaba el cuerpo y entrecerraba los ojos. Yo le miraba, sin verlo, porque en todo momento estaba el rostro de Silvia superpuesto al suyo, la voz de Silvia haciendo coro. Ellos, ellos, ellos...-. Nadie va a querer ser así. ¿Alguien quiere morir como los héroes, o los hijos de Dios? Libertad, Carlitos, es un principio de libertad el Ser diferente, un principio de supuesta libertad, porque muy pocos podemos ir hasta donde esta clase de seres llegan. -¡No me jodas! -grité, proyectando mi impotencia, la falta de valor para despertar a Silvia a golpes, o para exigirle a Eleazar una explicación por lo que ocurría entre ellos, a mis espaldas, que me obligó a mirarla sin moverme, a salir a la calle y hacer como si nunca me hubiera dado cuenta de nada. Impotencia porque yo mismo me maniataba, me hundía en este pozo-, ¡qué carajo tiene que ver el Ché con lo que estamos hablando! -Ya ves, ni tú que tan sesudamente piensas te das cuenta. Por eso es que nada importa, siem...” El altavoz anunciando una salida de autobús interrumpió a Eleazar. La mujer que estuvo sentada 87 frente a nosotros dejó de leer y se puso de pie. Yo estaba harto. Quería irme de ahí, dejar a Eleazar en un camión para que se marchara a un sitio lejano, del cual no pudiera regresar, como de la muerte. Siguió hablando sin que le escuchara. Después insistí para que volviéramos a casa. Cuando emprendimos el regreso, caminamos como si cada uno de nosotros fuera completamente solo... 88 . ..Cuando se está así, la vida pende de un hilo de cordura, de una razón que se pone en duda ante sí misma por la diicultad de reivindicarse ante la nada. Es un momento de plenitud, de concilio entre el universo y uno mismo. En la soledad existe lo que quien está solo quiere que exista. Puede ser la confrontación con los interiores, una invitación a recorrerse para descubrir que no se es nada, ni un complejo sistema de universo habitando en otro, más grande e ininito. Uno se habita las veces necesarias para producir una imagen frente al espejo. Figura que al inal de sí misma converge con los miles que somos y le dan una esencia única al individuo que lo representa en el exterior. Dos hombres pueden hablar de cosas importantes. Puede uno palmear la espalda del otro para consolarlo cuando se le escapan las certezas. Es el comienzo de la locura. Uno de ellos intuye que el otro duda. Lo adivina en el andar, por los movimientos del cuerpo en un espacio que se desconoce. Lo puede vibrar luchando por mantenerse de pie cuando hay la necesidad de hacerse un ovillo y rodar: en un instante se tiene la premonición de que todo es diferente a como ha sido. Las calles son oscuras, pero este individuo no ve la noche. Ella crea submundos, gritos extraños para que el hombre se transporte hasta un remoto lugar donde otros hombres bailan alrededor del fuego. Mas no entenderá el signiicado de la visión y regresará, al instante siguiente, a la calle por la cual transita. El sonido de los pasos le tranquilizarán y la voz compañera, enemiga, estará presente, como un báculo. Entonces tomará estas palabras que escucha como si fueran suyas y sonreirá. Sólo el otro hombre sabrá que su compañero de viaje está enloqueciendo. Sonreirá. También a la noche. 89 90 Hace unos días, mientras paseábamos por el puerto, me detuve para ver a un tullido, con el morbo que obliga a estudiar de soslayo un cuerpo desnudo y atractivo. Miré con detenimiento el antebrazo, moviéndose al arbitrio de un sistema motor descontrolado, la pierna cuyo inal era un tapón de carne amasada sobre un fémur incompleto. Mi repulsión no era por aquella anatomía desecha ni por la ropa sucia y pegada a la piel del hombre. Era a causa de la saliva resbalando por el mentón, por una herida sobre la frente, donde las moscas zumbaban. No era la grandilocuencia de la desgracia humana lo que me producía asco sino las nimiedades, los detalles en que la tragedia se convertía en una imagen de lo patético. El indigente, nombrando a alguien, le insultaba, culpándolo de su desgracia. El anatema era un hilo invisible que lo unía al mundo, a las calles, a las muchachas con olor a jabón de coco que pasaban en dirección a la academia. Yo era algo más que testigo de esa escena, la repetición de mí mismo, tirado en alguna calle de mi nombre y la memoria. Estaba mutilado también, con nuevas aberturas en el cuerpo porque para Silvia la muerte de Ofelia continuaba siendo una esperanza de vida. Lo supe desde la primera tarde en que se le ofreció a Eleazar, en la cocina. Lo recordaba cuando evitábamos hablar de lo que sucedió entre ellos por temor al inal de quedarnos completamente solos; ella sabía que Eleazar estaba para siempre lejos, a pesar de su cuerpo, de sus caricias. Yo 91 era un extraño escuchando a hurtadillas mis propias relexiones. Imposibilitado para recuperarme en una totalidad que me liberase, odié a Eleazar y quise acabarlo, buscar una ocasión para tomar a Silvia de los cabellos y arrastrarla por toda la casa, matarla a golpes. Mejor aún, sacriicarla en el altar de la catedral un domingo por la mañana. Así las ancianas podrían cantar una letanía, el olor a incienso conmover los corazones de la gente al mirar la sangre goteando sobre el mármol, el Cristo bajar de la cruz, quitarse la corona de espinas y colocarla en mi cabeza a la hora de pronunciar la homilía, donde la muerte de Silvia es el ejemplo de lo que sucede a las niñas que seducen a los pequeños. Pero vuelvo a la calle, me calmo, regreso a los ruidos que regresan de la infancia y se colocan entre uno y el mundo. Repetidos cantos y briznas en el viento. Todo permanece revuelto en la laguna. Ellos, nosotros. Desconocidos compartiendo el vaivén de los cuerpos. ¿Verán al fondo de la calle el sol? ¿Cuando menos el inal del paseo en que nos vamos hiriendo con palabras nunca pronunciadas? Ese sitio puede pertenecerme como a ellos. Vamos al ocaso, al lugar donde el mar se rompe. Olas, astillas convertidas en gaviotas... ¿debo culparla por amarlo, si yo te amaba? Los gritos son demasiados para llevarlos dentro y Ofelia no escucha. Morir, buscar una luz en el olvido. Tal vez nunca hubiese descubierto el vacío... vigilo. Escucho hablar. Calles. Gente. Si no fuera de noche... Silvia ha de estar sentada, con el rostro entre las manos. Amarillo. ¡La muerte no tiene color de histeria! Debe de ser taaan dulce. Ofelia murió, amándole como Silvia. Debo buscar una manera de parar el tiempo, las palabras. El discurso que me hace esta Voz me obliga a hablar, todo el tiempo como si necesitara existir, como si debiera vaciarme de tanto dolor, de tanto sufrimiento 92 antes de guardar silencio. ¿Vendré acaso de ella? Igual y soy unas líneas en el libro de alguien, parte de la historia donde no soy éste, el que camina junto a ellos. Escribo, tacho palabras de más, aino detalles. Me miro caminando junto a Silvia y Eleazar. También me escucho pensar e imaginar que estoy en un cuarto de azotea donde soy otro. Me gusta la ventana abierta y los insectos que invaden mi espacio, centrar las palabras, dirigirlas en el sentido correcto: Silvia está sola, sin saber qué hacer. Carlos y Eleazar han salido a caminar. Cada uno lleva la consigna de guardar silencio. Una vez más, los dos la vieron desnuda; Carlos espió a Eleazar desde el ventanal del jardín cuando levantó el cuerpo de ella y subió las escaleras. Sabían que se drogaba a escondidas. Carlos descubrió el frasco de las pastillas. No hay reclamo. Por eso nadie dice nada. Mira de reojo a Eleazar, deja que el paseo lo dirija él. No hay lugares nuevos a donde ir... escucho tan raro mi nombre en boca de otro. Imaginar puede ser un buen ejercicio para evadirse. No quiero regresar a casa. Me reconforta el silencio de este sitio, las luces mortecinas de los faroles que nos disfrazan de ancianos. Me harta pensar, buscar olvidos. La muerte. Eleazar tiene razón; después de todo, nada importa. ¿Será posible que haya llegado a los treinta y seis, vivo, deseando ser? Refresca. Volvimos por las calles a diario recorridas mientras el sol termina de ponerse. Los pasos eran cortos, no por el calor del puerto haciéndonos caminar con lentitud sino por las ganas de permanecer en el limbo. Dimos varios rodeos antes de llegar a San Román. Buscamos las esquinas donde hacía muchos años, los faroleros encendían luminarias de gas. Ese atardecer, ni las baldosas ni las ventanas de 93 ina herrería fueron suicientes para hablar de la ciudad y los siglos que cargaba, o de las historias que corrían de boca en boca hasta convertirse en leyendas del dominio público, para no asumir el hecho de estar enfrentados por una mujer que estaba más allá de la obsesión de uno y la indiferencia del otro. De regreso, nos separamos durante el trayecto. Silvia llegó primero, se tendió sobre un tapete de la sala, permaneció a oscuras. Después entró Eleazar, fue directo al interruptor. -¿Por qué no apagas esa luz y enciendes la de la lámpara? -le dijo Silvia. Eleazar respingó. -¡Carajo!, me asusté. -Perdón -se disculpó ella, con coquetería. Eleazar caminó sobre el tapete. Miró a Silvia. Se alejó hasta el otro extremo de la sala. Durante un rato, silbó una melodía. Después consultó su reloj y carraspeó al descubrir la mirada de Silvia sobre él. -¿Tienes prisa? -No, manías de la capital. -¿Qué cantas? -Una melodía -comentó Eleazar, haciendo un gesto de inocencia. -Por lo visto, te encanta hacerte al chistoso. -A veces. -Finges, ¿eh?, ¡entonces inges!, resultas falso, falaz, fálico. Silvia reía con su ocurrencia. -No estés jodiendo. -Ah, pero cuando tú haces las bromas y las burlas, tiene una que soportarte, ¿no? A ver, cómo es eso que dices que tienes. Hablaba manteniendo el doble sentido en sus 94 palabras, desbordada en una efímera alegría. Eleazar le seguía el juego. -No es que inja, vamos, en el fondo siento un placentero relax, primero porque veo superadas nuestras diferencias, y sobre todo, un relax post mortem (¿no te vendría mejor uno post coitum –él siguió sin inmutarse), me siento bien, estoy tranquilo, veo que tú también ¿En son de paz? –levantó la mano derecha, mostrando la palma con los dedos extendidos. Ella, sonriendo complacida, hizo lo mismo. -Además de que entonces te he salvado, no creo que estés tan muerto... y ya te me pusiste serio; yo te sentí y te veo muy, digamos, vivito -lo miró sugestivamente, acomodándose en los almohadones. De pronto, fue como si Eleazar tomara conciencia de lo estúpido de ese juego, que la estrategia era equivocada. -No te das por vencida. -Ya no, Ele. A estas alturas ya no, ¿tiene caso dejar de luchar si de cualquier manera vas a estar viva? Igual ya no es para ganar... Se miraron en silencio. En un segundo, Silvia había cambiado la dirección de sus palabras, la expresión de su rostro y su forma de ver. Con una mano se levantó el leco, que caía sobre su frente y miró a Eleazar, retándole. -Creo que... Por primera vez, Eleazar dudó. Estudiaba la cara de Silvia, el ceño fruncido, la mirada opaca, el rostro enrojecido por el rubor, los puntos blancos, pequeñísimos, que se iban formando en sus mejillas. Ella lo interrumpió. -Qué, guardar lo que siento. Seguir muriéndome más que tú o que Ofelia... lo mismo yo no tengo nada que perder, ni tú, Ofelia ya está muerta, lejos. 95 -No metas a Ofelia en este asunto -Eleazar lo dijo en tono de advertencia, con suavidad, pronunciando casi entre dientes-. No tiene sentido prolongar lo que no ha de ser nada. -Ella está muerta. Por una vez trata de verme tal como estoy, acabada por esta vida inútil y absurda. -No pierdas los estribos Silvia, ¿quieres?, dejemos el pasado y lo sucedido donde está. No somos los de antes, ya lo hablamos, hace muchos años que dejamos de serlo, no puedes seguir confundiendo el cuerpo con la existencia. Si tu vida es inútil es porque tú has querido que eso sea, no puedo hacer nada por ti. -¡Mientes!, no puedes ser tan egoísta como para abandonarme. ¡Sálvame!, ¡Llévame a donde íbamos a refugiarnos del mundo! ¿Ya no te acuerdas? ¿Entonces que ha sucedido en estos meses?... La otra noche, ¿quién estuvo conmigo Eleazar, quién estuvo conmigo la otra noche en la que me hablaste al oído mientras estabas en mí, quién me acarició, quién me llenó de sudor y semen, quién? -Silvia, la otra noche fue eso, nada más. Olvida lo que pasó, nada puedo hacer por ti, nadie puede hacerlo sino tú. Comprende, somos dos extraños, mírate dónde estás, en que tiempo y lugar. En ese momento entré y ingí no darme cuenta de nada. Me paseé entre los muebles, mostrando mi cansancio y luego fui a la cocina. Ellos habían mantenido la calma y Silvia se contenía para no estallar. El ambiente de camaradería desapareció en medio de aquella plática. -¿Alguien quiere café? -pregunté desde ahí. -Llévame contigo, Ele -dijo Silvia en un murmullo. -No sigas, Silvia, este es tu lugar, hasta que tú decidas irte, no conmigo, sino contigo –Eleazar se paró. -¡No, esta no es mi casa!, ¿no te das cuenta?, Carlos 96 es un cobarde, ni siquiera puede enfrentarme. Llévame -repitió entre dientes. Desde la cocina les hacía comentarios sobre el paseo mientras manipulaba la cafetera. Silvia fue hasta donde Eleazar y le abrazó. Comenzó a besarlo. -¡Aléjate! -Llévame contigo. -No, entiende que no. -Por favor -suplicó Silvia, a punto de llorar. -¡Ya, basta! Fue un movimiento rápido. El golpe se escuchó como una bolsa de papel reventada por un niño. Silvia miró a Eleazar y luego corrió escaleras arriba, apretando la mandíbula, los labios cubiertos con las manos y el llanto hecho un gemido, prolongado por la sorpresa y el estupor a causa del inesperado golpe. Desde la cocina, yo había visto todo. Una vez más, no me atreví a nada. Eleazar entró en la cocina, esperó el café y después de beber una taza, mientras comentábamos alguna intrascendencia, decidió salir otra vez a la calle. “Tal vez tarde”, dijo antes de marcharse, visiblemente turbado. 97 98 Al inal nos quedará la relexión retrospectiva: nunca fuimos felices. En la felicidad radica el ideal de todos los hombres. La felicidad es un dios despreciable. ¿Se puede descansar acaso de la muerte de alguien? ¿Nadie nos salvará de la palabra? Es la senda del pensamiento ser avalancha de imágenes provocadas por frases concatenadas extrínsecamente mezcladas en un absurdo tal que nos parece un orden consecuente. De ahí que los sistemas se conviertan en verdades a partir de otras verdades, ¡por dios! Es el ridículo ser o no ser de La Voz. ¿Dónde estoy dejando ahora mi historia?... Debemos destruir el orden impuesto por el viejo discurso. Organicemos a los pueblos de tal manera que podamos realizar una limpia de palabras. ¡Fuera las viejas estructuras! Ahora sí, destruyamos la gramática. ¡UNO DOS UNO DOS UNO DOS, UUUUUUNN! La Voz marchará hasta lograr su metamorfosis para introducirse en el nuevo rumbo de la humanidad. Por lo pronto, revisemos el discurso que se repartió Europa y el mundo. Alguien planeó la guerra para poder canalizarlos. ¡UNO DOS UNO DOS UNO DOS UNO!... La marcha de La Voz sin sus palabras, convertida en paradoja. Podría disfrazarse de silogismo con otro enunciado cualquiera. Cualquiera puede dejar de leer. ¡Convirtámosla en un problema teológico y la tendremos encima por los siglos de los siglos! La Voz es generosa, a cambio de mí, me da momentos de impostergable placer al descubrir que escribo. Lo que desea La Voz es trasmutar la 99 responsabilidad de contar. Está cansada de repetirse sin que nadie la escuche. Prepara el relevo, adecua la gramática a las necesidades de la nueva Voz para marcharse a casa. Dejemos al mundo con los signiicantes. La Voz sabe que en ellos está la salvación. ¡UNO DOS UNO DOS UNO DOS UNO!... Morir junto a un cuer po que ya está descomponiéndose no es morir con él, es de nuevo morir solo. La Voz escribe la historia que escribo a solas. ¿La Voz me dicta desde la música? Agonizar no es saber que estoy muerto y espero morir más, escuchar una música irreconocible. Puede convertirse en condena, es escribir para siempre en espera de la muerte. La Voz, siempre La voz quien habla. Estoy muertooooooooo. Sigo cayendo dentro de mí. ¿Fue más Dostoievsky que estas letras? Es un nombre en la solapa. Yo ni siquiera eso. Ser justiicación es peor que cualquier miseria. Ser Carlos es difícil. La Voz ordena, aunque se luche por escribir la vida. La mía puede empezar en esta línea, terminar una más abajo. O continuar en un discurrir hasta que llegue la hora. Lo aprendo como Raskolnikov aprendió que era un piojo. Fácil terminar con algo, como decir: esto es una novela. Nada existe ni ha sucedido. Toda similitud con la realidad es una alucinación de Carlos. ¿Qué clase de broma es ésta? ¡Basta ya! ¿Y esa música? Bethoven lo sabía: el silencio no existe. Horas más tarde, cuando Silvia bajó, preparamos la cena. Teníamos la apariencia de una pareja común y corriente, tal vez un poco acabados, desgastados por el ocio y la cotidianeidad pero felices, mediocremente felices. -¿Mañana iremos al muelle? 100 -Se me antoja caminar por la parte de tierra. -¿No sería más rico hacia la playa? Podríamos pasar por el muelle, sabes que me gusta mucho y ahora que hemos salido con más frecuencia pues quiero aprovechar. -Si tienes tu propuesta para qué preguntas, a mí no se me antoja. -Oye, qué violencia, si estás molesto dímelo y punto; no me agredas de esa forma. En el tono de su voz estaba el reto. Silvia quería provocar el tema, hablar de su desnudez, reclamarme por mi indiferencia. Algo dentro de sí la obligaba a empujar, a buscar el momento oportuno para revelarme que estaba harta, cansada de jugar, de mantener la farsa de tantos años que desembocaron en esa última batalla, gracias a la presencia de Eleazar. -Soñé que bailaba en un lugar extraño -fue hasta la mesa, levantó el mantel, desparramó una bolsa de frijoles en la supericie de madera y siguió hablando, como si nada la hubiese alterado-. Es curioso, porque el baile es algo que no me gusta mucho, tú sabes, ¿no? De pronto estaba en una casa de playa y bailaba desnuda en una sala, tenía en mis muñecas unas pañoletas moradas –y movía las manos como odalisca-. Creo que es la necesidad de liberarse. Una siempre llega a necesitarlo, ¿no crees? Me gustó mucho porque en ese lugar había frío y lo sentía como unas caricias muy excitantes... –limpiaba los granos y los iba echando en un recipiente-. Anoche no pude dibujar nada. Fue frustrante, mucho; tenía una idea bien precisa de lo que me interesaba. Ya vez que ustedes no durmieron. Pues yo tampoco, ¿tú crees? En realidad no bajé porque me dio mucho coraje no poder sacar el trazo. Suspiró y fue directo al lavabo. -Cuando bajaste no tenías cara de haber dormido -comenté, mientras freía unas papas. 101 -¿Se notaba? -Claro que se notaba. Además te has drogado, ¿no? -¿Ustedes no? -¿Te deiendes? -¿Me atacas? -¡Ya basta!, dejemos este jueguito de pendejos; lo hiciste, nosotros también, y punto. ¿Hay necesidad de que lo hagas a escondidas? Creo que te excedes en el uso de esas malditas pastas. -A veces hay que aparentar fortaleza, ¿te imaginas lo que sería de nosotros si no? Dejó las palabras por los gestos. Yo las cambié por una actitud indolente, para seguir mirándome como un hombre ajeno a mí mismo. Silvia sabía de su papel en la trama, de la importancia de irse convirtiendo en protagonista, a través de las acciones en las cuales sólo fue una mancha para justiicar conlictos y acciones que me descubrieron como un pusilánime, más cerca de la locura que de la muerte. -Hace un rato comencé otro bosquejo -comentó ella, con valentía al cambiar la plática hacia rumbos donde no nos encontráramos de frente y la historia pudiera respirar y avanzar como una telenovela-. Me cuesta trabajo, ¿sabes? Es como si estuviera cerca del verdadero cuerpo -hablaba con soltura, con una maravillosa capacidad de olvido. Iba saltando charcos, como una pequeña a la caza de ranas, en el estanque, sonriendo, sorprendiéndose a sí misma por su agilidad de acróbata-. Hasta creo que los colores se me están dando -y caminaba de un lado a otro de la cocina, mostrando el cuerpo, adelgazado por las noches en vela, los nervios alterados y las caminatas mañaneras en las que la aurora y el movimiento de los pescadores en los muelles eran la única, efímera, realidad para su vida de nube tormentosa. 102 Quiso hablar, tirarme a la cara todos esos años, pero cambiaba el tema, aun cuando podía mantenerse irme, sin darme oportunidad. Había controlado su conlicto y lo manejaba. Pudo pintar, valerse de sus manos para crear una válvula que le permitiera vivir con menos riesgos que los míos. Quise matarla. Y no por lo acontecido durante esos años; ni siquiera por el cinismo de ofrecerse a Eleazar, sino por las palabras bien pronunciadas, por la fortaleza que tuvo para jugar a que nada sucedía -como lo había hecho siempre que encontraba en quién recostar por un rato su necesidad de ser amada- y continuar la plática con cualquier tema. Estaba imposibilitado de ubicarme en una situación de ventaja para reírme de todo, como ella. A pesar del alcohol, de las otras drogas y la cada vez más inevitable locura, quería vivir para comenzar en algún sitio, lejos del mundo que habíamos construido y todo lo que fui en mi vida. Como ella, también quería vivir. Escuchábamos el Requiem de Mozart cuando Eleazar regresó, las manos en los bolsillos, con la mirada vidriosa. Pasaba la lengua por sus labios, resecos y ligeramente pálidos. Su mirada de colibrí lotó hacia el hornillo, después hacia la mesa; se posó sobre mí y luego bajó a sus pies. Silvia le miró sin decir nada. El desenfocó la vista. Con un movimiento vehemente de cabeza recobró un poco la postura. Piafó, se sirvió agua de la jarra y bebió con avidez. Yo me había levantado para bajar el volumen del estéreo y servirme otra copa de coñac. -¿Cuándo llegará nuestro quinto acto? -comenzó a recitar en tono trágico, levantando un brazo para señalarme-. Siempre callas, no quieres recordar que ya nos atravesó la espada. Un accidente, Carlitos, un accidente que fue nacer. Pero la verdadera estocada nos 103 la dan cuando dejamos de ser niños y todo se convierte en nada, ¿lo ven? Juntos aquí, para darnos cuenta de que hace tiempo estamos desoladamente muertos, ¿no crees Silvia? Yo lo estoy, para qué negarlo. No me interesa conocerme, hacer pública mi personal sima, no me interesa estar con nadie... lo hemos hablado, lo he repetido tanto que ya no sé si soy el mismo instante reproducido por mi recuerdo... Se quedó callado. Yo fumaba y me entretenía haciendo volutas. Silvia se había levantado de la mesa. Fue a recostarse en el marco de la puerta del jardín; también fumaba. -Nada de lo que fui me queda. El escritor de novelas, el hombre galardonado, ¿dónde están? Se fueron con Ofelia, se fueron así -chistó los dedos-, se fueron con mi seguridad, ¿y saben que es lo peor? Nunca pude darme cuenta hasta ahora que ella está muerta y tengo que ser más fuerte, no tener miedo porque todos debemos ser más fríos y no puedo, no puedo serlo, soy demasiado cobarde, aunque pueda cualquiera ver en mí fortaleza y futuro -miró a Silvia-. Ya no. Sólo me queda la voluntad de contarme y una cuantas palabras repetidas para... no, no es cierto, siempre voy a mentir para no dejarme caer... como si pudiera caer más allá de donde es posible hacerlo -hizo una pausa, que aprovechó para servirse de la botella de licor. Luego prosiguió-. ¿Te das cuenta?, yo aquí, resolviendo mi vida, jugando a hacer una peripecia en mi obra personal y tú ahí, frente a mí, no entiendes nada de lo que me pasa porque te haces pendejo con tus bolitas de humo y eres incapaz siquiera de ver a tu mujer, de verte a ti mismo pudr -¡¡Ya estuvo bueno, Eleazar!! ¡Vamos a ponerle un alto a esta madre! -vacilé cuando me di cuenta de que le había gritado; me contuve otra vez. Pude ver también 104 que por un instante, en los ojos de Silvia un brillo nuevo se asomaba y era por mí-. Nos estamos haciendo daño y no hay razón -los ojos de ella se opacaron otra vez-, aunque no creas, entiendo lo que te pasa, yo... -No me digas que entiendes, eso no es cierto. Yo no puedo entender tu persona, no puedo hacer nada por Silvia y su necesidad de pintar un cuadro que nunca va a terminar. -Oye -intervino Silvia, quien se había parado con intención de retirarse-, el que pinte o no, es mi problema. -Y mío, porque vienes a mostrarme cada esbozo, porque me haces parte de él. -No tienes derecho a hablar así -tercié. El asunto no era el cuadro, era una forma de hablar de otra cuestión más profunda, que los involucraba sólo a ellos, que sólo ellos entendían y que yo no podía hacer nada para incluirme, salvo gritarles a la cara que eran unos traidores. -¿Y por qué no? Cuando muestras tu arte, buscas aceptación, el amor de los otros. -No mames... -La seguridad de ser amados a falta de amor propio nos gana la vida, Carlos. Si me muestras me das potestad para opinar, para caliicarte, para tocarte. ¡Pero el arte como expresión es íntimo, es de uno mismo y de nadie más, un medio para entrar en tu universo, para interpretarte! -y mientras decía esto, se movía teatralmente. -¿Entonces por qué hiciste público el tuyo? -cuestioné ingenuamente. -Porque no me daba cuenta, hasta que mi leit motiv se murió. Existía para ella, necesito silencio y el camino para llegar a él estaba construyéndolo con ella. No han tenido razón del todo al pedirme que olvide, no la han tenido. -Pero, ¿cómo puedes centrar tu existencia en 105 otra persona? -le echaba en cara, con una desesperada necesidad de decirle a Silvia y de soslayo que posiblemente podíamos salvarnos, salvar todos esos años que estuvimos juntos, los otros también, los anteriores, porque nuestro fracaso como pareja era nuestro fracaso de vida, y apenas me daba cuenta de ello-. Tienes un compromiso con el público, tú mismo lo has dicho -y cuando le decía esto pensaba en Eleazar lejos de nuestra vida, lo suicientemente lejos como para no verlo nunca más. -El compromiso termina con mi última propuesta. Y no hay vuelta de hoja. Ya no más uno mismo construyéndose como un dios inútil. Eres el que piensa que piensa y crea ideas y el ser creado a partir de esas ideas. Es una locura y no quiero vivir siendo un discurso que transcurre en la nada. Eleazar guardó silencio, fue a sentarse. Mientras me servía café, inicié la búsqueda de una respuesta que me devolviera la seguridad. Silvia había regresado a la mesa. Encendió un cigarrillo. Eleazar miraba a través de mí. Se humedecía los labios y movía la cabeza. -Te crees muy racional porque tu lógica clasemediera no te permite ver más allá de tus narices. No argumentas. Te has limitado a hacer de mí un condenado por padecerme, por no querer estar en un sitio al cual no pertenezco. Ni tú, ni tú -volteó el rostro hacia Silvia y continuó hablando, como si sólo se dirigiese a ella-. No estamos en la vida. Pero ahí vamos, queriendo hacernos de sentimientos hermosos y algunos cantos de alabanza y salvación, como si pudiéramos redimirnos de tanto fracaso. ¿Puedes decirme, Silvia, si hay alguna razón de peso para que estés aquí, sin entender nada, sin querer hacerlo porque pintar tu cuadro te parece suiciente motivo para estar viva? 106 -¡Basta, basta, basta! -Silvia gritaba golpeando la mesa con las manos. El impacto botó la taza y derramó su contenido sobre Eleazar, quien se levantó, no por el café caliente empapándole el pantalón, sino ante la intempestiva parada de ella, que se contenía para no golpearlo, buscándome con la mirada, urgiéndome para que hiciera algo, mientras yo daba unos pasos en dirección a la mesa, indeciso de dirigirme a Silvia para tranquilizarla o a Eleazar para exigirle una disculpa. Me detuve de pronto, como si una fuerza superior me controlara, convirtiéndome en una imperfecta estatua de sal mirando el holocausto. Todo sucedió en segundos. El movimiento conjunto de esos planetas participando en un big-bang se convirtió en instantes de silencio, en una imagen ija, rota por la voz de Silvia insultando a Eleazar, y su retirada. También ella quiso matarlo, exigirle que de una vez se decidiera a quitarse la vida y la dejara libre. Rompió a reír, ya en las escaleras. Inevitablemente estaba ligada a él y sus palabras. -Escúchala -dijo Eleazar, escúchala reírse del absurdo de todo. Ojalá pudiéramos, ojalá termináramos de una vez por todas con esta farsa. De algún lugar debe llegar el valor para enfrentarnos. ¿Ves cómo vamos girando alrededor de una sin razón que podríamos parar y no nos atrevemos?, y todo porque la palabra misma no nos detiene, nos obliga a continuar... ¡HAY QUE PARAR!, ¡PARAAAAAR! -¡¡Ya cállate de una vez por todas. Nada puede cambiar lo que está pasando!! Nos miramos sin decir nada. Un silencio acompañado de ruidos casi inaudibles, provenientes del jardín, fue ocupando el espacio, llenando de rumores nuestros oídos. Eleazar entrelazó los dedos y apoyó los 107 antebrazos en el ilo de la mesa. -Cuando te gana el valor y te obligas a gritar cobras una fuerza que te hace sentir en un mundo razonable -habló despacio, mirándome sin parpadear-. Sigue, Carlos, sigamos así que en cualquier momento podemos explotar y terminar. Eso es lo que necesitamos, terminar. -¡Carajo! -interrumpí con vehemencia-, si quieres matarte hazlo, pero no sigas arrastrándonos a tu inierno, no somos culpables de tu viudez -una vez más diciendo estupideces para no enfrentar la verdad de todo ese melodrama que organizamos con nuestra evasión. -Insistes en eso, insistes. Yo se los dije, no quisieron hablarlo. No es Ofelia, no soy yo, pero total, somos víctimas, Carlos, víctimas de un ser que se interpreta a costa de nosotros, víctimas de la memoria. Evité hablar de lo que era necesario en ese momento, aprovechar la circunstancia para de una vez por todas aclarar las cosas, pedirle su retirada o emprenderla a golpes contra él. Sin darme cuenta, repetía el discurso conminativo con el que pretendía tranquilizar y conducir a Silvia cuando ella lo acosaba. Te hace falta descansar, no tiene caso hablar de eso, no te preocupes, siempre evadiendo, buscando soluciones tangenciales para todo, sin asumir responsabilidades porque era más fácil aquel melodrama barato y provinciano. A in de cuentas no éramos muy diferentes a los demás, aun con nuestras pretensiones culteranas y mediocres. Sin saber qué hacer, me paré y salí de escena, como hacía él cada vez que se iba y nos dejaba como al público espectador el inal de un cuadro de excesiva tensión dramática. Eleazar hizo un rictus de resignada amargura, un gesto de compasión. En el fondo sintiéndose un mesías incomprendido, cruciicado por el mismo pueblo al que había venido a salvar para poder salvarse y arrastrar 108 consigo a los otros a un Nirvana donde el silencio y la luz construían relejos de nubes, imágenes de querubes que desaparecían, voces de ángeles nunca concebidos que transportaban al salvo a un nuevo éxtasis donde la nada era el silencio... 109 110 Nunca hice nada para que Silvia supiera que escuché muchas noches sus gemidos ahogados en el hombro de Eleazar, que la miraba mientras ella dormía, lejos de sí misma, de una paz que ya ninguno de nosotros volvería a tener si yo no la propiciaba. No hice nada tampoco por evitar que su sueño fuese el de las pastillas. Así que, cada amanecer en el que desperté sudando, en medio de alguna pesadilla, la llamaba al oído para saber si esa noche había cumplido con su destino y no volvería a responder. Después me acercaba a hurtadillas hasta el cuarto de Eleazar para vigilarlo. Hoy, durante la madrugada lo escuché hablar solo, dar vueltas alrededor de la cama, no sé si arrepintiéndose, hablando con Ofelia o con el mismo Demonio. En cambio Silvia, como una estrella vieja y apagada amaneció lotando en un sueño donde tal vez brillaba con luz propia. De pronto me pareció que la casa tenía demasiadas ventanas, innecesariamente abiertas. El estéreo se escuchaba, a un volumen apenas audible en la planta baja. Imaginé que Eleazar estaría ahí, borracho o dopado, mirando el ventanal o analizando el mecanismo de la ventana que da a la puerta del jardín. Me desagradó la idea de encontrarle y tener que escuchar su perorata sobre la muerte, de la vida que de nada sirve, de la necesidad de morir todos en un acto de redención y beneicencia universal mientras yo pensaba ¿porqué no se moría él? Esperaba el brazo estirado hacia mí, el índice condenándome por mi cobardía y mis esquemas, 111 sostenidos apenas por la necesidad de sobrevivir en un mundo que se convierte en un chiquero donde nadie está a salvo de las cubetadas de mierda que cualquier desconocido puede hacer volar por los aires para que los demás recuerden su condición humanamente sucia y escatológica. Sólo encontré a la cafetera balbuceando un galimatías mientras echaba humo como una locomotora de leña, al estéreo discursando en una melodía como parodia de nosotros tres, inútilmente porque las sillas, la mesa y hasta la misma luz que anulaba la posible sombra de cualquier objeto en ese lugar, eran sordas a la música. Me miré así, programado para emitir señales que nadie podía recibir porque la condición de los hombres es la de emisores, de estaciones de enlace de alguna civilización todo poderosa que se transmite por el espacio a través de la humanidad sí, bueno, sí, bueno, me escuchas, si te escucho ahora escúchame tú y si lo digo yo por qué no a de ser si mira no más cómo no puedes entender y es que nada de eso es como lo pienso y verás dónde se queda lo otro porque bueno, ¿me escuchas? La muerte es otra cosa, anda, adelante, atrévete de otra forma me haces caso y porqué no si tú estás mal estamos todos ¡cómo puedes! Así mejor ven y ponte en mi lugar, te digo que estás mal no ves que tengo más vivencia si no es otra cosa que dejarse ir a la mejor te enseñas a no estar como estás así que bueno bueennoooi bueennooo bueennnnnnnnn. Regresé a la recámara. Ahí seguía Silvia, muerta de la mañana soñando muertes donde vivía a gusto. Cerré con cuidado. Era mejor no perturbar su muerte, para que no fuese un Lázaro que le mienta la madre a quien lo levanta y todo porque a donde iba la palabra de Dios la guiaba y más cerca de la luz que de los hombres sólo 112 en la muerte se puede estar, a lo mejor dormido y si no, dónde puede estar Eleazar si no dormido, entonces hazlo, rápido, me dije, con derecho, pero no, espera... ¿aún es amigo? ¿Acaso puedo evitar condenarme? Mejor escucha, seguro ronca, así está bien, sólo un movimiento y el cuchillo... quise irme lejos, anda, volví a decirme, baja y espera en la terraza, léete un libro, total que la muerte apenas comienza... Caminé por el corredor, quería que mis pasos despertaran además los sueños de ellos y saliesen desconocidos de los cuartos, hombres y mujeres inventados en el inconsciente, la gran heurística vomitando seres estrafalarios por los marcos de las puertas. Nadie respondió y regresé a la recámara, fui hasta donde Silvia se había transformado en vieja estrella apagada. Silvia desterrada lejos iba mientras yo tocaba su cuerpo, lo sacudía y la carne se resistía a contestar y el rostro era Silvia, Silvia no contesta, tal vez lejos... mientras me montaba en ella y le decía todo lo que no había podido decir antes mientras mordía sus orejas, comencé a llorar con ganas de fecundarle una sonrisa, de que despertara siendo otra. Dieron las doce y no bajó nadie. Ni el sonido del agua por las cañerías o la tos de Eleazar; ni siquiera el suspiro o el grito de asombro, el sonido del cuerpo abierto o el cuchillo al resbalar entre mis manos ensangrentadas, o los pasos de alguien sin el caminante, que pudo detenerse en la escalera. Demasiada luz para mí en la casa y me hubiera gustado que aún así, Silvia fuese abriendo puertas, ventanales; que buscara la penumbra a fuerza de inundar de relejos la casa y no, nadie bajó con sonido de pasos ni nadie tosiendo abría las ventanas. 113 Antes de irme, me detuve frente a la ventana sin cortinero y miré el jardín. Me pareció reconocer a un niño, escondido detrás de la ceiba, su risa al jugar con los frutos verdes y retorcidos, tirándolos contra la enredadera en el muro. Sonreí, reconocí el pantaloncillo de pana, la camisa hecha en casa y abotonada hasta el cuello, esos zapatos de piel dura que siempre me lastimaron los talones y me ampollaban las plantas de los pies. Sentí pena ajena cuando observé el cabello hirsuto, y ante la mirada del pequeño cuando se paró junto al árbol y levantó la vista, con la sonrisa apenas abiertos los labios en una expresión que más bien era de malevolencia, de insana satisfacción por alguna travesura todavía no descubierta por los adultos, sentí compasión, y sí, una profunda tristeza me invadió por todos lados. Levantó la mano, pequeña y sucia de tierra, la movió de un lado a otro, mostrando los dientes picados antes de correr hacia la barda y perderse entre los matorrales. 114 La voz, se terminó de imprimir en los talleres gráicos de la Rotonda, el 29 de noviembre de 1992. se imprimieron 1000 ejemplares más sobrantes para reposición. Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso expreso del editor 115