[go: up one dir, main page]

Academia.eduAcademia.edu
El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 · ISSN 1667-7900 El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 Traducir, el arte de escuchar Camila Arbuet Osuna• CONICET – Universidad Nacional de Entre Ríos – Universidad Autónoma de Entre Ríos Resumen ¿Qué movidas se juegan al traducir un ensayo político que va del maniiesto al intimismo? ¿Cómo puede una traducción volver a darle vida a un texto escrito en otro tiempo, otra lengua y para otro público? ¿En qué consisten la idelidad y la lealtad del traductor? ¿Cuáles son los vínculos entre la traducción y la ansiedad de la escritura política? El presente artículo vuelve sobre estas preguntas y algunas más, utilizando la traducción de Tragedia Moderna de Raymond Williams como disparador para pensarlas. Finalmente, el artículo presenta algunos indicios para la actualización de las tesis centrales de Tragedia Moderna, continuando —con otros recursos— la tarea interpretativa abierta en la traducción. Palabras clave: · traducción · ensayo político · ansiedad · Tragedia Moderna Abstract What moves are played by translating a political essay that is between manifest and intimacy? How can a translation give back life to a text written in another time, another language and for another public? What are loyalty and idelity in the translator? Which are the links between translation and the anxiety of political writing? his article retraces these questions and some more, using the translation of Raymond Williams’s Modern Tragedy, as a trigger for thinking them. Finally, the article presents some evidence for updating the central thesis of Modern Tragedy, continuing —with other resources— the interpretative task open in translation. Key words: · translation · political essay · anxiety · Modern Tragedy • Dra. en Ciencias Sociales y Humanidades por la UNQ, habiendo investigado sobre la tradición trágica y su vínculo con la política en la Modernidad, especialmente en Francia e Inglaterra en el siglo XVII. Becaria posdoctoral del CONICET. Actualmente analiza las transformaciones de la idea de propiedad (de sí, de la tierra y de otros) en el momento republicano de las revoluciones burguesas inglesa, francesa y norteamericana. Traductora de Tragedia Moderna de Raymond Williams. Docente universitaria de Teoría Política e Historia Europea en UADER y UNER, respectivamente. 184 185 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna Del mismo modo que la literatura es una función especializada del lenguaje, la traducción es una función especializada de la literatura. ¿Y las máquinas que traducen? Cuando estos aparatos logren realmente traducir, realizarán una operación literaria; no harán nada distinto a lo que hacen ahora los traductores: literatura. (Octavio Paz, 1971) Sabemos que la politicidad de un texto puede estar dada por aquello que enuncia tanto como por el modo en que lo hace. En esta dirección, Jorge Spilimbergo decía que la maravilla de la escritura sartreana era que mientras defendía una ilosofía política no hablaba por megáfono sino que te susurraba al oído la voz de una conciencia atormentada... ¿la de Sartre, la propia?... difícil de precisar. Tragedia Moderna, de Raymond Williams, tiene ese registro, oscila todo el tiempo entre el intimismo y el maniiesto, entre un nosotros y un vosotros, y en esa oscilación estimula al lector para que la labor introspectiva, que propone su recorrido por la tradición trágica, se transforme en acción política, en transformación subjetiva (porque allí radica el tema–problema del libro: ¿cómo devolverle la revolución a hombres y mujeres reales?). Mientras traducía Tragedia Moderna (2015) esta característica, propia del modo de enunciación, se impuso insistentemente a través de tres inquietudes que se desprenden de la asimilación de este texto en tanto ensayo político: en primer lugar, ¿cómo traducir un texto de intervención política, que te interpela en primera persona, sin responder, sin acusar recibo en esa traducción? ¿esto es posible o deseable?; en segundo lugar, sorteando la profesionalizada aición por la transparencia, ¿cómo hacer transmisible ese pedido que se devela en la escritura de Tragedia Moderna sin alterar un estilo que resulta dañado en la literalidad? ¿en qué consiste ese estilo y cómo transformarlo sin perder «la idelidad»?; inalmente, concluir un libro de estas características, pasados tantos años de la publicación del texto original (1964) y de su epílogo (1979), supuso volver a pensar ¿para qué sirve una tradición maldita, como lo es la trágica, y para qué sirve el maniiesto de una derrota estrepitosa, como es Tragedia Moderna? —algunas tentativas de esto último quedaron vertidas en el prólogo—. Este artículo pretende volver sobre estas tres inquietudes en el trabajo de la traducción, usando Tragedia Moderna, como una excusa para pensar el vínculo deseante con la escritura política. El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 Traducir Traducir un susurro no es lo mismo que traducir un maniiesto, si un texto susurra ya logró una conexión íntima con el lector y la tentación de contagiar ese susurro en tantos oídos como sea posible resulta irresistible. Esto supone un modo muy especíico de performatividad, guiado hacia la (re)producción de la inquietud, que no puede estar ausente en la opacidad de la traslación. Dicho modo ha sido un instrumento invaluable de la política, especialmente cuando la inquietud se vuelve incomodidad; un insumo del que la literatura se ha hecho eco... podemos recordar al respecto —ya que hablaremos luego de la tragedia— los numerosos pasajes de Hamlet donde se menciona esta «corrupción de los oídos» (Rinesi, 2005), que transforma la verdad velada (fratricidio, regicidio, adulterio, etc.) sobre la que se asienta el trono de Dinamarca en tragedia. Es que ese susurro, que va de bocas a oídos siendo traducido y deformado, tiene la función corrosiva de los relatos incontrolados, ejecutados por intérpretes circunstanciales que son soberanos de sus nuevas versiones sólo hasta el momento en el que farfullan la última palabra del rumor. En el caso de Tragedia Moderna, el susurro asume la forma, a veces, de un soliloquio1 y, otras veces, de una mea culpa colectiva:2 dos de los estilos más habituales del ensayo político, durante los siglos XIX y XX, para cristalizar la voz de la conciencia relexiva. Este tipo de enunciación cayó en desuso para el análisis político cuando, tras la derrota del socialismo, las nuevas camadas de analistas —no sólo por fuera de la militancia, sino muchas veces en contra de ésta— carecieron de la audacia personal y del interés político necesarios para escribir en términos personales y políticos,3 a la vez. Junto con la tenacidad de una forma de escritura que Roland Barthes (2003) describió, no muy auspiciosamente, como «fundada sobre la palabra social», la pérdida de este registro dentro del ensayo político —que puede pensarse actualmente como un género en crisis— llegó acompañada del deterioro de la capacidad de contagio de las ideas políticas. Nuestra propuesta, en este punto, es pensar cómo esa capacidad de contagio podía y puede ser tramitada por las traducciones, tanto en su labor de exhumación de textos como en el proceso de resemantización que toda interpretación supone. Harold Bloom (2009) habla de la «ansiedad de la inluencia» como el proceso creativo de contagio de un texto sobre otro, de una tradición sobre otra, que en su mestizaje, error y agonía, inventa e inscribe. Dicha ansiedad en el caso de la traducción apareció históricamente como un error metodológico, la traducción fue usualmente presentada como una actividad de devotos copistas, donde la invención estaba vedada. Walter Benjamin, en esta orientación, nos decía que una buena traducción traduce las palabras, no las oraciones, no el sentido y de ningún modo el mensaje (incluso establece una relación de proporcionalidad inversa entre la calidad del texto original y su capacidad de dejar mensajes traducibles).4 La 186 187 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna transparencia de las palabras, su esotérica alcalinidad, a pesar de saberse una icción más, se conjuraba así como el ideal del traductor, como una obsesión rectora y como la contracara de los, deseables, malentendidos del lenguaje. Si bien es cierto que en la portabilidad parte del sedimento original se pierde y que esto puede ser lamentable (especialmente en el caso de la poesía, se nos dice), la nueva lengua que acoge a este original foráneo proveerá de sus propias fractualidades a las palabras, porque más allá de la interesante idea aurática de las palabras en sí, el aura más novedosa e inagotable sigue estando en la mirada del lector. No nos ocuparemos aquí de los interminables vericuetos de la traducción literal y sus bemoles, baste acaso repetir las palabras de Octavio Paz sobre este deporte eucarístico: Los descubrimientos de la antropología y la lingüística no condenan la traducción, sino cierta idea ingenua de la traducción. O sea: la traducción literal que en español llamamos, signiicativamente, servil. No digo que la traducción literal sea imposible, sino que no es una traducción. Es un dispositivo, generalmente compuesto por una hilera de palabras, para ayudarnos a leer el texto en su lengua original. Algo más cerca del diccionario que de la traducción, que es siempre una operación literaria. (Paz, 1971: 26) Lo que nos interesa señalar al respecto es que en medio de esta obsesión la ansiedad, de la que habla Bloom, puede perderse y entonces ya no se podrá sostener que la palabra tragedy quiera decir «tragedia», porque desnuda de toda voluntad, de todo «volo», la palabra ya no «querrá decir» nada. Para que esto no suceda, para que el deseo del texto original encuentre en su representación el eco de sus ritmos, hemos de poder confesar que la traducción es, en su forma más fascinante, una tarea vampírica... en algunos de los visos que presentaremos a continuación. En la traducción no hay pánico ante la hoja en blanco; el desarrollo y desenlace del texto no suponen ninguna crisis; las palabras se sopesan y trashuman con ánimos de coleccionista; la autoría se vuelve un lugar confortable; la analogía, la vecindad, la semejanza y todos los parámetros propios del signo antes de su partición (Foucault, 2002) vuelven al ruedo a presenciar, una vez más, la muerte de la unicidad. El traductor succiona del original todas las certezas y perplejidades; como un Mr. Ripley de las letras, se arriesga sin sentir que lo hace, toma las palabras prestadas para volver a hacerlas sonar, siempre con la (secreta) esperanza de que suenen como (nunca) antes. Claro que esta pretensión nos arroja de inmediato una preocupación que no estaba planteada en la escritura del original y que puede ser presentada bajo la pregunta: ¿cómo «reponer» el deseo de la lengua madre para que la misma vuelva a susurrar?5 Una primera pista al respecto la podemos obtener tras seguirle la huella al lugar del ritmo en las traducciones. En el caso de la escritura poética, muchos autores han vuelto sobre la importancia del ritmo como elemento constitutivo de una particular «atadura» entre los deseos del autor y el mundo de sentidos que habita (Barthes, 2003); y por, consiguiente, en lo crucial del ritmo para la traslación semiótica del poema. Sin embargo, el ritmo de un texto también ha sido pensado recientemente, principalmente tras los aportes del traductor y teórico del lenguaje Henri Meschonnic, como un elemento autónomo a la semiótica del texto, que puede ayudar a abrir lo que el signo vino a cerrar: no solo el sentido, sino el lenguaje mismo (Meschonnic, 2009). Esto sería en principio aplicable al poema pero se extiende a todo tipo de textos y, de hecho, la relexión del autor se centra en la traducción del texto con El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 más repercusiones políticas en Occidente: la Biblia. Meschonnic expone, en su labor titánica de traducción6 y de análisis de los textos bíblicos, que «la Biblia se transformó [expurgada de todas las marcas de la tradición hebraica, construyendo metáforas militarizantes y una versión unívoca y coherente de divinidad, entre otras cosas] en una noción cristiana que no existe más que en la traducción, y en traducciones que únicamente se apoyan en la lengua, ignorando totalmente el ritmo propio del texto bíblico» (Meschonnic, 2005:15). La deinición del ritmo sobrepasa con mucho, en Meschonnic, la cuestión de las acentuaciones y llega a erigirse en lo que él, quizás en un exceso de afrancesamiento, llama una «política del pensamiento» (Meschonnic, 2015): básicamente, la apuesta a una relación auditiva con aquel lenguaje que escucha y ayuda a escucharse (psicoanalíticamente), en vez de ser sordo y ensordecer con una proliferación de signos. Esta es una clave potente para la labor de la traducción: reponer el deseo, en el ritmo del texto, es en buena medida conseguir actualizar la capacidad de escucha que abre el texto. En el caso de Tragedia Moderna la función de la escucha aparece repetidas veces —bajo variaciones del giro coloquial as we listen— en torno a la posibilidad de comprender de forma más cabal la idea de tragedia; es que la vuelta sobre la escucha de los usos ordinarios (cotidianos) de tragedy para Williams es parte de la clave de ese proceso de desextrañamiento sobre lo trágico al que nos quiere inducir. El ritmo, en este punto, bajo esta acepción amplia de Meschonnic, da tanto el indicio sobre el contenido del análisis como la forma en que éste se desplegará (bajo una movida empática sobre/con el lector precavido). Así leemos: La palabra que intentamos comprender [«tragedia»] es simplemente y tal vez relajadamente malinterpretada. Y por supuesto, es natural vacilar en este punto. En una comunidad parcialmente ilustrada es comprensible que nos pongamos nerviosos ante el uso de una palabra o de una descripción errónea. Pero se vuelve claro, a medida que la escuchamos, que lo que se pone en cuestión no es solo una palabra. La tragedia, se nos dice, no es simplemente muerte y sufrimiento y ciertamente no es un accidente. No es tampoco meramente cualquier respuesta a la muerte y al sufrimiento. Es, más especíicamente, en una clase particular de eventos y en una clase particular de respuestas, en donde se encuentra una tragedia genuina y una larga tradición de encarnaciones. (Williams, 2015:32)7 Ese «se nos dice», que vuelve relexiva cierta sabiduría previa de nuestro sentido común sobre la propiedad diferencial de una muerte y un sufrimiento trágicos, a pesar de aparecer como un facilitador de la luidez del texto, es un giro tan importante como la airmación en la que está metido. Una de las hipótesis centrales de Tragedia Moderna es que «la tradición académica común de la tragedia es de hecho una ideología» (Williams, 2015:69) y en su acto de contravención a esta tradición es que el libro se carga con una serie de guiños del habla, que no encontraremos ni en Marxismo y literatura ni en El campo y la ciudad (donde podrían aparecer, dado que es un texto bastante autobiográico), y que la traducción ha intentado mantener, anteponiéndolos a algunas convenciones del oicio —por ejemplo: en la típica fusión de la persona en el verbo, determinadas veces mantuve el «nosotros» tras considerar la pertinencia de la marca explícita a ciertas pertenencias incómodas que el autor estaba enunciando. La traducción supone esta serie de micro–decisiones que llevan su tiempo y que terminan regando de marcas personales «la versión». La misma siempre es 188 189 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna susceptible de ser mejorada, pero hay que comprender que la mejora no supondrá necesariamente una copia más apegada al original sino un conjunto de micro– decisiones guiadas con otro norte (hacia la contextualización más ajustada de las palabras; hacia una traslación más holística de determinados conceptos; hacia una iluminación sobre alguna marca del lenguaje que se pasó por alto; etc.), quizás hacia todo un conjunto de nuevas arbitrariedades que desempolven el texto y lo reconecten con esa capacidad que tienen los clásicos de seguir diciendo (Calvino, 2009). Es la búsqueda de esa nueva propuesta de aproximación, que renueve el pacto de lectura, el motivo por el que compramos traducciones nuevas de los clásicos. En la traducción de ensayos políticos, cuyo in es la comprensión y/o la transformación de lo real, el prólogo y el epílogo suelen ser partes del blanqueo de estas nuevas arbitrariedades de la perspectiva que se disgregarán por la lamante traducción; donde el acuse de recibo no solo es posible sino deseable. Traiciones y fidelidades, una cuestión de estilo La segunda inquietud sobre la que nos propusimos indagar es sobre la lealtad al estilo en las traducciones. Según la RAE la «lealtad» es «el cumplimiento de las leyes de la idelidad, del honor y la hombría de bien// gratitud que demuestran al hombre algunos animales», mientras que la «idelidad» es «la observancia de la fe que alguien debe a otra persona». Por ende en tanto la lealtad hace referencia a los antiguos términos de la fraternidad masculina o al servilismo (que esta fraternidad suele imponer a todos los que no la componen), la idelidad señala la devoción que por deber alguien lo otorga a otro, es decir, indica la bendición religiosa de una sumisión (la forma más habitual que asume este sentido son «los ieles esposos»). Ahora bien, la idelidad a un texto ha sido codiicada talmúdicamente del mismo modo que en las relaciones interpersonales y ríos de sangre se han vertido por ello... recordemos al humanista Etienne Dolet que fue quemado por agregar a la traducción de un diálogo platónico, que terminaba «Después de la muerte el alma ya no es», la frase «nada de nada». El gesto de Dolet, en medio de las guerras de religión, es evidentemente un gesto político pero puede ser argumentado como un modo de lealtad a la actualización del deseo del texto platónico. Y toda lealtad —planteada en términos de leyes que oponen la vida al deber ser— supone algún tipo de traición: a la vida o al deber ser.8 Lo mismo sucede con los textos, especialmente con los ensayos políticos: la vida de un texto corre por las venas de la signiicación y creer que estas son atemporales es un error muy grave, las redes de signiicación no sólo tienen fecha de caducidad sino que necesitan que una multiplicidad de deseos las hagan luir hacia nuevas interpelaciones. En ese punto, en la reencarnación del texto en otra lengua y en otro tiempo, la traición en la traducción es un gesto de lealtad no servil: una El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 forma distinta de lealtad que tiene como base la autonomía del propio deseo. Los textos no reaparecen (como pareciera sugerir Bloom en sus fases más textualistas), las personas los reescriben para volver a preguntarse. De modo que podemos resigniicar la lealtad a un ensayo político señalando que una función principal de la misma sea el volverlo a hacer sonar y, en este sentido, tirando un poco más del mismo piolín, seguiríamos a Horacio González en su aseveración sobre que no son las buenas sino las malas lecturas las que hacen las revoluciones (el caso obligado es el de Robespierre leyendo a Rousseau). El contagio es espurio y utilitario; la transparencia y su inocuidad sólo son productivas —y peligrosas— como icciones. Este artículo no planea convertirse por ello en un panegírico de las traducciones inexactas, dado que creemos que lo que se juega en una traducción es ante todo la posibilidad de continuar un legado, pero sí nos parece importante minar la sobrestima de la icción de la exactitud y su inherente denuncia de traición (versión laica de la herejía). Porque la trasmisión tiene como condición de posibilidad que el legado siga vivo (cosa que sabía la movediza tradición oral campesina, que no dejaba de reescribir sus historias) y la posibilidad de traición es inherente a esa vitalidad. Si no hay nada a que traicionar poco importan ya las lealtades. Y en esta forma particular de comprender la lealtad comprender las implicancias del intento de preservación del estilo es de vital importancia. Si entendemos por estilo lo mismo que Roland Barthes, El estilo es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, no la intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento (…) es «la cosa» del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad (…) el estilo no es sino metáfora, es decir, ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor. (2003:18) podemos sostener que la recreación de la metáfora del estilo, en el caso de la traducción, supone reponer básicamente la ejecución más ajustada posible de las movidas del texto (como siguiendo los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau)... pero eso no es todo. Además, están los indicadores construidos y señalados por la convención de esa particular «estructura carnal del autor» en tal o cual idioma. Es decir que la autoría en la traducción puede ser recreada como una forma constante en un hilván de traducciones leales entre sí (las traducciones también arman fraternidades). Esto sucede muy abiertamente en el ensayo político con los conceptos, tal es el caso de structure of felings en Raymond Williams... traducido en general como «estructura de sentimientos» pero que también admitiría «estructura de la sensibilidad» o incluso «estructura de la susceptibilidad» orientando la relexión hacia otros lares. Y de modo menos evidente con ciertos rasgos de la escritura, por ejemplo en la forma personal de estructuración del desarrollo de un tema: María Cevasco marca acertadamente que tanto el ensayo como las novelas williamsianas están armadas bajo tres movimientos retóricos que se reproducen a distintas escalas (a escala oración, párrafo y libro), estos pueden ser enunciados así: «una reformulación teórica, la correspondiente reevaluación de la tradición a que esa reformulación obliga y la constitución de un nuevo campo» (Cevasco, 2003:47). El estilo es también el modo en el que el autor decide exponer su investigación y que llega a aparecer como la forma del pensamiento, aunque sea —como bien diferenció Marx en El Capital— la forma de la exposición. 190 191 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna El estilo es para el traductor un mercado donde se dan las más diversas negociaciones. El estilo es un mercado, en primer lugar, en tanto impone las reglas, los límites, del juego y en tanto, foucaultianamente, se torna un espacio de veridicción y de reconocimiento de «la obra». Esto quiere decir que el estilo es pensado como «valor» del autor y desde allí utilizado como arma de crítica, como ganancia, como juzgado de la repetición y la autenticidad. El traductor tiene presente este costado de la función–autor (Foucault, 2010) cuando traduce. Esto nos puede dar situaciones muy diversas. Gracias a este mercado del estilo un gran escritor como Conrado Nalé Roxlo nos puede inventar un Borges o un Twain en su Antología apócrifa de manera tan notable que puede sumarlos al «valor» su obra; por eso mismo María Kodama puede hacerle un juicio a Pablo Katchadjian, tras su versión transformada de El Aleph, por plagio y ganar el litigio en medio del merecido escarnio público; por eso también la andanada de burlas se desata tras el ridículo «error» macrista sobre la frase de autoayuda con la irma de Borges, estampada en una gigantografía por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. La pregunta en los tres casos, que el mercado del estilo, avalado por el mercado en general, hace es «¿esto es (“vale como») Borges?». En segundo lugar, el traductor negocia con el texto bajo estos bordes sobre cuándo y cómo reponer las marcas del estilo; dado que muchas veces sucede que si se repone la ironía de la literalidad se pierde la música o el juego de palabras, o que para conservar el ritmo se debe dividir la frase, o que para dejar lugar al sarcasmo hay que rever los signos de puntuación. La mejor crónica de esta negociación la encontramos en Marcelo Cohen escribiendo sobre su labor como traductor: Al comienzo del capítulo tercero de La máquina blanda, me encuentro con que Burroughs hace decir a un personaje: I’m a private asshole. Asshole es un idiota, un forro, un tarado, y también, literalmente es el ojo del culo. Inspiradamente traduzco, como al dictado de una partitura virtual, «Soy un ojete privado». Me complazco y hasta me regodeo, porque la solución es bastante iel musicalmente, pero en realidad he dejado, como suele suceder, que se perdiera el fundamental juego entre private asshole y private eye (que signiica «detective privado») y por lo tanto todo el sentido paródico del texto. Este sentido tendré que reponerlo en otro párrafo, con la casi segura distorsión del sonido. (Cohen, 2014: 23) Nuevamente descubrimos un caudal de microdecisiones, que se plantean como audacias provisorias y que en realidad, a menos que la lectura del todo indique lo contrario, quedarán. Es por eso que el traducir se torna una actividad tan productiva para muchos escritores, para varios es una forma de actuar el canon con los dedos, una autorización a la que solo la interpretación —ese manoseo venéreo al panteón literario— habilita. Una obra en proceso de traducción es pensada, mientras uno vuelve sobre las palabras con las que la inundará (sus equivalencias y disonancias), en consonancia con la propia vida, haciendo que el autor de un libro del estante sea el involuntario correligionario de las alicciones de ese día. «El fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor)» (Cortázar, 2011:396). Las traducciones tienen una fusión de edades, épocas, momentos y estados anímicos —del autor, del traductor, del corrector, en el original, en las múltiples copias y públicos— que las hacen un shot único. A modo de excéntrica provocación Borges recuerda en su autobiografía que su primera lectura del Quijote de la Mancha fue en inglés y que luego, cuando leyó El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 la novela en español, le pareció una mala traducción de la versión inglesa9. Más allá de que esta estrategia sea parte del juego de espejos que tanto exprimió, donde las copias se devoran a los inefables originales, la anécdota sobre la novela que inauguró la Modernidad y sus pliegues, nos deja una máxima deformada: qué es el original de El Quijote para Borges sino una excusa para un apócrifo superador, el borrador de una obra olvidada del talentoso Pierre Menard, una cuestión de estilo. Tragedia Moderna hoy Una de las tesis importantes del libro de Williams es que la tragedia goza de excelente salud, tanto que se ha convertido —en sus diversos espacios y formas de aparición— en parte vital de la ideología dominante. Dicha idea se corrobora con creces en la actualidad, la tragedia no solo sigue siendo asumida como una expresión culta de lo sublime sino que, tras la popularización del melodrama, ha engarzado a la perfección con la estructura masiva de la falta que organiza nuestro goce como mercancía y nuestro dolor como distanciamiento. Todos los textos de cierta importancia son a su modo performativos, el asunto es que esa particular modulación del llamamiento (ya sea al reconocimiento, a la acción, a la quietud, a la depresión, etc.) tiene diversas encabalgaduras con la «estructura de sentimientos» que le tocó en suerte. En este caso en particular la sintonía entre el texto y su recepción inmediata fue poco feliz. Rápidamente eclipsada por el éxito de La muerte de la tragedia (1961) de George Steiner, Tragedia Moderna (1962/4) —con una hipótesis inversa— cayó en el olvido; en un momento político en el que la crítica a los efectos mortíferos del racionalismo tenía mejor recepción que las críticas a una revolución que recién comenzaba a levantar vuelo y que parecía desparramarse. Seis años más tarde el texto de La izquierda sin sujeto (1968), que unía la crítica a un racionalismo deshumanizado con crítica a la teoría revolucionaria, tendría una mejor recepción. Con una hipótesis en alta consonancia con la de Williams, León Rozitchner se preguntaba: ¿No será que pensamos la revolución con una racionalidad inadecuada? ¿No será que vivimos la racionalidad aprendida del proceso revolucionario fuera del contexto humano en el que la racionalidad marxista desarrolla su pleno sentido? ¿No será que estamos pensando la razón sin meter el cuerpo en ella? (1968:153) A pesar que el texto dio vuelta al mundo, siendo traducido a varias lenguas, su capacidad transformadora no fue mayor a la de Tragedia Moderna. Los textos, la revolución y las personas transitaban carriles cada vez más lejanos. Cuando Williams escribió el Epílogo, en el ‘79, sus presagios sobre la nocividad de comprender sacramente el sujeto político como mártir revolucionario, es decir no entender lo que supone la producción de una subjetividad política que parta del reconocimiento, había hecho estragos ya. Por supuesto no fue lo único que ocurrió para precipitar la derrota: los restos de un estado bienestarista agonizante fueron el soborno de la clase obrera, el estatismo soviético se esparció como una peste en las grietas de la izquierda, los movimientos estudiantiles fueron azorados por el orden 192 193 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna y la sociedad les terminó por dar la espalda (el fenómeno del degüello electoral del Mayo francés se replicó por el globo), el nacionalismo volvió a inyectarse a raudales y una nueva clase de nihilismo, caracterizado por una pose snob 10 de la intelectualidad, dio forma a un nuevo tipo de tragedia. El hecho y la fuente de la tragedia son ahora, en esencia, la incapacidad de comunicarse. Las personas todavía se reúnen o son reunidas, se encuentran o chocan. De esta manera, se da por supuesta una colectividad dada. Pero se trata de una colectividad que solo está marcada negativamente. (Williams, 1997:132) Esta tragedia de la comunicación (que está narrada en los términos en los que Roberto Esposito mucho después describirá a las comunidades modernas: como interrelaciones cimentadas y mediadas en/por la ausencia, la falta y la deuda), comprendida como la devaluación política del contacto y una paulatina impotencia propositiva, se acentuó tras el desarrollo de la última revolución de las comunicaciones, que comenzaba a despuntar cuando se estaba escribiendo el Epílogo. Este tipo de tragedia se enfatizó pero también cambió los términos en los que se inscribía. La subjetividad y las mercancías fueron radicalmente alteradas por las nuevas capacidades de circulación de información, y el concepto mismo de «comunicación» cambió varias veces exponiendo, ante el acceso multitudinario a medios y redes, la labilidad de los ines colectivos. La falta de esperanza y de proyección, que Williams denuncia en su Epílogo, se juntaron con un fuerte escepticismo en torno a las posibilidades de transformación social... cuanto más se «conocieron» los motivos de la derrota socialista —aunque la explicitación fuese generalmente ambigua, fragmental o contrafáctica— más distante se hizo la experiencia de producción revolucionaria. A su vez, la elaboración del panteón revolucionario hizo de esa distancia irrecorrible una máquina de reproducir abortos políticos. En otras palabras, la tragedia de nuestro siglo pasó a residir en poseer explicaciones convincentes para la mayor parte de nuestros pesares y ser incapaces de hacer algo con ellas. Cada tiempo tiene su propia cristalización de la tragedia, los puntos que se suscitan como agónicos e irreconciliables sistemas de certezas/ creencias/ ideologías vuelven a (re)plantearse en los diferentes ciclos históricos. Esta ha sido siempre, desde que Hegel la teorizó en su Fenomenología del Espíritu, la explicación sobre la estructura de la tragedia en la política. Un juego de oposiciones construidas, operaciones del Estado, el Capital y la Cultura, que empujan al sacriicio de una de las partes en disputa. Pero ¿qué sucede, ahora, cuando estos sistemas de certezas/ creencias/ ideologías se han licuado enunciativamente para aparecer disgregados —en su peligrosidad productiva y destructiva— en racimos de prejuicios, intuiciones, sensibilidades? Sucede que el carácter capilar, privado, íntimo, de la tragedia social cobra singular importancia política. No porque antes no la tuviera sino porque el rango y la forma han cambiado tangencialmente: si supimos con el feminismo que lo privado es político, sabemos hoy que lo político está privado de autonomía, está constituido negativamente como una administración de emociones y conveniencias. Habitamos espacios públicos y privados donde la autonomía ha sido devorada por el empresariado de sí. Esto obliga a todo tipo de resistencia a plantearse ¿qué quiere decir ser dueño de sí? ¿qué propone políticamente este tipo de propiedad molecular y cómo involucra a los otros ese aparentemente solitario proceso de apropiación? La tragedia es inherente a la producción de subjetividad, como lo demostró El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 Williams, pero la forma de pararse frente a esta producción no lo es... allí se abre la posibilidad política, la posibilidad de reclamar que la tragedia sea vivida y pensada en nuestros propios términos. Claro que para eso tenemos que averiguar en qué consiste este «nuestros»: cuáles son los términos que se apropian de nosotros, neurótica y progresivamente, cuáles son los que tenemos para hacerles frente y de qué modo estos se pueden articular colectivamente. La tragedia, vista desde un ángulo distinto al del desgarro hegeliano, nos ayuda a poner en crisis la necesariedad del sacriicio, la promesa del in del conlicto, y nos hace responsables del reconocimiento (por acción u omisión) de ese otro. Es preciso decir que en realidad el tendal de cadáveres de la escena inal —tanto en la tragedia como en la política— refunda pero no resuelve. La tragedia como sistema no está para resolver, está para decidir o, mejor dicho, está para justiicar una decisión.[...] Nuestra actitud relexiva ante esta supuesta característica resolutiva es la que posibilita la desnaturalización de la violenta decisión inal, aparentemente necesaria, y hace foco, en vez de en la eliminación del Otro, en el proceso de autoairmación subjetiva que tuvo lugar a lo largo del desarrollo de la tragedia. De este modo, haciendo este corrimiento, podremos notar como solo en una tensión que es percibida (al menos para una de sus partes) como trágica, el sujeto (colectivo o/e individual) tiene habilitadas —aunque no resueltas— las condiciones de decibilidad para su emancipación. (Arbuet, 2015:18) Por todo esto, leer Tragedia Moderna hoy, volver a interpretarla, facilita cambiar el foco (y con él la escala del problema) para mirar la política. Y es evidente, dado el grado de perplejidad que reina sobre el futuro inmediato del país y del mundo, que necesitamos pensar todo de nuevo. Será preciso traducir la política a formas y modos que vuelvan a tener que ver con nuestro deseo, que involucren las expresiones inmediatas de nuestra corporalidad, tan necesario como reeducar la sensibilidad para que nuestro deseo no sea el resultado de un spot publicitario. Esto supone una labor colectiva, nadie traduce completamente en soledad, lo que no es lo mismo que airmar que traducimos colectivamente a lo Ferdydurke (ejercicio altamente potente por muchísimos motivos) sino que se traduce siempre en red: los otros son nuestra mejor «condición de decibilidad», por ende, si somos texto al menos seamos uno que escucha. Notas 1 Ejemplo: «¿Qué pasa, de hecho, cuando oímos, no del pasado sino del presente, eso que parece ser el ritmo del sacriicio? ¿Qué pasa cuando vemos las acciones conduciendo a la muerte a Beckett, Celia Coplestone y Yury Zhivago? Tomo estos ejemplos donde aparece claramente para mí, entre las obras modernas, la relevancia de la idea de sacriicio. He sido conmovido, en diferentes maneras, por Asesinato en la catedral, El cóctel y Doctor Zhivago. encuentro mis pensamientos volviendo en cada uno al ritmo del sacriicio, e igualmente a variaciones de este ritmo y a la presencia de su ambivalencia» (Williams, 2015:187). 2 Ejemplo: «Pero aquello que estamos buscando es, en nuestra limitada 194 195 Traducir, el arte de escuchar · C. Arbuet Osuna conciencia, tener éxito en lo que estamos haciendo: aceptar un trastorno y llamar al orden; decir paz cuando eso no es paz. Esperamos que el hombre brutalmente explotado e intolerablemente pobre descanse y sea paciente en su miseria, porque si ellos actúan por el inal de su condición esta perturbará nuestro descanso, amenazando nuestra convivencia o nuestra vida. De esta manera, hemos identiicado guerra y revolución con peligro trágico, cuando el peligro trágico, subyacente a la guerra y a la revolución, es el disturbio que continuamente ponemos en acto. Lo falso en la paz construida, así como lo falso en la apelación al orden, es lo común en la acción trágica, en la que, no obstante, todas las fuerzas reales en una situación conjunta trabajan eventualmente para descarrilar» (Williams, 2015:103). 3 Algunas tradiciones, sin embargo, como la feminista, conservan el uso explícitamente político de este registro. 4 «Cuanto menores sean el valor y la categoría de su lengua [del original], cuanto mayor sea su carácter de mensaje, tanto menos favorable será para su traducción, hasta que la preponderancia de dicho sentido, lejos de ser la palanca para una traducción perfecta, se convierta en su perdición. Cuanto más elevada sea la categoría de una obra, tanto más conservará el contacto fugitivo con su sentido, y más asequible será la traducción» (Benjamin, 1971:142). 5 Entrecomillamos «reponer» porque en esa reaparición siempre está sugerida la diferencia, sin embargo, como sostenía Paul Valéry «el ideal de la traducción poética consiste en producir con medios diferentes efectos análogos». 6 Henri Meschonic tradujo, en un trabajo sostenido de más de treinta años: los Cinco rollos, Jonás, los Salmos y el Pentateuco. 7 El resaltado es nuestro. 8 «El deber ser mata la vida», señaló agudamente G. Lukacs en su Teoría de la novela, reiriendo a la tragedia. 9 «Cuando más tarde leí el Don Quijote en español me pareció una pobre traducción […] En algún momento la biblioteca de mi padre fue desbaratada, y cuando leí el Quijote en otra edición tuve la sensación de que no se trataba del verdadero libro. Después un amigo me consiguió la edición publicada por Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas y las mismas erratas. Todas estas cosas son para mí el libro, lo que yo considero el verdadero Don Quijote» (Borges, 2005:142). 10 Al respecto Williams señala que la estructura de sentimientos ha cambiado de tal modo que «hay en este deleite abstraído, incluso este placer a la moda con que se tocan las últimas melodías inteligentes, una modulación muy especíica de la convicción de un desastre inminente y del verdadero in de la esperanza. Nada, o nada interesante, puede decirse mientras navegamos hacia el desastre. Podemos realizar juegos verbales sentenciando, o hablar más allá de cada uno, en los efímeros grupos negativos en que se ha convertido la sociedad humana» (Williams, 1997: 133) El hilo de la fábula · Dieciséis · 2016 Referencias bibliográficas Arbuet, C. (2015). La tragedia como idea política. Apuntes para la reconstrucción crítica de la tradición trágica. Anacronismo e Irrupción, 5(8), 12–30. Buenos Aires: Inst. Gino Germani Barthes, R. (2003). El grado cero de la escritura. Buenos Aires: Siglo XXI. Benjamin, W. (1971). La tarea del traductor. En Angelus Novus. Barcelona: Edhasa. Bloom, H. (2009). La ansiedad de la inluencia. Buenos Aires: Trotta. Borges, J.L. (2005). Borges ante el espejo. México DF: Lectorum. Calvino, I. (2009). Por qué leer a los clásicos. Barcelona: Siruela. Cevasco, M. (2003). Para leer a Williams. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes. Cohen, M. (2014). Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción). Buenos Aires: Entropía. Cortázar, J. (2011). Diario para un cuento. En Deshoras. Buenos Aires: Punto de lectura. Foucault, M. (2002). Las palabras y las cosas. Buenos Aires: Siglo XXI. ——— (2010). ¿Qué es un autor? Buenos Aires: Cuenco de plata. Meschonnic, H. (2005). La poética como crítica del sentido. En Le Monde. (Traducción de Hugo Savino). París: Mármol Izquierdo Editores. ——— (2009). Ética y política del traducir. Buenos Aires: Leviatán. ——— (2015). Maniiesto por un partido del ritmo. (Traducción de Raquel Hefes).Trazo freudiano [en línea] www.trazofreudiano.com Paz, O. (1971). Traducción: literatura y literalidad. Barcelona: Tusquets. Rinesi, E. (2005). Hamlet o la corrupción de los oídos. En Política y tragedia. Buenos Aires: Colihue. Rozitchner, L. (1968). La izquierda sin sujeto. Pensamiento crítico, (12), 151–183. Williams, R. (1997). Epílogo a Modern Tragedy. En La política del modernismo. Buenos Aires: Manantial. Williams, Raymond (2015). Tragedia Moderna. Buenos Aires: Edhasa. Arbuet Osuna, Camila «Traducir, el arte de escuchar». El hilo de la fábula. Re- Fecha de recepción: 10 · 09 · 15 vista anual del Centro de Estudios Comparados (16), Fecha de aceptación: 15 · 11 · 15 185–197. 196 197