La Voz
Eutimio Sosa
Ediciones del paso
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Primera edición noviembre de 1992
La voz, Eutimio Sosa ®
D.R. Ediciones del paso
Vallarta 27 int 4
Barrio Concepción, México.
Impreso en México, Distrito Federal, 1992
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Todo burgués se siente dramaturgo, inventa
distintos discursos y, en lugar de poner en
su lugar a los personajes convenientes a la
calidad de su inteligencia, crisálidas en sus
sillas, busca las causas y los ines (según el
método psicoanalítico que practica) para dar
consistencia a su trama, historia que habla
y se deine.
Maniiesto Dada, 1918.
Esta voz sorda, monótona, cortés, es la que
oirán y a pesar de todo, les será reconocible
(...) Diríase que es el lenguaje que se ha
puesto a hablar por sí solo.
André Gorz
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Cuando murió Ofelia nos comunicamos con Eleazar
para invitarlo a que pasara algún tiempo con nosotros.
Primero se negó, después habló para decirnos que había
decidido viajar. Los preparativos para recibirlo no fueron
muchos. Eleazar y Ofelia tenían en casa su habitación;
cada año acostumbraban visitarnos. Después de tantas
cosas que vivimos juntos, “el cuarteto de la bahía”, como
nos bautizamos con sorna, años atrás, se desintegró
con el fallecimiento de Ofelia y junto con el dolor de
perderla, sentimos también la pérdida de la unidad que
logramos luego de años de una relación incada en
nuestras pasiones.
El tiempo y la experiencia de vida nos acercó
a Silvia y a mí; yo hubiera preferido estar con Ofelia,
pero tuve que aceptar que Ofelia preirió a Eleazar,
así como el hecho de que Silvia estuvo enamorada de
él desde su juventud, y frustrada porque nunca podría
realizar ese amor como lo hizo cuando se le entregó en
la playa, a sus dieciocho años, como el mismo Eleazar
lo contó después. Asumir tales verdades fue importante
en términos de una forzada maduración individual que
me permitió resignarme, con mi experiencia a cuestas y
mi necesidad de olvido.
La vida a in de cuentas me acercó a Silvia, o Silvia
se acercó con su vida a la mía, no lo sé, no importa ahora
que ya ha pasado tanto tiempo y nada puede cambiar el
hecho de que Ofelia está muerta, de que Eleazar vino
a vivir un tiempo con nosotros y de que el corazón de
Silvia se inquietó porque tenía una puerta abierta con esa
muerte y yo, una cerrada.
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Cuando Eleazar llegó, Silvia dejó su estudio,
en el que pasaba horas pintando un cuadro que nunca
terminó, creo yo que por desidia, aunque ella dijera que
no, que era una lucha, y se vistió como en domingo para
recibirlo en el aeropuerto. Yo no pude ir pero les vi como
si hubiera estado cuando apareció con su vestimenta
negra, con los lentes oscuros sobre los ojos y el paso
cansado, más que en otros tiempos, en los que también
caminaba como si el mundo fuera tan pesado como sus
ganas de vivir. Así lo consigné en mis notas, las mismas
que escribía mientras él bajaba del avión y envuelto en su
descuido existencial iba hacia Silvia. Esta vez llegó con
intención de abandonarse en la mecedora de la terraza
para mirar los girasoles y las grietas del muro que tapaba
la enredadera.
Los esperé en la puerta mientras Eleazar cargaba
sus maletas y Silvia iba atrás, despacio sobre sus tacones,
tambaleándose ligeramente, tal vez embriagada de
interna y oculta felicidad. Lo recibí como si en verdad
me importara su dolor, más que el mío, qué puedo decir,
actuamos uno para el otro la comedia de los pesares, sólo
faltó el mate y los ambientes cortazareanos para darle
otro realce al reencuentro de los deudos.
Después de entonces transitó por la casa, reconoció
lugares. Se estuvo algunas horas en los sitios donde, con
Ofelia, solía esperar la noche. Bastaron pocos días para
que fuese como en otros tiempos. Taciturno, paseaba por
los alrededores y volvía al anochecer. Invariablemente
iba directo a la cocina, lugar que, por sus dimensiones,
siempre le pareció un sitio especial. Eleazar permanecía
mucho tiempo junto a la ventana del jardín. Abría la
ventana y la cerraba, estudiando su mecanismo. Fruncía
el ceño. Después se sentaba a la mesa. A veces tarareaba
alguna melodía indeinible y hacía girar la azucarera
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entre sus manos. En una ocasión, dijo que ahí sería
posible montar un estudio. Lo comentó con humor.
A Silvia la casa le había gustado precisamente por ese
desproporcionado espacio.
Nosotros respetamos su mutismo y preferíamos
no interrumpirle en sus relexiones. Se perdía en los
recuerdos, con Ofelia en la memoria. Eleazar sentía a
veces que estar viudo era más doloroso por la soledad que
enfrentaba que por la muerte de su compañera, aunque se
veía más sereno de lo que él mismo quería estar. Cuando
hacía comentarios en ese sentido, yo le respondía que
era bueno sentirse bien, que al inal el dolor pasaba,
pero a él le preocupaba esa distancia insalvable en la
que Ofelia se iba alejando, y con ella una parte suya muy
grande. Estaba empeñado en que no había más camino
que dejarse ir en los días. Nada le interesaba y la sola
existencia se le presentó como un grave problema cuya
solución, después de rondar posibles salidas, sólo podría
ser el suicidio aunque, claro, no era para tanto, no en su
caso, me decía al inal de sus oscuros sermones. Insistía
en que todo giró alrededor del mundo que construyó
con Ofelia y eso ya estaba fracturado, lejos de él. A mí
me parecía un plan tremendista. Era un buen crítico y su
cuarta novela le ha permitido vivir como escritor, si no
económicamente -su hermano Bruno le ayudó bastante-,
cuando menos sí de la fama. Así que el hecho de que
acabara de enviudar no signiicaba que todo se había ido
al diablo. La verdad es que no podía entender esa actitud,
no le conocía esa cara. Se lo comenté durante uno de
nuestros diálogos en la cocina.
-Cómo la ibas a conocer, es la primera vez que
Ofelia se muere -respondió con una sonrisa enigmática.
Me serví café. Detrás del ventanal, la luna movía
relejos. Llegó Silvia.
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-¿Por qué tan a oscuras? -preguntó desde la puerta.
Fue hasta la estufa, también se sirvió café.
-Hola, Ele –le dio un beso cuando regresó a la
mesa-, tienen unas caras que ni para vérselas.
-Hablábamos de Ofelia -comentó Eleazar.
-Hablábamos de ti -contradije. Silvia lo miró.
Permanecimos en silencio. En la penumbra, se
podían ver los rostros y sobre la supericie de la mesa,
las manos.
-No voy a negar que pienso demasiado en la
muerte, vuelven viejos pensamientos relacionados con
el suicidio... no tiene sentido lo que pasa por mi cabeza,
es una regresión, un absurdo bache existencial.
-Estás saturado, no deberías pensar en esas
cosas ¿por qué no trabajas en algún proyecto que tengas
rezagado? -aconsejó Silvia.
Sus frases, seguras, contrastaban irónicamente
con la expresión de angustia en su rostro. Lo miraba con
ojos que no podían ocultar su amor, un enfermizo amor
crecido en la nada. Desde que Eleazar aceptó la visita, no
tuvo un rato de paz y lo que fue una pena por el deceso de
una amiga, se convirtió en alguna clase de tensión que iba
de la angustia a la depresión más aguda. Yo la entendía,
me pareció muy normal que estuviera enfrentada por esa
muerte que tanto deseó durante algún tiempo, hace ya
algunos años, porque Eleazar había entrado y salido de
su vida sin dejar nada. Así que Silvia se había quedado
sola, hasta que llegué yo, con mis propios iniernos para
combatir el fuego con más fuego.
Pero el tiempo, la distancia, los sucesos; todo
nos transformó paulatinamente. No podíamos ser los
mismos de antes, lastimarnos unos a otros con nuestras
pasiones adolescentes, amando a quien no podía estar
cerca y exigiendo a quien sí lo que no podía dar. ¿Por
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qué era tan difícil amar sin pedir, ver en uno mismo lo
que se necesita para estar en paz y no en quien vive con
uno? Supongo que es más fácil mostrarse débil para no
asumir que la soledad es real en el interior del ser humano.
Ninguna clase de comunicación nos acerca al otro sino
a nosotros mismos, como decía Eleazar, parafraseando,
cuando defendía sus extravíos.
-No es fácil –traté de aproximar mi tono de voz a
una manifestación de dolor que me permitiera un punto
de encuentro con el deudo y al mismo tiempo hacer un
llamado de atención a Silvia por pretender que alguien
olvidase lo que es la muerte y se pusiera en manos de
una soledad que, aunque yo no lo viera así, podría ser
peor. Pero Eleazar aseguró que estaba equivocado. Ya
no respondí. Tomamos café, siempre en silencio. Hasta
que él comentó:
-¿Se dan cuenta?, en la penumbra somos otros.
-Se te ocurre cada cosa -comentó Silvia, sorprendida
de pronto en sus relexiones, incómoda en medio de la
densidad del ambiente que el abrupto comentario de
Eleazar creó en un instante.
-¿Será así morir? -prosiguió él-. Un tránsito de
sombras. Imagínense, miles de sombras moviéndose
hacia la luz para desaparecer en la nada... sí, es fácil,
mucho más fácil de lo que se puede pensar.
-De por sí este trance es duro, no veo porqué
quieres sufrir tanto. No deberías torturarte. Le das
muchas vueltas a algo que no tiene solución.
Silvia trató de ser amable, aunque con su sentencia
trataba más de convencerse a sí misma que a Eleazar.
Ella estaba sufriendo por algo distinto a la muerte o el
dolor, una pasión reprimida que le enturbiaba la mirada
y le hacía quebrar la voz mientras el deseo y las ganas de
ser libre la devoraban.
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-Tú propones olvido; es fácil de pronto perderse,
no sé si en mi cabeza o el interior de una caja cerrada,
vacía, y regresar, estar un tiempo en el mundo, volver
a la oscuridad... en el fondo es algo cómodo. Quisiera
un dolor real, más grande, que me haga arrastrar
melodramáticamente la cara por el lodo para no sentirlo.
Pero si olvido, me quedo fuera.
¿Fuera de qué podría quedarse Eleazar sino del
mundo? Quedarse fuera o adentro, eso era relativo
en los territorios de la voz interior que siempre marca
las fronteras del espíritu. Quedarse fuera del mundo
significaba tener que mirarse a sí mismo, revisarse
desde el interior de su Ser, tener que mirarse con sus
propios ojos y no con los que Ofelia y él construyeron
para ver uno en otro la imagen de lo que en realidad
nunca fueron. Eleazar quería observarse desde los ojos
de quien todo lo perdona por amor, de quien no nos
ve, por amor, no de quien nos ama más allá de nuestra
miseria y nuestra grandeza después de verlas, sino desde
el amor romántico y ciego que provoca la necesidad de
no estar solos. Eleazar quería mirarse con complacencia
en ese momento en que se caían todos los escenarios
construidos para vivir su vida lo más cercano a un
perfecto montaje.
Pienso en Silvia, que a partir de la llegada de Eleazar
cambió radicalmente su actitud, pienso en Eleazar
sufriendo melodramáticamente la muerte de Ofelia, y
pienso en mí, en silencio ante ellos y con el duelo de
esta muerte, y me pregunto entonces si ese amor del
que hablo no es un fardo que cargamos porque nos lo
endilgaron nuestros padres sin sentirlo, a nuestros padres
los suyos y así desde la primera manifestación de lástima
por uno mismo y por el otro; porque en ese amor no
hay nada de grandeza, ni de humanidad. El amor del que
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tanto nos hemos hablado unos a otros, es más parecido
a una mentira piadosa para aferrarnos a una seguridad
que nos permite sobrevivir en un mundo que no conoce
ni el amor ni las cosas de lo que es el amor verdadero.
Desde que su mujer murió, Eleazar tuvo que
enfrentarse a sí mismo, otra vez solo. Pero ese reencuentro
motivado por la pérdida, no iba a ser posible en mayor
medida mientras mantuviera esa debilidad disfrazada de
duelo y nostalgia por el pasado. Ofelia había sido un ser
de mucha luminiscencia, con un carácter tan fuerte que
bien pudo absorber la voluntad de Eleazar y ahora, sí, por
eso es que también se sentía como muriendo un poco.
-Esas son pendejadas. Aquí dentro no hay palabras,
sólo vacuidad. Es más parecido a la indiferencia -me dijo
cuando le comenté lo que pensaba. Se paró a servirse
café. Silvia aprovechó para excusarse y se retiró al estudio.
Nos dijo que pintaría hasta muy noche.
Se encerraría en su estudio a dibujar bocetos de un
cuadro que había comenzado más de veinte veces. Era
una obsesión el permanente intento de hallar la forma
de expresar su necesidad de romper con ella misma y
convertirse en otra. Siempre había dicho: “será Silvia,
otra Silvia diferente a mí la que salga de estos pinceles”.
Yo sabía que en el fondo, le causaba dolor ver a Eleazar
en tales condiciones porque esa mujer de la que hablaba
era la misma que amaba a Eleazar desde siempre, desde
sus primeros encuentros en la lejana adolescencia. No
era necesario que me dijera nada para adivinar que aquel
amor enfermizo por él, alimentado por nuestro gran
fracaso, por la muerte, volvió a surgir de los sueños, y
de tantos años dedicados a olvidar.
Ofelia y yo nos conocimos en alguna de esas iestas
de adolescentes, antes de pensar en salir de la ciudad,
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sin imaginar que volveríamos a vernos después, en
otros sitios, de otras maneras. Siempre la admiré en
silencio, desde que nos encontrábamos en los balnearios,
aburridos de la rutina, inventando juegos absurdos para
darle sentido a los encierros playeros de semana santa
y vacaciones de verano. Después coincidimos en el
DF, en las reuniones de universitarios, en las peñas de
moda, en las iestas que en ese entonces se organizaban
en la Narvarte o en la del Valle, como en otros tiempos
en los que caminábamos por las calles de Guanajuato
o San Miguel Allende, deshaciendo parejas, buscando
intimidades fortuitas para explorarnos unos a otros,
ensayando temas de conversación para sentirnos mayores.
Nos frecuentamos toda la vida y hasta pensé que
Ofelia era a quien podía amar como en ese entonces
suponía que ama toda la gente: con necesidad del otro,
con entusiasmo, con esperanza. Y así lo hice, hasta
que una noche, ya en México, lejos de aquellas tardes
montados sobre el barandal de la casa de playa, fuera ya
de todo vínculo con nuestro pasado de niños bronceados,
de ancianos pendientes de nuestras palabras y nuestros
gestos, de los pequeños amores nacidos a la sombra
de los almendros marinos y muertos en los asientos
traseros de cualquier auto, hablamos de nosotros, nos
recordamos en los lugares de siempre, mencionamos al
tiempo y nos vimos como si nunca antes hubiéramos
notado las marcas en el rostro, el brillo distinto de los
ojos, y nos gustamos. Esa noche dormimos juntos, y
aunque ella no lo insinuó siquiera, hablé de amor. Ofelia
guardó silencio, dejándose acariciar como si nada y nos
seguimos amando. Pero de que no le importaba planear
futuros me di cuenta cuando, otra noche, en la plática,
bajo las sábanas, trajo a colación a su pretendiente y el
comentario de que él nada tenía que ver con lo nuestro
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aunque era importante que yo supiera de su existencia
porque tampoco lo iba a dejar, pobrecito, la quería tanto y
le caía tan bien. La esperanza de quedarme con ella toda
la vida, aunque sea así, compartida, el gozo de tenerla
y disfrutarla, me obligaron a callar mis peroratas. A
partir de entonces, con nuestros encuentros amorosos,
establecimos una rutina de catarsis basada en ocultos
sentimientos de culpa, yo asumiendo el papel de víctima
porque sufría en silencio mi amor no correspondido y
no era suiciente su piel y su saliva, y ella el de victimario,
consciente de mis sentimientos, jugando en dos camas
a ser la vampiresa; hasta que terminamos alejados, sin
palabras de consuelo para la vida de ambos.
Después de una noche en la que analizamos los
términos en que estaba sustentada nuestra amistad,
hablamos de otros tiempos, tratando de comprender
las razones que nos movían a ser como éramos, yo
pusilánime para las cosas del amor y ella tan libre y
desentendida. “Quisiera sentir como tú, Carlos, pero
no puedo, no estoy hecha de la misma manera”, me dijo
cuando trataba de convencerla de que fuese mi pareja.
Nada valióero sobre todo porque podía subir al desván
de la casa para hojear sus cartas de amor, guardadas en
bolsas de papel amarillento. También porque compartía
las vacaciones con la prima Elena, quien vivía en México,
y jugaban a ser otras mujeres, de esas que los almanaques
reproducían con sus largos vestidos de olanes y
sombreros de ala ancha. Ofelia inventaba los diálogos,
los pasos medidos en el desván; diseñaba los atavíos con
que saldrían a conquistar el mundo de la noche. Elena
revisaba las cartas, bajaba a preguntarle a la tía qué era
Tul y por qué un hombre puede morir de amor con
los pálpitos del corazón en la mano. A veces salían a la
calle, cuando doña Emma se iba a descansar mientras
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algún concierto de Chopin se repetía en el gramófono.
Caminaban hasta la catedral metropolitana y recorrían la
amplia bóveda, parapetándose de las miradas inquisidoras
de los ancianos en los pilares del ala principal. Luego,
tomadas de la mano, volvían a la calle de Juárez.
Así, sin mayores preocupaciones, Ofelia se formó
en un medio que no le permitió cuestionarse a sí misma,
sobre todo porque nunca en la vida tuvo tiempo para
pensar que podría tener necesidades espirituales que
le opacaran la existencia; esas cosas, hemos dicho, le
sucedían a los demás, no a ella, que siempre tuvo el
control de su vida y sus ideas. Tal vez por eso era buena
escucha, observadora, imaginativa, aventurera y había
crecido con la necesidad de preocuparse por alguien,
por algo. Posiblemente para sustituir su necesidad de
ser atendida. Por eso cuando, años más tarde, durante
nuestras terapias sexuales, descubrió que tenía hacia
mí una proyección maternal subvertida, pensó en
retrospectiva y se topó con una soledad descomunal que
le acechaba desde todos los recodos de su existencia.
Miró en mí al mismo fantasma, disfrazado de inseguridad,
de recelo por los demás, por el mundo, y supo con más
certeza que yo que en mis planes de vida, en el trabajo,
había un solo objetivo: olvidar que estaba solo, y ella no
quería saberlo.
Volví a Campeche después de cinco meses viviendo
en ese sueño. Me coloqué en una escuela de artes y
dedicaba mi tiempo a escribir obras de teatro que nunca
se montarían. Tratando de escapar del recuerdo de Ofelia,
realizaba largas caminatas sin rumbo por el centro de la
ciudad. A veces, solitario, me sentaba a tomar un café en
el Oreza o, durante los ines de semana, me iba a Mérida, a
vagar por sus calles, tan parecidas a las del puerto durante
las horas en que nadie transitaba ya la ciudad antigua.
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En una ocasión, entré en un cafetín de media luz. Hasta
esa noche, no había encontrado nada que me sacara del
marasmo en que había caído.
Aunque es ahora, años después que lo hago,
siempre quise escribir una novela. Desde entonces,
antes siquiera que a Kundera se le ocurriese escribir
acerca de ello, yo tenía el tema que, según pensaba,
nadie había descubierto. La gran casualidad cubriéndolo
todo, dirigiendo el destino de los hombres como un dios
magnánimo. La casualidad que marcaba las pautas en
la vida. Había sido la casualidad la que ponía todo a la
mano de los hombres, o lo retiraba, y no el destino de los
griegos, que no era sino un juego de azar de los propios
dioses. Desde entonces, iba tras la Voz, perseguía las
frases de mi gran obra, los caracteres que la distinguirían.
Así que, como en esa casualidad en la que me encontré
con que Kundera se me había adelantado en todo, en
aquel tugurio encontré a Silvia.
-¡Qué casualidad!, mira que encontrarte aquí
-cuando levanté la cara, la reconocí-. ¿Me puedo sentar?
-preguntó mientras se acomodaba frente a mí-. Te vi
desde que entraste, pero no quise acercarme. Te noté
tan triste... ¡qué casualidad! -repitió en un tono pueril.
-Sí, qué casualidad -dije, todavía sin salir de mi
asombro.
-Oye, que sorpresa, no me digas que vienes muy
seguido por aquí.
-La verdad, no. Más bien andaba paseando sin
rumbo.
-Ay, pues que bien, ¿eh?, que gusto platicar contigo
en este lugar tan extraño.. ¿te das cuenta?, la casualidad
no existe.
-Así es –le dije, pensando que había sido más bien
una desgracia el encuentro.
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Silvia viajaba a Mérida y llegaba a casa de uno de
sus amigos; por las noches, iba a ese sitio a dibujar en
la penumbra. Durante esa misma y casual velada habló
de sus problemas existenciales y expuso la situación de
su vida. Ante mi necesidad de escapar del recuerdo de
Ofelia, presté atención a su perorata. Me enteré de lo que
hacía en el teatro y de muchas otras cosas sin importancia.
También habló de una relación de la cual había salido
muy golpeada y se quejaba de la vida mientras me iba
mostrando unos bocetos que traía consigo.
-Estos son para la compañía. Es un proyecto
personal que realicé para la puesta de Hamlet. No les gustó
pero sé que valen, están hechos con mucho cuidado.
Estudié bien el texto.
Yo no había visto en toda la península ningún
montaje de ninguna compañía con escenografía de
Silvia, aunque sí la vi deambular por los pasillos del
teatro del estado, en Campeche, acompañada de actores
y alguno que otro desconocido que seguramente pasaba
por su vida como cualquier moneda. Ella estaba en la
compañía gracias a los favores de un alto funcionario con
quien mantenía relaciones, aunque ella asegurara que su
conocido la había ayudado por mera amistad.
Estuvo conmigo hasta la madrugada. Me invitó a
caminar con ella y después “a ver qué”. Terminamos en
mi hotel, hablando de literatura, fumando mariguana,
bebiendo cervezas y cogiendo como si esa madrugada
fuera la última en la vida. Al otro día, me invitó a
desayunar con sus cuates pero le dije que no. Después de
despedirnos a la puerta del zoológico, tomé un autobús
que me llevó hasta santa Ana. Caminé hasta el paseo
Montejo, pensando en lo que sería mi novela y, sentado
a una mesa, en el Impala, concebí sus pormenores. El
domingo por la noche regresé a Campeche.
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Convencida de que ese casual encuentro fue un aviso
para su vida, Silvia comenzó a frecuentar las instalaciones
de la escuela donde yo trabajaba. Por ese entonces,
ayudaba en el taller de actuación y asistía con regularidad
a los ensayos y las sesiones de taller. Silvia actuó con tal
precisión que, poco a poco, fui cayendo en la trampa. Sin
estorbarme, se mantenía cerca de mí, sugería cosas que
resultaban muy oportunas, pedía permiso para quedarse,
y hasta se encargaba de que nunca me faltase café en la
taza. Pasaron los meses y me acostumbré a verla llegar
minutos antes de que inalizaran las presentaciones, a
escucharla hablar durante horas. Sus monólogos eran
una frenética búsqueda de sí misma. Según ella, pronto
una nueva Silvia triunfaría como una gran diva. Quería
irse a la capital, triunfar haciendo teatro, pero también
quería pintar, encontrar las imágenes que, según me
confesaba, la atormentaban sin descanso pero que, a la
hora de plasmarlas en la tela, se perdían en los vericuetos
de su alma.
Debo reconocer que hacía un gran esfuerzo por
sostener una constante disciplina de trabajo, aunque
el resultado era muy pobre; la verdad, es que no tenía
mucho talento. Además, no podía evitar el dejarse llevar
por su tendencia a la promiscuidad y el reventón. Por
eso sus comentarios me incomodaban, además de que
no lograría nada corriendo el riesgo de irse. Lo más que
podría suceder es que terminara de puta, como tantas
ilusas sin talento, deslumbradas por el sueño de la fama
y la gloria, sobre todo cuando no se podía soslayar el
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hecho tan evidente de que aunque algunos productores
de fuera y gente del medio le había dicho que tenía talento
y carisma, lo hicieron con el afán de acostarse con ella,
aprovechándose de esa absurda ingenuidad que ninguna
experiencia le había corregido, porque después de unas
semanas, o escasos días de darle las nalgas al galán en
turno, entraba en severos conlictos existenciales porque
era incomprendida en su generosa entrega como señal
de amor y comenzaba a exigir que se le tratara como a
una virgen. A veces la cuestionaba por el placer de verla
dudar de sí misma, eran preguntas clave, que tenían que
ver con sus sentimientos, o con una cultura teatral que
nunca se preocupó de adquirir, pero lejos de perder el
ánimo, Silvia hacía esfuerzos supremos por entender lo
que sólo estudiando y con el tiempo era posible. A pesar
de mi agresividad y sus bemoles, nos fuimos haciendo
amigos, con el paso del tiempo y la convivencia cotidiana.
Nada estuvo planeado para nosotros, hasta que
cambiamos la manera en que nos encontrábamos, ya
sea en mi casa o en la suya. Había ines de semana que
aprovechábamos en recorrer la costa, haciendo un listado
de playas solitarias, de parajes donde pasar el día y de
pueblos pintorescos condenados a desaparecer. Nos
unía el vacío y el hartazgo que cubría el puerto, la mutua
necesidad de existir de una manera diferente, aunque en
realidad lo único distinto en nosotros era la creciente
dependencia de nuestras almas atribuladas.
Entonces fui una tabla de salvación para su vida,
la oportunidad de romper con todo e intentar de nuevo
la felicidad. No le importó la posibilidad de un fracaso
sino lo que esa relación podría proporcionarle, cosa que
yo no me explicaba sino como la causa de sus derrotas
amorosas. Después de Ofelia, yo no creía en el amor,
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sino en una capacidad de vivir las circunstancias como si
fuera un eterno presente. Y aunque Silvia se daba cuenta
de eso, continuó con el juego, sin importar lo demás.
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En las relaciones humanas siempre acontece una
casualidad extraña. Lo sé porque lo he vivido siempre.
Ahora, por ejemplo, que he mirado a Silvia deseando a
Eleazar como otras veces, que la he sentido excitarse a
causa de él, que no duerme sin invocarle; ahora que no
está Ofelia, que nunca más podré besarla furtivamente
como en otras épocas, que ni siquiera podré mirarla, que
no podré sentir el aroma que despide su cuerpo cuando
suda. Ahora que no puedo escuchar el inicio de su risa
ni el inal de sus palabras.
La casualidad es tal que se hace destino, como el
nuestro de seres humanos sin límites en otros tiempos,
tan prisioneros de nuestros cuerpos, de nuestras pasiones
celosas y primitivas, de nuestros dolores y nuestras
fantasías. No somos lo que alguna vez pronosticamos
que seríamos, ni siquiera el indicio de lo que presentimos.
Nos ha ganado el tiempo y el cansancio, la falta de fe,
nuestro temor a quedarnos solos. Ahí Silvia, deseando a
Eleazar, aquí yo, mirándola sin sentir nada porque pudo
estar muerto él y Ofelia con nosotros, morirse ella y estar
yo en otra casa y ser deseado... igual podrían ser tantas
cosas. Así acabaré reclamando al fantasma de Ofelia por
su muerte, pidiéndole que vuelva para que me diga que
sí, que la mató Eleazar con su vida sin problemas, que
la asesinó él mismo; que sí, señor, que sí, Hamlet, que
sí, Raskolnikov, que sí, que sí... Aquí vamos, con ganas
de hablar y sin hacerlo porque nuestros escrúpulos no
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lo permiten. Podremos decir lo que queramos si no
incluye el presente. Podemos decirnos que fracasamos,
que somos mierda, que tenemos miedo, mas no ajustar
cuentas con el destino, abrir la caja de las palabras que
es peor que la de Pandora. No podemos decirnos lo
que estamos haciendo, lo que ya pensamos hace mucho
tiempo y más. No podemos decir nada de lo que nos
carcome, de lo que nos acaba las células de la paciencia,
de lo que destruye la poca luz que nos queda.
Cuando mi relación con Silvia se estabilizó, decidimos
viajar a México. Ahí me gané el título de adaptador
y guionista. Trabajaba con tal empeño que nunca me
faltaron propuestas. Por ese entonces, Eleazar y Ofelia
se casaron; muy pronto dejamos de vernos. Si acaso nos
encontrábamos en algún café de moda o en el estreno de
un montaje, con el saludo frío y distante, separados por
nuestras historias en común. Eleazar sabía de mis amores
con Ofelia, yo de los de Silvia con Eleazar, y no nada
más de los encuentros de antaño sino de los recientes, de
los que sucedieron mientras nos íbamos acercando más.
No me importó, estaba empeñado en rescatarme de esa
soledad que nada tenía que ver con ella. En ese entonces
también pensaba que el amor después de Ofelia no era
sino un contrato de convivencia adulta y libre. Pero ¿de
qué libertad creía hablar? No lo sé hoy al mirarme dentro
de mí lleno de temores, de pesadillas en las que ya nadie
está cerca, en las que comienzo a envejecer de vientos
oscuros y un gran silencio.
Debo reconocer que nunca establecí con Ofelia
un nexo como el que logró Eleazar. Ellos coincidieron
por causas fortuitas. La casualidad les unió, tal vez desde
antes. Al regresar a casa, luego de los ensayos, hacían el
trayecto como si no se conocieran. Sólo de vez en cuando,
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él llamaba su atención para mostrarle algún detalle de la
ciudad. Podía ser un cartel en alguna barda, una ventana
abierta, un balcón convertido en jardín.
Un día, Eleazar le pidió que se adelantara unos
pasos. Le dio indicaciones de toda clase. Que mirara
las nubes, que se detuviera al paso siguiente como si
fuera un video al que le pusieran pausa. Durante varias
semanas Ofelia caminó siempre unos pasos adelante de
él. Comenzó a disfrutar del extraño placer de ser dirigida.
A diario, quince minutos de su tiempo lo dejaba en manos
de Eleazar. Su voz la hacía ver, motivaba imágenes en
su mente, proveía de fuerza motriz a su cuerpo. En
una ocasión, salió antes que él, después de un ensayo.
Lo esperó en la avenida. El pasó silbando. Miraba con
descuido a todos lados. Ofelia esperó a que se alejara
unos metros y emprendió la caminata.
-Detrás de ti vienes tú mismo -le dijo al cabo de
un rato-. ¿Por qué no te abandonas a él?
No se detuvieron. Ofelia se acercó más.
-Tardaste mucho -comentó Eleazar.
-¿Tú crees? Ahora este yo que está detrás de ese
yo que camina adelante y eres tú, va mirando la ciudad,
¿puedes verla?
-No me ayudas.
-Hay un punto de fuga al inal de la calle. No lo
ves pero es como un pájaro jugando con el trazo de la
avenida.
-¿Poeta?
-Ay, cómo crees, no te burles.
-No lo hago, me gustó la avenida, así de mal trazada
por un pájaro.
-Eres un tonto.
-Bueno, sigue intentando.
-Me gusta estar contigo.
23
-No dominas...
-¿Será?
-Eso creo.
Pero cuando llegaron al ediicio y Ofelia cerró la
puerta de su casa, él se quedó ahí, con el número 30,
empotrado en la hoja de madera, frente a sus ojos; sin
pensarlo dos veces, tocó el timbre.
Un tiempo después, mientras la ciudad de
México se hacía más gris y los vendedores de bienes
raíces incaban un imperio, Eleazar y Ofelia supieron
que estarían juntos para toda la vida. Luego de la boda,
nos fuimos todos a emborracharnos al bosque.
Días antes, como sucedió ahora, cuando Eleazar
nos dio aviso de que vendría un tiempo con nosotros,
Silvia estuvo muy nerviosa y aunque hacía todo lo posible
por ocultar su inquietud, a mis ojos era evidente que algo
estaba sucediendo. No pensé en ese momento que se
tratara de Eleazar, de su boda, de cosas que tenían que ver
con aquella necesidad de pintarse saliendo de sí misma,
de amores que nunca concluyeron y que, seguramente,
ya no eran correspondidos. Como era su costumbre, salía
a recorrer cafés y librerías mientras yo me dedicaba a lo
mío, a la batalla por sobresalir literariamente en medio
de tanta desolación existencial. Pero esos días volvió con
los ojos irritados del llanto, o por la mota, cansada y con
la mirada caída, casi no hablaba conmigo, pintaba hasta
el amanecer y creo que a partir de entonces fue que le
nació la costumbre de hacerlo durante la madrugada, en
medio del eterno murmullo de la ciudad adormecida. De
tres noches, tres bastidores con dos cuerpos de mujer
mal delineados, cada uno distinto a los demás, pero con
el mismo motivo: un cuerpo saliendo del otro. También
fueron las primeras de tantas telas que después siguió
24
echando a perder; y aun cuando volvimos al puerto
siguió haciéndolo, convirtiendo muchas veces la cocina
en estudio, en refugio, en tumba de luz por sus vitrales.
Como se hizo tarde para el civil, fuimos
directamente al Desierto de los Leones. La iesta estaba
muy animada y los comensales dispersos por todo el
sitio, rodeado de arboledas. La reunión cobraba visos
de ruidosa borrachera. Poco a poco los peregrinajes de
mesa en mesa de los invitados fueron descomponiendo
el pintoresco cuadro ordenado en un principio por los
anitriones. Silvia había desaparecido con un grupo de
gente que se alejó hacia el bosque para fumarse un marro.
Más tarde, cuando a Ofelia le dijeron que alguien vio a
Eleazar en un paraje solitario, abrazando a Silvia, no dejó
de sonreír, al contrario, se veía radiante. Sólo de vez en
cuando consultaba la hora. Yo me había dado cuenta de
ambas ausencias pero estaba muy a gusto en una de las
mesas dispuestas para los invitados especiales y Ofelia
misma me atendía como si fuera el único. No eran esos
los tiempos en los que me preocupara mucho Silvia.
Ofelia se había sentado a mi lado y me trataba como
en otra época lo hizo, entre el soy tu amante y espérate, no
te confundas. Por momentos me acariciaba la nuca, me
servía mis tragos, solícita. Su preocupación por tenerme
contento aumentó cuando aparecieron Eleazar y Silvia.
Todos habían seguido el desarrollo de los sucesos, para
nadie fue un secreto el rumor que fue por todas partes
hasta llegar a Ofelia, así que después de ver la manera en
que ambos asumimos lo acontecido, dieron por hecho
que algo había pasado y tendría sus consecuencias.
Ahora nadie miraba a Ofelia, ni a mí. Los ojos de quienes
compartían nuestra mesa seguían los pasos de Eleazar
entre los demás comensales, acercándose a su esposa,
otros a Silvia, que venía como de otra dirección, como
25
de un lugar diferente, yendo directamente a la mesa del
funcionario que en otro tiempo la ayudó a permanecer
en la Compañía estatal y que ahora, también inmigrante
en la capital, era uno de los promotores en la compañía
independiente en la que Ofelia estaba trabajando como
asistente de producción.
Las apuestas a la tragedia segura alojaron como
la tensión de quienes creyeron terminada la iesta pues
Ofelia no hizo preguntas, siguió luyendo al ritmo de la
música. En cambio le pidió a Eleazar que la acompañara a
recorrer las mesas, por si algo se les ofrecía a los invitados.
Yo esperé un rato más, tal vez media hora, dejé que
Silvia prosiguiera su maravillosa actuación, argumenté
un severo malestar y me retiré temprano. Silvia se quedó
bebiendo con sus amigos. Como nuestro acuerdo de
convivencia estaba sustentado en la libertad, un concepto
un tanto extraño de la libertad para quienes viven juntos,
y que ella se ha tomado siempre muy en serio, volví a
verla hasta dos días después.
Ofelia le reclamó a Eleazar y él contestó que Silvia
había tratado de besarlo, le pidió que se acordara de
cuando ellos hicieron planes, así que luego de insistir
en lo mismo ella le pidió un beso, el último. Eleazar la
rechazó, Silvia no quiso entender razones, se tiró sobre él
para besarlo y perdieron el equilibrio al resbalar con una
raíz. Poco después, pasó una pareja en busca de un lugar
solitario y les vieron levantándose, Eleazar ayudándola,
ambos todavía sorprendidos por el cambio tan brusco
de melodrama a comedia. Reían estúpidamente por lo
ridículo que había resultado el instante. Silvia tuvo que
resignarse. Comprensiva como siempre que actuaba su
papel de entregada y feliz Magdalena, Ofelia ya no le
dijo a Eleazar quién corrió la voz de que Silvia y él se
encontraron en el bosque ni volvieron a mencionar el
26
asunto. Tampoco desmintieron nada y aunque el suceso
fue muy comentado, pronto quedó en el olvido.
Mucho tiempo después, Eleazar y yo fuimos
contratados para trabajar en el mismo montaje. El saludo
fue normal cuando nos vimos, celebramos llegar a ese
momento tan importante para los dos. El preguntó por
Silvia, yo por Ofelia. Nos congratulamos de que ambas
estuvieran bien, de que todo marchara. Recordamos
un poco nuestro pasado común, con cierta reserva
y pedante lejanía, evitando las partes escabrosas, los
malos entendidos. Nos preguntamos en tono ilosóico
por las razones del distanciamiento y concluimos
que fue el tiempo, las actividades del artista, la gran
ciudad de México, aunque la distancia la había marcado
la promiscuidad compartida, en la que nos fuimos
conociendo unos a otros tan de cerca que fue mejor
olvidar cada uno de los contactos y las palabras que nos
habían ido sacando de adentro del alma.
Silvia nunca preguntó por Eleazar. Para ella fue
revivir un tiempo que estuvo, hasta entonces, fuera de
su vida, poblar de fantasmas el departamento y perder la
paz que tanto le había costado. No supo si le preocupaba
más el descubrirse con la necesidad de verlo otra vez o
de aceptar que nunca había dejado de amarle. En ese
entonces, y a veces me parecía que siempre, en sus lapsos
de desesperación, Silvia era capaz de amar a cualquiera
que pudiera ofrecerle un espacio en su vida, aunque fuera
el mismo que se le da a la mujer conquistada en un bar.
No recuerdo cuando, le dije que Eleazar y yo pensábamos
trabajar juntos una propuesta independiente.
-¿Ah, sí? Qué bueno, Carlos, me da gusto que
te decidas a hacer algo tuyo, y más si lo haces con tus
amigos.
27
-También lo es tuyo.
-Sí, claro, también es mío –y sonrió, con sutil
sarcasmo.
Ella se peinaba frente al espejo y se miró en
él. Fue un momento, acaso el tiempo suiciente para
delatar la turbación, aunque pudo ser el parpadeo, y
algo fue liberado con el comentario porque esa noche
abandonamos las posturas que desde hacía tiempo
determinaban nuestra relación, cada vez más acartonada
y estéril, aunque todavía no queríamos darnos cuenta.
Hasta hicimos el amor como hacía mucho, y viajamos.
Nunca supimos a dónde. Cuando menos yo nunca lo
supe, ni quise preguntarle a ella, mucho menos ahora
que, aunque la tengo frente a mí, no hay más tiempo
para hacerlo. A partir de entonces, todo volvió a la
normalidad, regresaron las charlas por la mañana, los
abrazos nocturnos y el beso furtivo al salir a la calle.
Como si pronunciar el nombre de Eleazar de esa manera
hubiera sido un exorcismo, un acto mágico que nos
restituyera la calma.
Durante el tiempo que duró el trabajo teatral,
Ofelia y Silvia tuvieron oportunidad de verse, primero
de lejos, sin estar muy seguras de querer hablarse luego
de lo que Silvia había divulgado como una traición de
Eleazar -su boda-, aunque nunca hicieron planes.
Conmigo, la sonrisa de Ofelia era un símbolo
de complicidad y cariño. Cuando se acercó a nosotros
durante uno de los ensayos generales, poco antes del
estreno, Eleazar no estaba presente. Fue la mirada de
reojo para Silvia y un hola qué tal despreocupado y
como al azar, para mí el beso, un abrazo eufórico; un
comentario insulso por lo mono del vestido de mi mujer
y la felicitación calurosa por mi trabajo. Y luego, las
palabras pronunciadas con soltura:
28
-Tan amigos como siempre, ¿quién lo iba a
imaginar, verdad? -el comentario para Silvia, la sonrisa
cómplice de nuevo para mí.
-Siempre lo hemos sido -intervine-, lo que pasa es
la lejanía, tú sabes...
-Ay, claro, cómo crees, lo que pasa es que hasta
el mismo Eleazar pensaba que ya nunca sería igual
que antes, como en Campeche, a eso me reiero. ¿Se
acuerdan?
-Cómo no nos vamos a acordar, Ofelia -respondió
Silvia, con un tono de sarcasmo y provocación-, a poco
se puede olvidar así nada más. Hace muy pocos meses
que no nos vemos, no me chingues.
-Pues mira, quien sabe, luego pasan tantas cosas que
ya no son problemas de memoria... quiero decir, luego
se viven tantas situaciones y pasa el tiempo, vamos, tú
me entiendes...
Ella había cambiado. Tal vez hasta su voz era
diferente. Me pareció que tenía cierta similitud con
Eleazar. Las expresiones, los gestos de apoyo a las frases
y esa seguridad, eran casi insoportables. Siempre envidié
aquella manera de asumir la vida. Eleazar se proyectaba
en sus movimientos, en las palabras, que parecían luir
como de una fuente inagotable de imágenes.
-Está muy bien el trabajo, Carlos, en verdad te
felicito, creo que lograste una buena dramaturgia para
el montaje.
-Oye, pues qué bueno que así te parezca, la verdad
es que todavía creo que tiene algunas partes que sería
bueno ainar un poquito.
-Pero minucias que no vale la pena tomar en cuenta,
ya tan avanzada la obra, lo mejor es que no se lo digas a
nadie porque son tan pequeñas que sólo quienes estamos
involucrados lo percibimos.
29
-Pues a mí me parece que está bien, no le falta nada
–intervino Silvia-. Porque yo también conozco la obra y
bueno, tú sabes, vi como se fue escribiendo.
-Ay, si no lo dudo, querida, pero desde la perspectiva
de la actuación...
-Desde la perspectiva de la actuación el problema
es del actor, chulis.
-En parte, ¿no?, el texto también cuenta.
-Pues sí, pero fundamentalmente es el texto que
dirá el actor y si el actor no es bueno, pues no se logra
el texto, pero si el actor es bueno...
-Cualquier texto por más malo será mejor –Ofelia
terminó el cliché-. En in, pero cuéntame, cómo estás
tú, Silvia.
-Bien, qué te puedo decir cuando mi vida no es
muy interesante.
-Pero si vivir con un escritor no es interesante,
entonces no sé.
-Ay, Ofelia, eso es en el mundo de la literatura, igual
y June soportaba a Henry Miller por como se la cogía y
no por como escribía.
-Qué piropo, Carlos, yo que tú le daba un beso
–reviró Ofelia.
Mientras transcurría la plática, el ambiente se
relajó a tal grado que decidimos irnos a tomar un café
cuando Eleazar terminara el ensayo.
A partir de ese encuentro, planeamos una reunión
informal. Un domingo, de esos en que las cosas se
parecen más a sus dueños y las calles pueden ser de uno
si se lo propone la nostalgia, nos saludamos mientras
ellas se miraban en silencio.
Silvia preparó todo con calma y cuidado.
Incluso, sacó de la alacena una lata de angulas que había
guardado hacía tiempo, diciendo que sólo las abriría en
30
una ocasión especial. En ese entonces sugirió nuestra
fecha de aniversario. Por eso, compartirlas con Ofelia y
Eleazar fue un acto inconsciente que para mí signiicó un
metalenguaje en el cual yo era una palabra cualquiera y el
resto un canto de amor al otro, no pude ver lo especial
en el reencuentro de los cuatro sino en el de ellos dos.
Sólo la miré en silencio, intentando no hacer
más pesado ese momento que para ella era una prueba,
aunque no se lo planteara así. Desde mi cómodo sitio de
observador, Silvia era justiicada, perdonada por mí desde
un sentimiento de impotencia y derrota, no de claridad
y paciencia para esperar, para combatir mutuamente
nuestros fantasmas; estaba consciente de que cuando
Silvia me dijo que Eleazar había muerto para ella, era una
verdad incuestionable, así de drástica era para reprimirse,
aunque el hecho de una reencarnación en sí misma
era también una verdad absoluta. Eleazar era parte de
su esencia, de la vida diaria, aunque su nombre no se
pronunciara. Por eso, fue como si yo cayera, gusano, en
un charco de zumo de limón, fue saberme por primera
vez, y desde siempre, lejos de ella.
Así es como otra certidumbre se reveló ante mí
en ese instante. Comprendí que en nuestro arreglo, el
respeto debía ser entendido como una falta de respeto
hacia uno porque, ¿cómo respetarse cuando había un
tercero en cada acto? No me respetaba al ocupar un lugar
que no era el mío, dueño de un desamor a mí mismo, con
un amor pusilánime que no me permitía ser impecable,
serlo hubiese signiicado la separación y la soledad y
no podía aceptar que sólo por orgullo, y comodidad,
permanecía con Silvia.
Silvia tampoco se respetaba, vivía acompañada de
mí cuando debió estar sola, porque el hombre de su vida
no era yo, y lo sabía. Estar sola hubiese sido lo mismo
31
que poblarse de fantasmas, deshacerse en el caos de estar
a la deriva. Prefería por ello anclar en mí, abandonarse
en el intento de amar, aunque fuera de una forma
apagada y gris. Equivocamos los caminos y estuvimos
juntos cuando debimos ser vagabundos solitarios. Nos
queríamos y el respeto que debía ser una condición sine
cuan non en ese amor de pobres, en esa conmiseración
mutua que se hacía costumbre a cada abrazo, en cada
momento de convivencia forzada por la costumbre, no
signiicaba nada.
Hablar de la reunión sería hacerlo de cinco horas
de una convivencia inusitada, en la que las mujeres
descubrieron que sus afinidades eran más que las
discrepancias nacidas de la competencia de las pasiones,
y las angulas pasaron a ser menos que la ofrenda de un
momento especial. A partir de entonces, entre reuniones
de ocio y otras de trabajo, pasó el tiempo y la ciudad de
México siguió creciendo hacia todos lados.
32
Desde la llegada de Eleazar, sin darnos cuenta, volvimos
a hacer de la cocina nuestro espacio común. Los primeros
días coincidíamos para comer o para tomar café; eran
encuentros forzados, en los que no se podía establecer
comunicación entre nosotros. Eleazar se mantuvo en un
estado de ánimo depresivo y era difícil hacerle hablar.
Después cambió su actitud. Entonces cualquier charla era
buena para retenernos durante las tardes y en sobremesas
que se prolongaban hasta el anochecer, aunque su estado
emocional marcaba las pautas de la conversación.
Para él, como para Silvia, era tal la atracción de
la cocina que en ocasiones le sorprendí caminando
alrededor de la mesa, en la penumbra a veces, aunque
a cualquier hora del día también, midiendo sus pasos,
tocando las paredes; hablando solo. Una noche, en la
que coincidimos al bajar por café, me dijo que el ventanal
le daba a la cocina un aire de tumba bien iluminada, no
se podía respirar. Cierto. A mí me parece que también
hay ocasiones en que las cosas están dispuestas sobre
la supericie de mosaicos pero que las paredes y el
techo no existen. Pasa en las mañanas, cuando la luz es
intensa y sólo el vidrio esmerilado del ventanal atenúa
el fulgor dentro de la cocina. También sucede durante
ciertas noches de luna. En otras, como esta en la que
por costumbre y rito escribo a la luz de un quinqué, las
cosas parecen fantasmas, los frascos de azúcar y sal que
están sobre la mesa, son extraños animales agazapados
detrás de las servilletas. Tengo la sensación de que en este
lugar hay un mundo animado y nocturno, que se aquieta
33
cuando alguien ingresa en él. Ahora, por ejemplo, es así.
Cada cosa en movimiento, en otra clase de dinámica
desconocida, que el ojo humano es incapaz de percibir.
A veces, como ahora, los grandes saurios en que se
convierten las ollas, y los pequeños roedores que en las
mañanas y en las noches sin magia son simples cubiertos
de mesa, se dejan escuchar en una sinfonía que acaba
siendo un estruendo. Eleazar tiene razón, supongo que
en una tumba también suceden cosas, como aquí...
La cuestión es que hicimos una costumbre
discutir para pasar el tiempo. Silvia prefería encerrarse
en el estudio. A veces, bajaba con algún boceto y, sin
prestarnos atención, se ponía a trabajar. Por la noche,
después de bañarnos y descansar un rato, regresábamos
a la cocina a calentar café para retomar la plática o
continuar con el silencio y el café humeando en las
tazas. Ni cuenta nos dimos de cuándo comenzamos a
beber durante las comidas. Luego, el café de la tarde lo
complementábamos con una copita de amareto o tequila.
Hasta que, poco a poco, el alcohol se hizo imprescindible.
A Eleazar le obsesionaba la lejanía de sí
mismo respecto al mundo y el tiempo, que sucedía
exageradamente lento desde que Ofelia murió.
-No puedes abandonarlo todo -le decía yo.
-¿Por qué no? Nada de lo que hacía me interesa,
quiero tiempo para olvidar compromisos que ahora me
son ajenos.
-Yo no podría pensar así. Imagínate, el trabajo
de tantos años, como tirarlos a la basura. Si yo estuviera
en tu lugar...
Eleazar se acomodó en la silla, bebió un trago de
cerveza mientras miraba el ventanal y respondió:
-La verdad es que no creo que sea tirar nada a
la basura. Lo dicho y lo publicado, lo tengo que cargar,
34
llevarlos conmigo hasta que pierda la memoria o me
muera y ni siquiera así tengo la seguridad de poder
deshacerme de ellos. Eso es lo que estoy dándome cuenta
ahora, y eso es lo que me importa.
-En mi opinión, lo que dices carece de sentido,
hablo de algo muy práctico y que es el mundo de ahí
afuera... pero bueno, lo entiendo, es por Ofelia y también
porque ya estás más allá de esta ciudad y lo visualizas tal
vez de una manera distinta.
-Carlos... –hizo una pausa teatral, como las que
acostumbraba hacer para mantener una cierta tensión
en sus interlocutores- la verdad es que no pienso esto
por como me siento, sí es a partir de la muerte de
Ofelia que pienso cosas que antes no, pero no es por
un estado de ánimo, son relexiones que aloran y que
cuestionan el trabajo creativo no por el trabajo en sí y lo
que representa, sino por la parte de comercial que tiene
el pensar en escribir para los demás, o actuar para los
demás y todos esos rollos de la consideración al público.
Y por otra parte, lo de los espacios y la creación es un
problema de trascendencia, Carlitos, no de ciudades. Lo
que hacemos es algo más profundo que una cuestión de
oicio. El chiste es ir lo más lejos dentro de uno, usarte
como vehículo para crecer hacia dentro y hacia afuera,
pero eso cuesta, es demasiado el peso y, solo, no tengo
ya el ánimo para continuar. Es como si me torturara, y
a mí no me interesa el lagelo.
-Dirás ese tipo de lagelo, porque, bueno... yo
insisto en que estás confundiendo las cosas, lo que uno ya
logró tiene que defenderlo a pesar de todo, o de todos, si
es necesario. Además, siempre estamos solos. Si asumes
que estás solo de cualquier manera harás lo necesario
para obtener ese crecimiento del que hablas, porque no
lo haces por los demás sino por ti.
35
Silvia preparaba café, me hacía señas para que
callara.
-Tal vez sea así, igual y estoy descubriendo
una grave dependencia creada por mi relación, eso es
precisamente lo que me ocupa en la cabeza, pero no estoy
de acuerdo con eso de la defensa ¿qué voy a defender?
Lo importante es trascender, pero no al otro, sino a ti
mismo, ¿no tiene sentido lo que digo? Tener valor para
ir tras de ti, para separarte de los demás, quedarte solo
y volver fortalecido de tu nombre y la memoria. A lo
mejor yo lo hubiera podido lograr, en eso te daría algo
de razón, pero sin Ofelia, la verdad es que no me interesa
moverme.
-Ya ves, por un lado me das la razón, pero por
otro te comportas como si estuvieras cagándote de miedo
y preieres quedarte inmóvil. Lo que estás diciendo suena
a pretexto. Si trasciendes o no, es otra cosa. No debes
perder los espacios que te has ganado, de eso hablo
cuando digo tirar todo a la basura. Si te descuidas, al rato
no tienes nada.
-Hablas como los arribistas y los mediocres.
Perder o ganar espacios. Eso es para los políticos. Uno
como creador puede perder el juicio, la capacidad de
expresión, pero los espacios... es relativo. Mi bronca
es otra, Carlos, mi bronca es más seria que tener o no
espacios para publicar.
-Tu arte está completamente ligado a los espacios
que tienes, si caes de la gracia del público y de los críticos,
te acaban, signiica el in de tu carrera, esa es también
tu bronca. Llevas años tratando de ser alguien, de ser
algo, y mira cuánto tienes que dejar de ti en el mundo,
cuánto debes poner de tu tranquilidad, todo para que
te falte mucho porque los espacios no son una cuestión
de talento sino de amistades, de permanencia, de vil y
36
mundana permanencia en el medio. Si te quedas aquí lo
perderás todo, ¿En qué país vives, hermano?
-En el mismo que tú, venimos de lo mismo, ¿te
acuerdas?. Las cosas son como dices si te interesa la
parte banal del asunto. ¿Qué importancia tiene estar o
no en primer lugar o en segundo? es algo que ya deberías
superar, broder -Eleazar tomaba tequila. Llenó otra vez
su vaso. Bebió de un sorbo el contenido, chupó una
rebanada de limón y carraspeó-. Lo importante es realizar
las funciones vitales -Silvia retiró de la estufa el recipiente
de barro, fue hasta el otro extremo de la hornilla y volvió a
hacerme señas, la noté contrariada- y las funciones vitales
son independientes de los demás -me serví y comencé a
beber, despacio, haciendo caso omiso a las indicaciones
de mi mujer-, si es que las son. Tú quieres triunfar, no
quieres crear; ese es tu problema y por eso te empeñas
en joderme con eso de que regrese al mundo -volvió a
servirse. Con torpeza, partió un limón y bebió-. Seamos
honestos, quisieras sobresalir para probarte que eres
alguien, tú quieres eso, no yo. No te proyectes conmigo.
-Comprendo que te duela lo que te digo y por eso
me agredes. ¿Qué tiene que ver lo que yo sea, o deje de
ser, con lo tuyo?
-Uyuyúy, que comprensivo es mi amigo –en tono
sarcástico y sobreactuado- nada más que resulta que todo
tiene que ver con lo tuyo y lo tuyo con lo mío y etc etc:
Hermano, me estás poniendo en tela de juicio a partir de
ti y no de mí. ¿Qué carajo importa si no sigo escribiendo,
si decido regresar al pueblo, encerrarme en alguna casa
vieja y abandonada que no sea la de mis padres? ¿Crees
que importa escribir o no la gran novela que este puto
pueblo no tiene porque se la han escamoteado quienes
creen inventar la cultura? ¿Qué importancia tiene para
el mundo de las letras y del arte el que un tipo como yo
37
deje de pensar, o se niegue a ser “alguien”?... –hizo otra
pausa, sostenida por sus movimientos ya entorpecidos
por la bebida-. Afuera está el monte y la manada de
lobos hambrientos, seres repitiendo teoremas, que hacen
crítica de cartón, el negocio de la literatura y sostienen
una imagen del país y su cultura a costa de ellos mismos.
¿Te das cuenta? Nadie me necesita ahí.
-Creo que estás huyendo de lo que puedes ser
-espeté.
-Y yo creo que el que está huyendo eres tú, de lo
que quieres ser.
Eleazar me miró; detrás de sus ojos se movía algo
que no pude saber qué era.
-Yo soy lo que quiero, Ele -dije muy seguro, aunque
mentía-, el caso de esta plática eres tú, vamos, acércate
a la realidad un poco y asúmela como tuya.
-¿Crees que no estoy en la realidad? ¿Cuál es la
realidad?... bueno, entonces olvidemos el tema ¿de qué
quieres que hablemos?... podríamos hablar de ti que todo
lo sabes tan bien, que estás tan seguro y cómodo. ¿No
crees que este es un buen momento de relexión? podría
hacerte notar que tus palabras están revoloteando en un
frasco de cristal vacío y delicado. ¿Te agrada la imagen?
Tú sabes por qué y no hace falta que te vuelva a decir que
nunca has tenido el valor de moverte porque te da miedo
perder. Y esa es la razón principal de todo este blablablá.
-En muchos sentidos he perdido tanto como tú y...
-No, amigo, salvo a Ofelia, no he perdido nada y
por lo mismo no tengo que ir a salvar nada, a ella ya no
la podré tener nunca, cabrón, nunca. Yo soy lo que soy
y sólo quiero seguir siendo eso, la muerte de Ofelia me
lo ha mostrado; pero veo que es demasiado para ti, ¿de
qué sirve que hablemos?
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Guardamos silencio. Sólo se escuchó el trajinar
de Silvia en el lavabo, los ruidos de la calle que llegaban
como murmullos. Por momentos el gorgotear de la
botella al ser vaciada, el carraspeo de Eleazar, el ruido
del vaso al ser depositado en la mesa; el zumbido de
alguna mosca, contrapunteando, en un incansable vuelo
alrededor de la isla de madera donde los objetos estaban
como ediicios y las manos como monstruos al acecho.
-De nada hermano, de nada sirve hablar.
-Lo dices en un tono de lamentación que no te
queda, nadie te ha humillado.
Para mí el problema nunca fue el arte o el trabajo,
sino lo que uno es dentro de sí mismo, como decía
Eleazar. Antes ya lo habíamos hablado, cuando nos
hicimos terapia de grupo y exteriorizamos todo lo
que fuimos y éramos como producto de una sociedad
cerrada y decadente. En esa época de nuestra juventud,
la preocupación colectiva era sentirnos diferentes y
poco agraciados después de nuestro regreso a lo que
era nuestra casa. Pero, ¿cuál casa si la familia no eran
nuestros mayores, que nunca entendieron por qué
preferimos Xalapa, Coyoacán, o las calles de Buenos
Aires o París, a Oxford o el Itesem, dependiendo de la
fortuna, sino nuestras propias voces internas, nuestra
amorosa y siempre oportuna esquizofrenia galopante,
producto de la diversidad de voces en la infancia y que
todos, invariablemente, sin importar el apellido, llegamos
a escuchar? Ninguna que se hiciera cargo: ni la de los
padres, ni la de nadie. Ni siquiera la voz de una historia
común en la que pudiéramos encontrar algún refugio
si no es que un parámetro, un punto de partida para
explicarnos unos a otros. Sólo un mar de murmullos,
sólo aquella voz fría que venía contando nuestra historia
39
desde el principio de la humanidad, qué digo, desde el
principio del universo.
Eleazar me veía como un fracasado porque regresé
a provincia. Pero de eso no podíamos hablar porque
para él eran pretextos y actitudes cobardes para no salir
al mundo. Y lo fueron, como lo era el argumento suyo
de la muerte de Ofelia para retirarse campantemente del
mundo, a un recogimiento que debía servir para sacarse
aquel dolor solitario de la pérdida. Yo nunca pude darme
cuenta de cómo pasa el tiempo, hasta ese momento en
que estaba ahí, sentado frente a Eleazar, veinticinco años
después de que nos prometimos la conquista del triunfo,
una vida mágica y cinematográicamente exitosa, pero
sin haber alcanzado ninguna de mis metas porque yo
también, en ese momento lo comprendí, había cambiado
el valle de los lobos por la solitaria llanura.
-Oye, Ele, ¿cómo se llama aquella obra en la que
uno de los personajes se suicida en la sala, mientras tiene
la reunión? Hace tiempo que trato de acordarme y la
memoria me falla -comentó Silvia. Eleazar llenó su vaso
con tequila, sonreía-, la que pusimos antes de irnos, ¿te
acuerdas?, la noche de la dama, noche de damas...
-Noche para una dama -interrumpió. Bebió de un
sorbo su tequila y volvió a servirse, ya ebrio-. Hace ya
tiempo de eso. Bueno, creo que es de los mejores que
hemos tenido aquí en la ciudad -su voz era pastosa, el
rostro delataba su embriaguez-. Claro, si se nos olvida la
mediocridad de nuestro teatro, su facilismo histriónico,
como diría Carlitos... pendejadas para tratar de existir
como se existe en otros lados. ¿Ves? –encarándome¿Puedes verlo, Carlos? Nunca pudimos hacer nada en
serio, no había gente seria que nos lo enseñara. Por eso
no somos nada, por eso nunca seremos nada.
-Tienes razón, nunca hemos podido ser nada,
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seguramente porque nos ha faltado fuerza, apoyo –
expresé en un repentino acceso de auto compasión,
tocado por su evangélico discurso.
-No, tampoco justiiques tu falta de valor, yo creo
que nos ha faltado valor para romper con todo, les ha
faltado huevos para romper con el modelo y cuestionarlo.
¿Dónde está la vanguardia? ¿Dónde están los grandes
hombres de ideas, los genios, los artistas que han de
revolucionar el reino de los mosquitos? Yo propondría...
no, no tiene sentido hablar de estas cosas -guardó silencio.
-¿Qué propones Eleazar? -mi pregunta era un
pique, tender la posibilidad de encontrar un punto débil y
golpearlo con una respuesta contundente y no estropear
otra noche más en esas pláticas bizantinas de las que me
parecía extraer un veneno embriagador para mi alma.
Siempre fue más que un lugar común el hecho
de que el puerto no era el sitio ideal para nosotros,
pero Silvia y yo decidimos estar cuando volvimos y ya
no era posible cambiar lo hecho durante esos años, ni
tenía sentido lamentarse por algo que no iba a remediar
las frustraciones de nuestra vida. A veces me daba la
impresión de que Eleazar nos agredía a propósito con
eso de habernos quedado, parecía disfrutarlo, pero
también por momentos sonaba a reproche. Lo digo por
sus alusiones a la provincia, porque se negaba a ser lo que
nosotros éramos: precisamente una negación, aunque él
tampoco haya podido superar nunca su provincialismo
disfrazado de esnob, cuando menos antes de su viudez,
porque ahora era distinto; era la suya tal vez una manera
de mantenerse aislado, sin pertenencia, sin lugar para
regodearse en sus tormentos, o peor aun, protegido por
sus propias palabras del juicio ajeno que lo condenaría
por caer en lo que tanto señaló en los demás.
Existimos siempre desde el no quiero ser esto
41
que soy y por eso trato de ser eso que no soy para
sentir que de verdad soy. Galimatías ontológico que
usábamos como eterna justiicación a nuestro problema
de identidad. El asunto que nos concernía, a nosotros
cuatro en un principio, aun cuando Ofelia no era de
aquí pero aquí tenía sus raíces, era un problema de toda
la ciudad, una crisis colectiva de personalidad, aunque
a nadie le interesaba buscar ese rostro común porque
ni siquiera notaban su falta. Sólo era asunto de unos
cuantos como nosotros, quienes a pesar de empeñarnos
en ello optábamos por jugar con las mismas reglas del
común de la gente para que nuestros lamentos tuvieran
sentido, como parte del papel de personajes folklóricos
que actuábamos en la farsa de nuestra vida social, más
que como una verdadera búsqueda.
-Siempre te gustó ese tipo de temas -medió de
nuevo Silvia, mientras Eleazar volvía a servirse tequila-,
a mí me impresionó mucho esta obra. Imagínate, matarse
delante de seis gentes, ay dios, qué horroroso, ¿no?
-Depende -intervine ante la posibilidad de un
viraje hacia mejores derroteros-, para los que presencian,
puede ser. Para el suicida es un acto de gran valentía,
una venganza que se le hace a quienes según él lo han
despreciado. ¿Qué otra cosa sino un acto de heroísmo
mal entendido o de rencor por los demás, incluyéndose a
sí mismo en los demás, puede orillar a alguien al suicidio?
-Alguien dijo que el suicida es cobarde ante la vida
pero valiente ante la muerte –apuntó Silvia en tono docto.
-¡Ela ahí, obsérvenla, miren la polisemia del
discurso, la magníica ambigüedad de la palabra! -gritó
Eleazar, moviendo torpemente los brazos-. ¿Quién es el
equivocado? ¿Uno que escribe algo que adentro lastima
y se cura consignándolo, mostrándolo a los demás, o
los demás que interpretan como quieren lo consignado?
42
¿Cómo puede el que se suicida hacerlo por rencor? Es un
acto de amor, de inmolación, ¿no lo creen así? Representa
dejarlo todo, el mundo, a pesar de sus miserias, por la
nada, por la posibilidad de una nada más estúpida que
la vida. Sólo quise morirme delante de todos para no
morir solo. A la luz de los demás, mi muerte podría
ser un sentimiento, un pie de relexión. Pero nadie vio,
de nuevo, los motivos del suicida sino los propios, los
que cada espectador utilizaría para el suyo, en caso de
que fueran valientes, de que amaran la vida, como mi
personaje.
-¿Amara la vida, Ele, matándose?
-La muerte del hombre signiica vida también,
Carlitos, morirnos para que el mundo siga en pie, morir
para que las palabras y los actos del hombre no sigan
destruyéndolo todo. El hecho de la muerte es horroroso
porque puede sucederle a quien presencia ese acto,
porque se sabe de pronto próximo a ella y aceptarlo es
un fastidio, asumir que se puede perder el interés por la
vida, morir ahí mismo, en el instante de la conciencia, en
el momento en que Caronte se nos monta a la espalda
y cruza el río con nuestro cuerpo hecho barca, sin que
nada en el mundo cambie... es la condena, la alegoría nada
entendible de eso que... pero, vamos, ¡ah, carajo! Vamos
a ver, eso de la muerte es tan simple, pero bueno, ¡puf!
-cruzó los brazos sobre la mesa y recostó la cabeza en
ellos, respiraba con diicultad-. La baba es otro, elemento
de peso en, los conceptos de la es,tupidez -levantó el
rostro, lívido. Me paré y fui hasta él-. ¿Qué pasa viejo?, no
me, trates como a un, borracho, ¿eh?, veo tus malig,nas
intenciones de coartar a la baba -se reía de sus palabras
y balanceaba el cuerpo.
-Vamos Ele, te haría bien subir a descansar un
43
poco -lo levanté de las axilas; no opuso resistencia.
Así era casi siempre, como si en ese momento en el
que él estaba a merced del alcohol, ya incoherente, las
palabras retornaran a las cavernas de los sentidos y nos
quedáramos nada más con la verdad de que somos
mundo, universo, y ahí estábamos, desarmados, unidos.
Al margen de nuestras diferencias seguíamos siendo
hijos del mismo demonio y por eso nos rescatábamos
de nuestras vanidades y nuestros orgullos, nosotros
auxiliándole, él entregándose a nuestros cuidados.
-Que conste, este individuo -colocó un brazo
encima de mis hombros y me señaló mientras se dirigía
a Silvia- realiza un ac,to de terrorismo en contra de la,
lib,ertad de expresión; la baba ha sido reprimida por las
fuerzas oscurantistas de la solemnidad. Vamos, llévame
a vomitar... total, no entendemos nada de nadie.
Salimos tambaleándonos en dirección al baño. Silvia
oía a Eleazar discutiendo sobre cómo vomitar con estilo,
las carcajadas y luego el intento de hacerlo. Después de
recoger la mesa y lavar los platos, puso la olla de barro
con café sobre el piloto de la estufa y se retiró al estudio.
44
¿Dónde comienza y termina una novela? Los límites de la historia
son los que la palabra, fallida o no, deina. Ese momento que de
pronto surge de ningún lugar o intención, es Alfa y Omega. Ha
iniciado desde el principio del mundo, del universo, concluirá con
ellos. Hasta entonces, se repetirán las frases, se acomodarán los
instantes, uno sobre otro para hacer eco de lo que se ha dicho acerca
de todo, de todos.
Escribir, dejar que la pluma vaya sobre el papel como los
pasos de un vagabundo por cualquier calle para salir de la vida
montado en un discurso cualquiera. Consignar la historia de los
seres humanos como si fuera la de dioses solitarios; llegar hasta la
casa de los sentidos. Toda clase de dioses pueden surgir del mar de
las palabras. Mezquinos y bondadosos, que abandonan. Dioses
sordos, perorando su divinidad y sus poderes perdidos. Basta
mirar alrededor para encontrarlos en el rostro de los demás, en
las propias manos.
45
Silvia estuvo al margen hasta que el torbellino fue más
poderoso y se vio arrastrada a una pasión diferente a la del
cuerpo mientras el atardecer marcaba y predisponía a la
espera de las ocho para ir en busca del dilema del alma en
esas noches en que imaginaba bestias que peleaban el sitio
dentro de ella, el lugar donde Silvia lloraba y de pronto
entendía al mal como un ser en uno mismo y no como
un ente extraño que vaga en el jardín. Le llegó la sapiencia
de ser un universo cautivo en su cuerpo y cuando las
ojeras fueron inocultables sonrió ante el espejo mirando
el rostro desteñido y el cabello sucio y enredado y supo
que no era víctima sino un hijo de la noche y la voz le
ordenó tomar el cuchillo cuchillo cuchillo para recorrer
con el ilo las mejillas y mirar la sangre cuando la punta
del acero penetrara en el párpado y no contenía la risa,
siempre la risa y toda esa sangre, las ojeras rodando por
el piso rodando junto a lo que quedaba de ellas las ojeras
rodando ¡SILVIA SILVIA! y la voz era un túnel lleno
de ecos el túnel. Sudor, sudaba sangre por los poros y
el bien y el mal y la voz ¡SIIIILVIAAA! y entonces ella
respirando agitada, el cuerpo húmedo.
A un lado suyo la miro, le acaricio el rostro y, con
voz relajada, le digo que todo fue un sueño.
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Un día, años atrás, Silvia decidió dedicar su vida a la
búsqueda del dibujo perfecto de su cuerpo. Durante
mucho tiempo se observó al espejo en todas las
posiciones posibles. Se tocaba, se movía lentamente
tratando de sentir la fuerza de sus músculos, los secretos
internos de la mecánica del cuerpo y su estructura. Una
sensualidad felina comenzó a nacer en ella y su actitud
cambió conforme se acercaba a lo que casi todos
suponemos que somos: carne y sangre, volumen y mente.
Pero descubrió que no, que en medio del esternón, en
el centro del estómago, entre las cejas o en la nuca,
hasta en las piernas y en el sexo, algo se movía cada vez
que pensaba en ella como la manifestación única de
un cuerpo, de su propio cuerpo. Fue entonces cuando
intuyó que en ella había algo más que no era piel y ruidos
venales, que no era su intelecto buscando el nexo con la
carne propia, o una integración que vendría del boceto
inal, de la posibilidad de pintar el cuadro que era razón
de ser, de vivir.
Le desagradaba sobremanera no poder delinear
el bosquejo de su cuerpo saliendo de su cuerpo pues
no le permitía verse como un todo perfecto. No es que
el cuerpo fuera oloroso, o húmedo. El desagrado era
por la disociación de su imagen y lo que ella creía ser.
Pero sucedió que un día despertó más temprano que de
costumbre y se encontró frente al espejo con una mujer
de rostro macilento (no por las ojeras ni por el tiempo
erosionándolo, esculpiendo líneas indelebles, sino por
la vacuidad que pronunciaba la expresión de hartazgo.
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Se miró, acarició el cabello y recorrió con sus manos el
cuerpo que la hacía estar en ese sitio que no deseaba.
Buscó una puerta, un resquicio que no fueran sus ojos
y la luz temblando. Era dos veces. Una en su cuerpo,
como desierto abandonado al tiempo. Otra en ella, en
los llamados de auxilio. Los gritos iban convertidos en
pájaros, a despeñarse en cada pregunta, en cada visión
frente al espejo. Tocaba. La sensación era en su cuerpo y
en ella el estremecimiento. Luego, el tiempo surgido entre
una caricia y otra, en medio una eclosión: el imperio del
orden, una secuencia. Silvia buscando, su cuerpo es el
principio. De ahí viene la idea. Entonces es ella, la idea,
el cuerpo. Si redujera el universo a un movimiento donde
la mano bosqueje, podría convertir su existencia en algo
simple, como el trazo de un pincel sobre la tela). Se miró
largo rato. Las ideas le causaban confusión. No entendía
el discurso, las imágenes frente a ella. Cepilló su cabello,
maquilló su rostro. Sonrió y de pronto supo qué debía
pintar: la alegoría de Silvia naciendo como una isla, ahí
frente al espejo.
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-Te vas a quedar sin ojos de seguir con esa costumbre de
escribir a la luz del quinqué -me dijo Eleazar una noche,
como saludo y proemio a la charla que sostendríamos
después.
-Me recuerda a algún antepasado haciendo las
cuentas de la hacienda. Ya te has de imaginar, maneras
que tiene uno de inspirarse -le respondí en son de broma.
-Ya deja por la paz tu historia, hermano, no
encontrarás sino muertos y desaparecidos de la memoria.
Está cabrón vivir en el pasado, tratando de despertar a
las momias, ¿no crees?
-Puede ser, la verdad no sé, pero así es como yo
encuentro aliento, sentirme parte de ese mundo que ya
no es real me inspira.
-No hay inspiración, hermano, sólo la de tus
pulmones y con ese mechero ha de ser en alto grado
contaminante. ¿No te molesta el olor a petróleo? -se
paró junto a la puerta del jardín y miró largo rato hacia
el cielo-. Hay luna llena, Carlitos, es noche de lobos.
Venía de buen humor. Lo sentía en su forma de
hablar, hasta en los movimientos de su cuerpo, un poco
más relajados. Me alegró la idea de que estuviera ya en
franca recuperación, y supuse que ahora sí podríamos
entablar alguna plática como las de antaño, aunque no
me daba cuenta de que siempre habían sido así porque
yo mismo me dejaba llevar por sus monólogos, en ellos
encontraba algo que en mis propias palabras no podía
percibir.
-Siento mucho lo de anoche, creo que me propasé
49
-se acercó hasta la mesa y jaló una silla-. No sé, a veces me
pongo muy mal, lo sé, pero no puedo evitar los bandazos.
La verdadera distancia está en mí, no entre ustedes y yo,
o entre Ofelia y mi amor; está aquí mismo, Carlitos, en
mi cabeza, y me declaro incapaz de direccionarlo.
-Pues a veces pareciera lo contrario, pero no te
preocupes, yo entiendo, es difícil. De cualquier manera
agradezco tu humildad para reconocerlo.
Se apretó las sienes y se mesó el cabello. En sus
ojos, la llama del quinqué relejó una danza de brillos y
opacidades en disputa de esas pupilas.
-No quiero que me digas que entiendes, Carlos, eso
sí no quiero que lo digas, no podrías entender nada si no
te has muerto, aunque sea así, metafóricamente.
-Me estás pendejeando, no creo que se necesite
morir, aunque sea así, metafóricamente, como tú dices,
para poder entender el dolor de otro.
-Yo creo que sí, Carlitos, no se trata de Ofelia, ¿ves?,
no es el dolor de estar solo, sino el de haber muerto ya y
comenzar a darme cuenta de eso, de que la realidad no
tiene nada que ver con mis afanes, con mi percepción,
porque todo el tiempo ha estado trastocada por una falsa
e impuesta creencia de la vida y la muerte, de la felicidad
y el futuro.
A veces creía vislumbrar en las palabras de Eleazar
alguna clase de iluminación en la que se acercaba, aunque
todavía tambaleante, a la libertad de los dogmas, al inal de
todos los compromisos, después de terminar con el más
poderoso, que fue su relación amorosa. Yo comenzaba
a disfrutar de los instantes en los que, debilitado de sí
mismo, me daba la oportunidad de cuestionarlo. Era una
extraña e ingenua revancha por los comentarios que hacía
cuando estaba más encendido el fuego interior en que
se iba consumiendo. Hasta descubrí un placer morboso
50
en aquellas pequeñas pero violentas batallas verbales.
-¿No crees que es un poco melodramático? Entiendo
que la muerte de Ofelia te afecte profundamente, pero
afuera todo sigue igual.
-Precisamente por eso, donde yo estaba colocado
en mí no era el sitio correcto, tardé años en darme
cuenta, y después de mucho esfuerzo, que no era el lugar
adecuado para articularme porque era una posición débil
ante mí mismo. ¿Lo puedes ver?
-No deberías angustiarte tanto...
-No deberías angustiarte, no deberías llorar, no
deberías sufrir... carajo Carlos, ya quítate esa voz de
censura que tan magníicamente le aplicas a los demás y
magistralmente a ti mismo.
-No es eso, hablo de la crisis, lo que dices es
producto de la crisis del momento.
-Crisis, crisis, ¿tú entiendes cabalmente lo que me
quieres decir con crisis? ¡Cabrón, si en el fondo de ti
quisieras llorar como un pendejo porque también amabas
a Ofelia, cómo me puedes venir con esos choros de falso
estoicismo, coño! Ofelia me hizo despertar un lado débil
que nunca pude reconocer, hasta ahora. Esa parte mía
no ha podido tomar decisiones, siempre se entregó, fue
la parte mansa de mi subconsciente que se entregó como
un hijo pusilánime a los cuidados de su madre.
-Estás muy freudiano –me burlé-, ¿no puedes
pensar tan sólo que entregaste lo que tenías que dar
como parte de la realización de tu amor? ¿No puedes
ser más simple contigo y con los demás? Me parece un
asunto muy complejo eso de las proyecciones como tú lo
planteas. ¿No estarás buscando una noria para regodearte
en algo que de todas maneras está sucediendo y lo tienes
que afrontar?
-No lo creo así, pero eso no lo vamos a discutir hoy
51
que vengo a estar con mi amigo -hizo una pausa teatral
y relexiva-. Déjame hablar sin que tengas que sacar a
la voz del padre para aconsejarme o reprenderme, para
reprenderte a ti mismo en mi persona.
-Oye, ¿yo qué tengo que ver con lo que te pasa?
Si te digo esto es porque me preocupas; no tengo nada
que reprenderme a mí mismo, mucho menos a través
de ti. Además, que fácil es la cosa contigo, cuando
quieres hablar nos disparas tus parrafadas y cuando se te
cuestiona entonces resulta que ya no quieres saber nada.
No seas infantil, Eleazar.
Volvió a mesarse el cabello y, con ambas manos,
se palmeó los muslos.
-¡Carajo! Lo siento, tienes razón, no quiero ser el
niño cagón, así que yo creo que no estoy tan bien como
supuse hace un rato. ¿Sabes? desperté contento, con la
sensación de haber soñado que todo iba bien, de que
las cosas no han sido distintas sino adentro de mí. Era
una sensación de libertad, así que entré al baño, me di
un regaderazo y salí con intención de decirles que de
pronto había nacido y mira, lo primero que hago es
volver a lo mismo.
-No te preocupes -respondí con debilidad mientras
alzaba los hombros. Cuando Eleazar se ponía en el
plan de víctima, era imposible sustraerse a la magníica
actuación con que acompañaba sus palabras.
-No, en realidad no me preocupa, y eso es lo
preocupante. De pronto me importa cada vez menos
el mundo, como si el sentido de esto estuviera fuera de
toda posibilidad de comprensión y por lo tanto no somos
parte de tal sentido. En in, no te quito más tu tiempo,
saldré un rato.
Se paró y sin darme tiempo a decir algo, salió a
la calle dando un portazo. Por un momento me quedé
52
sin saber qué hacer. Aquellas salidas intempestivas
me provocaban también una amarga sensación de
inestabilidad. Lo sentía hablar a los caballos, sin
poder hacer nada para evitarlo, regurgitando lecturas
existencialistas que ahora se acomodaban a la perfección
para transitar, sin consecuencia, por su dolor. Como
no era conveniente que yo mismo me hundiera en esos
parajes que me revelaba con sus palabras, traté de hacerlas
a un lado, después ajusté el mechero del quinqué para
que no echara tanto humo y seguí escribiendo un rato
más. Antes de hacerlo, pensé un poco en la escena que
Eleazar actuó para mí, en lo que decía. Me inquietaba,
tarde o temprano también me sería mostrado una vez
más lo que a él se le dio a cambio de la muerte de Ofelia:
el vacío, la soledad, la confrontación, que ya estaban en
nuestros corazones desde muchos años antes de entonces
y por eso olvidamos siempre que la realidad humana que
nos condicionaba no fue nunca propicia para nuestra
salvación y por eso nos decidimos por el arte, por escribir,
aunque Silvia piense que fue para competir, como
siempre lo hice, según ella, con Eleazar. Ellos no pueden
imaginar lo que es esto. El olor a petróleo quemado, el
humo convertido en polillas que vuelan alrededor de la
mesa y caen muertas por el humo que sube y se convierte
en polillas; los recuerdos que me llegan desde la infancia...
Quién si no yo para abandonarme a mis sentidos, a mis
palabras, para hilar la historia completa de lo que no tiene
in. Inmortal, serlo, ser inmortal como el polvo, como
la luz. Todo en este objeto, mistiicado a la luz de una
lámpara. Nadie podrá sentir lo que es, sólo yo y qué más,
quién más que yo para sentirlo, para escribirlo como si
fuera parte de mi historia, de nuestra historia que ya no
tiene comienzo ni rostro deinido. Total, es mi novela...
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54
Esa misma noche, Eleazar regresó con tres cartones
de cerveza y dos litros de ron en la cajuela del auto.
Acomodó las coronas en el refrigerador y después se
ofreció a preparar algo para cenar. Yo puse la mesa
mientras Silvia se bañaba. Eleazar casi no habló, aunque
se le veía de buen talante.
Cenamos en silencio, intercambiando alguna que
otra frase amable para pedirnos la sal o el cuchillo de
mesa. Silvia preparó una olla de café y nos servimos de
postre un dulce de papaya que mi suegra nos regaló.
-Está bueno el postrecito -comentó Eleazar con
cara de niño feliz.
-Lo hizo mamá -contestó Silvia.
-Mi abuela hacía uno de ciruela que no duraba ni
el tiempo para enfriarse.
-Exageras -dijo Silvia-, sabe horrible el néctar
cuando está tibio. Yo me acuerdo que de niña mi nana
nos daba a probar de lo que hacía.
-¿Tu nana? ¿Quién en esta ciudad no tuvo nana?
-preguntó Eleazar. Por la expresión de su rostro, supuse
que recaería y hasta Silvia lo miró con cierto recelo, pero
no, sonrió y siguió en el mismo tono, con un matiz de
relexiva nostalgia-. Yo también recuerdo a Marcela,
bueno, no sé cómo se llamaba la tuya, Silvia, pero a lo
mejor es la misma. Todas las nanas son iguales, hasta las
malas, como la de Pepo Marquines, ¿te acuerdas Carlitos?
Pero no, a mí Marcela no me dio a probar más que su
vagina, cuando cumplí los quince. Eso sí fue algo dulce.
Me supo a tierra mojada, a un sabor que hasta ahora no
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he vuelto a sentir porque Marcela fue hace veintiocho
años y ninguna otra mujer me llovió tanto la boca y las
manos y el pene con su humedad de caverna... ni Ofelia.
-¡Oye! -reprendió Silvia, evidentemente turbada.
-Es la verdad, esa mujer me marcó los últimos
recuerdos de mi infancia, me llenó de ella, de la visión de
su cuerpo desnudo dormido en el cuarto de la lavadora,
o húmedo después de bañarse; me quitó de adentro la
imagen de mi madre, a la que no vi desnuda, y nunca
me acarició como ella. Y no la recuerdo hermosa ni fea
sino mujer, hembra, inexplicable para mí pero como un
regalo divino por algún darma merecido en otra vida.
-No hagas literatura -me burlé-. Ese es un recuerdo
hermoso. En cambio yo, Juana era una nana servicial y
grande. Pobrecita pero no podía ser precisamente lo que
se dijera una buena razón para masturbarse mientras la
acechaba en el baño. Por eso prefería las fotos que me
regalaba don Goyo, el viejo de la tiendita.
-¿No era Juana amiga de Marcela? Recuerdo que
cuando salían nuestras familias siempre iba ella, con su
cuerpo de maceta. No, lo que pasa es que no supiste
cómo, porque seguro que, cuando menos, te hubiera
iniciado en las delicias del sexo oral... piénsalo, con las
luces apagadas.
-Oigan, creo que se están pasando -señaló Silvia,
en tono jocoso ahora-, han puesto a las nanas como una
putas nodrizas, no es justo.
-Nodrizas putas, dirás. Creería tal vez que es injusto
que haya puras nanas, lo digo por lo que te perdiste a tus
trece años. ¿Nunca te imaginaste a un nano cobrizo y
ibroso que te iniciara en los secretos del placer, metidos
en una hamaca y en medio de la de tu mamá y el abuelo
Francisco? Tal vez no hubieras soportado tanta libertad
entre el silencio. Te hubieras tenido que relajar mientras
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te metían mano y tú, por primera vez en tu vida, eras
tocada en la intimidad, de tal manera que era imposible
evitar los gemidos, disimularlos poniendo una sábana
sobre tu boca.
-Eres un idiota, te pasas -Silvia se levantó sonriendo,
preguntó abruptamente si alguien quería más postre. Los
dos negamos con la cabeza. Seguimos platicando un
poco más sobre nanas y sexo con nanas. Después, Silvia
se fue a pintar y nos quedamos Eleazar y yo en la cocina.
Estuvimos bebiendo.
-De nuevo la noche -dramatizó Eleazar-. Estamos como
los hombres del alba, hubiera dicho Huerta. Lo leías
mucho. Lo sé porque ella me hablaba de ti, siempre. El
gran Carlos. Te quiso, Carlitos, de verdad que sí. Hasta
llegué a molestarme por oír que te mencionara tanto.
Pero supe reconocer que en el fondo había una clase de
amor ilial... que pudo ser incestuoso.
Lo fue, pensé inmediatamente.
-No digas eso, era mi amiga y nos respetábamos,
nada más.
Eleazar levantó la botella de cerveza y me miró.
En el fondo, me molestaba que hiciera ese tipo de
comentarios. Sobre todo porque me descubría a mí
mismo incapacitado para responderle como hubiera
querido. No había comparación entre lo que vivió
con Eleazar que esa relación enferma en la que nos
encontramos para paliar ciertos conlictos pero en la
que nunca pudimos vernos uno al otro. Mi frustración
y la amargura surgían, sin poder evitarlo cada vez que él
se empecinaba en hablar de su mujer y la verdad es que
me costaba trabajo mantenerme tranquilo.
-Borrachos, siempre borrachos, Carlitos. Qué más
nos queda... oye, esa puerta, la del jardín, si se clausura,
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esto podría ser un mausoleo, ¿no te parece?
Por un momento no supe qué decir. Miré las
paredes como cada vez que repetía ese comentario,
sopesé la sensación claustrofóbica que produce el vitral,
observé la puerta del jardín con sus ventanas pequeñas
y poco prácticas. Estábamos encerrados en ese lugar, a
partir de la imagen de ese sitio como una tumba. Qué
acertada era su apreciación: el lugar en que yacemos es
grande, no hay techados ni paredes pero al mismo tiempo
es un espacio cerrado, hasta que el alma se libera. Es
también el templo donde se venera a la inmortalidad,
representada por un cadáver, dos cadáveres... o más. La
cocina es así un campo de batalla plagado de muertos
que se encontraron a sí mismos en la agonía de sus
palabras, de los discursos. Aunque, como siempre, es
el capitán de la nave quien escribe la bitácora, esta vez
posiblemente para salvarse, es decir, salvarme. Sobre
todo porque quien redacta la historia es desafortunado,
la escribe en soledad...
-Sí, tienes razón, es una tumba... quiero decir, se
siente así, de pronto fría y silenciosa, es como respirar
aire de mármol.
-No hagas literatura, Carlitos -me censuró Eleazar,
riendo mientras abría una botella de ron.
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Estando solo, la vida pende de un hilo de cordura, de una razón que
se pone en duda ante sí misma por la diicultad de reivindicarse ante
la nada. Es un momento de plenitud, de concilio entre el universo y
uno mismo. En la soledad existe lo que quien está solo quiere que
exista. Puede ser la confrontación con los interiores, la invitación a
recorrerse para descubrir que no se es nada, ni un complejo sistema
de universo habitando en otro, más grande e ininito.
Hay que habitarse las veces necesarias para producir una
imagen frente al espejo. Figura que al inal de sí misma converge
con los miles que somos y le dan una esencia única al individuo
que lo representa en el exterior.
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Cuando no iba a la cantina, Eleazar caminaba por el
malecón hasta entrada la tarde. A veces, de regreso a
casa, pasaba por la oicina. Volvíamos juntos, platicando
trivialidades. En el café o durante las caminatas que de
vez en cuando hacíamos los tres, nuestras charlas eran
comentarios sobre la ciudad, un ameno intercambio de
ideas sobre literatura o teatro. Hablábamos de vinos
y comida. Hasta de política cuando compartíamos la
mesa con otros parroquianos. Pero si coincidíamos en
la cocina, cambiaba por completo el curso de nuestras
pláticas. La finalidad era acusarnos mutuamente,
mirarnos como tres seres, diferenciados uno del otro por
nuestras capacidades para soportar, primero, e hilvanar
después, un discurso para defender posiciones en un
paraje interno, que pretendía ser invadido por las palabras
de los otros, o para ganarla en el interior de los otros. Era
una guerra de poder, campos de batalla donde se trataba
de acabar con las estructuras, con el ser del prójimo para
imponer el propio ser y levantar banderas. Una guerra
en la que el ganador reivindicara sus ideas y su mundo a
costa de las ideas y el mundo del perdedor.
Eleazar estaba muy desmejorado, el efecto de
los continuos desvelos y el alcohol, se hacían patentes
en su cuerpo. Silvia prefería mantenerse al margen de
las dinámicas en las que nos enfrascábamos Eleazar y
yo, aunque constantemente discutía conmigo. Cualquier
pretexto era bueno para convertir la más mínima
diferencia de criterios en motivo de pleito. La presencia
de Eleazar ejercía en ella un efecto negativo y el no poder
61
luir con él como le hubiera gustado, le provocaba una
angustia que repercutía no sólo en nuestra relación sino
en mi propia estabilidad emocional. Por sus estados de
ánimo se iltraba la obsesión que tenía por Eleazar, y
esa funesta inquietud me iba revelando día a día lo que
no quise asumir antes: entre ella y yo sólo había existido
la solidaridad de los náufragos en la isla de Robinson.
Ahora, Eleazar nos arrebataba cualquier posibilidad de
seguir acompañándonos por la vida, como alguna vez
fue a sabiendas de que sólo jugábamos al amor.
Los paseos por los barrios de la ciudad, o por
el bulevar, eran las pocas cosas que compartíamos en
silencio y con cierta paz para los tres. Silvia siempre
aislada, caminando a otro paso, como si fuese sola,
mientras nosotros platicábamos de cualquier tema o nos
fumábamos disimuladamente un marro. A pesar de esas
caminatas que tanto le gustaban, Eleazar no quería saber
nada de la ciudad, y mucho menos de su familia. De hecho,
una vez fuimos a comer con los papás de Silvia pero el
encuentro resultó un fracaso. Esas visitas eran tan poco
frecuentes que casi se convertían en un acontecimiento,
y más por Eleazar que, de último momento, como todas
sus decisiones, optó por acompañarnos; su madre,
avisada por la mamá de Silvia, habló para preguntar por
él. Cuando le pasaron el teléfono, lo tomó con evidente
desagrado y contestó con monosílabos a las preguntas de
ella y de manera muy escueta le preguntó por su salud,
por su vida, y la despidió sin la menor consideración con
el pretexto de que estaba en casa ajena. Después llegó su
hermano Bruno, saludó a todos y se quedó a tomar un
café. Cuando se iba, cometió el error de pedirle a Eleazar
que cuando menos los visitara, pero aquella solicitud de
su hermano menor, bastó para que, como hacía Silvia
62
conmigo, iniciara un pleito de vecindad cuando Eleazar le
dijo que mejor se hiciera a la idea de que él no estaba en
la ciudad. Su hermano le contestó que no era bueno para
su mamá saber que él estaba aquí y no se comunicaba y
Eleazar replicó que hacía mucho tiempo él había decidido
irse de la casa y que no tenía diez años, que si su madre
no se había acostumbrado a vivir sin ellos –reiriéndose
también a su hermano Javier, quien vivía en Estados
Unidos- era su problema. Yo no supe qué hacer ni qué
decir y Silvia interrumpió abruptamente la discusión, “ay
que creen, ni les conté...” de inmediato desvió el curso
con el comentario de un supuesto embarazo (contras,
Carlos, ¿qué querías, que Bruno y Eleazar se agarraran
a golpes ahí mismo? No, fue una mentira piadosa que
puedo desmentir la otra semana; tú nunca vas a entender
esas cosas porque te crees muy duro).
Bruno nos miró con recelo y, derrotado en su
propósito, se despidió en medio de la perorata de Silvia,
cuyo tema causó revuelo pues su familia siempre estuvo
esperanzada con un niño que les diera algo qué hacer y
de qué hablar. A mí me alarmó el tema, no pensé que
fuese una estrategia de distensión. Habíamos tenido
una experiencia con un embarazo problemático hace ya
más de diez años. Como no estaba en nuestros planes
de vida tener un hijo, recibí aquella noticia ingiendo
entusiasmo, aunque más bien me disgustó porque
ella no me había consultado para tomar la decisión de
hacer el intento de salvar nuestro matrimonio de esa
manera, no era la salida adecuada a nuestro hartazgo.
Prácticamente le retiré la palabra y me volví muy hosco.
Había esperado poco más de tres meses para decirme
y eso lo consideré una traición. Sin embargo, no me
fui, ya era demasiado tarde para eso. Estoy seguro de
63
que ella estaba ilusionada, pero mi actitud fue un duro
golpe; hasta dejó de pintar. Aunque vivíamos juntos,
con el paso del tiempo acabamos separándonos, fue en
esa época cuando la fractura que ya estaba en nuestra
relación se hizo evidente. En el fondo quise irme, vivir
en cualquier otro sitio. En San Cristóbal, donde a Silvia
le ofrecieron dirigir una galería, pero no quiso dejar
el puerto, pretextando que un regreso a la capital o a
cualquier otro lado no tenía sentido porque era comenzar
de nuevo y cuando tomamos la decisión de dejarlo todo
para volver a Campeche, habíamos sellado un pacto.
Yo debí partir solo, pero no tuve valor para iniciar otra
vez, porque era cierto, movernos de ciudad implicaba
desarraigo, uno más profundo que el exilio; era volver
a hacerse de querencias, de sitios íntimos, de rincones
mágicos en las calles de alguna ciudad que ya no iba a
ser nuestra porque nuestras vidas las hicimos aquí, sin
darnos cuenta. Ese embarazo me obligaba moralmente,
me impedía irme, o fue el pretexto, no importa ya. Luego
fue demasiado tarde.
A veces eran los ejercicios, otras las visitas al
doctor. Siempre había un pretexto para no estar en casa.
Hasta que una mañana despertó con náusea y dolor en el
vientre, sufría mucho y afortunadamente estaba ahí. Sin
poder hacer nada para ayudarla, fuimos a dar al hospital.
Llegó tan grave que la internaron inmediatamente. En
cuestión de unas horas se agravó la situación, tuvo
contracciones y una severa hemorragia. La operaron de
emergencia y los doctores no pudieron salvar al bebé.
Cuando pregunté qué había pasado, los médicos dijeron
que probablemente había sido un aborto inducido.
Estuvo delicada algunas semanas, internada en el
hospital. Después regresó a casa. Hubo noches en que
despertaba llorando. Se ponía a caminar por la recámara,
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sosteniendo una almohada entre sus brazos. Le cantaba
canciones de cuna. Como si fuera escuchada, le decía
al bulto que todo estaría de maravilla. Yo me sentía
culpable por su lamentable estado de salud y pensaba que
nunca volvería a estar bien; algo en su mirada anunciaba
locura. Estuve muy pendiente de ella y, turnándome con
sus hermanos su cuidado, fueron pasando los meses.
Después le dio por no dormir, se encerraba en su estudio.
El doctor aumentó la dosis de calmantes para evitar
que caminara por la casa durante la madrugada. Poco a
poco, se dio una notable mejoría. Un día la vi salir de su
estudio con un estetoscopio que el médico había olvidado
durante su última visita. Iba desnuda bajo la bata. Subió
las escaleras hasta el rellano, se acomodó los auriculares
y escuchó en su vientre. Recorría sus pechos.
-¿Dónde estás hijo? –preguntaba, auscultándose.
Varias veces se repitió la escena. Al principio iba tras ella,
cuidándola y observando con dolor y morbosa curiosidad
aquellos accesos de locura. Después me acostumbré a
sus performances, como el de ponerse un cojín debajo del
vestido para recitar extrañas letanías, o acostarse boca
arriba y jadear como si estuviese ejercitándose para la
hora del parto.
Hasta que una noche me llamó y me dijo:
-Toma -me ofreció el estetoscopio-, no lo necesito
más... averigüé que está muerto.
Me dio la espalda y caminó despacio, en dirección a
su estudio. A partir de ese momento acabó el vagabundeo
por la casa y los llantos nocturnos. No volvió a hablar
sola y desde entonces nos distanciamos a tal punto que
tuvimos que aprender a convivir sin molestarnos. Unos
meses después, coincidiendo con la primera de muchas
temporadas de Ofelia y Eleazar con nosotros, tuvimos
oportunidad de hablar del asunto y yo de pedir perdón.
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Cargaba, lo he comentado, un profundo sentimiento de
culpa. Después todo pareció volver a ser como antes,
cuando decíamos amarnos, ofreciéndonos mutuamente
el cuerpo y algunos momentos agradables, pero siempre
con una distancia interna que nos impedía saber realmente
de nuestros interiores. Y ese ha sido mi estigma, estar solo
aun acompañado, más solo que nunca porque el acuerdo
de paz era eso: abandono y resignación, la aceptación de
que todo estaba perdido entre nosotros.
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En este espacio en blanco debería ir un capítulo en el que Silvia se
acuesta con un amigo de Carlos y se da cuenta de que el cuerpo es
algo más que el deseo. El capítulo tendría como inalidad mostrar
a una Silvia marcada por la traición aunque el sentido estaría en
la búsqueda interna. Ella está confrontada una vez más entre el
cuerpo que sintió placer y la razón que no lo justiica porque las
consecuencias de ese acto no estaban previstas dentro de su escala
de valores. Así, Silvia caminó muchos días largos por el bulevar,
tratando de poner en orden sus ideas. Estaba de pronto dividida
entre el bien y el mal, disputada ferozmente por las voces de censura
que venían de ella pero que no eran ella. Todas apuntándola,
condenando.
Por razones obvias, decidió esta voz omitir los detalles de la
crisis de Silvia, no mencionar, por ejemplo, el hecho de que en el
fondo, ella se sentía más libre, más gaviota mientras su cuerpo la
dejaba salir, mientras se abandonaba a la sensación de las manos
sobre su piel.
¿De quién era Silvia entonces sino de ella? De pronto la
pregunta, el penoso instante en que no se pertenece a nadie y se
pone en manos de un desconocido. Cobrar conciencia. Encerrarse en
sí misma porque afuera, el cuerpo duele, duele saber. Después no
queda nada. Y estas son algunas causas nada más que justiican
su omisión, ya que sería plantear a una Silvia más profunda y
comprometida que la que Carlos nos está mostrando y eso va en
contra de su peculiar egotismo. Total, es su novela.
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Hubo un día, otro de tantos, en el que me despedí
temprano. Tenía intención de ponerme a escribir algunas
ideas ya depuradas, aunque sabía que iba a llegar hasta el
escritorio y me quedaría con las manos sobre las teclas,
sin poder escribir una línea porque en mi cabeza las
ideas se iban de un lado a otro. Siempre es así, ahí está
la Voz, el impulso primario de hacer que esa obsesión
de ser escritor lorezca. El problema está en que no
puedo convertirlo en nada que no sea el intento, la frase
suelta, siempre ecos de voces perdidas en mi cabeza,
que no pueden respirar en el papel y preieren quedarse
dentro. No hay historia que valga, o anécdota. Sólo esa
necesidad agobiante de contar, de construir un discurso
que me permita luir, estar en el mundo de otra forma.
Pero es difícil, nunca me libero de ese dictado que de
pronto comienza en mí, que se escribe con mis propias
manos y me produce tanto miedo, de ver que escribo,
de expresar, pero sobre todo, de no poder controlar lo
que ahí se plasma. ¡Soy yo, soy yo!, voy diciendo mientras
escribo, soy yo y lo sé como sé que mientras escribo
afuera está Silvia, pintando, y abajo Eleazar, seguramente
rumiando su náusea por los demás y me da tanto miedo
esto que quisiera dejar de hacerlo pero el vértigo, la
emoción de mirarme ahí, de alguna manera verme en
las palabras, de alguna manera perderme entre las frases.
Ese es el impulso, la consigna, volver a escribir El Libro
Vacío, hacer la literatura automática; repetirlo todo desde
el principio de todo, partir de la nada para llegar hasta
la nada y seguir, convertirme en la Voz, pronunciar
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las palabras que nadie ha pronunciado. Pronunciar lo
inarticulable, lo que no tiene nombre porque no hay
imagen que lo respalde y en in, que subí a escribir un
rato sobre ciertas ideas que tenía en mente.
Silvia se encerró en el estudio, pintó hasta el
alba. Eleazar se quedó un rato más escuchando música.
Después que me fui, también subió. Dio vueltas por la
habitación, perdido en los recuerdos y el hartazgo de
los días que iban sucediéndose sin que nada se alterase.
Andaba con una paciencia inaudita, durmiendo poco,
silbando melodías que inventaba en el momento. Lo sé
porque le escuché moverse, al otro lado de la pared. Y
también escribía, le escuchaba dictarse en voz alta, releer
y seguir dictando. No sé que escribía, nunca nos dijo.
Supuestamente, decidió no volver a hacerlo y creo que
el verme a mí en la lucha, en el diario y estéril trabajo, lo
motivó. Qué más, siempre esa competencia, ese tratar de
ser mejor que el otro. Yo esperaba que en algún momento
saliera a decirme que tenía en sus manos el borrador de
su próxima novela. Así era él, así era.
Al otro día, se levantó temprano. Se movió por la
cocina, articulando un bisbiseo a manera de música
de fondo para mantenerse en movimiento. Afuera, la
aurora se convertía en relejo de rayos tibios, en un sol
que no alcanzaba a trepar la barda, al inal del patio. En
el ventanal, la claridad era puntos de diamantes que se
movían vertiginosos en un mundo de vidrio esmerilado.
Silvia llegó, arrastrando las babuchas, cubierta con su
bata de casa. Dio los buenos días y se sirvió café. Con
una mano se sacudió el cabello y las gotas de agua fueron
cristales estrellándose por todos lados, formando un
halo que a contraluz dibujaba arcoiris mínimos. Eleazar
le contestó el saludo y se mantuvo frente a la estufa.
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Ella se acercó a olfatear y regresó a la mesa. Le vio sacar
platos, calentar tortillas, servirse del revoltijo humeando
en la sartén.
-Se llama bolo alimenticio -le dijo Eleazar,
señalando el plato.
-Luce bien.
-¿Quieres?
-No -e hizo un gesto de desagrado-, preiero tomar
café... anoche no hicieron mucho escándalo.
-Nos acostamos temprano. Bueno, Carlos no quiso
quedarse. Fumamos algo, muy malo por cierto -comentó
mientras le echaba salsa a su platillo.
Eleazar comía despacio, alternando un bocado con
un sorbo de café. Arriba, yo me estiraba en la cama. Silvia
se sirvió de nuevo.
-Te veo muy cansada -comentó mientras echaba
sal a su comida.
-Sí, lo estoy -Silvia respondió sin interés.
-¿Cómo va ese cuadro?
-Va -contestó ella, sin dejar de mover el cubierto.
Abrí la llave del grifo y me lavé la cara. Eleazar
revolvía el contenido del plato, untaba pan con
mantequilla.
-¿Nada más va?, por lo visto ya no te anima hablar
de tu cuadro.
Silvia hizo un gesto de fastidio, se paró. Fue hasta
el ventanal. Yo miraba mi rostro en el espejo. Con el
pedazo de pan suspendido frente a su boca, Eleazar
esperaba una respuesta mientras veía el cuerpo de Silvia,
a contraluz. Yo iba y venía por la habitación, buscando
mis pantalones. Silvia regresó a su silla.
-Me canso -se quejó, con cierta intención de no
hablar de eso. Pero continuó-. Pinto metros de tela y no
llego a nada.
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Eleazar la miraba sin parpadear. Yo regresé al
baño; por primera vez en mucho tiempo pensé que Silvia
estaría ahí abajo, acompañada por Eleazar y tal vez... me
vi confundido, reviviendo un momento del pasado que
no quería recordar.
-¿Por qué no lo dejas?... -Silvia le miró sorprendidaquiero decir, el intento de pintar ese cuadro.
Reflexioné y decidí no preocuparme por algo
que no valía la pena. Los años se habían encargado de
sepultar todo y en ese momento creí que ya éramos otras
personas. Sonreí ante el espejo y salí del cuarto mientras
Silvia se movía nerviosa y su rostro enrojecía.
-No puedo, es algo que está más allá de mí. Me
duele mucho no poder, pero sería más doloroso dejarlo.
Es lo único que tengo.
-¿La esperanza de pintarte como siempre has
deseado?
Bajé las escaleras. Silvia se levantó de nuevo;
después de llenar su taza con café, regresó a su asiento.
-No es eso, son las ganas de vivir por algo. Tú sabes
que no siempre se tiene una razón como la tuya, o si se
tiene, está lejos y hay que improvisar.
Eleazar iba a responder algo pero en ese instante
entré en la cocina y saludé a media voz.
-¿Hay cafecito? -pregunté mientras me dirigía hacia
la estufa.
-Vaya, es bueno saber que hay alguien de buen
humor -comentó Eleazar.
-¿Qué?, estoy maravillosamente bien este día.
Me acomodé en una silla, estiré un brazo y acaricié
a Silvia; ella forzó una sonrisa.
-Bueno, regresando a la plática, si es eso, ¿porqué
no buscas otra cosa?, toma clase de algo, consigue un
empleo de medio tiempo.
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-No es eso, no es eso.
-El tema del cuadro y la razón de vivir -intervine¿todavía te preocupa?
-Sabes que me preocupa, ¿porqué ese tonito en el
todavía?
-Oh, perdón, no quise ofender.
Me levanté a preparar mi desayuno.
Tú como vez, Carlos -preguntó Eleazar, interesado
en el tema.
-Ella sabe lo que opino -contesté con sequedad,
más ingida que nada; había despertado con intención
de no perder mi buen ánimo.
-Podríamos discutirlo entre todos -sugirió Eleazar,
conciliador.
-¡No!, me niego. ¿Crees que esto se ventila por
decisión parlamentaria? Es mi problema lo que me pase
y a ustedes no les importa. Métanse en sus asuntos,
pártanse la madre todas las noches, pero conmigo no
cuenten.
-Lo que digas, Silvia, pero por favor, no te alteres
-de nuevo Eleazar, tratando de ser conciliador-, no se
trata de pelear.
-Dilo tú -comenté con ánimo de bromear.
-Es que, estábamos tan bien... -se quejó Silvia.
-Claro, siempre que no esté yo estarás bien, eso
quieres decir.
-No, estoy diciendo que Eleazar y yo estábamos
platicando muy a gusto.
-No, lo que tú has dicho es que estaban bien, es
decir, que por otra parte estás diciendo que no estás
bien conmigo.
-Estás interpretando algo que no está sino en tu
cabeza.
-No, Silvia, está en tus palabras y tu actitud.
73
-Oye -intervino de nuevo Eleazar-, vienes muy
agresivo.
-No más que tú otras veces.
-¡Ya, Carlos, por favor, compórtate!
-Y ahora vienes a tratarme como mi madre.
-¡¡Eso es lo que necesitas, cabrón, irte con tu puta
madre para que te siga dando chichi!!
Aquellas palabras airadas provocaron un silencio
que la misma Silvia rompió.
-Lo siento -me dijo casi en un hilo de voz. Me
acerqué a ella.
Permanecimos abrazados apenas un instante; fue
un momento en el que intentamos recuperarnos uno al
otro. En esa tregua dijimos lo que había por decir, era
como una despedida tácita, el punto en que rompimos
una vez más, ahora deinitivamente, nuestro pacto de
náufragos.
- B u e n o - i n t e r v i n o E l e a z a r, s o n r i e n d o
maliciosamente-, el que se va soy yo -llevó sus platos a
la pileta y sin más, subió a su recámara.
Antes de salir a la calle, pasó por la cocina. Yo
terminaba de desayunar.
-¿Fue a dormir? -preguntó desde la puerta, en voz
baja-, no la escuché subir.
-Está en el estudio.
-Ah... nos vemos luego, voy al Centro; quiero
comprar unas cosas.
Terminé de comer, dejé los platos sobre la mesa y
me tendí en un sillón de la sala. Seguramente Eleazar fue
a sentarse a la mesa de alguna de las cantinas del centro de
la ciudad, donde estaría hasta la noche. De Silvia, apenas
había señales de vida. Algún carraspeo, un tubo de óleo
al golpear el piso. Afuera, la mañana despuntaba soleada
74
y todo seguía igual. Como ayer, como ahora, como si
nada hubiese sucedido.
Como Eleazar, como Silvia, yo también enfermaba
de dolor y angustia por lo descubierto en nuestros
desvelos. Poco a poco, nos convertíamos en seres al ilo
del tiempo y peleábamos por ser peores, en un combate
en el cual no había perdedor ni trofeos, sino el placer de
luchar, de romper esquemas y conferirle a la palabra el
poder de un arma mortal.
Fui yo quien sugirió cambiar de lugar el equipo de
sonido. Lo colocamos en la cocina, sobre el mueble
donde guardábamos las vajillas. A partir de entonces, las
reuniones se prolongaron hasta las nueve o diez de la
mañana. Silvia permanecía en silencio, empeñada en no
hablar si no era para las cuestiones de nuestra convivencia
cotidiana, con la mirada en otro sitio, mientras nosotros
discutíamos sobre cualquier tema. En ocasiones se
presentaba con sus lápices y un cuaderno de bocetos. Al
inal de la velada, después de revisar el trabajo, escogía
algunas cosas. El resto era quemado en el horno de la
estufa, “para exorcizar los demonios”, decía ella.
Una mañana, mientras incineraba algunos papeles,
se asomó por la ventanilla de la puerta del jardín. Miró
la hierba invadiéndolo todo.
-Amarillo, ese es el color de la sangre -dijo mientras
miraba la enredadera que nacía al otro lado del muro. No puedo encontrar a la mujer. He pintado toda la
noche y nada. No puedo, de verdad que no puedo. Ya
ni descansar es factible.
-¿Otra vez los insomnios?
Eleazar estaba sentado a la mesa, cabeceando al
compás de la música.
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-Sí; tomé un diazepán, pero ya ni con eso puedo,
sólo me aturde, me deja embotada. Tengo que encontrar
a la mujer, ¿sabes?, es vital...
-No la vas a encontrar nunca -la voz de Eleazar
sonó pastosa y ronca-, porque no quieres encontrar nada.
-Tú no sabes qué pasa en mi cabeza, Eleazar.
-Lo que pasa en tu cabeza es fácil suponerlo porque
lo transpiras.
-O cuando menos eso crees, a lo mejor y confundes
los signos.
-Estoy seguro de que no.
-No puedes saberlo porque en realidad no sabes
nada de nosotras.
-¿Tú crees?
-Sí, lo creo. Nunca has entendido nada, jamás
pudiste entenderme, no has podido hacerlo en estas
pocas veces que pasamos juntos, sin Carlos estorbando.
Si no puedes saber de quien tienes frente a ti, mucho
menos sabrás lo que es una mujer, y si crees que Ofelia...
-¿Por qué no me dices lo que es una mujer?
-interrumpió Eleazar, burlón-. Tal vez eso me ayude a
comprender.
-¡Ustedes no saben lo que yo soy porque nunca
podrán sentir un hijo, o verme como un ser que puede
sentir y pensar como cualquiera, que puede amar, incluso
a ti que tanto me has despreciado...! -guardó silencio y lo
miró. Respiraba agitada-. No has sabido nada, no quieres
verme, ni quisiste ver a Ofelia. Te casaste con un ideal,
se te murió tu ideal. ¿Ves?, no te duele que Ofelia esté
muerta sino fuera de tu vida, estás igual que Carlos que
se niega a saber de mí como yo misma y no como él me
imagina. Ahora sí que como tú dices ¿No lo puedes ver?
-Me parece que estás perdiendo el control, ¿por qué
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no te relajas? Nosotros hemos logrado la convivencia,
sostengámosla.
Guardaron silencio. Ella caminó por la cocina
y luego se recargó en la estufa. Volvió a mirarlo, ya
tranquila.
-La convivencia... Qué bonito suena la palabra.
La convivencia. Como si estas chispas de esmeril fueran
estrellitas de la amistad y los amores más puros. Pinche
Eleazar, no me trates como una pendeja, que aunque
tenga cara y el idiota de Carlos esté convencido de ello,
no soy tan estúpida.
-Yo no he dicho eso.
-No directamente pero con la manera en que te
expresas y me tratas pareciera que sí.
-La verdad nunca he creído que seas una pendeja,
Silvia, no lo lleves por ahí porque de entrada ya perdiste
la discusión.
-No estoy discutiendo nada contigo, nada más no
me trates como pendeja, ¿o.k.?
-Te aseguro que no –Eleazar levantó las manos,
extendió los brazos e improvisó un movimiento como
de imploración. Sonreía maliciosamente. Silvia no le dio
tiempo de continuar, lo interrumpió.
-Dime una cosa, ¿te gusto?
-Silvia, no sigas, si no puedes estar en paz, no lleves
a terrenos peligrosos algo que ya se quedó atrás –dejó
de jugar.
-Hace tres días nada más, ¿te parece un pasado muy
lejano como para olvidar?
-¿Te parece tanto como para tratar de repetirlo,
con el riesgo de descubrir que en realidad fue un festín
de gusanos de muerto?
-Pero bien que te empachaste, imbécil. No seas
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absurdo, Eleazar, tienes más de treinta años y el cinismo
suiciente como para sobrellevar lo que se supone una
traición.
Ella se acercaba a Eleazar, él retrocedía lentamente,
sin convicción. Lo subyugaba el juego, la misma Silvia
y su capacidad de entregarse como una adolescente, su
vocación de ramera dócil y servil.
-Me hago vieja Eleazar... ¿Crees que pueda llegar
Carlos? -preguntó mientras sus manos recorrían el vestido
con una caricia desesperada. Se desnudó despacio-. ¿No
te gusto? Hace unos días me decías que sí.
Eleazar se levantó, acercó el rostro. Sus labios
besaron los de ella y su mano fue bajando, hasta detenerse
en las caderas. De pronto reaccionó y, con suavidad, la
alejó de él.
-Vístete, el juego ya terminó.
Se miraron. Silvia se limpió los labios con el dorso
de una mano, temblaba.
-¿Crees que juego? Me pudro; esta vida es
insoportable... ¡ámame Eleazar, ámame como antes!
-Silvia pedía abrazándolo, acariciando su cuerpo, que
ahora parece una estatua.
-No sabes lo que estás diciendo. Anda, vístete,
olvida esto –Eleazar retrocedía.
-No, Eleazar, cómo voy a olvidar que se me va la
vida como si no me diera cuenta, ¿no entiendes que esto
que te pido no es sólo por sexo, que...?
-Que nada Silvia, esto no tiene ningún sentido, ni
para mí ni para ti.
-Pero puedes besarme, Eleazar, si puedes tocarme,
por qué no haces nada, anda, ¿sí?
-No insistas, no te sientes bien, te vas a arrepentir
después de algo que te va a dejar más deprimida.
-¿Tú, después de todo diciéndome eso?
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-Lo habíamos hablado, no podremos estar juntos
toda la vida.
Eleazar se alejó de ella, con las manos en las
bolsas del pantalón. Luego se dio vuelta y sus miradas
volvieron a encontrarse. Silvia se limitó a negar con un
movimiento de cabeza algo que sólo ella sabía que era.
Después, Eleazar dijo:
-Esto nos hace más daño del que tú crees...
-Qué a toda madre, ¿no?, primero sí y ahora... ¿A
dónde vas?, no hay salidas, Eleazar, no hay manera de
salvarse de esta miseria, ¡no lo ves, no hay manera!
Eleazar caminaba hacia la puerta, ella intentó
abrazarlo, quiso aferrarse a él como el día de la boda,
pero Eleazar la empujó y salió de ahí.
-Estás equivocando las formas, Silvia, estás
perdiéndote en un laberinto sin sentido y no voy a ser
yo quien te hunda más en tu locura.
-¡Eres un cretino soberbio! Hundirme en mi locura,
tú; que se me hace que más bien eres un maricón con
depresión crónica, ¡te quedo grande pendejo, eso es lo
que pasa.!
Eleazar no volteó a verla ni respondió el insulto.
Salió a la calle. Silvia se dejó caer al piso, con ganas de
no moverse nunca más. Lloraba y maldecía a Eleazar, al
mundo, a la vida, a Dios. Estuvo llorando, hasta que la
venció el cansancio y el efecto de los sedantes.
Despertó con el calor del sol que se iltraba por el
ventanal. Estaba sola, la casa en silencio y ella sudando,
congestionada por un resfriado.
Estuvo sola hasta que subió, entró al baño y
preparó sus cosas. Estuvo acompañada cuando el agua
se convirtió en un cuerpo de hombre que se tendía sobre
ella y el vapor no la dejaba ver su rostro; cuando sus
79
manos fueron otras y recorrieron su cuerpo. Su voz fue
suya, ajena, y las manos que se movían por su cuerpo
dibujaron a la mujer que ella nunca pudo bosquejar.
Escuchó música en la caída de agua y el ritmo la perdió
en parajes donde se recostaba sobre su cuerpo. Fue un
viaje donde descansar sobre su sexo era estremecerse de
placer. Con los ojos entrecerrados, trataba de ver entre la
lluvia. Más allá de las percusiones del agua estaba su voz,
en su voz un nombre: Eleazar. Y las manos de Eleazar en
su cuerpo, el cuerpo de Eleazar sobre el de ella y ella con
las piernas abiertas, en un acto de sumisión, de entrega,
no a él sino a sí misma. En el placer se encontraba con
una magnitud desconocida mientras el agua corría y sus
manos acariciaban la espalda del hombre y el ritmo era
nuevo. Salvaje saltaba salía de sí y en la tierra comenzaba
un movimiento telúrico. Era el génesis y tenía miedo de
estar sola. Tembló, gritó y todo fue tan rápido que cuando
la R de Eleazar salió de sus labios, ya estaba en el piso,
con el agua cayendo sobre su cuerpo y su cuerpo laxo,
como en el principio de todo, en el rincón de su mundo.
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Yo trabajaba en un periódico como director del
suplemento, y de jueves a sábado mis horarios eran
vespertinos-nocturnos. Así que Silvia y Eleazar se
quedaban solos. Eleazar por lo regular estaba fuera
de casa, y Silvia se quedaba en su estudio, fumando
mariguana y pintando hasta que llegaba yo a cenar, una
hora y volvía a la redacción del periódico. Claro que desde
la llegada de Eleazar esa rutina había cambiado mucho.
Era poco probable que Silvia me esperase a cenar y, lo
que es más, cada vez era menos frecuente que yo llegara
a casa en la hora de mi descanso.
Eleazar regresó por la tarde. Yo ya me había ido
al periódico y Silvia pintaba en su estudio. El se encerró
en su cuarto y luego se dio un baño. Fumó mientras
escuchaba música; después bajó a la cocina y puso la
primera jarra de café. Silvia salió del estudio y estuvo
parada en la puerta de la cocina. Durante unos segundos
miró a Eleazar, como si nunca lo hubiese visto. En la
igura de ese hombre había algo de ella misma, que
sólo podía sentir poseyéndolo. El efecto de las tachas le
mostraba las cosas y las cosas no eran las de todos los
días, Eleazar se movía demasiado lentamente, pero hacia
ella, sí, hacia ella, y ella miraba azul, todo azul, mientras la
luz esmerilada del ventanal detenía el momento en que se
dio cuenta de eso y el crepúsculo se transformaba en una
escena repetida desde siempre, inagotable en el tiempo.
Nunca existí, ni Ofelia, ni nada conocido. Silvia
era otra mujer, no ella ahí, parada frente a Eleazar, quien
ahora signiicaba su felicidad y su destrucción.
81
Ese día los olores, los sonidos, las imágenes, todo
lo que alrededor de sus sentidos se movía era su vida
entera reducida a un cúmulo de sensaciones engañosas,
un sueño extraño en el que llegaba a decirle a Eleazar
que todo había terminado.
-Ya para qué hablar, para qué amar, para que
intentar vivir. Tienes razón; mejor vete.
Así se lo dijo, y no por mí, yo era una sombra con
la cual aprendió a sobrevivir. Recordó los días en que
las cosas tenían una lógica y una causa, un in. Después
ya nada había sido igual; ni el mundo, ni ella misma.
Eleazar se le acercó tambaleante, y ella no supo si le
dijo algo o si el aliento del hombre en su oído creó un
murmullo. Volvió a sentir su cuerpo, sus labios, sus
manos, los pezones endurecidos y se perdió en la lluvia
que de pronto comenzó a caer sobre su cabeza, mientras
le decía “tú eres el loco, tú eres el loco...”. Y no tuvo
importancia entonces el cómo ni el por qué de aquellas
caricias, tampoco si yo, escondido, espiaba. El inal estaba
escrito: regresar a los días de infancia, al lugar donde las
cosas no eran dolor sino sonrisas y llantos sin forma.
Volver a nacer de la noche de un vientre.
82
En la ciudad es de noche. Un hombre camina en
dirección a la puerta principal de la estación de autobuses.
Tropieza, recupera el paso y sigue andando, con el cuerpo
rígido, la vista ija en algún lugar dentro del ediicio. El
hombre sube las escaleras, se detiene antes de entrar.
Voltea y mira a un vendedor de dulces. De reojo, éste
también le mira. Se retan.
Ahora camina por la sala de espera. Acerca una
mano a sus labios y pide silencio. Nadie se inmuta. Da
vuelta sobre sí mismo y observa a dos hombres que están
sentados. Uno de ellos se da cuenta y levanta la vista. El
vagabundo camina en su dirección.
-Soy de los otros -le dice.
-Lo sé -contesta el que está sentado y sonríe.
Nuestro protagonista se aleja. Desde una de las
esquinas de la sala, vigila con las manos en los bolsillos.
Hace muecas, murmura cosas. Una señora espera en
la ila para comprar boletos mientras un niño dormita
sentado sobre unas cajas.
Una mujer joven irrumpe en el sitio. Detrás entran
dos muchachitos a paso veloz, cargando maletas y
paquetes. Ella camina hacia las ventanillas, insegura sobre
sus tacones. El vagabundo la mira; con movimientos
lentos, acerca las manos al cierre de su pantalón. Mientras
esto sucede, la señora, que ya compró su boleto, se
persigna y observa con atención al demente. La mujer
que atiende la dulcería se sonríe con un afanador mientras
le hace una seña para decirle que aquel tipo está loco.
83
El afanador se ríe, pero en cambio señala a la mujer de
tacones altos.
Dos soldados entran en ese momento y uno se
detiene a buscar algo en las bolsas del pantalón. El otro,
descubre a dos tipos, sentados en la ila de bancas pegadas
a la pared y le hace un comentario a su compañero. Ríen.
Pasan cerca y los miran con desprecio. Ellos también los
miran; bajan la vista.
La mujer joven se dio cuenta de lo que había pasado
y miró a la pareja, sentada al otro lado de la sala, suspiró
y, antes de posar la vista en la novela que tenía sobre las
piernas, secó el sudor de su frente con un pañuelo de
papel, se retocó el maquillaje, guardó el estuche en su
bolsa, se acomodó los algodones que rellenaban el sostén
y después de un largo resuello, se puso a leer:
“¿Lo ves?, no entienden el porqué de tu oicio.
Mientras no tienes reconocimiento, no existes. Después,
pasas a ser un bien de consumo. ¡No les importan tus
razones para tomar la pluma!. Les interesa consumir,
crear la falacia de una sociedad culta. No aportas nada
que no sea para ti mismo...
-Estás volviendo a lo mismo, me estás contando
otra vez la misma historia. Pero no estoy de acuerdo,
Eleazar, no puedo aceptar esa visión porque es un
pretexto, siempre estarás aportando.
-Aférrate a esa idea, es tu problema, yo ya te dije
qué pienso al respecto, la verdad es que a nadie le dejas
algo, la obra es sólo una referencia... creí darle a la gente,
pero nunca hubo aportaciones reales -yo no podía
dejar de observar al anciano vagabundo que parecía a
su vez prestarnos demasiada atención, como si en su
turbada memoria nos reconociese de otro momento,
de otra vida-. Todo ha sido para conocerme más. Mi
trabajo me permitió interiorizar, hacerme yo a la vez
84
que me desprendía de mí. Pero la crítica sólo vio un
experimento técnico, que ni siquiera era original, un
trabajo medianamente logrado porque lo que decía ya lo
habían dicho antes, y mejor. ¿Te das cuenta?, los grandes
críticos no pudieron crecer conmigo, se quedaron con
la cáscara de la manzana mientras yo, con esas mierdas
que entregaba a la gente, me elevaba más que cualquier
poeta, que cualquier ilósofo.
El vagabundo se nos acercó. Yo le miraba. Nos dijo:
-Soy de los otros.
-Lo sé -contestó Eleazar abruptamente. El hombre
se inmovilizó por un instante, luego se alejó.
-Estás diciendo tonterías, ya no hay mercado para
esas ideas, diviértete con el arte, hombre, para qué te
pones en ese plan...
-Pero si el arte no lo haces para nadie, a nadie le
interesa tu viaje y lo que deiendes como arte es sólo la
ejecución de un oicio. ¡Anda, sí, tienes razón, diviértete
mientras escribes novelas de aventuras, ofrécele bestselers
a las editoriales! Al inal te quedas solo, hermano, solo
y frustrado.
-No me vengas con esos argumentos tan mamones,
haces arte para los demás; le das demasiadas vueltas a
las cosas.
-Lo que dices nada tiene que ver con el arte y sí con
una carrera que un buen publicista, un libro escrito por
tu tía Chacha y dinero pueden hacer. En esas cosas no
hay propuesta, sólo publicidad, dinero, una imagen que la
miseria existencial de la gente vulgar necesita para sentir
que existe, aunque sea en función de esos ídolos de papel.
-Por supuesto que tiene que existir una propuesta,
es lógico que relexionas antes de escribir, y en esa relex...
-No me reiero al hecho de elaborar un esquema
–interrumpió Eleazar-, de seguir un modelo estructural,
85
hablo de la posibilidad de crecer con lo que haces, de
una manera distinta, crecer hacia la soledad. Mientras
más crees entender algo de ti menos te comprenden los
demás, menos puedes tú comprenderlos. O de hundirte
en ti, ahogarte de dolor porque eres basura; o de felicidad
porque eres energía que se transforma y nada más, nada
de pensamiento, nada de ideas, nada de humano, sólo
universo puro y concreto. No entiendes mucho de estas
cosas, y lo lamento. En realidad pocos pueden entenderlo.
-Coño Eleazar, como parece que no has leído
mucho en tu vida te voy a recomendar que leas a
Goethe, y te repases a los simbolistas franceses. Ya deja
de imprimirle ese dramatismo seudo trágico a tu papel
de “El incomprendido”. No te quieras hacer al ilósofo
porque estás diciendo puras pendejadas. Este es el plano
de realidad en que estamos y en este plano debemos
mantener nuestras relexiones y nuestras proyecciones.
-Te agradezco tus recomendaciones pero no creo
que se trate de imitar al espíritu sin rostro, vela en mano
en busca de secretos con los cuales entender su propia
identidad. Llegar hasta adentro no es cualquier cosa,
hasta lo que callas, hasta las cavernas en las que ocultas lo
que no puedes describir, lo que no concibes. El oicio, la
historia misma, todo queda relegado a un segundo plano.
-Yo creo que el arte es un asunto más simple de lo
que propones, ¿no sería más fácil pagarte un psiquiatra?
-Estoy hablando en serio.
-Yo también.
Eleazar me miró con encono. El vagabundo se
había alejado hasta el otro extremo de la sala, pidiendo
dinero a los pasajeros. Me sentía cansado, a punto de
quedarme dormido en cualquier momento. De pronto
las cosas no funcionaban como debieran y mi percepción
de la realidad comenzaba a trastocarse. Las voces y el
86
movimiento de los demás seres humanos sucedían como
en los recuerdos, envueltos en una brillantez extraña. Los
percibía con una lucidez similar a la sensación de tres o
cuatro noches sin pegar ojo. Escuchaba hablar a Eleazar,
pero en mi cabeza estaba la imagen del cuerpo de Silvia en
el piso, su cuerpo lácido, dormitando como en una playa,
como si estuviera sola. Sus cuerpos juntos. Escuchaba
a Eleazar y veía a Silvia, montada en él, amándose en la
penumbra de la sala. Veía a Silvia en sus noches infernales
y seguía escuchando la voz de Eleazar que me hartaba,
que me cansaba con todo el cansancio del universo.
-A la gente como el Ché o como Cristo los
idealizan, los ponen por encima de la cabeza del más
excelso de los hombres -Eleazar balanceaba el cuerpo y
entrecerraba los ojos. Yo le miraba, sin verlo, porque en
todo momento estaba el rostro de Silvia superpuesto al
suyo, la voz de Silvia haciendo coro. Ellos, ellos, ellos...-.
Nadie va a querer ser así. ¿Alguien quiere morir como
los héroes, o los hijos de Dios? Libertad, Carlitos, es un
principio de libertad el Ser diferente, un principio de
supuesta libertad, porque muy pocos podemos ir hasta
donde esta clase de seres llegan.
-¡No me jodas! -grité, proyectando mi impotencia,
la falta de valor para despertar a Silvia a golpes, o para
exigirle a Eleazar una explicación por lo que ocurría
entre ellos, a mis espaldas, que me obligó a mirarla sin
moverme, a salir a la calle y hacer como si nunca me
hubiera dado cuenta de nada. Impotencia porque yo
mismo me maniataba, me hundía en este pozo-, ¡qué
carajo tiene que ver el Ché con lo que estamos hablando!
-Ya ves, ni tú que tan sesudamente piensas te das
cuenta. Por eso es que nada importa, siem...”
El altavoz anunciando una salida de autobús
interrumpió a Eleazar. La mujer que estuvo sentada
87
frente a nosotros dejó de leer y se puso de pie. Yo estaba
harto. Quería irme de ahí, dejar a Eleazar en un camión
para que se marchara a un sitio lejano, del cual no pudiera
regresar, como de la muerte. Siguió hablando sin que le
escuchara. Después insistí para que volviéramos a casa.
Cuando emprendimos el regreso, caminamos como si
cada uno de nosotros fuera completamente solo...
88
.
..Cuando se está así, la vida pende de un hilo de cordura, de una
razón que se pone en duda ante sí misma por la diicultad de
reivindicarse ante la nada. Es un momento de plenitud, de concilio
entre el universo y uno mismo. En la soledad existe lo que quien
está solo quiere que exista. Puede ser la confrontación con los
interiores, una invitación a recorrerse para descubrir que no se es
nada, ni un complejo sistema de universo habitando en otro, más
grande e ininito.
Uno se habita las veces necesarias para producir una imagen
frente al espejo. Figura que al inal de sí misma converge con los
miles que somos y le dan una esencia única al individuo que lo
representa en el exterior. Dos hombres pueden hablar de cosas
importantes. Puede uno palmear la espalda del otro para consolarlo
cuando se le escapan las certezas. Es el comienzo de la locura. Uno
de ellos intuye que el otro duda. Lo adivina en el andar, por los
movimientos del cuerpo en un espacio que se desconoce. Lo puede
vibrar luchando por mantenerse de pie cuando hay la necesidad de
hacerse un ovillo y rodar: en un instante se tiene la premonición
de que todo es diferente a como ha sido.
Las calles son oscuras, pero este individuo no ve la noche.
Ella crea submundos, gritos extraños para que el hombre se
transporte hasta un remoto lugar donde otros hombres bailan
alrededor del fuego. Mas no entenderá el signiicado de la visión y
regresará, al instante siguiente, a la calle por la cual transita. El
sonido de los pasos le tranquilizarán y la voz compañera, enemiga,
estará presente, como un báculo. Entonces tomará estas palabras
que escucha como si fueran suyas y sonreirá. Sólo el otro hombre
sabrá que su compañero de viaje está enloqueciendo. Sonreirá.
También a la noche.
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Hace unos días, mientras paseábamos por el puerto, me
detuve para ver a un tullido, con el morbo que obliga a
estudiar de soslayo un cuerpo desnudo y atractivo. Miré
con detenimiento el antebrazo, moviéndose al arbitrio de
un sistema motor descontrolado, la pierna cuyo inal era
un tapón de carne amasada sobre un fémur incompleto.
Mi repulsión no era por aquella anatomía desecha ni por
la ropa sucia y pegada a la piel del hombre. Era a causa
de la saliva resbalando por el mentón, por una herida
sobre la frente, donde las moscas zumbaban. No era
la grandilocuencia de la desgracia humana lo que me
producía asco sino las nimiedades, los detalles en que la
tragedia se convertía en una imagen de lo patético. El
indigente, nombrando a alguien, le insultaba, culpándolo
de su desgracia. El anatema era un hilo invisible que lo
unía al mundo, a las calles, a las muchachas con olor a
jabón de coco que pasaban en dirección a la academia.
Yo era algo más que testigo de esa escena, la repetición
de mí mismo, tirado en alguna calle de mi nombre y la
memoria.
Estaba mutilado también, con nuevas aberturas
en el cuerpo porque para Silvia la muerte de Ofelia
continuaba siendo una esperanza de vida. Lo supe desde
la primera tarde en que se le ofreció a Eleazar, en la
cocina. Lo recordaba cuando evitábamos hablar de lo
que sucedió entre ellos por temor al inal de quedarnos
completamente solos; ella sabía que Eleazar estaba para
siempre lejos, a pesar de su cuerpo, de sus caricias. Yo
91
era un extraño escuchando a hurtadillas mis propias
relexiones. Imposibilitado para recuperarme en una
totalidad que me liberase, odié a Eleazar y quise acabarlo,
buscar una ocasión para tomar a Silvia de los cabellos y
arrastrarla por toda la casa, matarla a golpes. Mejor aún,
sacriicarla en el altar de la catedral un domingo por la
mañana. Así las ancianas podrían cantar una letanía, el
olor a incienso conmover los corazones de la gente al
mirar la sangre goteando sobre el mármol, el Cristo bajar
de la cruz, quitarse la corona de espinas y colocarla en
mi cabeza a la hora de pronunciar la homilía, donde la
muerte de Silvia es el ejemplo de lo que sucede a las niñas
que seducen a los pequeños.
Pero vuelvo a la calle, me calmo, regreso a los
ruidos que regresan de la infancia y se colocan entre
uno y el mundo. Repetidos cantos y briznas en el viento.
Todo permanece revuelto en la laguna. Ellos, nosotros.
Desconocidos compartiendo el vaivén de los cuerpos.
¿Verán al fondo de la calle el sol? ¿Cuando menos el
inal del paseo en que nos vamos hiriendo con palabras
nunca pronunciadas? Ese sitio puede pertenecerme como
a ellos. Vamos al ocaso, al lugar donde el mar se rompe.
Olas, astillas convertidas en gaviotas... ¿debo culparla por
amarlo, si yo te amaba? Los gritos son demasiados para
llevarlos dentro y Ofelia no escucha. Morir, buscar una
luz en el olvido. Tal vez nunca hubiese descubierto el
vacío... vigilo. Escucho hablar. Calles. Gente. Si no fuera
de noche... Silvia ha de estar sentada, con el rostro entre
las manos. Amarillo. ¡La muerte no tiene color de histeria!
Debe de ser taaan dulce. Ofelia murió, amándole como
Silvia. Debo buscar una manera de parar el tiempo, las
palabras. El discurso que me hace esta Voz me obliga a
hablar, todo el tiempo como si necesitara existir, como
si debiera vaciarme de tanto dolor, de tanto sufrimiento
92
antes de guardar silencio. ¿Vendré acaso de ella? Igual y
soy unas líneas en el libro de alguien, parte de la historia
donde no soy éste, el que camina junto a ellos.
Escribo, tacho palabras de más, aino detalles. Me
miro caminando junto a Silvia y Eleazar. También me
escucho pensar e imaginar que estoy en un cuarto de
azotea donde soy otro. Me gusta la ventana abierta y los
insectos que invaden mi espacio, centrar las palabras,
dirigirlas en el sentido correcto:
Silvia está sola, sin saber qué hacer. Carlos y
Eleazar han salido a caminar. Cada uno lleva la consigna
de guardar silencio. Una vez más, los dos la vieron
desnuda; Carlos espió a Eleazar desde el ventanal del
jardín cuando levantó el cuerpo de ella y subió las
escaleras. Sabían que se drogaba a escondidas. Carlos
descubrió el frasco de las pastillas. No hay reclamo. Por
eso nadie dice nada. Mira de reojo a Eleazar, deja que
el paseo lo dirija él. No hay lugares nuevos a donde ir...
escucho tan raro mi nombre en boca de otro. Imaginar
puede ser un buen ejercicio para evadirse. No quiero
regresar a casa. Me reconforta el silencio de este sitio,
las luces mortecinas de los faroles que nos disfrazan de
ancianos. Me harta pensar, buscar olvidos. La muerte.
Eleazar tiene razón; después de todo, nada importa.
¿Será posible que haya llegado a los treinta y seis, vivo,
deseando ser? Refresca.
Volvimos por las calles a diario recorridas mientras
el sol termina de ponerse. Los pasos eran cortos, no por
el calor del puerto haciéndonos caminar con lentitud
sino por las ganas de permanecer en el limbo. Dimos
varios rodeos antes de llegar a San Román. Buscamos
las esquinas donde hacía muchos años, los faroleros
encendían luminarias de gas.
Ese atardecer, ni las baldosas ni las ventanas de
93
ina herrería fueron suicientes para hablar de la ciudad
y los siglos que cargaba, o de las historias que corrían de
boca en boca hasta convertirse en leyendas del dominio
público, para no asumir el hecho de estar enfrentados
por una mujer que estaba más allá de la obsesión de uno
y la indiferencia del otro.
De regreso, nos separamos durante el trayecto.
Silvia llegó primero, se tendió sobre un tapete de la sala,
permaneció a oscuras. Después entró Eleazar, fue directo
al interruptor.
-¿Por qué no apagas esa luz y enciendes la de la
lámpara? -le dijo Silvia. Eleazar respingó.
-¡Carajo!, me asusté.
-Perdón -se disculpó ella, con coquetería.
Eleazar caminó sobre el tapete. Miró a Silvia. Se
alejó hasta el otro extremo de la sala. Durante un rato,
silbó una melodía. Después consultó su reloj y carraspeó
al descubrir la mirada de Silvia sobre él.
-¿Tienes prisa?
-No, manías de la capital.
-¿Qué cantas?
-Una melodía -comentó Eleazar, haciendo un gesto
de inocencia.
-Por lo visto, te encanta hacerte al chistoso.
-A veces.
-Finges, ¿eh?, ¡entonces inges!, resultas falso, falaz,
fálico.
Silvia reía con su ocurrencia.
-No estés jodiendo.
-Ah, pero cuando tú haces las bromas y las burlas,
tiene una que soportarte, ¿no? A ver, cómo es eso que
dices que tienes.
Hablaba manteniendo el doble sentido en sus
94
palabras, desbordada en una efímera alegría. Eleazar le
seguía el juego.
-No es que inja, vamos, en el fondo siento un
placentero relax, primero porque veo superadas nuestras
diferencias, y sobre todo, un relax post mortem (¿no te
vendría mejor uno post coitum –él siguió sin inmutarse), me
siento bien, estoy tranquilo, veo que tú también ¿En son
de paz? –levantó la mano derecha, mostrando la palma
con los dedos extendidos. Ella, sonriendo complacida,
hizo lo mismo.
-Además de que entonces te he salvado, no creo
que estés tan muerto... y ya te me pusiste serio; yo te sentí
y te veo muy, digamos, vivito -lo miró sugestivamente,
acomodándose en los almohadones.
De pronto, fue como si Eleazar tomara conciencia
de lo estúpido de ese juego, que la estrategia era
equivocada.
-No te das por vencida.
-Ya no, Ele. A estas alturas ya no, ¿tiene caso dejar
de luchar si de cualquier manera vas a estar viva? Igual
ya no es para ganar...
Se miraron en silencio. En un segundo, Silvia había
cambiado la dirección de sus palabras, la expresión de
su rostro y su forma de ver. Con una mano se levantó el
leco, que caía sobre su frente y miró a Eleazar, retándole.
-Creo que...
Por primera vez, Eleazar dudó. Estudiaba la
cara de Silvia, el ceño fruncido, la mirada opaca, el
rostro enrojecido por el rubor, los puntos blancos,
pequeñísimos, que se iban formando en sus mejillas.
Ella lo interrumpió.
-Qué, guardar lo que siento. Seguir muriéndome
más que tú o que Ofelia... lo mismo yo no tengo nada
que perder, ni tú, Ofelia ya está muerta, lejos.
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-No metas a Ofelia en este asunto -Eleazar lo dijo
en tono de advertencia, con suavidad, pronunciando casi
entre dientes-. No tiene sentido prolongar lo que no ha
de ser nada.
-Ella está muerta. Por una vez trata de verme tal
como estoy, acabada por esta vida inútil y absurda.
-No pierdas los estribos Silvia, ¿quieres?, dejemos
el pasado y lo sucedido donde está. No somos los de
antes, ya lo hablamos, hace muchos años que dejamos
de serlo, no puedes seguir confundiendo el cuerpo con
la existencia. Si tu vida es inútil es porque tú has querido
que eso sea, no puedo hacer nada por ti.
-¡Mientes!, no puedes ser tan egoísta como para
abandonarme. ¡Sálvame!, ¡Llévame a donde íbamos a
refugiarnos del mundo! ¿Ya no te acuerdas? ¿Entonces
que ha sucedido en estos meses?... La otra noche, ¿quién
estuvo conmigo Eleazar, quién estuvo conmigo la otra
noche en la que me hablaste al oído mientras estabas en
mí, quién me acarició, quién me llenó de sudor y semen,
quién?
-Silvia, la otra noche fue eso, nada más. Olvida lo
que pasó, nada puedo hacer por ti, nadie puede hacerlo
sino tú. Comprende, somos dos extraños, mírate dónde
estás, en que tiempo y lugar.
En ese momento entré y ingí no darme cuenta
de nada. Me paseé entre los muebles, mostrando mi
cansancio y luego fui a la cocina. Ellos habían mantenido
la calma y Silvia se contenía para no estallar. El ambiente
de camaradería desapareció en medio de aquella plática.
-¿Alguien quiere café? -pregunté desde ahí.
-Llévame contigo, Ele -dijo Silvia en un murmullo.
-No sigas, Silvia, este es tu lugar, hasta que tú
decidas irte, no conmigo, sino contigo –Eleazar se paró.
-¡No, esta no es mi casa!, ¿no te das cuenta?, Carlos
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es un cobarde, ni siquiera puede enfrentarme. Llévame
-repitió entre dientes.
Desde la cocina les hacía comentarios sobre el
paseo mientras manipulaba la cafetera. Silvia fue hasta
donde Eleazar y le abrazó. Comenzó a besarlo.
-¡Aléjate!
-Llévame contigo.
-No, entiende que no.
-Por favor -suplicó Silvia, a punto de llorar.
-¡Ya, basta!
Fue un movimiento rápido. El golpe se escuchó
como una bolsa de papel reventada por un niño. Silvia
miró a Eleazar y luego corrió escaleras arriba, apretando
la mandíbula, los labios cubiertos con las manos y el
llanto hecho un gemido, prolongado por la sorpresa y
el estupor a causa del inesperado golpe. Desde la cocina,
yo había visto todo. Una vez más, no me atreví a nada.
Eleazar entró en la cocina, esperó el café y después
de beber una taza, mientras comentábamos alguna
intrascendencia, decidió salir otra vez a la calle. “Tal vez
tarde”, dijo antes de marcharse, visiblemente turbado.
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98
Al inal nos quedará la relexión retrospectiva: nunca
fuimos felices. En la felicidad radica el ideal de todos los hombres.
La felicidad es un dios despreciable. ¿Se puede descansar
acaso de la muerte de alguien? ¿Nadie nos salvará de
la palabra? Es la senda del pensamiento ser avalancha
de imágenes provocadas por frases concatenadas
extrínsecamente mezcladas en un absurdo tal que nos
parece un orden consecuente. De ahí que los sistemas
se conviertan en verdades a partir de otras verdades,
¡por dios! Es el ridículo ser o no ser de La Voz. ¿Dónde
estoy dejando ahora mi historia?... Debemos destruir
el orden impuesto por el viejo discurso. Organicemos
a los pueblos de tal manera que podamos realizar una
limpia de palabras. ¡Fuera las viejas estructuras! Ahora
sí, destruyamos la gramática.
¡UNO DOS UNO DOS UNO DOS,
UUUUUUNN! La Voz marchará hasta lograr su metamorfosis
para introducirse en el nuevo rumbo de la humanidad. Por lo
pronto, revisemos el discurso que se repartió Europa y el
mundo. Alguien planeó la guerra para poder canalizarlos.
¡UNO DOS UNO DOS UNO DOS UNO!... La marcha
de La Voz sin sus palabras, convertida en paradoja. Podría
disfrazarse de silogismo con otro enunciado cualquiera.
Cualquiera puede dejar de leer. ¡Convirtámosla en un
problema teológico y la tendremos encima por los siglos
de los siglos!
La Voz es generosa, a cambio de mí, me
da momentos de impostergable placer al descubrir
que escribo. Lo que desea La Voz es trasmutar la
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responsabilidad de contar. Está cansada de repetirse
sin que nadie la escuche. Prepara el relevo, adecua
la gramática a las necesidades de la nueva Voz para
marcharse a casa. Dejemos al mundo con los signiicantes. La
Voz sabe que en ellos está la salvación. ¡UNO DOS UNO
DOS UNO DOS UNO!...
Morir junto a un cuer po que ya está
descomponiéndose no es morir con él, es de nuevo morir
solo. La Voz escribe la historia que escribo a solas. ¿La
Voz me dicta desde la música? Agonizar no es saber que
estoy muerto y espero morir más, escuchar una música
irreconocible. Puede convertirse en condena, es escribir
para siempre en espera de la muerte.
La Voz, siempre La voz quien habla. Estoy
muertooooooooo. Sigo cayendo dentro de mí. ¿Fue más
Dostoievsky que estas letras? Es un nombre en la solapa.
Yo ni siquiera eso. Ser justiicación es peor que cualquier miseria.
Ser Carlos es difícil. La Voz ordena, aunque se luche
por escribir la vida. La mía puede empezar en esta línea,
terminar una más abajo. O continuar en un discurrir hasta que
llegue la hora. Lo aprendo como Raskolnikov aprendió que
era un piojo. Fácil terminar con algo, como decir: esto es
una novela. Nada existe ni ha sucedido. Toda similitud con
la realidad es una alucinación de Carlos. ¿Qué clase de broma
es ésta?
¡Basta ya!
¿Y esa música?
Bethoven lo sabía: el silencio no existe.
Horas más tarde, cuando Silvia bajó, preparamos la cena.
Teníamos la apariencia de una pareja común y corriente,
tal vez un poco acabados, desgastados por el ocio y la
cotidianeidad pero felices, mediocremente felices.
-¿Mañana iremos al muelle?
100
-Se me antoja caminar por la parte de tierra.
-¿No sería más rico hacia la playa? Podríamos pasar
por el muelle, sabes que me gusta mucho y ahora que
hemos salido con más frecuencia pues quiero aprovechar.
-Si tienes tu propuesta para qué preguntas, a mí no
se me antoja.
-Oye, qué violencia, si estás molesto dímelo y
punto; no me agredas de esa forma.
En el tono de su voz estaba el reto. Silvia quería
provocar el tema, hablar de su desnudez, reclamarme por
mi indiferencia. Algo dentro de sí la obligaba a empujar, a
buscar el momento oportuno para revelarme que estaba
harta, cansada de jugar, de mantener la farsa de tantos
años que desembocaron en esa última batalla, gracias a
la presencia de Eleazar.
-Soñé que bailaba en un lugar extraño -fue hasta la
mesa, levantó el mantel, desparramó una bolsa de frijoles
en la supericie de madera y siguió hablando, como si
nada la hubiese alterado-. Es curioso, porque el baile es
algo que no me gusta mucho, tú sabes, ¿no? De pronto
estaba en una casa de playa y bailaba desnuda en una sala,
tenía en mis muñecas unas pañoletas moradas –y movía
las manos como odalisca-. Creo que es la necesidad de
liberarse. Una siempre llega a necesitarlo, ¿no crees? Me
gustó mucho porque en ese lugar había frío y lo sentía
como unas caricias muy excitantes... –limpiaba los granos
y los iba echando en un recipiente-. Anoche no pude
dibujar nada. Fue frustrante, mucho; tenía una idea bien
precisa de lo que me interesaba. Ya vez que ustedes no
durmieron. Pues yo tampoco, ¿tú crees? En realidad no
bajé porque me dio mucho coraje no poder sacar el trazo.
Suspiró y fue directo al lavabo.
-Cuando bajaste no tenías cara de haber dormido
-comenté, mientras freía unas papas.
101
-¿Se notaba?
-Claro que se notaba. Además te has drogado, ¿no?
-¿Ustedes no?
-¿Te deiendes?
-¿Me atacas?
-¡Ya basta!, dejemos este jueguito de pendejos; lo
hiciste, nosotros también, y punto. ¿Hay necesidad de
que lo hagas a escondidas? Creo que te excedes en el uso
de esas malditas pastas.
-A veces hay que aparentar fortaleza, ¿te imaginas
lo que sería de nosotros si no?
Dejó las palabras por los gestos. Yo las cambié
por una actitud indolente, para seguir mirándome como
un hombre ajeno a mí mismo. Silvia sabía de su papel
en la trama, de la importancia de irse convirtiendo en
protagonista, a través de las acciones en las cuales sólo
fue una mancha para justiicar conlictos y acciones que
me descubrieron como un pusilánime, más cerca de la
locura que de la muerte.
-Hace un rato comencé otro bosquejo -comentó
ella, con valentía al cambiar la plática hacia rumbos
donde no nos encontráramos de frente y la historia
pudiera respirar y avanzar como una telenovela-. Me
cuesta trabajo, ¿sabes? Es como si estuviera cerca
del verdadero cuerpo -hablaba con soltura, con una
maravillosa capacidad de olvido. Iba saltando charcos,
como una pequeña a la caza de ranas, en el estanque,
sonriendo, sorprendiéndose a sí misma por su agilidad de
acróbata-. Hasta creo que los colores se me están dando
-y caminaba de un lado a otro de la cocina, mostrando
el cuerpo, adelgazado por las noches en vela, los nervios
alterados y las caminatas mañaneras en las que la aurora
y el movimiento de los pescadores en los muelles eran la
única, efímera, realidad para su vida de nube tormentosa.
102
Quiso hablar, tirarme a la cara todos esos años,
pero cambiaba el tema, aun cuando podía mantenerse
irme, sin darme oportunidad. Había controlado su
conlicto y lo manejaba. Pudo pintar, valerse de sus
manos para crear una válvula que le permitiera vivir
con menos riesgos que los míos. Quise matarla. Y no
por lo acontecido durante esos años; ni siquiera por el
cinismo de ofrecerse a Eleazar, sino por las palabras
bien pronunciadas, por la fortaleza que tuvo para jugar
a que nada sucedía -como lo había hecho siempre que
encontraba en quién recostar por un rato su necesidad
de ser amada- y continuar la plática con cualquier tema.
Estaba imposibilitado de ubicarme en una situación
de ventaja para reírme de todo, como ella. A pesar del
alcohol, de las otras drogas y la cada vez más inevitable
locura, quería vivir para comenzar en algún sitio, lejos
del mundo que habíamos construido y todo lo que fui
en mi vida. Como ella, también quería vivir.
Escuchábamos el Requiem de Mozart cuando Eleazar
regresó, las manos en los bolsillos, con la mirada vidriosa.
Pasaba la lengua por sus labios, resecos y ligeramente
pálidos. Su mirada de colibrí lotó hacia el hornillo,
después hacia la mesa; se posó sobre mí y luego bajó a sus
pies. Silvia le miró sin decir nada. El desenfocó la vista.
Con un movimiento vehemente de cabeza recobró un
poco la postura. Piafó, se sirvió agua de la jarra y bebió
con avidez. Yo me había levantado para bajar el volumen
del estéreo y servirme otra copa de coñac.
-¿Cuándo llegará nuestro quinto acto? -comenzó
a recitar en tono trágico, levantando un brazo para
señalarme-. Siempre callas, no quieres recordar que
ya nos atravesó la espada. Un accidente, Carlitos, un
accidente que fue nacer. Pero la verdadera estocada nos
103
la dan cuando dejamos de ser niños y todo se convierte
en nada, ¿lo ven? Juntos aquí, para darnos cuenta de
que hace tiempo estamos desoladamente muertos,
¿no crees Silvia? Yo lo estoy, para qué negarlo. No me
interesa conocerme, hacer pública mi personal sima,
no me interesa estar con nadie... lo hemos hablado, lo
he repetido tanto que ya no sé si soy el mismo instante
reproducido por mi recuerdo...
Se quedó callado. Yo fumaba y me entretenía
haciendo volutas. Silvia se había levantado de la mesa.
Fue a recostarse en el marco de la puerta del jardín;
también fumaba.
-Nada de lo que fui me queda. El escritor de
novelas, el hombre galardonado, ¿dónde están? Se fueron
con Ofelia, se fueron así -chistó los dedos-, se fueron
con mi seguridad, ¿y saben que es lo peor? Nunca pude
darme cuenta hasta ahora que ella está muerta y tengo que
ser más fuerte, no tener miedo porque todos debemos
ser más fríos y no puedo, no puedo serlo, soy demasiado
cobarde, aunque pueda cualquiera ver en mí fortaleza y
futuro -miró a Silvia-. Ya no. Sólo me queda la voluntad
de contarme y una cuantas palabras repetidas para...
no, no es cierto, siempre voy a mentir para no dejarme
caer... como si pudiera caer más allá de donde es posible
hacerlo -hizo una pausa, que aprovechó para servirse de
la botella de licor. Luego prosiguió-. ¿Te das cuenta?, yo
aquí, resolviendo mi vida, jugando a hacer una peripecia
en mi obra personal y tú ahí, frente a mí, no entiendes
nada de lo que me pasa porque te haces pendejo con tus
bolitas de humo y eres incapaz siquiera de ver a tu mujer,
de verte a ti mismo pudr
-¡¡Ya estuvo bueno, Eleazar!! ¡Vamos a ponerle un
alto a esta madre! -vacilé cuando me di cuenta de que le
había gritado; me contuve otra vez. Pude ver también
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que por un instante, en los ojos de Silvia un brillo nuevo
se asomaba y era por mí-. Nos estamos haciendo daño
y no hay razón -los ojos de ella se opacaron otra vez-,
aunque no creas, entiendo lo que te pasa, yo...
-No me digas que entiendes, eso no es cierto. Yo
no puedo entender tu persona, no puedo hacer nada por
Silvia y su necesidad de pintar un cuadro que nunca va
a terminar.
-Oye -intervino Silvia, quien se había parado con
intención de retirarse-, el que pinte o no, es mi problema.
-Y mío, porque vienes a mostrarme cada esbozo,
porque me haces parte de él.
-No tienes derecho a hablar así -tercié. El asunto no
era el cuadro, era una forma de hablar de otra cuestión
más profunda, que los involucraba sólo a ellos, que
sólo ellos entendían y que yo no podía hacer nada para
incluirme, salvo gritarles a la cara que eran unos traidores.
-¿Y por qué no? Cuando muestras tu arte, buscas
aceptación, el amor de los otros.
-No mames...
-La seguridad de ser amados a falta de amor
propio nos gana la vida, Carlos. Si me muestras me das
potestad para opinar, para caliicarte, para tocarte. ¡Pero
el arte como expresión es íntimo, es de uno mismo
y de nadie más, un medio para entrar en tu universo,
para interpretarte! -y mientras decía esto, se movía
teatralmente.
-¿Entonces por qué hiciste público el tuyo?
-cuestioné ingenuamente.
-Porque no me daba cuenta, hasta que mi leit motiv se
murió. Existía para ella, necesito silencio y el camino para
llegar a él estaba construyéndolo con ella. No han tenido
razón del todo al pedirme que olvide, no la han tenido.
-Pero, ¿cómo puedes centrar tu existencia en
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otra persona? -le echaba en cara, con una desesperada
necesidad de decirle a Silvia y de soslayo que posiblemente
podíamos salvarnos, salvar todos esos años que estuvimos
juntos, los otros también, los anteriores, porque nuestro
fracaso como pareja era nuestro fracaso de vida, y
apenas me daba cuenta de ello-. Tienes un compromiso
con el público, tú mismo lo has dicho -y cuando le
decía esto pensaba en Eleazar lejos de nuestra vida, lo
suicientemente lejos como para no verlo nunca más.
-El compromiso termina con mi última propuesta.
Y no hay vuelta de hoja. Ya no más uno mismo
construyéndose como un dios inútil. Eres el que piensa
que piensa y crea ideas y el ser creado a partir de esas
ideas. Es una locura y no quiero vivir siendo un discurso
que transcurre en la nada.
Eleazar guardó silencio, fue a sentarse. Mientras me
servía café, inicié la búsqueda de una respuesta que me
devolviera la seguridad. Silvia había regresado a la mesa.
Encendió un cigarrillo. Eleazar miraba a través de mí. Se
humedecía los labios y movía la cabeza.
-Te crees muy racional porque tu lógica clasemediera
no te permite ver más allá de tus narices. No argumentas.
Te has limitado a hacer de mí un condenado por
padecerme, por no querer estar en un sitio al cual no
pertenezco. Ni tú, ni tú -volteó el rostro hacia Silvia y
continuó hablando, como si sólo se dirigiese a ella-. No
estamos en la vida. Pero ahí vamos, queriendo hacernos
de sentimientos hermosos y algunos cantos de alabanza
y salvación, como si pudiéramos redimirnos de tanto
fracaso. ¿Puedes decirme, Silvia, si hay alguna razón de
peso para que estés aquí, sin entender nada, sin querer
hacerlo porque pintar tu cuadro te parece suiciente
motivo para estar viva?
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-¡Basta, basta, basta! -Silvia gritaba golpeando la
mesa con las manos. El impacto botó la taza y derramó
su contenido sobre Eleazar, quien se levantó, no por
el café caliente empapándole el pantalón, sino ante la
intempestiva parada de ella, que se contenía para no
golpearlo, buscándome con la mirada, urgiéndome
para que hiciera algo, mientras yo daba unos pasos en
dirección a la mesa, indeciso de dirigirme a Silvia para
tranquilizarla o a Eleazar para exigirle una disculpa.
Me detuve de pronto, como si una fuerza superior me
controlara, convirtiéndome en una imperfecta estatua de
sal mirando el holocausto.
Todo sucedió en segundos. El movimiento
conjunto de esos planetas participando en un big-bang
se convirtió en instantes de silencio, en una imagen ija,
rota por la voz de Silvia insultando a Eleazar, y su retirada.
También ella quiso matarlo, exigirle que de una vez se
decidiera a quitarse la vida y la dejara libre. Rompió a
reír, ya en las escaleras. Inevitablemente estaba ligada a
él y sus palabras.
-Escúchala -dijo Eleazar, escúchala reírse del
absurdo de todo. Ojalá pudiéramos, ojalá termináramos
de una vez por todas con esta farsa. De algún lugar
debe llegar el valor para enfrentarnos. ¿Ves cómo vamos
girando alrededor de una sin razón que podríamos parar
y no nos atrevemos?, y todo porque la palabra misma
no nos detiene, nos obliga a continuar... ¡HAY QUE
PARAR!, ¡PARAAAAAR!
-¡¡Ya cállate de una vez por todas. Nada puede
cambiar lo que está pasando!!
Nos miramos sin decir nada. Un silencio
acompañado de ruidos casi inaudibles, provenientes del
jardín, fue ocupando el espacio, llenando de rumores
nuestros oídos. Eleazar entrelazó los dedos y apoyó los
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antebrazos en el ilo de la mesa.
-Cuando te gana el valor y te obligas a gritar cobras
una fuerza que te hace sentir en un mundo razonable
-habló despacio, mirándome sin parpadear-. Sigue,
Carlos, sigamos así que en cualquier momento podemos
explotar y terminar. Eso es lo que necesitamos, terminar.
-¡Carajo! -interrumpí con vehemencia-, si quieres
matarte hazlo, pero no sigas arrastrándonos a tu inierno,
no somos culpables de tu viudez -una vez más diciendo
estupideces para no enfrentar la verdad de todo ese
melodrama que organizamos con nuestra evasión.
-Insistes en eso, insistes. Yo se los dije, no quisieron
hablarlo. No es Ofelia, no soy yo, pero total, somos
víctimas, Carlos, víctimas de un ser que se interpreta a
costa de nosotros, víctimas de la memoria.
Evité hablar de lo que era necesario en ese
momento, aprovechar la circunstancia para de una
vez por todas aclarar las cosas, pedirle su retirada o
emprenderla a golpes contra él. Sin darme cuenta, repetía
el discurso conminativo con el que pretendía tranquilizar
y conducir a Silvia cuando ella lo acosaba. Te hace falta
descansar, no tiene caso hablar de eso, no te preocupes,
siempre evadiendo, buscando soluciones tangenciales
para todo, sin asumir responsabilidades porque era más
fácil aquel melodrama barato y provinciano. A in de
cuentas no éramos muy diferentes a los demás, aun con
nuestras pretensiones culteranas y mediocres. Sin saber
qué hacer, me paré y salí de escena, como hacía él cada
vez que se iba y nos dejaba como al público espectador
el inal de un cuadro de excesiva tensión dramática.
Eleazar hizo un rictus de resignada amargura, un
gesto de compasión. En el fondo sintiéndose un mesías
incomprendido, cruciicado por el mismo pueblo al que
había venido a salvar para poder salvarse y arrastrar
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consigo a los otros a un Nirvana donde el silencio y la
luz construían relejos de nubes, imágenes de querubes
que desaparecían, voces de ángeles nunca concebidos
que transportaban al salvo a un nuevo éxtasis donde la
nada era el silencio...
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Nunca hice nada para que Silvia supiera que escuché
muchas noches sus gemidos ahogados en el hombro de
Eleazar, que la miraba mientras ella dormía, lejos de sí
misma, de una paz que ya ninguno de nosotros volvería
a tener si yo no la propiciaba. No hice nada tampoco
por evitar que su sueño fuese el de las pastillas. Así que,
cada amanecer en el que desperté sudando, en medio de
alguna pesadilla, la llamaba al oído para saber si esa noche
había cumplido con su destino y no volvería a responder.
Después me acercaba a hurtadillas hasta el cuarto de
Eleazar para vigilarlo. Hoy, durante la madrugada lo
escuché hablar solo, dar vueltas alrededor de la cama,
no sé si arrepintiéndose, hablando con Ofelia o con el
mismo Demonio. En cambio Silvia, como una estrella
vieja y apagada amaneció lotando en un sueño donde
tal vez brillaba con luz propia.
De pronto me pareció que la casa tenía demasiadas
ventanas, innecesariamente abiertas. El estéreo se
escuchaba, a un volumen apenas audible en la planta
baja. Imaginé que Eleazar estaría ahí, borracho o dopado,
mirando el ventanal o analizando el mecanismo de la
ventana que da a la puerta del jardín. Me desagradó la
idea de encontrarle y tener que escuchar su perorata
sobre la muerte, de la vida que de nada sirve, de la
necesidad de morir todos en un acto de redención y
beneicencia universal mientras yo pensaba ¿porqué
no se moría él? Esperaba el brazo estirado hacia mí, el
índice condenándome por mi cobardía y mis esquemas,
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sostenidos apenas por la necesidad de sobrevivir en un
mundo que se convierte en un chiquero donde nadie
está a salvo de las cubetadas de mierda que cualquier
desconocido puede hacer volar por los aires para que
los demás recuerden su condición humanamente sucia
y escatológica.
Sólo encontré a la cafetera balbuceando un
galimatías mientras echaba humo como una locomotora
de leña, al estéreo discursando en una melodía como
parodia de nosotros tres, inútilmente porque las sillas, la
mesa y hasta la misma luz que anulaba la posible sombra
de cualquier objeto en ese lugar, eran sordas a la música.
Me miré así, programado para emitir señales que nadie
podía recibir porque la condición de los hombres es la de
emisores, de estaciones de enlace de alguna civilización
todo poderosa que se transmite por el espacio a través
de la humanidad sí, bueno, sí, bueno, me escuchas, si te
escucho ahora escúchame tú y si lo digo yo por qué no a
de ser si mira no más cómo no puedes entender y es que
nada de eso es como lo pienso y verás dónde se queda
lo otro porque bueno, ¿me escuchas? La muerte es otra
cosa, anda, adelante, atrévete de otra forma me haces
caso y porqué no si tú estás mal estamos todos ¡cómo
puedes! Así mejor ven y ponte en mi lugar, te digo que
estás mal no ves que tengo más vivencia si no es otra cosa
que dejarse ir a la mejor te enseñas a no estar como estás
así que bueno bueennoooi bueennooo bueennnnnnnnn.
Regresé a la recámara. Ahí seguía Silvia, muerta de
la mañana soñando muertes donde vivía a gusto. Cerré
con cuidado. Era mejor no perturbar su muerte, para
que no fuese un Lázaro que le mienta la madre a quien
lo levanta y todo porque a donde iba la palabra de Dios
la guiaba y más cerca de la luz que de los hombres sólo
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en la muerte se puede estar, a lo mejor dormido y si
no, dónde puede estar Eleazar si no dormido, entonces
hazlo, rápido, me dije, con derecho, pero no, espera...
¿aún es amigo? ¿Acaso puedo evitar condenarme? Mejor
escucha, seguro ronca, así está bien, sólo un movimiento
y el cuchillo... quise irme lejos, anda, volví a decirme, baja
y espera en la terraza, léete un libro, total que la muerte
apenas comienza...
Caminé por el corredor, quería que mis pasos
despertaran además los sueños de ellos y saliesen
desconocidos de los cuartos, hombres y mujeres
inventados en el inconsciente, la gran heurística
vomitando seres estrafalarios por los marcos de las
puertas.
Nadie respondió y regresé a la recámara, fui hasta
donde Silvia se había transformado en vieja estrella
apagada. Silvia desterrada lejos iba mientras yo tocaba
su cuerpo, lo sacudía y la carne se resistía a contestar
y el rostro era Silvia, Silvia no contesta, tal vez lejos...
mientras me montaba en ella y le decía todo lo que no
había podido decir antes mientras mordía sus orejas,
comencé a llorar con ganas de fecundarle una sonrisa,
de que despertara siendo otra.
Dieron las doce y no bajó nadie. Ni el sonido del
agua por las cañerías o la tos de Eleazar; ni siquiera el
suspiro o el grito de asombro, el sonido del cuerpo
abierto o el cuchillo al resbalar entre mis manos
ensangrentadas, o los pasos de alguien sin el caminante,
que pudo detenerse en la escalera. Demasiada luz para mí
en la casa y me hubiera gustado que aún así, Silvia fuese
abriendo puertas, ventanales; que buscara la penumbra a
fuerza de inundar de relejos la casa y no, nadie bajó con
sonido de pasos ni nadie tosiendo abría las ventanas.
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Antes de irme, me detuve frente a la ventana sin
cortinero y miré el jardín. Me pareció reconocer a un
niño, escondido detrás de la ceiba, su risa al jugar con los
frutos verdes y retorcidos, tirándolos contra la enredadera
en el muro. Sonreí, reconocí el pantaloncillo de pana, la
camisa hecha en casa y abotonada hasta el cuello, esos
zapatos de piel dura que siempre me lastimaron los
talones y me ampollaban las plantas de los pies. Sentí
pena ajena cuando observé el cabello hirsuto, y ante
la mirada del pequeño cuando se paró junto al árbol y
levantó la vista, con la sonrisa apenas abiertos los labios
en una expresión que más bien era de malevolencia,
de insana satisfacción por alguna travesura todavía no
descubierta por los adultos, sentí compasión, y sí, una
profunda tristeza me invadió por todos lados. Levantó
la mano, pequeña y sucia de tierra, la movió de un lado
a otro, mostrando los dientes picados antes de correr
hacia la barda y perderse entre los matorrales.
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La voz, se terminó de imprimir en los talleres gráicos de
la Rotonda, el 29 de noviembre de 1992. se imprimieron
1000 ejemplares más sobrantes para reposición.
Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso
expreso del editor
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