Eduardo Huchín Sosa
¿Escribes o trabajas?
¿ESCRIBES O TRABAJAS?
Eduardo Huchín Sosa
Primera Edición: 2003.
ISBN: 968-5400-68-7
Diseño de cubierta y fotografía de autor: Miguel Ángel García Peña (magp_34@hotmail.com)
Corrección: Gabriela Aguilar Nah
© Todos los errores ortográficos son propiedad del editor.
Este libro fue publicado gracias a una beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en su edición 2003.
ENSAYO: “Una fantasía banal de la mente; una obra inhabitual y
sin forma; una composición que no es habitual y ordenada”.
Samuel Johnson, Dictionary (1755)
Del voyeurismo considerado una de las bellas artes
Los ensayos y artículos de este libro provienen de una pequeña perversión de
adolescente: escribir cuentos eróticos. Mientras pornografiaba a mis amigas de la
preparatoria, pretendí que sus acciones, absolutamente ficticias, convivieran con sus
nombres auténticos para cumplir con eficacia mis motivaciones emocionales. Para llevar
a cabo tal propósito tuve que observarlas con tanto detenimiento que terminé por
sistematizar sus comportamientos. A partir de esta revelación estética, no encontré otra
alternativa para mi literatura que disfrutar las transgresiones comunitarias al círculo de la
cotidianidad: fue entonces cuando descubrí que era un voyeur.
Un voyeurista es un lector de la realidad; alguien capaz de descubrir en el exhibicionismo
colectivo el grado exacto de la perversión literariamente explotable. Bienaventurados los
ridículos en masa porque ellos serán el paraíso de los voyeuristas.
Soy, en definitiva, eso que los franceses llaman un flaneur: “alguien que pasea por las
calles disfrutando muchísimo todo lo que ve, sin rumbo muy fijo y disponible siempre a
la sorpresa”. Igualmente, estos artículos son un itinerario del desempleo: durante los
cuatro años que me llevó escribirlos, mi vida transcurrió entre admirar psicólogas de la
facultad donde estudiaba, leer libros que nunca me marcaron en clase y observar a las
personas desde el lugar donde estuviera. Por eso, la mirada de este libro busca a todos: en
peregrinaciones y quinceaños, en fiestas particulares y celebraciones patrias. Soy
plagiario confeso de los anónimos: me gusta escuchar conversaciones en los camiones y
en las esquinas; descubrir las pequeñas historias, las ideas espontáneas de los borrachos,
el humor evasivo de maitros, burócratas y la gente bien. De los fresas a los waras, de los
individuos decentes a los poetas malditos. No busco ser totalitario sino virtuoso de mi
voyeurismo. ¿Cultura del desmadre? ¿Crítica por el simple placer de la iconoclastia?,
quizás. Mi percepción artística de la vida es ésa: una especie de autobiografía con
amplias digresiones.
Me inicié en la literatura como poeta. Pronto comprendí que tanta escritura clorhídrica no
podía ser expresada con la poesía, que tanta desventura amorosa a flor de piel no era
reductible a un poemario, que tanta lubricidad intelectual no era digerible en el erotismo
de unos versos sino en la pornografía del ensayo. La poesía es una insinuación; el ensayo,
una provocación. Propuesta indecorosa donde estamos expuestos a que nos abofeteen por
desvergonzados. Patricia Medina lo sentenció con palabras más crueles durante un taller
literario: “como poeta es usted buen ensayista.” No busco la última palabra ni el hilo
negro; esto sería un contrasentido para el género mismo. Sólo aporto mi particular visión
de las situaciones y espacios que me interesan: la ciudad, la sociedad y la cultura.
Debiera decir como Montaigne: “Yo mismo soy la materia de mi libro”.
UNO:
VISITAS GUIADAS
Aquí no pasa nada
Del centro histórico a la periferia anónima. Aquí hasta los muertos del obituario son
conocidos o parientes. De cantantes enmascarados a ladrones de imágenes sacras. Cada
vez que sucede un embotellamiento me pongo feliz, porque así parecemos más ciudad y
menos pueblo. Entre devoradores de perros y maestras que hipnotizan a sus alumnos. Si
México pertenece al tercer mundo, Campeche pertenece al inframundo.
De un arca construida para salvarnos del nuevo diluvio a un terodáctilo caído en las redes
de unos pescadores. Faltan héroes: tenemos que disputar con Yucatán el natalicio de
Crescencio Rejón, nos vemos obligados a inaugurar las obras públicas con los nombres
de siempre. Faltan espacios: de tocadas de rock aspirantes a la subversión a una
universidad tomada por policías disfrazados. Del centro histérico a la parafernalia
política: una resistencia civil anclada por varios meses frente al palacio de gobierno o un
mitin de celebración por ser el último bastión priísta (para nuestro “orgullo”). Entre la
poesía convertida en programa vial (En Campeche de corazón, primero el peatón) y la
nota del periódico vuelta poesía (Salomón: devuelve todo lo que le robaste a Campeche,
donde creaste un paraíso de impunidad). Del centro histriónico a las pintas de los
normalistas (¿Dónde está la juventud rebelde de la Universidad?). Entre las discotecas y
los centros de vicio, los table dances y las cantinas. Entre las efímeras revistas culturales
y los poetas amurallados en sus propios vicios; el luz y sonido que termina en muertos y
los embriagantes partidos de beisbol. No sólo conocemos la ciudad: la padecemos.
Ciudad de paso, de recorridos de un día, de fascinantes provocaciones.
En un punto intermedio entre la autoflagelación (los yucatecos son mejores) y el
reconocimiento (Campeche: mi orgullo); entre el rescate de la tradiciones y la
manipulación de las tradiciones, hay que atenerse a la definición del diccionario, soportar
la pesantez de la historia. ¿Campechano puede resumirse solamente en “amabilidad a
huevori”? “Quien se separa de la tradición es víctima de la excepción; quien se mantiene
en la tradición es esclavo de ella. En ambos casos, el individuo se encamina hacia la
perdición” (Nietzsche).
Y los juegos florales. Y peor que eso: las reinas de juegos florales. / “El carnaval más
antiguo de México” decimos para darle algún calificativo que lo redima de la
mediocridad. / Un venado estuvo a punto de poner a Campeche en los titulares del
mundo; un venado que no se atravesó a tiempo para evitar el despegue de un avión ¿lo
puedes creer? / “Pobre Campeche: tan lejos del centro y tan cerca de Yucatán”.
Sabines tenía razón: aunque no seamos poetas, se nos vuelve imposible renunciar a ser
peatones: PUTO YO dicen las paredes (para las generaciones venideras, dejamos la más
apreciable huella de nuestro hoy irrenunciable), ESTE HOGAR ES CATÓLICO
advierten las puertas (quien pone primero su letrero es dueño de la última palabra), SE
PONCHAN LLANTAS GRATIS ofertan los garajes (nos adueñamos de los espacios
para vengarnos de las usurpaciones en nuestra contra), NO SE VENDE O SE RENTA
avisan algunas viviendas, HOY GRAN BAILE CON LOS INTERNACIONALES
SOCIOS DEL RITMO seducen los carteles. La ciudad nos habla con voces tan diversas
que la campechanidad no puede tolerar tanto sentido de lo heterogéneo. Indefinibles,
intraducibles, misteriosamente agresivas, las palabras se disparan a nuestro paso, nos
toman por sorpresa, asaltan nuestra mirada. Campeche es tan pequeño que apenas piensa
uno mal de alguien, nos lo encontramos al doblar la esquina. Mientras observo ciertas
arquitecturas recuerdo a Ibargüengoitia, quien decía que algunas casas antiguas eran
semejantes a señoras de edad que en lugar de lucir su vejez con decoro, querían verse
como veinteañeras. “Todas las ciudades son hermosas si vamos sólo de visita; incluso
Campeche”.
Después de todo me gusta esta ciudad. Amo sus montañas de cd’s piratas y sus cientos de
mochilas Tommy Halfmaker; las botellas de Tatich tiradas junto a sus consumidores y los
niños bien preguntándose cómo se puede ser fresa en el subdesarrollo. Amo pertenecer a
la tercera división de futbol y ese chiste de los cangrejos que se impiden unos a otros la
salida del balde. En Campeche, todo puede perdonarse salvo el éxito, explican algunos.
Supongo, que en estos casos, el amor tiene algo de resignación. Y después de todo,
¿cómo diseccionar la monotonía de esta ciudad? ¿cómo hacer la crónica de una
cotidianidad implacable, el recuento de un puñado de días estériles?
Maitros Inc.
Para Marrufo
1. Cuando decimos “Maistro” existe una disminución intencional al sustantivo
“Maestro”, pero cuando calificamos a alguien de “Maitro” posiblemente haya un guiño
de simpatía hacia el referido. Maitro1 no es un peyorativo social sino una condición
existencial. Son maitros tanto taxistas como licenciados, tanto albañiles como diputados
federales; los hay unos más jóvenes que otros, pero todos tenemos esa condena sobre
nuestro futuro: la maitridad es un inevitable callejón de los milagros.
2. Para ser maitro se requiere de un notable conformismo con el propio estilo de vida. La
inspiración del maitro es la filosofía de la inmovilidad: el que se mueve no sale en la foto.
Consume libros de superación personal como quien lee novelas de amor: para
embelesarse en las utopías (“se oye tan bonito que hasta parece posible”). Reconoce su
papel en este mundo y lo representa con el mayor convencimiento de que es capaz: si en
cierta fiesta se rieron cuando relató aquel chiste de “Lalo-la-lona”, para la próxima
reunión prepara unos cuentos colorados con el sello de garantía “Polo Polo”. Si por el
contrario, nadie le regaló una carcajada al nivel mínimo aceptable, se transforma en el
tipo más antipático de la familia, en el profesor más estricto de la facultad o en ese señor
que cuida las puertas de las preparatorias.
3. El maitro encierra además un mito. Detrás de él se extiende una leyenda más delirante
que El señor de los anillos. Reviviendo las viejas formas juglares, el maitro se convierte
en propagandista de sus propias hazañas. Le apodan nada menos que “El rey de los
vergazos”: argumenta que aún viene gente de Estados Unidos a pedirle pelea como si
viajaran al Tepeyac a esperar una aparición. Durante un etílico desvarío confiesa: “Yo a
esta mano (su derecha) la odio, ¿sabes por qué? Porque esta mano puede matar a
alguien”. Por otro lado, es el Gran Amante, porque las mujeres así se lo han hecho saber
y él se da el lujo de creerles. Con una frecuencia preocupante recurre a la nostalgia: si
existió un tiempo mejor en este país, fue, sin duda, cuando él todavía estaba joven.
4. El Maitro considera a su Familia una responsabilidad social y un castigo divino. Pone a
sus hijos nombres de ciudades que no ha visitado o de personajes históricos que no
identifica. Suyas son las erratas que comúnmente adjudicamos al Registro Civil. Ama los
nombres de farándula o, en apariencia, extranjeros. El otro día leí en el periódico que un
niño se llamaba “Dorly Officer”, seguramente su progenitor todavía no se había dado
cuenta que procreó un hijo y no un software. Para el maitro, trabajo y familia forman un
todo irrenunciable. Si pertenece al aparato gubernamental, el padrino del primogénito es
su superior. Si es político, la guayabera es una segunda piel. Como siempre llega cansado
al hogar, mantiene a sus familiares en una especie de arresto domiciliario. Nadie sale de
1
Aclaración: la palabra Maitro no se traduce al francés como Maître.
casa pero todo mundo entra, principalmente los desconocidos. Para el maitro, trabajar
días festivos y levantarse a las siete de la mañana es contra natura: ya de por sí, el
empleo es una condena que tiene que penar por culpa de su mujer.
5. El Maitro profesionista venera el lenguaje del Oficio. Habla con la respetabilidad
propia de las peticiones interinstitucionales. Tiene su pirámide de vocativos: no todos son
dignos de ser llamados “estimado licenciado”. Porque recordemos que el maitro titulado,
pero a fin de cuentas maitro, es un devoto de su licenciatura. El anillo de graduación
junto al de matrimonio conforman un cetro íntimo pero también una corona de espinas.
Los cuatro o cinco años de su carrera constituyeron un camino pleno de sacrificios autoimpuestos. La redención de ese calvario fue un papel firmado por el rector y una
fotografía ovalada. Seguramente no recuerda nada de lo estudiado, pero su título le
confiere el derecho a regañar a esos tres sobrinos suyos que quieren ser músicos.
6. El maitro no universitario es un diamante en bruto. Su lucidez transita de una plática
sobre política mexicana a una sobre balatas, mujeres o enfermedades. Hace de las
respuestas inesperadas una actividad casi artesanal. Tiene la capacidad para ingresar a un
sitio y sentenciar: “Este lugar es elegante sólo porque estoy aquí”. El deporte lo
reconforta cuando se limita al territorio de las gradas. Insulta a los ampáyers no sólo en
cumplimiento a una tradición sino como parte de un código moral. El triunfo de “su”
equipo lleva siempre inherente el espíritu del corporativismo: la victoria tendrá a todas
horas el sabor a “Nosotros”.
7. La cumbia concentra sus principios de cotidianidad, su despreocupada versión del arte
de vivir. El ídolo tropical parte de un desenfado que parece nunca agotarse. Es requisito
indispensable que la música esté en formato pirata y preferentemente que se trate de una
recopilación de grandes éxitos. La carátula del audio-casete en cuestión debe mostrar los
glúteos de una mujer en bikini.
8. El table dance puede considerarse un criadero de maitros. La cantina funciona, en
cambio, como un santuario de preservación. El alcohol descubre la fraternidad
subyacente de toda una especie. Nada más conmovedor que ver a un maitro diciendo a
otro: “¿Qué habremos hecho tú y yo para ser tan chingones?”. La bohemia, entre otros
prodigios, propicia algo mayor que el milagro de la transubstanciación: convertir cada
trago de cerveza en una mentada de madre.
9. Los momentos estelares de la historia particular de cada maitro arrojan siempre
souvenirs: su boda, la primera comunión del niño, los quince años de la hija adolescente.
Los servilleteros que colecciona de eventos ajenos se encuentran distribuidos
asimétricamente por toda la casa: sólo salen a relucir cuando llega algún invitado.
10. El desmadre, por el simple hecho de que oxigena, le resulta vital. Incluso, la
expresión “Como maitro en un baile” es más precisa que el lugar común “Como pez en el
agua”. El baile, el mitin, los partidos de la Selección y todas esas formas de relajo
organizado lo nutren de propósitos y alimentan su exhibicionismo. Tiende a disfrazarse
de mestiza durante el carnaval o a ir arrodillado el diez de mayo a casa de su madre.
Llamar la atención deriva en él como una segura alternativa de supervivencia.
11. La ilusión empresarial del maitro es un expendio clandestino de cervezas. Aquellas
cosas que puedan calificarse de “prohibidas” le apasionan. Ojea el Alarma! con la
excitación de quien lee una publicación pornográfica: no es casual que en las páginas
centrales de esa revista aparezca una otoñal bañista con celulitis. De cualquier manera, en
los tugurios que frecuenta, los desnudos y los muertos van constantemente de la mano.
12. Por último, el maitro parte de un bautizo de fuego que no se practica ni en las logias
masónicas: cuando su nombre queda inscrito en un brazalete de oro, empieza a existir.
Cuerpos perfectos
Para Adriana y Virginia
Antonio se levanta una mañana con la sospecha de que ha engordado. No es algo que le
preocupe en gran medida, pero ¿por qué diablos no le cierra el pantalón? Lucrecia, su
joven esposa, le dice que no se angustie, que así lo quiere de todas maneras. Claro, eso
puede opinar ella que hace 300 abdominales todos los días, come verduras en lugar de
carne y toma agua con bacilos búlgaros. En fin, que más allá de una ligera molestia en las
rodillas, un rápido diagnóstico personal determina que es posible ir a trabajar. Cuando
Antonio sube a su coche algo no lo deja respirar. ¿Qué podría ser? Las veintisiete cuadras
que recorre a toda velocidad en su automóvil le causan un cansancio semejante a caminar
con una losa como la del Pípila en la espalda. Sudor a mares. Martínez le dice a la entrada
del edificio “Te veo algo subido de peso”. Terror: ¿quién más se dará cuenta hoy? “Es la
vida que me trata bien” se justifica. Llega a su buró para revisar algunas contabilidades y
encuentra sobre su escritorio una revista Hombre Saludable, repleta de consejos que él
nunca se molestaría en seguir. La ojea mientras pregunta irónicamente si alguno de sus
empleados ha cambiado de preferencias sexuales. “La dejó su mujer ayer que vino por
usted” le aclara el intendente. Tose.
A las once menos cuarto, Antonio ha determinado que debe hacer algo con su sobrepeso.
Se inscribe en el gimnasio de un amigo suyo y después de los primeros veinte minutos en
la bicicleta decide probar otras alternativas. “El Gimnasio roba mucho tiempo” pone de
pretexto. Al anochecer, ya en su casa, recibe tres llamadas consecutivas de un tal Juan
Hernández que aprovecha la ocasión sólo para decirle que está gordo. Duerme
intranquilo.
A la mañana siguiente no está muy convencido de ir a trabajar. A mitad del camino a su
oficina, Juan Hernández le habla al celular para atormentarlo. Llora. Cambia de ruta y
asiste a una consulta con cierto acupunturista. El doctor, un tipo que dice llamarse
Ishiguro Yamasaki, pero que parece más norteño que un narcocorrido, llena su cuerpo de
pequeñas agujas. Poco dolor, diría él, en su mayoría ocasionado por el nerviosismo. Se
siente extraño pero con más hambre que al principio. Después de aquella sesión,
desayuna cinco grasientos sopes en un puesto del mercado y se limpia la boca con el
recetario vegetariano que le regala un sordomudo. Intenta volver a su vida cotidiana.
Coincide en el banco con un excompañero de la preparatoria. “Antonio ¡Cuántos kilos sin
vernos!” saluda el otro. Antonio deja la fila sin responder, se dirige a la salida y pretende
escapar. Una voz monótona retrasa su acción: “Estimado cliente, espere a que cierre la
puerta”.
Compra una Diet Coke para el camino y unas galletas integrales. Se sienta en un parque a
leer el periódico. Suena el celular, pero él no contesta por miedo a que sea otra vez Juan
Hernández. Entonces se da cuenta que el diario parece dirigido a su persona: habla en su
mayoría sobre obesidad, riesgos cardíacos y alimentación balanceada. Además, todas las
páginas tienen anuncios de cuerpos esculturales y abdómenes de gente que no tiene
rostro. Empieza a desesperarse. Un repartidor de propaganda le extiende el aviso de un
tratamiento contra el exceso de grasa. Inyecciones. Asume el riesgo y va con el
mencionado médico. “La mitad de lo que usted logre tendrá que ver con el cambio de
vida que se proponga efectuar” dice una placa en la sala de espera del consultorio.
“¿Quién diablos trabaja en este lugar? ¿Miguel Ángel Cornejo?" se pregunta Antonio. El
médico y nutriólogo lo recibe con cortesía, pero Antonio ya no se siente dispuesto a
soportar amabilidades. El galeno quiere enseñarle un catálogo de fotografías para
ejemplificar la eficacia del tratamiento pero, en lugar de eso, le ofrece un muestrario de
películas obscenas que renta para un negocio clandestino. Ambos se sienten ofendidos
por la confusión. Termina por pincharlo.
Antonio tiene ansias enormes de comerse una vaca. Entra a un restaurante naturista
llamado “El mole prohibido” y lee detenidamente el menú: no es posible, hasta los tacos
de cochinita pueden reproducirse a base de soya. Ordena. No se siente bien, él lo sabe.
Come despacio. Alguien le aconsejó masticar un promedio de diez veces por caloría
ingerida. “En cada nueva investigación los científicos intentan convencernos de que
somos unos cerdos” piensa en voz alta. Sale insatisfecho del lugar y con esperanzas de no
encontrar a nadie sobre su propia acera. Toma un taxi y concierta una cita con el Niño
Remigio, descendiente directo de los antiguos Itzáes y a quien los pobladores del Camino
Real quieren volver santo. El sabio hombre le pide que se desnude hasta la cintura y
Antonio obedece. Después, aplica sobre su cuerpo una serie de yerbas de olor
desagradable. Antonio estornuda. “La gordura y el pecado son males hermanos. Seis
oraciones serán suficientes para solucionar su problema” murmura el curandero. Fin de la
sesión.
Llega a su casa y se prepara un té de hojas. Duerme. No ve el noticiario. Es madrugada
cuando su esposa le descubre manchas en la piel: está intoxicado. Llaman urgentemente
al doctor Arjona, quien le advierte que cobrará trescientos pesos por la consulta y cien
más por haberle interrumpido un sueño húmedo. Aceptan. El médico llega en diez
minutos y arremete su primer diagnóstico: “Está usted obeso. Coma menos grasa.”
Antonio descubre por vez primera que tiene instintos asesinos. El doctor le receta cuatro
costosos medicamentos. Se marcha.
Antonio reposa durante tres días y a partir del incidente se somete a una dieta de
guayabas. Come diversos vegetales verdes según los movimientos de las lunas de Júpiter
y toma agua cada ciento cincuenta respiraciones. Para quemar calorías los expertos le
recomendaron bailar la Guelaguetza tres veces por semana. Cuatro médicos supervisan su
alimentación y para pagar esos honorarios, Lucrecia ha tenido que vender sus
propiedades de La Sierra a una guerrilla colombiana asentada en nuestro país. Antonio se
siente feliz, en forma y lo más importante, ya no recibe llamadas de Juan Hernández.
Aguanta que bajan
A la memoria de los “Profetas”
Viajando en los minibuses uno aprende muchas cosas: que la humanidad se divide en
cuatro grupos económicos (los niños, los estudiantes, los adultos y los senectos), que las
“palabras obsenas” se diferencian de las “obscenas” en que las primeras no deben
pronunciarse arriba de un transporte urbano y que la expresión “Avancen hacia atrás, por
favorcito” es gramaticalmente posible.
Para quienes no tenemos otra alternativa que utilizar el transporte colectivo municipal, las
velocidades que llegan a alcanzar sus unidades nos aterrorizan menos que la música de
sus caseteras. Se podría hacer una antología con todas las canciones románticas que
comienzan con una llamada telefónica. Además, los conductores tienen una particular
predilección por las grabaciones defectuosas, aquellas donde los mensajes subliminales
se escuchan sin necesidad de volver la cinta. Equipados, en ocasiones, con esferas de
discotheque, los camiones urbanos han hecho de la música a todo volumen un fanatismo
de identidad. El día en que haya un autobús completamente silencioso será tan triste
como un teatro carente del ruido de celulares.
En los minibuses, a fuerza de amontonar gente, las paralelas se unen, lo imposible sucede
y uno puede hacer de todo excepto practicar el sutil arte de la intimidad. A diferencia de
otros vomitivos, los minibuses vienen sin contraindicaciones. Los mexicanos veneramos
nuestra propensión por los lugares incómodos como si con ella se estableciera una prueba
evidente de unidad nacional. No conozco a nadie que no tenga por lo menos una historia
sobre cómo doce familiares suyos viajaron todos en un volkswagen al que le fallaban los
frenos. En tal fascinación por nosotros mismos se fundamenta la existencia de los
minibuses: dado que sólo matan a los menos aptos, fortalecen la especie.
El minibús ha demostrado que la historia también la escriben los que no tienen nada qué
hacer: ningún templo prehispánico tiene inscripciones tan enigmáticas como los asientos
de un minibús. El jeroglífico trazado por un estudiante de secundaria tiene la misma
probabilidad de ser una declaración de amor que una mentada de madre. No en balde, la
voluble personalidad adolescente ha encontrado en el transporte diario un escaparate
sobre ruedas. Y sin embargo, no todos esos mensajes obedecen a la simple proliferación
de barros en la cara. De vez en cuando aparecen acusaciones graves, dignas de una
conspiración: “Fulano de Tal padece eyaculación precoz”. En esos casos, conviene
aceptar que el sistema tiene todas las armas. Encontrar penes de tinta dedicados a quien
se llama como nosotros causa el mismo estupor de descubrir una amenaza en la
contestadora.
Como si fuésemos a experimentar una especie de abducción, abordamos el transporte
colectivo con el miedo secreto de no regresar a casa. Modernizados con cláxones que
relinchan, los minibuses desafían a cada momento nuestra capacidad de asombro. Una
vez arriba, las imágenes corren con tanta vertiginosidad al otro lado del cristal que el
único paisaje que nos parece auténtico es el interior: calcomanías, altares mínimos,
ofertas de trabajo, fotografías de mascotas que se han extraviado, reglas básicas de
Urbanidad y Buenas Maneras. A veces, alguna tragedia humana nos interrumpe la
somnolencia propia de un viaje: el niño con pandero cantando “Alzad las manos y dadle
la gloria a Dios” o Chorepas, el trovador solitario, entonando en perfecto re menor “No te
metas con mi cucu”.
En cierta ocasión leí que, para ciertos sectores políticos, los estudiantes no éramos
todavía considerados seres humanos porque, entre otras cosas, nos faltaba llenar dos
requisitos indispensables: a) tener un título universitario, b) pagar el pasaje completo.
Nada molesta más que soportar ese ritual cotidiano de identificación donde una fila de
jóvenes uniformados enseñamos al chofer nuestras credenciales. No basta con cargar diez
libros de Literatura Clásica sobre nuestros brazos, una regla T en la mochila o una bolsa
de súper llena de trabajos engargolados. El conductor es tan escéptico como el ateo frente
a una aparición: hay que demostrar hasta donde sea posible que no somos unos
impostores.
No sé por qué las alzas en el transporte lo toman siempre a uno por sorpresa.
Encabezamos una fila de diez personas en las escaleras del minibús cuando alguien nos
informa que el dinero está incompleto. A veces, una moneda en el bolsillo del pantalón
resulta más difícil de encontrar que el punto G y llegamos a retrasar a tal grado el
abordaje de un camión que los demás pasajeros terminan por bajarnos a empujones.
Entonces nos damos cuenta de qué frágil es una economía, como la mexicana, que no
permite transitar de estudiantes a senectos sin pasajes intermedios.
Los camiones son el último reducto para saludar a gente que uno desconoce. En la era del
individualismo a ultranza, los automóviles empiezan donde “los demás” terminan. Como
si se tratara de un importante movimiento bursátil, las personas intentan no dejarle al azar
las peripecias de sus encuentros. La mayoría apuesta a la seguridad de saber quién se
acomoda en el asiento de al lado. Los autobuses, como aquellas máquinas aleatorias de
concertar citas, sobreviven sólo como un cúmulo de malos ratos.
No me preguntes cómo pasa el tiempo
Para Emilio, Uri, Hugo y Miguel
Uno se da cuenta que envejece cuando escucha sus propias conversaciones en las fiestas
de reencuentro. La madurez no sólo influye en la cantidad de alcohol que ingerimos sino
en el número alarmante de cosas de las cuales nos empezamos a quejar. Hubo un tiempo
en nuestras vidas en que lo único importante era si una mujer nos hacía caso. Ahora no.
Pasan los años y los dolores que antes provenían del alma extienden su mórbido territorio
a nuestro sistema digestivo y producen estreñimiento.
Cuando conocimos a Ramiro, éste lloraba constantemente por una mujer que estaba a
punto de casarse: ahora se lamenta de que su lapso de titulación se haya vencido. Alfredo
quería en su anarquista adolescencia dinamitar la estatua de Benito Juárez en el cerro: lo
hemos visto reducido a un humilde empleado de mostrador que todos los dieciséis de
septiembre toca una corneta en las celebraciones mexicanas. Pedro Ángel, que tenía un
tatuaje de Satanás en la espalda y cantaba en una banda de rock con voz de tuberculoso,
fue sorprendido hace unos días bailando “Aserejé” en una discoteca. Los años son
implacables, no hay duda: Andrea y Emmanuel, aquella angelical pareja de enamorados,
terminaron frente al altar y desde entonces, no existe lugar público que no sea escenario
de sus discusiones:
–Me duele mucho la garganta –dice ella con evidente molestia.
–¡Por qué no te tomaste las pastillas, caramba! –reclama él, muy enojado, como si aún
estuviera leyendo los análisis del último embarazo.
Mientras Emmanuel corta el jamón y Andrea prepara las botanas, los demás invitados
que están en la cocina empiezan a platicar acerca de sus respectivos sueldos. Yo me
abstengo siempre de hacer comentarios. En cambio Renato, que trabaja eventualmente
como secretario particular de una diputada, esgrime una frase digna de una placa
conmemorativa: “La única manera de salir de pobres es haciendo pobres a los otros”. No
somos pocos quienes descubrimos que la palabra “otros” se refiere precisamente a
nosotros; así que secuestramos a Renato en uno de los cuartos para lapidarlo con las
aceitunas del almuerzo. Nuestras ansias de justicia musulmana no llegan demasiado lejos:
lo rescata Margarita, que siempre ha estado enamorada de él.
El clímax de la fiesta comienza a gestarse cuando Gualberto saca su teclado Casio e
intenta tocar los dos únicos temas que se ha aprendido desde que lo conocemos:
“Lambada” y “Amigo”. Gualberto es de esos muchachos que todos los años se propone
dos cosas: ir al gimnasio y leer Los miserables. Desde pequeño su padre lo mandaba a
tomar clases de piano con una viejecita que le jalaba las orejas cuando no ejecutaba con
precisión una escala. Nunca ha podido superar el trauma, pero lo soportamos porque es el
único que tiene un BMW. Si pudiéramos resumir en un aforismo ese sentimiento de
deterioro que experimentamos cada vez que lo oímos tocar, usaríamos un pensamiento
del filósofo Hernández, a quien todas las fiestas terminan por provocarle irritación del
colon: “Cada vez que nos juntamos me doy cuenta que no hemos hecho nada importante
con nuestras vidas”.
Sarricolea, el mejor de nuestra clase, me separa entonces del grupo y me dice
preocupado:
–Ayer llegó a mi correo electrónico un cuestionario, medio en broma medio en serio, para
determinar si uno se encuentra en alguna etapa de la vejez.
–¿Y cómo saliste?
–Ha sido el mejor examen que he presentado jamás.
Don Sonio, el dueño del expendio de licores, lo dice con mayor elegancia: “La vejez es
una cosa muy hermosa... sobre todo si llega a su tiempo”.
Este año sobró más comida de la que un recalentado puede admitir. Susana me explica
que lamentablemente tres cuartas partes de nuestros ex compañeros tienen indicaciones
explícitas de sus médicos: “Lo único que no les han prohibido comer son las gelatinas”.
Siento que toda la casa huele a sanatorio, pero disimulo mi malestar ante la posibilidad de
que alguien pida un vaso de cloroformo en las rocas. Roberto interrumpe mi meditación
cuando pone en el estéreo un casete de Nirvana y comenta hundido en el alcohol: “Los
grupos actuales son una basura”. Su amargura parece la de un sexagenario: habla como
su padre lo hacía mientras escuchaba vinilos de La Sonora Dinamita.
El primero en despedirse es Genaro, que por alguna extraña razón siempre tiene cita a las
siete. Una vez que alguien ha inaugurado la ceremonia del adiós, los demás invitados
formamos un círculo pequeño alrededor de la anfitriona para agradecer sus atenciones y
pedir disculpas por las migajas en sus muebles. Ella responde que no tiene importancia y,
limpiándose las lágrimas, nos desea la mejor de las suertes. Cantamos a coro “La célula
que explota” (algo así como nuestro himno) y después cada quien parte hacia su casa con
la misma indiferencia con la que marcha el primero de mayo. Seguramente nos
volveremos a ver las caras cuando el más viejo de nosotros cumpla treinta años.
Desde la última fiesta fracasada, unos amigos y yo hemos decidido reunirnos con
religiosa puntualidad solamente para reconstruir viejos capítulos de Los Simpson.
Nuestro ejercicio de nostalgia ha llegado a veces a ser tan terapéutico que uno que otro
termina confesando sus padecimientos urinarios. En el colmo de la ancianidad precoz,
nos vamos a tomar café y a jugar dominó a un restaurante, convencidos de que el mundo
entero está en decadencia.
Gracias por tramitar
Entender las hojas que envían las secretarías de estado a nuestros hogares produce más
dolores de cabeza que resolver el problema de la cuadratura del círculo. Nuestra lectura
de los citatorios oficiales precisa de, por lo menos, un curso básico sobre criptografía de
la burocracia; pero además, como requerimientos implacables presagian siempre una
catástrofe sin sentido. Tal condición kafkiana me quedó más que clara el jueves que asistí
a una secretaría por un trámite de regular importancia.
1. Dos esferas del infierno le faltaron enumerar a Dante: el salón de secundaria de una
escuela católica y la oficina amueblada del licenciado Pereda.
–Mi estimado: existe un pequeño problema para dar continuidad a su papeleo. Aquí dice
que su señor abuelo era Justo Sierra.
Hay momentos en la vida en que uno desearía creer que el destino está en manos de Dios
y no del funcionario que revisa nuestra acta de nacimiento:
–Pero eso es absurdo – respondo.
–Absurdo o no, eso lo obliga a donar todas las llaves de su casa para el nuevo busto que
pensamos colocar en la escuela que lleva su ilustre nombre... Me refiero al nombre de su
abuelo, no el de usted...
–Evidentemente, se trata de una equivocación.
–Sí, yo también quisiera creer que usted actúa de buena fe, pero los documentos son
sagrados, sobre todo cuando tienen errores que ameriten una cuota voluntaria... Sin
embargo...
–¿Sin embargo qué?
–Conozco una persona que le puede ayudar. Se apellida Góngora y trabaja en el edificio
de enfrente. Vaya a verlo... Ah, una cosa más: por ningún motivo mencione mi nombre.
2. Mi idea del averno tiene mucho que ver con la imagen de un inmueble gubernamental:
un edificio integrado por pequeños cubículos de torturas particulares. Góngora es un tipo
robusto y con bigote. Se encuentra rodeado de papeles que esperan a que él les eche un
vistazo. Tiene una secretaria obesa que se llama Nicté, más inexpresiva que una cabeza
olmeca.
–Su problema es de lo más común en esta dependencia –me dice–. Para que usted se dé
una idea: yo desde niño sabía que mi abuelo se llamaba Augusto y que por eso tenía yo
ese nombre. Pues hace dos años descubrimos que su verdadero nombre es Armando. Y
eso no es lo peor: mi abuela Antonia, resultó llamarse Josefina. Mi tío Lucio se llama
realmente Rafael. Mi esposa no es Ifigenia sino Eugenia. Imagínese usted qué tan
complicado se ha vuelto el asunto que ya ni mis hijos me dicen “papá”.
Después de un viaje alucinante por su historia familiar, Góngora me pide que redacte un
oficio dirigido a su persona y firmado por tres testigos con los que yo no comparta ningún
parentesco, que vaya con el contador Josué a solicitar una estimación pecuniaria del
trámite y que vuelva con todo a las dos. Me acompaña hasta la puerta. Antes de
abandonar aquel piso, se me ocurre preguntarle a Nicté por el nombre completo de su
jefe.
–Sinceramente no lo sé. Aquí todos lo conocemos simplemente por “el ingeniero”.
3. Camino laberínticos corredores que parecen no llevar a ninguna parte. Encuentro la
puerta correcta. Decepción: el contador Josué no está en su oficina porque se encuentra
tomando una terapia psicológica.
–Figúrese que aquí lo conocemos como el Rey de las Terapias –me confiesa un
empleado– últimamente anda muy asustado porque dice que lo persigue un espíritu
sodomita llamado Natanael.
Regreso de inmediato a ver a Pereda. Lo encuentro en un rincón del cuarto, hablando en
voz baja con el payaso “Cotonete”. Cuando por fin puede atenderme, se excusa:
–Disculpe. Es que estoy preparando la fiesta de cumpleaños de mi hijo menor.
Le explico las dificultades en que me ha metido su recomendado. Sonríe. Pide por el
interfono una taza de café. Aspira el humo de su cigarrillo. Entrelaza sus dedos detrás de
la nuca. Exhala. No hay duda: es “un emperador”, alguien capaz de estacionar su
automóvil a media calle sólo para bajarse a retirar dinero del cajero.
–Comprendo. En todo caso, necesitará la ayuda de un amigo mío. No va a ser un camino
muy legal que digamos, pero su desesperación me ha conmovido. ¿A qué se dedica
usted?
–Soy escritor.
–Ya, en serio.
Observa mis ojos al borde del llanto. Convencido acaso de mi respuesta, murmura para
sí: “caramba”. Escribe sobre un papelito mis datos.
–El amigo del que hablo se llama Tannhäuser Medina.
4. Un individuo que tiene el nombre de una ópera de Wagner tiende a ser sospechoso y
más cuando nos habla al celular para citarnos en la barra de una cantina.
–Usted no me conoce y no trate por ningún medio de investigar quién soy yo. Deje sus
papeles con Eleuterio, el dueño del tugurio. Y por favor, pague por adelantado tres
cervezas que voy a pedir.
Contesto como una señorita con escrúpulos:
–Pero es que quisiera saber más de usted.
–Sólo haga lo que le dije.
Asisto a la cantina indicada. Me recibe un corpulento hombre de patillas prominentes.
Ordeno un vodka “de caballero”. Coloco encima de la mesa mi carpeta con documentos y
un sobre lleno de dinero. El tipo aquel sonríe mientras recibe el paquete.
Diez policías uniformados toman por sorpresa el bar. Tienen la orden de arrestar al dueño
por vender licor adulterado y a los asistentes por concertar tratos fuera de la ley. A lo
lejos, se escuchan gritos y ruido de golpes. Me aprehenden en el preciso instante en que
intento recobrar mis papeles. Es decir, mientras azoto al tal Eleuterio contra la caja
registradora.
5. El licenciado Pereda me observa como si acabara yo de asesinar a Gandhi. Recorre los
amplios espacios de su oficina mientras acaricia lentamente una botella de Whisky.
Afuera hay más personas que en una terminal de autobuses, pero a él parece no
importarle. Su andar es sigiloso: da la impresión de estar reflexionando sobre el ser y la
nada. Por fin habla:
–Su situación se complica, señor poeta. No sólo su abuelo sigue siendo Justo Sierra sino
que su declaración en el ministerio público ha sido sumamente comprometedora. Lo más
sano que puede hacer usted es dejar todos sus trámites por la paz y encomendarse a una
“macumba brasileira”. Conozco a un brujo que le puede dar este último servicio.
Desde luego que en respuesta guardo todo el silencio de que soy capaz. Me retiro, no sin
antes obsequiar una última mirada a ese universo de papeles irresolubles. Pienso en el
escritor Bret Easton Ellis y en su más célebre novela: ignoro por qué la palabra
“burópata” me viene a la mente. Bajo las escaleras con el amargo sabor de quien ha
perdido una patria potestad. Alguien se acerca y me pregunta por una dependencia que
desconozco. Su voz me aturde y contesto sin pensar:
–A la derecha, en la tercera puerta; pregunte por el licenciado Pereda.
Fuera del área de servicio
Hay ocasiones en que la gente hace sentirnos poco menos que unos neandertales. La otra
vez, mientras hacía un trámite, la secretaria me pidió mi número telefónico. Empecé la
secuencia: “Ochenta y uno, seis...” Ella me interrumpió: “¿Cero cuarenta y cuatro dijo,
verdad?” “No, dije ochenta y uno.” “Ah, comprendo.” En esos pocos segundos, su
expresión me hizo parecer un partidario de la comunicación obsoleta: un tipo que aún
usaba el télex o que tenía en su casa un teléfono de disco. Salí tosiendo de la oficina.
No era para menos. La anécdota me hizo pensar un poco sobre la forma en que los
celulares han cambiado nuestra vida. En pocos años, de ser un lujo han pasado a ser un
artículo de primera necesidad. No importa tener el crédito en ochenta centavos, poseer un
celular significa ser necesitado por alguien más. Hace algún tiempo eran un cetro de
poder, un equivalente para la calle del control remoto; ahora han llegado a considerarse
(junto a los cuadros en el abdomen) una cuota de sociabilidad.
Me encontré de repente en la disyuntiva de comprar un móvil o abstenerme de hacerlo.
No quise sentirme un apocalíptico, alguien que desdeña la tecnología por el simple placer
de decir que no es un enajenado; pero, tampoco quise ser un integrado, alguien que
acepta la tecnología precisamente para que no lo tachen de apocalíptico.
Opté por un cambio en mi vida: fui a una tienda de teléfonos móviles. “¿Quiere un Efe
cuatrocientos diez o un Zeta siete seis siete?”, dijo el dependiente. “Disculpe”, respondí,
“las funciones algebraicas se quedaron en mi adolescencia.” “Mire, el Efe cuatrocientos
diez es una belleza de teléfono celular: envía mensajes escritos, tiene un juego de La
Leyenda de Zelda integrado, acceso a Internet y televisión por satélite.” “¿Y no tiene un
teléfono que sólo sirva para hablar con la gente?” “Por supuesto. Mire este otro: el Zeta
siete seis siete tiene la particularidad de platicar con uno si no hay nadie que conteste en
el número que hemos marcado”. Salí un momento a la puerta y regresé. “Disculpe, quise
asegurarme de que llegué a una tienda de celulares y no a un centro de terapias.” El tipo
puso una expresión de odio. “¿Y el servicio de telefonía?”, pregunté. Pareció recuperar de
inmediato la jovialidad. “Mmm, ni se imagina: en algunos planes incluso se podía decir
que el teléfono sale gratis.” Ese sentido del desprendimiento me hizo desconfiar. Pedí que
me explicara. “Por ejemplo, es posible que usted, al pagar cuatrocientos pesos, obtenga
un teléfono y quinientos pesos de tiempo al aire.” ¿Qué clase de negocio era ése? “Claro,
ese plan lo obligaría a consumir doscientos pesos al mes en llamadas.” Empezaba a
comprender “¿Y si no lo hago?” “Le quitamos el saldo de tenga y aparte lo
desconectamos. Así que tendría que pagar la reconexión y el crédito que usted quisiera
tener.” Hice cuentas: en dos meses, la generosidad de la empresa quedaba reducida a
cero. “¿Qué le parece?”, me inquirió. “Huy”, comenté, “una película de Cecil B. De Mille
hubiera salido más barata.” “¿Cómo?” “Nada.”, respondí. Obviamente, ignoraba quién
demonios era Cecil B. De Mille.
Compré un móvil acorde a mi economía. Cabía en la palma de mi mano pero un amigo
me dijo que en realidad era tan grande como un walkie talkie. Reflexioné un poco: los
amantes de la telefonía celular han adquirido una obsesión tan preocupante por el tamaño
que alguien podría asegurar que eso tiene connotaciones sexuales. Cuando quise hacer mi
primer llamada experimenté mi primer problema. ¿Se marca o no cero cuarenta y cuatro
para comunicarme con otro celular? Le pregunté a una amiga que pasaba por la calle.
“Mira”, me explicó con esa voz paciente con que las educadoras se dirigen a los niños
lentos, “el cero cuarenta y cuatro no se marca si el celular fue activado en la ciudad, pero
si no es así tienes que marcar, además, un número de entrada y el código de área del lugar
donde fue activado el otro teléfono.” Una explicación en arameo me hubiera resultado
más inteligible. Le mostré mi directorio donde tenía apuntado el número al que pretendía
marcar. “¡Por favor!”, exclamó, “¡un directorio de papel!” A continuación, me explicó
que mi celular tenía la suficiente memoria para almacenar tres cuartas partes de la
Sección Amarilla.
Para probar por lo menos la recepción de la señal, le pedí a mi amiga que marcara mi
número, aun así estuviéramos el uno frente al otro. Cuando sonó el teléfono casi me
golpea. “¡No puede ser que tu teléfono suene a... a celular! Me refiero a que suena como
un móvil convencional, como si no fuera realmente tuyo.” Nunca me había cuestionado
de que para que algo fuera realmente mío tendría que sonar a otra cosa. “Te voy a enseñar
la manera de integrarle una canción. No sé, alguna melodía que te guste”. “¿Qué tal
música clásica?”, propuse. “¡Estás loco! La gente va a pensar que eres uno de esos
mamarrachos que se creen intelectuales.” Recordé a todos mis conocidos que tenían
programada la Tocata y Fuga de Bach en sus celulares. “Bueno, pues escoge una tú”,
sugerí. Media hora después mi teléfono interpretaba una canción del grupo Intocable.
Quise distribuir mi nuevo número entre algunos ex compañeros de clase. Todos me
decían: “Sabes qué, para que no me andes dictando, háblame mejor al celular y así queda
registrado tu número en la memoria.” Se fueron tres quintas partes de mi crédito en ese
procedimiento. Después, alguien misericordioso me habló de los mensajes escritos. “Son
más baratos, por supuesto. Al final, te queda una ampolla en el pulgar de tanto que lo
usas, pero si toda tu vida has jugado Game Boy no es para alarmarse.”
En tres semanas nadie habló. Una tarde, miré el aparatito con absoluta desesperanza.
“Velo por el lado positivo”, dijo mi novia para sacarme de la depresión; “por lo menos,
así puedo saber dónde te encuentras.” Inmediatamente se desdijo: “Lo dudo. Diez días
anduve localizando a un tipo apellidado Turrubiates y cada vez que marqué a su celular,
me contestó una persona distinta. Terminé por tirar el maldito teléfono a un lote baldío...
Por otro lado, ahora que lo pienso, nunca barajé la posibilidad de que sufriera de
personalidad múltiple.” Yo no fui tan drástico. Después de escucharla a través del
auricular, me conformé con venderle el móvil a un desconocido.
Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia
Para el grupo de teatro “La Cicuta”
“La navidad es la venganza de los mercaderes contra
Jesús por haberlos expulsado del templo”.
Edmundo O’Gorman
“La navidad, como el matrimonio, pierde su encanto
cuando la bajas del altar y la colocas en el
presupuesto”.
Tomado de una revista
El ritual se ensancha. El instante se amplía al máximo. No cabe en esta hora todo el
tiempo del mundo. Los comerciantes se cuidan unos de otros, razonan precios. Las
empresas se preparan para el madruguete publicitario. Una que otra casa presume ya sus
adornos y luces multicolores. Comienza la repartición de calendarios, las ofertas se
anuncian ya. Las Iglesias retoman sus posturas abandonadas por once meses. Las hojitas
parroquiales propagan sus ideas. El protestante afila sus garras desmitificadoras y el
católico prepara su escudo contradesmitificador. Cada quien se aferra a su tradición
familiar: se buscan los recetarios de los abuelos olvidados (los recetarios y los abuelos) y
las fotografías empolvadas recobran algunos nombres. Se ríe. Las abuelas ríen por la
futura visita de sus hijos y nietos, los hijos ríen por sus futuros aguinaldos y los nietos
ríen por sus futuros regalos. ¿Cabría aquí otra gota de felicidad? Las transnacionales ríen,
los gobernantes y los gobernados ríen.
Ahí están los árboles navideños en espera de un padre consciente de que la felicidad
estriba en algo nuevo. Ahí están los niños en espera de Santa Claus y los Reyes Magos.
Ahí están los alumnos en espera de su último día de clase en diciembre, rezando para que
los exámenes sean “entrando de vacaciones”, ahí están los maestros ansiosos de que esos
festivales obligatorios terminen pronto. Ahí están las capillitas en espera de su fiestecita.
La Navidad, palabra redentora por el sólo hecho de decirla. ¡Feliz Navidad!, con eso
llenamos nuestra obligación con el mundo y de paso, aseguramos la felicidad ajena.
Nuestras palabras son proféticas: con decir “próspero año”, las energías y las vibras se
transmiten por el aire y como gripe se contagian en el otro, que tendrá que agradecernos
nuestra consideración y misericordia.
La Navidad: oportunidad para concursos (de ramas, de canciones, de ensayos y tarjetas).
Las discotecas se pelean el derecho de ofrecer la mejor party navideña, donde el incienso
se propaga por la pista como lo hizo alguna vez por el establo, el pesebre es importado y
los pañales son desechables. Los nuevos Reyes Magos son los que invitan la botella y los
cigarros, que vienen en Cavalier o BMW en lugar de elefante y ofrecen tickets de entrada
en lugar de mirra. Los pastores son la multitud que invade los minibuses y se forma en la
cola a las puertas del antro. Esa multitud que usa Mike, Tommy Highlander o Ríbuk, que
se aglutina en los bailes para bautizarse unos a otros con licor adulterado. Aquí el Rey
Mago es el que pasa sin hacer fila, sin mezclarse con la “raza”; el Rey Mago que se
postra ante el influyente. La multitud va tras una “oferta” como si fuera la Estrella de
Belén. Aquí los “hijas” piden posada a las puertas de la fiesta y el conjunto musical
tropiloco es más armonioso que el coro de ángeles cantando Hossanna al ritmo de Chico
Che (q.e.p.d.). Los hombres de buena voluntad son los jefes que dan buenos aguinaldos,
los maestros que ponen buenas calificaciones, los padres que dan buenos regalos, los
sacerdotes que ofician misas breves, las esposas que sirven buena cena, los hijos que se
portan bien. El buen cristiano, el buen católico, la buena familia, “la buena de tu
hermana”, el buen reventón y los buenos etcéteras.
Las huidas a Egipto son las juergas de dos o tres días. Todos los embarazos ya se le
atribuyen al Espíritu Santo. El rey Herodes es el pinche gobierno, el pinche jefe, el mal
año, la pinche materia reprobada y hay que olvidar, aunque sea a tragos lentos.
Recurrimos al recuerdo: lo que fuimos, lo que no, lo que pudimos ser. Nos recomiendan
examen de conciencia sólo para encontrar que hasta en ése salimos reprobados.
Prometemos superarnos, cambiar, buscar trabajo, tener novia, pasar de grado, y no,
simplemente, no.
Uno que otro va a aporrearse el pecho a su iglesia predilecta; se visten santos, se ponen
flores, ¡SE VA A MISA! En la misa de Nochebuena, la multitud reclama su derecho al
espacio, y como se le niega por ley física, lo toma a la fuerza; todos hacen como que
escuchan al sacerdote, unos duermen, niños juegan, las puritanas señoras nos dicen
“cállese, jovencito”, uno que otro liga, por ahí alguien va a ver a las hijas de su vecino, y
al final –como de película– las personas se recuerdan que no hay que amarse sólo en
Navidad sino todo el año. La gente se abraza, se felicita mutuamente (por haber
sobrevivido a la asfixia), la alegría inunda los rostros, los compadres se saludan casi de
beso cuando ayer se mentaban la madre, las comadres se cuentan el último chisme de su
grupo parroquial, los perros ladran: la noche se despliega en sus manifestaciones más
diversas.
La Navidad: esa mágica palabra que provoca ocultarnos los nombres y jugar a los
anónimos –el amigo secreto–, que nos hace llenar nuestras “cartas” de colores y
ornamentos para sustituir el vacío del contenido, la Navidad que nos lleva de tienda en
tienda para buscar un regalo que después nos rechacen. La Navidad dientes de sable que
nos motiva a escribir “hola-cómo estás-espero que bien” en el lugar más común de todo
el género epistolar. La Navidad, ese ritual que se prolonga a gusto del público
consumidor, cuya fecha de inicio está sujeta a cambio sin previo aviso y que nos dice
“antisociales” cuando no le entramos al jueguito o “portadores de ideas exóticas” cuando
le somos indiferentes.
La posada y esa reconstrucción del pasado y el crimen. La tarjeta y esa imagen redentora
marca Hallmark, el versículo atrapado en un slogan según San Lucas. El árbol y esa
terapéutica visión de la perinola invertida: toma uno, deja dos, pierde todo; el verde tucasa-ya-no-se-ve-tan-vacía, la esfera refleja-mi-cara y la enredadera de focos donde
siempre falla uno.
La Navidad, esa época de los especiales televisivos (la navidad de los Muppets, los
Pitufos y el oso Yogui; las Chicas Superpoderosas y los artistas de Televisa), esa
temporada de discos ad hoc, las canciones sobre la navidad de los pobres, el fin de año de
los jodidos, el teletón, el disco de Hanson, los Tigres del Norte, Mariah Carey y el Tri.
Nadie escapa al festejo. Es el momento en que “yo le gusto al gusto y el gusto me gusta a
mí”. Ante el laberinto de la cotidianidad calendarizada, hacen falta las salidas: la “salida”
en la aceptación ceremonial, la “salida” en el repudio ante costumbres paganas, la
“salida” en el rescate de las tradiciones netamente mexicanas, la “salida” en el sermón
sacerdotal, la “salida” en el discurso protestante en la puerta de tu casa, la “salida” en el
artículo del periódico y la enésima versión del cuento de Dickens, la “salida” en el juego
del “amigo secreto” para olvidarnos un poco de la monotonía escolar y laboral, el juego
caótico de una preposada. Del tiempo del ocio al tiempo del vicio. Tiempo de
yuxtaposiciones y contratiempos, de disculpas, pretextos y congratulations. Tiempo de
costumbres traducidas y adaptadas, del apretón de manos y la llamada de larga distancia,
de la pastorela y ese paraíso reconquistado de la fe popular. Tiempo de “ven a Confía esta
navidad” y de “regala afecto, no lo compres”; y entre este tiempo y el otro: la “dicha
inicua de perder el tiempo” y la común tendencia por desconocerlo. Entre este tiempo y el
otro, la bocanada de aire y exceso, la frase redentora y el levántate y anda y saluda y reza
y pon tu arbolito y canta la rama y compra tarjeta y regala algo bueno y consume cerveza
y ve a la “barra libre” y olvídate del año que termina –el fin del ciclo–; híncate para
recibir los nuevos fracasos y las nuevas asfixias, grita ¡¡FELIZ NAVIDAD Y
PRÓSPERO AÑO NUEVO!!, grita los silencios que te cubren el rostro por un año,
muestra tu cara de fecha en busca de fiesta, de personaje en busca de parlamento.
Desconoce este pasado que te niega la esperanza para un nuevo respiro. Que si la
Navidad es o no un rito pagano, eso siempre sale sobrando: los pretextos abundan. Y
desde que se inventaron los pretextos, siguió la fiesta.
Días de campaña
Tengo la impresión de que nuestra sociedad vive el apego partidista con la misma pasión
de una guerra santa. La política del nuevo siglo exige una convicción más ostensible que
genuina, sobre todo cuando dos o tres individuos se declaran en abierta contienda por un
puesto de elección popular. No basta con tener una simpatía: hay que profesar una
devoción enfermiza. Por fortuna, en mi casa no hay un sólo indicio de preferencia política
(salvo el retrato de Labastida que sirve para tapar una ventana sin cristal), pero mis
vecinos entienden los nuevos tiempos de otra manera. La mitad de ellos ansían ser
directores técnicos, la otra mitad, estrategas de campaña.
La noche de ayer hubo una escandalosa junta de partido en la casa de doña Soledad. No
había visto tanta gente en ese domicilio desde el último velorio. Las reuniones ordinarias
en casa de doña Soledad tienen la peculiaridad de concluir siempre con el claxon del
repartidor de pizzas. Sin embargo, las asambleas con alma de adhesión unánime terminan
con el periódico de la mañana siguiente. A las seis, me despierta un coro de voces tan
desafinadas como las de una peregrinación.
–Es que los del partido están componiendo un himno de apoyo al candidato.– me dice
después el vendedor de diarios.
–Pero la tonada de esa canción me parece conocida.
–Le atinó usted: originalmente se llamaba “La cumbia del Osito Polar”. Dios sabe cómo
se llamará ahora. Por cierto, ¿sabe usted cuál es el nombre del candidato?
–No.
–José Nabucodonosor Martínez. Ha de ser por eso que aún no terminan la canción. ¿No
cree?
El tipo del periódico me mira como si esperara la respuesta de una pitonisa. Sólo puedo
devolverle un casi inaudible “así parece”.
–Las lideresas de colonia –concluye– piensan que las elecciones son como los
hipódromos y que siempre hay que apostarle al caballo ganador.
–Indudablemente –le digo mientras recibo mi cambio.
Las campañas políticas, como las temporadas de futbol, no sabe uno cuándo empiezan ni
cuándo diablos terminan. En lo particular, sólo me resultan interesantes esas efusivas
muestras de aprecio que publican algunas personas en los periódicos de mayor
circulación. Al igual que ciertas condolencias impresas, las felicitaciones de media plana
poseen un aura de generosidad absolutamente sospechosa. Algo de eso pensé cuando abrí
al azar el diario de la mañana y encontré un texto que decía:
LAVATIVAS ORDÓÑEZ
(Lo último en lavativas estomacales)
felicita al
LIC. JOSÉ NABUCODONOSOR MARTÍNEZ
Por su registro como candidato a diputado por el II Distrito, etc.
Esas exhibiciones de simpatía corporativa son sintomáticas precisamente en la medida
que ocupan los espacios que antes pertenecían a los obituarios. Una epidemia de
solidaridad con el candidato se desata a partir de su designación oficial. Es desalentador
observar la manera en que organizaciones llamadas “Amigos del Amaranto” o
“Centinelas de la Tortuga Caguama” manifiestan su adhesión a un determinado aspirante.
Y como si la frustración no fuera suficiente, minutos después me habla un reconocido
poeta para invitarme a ser parte de la “Asociación de Escritores A Favor de la Cultura”.
–Mira –me dice–, la agrupación no tiene ninguna intención partidista. Claro que, como la
protesta va a ser en el edificio del PRI y ante autoridades del PRI, al final del evento (y
sólo de manera protocolaria) nos harán llenar una ficha de afiliación. Pero de ninguna
manera vayas a pensar que...
Lo dejo hablando solo por teléfono mientras me dirijo hacia la entrada porque alguien
llama a la puerta. Es la señora Graciela: una mujer bigotuda de lunares en los cachetes.
No me recupero por completo del estupor de verla sin maquillaje, cuando me anuncia con
la mayor satisfacción que ya comprometió la barda de mi casa para la campaña de su
candidato.
–Él no es un político que ambicione el poder –me explica mientras veo con espanto a los
pintores trazando unas letras gigantes en una de mis paredes–. Su auténtica vocación es el
servicio. Observe estas fotos –me extiende unos trípticos de propaganda–. El licenciado
es un hombre que aprecia a la Familia. Ésta es su hija Flor y este niño, el que está
sosteniendo la banderita blanquiazul, es el pequeño Ildefonso.
Me pregunto si todos los políticos se toman sus fotos familiares sentados en el mismo
sillón. He visto por lo menos a seis interpretando el papel de seres humanos acompañados
por señoras con claras tendencias al infanticidio. Los niños de la imagen aparentan tener
facultades hipnóticas. Le doy las gracias a doña Graciela por su evangelizadora visita,
cierro la puerta y después uso el tríptico para encender un calentador de la estufa.
Mi tranquilidad hogareña parece derrumbarse a partir de este momento: me entero que el
tipo de la esquina ya contrató a la charanga del estado porque hoy en la tarde llega el
candidato. (La última vez que hubo mitin en la colonia, un taxista terminó desnudo sobre
un árbol de naranja agria). Los conductores de la radio no se han cansado de anunciar
dicha visita y unos automóviles con bocinas recorren todas las calles vitoreando un
nombre que no identifico. Con seguridad no habrá servicio de microbuses.
A las seis de la tarde, unas señoras morenas de vestido floreado invaden la calle de mi
casa. He querido concentrarme en la lectura de un libro, pero es imposible ignorar los
gritos enloquecidos de allá afuera. Opto por salir a ver, aunque sea por única vez, al
futuro representante de este distrito. Cuatro policías vestidos de civiles despejan el área
cuando la camioneta del candidato llega a la colonia. El licenciado Martínez desciende de
ella entre vivas y música de quinceaños. Con presteza, los representantes de su partido en
la colonia se acercan a saludarle. Es un tipo encorvado y pequeño que sonríe como si
acabara de visitar al ortodoncista. El recibimiento adquiere en pocos minutos tintes de
verbena popular. La gente grita frenética: “¡Nacubosonodor, estamos contigo!” o
“¡Nasunobodosor, nunca nos falles!” Don Heliotropo, uno de los organizadores, ordena
que inmediatamente se sirva la comida y los refrescos antes de que su hija menor
empiece a recitar el poema “Raza de bronce” y sus sobrinitos marchen como
revolucionarios portando metralletas de juguete. Doña Carlota, la rezadora del barrio, se
levanta entonces para presentar el currículo del licenciado. Enumera los puestos
burocráticos del visitante: “Presidente del partido, Subsecretario de Recursos Agrícolas,
Subdelegado de Ecología, etc.” con la misma voz agónica con la que dice: “Torre de
marfil, Arca de la Alianza, Estrella de la mañana...” Para cuando termina su intervención,
más de la mitad de los asistentes ya está cantando “Perdona a tu pueblo, Señor”.
Una sonora fanfarria de la orquesta señala que el discurso del candidato va a iniciar.
Nadie se ha movido de aquel sitio a la espera de obtener, por lo menos, una playera para
regalarle a sus parientes. Cuando el licenciado Martínez toma el micrófono ya es
demasiado tarde. Una mujer en ropa interior empieza a gritar improperios desde el techo
de una combi. El candidato entrecierra los párpados para identificar a la manifestante: no
vaya a resultar su hija o su querida. Se escucha un murmullo general y ante la mirada
atónita del auditorio, veinte personas completamente desnudas entran a escena con
pancartas de repudio hacia nuestro visitante. Pregunto a una joven de lunar en el ombligo
qué sucede.
–No estoy muy segura –me responde–; yo sabía que marchábamos para protestar por la
imposición del candidato, ahora me dicen que es por la muerte de un cachalote.
Intento decirle que en la política contemporánea, los cetáceos y los comicios tienen una
importancia paralela, pero el equipo de seguridad del candidato los detiene antes de que
yo pueda articular palabra alguna.
El operativo desemboca en un desastre mayúsculo. No son pocos los vecinos que también
son arrestados por supuestos actos de impudor. Parece que los guaruras son incapaces de
distinguir entre un bóxer y un short a cuadros. Me refugio en casa antes de que algo peor
acontezca: un walkie talkie a velocidad deslumbrante deja sin rostro al Labastida de mi
ventana. Todos buscan al candidato pero nuestro invitado ha desaparecido con la misma
facilidad del Gato de Cheshire. Ningún periodista en cien metros a la redonda: mañana
los diarios dirán que la visita fue todo un éxito.
Partitura para una ciudad
Para Juan Daniel
Caminas por las calles de Campeche y la música que sale de las casas se mezcla en una
prodigiosa sinfonía vanguardista. Si tomas el transporte urbano o un taxi, qué importa: las
canciones te siguen. Hay voces predecibles: las del microbús o las de las tiendas de
autoservicio, pero esta ciudad a veces se revela insospechada y te regala una sorpresa. La
vida es tan generosa como para obsequiarte un taxista que escucha a Verdi, una cantina
donde se oyen Los Beatles o un tecladista que hace un interludio entre cumbia y cumbia
para interpretar “Europa” de Carlos Santana. Desde sus propias trincheras, los habitantes
de esta ciudad también emiten un grito cantado por otros. Convierten sus salas de visitas
en salones de baile, sus escobas en micrófonos o parejas imaginarias. Yo me admiro
desde fuera, desde unas butacas que finalmente no aparecen por ninguna parte. Quiero
aplaudir pero me abruma mi propio entusiasmo. Más allá, rumbo al colegio de mi
hermana menor, un pianista ensaya. Más acá, en una borrachera familiar, un tenor
interpreta un aria. De uno a otro lado, chóferes desafinados cantan a capella. En la radio,
se escucha un deficiente himno de unidad y optimismo. En casa, mi hermanita inventa
una lengua intraducible para las canciones de Britney Spears.
Hay composiciones que aspiran a describir ciudades, calles, gente. Pero una música acaso
más auténtica concentra el inglés mal pronunciado de las fiestas karaoke y el español
repetitivo de las discotecas, los ruidosos ensayos de los grupos principiantes y la
exactitud pedante de los músicos profesionales, una chica bailando slam a ritmo de Chico
Che y una pareja que en medio de su sesión de caricias se permite cantar desde un
baluarte oscurecido.
Siempre pido ventana en los automóviles. Afortunado intruso de cualquier transporte, no
profeso la obligación de mirar sólo al frente. Las señales viales no me dicen nada: veo
tantos signos indescifrables de una acera a otra. Puede uno hasta encontrar tipos que
sienten placer por ahogar melodías con la asesina vibración de sus cristales. Pero hay
noches en que las imágenes del exterior son la película perfecta para el soundtrack de un
autoestéreo. Y hay ocasiones en que los gritos estridentes de mis amigos siguiendo la
línea melódica de una canción importan toda la fraternidad de la vida. Siento entonces
que la realidad armoniza con nuestros arrítmicos compases, con aquellas notas
inalcanzables que nos dejan sin voz a la mañana siguiente.
Me siento entonces con la responsabilidad de escribir. De trazar una redonda en los
cuadernos pautados de la cotidianidad citadina.
DOS:
EXÁMENES DE CONCIENCIA
Herética para economistas
UNO
(Las citas de Marx provienen de El Capital, “El proceso de producción de capital”,
traducción de Wenceslao Roces. La idea de este análisis proviene de una sugerencia de
Héctor Malavé.)
¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo?
Martín Lutero replicó: “Se hallaba sentado
bajo un abedul cortando varas para quienes
hacen preguntas impertinentes.”
Dios, al crear el universo, ejerce un trabajo; a tal grado eso es verdad que descansa el
séptimo día (y sacrifica el 14.3% de su capacidad productora, dice Gabriel Zaid). El
trabajo produce mercancías. “La mercancía es, en primer término, un objeto externo, una
cosa para satisfacer las necesidades (...), de cualquier clase que ellas sean”. A menos que
nos confesemos panteístas (y por tanto, herejes) estamos convencidos de la diferencia
sustancial entre el Creador y la creación. Teniendo como válida tal afirmación, somos
mercancía y satisfacemos una necesidad celestial. “La utilidad de un objeto lo convierte
en su valor de uso (...) Es algo que está condicionado por las cualidades materiales de la
mercancía y que no puede existir sin ellas”. Entonces, el valor de uso es “la encarnación
o materialización de un trabajo”. La cantidad de trabajo medida por tiempo de duración
(6 días) nos arroja nuevas perspectivas. La medición de tiempo es de acuerdo a “las
condiciones normales de producción”. Dejemos claro: “Mercancías que encierran
cantidades de trabajo iguales o que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo
representan, por tanto, la misma magnitud de valor”.
Diseccionemos el trabajo del Génesis por magnitud de tiempo:
Primer día: Los cielos y la tierra, la luz y las tinieblas.
Segundo día: Las aguas y los cielos.
Tercer día: Los mares y tierras, las hierbas, árboles y semillas.
Cuarto día: El sol y la luna, las estrellas.
Quinto día: Los seres vivientes acuáticos y aéreos.
Sexto día: Los seres terrestres, el hombre y la mujer.
Lamentablemente, la Biblia no es tan específica para indicar el valor de cambio por
unidad. Conocemos qué cosas creó Dios por día, pero no cuánto tiempo invirtió Dios por
cosa creada. Si tuviéramos este último dato, podríamos determinar el valor de cambio,
“la proporción en que se cambian los valores de uso de una clase por valores de otra”, la
equivalencia entre mercancías:
x seres terrestres = y árboles
x hombres = y animales aéreos
1 hombre = y / x simios, etc.
DOS
A fines del siglo XII, junto al surgimiento de la época mercantil, se propaga en Europa la
idea de una relación entre Dios y los hombres semejante al intercambio comercial donde
Yahvé ofrece expiación de culpa y los hombres dan buenas acciones. El purgatorio es una
invención de ese tiempo: el grado mediocre de la productividad humana.
Observemos que la oferta divina, en un principio exclusiva para israelitas (Isaías 43:15),
crea su propia demanda a través de una mayor oferta (“ley de Say”) y precozmente se
autoproclama monopolio universal en Zacarías 14:9.
La mercadotecnia ha propiciado una explosión consumista hereditaria. Algunas épocas de
mucha demanda han sido acompañadas con fuertes despliegues publicitarios (pestes,
sequías, hambrunas, fenómenos inexplicables). El anuncio del apocalipsis que surge cada
fin de siglo produce crisis de conciencia: el hombre no sabe ya qué ofrecer en el
intercambio, surgen nuevos productos humanos para ese trueque, se revisan los estatutos
bíblicos que rigen esta economía de la salvación.
Ahora, pensemos que son ciertas las siguientes consideraciones:
a) Una mayor demanda de salvación va precedida de una mayor carga de culpas por
parte de los hombres.
b) Una mayor demanda de expiación de culpas provoca reventas e intermediarios,
burocracias que con esa actividad están cometiendo nuevas culpas.
c) Una mayor demanda de expiación de culpas necesita una mayor productividad de
buenas obras para el intercambio.
Con esos tres incisos, estamos dando por hecho que la oferta se mueve según la
demanda. ¿Y si no fuera así? El argumento de una oferta divina inmóvil es el sustento de
aquellas Iglesias que se erigen como las únicas vías de redención. Pero, ¿no estamos
siendo demasiado egoístas (y con ello cometiendo un nuevo pecado)? ¿No es de mayor
solidaridad humana disminuir la demanda de salvación per cápita para que alcance a un
mayor número de personas? ¿No es altruismo puro la creación del Purgatorio, la acción
de los ateos, los cuestionamientos de los librepensadores?
NOTA: Las distintas Iglesias son como las diversas áreas de una misma empresa de Dios. La mayoría de
ellas tiene una estructura piramidal como la de cualquier burocracia. Como en toda una empresa, cada área
quiere abarcar la clientela de otra: venden eficiencia, legitimidad y pertinencia de la oferta. Dicen no
obedecer sus propios intereses sino los intereses de la empresa y ven en los errores históricos de las otras
Iglesias / Departamentos, un atentado contra la regla máxima de la productividad: no equivocarse.
A la comunidad universitaria:
Tomando en cuenta los problemas que origina la educación laica, gratuita y obligatoria
(la UNAM y el CGH son un triste ejemplo), el Comité General de Huelga de la UAC,
con el fin de evitar conflictos similares, hace la siguiente PROPUESTA PARA LA
MEDIEVALIZACIÓN DE LAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS. Consideramos que
al volver religiosas a las diversas facultades se obtendrán los siguientes beneficios:
a)
b)
c)
d)
El rigor evitará paros y quejas.
Podrán aumentarse las cuotas sin mucha preocupación.
Los altos funcionarios por fin mandarán a sus hijos a la UAC
Cuando la situación esté al borde del caos, traeremos al Papa para disfrazar los
posibles disturbios.
Con el propósito de aclarar muchas dudas, proporcionamos el siguiente cuadro
comparativo de lo que será nuestra Máxima Casa de Dios... perdón, de Estudios:
CUADRO COMPARATIVO
UAC
Universidad Autónoma de Campeche
Rector
Directores
Secretarias
Maestros
Conserjes
Bachilleres
UCT
Universidad Católica Teocrática
Cardenal
Obispos
Monjas
Sacerdotes
Ministros
Novicios
FACULTADES
Medicina
Exorcismo
Derecho
Inquisición
Ingeniería
Arte gótico
Literatura
Estudio de Salmos
Contaduría
(Posgrado) Especialización en la
enseñanza de...
Administración eclesiástica
Catecismo
ASIGNATURAS OBLIGATORIAS
Filosofía
Inglés
Matemáticas
Análisis de texto
Historia
Teología
Lenguas muertas
Cabalística
Hermenéutica bíblica
Hagiografía
OTRAS ANALOGÍAS
Reglamento escolar
Requisito: haber terminado la
preparatoria
Colegiatura
Calificación
Himno Universitario
Graduación
Tesis
Seminario de titulación
Titulación automática
Consejo Universitario
Federación Estudiantil
Semana del estudiante
Grupo “Raíces Antillanas”
Gaceta Universitaria
“Del enigma sin albas a triángulos de
luz”
Diez mandamientos
Requisito: haber recibido por lo menos
cuatro sacramentos
Diezmo
Indulgencias
Ángelus
Ordenación
Prueba del ayuno
Retiro Espiritual
Aparición de estigmas
Concilio
Pastoral Juvenil
Semana de las vocaciones y la caridad
Martín Valverde
L’Osservatore
“En caso de que faltase a mi misión, que
se me arranque el corazón y que se lo
coman los buitres”
ATENTAMENTE
El Comité General de Huelga
La Diócesis de Campeche, a través de su programa evangelizador
y
Eduardo Huchín Sosa /
Héctor Malavé,
autores intelectuales.
Sin pecado concebidas
Las escuelas católicas son lugares donde las “horas” tienen 50 minutos; los semestres,
cuatro meses y frecuentemente llevan el nombre de algún héroe excomulgado (como
Miguel Hidalgo) o algún masón presidente (como Guadalupe Victoria).
Una vez fui a suplir a la maestra de una preparatoria católica. Llegué al diez para las
ocho.
–Buenos días –dije a la madre directora que me interceptó.
–¿Buenos días? ¡Buenas noches dirá! Ayer le pedí que viniera al diez para las siete y vea
a qué hora se me presenta.
Yo, que en mi vida había visto a la madre, puse cara de duda. Ella se enojó más:
–¡Y no me ponga esa cara de que no sabe nada! ¿Cuál es su nombre?
–Eduardo Huchín Sosa.
–Huchín...Huch...Huchín –buscaba en una lista– ¡Huchín Sosa! ¡Aquí está! Le toca en el
quinto semestre.
–Sí, vengo a suplir a una maestra.
Una imagen mariana que estaba cerca desprendió una luz que llenó el rostro de la madre.
–¡Ah! ¿Usted es el de la suplencia? Es que hay un alumno que se le parece mucho.
¿Viene de la Universidad, verdad?
–Efectivamente.
Luego, me guiaron al salón donde iba a dar mi clase y me presentaron ante los alumnos:
–Él es el licenciado Eduardo y da clases en la Universidad, igual que su maestra.
Huelga decir que no era ni licenciado y venía de la Universidad porque era estudiante, no
porque fuese maestro: me sentí diez años más viejo. Comencé la clase.
La gente que asiste ahí es bastante curiosa. Hablarles de cultura popular es como
hablarles de astronáutica; comentar sobre “maitros” es como platicar de ovnis. Uno no
sabe si sentirse fascinado o ridículo. Se oyen ruidos orgásmicos, gástricos y tétricos.
Nunca faltan aquellos que para demostrar su existencia recurren al exhibicionismo y a su
necesidad de transgredir las reglas para sentirse intocables. Además, los jóvenes tienen la
sana manía de sacar a relucir alguna costumbre falsa:
–Es que la maestra nos deja salir veinte minutos antes de la hora.
Llegó el receso y fui al salón de maestros. Mientras contemplaba a las futuras damas de
sociedad, oía a dos profesores que platicaban de sus respectivas vidas:
–Mi padre fue muy estricto durante mi etapa de estudiante. Cada vez que regresaba de la
escuela tenía que hacer la tarea en su presencia. Me obligó a dejar el deporte hasta
terminar mi preparatoria y mi carrera...Yo le agradezco que haya sido así...etc.
El otro respondía “GRACIAS A DIOS” con tal convicción que nadie puso en tela de
juicio su catolicismo. Yo pensaba: qué fácil se confunde la Obra Divina con el fascismo
paternal.
–¿Quiere usted un café, maestro?– me preguntaron.
–No, gracias. Mis creencias no me lo permiten.
Todos me miraron como si acabara de confesar algún crimen.
Aclaré mi postura de inmediato:
–Sí, YO CREO que el café es malo para la salud.
Alguien, a lo lejos, suspiró aliviado. El resto del día también fue algo turbio.
En otra ocasión, fui a dar clase a la secundaria de esa misma escuela católica: fue un
infierno –paradoja permitida–. Ahí, si al final no quedas afónico es que no intentaste
hablar. Los alumnos te preguntan de todo. “¿Dónde estudia?”, “¿Cuántos años tiene?”,
“¿Puedo ir al baño?”. Incluso:
–Oiga, ¿es usted el novio de la maestra?
–Eso quisiera ella– respondía entonces, categórico.
Oyendo a los chicos, uno cae en cuenta de que agresión más grave es la de naco, aunque
nadie sepa a ciencia cierta qué significa esa palabra. La pobreza es una injuria. El
lenguaje coloquial es un imperdonable acto de servidumbre. En cierto salón, hablé de
cumbias; un estudiante calificó todo ello de “corriente” y prefirió mencionar a Eminem
y a Limp Bizkit. Bueno, sólo era cuestión de aclararle que hablar de estilos musicales
como si fueran el producto de una marginación social sólo se le ocurriría a quien tuviera
desperfectos en el cerebro. Quienes sólo ven MTV y quienes sólo escuchan “La hora del
taxista” están unidos por el mismo hermetismo apreciativo: la intolerancia hacia lo
diferente. Dejé de enojarme porque no valía la pena. Empecé a disfrutar el extraño y
pequeño mundo de la gente bien.
Mientras me retiraba de mi última clase, contemplé a una Virgen de Fátima al lado de
una bandera nacional. Me acordé de Hidalgo, aunque el estandarte fuera otro. ¿Qué
pensaría el Padre de la Patria sobre el exclusivismo educativo que ahora nombra y que en
vida combatió? ¿Qué diría Guadalupe Victoria? ¿Quién se moriría de risa y quién de
vergüenza?
Una película de miedo
José María siempre se había considerado un buen católico: cumplía hasta donde podía los
mandamientos, iba a misa todos los domingos, celebraba las festividades de su iglesia,
etc., sin embargo esa tarde quiso ir a ver la polémica cinta El crimen del Padre Amaro,
publicitada hasta el cansancio en la televisión. Almorzó y se bañó temprano, porque le
habían contado cómo se llenaban las salas de exhibición para aquella película. Temió que
alguien lo reconociera y fuera con la noticia a su confesor, por ello se compró un bigote y
unas cejas postizos, tomó prestados los lentes negros de su hijo adolescente y unos
pantalones anchos de su cuñado, el vándalo. Llegó una hora antes de la primera función
pero la gente había formado ya una fila bastante larga que se extendía desde la ventanilla
hasta el estacionamiento. Tomó su lugar detrás de una muchacha rubia que suspiraba
cada vez que veía el póster de Gael García Bernal en el aparador del cinema. José María
preguntó a un jovenzuelo si las entradas no estaban aún agotadas. No hubo quien le diera
respuesta. Todo el ambiente se tornaba confuso: nadie podía decir con certeza si había
boletos y si los había, para qué función. Se oyeron protestas y un agente de seguridad del
cine salió para llevarse a un ebrio escandaloso. “Deberían hacer las salas más amplias”
oyó José María a sus espaldas. Cuando volvió el rostro, se encontró con un viejecito de
aproximadamente ochenta años. “¿Vino usted por el padre Amaro?” le inquirió el
anciano. José María quiso disimular y pretextó que en realidad iba a ver Spirit, el
ratoncito aquel que hablaba. “No, ése es Stuart Little” corrigió un niño que escuchaba con
atención la plática. “Sí, claro” reconoció José María, se limpió el sudor de la frente con
un pañuelo y consultó la hora de su reloj: parecía que el tiempo se hubiera detenido. Algo
le decía que las cosas no iban a marchar bien aquella tarde, ¿por qué no le hizo caso a su
horóscopo? La fila avanzó lentamente. Rechiflas: al parecer había gente sin escrúpulos
que compraba más boletos de lo que la decencia permitía: diez, quince, veinte. Se
estableció de emergencia no vender más de una entrada por persona. La situación se
normalizó y José María respiró profundamente: por fin veía cerca la ventanilla. Entonces
se apareció un líder ultraderechista llamado Carlos Carrera (como el director de la cinta),
que en días anteriores había prometido demandar al Registro Civil porque no podía seguir
siendo homónimo de un sacrílego. Repartió volantes que explicaban por un lado las fallas
artísticas de la película y por otro sus violaciones a la ley de Cultos Públicos. José María
leyó aquellas hojas con atención: entre otras cosas decían que El crimen del Padre Amaro
nunca llegaría a ser un filme de la talla de Casablanca o El Acorazado Potempkin.
“Fíjese nada más –comentó el octogenario en voz baja– sólo falta que se pongan a
comparar las encíclicas papales con las epístolas de San Pablo.”
El ultraderechista intentó subirse a una silla para explicar su postura al respecto, pero fue
absorbido inevitablemente por la multitud. Personal de Seguridad Pública tuvo que
intervenir para rescatarlo de la turba. Sin embargo, con el desorden, hubo personas que
ingresaron a la fila clandestinamente. Nuevas protestas. “Quedan pocas entradas” anunció
el encargado. José María no sabía si sentirse indignado o redimido. Cuando llegó su turno
el sistema de cómputo sufrió los embates de un virus informático. Su boleto, ya impreso,
no especificaba la sala ni la hora. El encargado escribió con bolígrafo esos datos y cobró.
Al revisar su cambio, José María se dio cuenta que faltaban veinte pesos. Quiso ir a
reclamarlos pero temió correr la suerte del ultraderechista.
Entró al cine y se quitó los lentes, compró palomitas grandes y un refresco de cola.
Contempló los anuncios de otras películas y se dirigió a la sala correspondiente. Intentó
ingresar pero un empleado se lo impidió. “Lo siento, pero su boleto pertenece a otra
sala”. “¡No puede ser!” se indignó José María. “Sí, aquí lo dice claramente”. “¡Esto es un
atropello!” alzó la voz. “Como usted quiera llamarlo, señor, pero usted no entra a esta
función”. Algunas personas empezaron a exigir silencio a través de silbidos. José María,
que era pacífico al fin al cabo, se dirigió resignado a ver la película que por error le
habían asignado: unos horrorosos dibujos animados llamados “Oye Arnold”.
La película ya había comenzado. Buscó en la oscuridad un asiento confortable y se
sorprendió de que, a pesar de ser una cinta infantil, no advirtiera la presencia de algún
niño en la sala. Guardó las cejas y el bigote. Comió lentamente sus palomitas e hizo un
recuento de aquellos momentos catastróficos. Cuando las luces se encendieron descubrió
con horror que la sala estaba ocupada por todos los feligreses de su parroquia. “Es que no
pudimos entrar a ver al Padre Amaro” le explicaron. Las palomitas supieron esa tarde
muy amargas.
Dios y yo
Últimamente leí Al filo del agua de Agustín Yáñez para mi clase de “Narrativa mexicana
del siglo XX”. La novela desarrolla historias alrededor de un pueblo marcado
implacablemente por la religión. Cuando noté la importancia que atribuye Yáñez a la
Iglesia, incluso en la vida íntima de los personajes, pensé que exageraba. Un suceso vino
a corregirme.
Mientras esperaba el minibús en una esquina, oí que una señora y su hijo discutían:
–¿Por qué llevas tantos juguetes? No vas a una fiesta ¡vas a la doctrina!
–No me gusta la doctrina, ahí nada más se habla de Dios.
–¿Y de quién querías que hablen? ¿del Diablo? ¡Por gracia de Dios estás aquí! Ahora por
blasfemo, vas a misa de diez... y de seis de la tarde y... etc.
Después de esta revelación, comprendí que Dios quería decirme: “Eduardo, hijo,
reflexiona la relación que has tenido conmigo y con mis representantes en la Tierra”.
Acatando dicha orden, observo que la historia comienza desde muy lejos.
Durante mi niñez, predicadores de toda clase de sectas e iglesias venían a mi casa y yo
los recibía. Ellos me hablaban de la decadencia del mundo, de los “últimos días”, del
número de la bestia, de la caída del imperio católico, etc. Un pasaje bíblico quedó
marcado en mi memoria: aquél que dice “porque a la hora que no penséis, el hijo del
Hombre vendrá” (Lucas 12:40, Mateo 24:44). A partir de entonces, antes de acostarme,
decía: mañana se acaba el mundo. La lógica de esta reflexión es: si Dios dice que llegará
cuando nadie lo sepa, no puede venir mañana porque yo lo sé y habría contradicción y en
Dios no puede haber contradicción.
De adolescente, me salvé del ateísmo porque me inscribieron en la escuela marista. Yo
era el encargado de preparar las vinajeras y las hostias para cada misa; lo hacía tan bien,
que un día llegó un sacerdote de visita al colegio y me mandó a buscar: deseaba saber si
estaba yo dispuesto a “responder al llamado de Dios”. Sobra reproducir mi respuesta.
Dejé de ir a misa porque me daba flojera (y no soportaba los formalismos), leí La
“tournée” de Dios de Jardiel Poncela y me volví panteísta. Mi madre, que estaba
espantada por mi indiferencia hacia el catolicismo, me envió a un retiro. Ésa fue mi
segunda gran experiencia.
En dicho retiro espiritual, me enamoré de una de las organizadoras, lo que me libró de
evidenciar a gritos las prácticas medievales con que ellos pretendían “ablandar mi
corazón”. Entre los asistentes había uno convencido de que Cristo hablaba por su boca y
otro al que le aparecían nombres escritos con sangre en todo su cuerpo. Entre tanta gente
extraña me daba por afirmar:
–Pues, yo veo manchas de colores cuando me despierto.
Incluso había quien aseguraba ser la reencarnación de Carlos Monsiváis.
–Oye, pero si Carlos Monsiváis aún no ha muerto.
Nunca lo pude sacar de su error.
Gracias a mis amoríos con la organizadora de retiros, ingresé a un grupo parroquial.
Hacíamos pastorelas, íbamos juntos a misa, éramos guadalupanos de antorcha y nopal en
el pecho. También rezábamos el rosario y teníamos reuniones donde una señora nos
aconsejaba cada domingo:
–...y pídanle a San Clodomiro, patrono de los grupos, y al Espíritu Santo que es el
encargado de ver por los jóvenes...etc.
En una ocasión, pensé decirle que no había por qué tratar a los santos como si fueran
burócratas y a cada una de las tres personas divinas como departamentos administrativos,
pero me contuve el comentario. Fue el primer instante en que el amor chocó con la
ideología. Una revolución de fe provocó mi salida del grupo. ¿Quieren que sea más
explícito? La muchacha que me gustaba dejó de ir. Comencé a enamorarla en serio. Un
día le mandé flores con una tarjeta (“Te amo”) y ella me envió un rosario con otra tarjeta
(“Cristo te ama”). Ahí terminé la relación: no sé dónde acabó su recuerdo.
Ingresé a la facultad de Humanidades. Leyendo a San Agustín me volví ateo y analizando
a Nietzsche regresé al buen camino. Ahí me enamoré de una joven que pertenecía (o
pertenece) a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (que la economía verbal ha
obligado a llamar “mormones”). Por una especie de simbiosis religiosa, mientras anduve
con ella, dejé de tomar café y refrescos de cola, iba de camisa blanca y corbata a la
escuela y llamaba “hermano” a medio mundo. Las cosas no funcionaron por X o por Y
razones y el primer día de desamor, ingerí café hasta el arrepentimiento.
La otra mañana vinieron los “testigos de Jehová” a mi casa. Me hablaron de Dios, yo les
hablé de Gibrán (ese dios libanés) y de Marx. No han regresado, pero me dejaron algunos
ejemplares de sus revistas. Un artículo llamado “¿Cómo puede dejar de gustarme?”
(sobre el amor entre “creyentes” y “mundanos”), me llamó tanto la atención que aún lo
guardo en mi mochila. Después fui a dar clase a una preparatoria católica y publiqué una
crónica sobre lo que ahí aconteció: casi me excomulgan. Si hubiera estado en sus manos,
las monjas me queman a mitad de un homenaje cívico. Ésa fue mi última experiencia con
Dios y sus emisarios. Actualmente doy catecismo amateur a mi hermanita de nueve años
y confío en ese pequeño recurso llamado “eclecticismo”, que es como la unión libre: nos
pone fuera de compromisos y deja complacidos a los interesados. Lo uso para declarar mi
fe, para librarme de las sospechas, para tener una respuesta certera a cualquier acusación
de herejía.
TRES:
TEDIÓSFERA
Mientras bostezo
Chuang Tzu sueña que es una mariposa y despierta. Según dice la historia en ese
momento “se pregunta si es un hombre que soñó ser una mariposa o una mariposa que
ahora sueña ser un hombre”, pero en esta ocasión la historia es otra y Chuang Tzu se
levanta de mi hamaca y mira en el espejo mi rostro deslavado. “Después de todo, me digo
con palabras de Chuang Tzu, la vida no es sueño” y salgo a la calle. Me espanto: estoy en
un mundo poblado por insectos horrorosos, todos llamados Gregor. Formulo la pregunta
adecuada: ¿por qué soñamos lo que soñamos? Posiblemente nunca obtenga una respuesta
satisfactoria, pero tal tarea me ha obligado a recopilar mis sueños más interesantes:
1. Estoy en la cena de graduación de una prestigiosa y cara Universidad. En el escenario
un grupo llamado Toulouse-Lautrec empieza a tocar la Obertura 1812 de Tchaikovsky. A
mi alrededor están exgobernadores y mafiosos (no sé distinguir unos de otros), un gran
número de empresarios saudíes y una exmiss mundo (maya). Los graduados y los
invitados de los graduados beben con poca prudencia y uno de ellos grita: “Lo acepto:
soy un naco, pero un naco rico”. Todos bailan y después de elegantes melodías (como
River of Moon, Oh my darling) el grupo termina su actuación con canciones del gusto
universal (Quen pompó de Chico Che y Perdóname mi amor por ser tan guapo de Rigo
Tovar). El rector de la Universidad intenta hablar pero nadie presta atención: sólo logra
emitir leves graznidos.
2. Me encuentro en una Iglesia. Al parecer la ceremonia que ahí se realiza es mi boda
porque estoy frente al sacerdote y frecuentemente no me siento tan adelante en las misas.
No conozco a la novia y los invitados danzan en torno nuestro cantando en lenguas.
Antes de concretar esa sagrada unión, pregunto al sacerdote si Dios es hombre o mujer,
pero unos inesperados ruidos interrumpen la posible respuesta: es Jorge Luis Borges que
entra a la Iglesia golpeando con su bastón a los feligreses más próximos a él.
3. Sueño con extraños descubrimientos: mi vecino que compone máquinas de escribir es
Juan Villoro pero él todavía no se ha dado cuenta. Lo mismo pasa con el velador de una
sala de fiestas cercana: es Vicente Leñero, pero actúa como si verdaderamente lo
ignorase. Me paso la mañana hallando nuevas celebridades; mi madre exige que dedique
mi tiempo a cuestiones más productivas, pero no la oigo porque de repente descubro en
mi vecina que lava ropa ajena nada menos que a Chasey Lain.
4. Soy el Príncipe Azul y tengo entre mis brazos a la Bella Durmiente. La beso. Cuando
ella despierta y me mira, se da cuenta que me he convertido en el dinosaurio que aún
sigue ahí.
5. Unos estudiantes revisan mis libros completos. Sus tesis tienen títulos deslumbrantes
como “Mito y poesía: incursiones metafóricas en la narrativa fantástica del segundo
periodo (periodo rosa) en la obra literaria de Eduardo Huchín”. Al fondo del cuarto, se
advierte un pequeño altar con veladora donde una fotografía mía se encuentra junto a una
de Marco Antonio Solís (el Buki). Para evitar cualquier tipo de vergüenza me hago a la
idea de que no es Marco Antonio Solís sino Julio Cortázar con pelo largo. La otra
estudiante tiene un proyecto que según la portada trata sobre “El sueño como pretexto
para el narcisismo en los artículos de Eduardo Huchín”.
6. Estoy acostado en un diván. A mi lado está un reconocido sicoanalista apuntando
detalles en su libretita. Le cuento a ese hombre mis sueños más extraños (como aquél en
que Juana de Arco y Juana Gallo eran la misma persona) y él los interpreta con maestría
y prontitud: si aparece un árbol que da frutos metálicos es sexo, si sueño con cataratas
púrpuras es sexo, si surgen peces cantantes de la alcantarilla, sexo; si me hallo entre
ornitorrincos que salvan a la ciudad de la catástrofe es sexo. Luego le interrogo sobre ese
último sueño que tuve donde veía a una pareja durante el coito. El sicoanalista, después
de una rápida reflexión, me habla del mito del eterno retorno.
Asunto: el que se indica
Todo burócrata sabe esencialmente tres cosas: que sus palabras sólo pueden aspirar a una
clase de inmortalidad: la del expediente, que su habilidad principal proviene de distinguir
al licenciado “querido” del licenciado “estimado” y que el oficio constituye la única
prueba tangible de que existe vida más allá del escritorio. En tierra de trámites, el oficio
lo es todo y como en este país la tortuosidad adquiere proporciones de Santo Oficio, sus
patologías no son menos interesantes que sus autores. En El laberinto de la Soledad, por
ejemplo, Octavio Paz escribió que el mexicano “es un hombre que se esfuerza en ser
formal y que muy fácilmente se convierte en formulista.” Ese mexicano que expone cada
día su higiene personal ante la traicionera tinta del sello y que sólo ofrece la cortesía
estipulada por el sindicato, tiene el traje a la medida del servidor público. Y como tal,
tiende a regirse por el grosor del minutario y por las seducciones del papel oficial.
Es bien sabido que cuando una formalidad se impone lo hace para solventar la condición
sordomuda de las instituciones y que es precisamente esa naturaleza condenatoria del
oficio (o su afinidad con lo irremediable) lo que nos molesta y también lo que nos deja a
su merced. Como muchas tesis universitarias, no sabe uno qué es más estéril: escribir un
oficio o descifrarlo. Entre el “Asunto” y el “C.c.p.” se extiende, casi por definición, un
territorio de incalculable vacuidad. Por lo menos a nivel comunicativo, porque en un
oficio no importa qué se dice o cómo se dice sino quién lo firma y bajo la bendición de
quién se envía. Una campaña ecológica debería frenar la explosión demográfica de estos
documentos; pero como hacer legal dicha campaña exigiría también una serie
interminable de oficios, la inconformidad acabaría otra vez transformándose en silencio.
Y si bien los únicos beneficiados de esta excesiva papelería son los historiadores (que
pueden utilizarla para constatar la intemporalidad de la estupidez humana) todos hemos
tenido, alguna vez, la sensación de que en un oficio no hay redacción sin padecimiento.
En fin, que para los propósitos que se convengan, he integrado algunas claves básicas
para entender un poco el lenguaje de las siete copias y las dos firmas.
Coadyuvar: Hablar de “coadyuvancias” en la burocracia es como hablar de “números”
en las matemáticas. La palabra “coadyuvancia” sobre el papel membreteado tiene una
capacidad reproductiva más eficaz que la de las bacterias en un estanque.
Comisión: Para efectuar el trabajo que bien podría realizar una persona, los grandes
organismos educativos y gubernamentales organizan “comisiones” para tales fines. Todo
ello en provecho del consenso pero en detrimento de la eficiencia y principalmente para
reafirmar que un presidente, un secretario y dos vocales sirven para algo, aunque sea para
demostrar una perogrullada.
Día inhábil: Llámese de esa manera a la oportunidad de seguir no haciendo en casa lo
que no se hace en la oficina.
El Licenciado: El licenciado es omnipotente, omnisapiente y omnívoro. La singularidad
del vocablo es obligatoria (no se confunda con el término “los licenciados”). En todo
caso, carece de nombre, pero posee un título y un apellido: el título para hacer efectiva su
pertenencia a la clase política y el apellido para constatar su grado de influencia dentro
del sistema.
Las instancias pertinentes: Todos los funcionarios recurren a ellas cuando algún oficio
necesita tres palabras que lo den por terminado. Es indispensable que dichas instancias
nunca estén lo suficientemente definidas o limiten su existencia al lenguaje burocrático
que las vio nacer. De hecho, como el reino de “las instancias pertinentes” no pertenece a
este mundo, las peticiones que se les canalizan son, digámoslo así, oraciones al Altísimo.
Los abajo firmantes: Las misivas colectivas son casi cartas anónimas. La adhesión o la
protesta tienen por finalidad capturar el carácter multitudinario de las marchas, y el
sentido de las aglomeraciones establece que no hay que ser del montón sino ser el
montón, como bien apuntara Fernando Manzanilla. Las planas completas en el periódico
o la recolección de firmas conducen a la sospecha de que el mundo cabe en un papel o
que los pensamientos actualmente se suministran en sólidos monolitos.
Oficio: Es la institucionalización del diálogo, con la opción, siempre beneficiosa, de que
las respuestas no sean inmediatas.
Política: El camino más corto entre el erario y las fortunas particulares.
Presupuesto: Lo temible del presupuesto no es que sea insuficiente para las obras
públicas sino que siempre alcanza para financiar la maquinaria del trámite.
Proyecto: Es la institucionalización de las ideas o la estimación presupuestal de las
utopías. Los proyectos tienen la ventaja de que todo puede ser rechazable hasta por una
coma de menos. Algunos los consideran la modernización de aquello que alguna vez se
llamaron ideales y otros piensan que son la forma elegante del No definitivo: “Envíame
tu proyecto y luego ya veremos”.
Título universitario: Diría Aristóteles: “Para sobrevivir sin un título, o se es una bestia o
se es un dios”. El título es como el acta de nacimiento pero menos fidedigna, porque esta
última por lo menos verifica un parto, mientras la otra no garantiza que se haya aprendido
algo en una universidad.
Trámite: Es el proceso (con fuertes tendencias al infinito) que da origen a su vez a otro
proceso también llamado “trámite” y cuyo único fin (junto a la continuidad del primer
“trámite”) es la perpetuación del Trámite en sí mismo.
“Venga dentro de una semana”: Tradúzcase como “Espere a la próxima glaciación para
volver a esta dependencia”.
Vocales A y B: Yo tampoco acierto a determinar para qué existen.
Eduardo Huchín Superstar
A Estephanía
Gregor Goethals dice que “los rituales y la formación de símbolos son dos de nuestras
actividades humanas más fundamentales” y Niebuhr considera que “Es un hecho curioso
e inevitable de nuestras vidas...que no podamos vivir sin una causa, sin algún objeto de
devoción, algún centro de dignidad”. Todo parece indicar que los ídolos forman parte
indispensable en nuestra sociedad. Es más, si yo fuera un ídolo popular, ¿qué pasaría?
* Supongamos en primer lugar que esto lo imaginé hace cincuenta años, con lo cual la
cronología quedaría de la siguiente manera:
1920 Nazco en la humilde cuna de una ranchería de provincia (digamos que el pueblo se
llamaba Tuxkimal y que ahora se llama Huchinciti).
1928 – 1935 Crezco entre ganado y plantaciones de henequén. Asisto con frecuencia a
un cine rural que proyecta películas lacrimógenas; ahí obtengo mis primeras imágenes del
mundo y aspiro a ser un artista de aquéllos.
1937 - 1941 Parto a la capital en busca de fortuna y trabajo como bolero, repartidor de
periódicos, cocinero, portero de un edificio y policía. En un concurso de la radio para
aficionados sorprendo al público con mi interpretación de “La inmensa noche” de
Fernando “Cuate” Calderón y don Gonzalo de Córdova visita mi humilde hogar para
proponerme una pequeña participación en una película suya. El apellido Huchín es tan
poco apropiado que termino siendo Eduardo Arozamena.
1942 – 1963 Participo en un número considerable de cintas como estelar: en ellas soy de
nuevo bolero, repartidor de periódicos, cocinero, portero de edificio y policía, aunque
obviamente gano muchísimo más y mis compañeras protagonistas son unas hermosísimas
damas con las que inicio célebres romances. Me caso tres veces y procreo seis hijos, que
todavía en la actualidad se siguen disputando mi fortuna.
1966 Protagonizo mi última cinta donde encarno a un technicolor indígena maya que se
enamora de la hija de un rico hacendado durante la guerra de las castas.
1967 Me estrello en un avión comercial con destino a Alemania donde asistiría a la
entrega del Oso de Berlín, nominado por mi actuación como Jacinto Cohuó en el filme
antes mencionado. La multitud se vuelca a las calles cuando mi cadáver llega a la ciudad
de México para ser transportado al Panteón Español.
1999 El crítico de cine Gustavo García y el novelista Enrique Serna escriben para la
editorial Clío una biografía (en tres tomos) que se titula: “La inmensa noche: la vida de
Eduardo Arozamena”.
* Digamos ahora que voy a ser un ídolo kleenex de finales de siglo:
1977 Nazco en el seno de una familia defeña de la clase media alta: mi padre es gerente
de una empresa y mi madre es una retirada actriz de cintas a gogó.
1980 – 1993 Crezco entre programas de televisión, el cine sobre asesinos múltiples y el
atari; estudio en un colegio marista donde tengo contacto con mis primeras revistas
eróticas y una maestra de cincuenta y cuatro años me inicia en los placeres más
extravagantes; es gracias a ella (que en su juventud fue amante de Emilio Larrosa) que
ingreso al centro de actuación de Televisa. El apellido Huchín suena tan provinciano que
termino llamándome como mi abuelo materno: Eduardo Ferrara.
1994 – 1996 Luis de Llano me integra a un grupo coreográfico-vocal llamado “El signo”
y tenemos con él nuestro primer hit: “Mueve tu cuerpo”. Sacamos un disco más, sin pena
ni gloria.
1997 Crecen los conflictos entre los integrantes del grupo y nos separamos
definitivamente con un concierto de despedida para el programa televisivo conducido por
el payaso Chiflón. Me integro a la telenovela “Siempre te esperaré” junto a Ana Bonet y
a otras atractivas mujeres. A partir de entonces, me llaman para encarnar a ricos jóvenes
que se enamoran de sirvientas. Comienzo una relación con María Shua que dura tres
semanas, porque ella repentinamente se fuga con Michelle Valley (miss México) de la
que siempre estuvo enamorada.
1998 Me retiro de la actuación y me dedico a promover a nuevas cantantes: una de ellas,
Felly, se vuelve mi novia y le produzco un disco “Aún sigo aquí” que obtiene doble
platino.
2000 Sin previo aviso Felly y yo desaparecemos de México ante las acusaciones de
Patricia López (17 años) de perversión a menores. Doce niñas más declaran en nuestra
contra y la PGR emite un comunicado donde nos califican de “Prófugos de la justicia”.
Se dicta inmediata orden de aprehensión. Un video íntimo nuestro circula por Internet .
2001 Nos capturan en Colombia mientras intentamos introducir quince guacamayas
(especie protegida) a Brasil para venderlas en el mercado negro de Río. Comienza
nuestro juicio de extradición que se ha prolongado indefinidamente. Tanto Televisa como
TV Azteca transmiten largos programas sobre el clan “Felly–Ferrara”. Sorpresivamente
me caso con una brasileña de cincuenta y seis años que me recuerda a mi maestra de la
secundaria y vendemos nuestra boda desde el reclusorio a la cadena estadounidense
Univisión.
El círculo de los mentirosos
En el mIRC la vida es más sabrosa
Si alguno, como yo, ha ocupado los últimos doce años de su vida en aprender a escribir
correctamente, entrar a un chat puede ser riesgoso, en virtud de que terminará escribiendo
peor de como habla. La escritura instantánea (tan proclive a las erratas sin fe) y el
malabarismo de conversaciones simultáneas nos obligan al descuido ortográfico, a la
sumisión a ciertas variaciones lingüísticas y lo más importante: a escribir pésimamente,
pero eso sí, sin remordimientos de conciencia.
Una de esas veces en que entré al mIRC (para los no enterados, el mIRC puede definirse
como “la capacidad de mantener relaciones a distancia con decenas de personas de las
que conocemos sólo el pseudónimo”) encontré a una mujer que se asombró ante la
confesión de que era mi primera vez en esas salas de discusión. Me dijo desilusionada:
“pues no te has perdido de nada bueno”. La pregunta obligada en este caso es:
“¿Permanecía ella en el chat para darle sentido a su propio desencanto por el chat?” La
respuesta, lo siento amigo, no está flotando en ninguna parte.
Padre, en tus manos encomiendo mi nick name
Si describiéramos al chat como una especie de carnaval de nombres falsos, tendríamos
que recurrir a la máxima de que el disfraz también desnuda. Aceptando lo anterior, el
nick (pseudónimo que nos identifica) en toda ocasión evidencia muchas de nuestras
obsesiones y establece ciertas jerarquías de necesidades: <pornstar>, <kamasutra> y
<Seductor_69> ejercen su derecho a la lujuria; <paracelso>, <nostradamus> y <estigma>
son vigías de la Noche de los tiempos; <korn>, <chico_che> y <Bizkit> transitan de la
pantalla de TV al monitor de la “compu” (porque el chat es el paraíso de los apócopes) y
viceversa.
El mIRC es ese pequeño intento de sociabilidad para un acto tan solitario como el uso de
la Internet, es la caza de citas y el prozac contra la timidez, el menage a trois, a quatre, a
cinq, a six.
Tan lejanamente cerca
En el canal “Campeche” (que es como decir la ciudad de Campeche) están hablando en
este momento 128 personas. (De acuerdo con nuestra habilidad casanova podemos
conversar con cinco o diez mujeres a la vez.) Comienzo la plática con una que se hace
llamar <Diabólica>; su principal atractivo es que le anda mentando la madre a medio
mundo. Descubro que fuma marihuana, es bisexual y cree en la supremacía del demonio.
Oye black metal y su personaje favorito es el asesino serial Berkowitz. Mantengo una
conversación también con <Nice Girl> que es la antítesis de <Diabólica>: está
escuchando ahora “I’m slave 4 you” mientras localiza páginas web de la serie
estadounidense “Friends”. El trauma de su infancia fue la “injusta” muerte de Anthony,
aquel personaje de la teleserie Candy Candy. Adora a su novio Andrew (que en realidad
se llama Andrés) y pregunta a cada rato “¿Qué es el amor?” “No lo sé, niña babosa”
responde un individuo que firma como <IgnorAdO>.
Perdónalos, Señor, porque no saben lo que escriben.
La conversación se complica un poco porque a veces mando a <Diabólica> los mensajes
rosas de <Nice Girl> y a esta última envío las invocaciones demoníacas de aquélla.
Terminan ambas botándome del chat, pero yo, entusiasmado, ingreso con un nuevo nick:
<Elisys>. Ahora platico con <M4ry>. Pregunta: “En verdad te llamas Mary?”.
Respuesta: “En realidad me llamo Issis”. Comienzo una táctica que no me conocía hasta
el momento: el sutil recurso del engaño.
<Elisys> ¿Sabías que Elisys e Issis son dos dioses esposos
en la religión doménica de las Islas Malviki?
<M4ry> No.
<Elisys> En serio. En el principio de los tiempos, Issis
vivía en los infiernos del Gobi y Elisys en los jardines de
Malabad; para casarse con ella, Elisys tenía que vencer al
demonio rojo Belamí
<M4ry> Sigue contando...
<Elisys> Belamí era la encarnación de los temores humanos, la
forma en que Elisys lo derrotó fue luchando contra sí mismo,
contra todo aquello que se ocultaba bajo su aparente valentía,
se reconoció humano y de esa manera pudo acceder a Issis. En
el fondo, esa fábula es una alegoría del amor.
<M4ry> Qué interezante. Grasias.
<Elisys> ¿Por qué el agradecimiento?
<M4ry> Es ke estava haciendo una tarea sobre mitolojías
lejanas ke me marcaron para la klase de mañana
<Elisys> Okas. De nada
Los placeres de la mitomanía
<Bonita> cree que soy un incomprendido, que la semana próxima voy a escaparme de la
casa de mis padres para vivir bajo los puentes. <Darketa> está convencida de que soy
yonqui, que amo la música oscura y que toco en una banda de sadometal llamada
Profanatum. <Nostálgica> quiere conocerme porque le dije que adoro las canciones de
Mario Pintor y de Camilo Sesto: sospecha que soy el enmascarado cantante que ameniza
los festivales del parque principal. Con <Sentimental> tuve una interesante conversación
sobre las telenovelas y prometió enviarme por e-mail la edición electrónica de las Obras
Completas de Corín Tellado. <Freddy> cree que soy homosexual y <Ashley> alucina
porque voy al Gym tres veces al día. <Alexandra> asegura ya haberme reconocido en mi
BMW rondando por las avenidas y <Xiomara> ofrece lo que sea por ver “de cercas” mi
colección de discos autografiados por Joan Sebastian.
Echo un vistazo en el recuadro principal (ése donde todos hablan al mismo tiempo) y los
mensajes generales conforman un auténtico mercado público o para ser más ilustrativos,
una original asamblea de maestros sindicalizados. Los diálogos transitan de la agresión a
la seducción, de la desinhibición que proporciona el anonimato a la trivialidad a la que
obliga la lejanía: <S3ductor> está invitando al público en general a formar una gran orgía
cibernética y <Tímido> pregunta “¿Alguna chica guapa que quiera platicar conmigo?”.
El alto contraste: <Silvi@> cree en la verdadera amistad por Internet y <{SuicidA}> ya
declaró su absoluta aversión contra un mundo “hipócrita y superficial” (la cita es textual).
Mientras <Camal3on> y <Caguamo> intercambian direcciones de licorerías y expendios
clandestinos, uno tiene que convivir en esta fiesta a la que todo mundo ingresa sin
invitación. Ni modo.
Todo lo que siempre quiso saber acerca del Cable pero
temía preguntar a su proveedor
Así como el televisor no merece más ejercicios que los de nuestro dedo pulgar, los
programas de televisión no requieren más atención que la de un parpadeo. Recorremos
canales como quien recuenta un patrimonio que amenaza con desaparecer. El
esparcimiento se limita a la suma de escenas –a la adición de realidades dispersas– y el
televidente moderno parece conformarse con quedar al borde del vértigo. “El control
remoto mide las pulsaciones de la noche” debiera decir la greguería de Ramón Gómez de
la Serna.
Con las antenas de conejo, estas contabilidades son peligrosamente cercanas al sopor:
nadie que yo conozca se jacta de la televisión abierta como un itinerario recomendable.
Actualmente, el entretenimiento se define sólo a través del número de canales
disponibles; por eso las compañías de Cable ofertan sus paraísos en virtud de la
aritmética. Los promotores del servicio nos venden la idea de que tantos canales más en
el televisor suponen posibilidades mayores de sobrevivir al tedio. Pero en el Cable, al
igual que en los matrimonios por embarazo, nunca sabemos las consecuencias de la
diversión hasta después de haber firmado la hoja de contrato.
Las salas de espera dejan esa amarga sensación de ser una metáfora de la vida: cualquier
agonía es soportable si tenemos cerca un televisor. Hay que contemplar de lo estúpido a
lo insulso con tal de justificar la comodidad o, en el peor de los casos, el entumecimiento.
Salvo en las angustiosas ocasiones en que lo estúpido y lo insulso suceden en emisiones
simultáneas, sólo con sesenta canales podemos reducir la realidad a una sucesión de
ventanas que adivinan nuestros apetitos. Cualquier aparato que no cumpla esas exigencias
de la diversidad estará condenado al menosprecio. En un futuro no muy lejano, la
televisión por Cable terminará siendo simplemente la Televisión, aún así admita verdades
no especificadas en sus trípticos promocionales:
1. Tres canales religiosos equivalen a tres predicadores en la sala. No hace falta que
los protestantes toquen a la puerta de la casa para sentir las dimensiones de su
evangelización: los domingos, todas las televisoras hispanas se ven invadidas por
ancianos que sermonean al borde de la laringitis. Del lado católico, las cosas no mejoran:
jóvenes devotos usan canciones de moda para entonar los salmos y un tipo pasa horas
tratando de explicar el Pentateuco a sus camarógrafos. La insistencia con que los
consorcios de Cable integran canales religiosos a sus servicios locales quizás termine por
demostrar la omnipresencia de Dios; pero por ahora sólo causa la resignación de un
acontecimiento inevitable.
2. La televisión comienza cuando el infomercial termina. En la programación nuestra
de cada día, la ficción sobre las personas (en series, películas y telenovelas) se ha
convertido en la ficción sobre los objetos. En cable, las ofertas multiplican sus similitudes
como en un juego de espejos. El escaparate mediático, que antes sólo resentían los
madrugadores, ha invadido nuestras horas del desayuno con extractores de jugo que
parecen tan serviciales como sus presentadores. En la aldea global, nada representa mejor
el fastidio que un tipo vendiendo cuchillos desde una cocina integral a distancia.
3. Las mejores cosas de la vida suceden fuera del Paquete Básico. El HBO es como la
revista Forbes: exhibe todo aquello que no tenemos, no nos hace falta, pero ansiamos
apenas descubrimos que existe. Movie City está ahí para recordarnos que hay una
película que todavía no hemos visto. Nada tan común como desear lo que sucede en el
canal donde no estamos de la misma manera que deseamos la vida que no hemos vivido.
Es cierto, la falta de codificador hace que las chicas del Playboy Channel parezcan
pinturas de Edvard Munch, pero eso qué importa cuando la insinuación de estar ahí gana
prácticamente por nocaut.
4. La nostalgia a nadie satisface, pero a todos reconforta. De las películas de Joaquín
Pardavé al “Six Million Dollar Man”, las personas necesitan creer que el pasado no es
algo enteramente irrecuperable. Sobre todo cuando vivimos en una época donde apenas
son necesarios diez años para hacer de un producto materia del recuerdo. Con excepción
de mi prima (quien odiaba las caricaturas clásicas porque la risa de Pulgoso le recordaba
sus días de asma) la mayoría de nosotros le apuesta a los efectos sedantes de la nostalgia.
El Cable alimenta la idea (incuestionable a cierta edad) de que todo tiempo pasado será
siempre mejor.
5. Existen más películas homónimas de las que imaginamos. Buscar algún filme en la
Guía de Programación puede llevar a resultados decepcionantes. Las animaciones
japonesas con doblajes madrileños tienden a llamarse como las películas de Disney. Los
thrillers de baja calidad, donde los asesinos masacran parejas después del coito, admiten
títulos de superproducciones. Las películas de Golden Choice cumplen la máxima de los
medicamentos similares: “Ser lo mismo pero más barato”.
6. El videoclip es la mejor forma de no olvidar una canción. ¿En qué momento las
canciones se volvieron el soundtrack de una película que a veces es nuestra vida y otras
una secuencia visual de MTV? Cualquiera que sea la respuesta, lo cierto es que las
relaciones entre el artista y su público parten ahora de un pretexto que no es precisamente
la música. Hay imágenes (como el beso entre Britney Spears y Madonna) que migran
directamente del televisor a nuestros sueños húmedos. Y los dueños de los canales de
música saben que los fanatismos no se sostienen sólo con vibraciones sonoras.
7. El Cable está diseñado para encontrar la parafilia oculta que todos llevamos
dentro. Las obsesiones más perversas, como el amor a los Teletubbies o el interés por
las decoraciones, encuentran en el Cable su sex shop ideal. No digamos las películas
sobre narcotraficantes o los debates entre congresistas. No digamos los chismes
internacionales o la liga libanesa de futbol. No digamos Wild On. Creo que lo único que
el Cable no puede complacer es la adicción a las telenovelas de televisión abierta.
Nosotros los feos
La denominación “las mujeres” no incluye a las mujeres feas
Adolfo Bioy Casares
Dice Adriana Marchán que Corín Tellado (esa fabuladora de las utopías femeninas) ha
creado en sus novelillas cerca de 5 000 hombres inencontrables: altos, guapos,
superdotados, inteligentes y millonarios todos ellos. Yo sólo añadiría que no es que la
señora Tellado haya poblado su jardín del Edén con 5 000 muestras de superhombres
maravillosos sino que ha repetido un mismo hombre (técnicamente imposible) 5 000
veces a lo largo de su trayectoria folletinesca. Estadísticamente, encontrar al hombre
perfecto es una pérdida de tiempo, porque o a la mujer que lo intente nunca le alcanzará
el tiempo para concluir tal tarea o el hombre perfecto es tan perfecto que posiblemente
viva con otro hombre.
Sin embargo, los hombres y las mujeres perfectas sí existen: viven en un universo virtual
llamado telenovela mexicana. Si Schultz (aquel siniestro personaje de la novela Que se
mueran los feos de Boris Vian) hiciera su sueño realidad (el de crear un mundo exclusivo
para gente bella) ese planeta estaría al mando de Emilio Larrosa, Juan Osorio u otro
magnate de la estética televisiva actual. En todo caso, la ilusión de la belleza como orden
mundial no es algo nuevo (Don Quijote se encuentra, cada vez, con una doncella más
hermosa que la anterior) pero en el universo televisivo esto llega a extremos preocupantes
por su nivel de trivialidad.
Con la proyección de la teleserie Yo soy Betty la fea por el canal 2, la supervivencia
semanal de Beatriz Pinzón en la empresa Ecomoda ha alcanzado a últimas fechas tintes
de gesta heroica. Cada sábado, miles de espectadores contemplan las peripecias de una
nerd en una realidad no apta para inteligentes de gafas y frenos. Además, la irrupción de
una fea en un mundo de gente bella propone, y creo que es lo más interesante, devolverle
a la telenovela su justa dimensión: la ridiculez. Renunciando al maniqueísmo
excesivamente explotado por Televisa, Yo soy Betty la fea explora con plausible humor
las estupideces del género folletinesco:
1. La correspondencia amorosa ya no se da por generación espontánea (amor a primera
vista) sino que tiene un posible inicio en los intereses económicos (la difícil situación de
la empresa obliga a Armando Mendoza a enamorar a Betty).
2. No existen buenos sin fecha de caducidad ni malos de tiempo completo: todos se
comportan según sus pasiones, intereses o inteligencia. Eso los vuelve más creíbles y,
podríamos arriesgarnos a decir, más humanos.
3. Quien ha hecho algo malo no expía sus culpas en el último capítulo, volviéndose loco
o matándose en un choque automovilístico. En la telenovela colombiana se van creando y
solucionando conflictos conforme avanza la historia, para no provocar en el espectador
una innecesaria acumulación de rencores contra tal o cual personaje.
4. En Betty la fea se terminaron (te damos gracias, Señor) las amnesias del protagonista
precisamente cuando se encontraba en la cima de su felicidad, los orígenes sanguíneos
por completo desconocidos, las chicas pobres que ignoran ser hijas de empresarios
moribundos, las sirvientas que conquistan la fama y no pierden la sencillez, los
filántropos que vagabundean de incógnitos, los sacerdotes que por medio de la confesión
conocen toda la historia de los personajes, la gemela que venga a su sufrida hermana ya
difunta, y esa maravillosa deuda con un pasado (origen de todo mal) del que nadie sabe
nada, salvo el villano.
5. Etcétera.
La mayor virtud (a mi parecer) de Yo soy Betty la fea, resulta la inteligente conformación
de una telaraña de situaciones y personajes caricaturescos que, no por eso, dejan de ser
reales. “El arte de hacer reír, nos dice Jardiel Poncela, se basa en exponerle al público,
cara a cara, sus propios defectos.” Desde el delicioso barroquismo de Freddy (perdóneme
pero discúlpeme) hasta las risibles penurias de Patricia por conservar su acomodado estilo
de vida. Desde la fascista sobreprotección de don Hermes hasta el carácter irascible de
doña Sofía. Esta realidad plena de parodia incluye a un diseñador homosexual (siempre
ácido en sus comentarios), a una recepcionista de liviandad evidente, a un abogado
siempre al borde de la congestión alcohólica y hasta a la poeta Delmira Agustini
reetiquetada ahora como modelo argentina.
El ansia high society por deformar los nombres (de Marcela a Marce a Marge), el poder
empresarial siempre representable en la virilidad casanova, el chisme disfrazado como
solidaridad femenina y todos esos mecanismos que mueven nuestros actos en una
sociedad superficial son el blanco perfecto para la sátira eficaz, para los diálogos
mordaces, para esas escenas que nunca llegan a la cursilería romántica.
El éxito de Betty la fea reside en el talento de un guionista (Fernando Gaitán) que ha
sabido rescribir el cuento de hadas y en una idea desarrollada a la perfección por sus
creadores: la exposición de un mundo tan real que hasta provoca risa. La telenovela no
varía en su tema universal (“los ricos también lloran”) e incluso entrecomilla su supuesto
mensaje (“los feos también triunfan”), sin embargo, la frescura con la que cuenta la
historia de siempre y la acertada autocrítica al género folletinesco la rescatan de toda esa
basura televisiva que rige los horarios estelares. Ya hacía falta.
Las caricaturas me hacen llorar
Para Olga Dinorah
Un catálogo de gustos televisivos puede servir para entender ciertos comportamientos
(tengo un vecino alcohólico que dice ser Mazinger Z durante sus delirium tremens),
porque, al igual que otras traiciones de la memoria, la nostalgia televisiva es proclive al
psicoanálisis. En particular cuando proviene de una generación tan decididamente
catódica como la mía.
A lo largo de nuestra infancia, descubrimos los polos de la existencia a través de los
dibujos animados. Por un lado, un conjunto de historias lacrimógenas nos mostraron a
personajes padeciendo una tragedia tras otra para definir ese proceso al que llamamos
crecimiento. De Remi a José Miel, el aprendizaje de una realidad aplastante sólo podía
soportarse a través de la esperanza o el exceso de ingenuidad. No me extraña que la
melodía estúpida ejecutada por uno de esos seres lamentables todavía provoque náuseas:
el creador de La ranita Demetán parecía armar sus historias con la pesadumbre de quien
ha leído “La niña de las cerillas” decenas de veces.
En el otro extremo de nuestras preferencias, había protagonistas que distaban mucho de
ver la vida como una sucesión de pequeñas derrotas cotidianas. Los héroes de mi niñez
necesitaban cumplir una cuota de acontecimientos extraordinarios para conservar su
status. Si eran robots transformables o dinosaurios venidos del espacio, no importaba
tanto como que representaran el uso justificado de la violencia. En ellos no había triunfos
mínimos ni victorias interiores: en cada batalla se salvaba a la humanidad y, como en la
política exterior estadounidense, cada guerra significaba una oportunidad de seguir
preservando la paz.
Respecto a las animaciones hechas para hipocondríacos emocionales, Candy Candy
ostenta el privilegio de ser el referente melodramático por excelencia. Cualquiera pudo
haber escrito Del sentimiento trágico de la vida después de contemplar un capítulo suyo.
No sé cuántos desarrollaron miedo a los equinos después de que Anthony cayera de un
caballo, pero lo cierto es que marcó infancias como ninguna. La más célebre habitante del
hogar de Pony preparó a las jóvenes generaciones para las telenovelas de Televisa y nos
hizo ver que al fin de al cabo los niños de ese entonces sí teníamos corazón. Candy, la
huérfana creada por Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi, cuyos enormes ojos temblorosos
reflejaban la tragicomedia de la vida, definió la nostalgia del nuevo siglo.
Más tarde, la historia de mi generación empezó a dividirse en A. C. y D. C.: “Antes de
los Caballeros” y “Después de los Caballeros”. Cada vez que confieso no haberlos visto,
mis amigos se extrañan de tal manera que terminan preguntándome si además no me
orinaba en la cama y maltrataba a los animales. En efecto, fui uno de esos adolescentes
subnormales que no conoció la epopeya zodiacal más célebre de nuestra pubertad y que,
al final, gracias a ese trauma, terminaron haciendo cosas inexplicables como estudiar
Literatura. Por tal motivo, nunca supe cuál era la diferencia entre una batalla y la
siguiente, cómo era posible que una lucha sangrienta pudiera llamarse “El torneo
galáctico”, quién diablos era Seiya y qué problema edípico tenían los dibujantes
japoneses que sólo creaban héroes huérfanos.
Ni siquiera en las cercanías de mi edad adulta me libré de atestiguar la persistencia de las
caricaturas. Tengo un amigo que perdió la preparatoria por ver tarde tras tarde aquella
serie denominada Supercampeones. Que yo recuerde se trataba de unos partidos
interminables con balones que se expandían por la velocidad y estrategias imposibles
donde dos gemelos se impulsaban uno al otro. Lo más interesante de su caso es que veía
Supercampeones no por gusto sino por masoquismo. Odiaba su desarrollo absurdo y esos
encuentros donde la cancha se curveaba de tan inmensa. Mi hermanita descubre ahora esa
misma serie pero con personajes que ya tienen conflictos debidos al acné. Las hazañas
deportivas del equipo estrella mantienen el tono de épica ridícula, pero el añadido de sus
cambios hormonales busca atraer a un nuevo público.
Para cuando escribo este artículo, los niños actuales están descubriendo unos dibujos
extrañamente atractivos comandados por una esponja marina que parece scotch brite. No
me considero tan viejo como para descalificar sus contenidos, pero el creador de Bob
Esponja tuvo que haber ideado ese personaje durante un viaje de LSD o no podría yo
explicarme ciertas cosas. Estas hilarantes animaciones tienen la particularidad de
establecerse de principio en el plano de lo absurdo: con una ardilla que vive en una
campana de cristal submarina o una ballena que es hija de un cangrejo, con una playa
debajo del mar o un pez que se ahoga en sus aguas. Otros ejemplos de la programación
actual harían temblar a un tradicionalista: la vaca hermana de un pollito o el perro que es
mitad gato. En una época que ha elevado a la oveja Dolly al rango de figura pública, toda
mutación genética va acompañada siempre de una ética discutible.
Cualquiera diría que nuestra biografía puede dividirse en perfectos capítulos televisivos;
como si la nitidez del recuerdo pudiera depender de si teníamos cable o no. ¿Qué tienen
las caricaturas que definen nuestra vida? No lo sé, pero ciertos individuos inauguraron su
adolescencia cuando descubrieron que Batman y Robin no se llamaban Bruno Díaz ni
Ricardo Tapia y no los culpo. Los nombres correctos e higiénicos de Bruce Wayne y
Richard Grayson parecen sacados de un noticiero de la CNN; integrarlos al universo de
una caricatura puede ser tan definitorio como el primer barro en la nariz. Incluso conozco
a una pequeña que de haber nacido varón se llamaría ahora Peter Parker Cruz.
Afortunadamente, el fanatismo de su padre se vio disminuido en parte por el color rosa de
la nueva habitación. Y no le fue tan mal: terminó llamándose Mary Jane Cruz.
Queremos tanto a Diego
Para quienes hemos asistido a un retiro espiritual o tenemos vecinos pendientes siempre
de la privacidad ajena, Big Brother nos causa la misma excitación que ver crecer el pasto.
Unos diálogos tan censurados que parecen clave Morse, una galería de individuos que se
copian demasiado entre sí, una idea de “aislamiento” que en lugar de inspirarse en
Robinson Crusoe se inspira en La Isla de Gilligan, forman este peculiar programa que ha
enriquecido nuestras discusiones (predominantemente políticas) con encendidas
polémicas sobre la dignidad humana, el derecho a la intimidad, etcétera. En primer lugar,
yo no creo que Big Brother atente contra la dignidad humana. Sí lo hacen, en cambio,
todos esos telejuegos que recurren a preguntas tan obvias (por no decir estúpidas) para
reducir al televidente a su nivel mínimo de sinapsis. Lo hace el programa Cien mexicanos
dijeron por premiar el peor de los sentidos comunes y lo hace Vida TV (que bien pudieron
llamar Tedio TV) por elevar la pérdida de tiempo a rango de entretenimiento masivo.
Exhibir al espectador en semejantes condiciones de sonambulismo denigra mucho más
que escuchar a un grupo de jóvenes mentarse la madre unos a otros. Y es que esto de los
insultos sobrepasa la simple contemplación de un sacrilegio contra la lengua. Me
preocupa que los integrantes del Big Brother recurran a los eufemismos televisivos en
lugar de desarrollar creativamente el empleo de las malas palabras. La tan atacada
proliferación del “güey” obedece a una cultura donde la televisión lo ocupa todo. Adal
Ramones ha contribuido al desarrollo de este lenguaje porque su léxico (tan
particularmente propenso a disminuir la intensidad de un insulto) ha educado a niños,
jóvenes y viejos en el uso de la “palabrota televisivamente permitida”. La repetición
excesiva desvirtúa las bondades de una grosería y eso en verdad sí es un crimen contra el
castellano. De hecho, el vacío en las conversaciones del Gran Hermano no demuestra la
superficialidad de la juventud sino el miedo que todos tienen (no importa la edad) de ser
vulnerables públicamente.
Por otro lado, el programa es, sin duda, un éxito, pero a nivel de telenovela: porque las
telenovelas mexicanas son tan aburridas como la cotidianidad misma y porque excluyen
de su trama los problemas políticos y las discusiones de contexto. En todo caso, el
voyeurismo que nos vendía en un principio Big Brother está resultando cada vez menos
perverso y eso no sólo se debe al peso de nuestro moralismo sino a que la realidad
doméstica siempre llega a un punto de tediosa calma. Por eso los talk shows no exploran
sino la epidermis de un conflicto y por eso los noticieros se engolosinan tanto con los
pequeños errores de las personalidades públicas. La cotidianidad no vende. La rutina
acaba por agobiar, a pesar de que emisiones como Hoy expongan esa llana rutina sin
remordimientos.
La transmisión ininterrumpida de un fragmento de vida en grupo me parecía sólo
realizable para una película como The Truman Show y sin embargo se hizo posible en
México gracias a las bendiciones del sistema Sky. Hace falta mucho aburrimiento para
seguir las 24 horas el desempeño diario de estos jóvenes en el encierro y vaya que sí
existen quienes se olvidan de sus propias vidas para contemplar las de otros. Los
integrantes del juego han alcanzado la celebridad en un corto tiempo; por lo menos los
expulsados, porque recordemos que el más elevado nivel de rating lo poseen
precisamente esos mediáticos mecanismos de destierro. En una especie de tribuna pública
donde los nominados son expuestos en sus defectos y virtudes, la vox populi dictamina,
vía telefónica, quién debe permanecer y quién no. Sobre el jugador de mayor puntuación
no sólo pesa la condena de salir de la casa sino la de terminar actuando en telenovelas
como Salomé, donde sólo falta que aparezca un extraterrestre o el anticristo.
Por ese motivo, los únicos tres nombres que ubico en el conjunto son Azalia, Diego y
Denisse. Sus incursiones en el mundo exterior (lo que eso signifique) han sido por demás
publicitadas y bien recibidas. Verdaderamente, sí nos importan qué sucede con sus vidas
porque se han entrometido en nuestra intimidad de la misma manera que nosotros nos
hemos entrometido en la de ellos. Por ejemplo, un vecino mío, al enterarse de la
expulsión de Diego, gritó con tal angustia que en mi casa pensamos que alguien le
practicaba la circuncisión. Este fanatismo no pertenece únicamente a un simple adepto a
la persona de Diego sino a un legítimo partidario de aquello que Diego representa. ¿Es la
simpatía o el rechazo por una actitud el diagnóstico social que nos deja Big Brother?
Quizás. Lo importante, en todo caso, es saber leer las tendencias de opinión y desconfiar
de ellas cuando sólo comprueban los lugares comunes. Porque una cosa es cierta: los
espectadores ven a los integrantes de Big Brother como la televisión misma quiere que
los vean: Denisse es la grosera; Azalia, la intrigante; Carla, la calmada, etc. En esos
esquemas se sostiene el melodrama de nuestra tradición televisiva: saber con certeza
quién es quién. Con quién identificarse y a quién odiar.
La gente habla de Big Brother, no importa que sea para criticarlo: ahí radica su mayor
fortuna. El Gran Hermano es el gran control: nos dice qué pensar, sobre qué discutir, en
qué entretenernos. La TV ha introducido en nuestras pláticas un tema ya irremediable,
porque la TV es el auténtico Gran Dictador. La TV proporciona la existencia y decreta
los límites de la realidad (los artículos que no gozan del anuncio televisivo están en
constante peligro de extinción, las personalidades que se ocultan de la cámara por mucho
tiempo se tienen ya por muertos). No es necesario que la TV “nos vea” para sentir el peso
de su intimidación. Big Brother lo prueba. Nadie se arriesga, total, todo es un juego. Y en
ese otro juego que es la vida, se repite con tanta frecuencia la expresión “¿me entiendes?”
que a veces termino por no entender.
Los caballeros las prefieren rubias
Toda lujuria es música
Salomón de la Selva
Un encabezado del periódico dice algo que parece un axioma: “Todos quieren ver a
Britney”. Nada más cierto. La intrusión de esta lolita en nuestro catálogo de sueños
húmedos ha sido tan contundente como para perdonarle su desafinada voz de niña con
gripe. Antes de “Baby one more time”, su primer video, muchos pensamos que nuestras
ilusiones rubias se habían extinguido con la Ludwika Paleta de Carrusel y que la
televisión nunca había sido tan aburrida como la programación de ese entonces. Dado que
una melodía pegajosa es siempre el preámbulo de las idolatrías adolescentes, a partir de
“Baby...” el número de admiradores de Britney Spears ha crecido con la magnitud de una
epidemia. Incluso, individuos totalmente escépticos terminaron por incluirla en su
repertorio de perversiones después de escuchar una canción en la que se musicalizan
tantos gemidos como “I’m slave for you”.
Britney Spears: mientras las mujeres se fijan en cosas tan insignificantes como sus
cuerdas vocales, muchos hombres fotografiamos mentalmente cada uno de sus videos
para acabar escribiendo artículos como éste. La verdad es que su vestido de señora en
“Overprotected” la hace parecerse a Lucía Méndez, pero con Britney pasa lo que con las
cervezas: después de rendirle la primera devoción lo demás es pura inercia. Aunque en
cada video salga haciendo unas sufridas gesticulaciones como las que hacía Dolores del
Río en sus mejores dramas, la prensa comúnmente la califica como la Nueva Reina del
Pop. El trono, que se erige cada vez que el pop muere y renace de sus cenizas, no es,
digamos, la responsabilidad más grande del mundo, pero nos da una idea de lo fácil que
es actualmente reinventar las monarquías.
Protagonista ya de una película, la rubia estadounidense disfruta el ábrete sésamo de su
celebridad, haciendo tangibles sus ilusiones. Si en México hasta Félix Salgado
Macedonio es actor, en Estados Unidos esos portentos cinematográficos se producen con
mucha mayor frecuencia. De entrevistas exclusivas a romances dignos de una fotonovela
rosa, Britney Spears realiza buena parte de sus sueños haciendo pública su propia
historia. No se conforma con escribir un libro o vestir Dolce & Gabbana sino que, a
fuerza de compartir su vida, nos obliga a contemplar el mundo como si fuera un parque
de diversiones. La gran aportación de esta intérprete no son sus canciones (perfectamente
olvidables) ni su apariencia (fácilmente sustituible) sino la sensación multitudinaria de
vivir una pubertad oxigenante. Los artistas plásticos siempre surgen para un momento
preciso: sus modas definen una época pero no la trascienden. Muchos lamentamos que
Shakira cante en inglés pero más nos incomoda que a veces se parezca tanto a Britney.
En estos tiempos donde los tintes conforman personalidades, la última de sus
metamorfosis terminó siendo una mimesis.
La polémica más representativa de este nuevo siglo sugiere elegir entre Christina
Aguilera y Britney Spears como su primera diva. El desenvolvimiento escénico de
Aguilera, pero sobre todo su desafortunado maquillaje en “Lady Marmalade”, deja esta
controversia ya resuelta. Nadie duda de sus clases de solfeo, pero la sensualidad no puede
someterse a semejantes decepciones. En un medio como la televisión, donde las estrellas
se producen con la misma rapidez con la que se casan y divorcian, la imagen representa
una porción importante de la fama. Cuestión diferente es ver, por ejemplo, los
comerciales de Pepsi en los que Britney canta una tonada tan elemental como sus
habilidades futbolísticas pero que satisfacen perfectamente la libido del consumidor. La
Britney navideña y la Britney mundialista son figuras lo suficientemente excitantes como
para crearles un nicho de amor en cualquier tienda de abarrotes.
Educados, como somos los mexicanos, a considerar desde pequeños que Ricitos de Oro
era la buena del cuento, no resulta extraño que los integrantes de esta nueva generación
hayan encontrado en Britney lo que sus antecesores soñaron con Marilyn o Briggite
Bardot. Enfundada en su traje rojo espacial, la intérprete de “Oops, I did it again” es
heredera de una concepción mediática que condiciona la felicidad a tres requisitos: “los
amigos, una buena comida y mis rubias” ¿Qué más quiere uno en la vida? Pero fuera de
estas esenciales recomendaciones (que hubiera envidiado el buen Confucio) se encuentra
la idea nacionalista de no ver a las extranjeras más que con los ojos de la lujuria.
La insistencia con que la señorita Spears aparece en los kioscos de revistas y en los
canales de música obliga a preguntarnos ciertas cosas: ¿Por qué un joven de quince años
dedica sus tardes libres a colocar el rostro de Britney sobre una modelo desnuda de
Playboy? ¿Por qué hay en mi barrio un grupo de niñas que bailan “Stronger” cada vez
que su familia celebra una fiesta? ¿Por qué estoy escribiendo estas líneas en lugar de
dedicar mi tiempo a terminar mi tesis de licenciatura? Quizás el mundo nunca lo sabrá.
Pero por lo pronto, nuestras navegaciones visuales seguirán siendo asediadas por la
presencia cada vez más agobiante de la diva estadounidense.
La veneración de las rubias puede evidenciar cierta sumisión ante los esquemas
occidentales de belleza, pero también significa que las muñecas Barbie no nacieron en
vano. En una realidad como la nuestra, la imagen de Mena Suvari bañándose en una tina
con pétalos es igual de importante que el argumento de American Beauty.
Prohibida su venta a menores
No he visto un sólo ser humano que no esté preocupado por el sexo.
Aldous Huxley
La disneylandia de Eros
Si Mickey Mouse, el Pato Donald y el resto de personajes solitarios, enguantados y
cabezones que la industria Disney puso a nuestra disposición representan la posibilidad
de una felicidad global, la pornografía apunta a una felicidad personal y a un placer sin
riesgos. Dice Guillermo Cabrera Infante que todo concurso de belleza es un harén rápido;
habría que añadir que una colección pornográfica es (a condición de volvernos eunucos)
un harén efectivo. El éxito de las publicaciones del erotismo gráfico radica también en la
idea no siempre consciente de que es posible establecerse en un mundo donde el sexo nos
redima. Páginas y páginas hiladas bajo el argumento de que el único requisito para
sostener relaciones coitales es dar los buenos días, nos hablan de cierto aislamiento de la
realidad. Pero además, la pornografía vende la probabilidad de que la simpleza de ese
sistema (buenos días>lleva a>sexo) sea una cara no reconocida de esta realidad.
El pornoaficionado consume el absurdo sexual de la misma manera que el televidente
contempla el ridículo humano de las telenovelas: para concebir la vida desde la
comodidad. La tan atacada cosificación de la mujer conviene en tanto deja sin
complicaciones el acercamiento al otro(a). Cuando se afirma que el único sexo cien por
ciento seguro es la masturbación también estamos aceptando que el otro(a) es
inaccesible, que la parte más difícil del sexo es su esencia: la incursión en el otro(a). Por
eso la pornografía abre los caminos del instinto pero abrevia los espacios del erotismo y
del amor.
“Para que la pornstar sea excitante debe parecerse, al menos, a una de tus vecinas”
Cabrera Infante titula a unos de sus textos “Ojo que toca”, definición que me parece
perfecta para ese acto de consumo visual llamado pornografía. Como una especie de
voyeurismo permisible (y compartido) el pornovidente explora las acciones ajenas pero
se proyecta como protagonista, como el superhombre que puede disponer de un número
notable de mujeres a su alcance. La pornografía es la posesión de la mujer como cuerpo y
género (el rostro múltiple y la variabilidad del nombre) pero también es la reverencia a la
mujer inalcanzable. La adoración de imágenes (pornstars) produce un singular mercado
de lo inasible: Chasey Lain, Sylvia Saint, Jenna Jameson, Asia Carrera, Dyanna Lauren,
Chloe Jones, Nikki Tyler y otras actrices, son idolatradas si sólo pueden llegar a nosotros
a través de ese “ojo que toca”. Estas estrellas del exhibicionismo industrializado son
personalidades de culto en las web sites de Internet: espacios dedicados sólo a ellas
inundan la red (sus fan clubs ofertan escenas inéditas, películas inconseguibles,
fotografías exclusivas, entrevistas conmovedoras), sus nombres se pelean por ocupar el
Olimpo del mercado libidinal. Desde que Linda Lovelace (con el film Deep Throat de
1972) y Marilyn Chambers (con Behind the green door, del mismo año) alcanzaron la
celebridad absoluta, la promoción del culto a la diva ha mostrado sus ventajas
económicas1. La veneración de la superstar es, como todo en la pornografía, también una
forma de masoquismo.
Sicalípticos e integrados
Ante la monotonía sexual (que es el enemigo principal del género erótico) la industria del
entretenimiento para adultos necesita de variantes (paródicas, mediáticas, detallistas) para
sobrevivir.
1. Variantes paródicas: El humor (ya sea vulgar o involuntario, trasgresor o ingenioso)
es un antídoto suficientemente atractivo contra la uniformidad del sexo. Basándose en el
sobreentendido de que el cine pornográfico es una imitación risible (por su argumento,
por su dirección, por su actuación) del cine convencional, los productores sexualizan las
historias hollywoodenses y los rumores de farándula. Películas como El silencio de los
indecentes, Licencia para coger y esa joya llamada Frankespenis (con John Bobbit, il
castrato, en el papel estelar) no escatiman esfuerzos en llegar a la broma erótica. La
industria llega a su chiste cúspide con la entrega de los Adult Video Awards, los óscares
del cine porno, con su glamour sui géneris y esos inconcebibles reconocimientos a la
trayectoria de sus estrellas: categorías extraordinarias que van de la Mejor escena de
chicas solas a la Mejor escena de sexo en grupo, chismes tras bambalinas publicados en
las revistas, etc. Algunas pornoactrices no resisten la tentación (¿existirá alguna tentación
a la que se resistan?) de copiar nombres célebres para sí mismas: Demi Moore se vuelve
de repente Demia Moor, Drew Barrymore es Dru Berrymore y en ese tono la imitación
alcanza tintes hilarantes.
Si el cine para adultos es la parodia del cine convencional, la sexycomedia mexicana (que
bien podría ser un título para José Agustín) resulta una parodia de la parodia. Con la
intención estética de explicitar las fantasías sexuales del macho mexicano, crea un
subgénero (el cine de “arrabal” cuyo antecedente son las cintas sobre “ficheras”) que
representa por sí solo la decadencia de la cinematografía nacional. En esas cintas, el
máximo logro además de la seducción de las “bellas” es el triunfo en la batalla de los
albures. El protagonista, entonces, se impone ante las mujeres con la supremacía
casanova (es feo pero irresistible) y ante los hombres con la dominación verbal. La
funcionalidad de la mujer es la de ser atractiva (que no bonita sino “buena”) y el hombre,
que no puede ser atrayente físicamente (su papel de feo no admite tampoco eso de ser
fuerte y formal) tiene que representar al Gran Simpático. Si el personaje principal del
cine eroticómico es una sexualización de Gordolfo Gelatino, la muerte protagónica de los
guapos representa el verdadero milagro mexicano.
1
Es común en las imágenes pornográficas hacer visible el rostro femenino y ocultar la cara masculina. El
hombre es sólo válido de la cintura para abajo y la mujer es la única que tiene la capacidad para aspirar al
superestrellato (salvo en casos excepcionales y legendarios como John Holmes, “Mr. 35 cms.”). Por cierto
que Chambers y Holmes actuaron juntos en la cinta de Godfrey Daniels, Insatiable (1980).
2. Variantes mediáticas: a) La insuficiencia de las imágenes impresas (aunque valgan
más que mil palabras) desarrolló otras formas de difusión. Incluso la vuelta a una
literatura pornográfica sin imágenes replantea el uso de la imaginación para sufragar las
limitantes de la fotografía. La estética de las revistas llega a puntos notables con el
tratamiento fotográfico (la publicación Private se exhibe a sí misma como “The best
erotography”): acercamientos explícitos, escenografías lujosas, combinaciones de luz y
sombra, etc. Los “diálogos” son una maravilla del sinsentido: la complementariedad de
una provocación ilustrada.
b) Las sex lines nutrieron nuestra lubricidad de otro modo: a través del oído. El escritor
Óscar de la Borbolla narra su decepción con las encargadas de brindar placer auditivo. Se
las imagina poseedoras de un talento comparable al de Sherezade, pero al oír únicamente
una serie disparatada de jadeos termina enojado de perder su tiempo y su dinero en
estupideces. Lo realmente impresionante de las sex lines es su capacidad para inventar
variantes memorizables de números telefónicos (después del 1-800 el resto es
imaginación pura) y unos anuncios en las revistas que hacen por demás ofrecimientos
verdaderamente espectaculares.
c) La película Boogie Nights cuenta, entre otras cosas, la transición del cine porno
exclusivo para salas a la reveladora incursión del género en los videotapes. La nueva
industria ha sobrevivido junto al nacimiento (e inmediata explotación) del DVD y ha
aprovechado la Internet para difundir sus “bondades”. Y si Disney tiene su propio canal
para contagiar su visión de un mundo sin preocupaciones, el Playboy Channel y el
Venus-TV hacen lo propio para implantar la ilusión de que el sexo puede constituir un
universo no problem, digno de contar con nuestro visto bueno.
3. Variantes detallistas: Una matemática combinatoria para el cine adulto nos diría que
existe un número limitado de posiciones sexuales, de perspectivas de filmación, de
rostros para grabar. La industria del video XXX, sin embargo, se ha empeñado en
demostrar abiertamente lo contrario. Si el sexo convencional deja de ser vendible, se
recurre entonces a una amplia galería de perversiones que compensen esa deficiencia.
Sade propone (Los 120 días de Sodoma, por ejemplo) y los pornógrafos disponen. Desde
las confusiones entre dolor y placer hasta los desnudos falsos de celebridades, desde las
gangbangers (variaciones al tema de la orgía) hasta las caricaturas manga, de chicas
vestidas como “cheerleaders” a lesbianismos fingidos, de jóvenes asiáticas a fotografías
amateurs2, de senos grandes a mujeres fornidas; el comercio de la especialización de la
lujuria hace posible detallar las perversiones hasta los límites que sólo el hartazgo
impone. El consumo del sexo inusual comprueba lo dicho: un rostro aburrido es el
enemigo a vencer para toda industria del entretenimiento.
La última tendencia que ha adoptado al parecer la pornografía es la circense: disfrazar el
freak show de sex shopping. La alternativa que inspirara al empresario Barnum hace siglo
y medio en su espectáculo de fenómenos nos alcanza y sobrepasa en la difusión no ya del
sexo inverosímil (que siempre ha existido) sino en la explotación de la “pecaminosidad
2
La girl next door (la chica que promueve sus propios desnudos no profesionales en las revistas) juega con
la lúbrica ilusión de que posiblemente nuestra vecina sea una exhibicionista no reconocida o de que aquella
muchacha cruzando la acera sea una modelo Gallery en potencia.
anómala3”. Y aunque la excitación se anula con la sorpresa, los productores se han
preocupado mucho en explorar la lubricidad de quien va a la feria para ver a “la mujer de
dos cabezas”. Es decir: no importa en la actualidad que las chicas lleven a la práctica
nuestras más íntimas perversiones sino que ejerciten el viejo oficio de tragaespadas
(ideepthroat.com). No importa que seduzcan con la mirada sino que realicen actos
acrobáticos en el tubo de los table dances. Uno no sabe si está frente al Private o al
Semanario de lo Insólito. En todo caso, que una mujer haya sostenido una relación coital
con 620 hombres (la pornstar Houston tiene ese récord) es tan admirable que a nadie se le
ocurriría faltarle ya al respeto.
Donde dice “lujurioso” debe decir “lujoso”
Tommy Lee y Pamela Anderson en plena cópula rondando por Internet representan
nuestro sentido voyeurista del escándalo. El singular caso de Lorena Bobbit (elevado a la
categoría de símbolo) taja, además de un órgano sexual, todo intento de intimidad. Hasta
Rubén Olivares “el Púas” anuncia con bombo y platillo su ingreso al celuloide
pornográfico. ¿A quién más podíamos añadir sino al expresidente Clinton reflexionando
sobre si las felaciones son o no un acto sexual?
Culpar a la pornografía de hacer reduccionismos con la idea del sexo es casi tan inútil
como denunciar que Sanrio Smiles comercia con la imagen de la ternura (entre Sylvia
Saint y Pochacco, nos quedamos con Sylvia Saint)4. Lo interesante, en todo caso, es
revisar los alcances de las concepciones pornográficas en la percepción de la realidad.
Que la pornstar italiana Cicciolina haya alcanzado como candidata por el Partido del
Amor un puesto de elección popular es casi tan sintomático como que Irma Serrano “La
Tigresa” haya llegado al Senado. La incursión de Jenna Jameson en la película comercial
Private Parts de Howard Stern, la renuncia de Traci Lords a su trabajo de pornoactriz
para irrumpir en el medio musical o la difusión de la canción “The ballad of Chasey
Lain” del grupo estadounidense Bloodhound Gang demuestran los espacios ganados por
el mundo porno5.
La penetración de la industria se trasluce, además, en la implantación de sus curiosas
perspectivas y en la creación de un mundo con leyes y sistemas propios. Pero no todos
son puntos negros: quiérase o no, la pornografía ha sembrado la idea acertada de que el
sexo también es un acto de imaginación y no sólo un elemento más de la mecánica
reproductiva. Observación paradójica si tomamos en cuenta que la pornografía expende
simulacros, pero importante si devuelve al medio erótico la existencia de un espectador
creativo.
Incluso aceptando aquella apreciación que define al erotismo como música y a la
pornografía como ruido, resultaría ingrato desconocer las aportaciones que en los últimos
tiempos ha hecho el ruido a la música vanguardista.
3
Un peculiar antecedente me parece el poeta francés Théophile Gautier, quien en su Carta a la Presidenta
(1850) asumía como “ensoñadora quimera” sexual, encontrar a la mujer de “tres tetas”.
4
La comparación pudo haber sido entre la gatita Kitty y la actriz erótica también llamada Kitty.
5
Sobra agregar las cintas Boogie Nights (nominada al Oscar) y The people vs Larry Flint (de Milos
Forman).
Dicen que la inocencia (digna de protección) sucumbe a los dieciocho, que el mundo es
otro a partir de los dieciocho; que nadie debe engrosar la voz para disimular su pubertad
en el puesto de revistas, que nadie debe comer del fruto private.com en el paraíso de la
Internet. Que si la pornografía es uno de los vicios permisibles o si es unas de las
concesiones de la mayoría de edad, qué importa: el Sólo para adultos es una
recomendación tan vaga que nunca se obedece.
APÉNDICE:
PRINCIPALES ESTRELLAS INVITADAS (POR ORDEN DE APARICIÓN)
GUILLERMO CABRERA INFANTE: Escritor cubano, autor de la novela Tres tristes
tigres. El ensayo “Ojo que toca” proviene de su libro O, donde también aparece el texto
“Corín Tellado, una inocente pornógrafa”.
CHASEY LAIN: Actriz porno. Ha aparecido en The Original Wicked Woman. Dentro de
sus incursiones comerciales está un episodio de Tales from the crypt y un filme de Spike
Lee (He got game). La canción “The ballad of Chasey Lain” de Bloodhound Gang, se
encuentra en el disco Hooray for the bubbies.
SYLVIA SAINT: Nació en Kyjov (República Checa) en 1976. Su verdadero nombre es
Silvia Tomcalova. Ha actuado en Irresistible Silvie, Extreme Desires y Call girl, entre
otras. Su libro favorito es La insoportable levedad del Ser de su compatriota Milan
Kundera. Vive actualmente entre Los Angeles y la ciudad checa de Brno. Protagonizó
The Uranus Experiment (dirigida por John Millerman), cuya segunda parte fue nominada,
junto a The Matrix, al premio de ciencia ficción “Nebula 1999” en la categoría de mejor
guión.
JENNA JAMESON: Nació en Las Vegas en 1974. Es una de las estrellas más populares
del género. Ha atravesado las publicaciones eróticas para aparecer incluso en Glamour,
Cosmopolitan, Esquire, Allure, Jane y FHM (donde fue nombrada una de las 100 mujeres
más atractivas del mundo). En televisión ha sido presentada en el E! Channel, Comedy
Central’s, The Man show, Nash Bridges, Entertainment Tonight, Extra y HBO.
ASIA CARRERA: Actriz asiamericana nacida en 1973. Sin duda, una de las mujeres
más inteligentes de la industria XXX. Cuando tenía 15 años dio conciertos de piano
clásico en el Carnegie Hall y a los 16 enseñó Inglés coloquial en la Universidad de
Tsuruga (Japón); cursó su secundaria en artes (con énfasis en Música y Artes Visuales) y
fue ganadora de una beca para estudiar en la Universidad de Rutgens (una doble
especialidad en Empresas y Japonés). Actualmente es miembro de la Organización
MENSA (que admite únicamente a personas con elevado coeficiente intelectual).
LINDA LOVELACE (o LOVELANCE): Nació en 1949 y murió en un accidente
automovilístico el 22 de abril del 2002. Dirigida por Gerard Damiano (cuya Memories
within Miss Angie fue alguna vez postulada a tres Óscares), protagonizó la célebre cinta
Deep Throat en 1972. Aunque su producción sólo necesitó de 24 000 dólares, el filme
logró recaudar 600 millones. Su impacto social ha sido de tal magnitud que el escritor
Ernesto Sabato incluyó una breve intervención de la felactriz en su novela Abaddón el
exterminador.
MARILYN CHAMBERS: Diva porno de los 70’s y 80’s. Después de hacer comerciales
para el talco Ivory Snow (que la contrató porque transmitía una imagen de pureza e
ingenuidad), fue llevada a la fama por los hermanos Jim y Art Mitchell con su película
Behind the green door (1972).
JOHN BOBBIT: Ciudadano norteamericano que se volvió célebre cuando su esposa
Lorena Bobbit le cortó el pene. Las mujeres vieron en ese acto una rebelión contra la
dominación masculina. Los médicos pudieron reimplantar el órgano. Incluso, el cantautor
Ricardo Arjona lo menciona en su tema “Si el norte fuera el sur”.
RUBÉN OLIVARES “EL PÚAS”: Boxeador mexicano. El escritor Ricardo Garibay lo
retrata magistralmente en Las glorias del gran Púas. Sus excesos fueron tan famosos que
hasta “Los Polivoces” hicieron una parodia suya basada en los desmanes que provocaba.
No se deje al alcance de los niños
El jueves 20 de junio de 2002, nuestro flamante Secretario de Hacienda, Francisco Gil
Díaz, declaró que la mayoría de los mexicanos sólo leen pornografía. (En realidad, no
conozco literalmente la afirmación, porque durante la noticia estuve concentrado en la
comprensión del Semanario de lo Erótico). Dicho comentario levantó variadas reacciones
porque además de su natural carga polémica coincidió con un reportaje de Televisa
llamado “Ladrones de inocencia” (que no vi completo porque me encontraba adivinando
los sonidos del Playboy Channel). Supongo que, como sucede siempre, muchos alzaron
la voz para exhortarnos a proteger a los hijos de semejante basura visual y yo me
pregunto si no será más saludable proteger a los niños del Secretario de Hacienda o de las
telenovelas vespertinas del Canal Dos. Pero como no quiero hacer de este texto una
defensa de la pornografía (para que el secretario Abascal no me rebaje al nivel de Carlos
Fuentes) sólo aprovecho la ocasión para examinar algunos de sus más representativos
productos impresos.
Como toda industria, la pornografía satisface su demanda gracias a la diversidad. Existen
revistas para todas las economías: desde el más costoso lujo fotográfico hasta las más
austeras historietas sexuales. Y son estas últimas, que se venden al precio que vale una
licenciatura en la UNAM, las que consumen el tiempo de lectura-contemplación de
muchísimos mexicanos. Yo recuerdo que cuando era niño había una que me parecía el
acceso directo a Sodoma y Gomorra: se llamaba Las aventuras del Teniente Botija.
Nunca pude ojear algún número, pero cada una de sus “provocativas” portadas me
sugerían cualquier cantidad de pecados genitales. Se entiende que en ese entonces mi
experiencia erótica se limitaba a la contemplación de catálogos de lencería y que, por lo
tanto, todos esos juicios expresados al respecto resultaban más inocentes que las
peripecias semanales de Memín Pingüín.
Tengo la impresión de que los “Sensacionales” (de Chafiretes, de Luchadores, de
Traileros, etc.) aspiraban a transportar al papel lo que las Sexycomedias de los años
ochenta presentaban en las pantallas del cinema: una serie de fantasías sexuales cuya
trama se debatía entre la ridiculez y la lubricidad. No han sido definitivamente una
radiografía del México contemporáneo pero pueden servir para establecer los territorios
imaginarios de la libido nacional: una voluptuosidad más inflada que los senos turgentes
de sus protagonistas. Nuestros dibujantes tienen una fijación por trazar los pechos
femeninos con el mismo detallismo obsesivo que tienen los japoneses para diseñar un par
de ojos. Ignoro si el axioma principal de estas revistas (“Todos los mexicanos son
lujuriosos”) tiene cabida por lo menos en el inconsciente colectivo, pero, por si las dudas,
mientras dicha afirmación siga vendiendo y haciendo felices a algunos, se seguirá
imprimiendo cada semana.
Tampoco es cuestión de subestimar el carácter didáctico de los monitos: una vez vi un
Sexacional de colegialas cuyo título bien podría figurar en el próximo plan de estudios de
la Universidad: “Nomás le vieron el Pitágoras y ya querían echársela al Platón”. A mí
me sorprende que, tachadas como han sido estas publicaciones de basura editorial, tengan
referencias literarias tan notables (como por ejemplo a Mark Twain o Shakespeare) y que
algunas de sus historias (del Sexacional de Cariñosas) estén inspiradas en cuentos de
Giovanni Boccaccio.
Las últimas ediciones que he encontrado de esta clase de semipornografía han olvidado
su carácter hilarante y se han preocupado mayormente por describir la geografía corporal
con la meticulosidad de un anatomista. Sus títulos son, por ejemplo, Relaciones obscenas
o Sexacional de sábanas mojadas y a lo largo de esas historias no encontramos
eufemismos ni siquiera a favor de los albures. Más que los dibujos explícitos, me
asombra su oferta psicológica: “Todos ocultamos un vicio: aquí lo ponemos al
descubierto.” Bajo tal pretensión estética, los argumentistas construyen un diván por cada
entrega y nos extienden la invitación abierta para ser nosotros los pacientes ilusorios. En
vista de esa mecánica, resulta una tomadura de pelo que, mientras sus relatos se definen a
sí mismos como “narraciones de la perversión humana” tengan al pie de cada página más
imperativos morales que un minibús: “Come frutas y verduras”, “No maltrates a las
mujeres y a los niños”, “No tires papeles en la calle”, etc. Quizás el antecedente más fiel
de estas historietas sea una fotonovela de mi niñez que se llamaba Casos Reales! (no sé si
se sigue editando) y que era una derivación sexual del Alarma!: con frecuencia salía un
malviviente (juraría que lo interpretaba “Chatanuga”) acosando con violencia y
vulgaridad a una señora que nunca alcancé a distinguir si era Lin May o “La
Chiquitiboom”.
Y es que, sin duda, vivimos tiempos sexuales y no habría motivos para alarmarse. La vida
moderna nos brinda la oportunidad de satisfacer nuestras fantasías no sólo con la
invención del uniforme escolar y su uso obligatorio sino con la exhibición comercial de
ropa interior en los autobuses. ¿Quién puede en esos casos enfadarse cuando el paisaje
nos resulta tan agradable? Sólo los guardianes del pudor en turno. Paradójicamente, ahora
que las cadenas de televisión no tienen remordimientos en que sus comediantes exploten
los chistes sexópatas que muchos ya habíamos leído en el Mil Chistes, parece asunto de
risa que sus recientes aspiraciones inquisitoriales se hayan encaminado a la cultura de la
higiene mental. No tienen la calidad moral para hacerlo, pero en este México nuestro,
donde hasta Roberto Madrazo se da el lujo de exigir democracia, tal objeción de mi parte
pasará desapercibida.
Post scriptum: Después de publicar este artículo, aventuré en algunas pláticas la
hipótesis de que posiblemente los autores de las revistas “sexacionales” habían sido en un
principio literatos sin trabajo. Mis argumentos se sustentaban en sus particulares
referencias literarias (Boccaccio, Shakespeare, Twain, etc.) y que habían puesto al
personaje hermafrodita de una de sus historias el significativo nombre de Guadalupe
Amor. Pero, sin duda, la evidencia más sólida de aquella hipótesis la encuentro en Calor
entre las piernas No. 63, págs. 2-4:
“Cada vez que Mariana se reunía con sus viejas amigas de la prepa sucedía lo mismo:
–Para una mujer no hay nada más fácil que llevarse a la cama a un hombre.
Las tres veinteañeras eran solteras que tenían calor entre las piernas. [...] Si algo les
encantaba era platicar con pelos y detalles de todos sus destrampes. [...]
–Pues fíjense que yo me acabo de ligar a mi profesor de literatura.
–¿No me digas, aquel rubio guapísimo?
–¡Y no sólo está guapo sino que la tiene así de brutal! (la mujer separa sus manos).”
¿No serían estos mismos argumentistas quienes se dedicaban anteriormente a publicar
adaptaciones de obras famosas para una serie llamada Joyas de la Literatura?
Su majestad, el Futbol
La pelota es como la mujer: hay que tocarla mucho y tenerla poco.
Fernando Manzanilla sobre una frase de Valdano
1. Más que contra cualquier equipo mundialista, la selección mexicana lucha siempre
contra su propio destino catastrófico. Su historia no sólo es el itinerario del desastre sino
el amplio escaparate de nuestras angustias domésticas. De nuestras frustraciones
históricas. Cada quien sabe qué estaba haciendo cuando perdimos en los cuartos de final
de México 86. Y sabe repetir ese hormigueo en los intestinos cada que los mexicanos
tiran un penal para decidir el partido. Sin embargo, a pesar de esos resultados, el
aficionado rinde a su equipo una fidelidad que no le merece ni su esposa. La selección
podrá perder a cada rato, pero siempre habrá que ver cada encuentro como si en él se
disputara el futuro de nuestras hipotecas.
2. En México, los juegos del tricolor desatan más discusiones que la política fiscal porque
el futbol en sí mismo es una forma de política mexicana (estrategia, juego sucio,
teatralidad) profundamente ligada a la economía familiar y más inteligible que las
disposiciones de Hacienda. Y no es para menos. Vivimos en una época donde los
fracasos futbolísticos se justifican con discursos presidenciales (“No fue el equipo, fueron
las malditas circunstancias”) y donde los partidos semiprofesionales arrojan más
detenidos que las redadas policíacas.
3. Cada cuatro años, ninguna ceremonia es tan puntual como reunirse a ver la Copa del
Mundo con los amigos y estropearse el estómago a base de frituras. Algo tiene el futbol
por televisión que excita nuestra ansiedad por la comida chatarra. Posiblemente, las
derrotas encuentran su amargura precisa en las cervezas mexicanas y los pretextos son
más creíbles si uno se los repite con el convencimiento propio del mal aliento.
Ciertamente, la esperanza vale todas esas ritualidades porque el auténtico móvil del
aficionado es su necesidad de sufrimiento. El dolor en el balompié puede ser tan falso
dentro de la cancha como tan real fuera de ella. A cada fingimiento dentro del área chica
por parte de un jugador corresponde una aflicción verdadera debida a un espectador. Al
igual que la lucha libre, el futbol necesita un público recién salido de la sala de torturas.
Un fanático es capaz de perder todo su salario apostándole a unos delanteros que
confundan los tiros a gol con los despejes de media cancha. Llevado por una enfermiza
confianza en sus ídolos, el auténtico aficionado no conoce otra forma de experimentar esa
variante del riesgo a la que llama “pasión”. Su masoquismo establece vasos comunicantes
entre su porvenir quincenal y un juego suscitado a kilómetros de distancia. Sin embargo,
la lejanía de cualquier partido pasa desapercibida ante la atmósfera familiar de una
apuesta amistosa. Ganar no es tan importante como ver sufrir a su vecino.
4. A las mujeres se les puede perdonar que no sepan de futbol pero nunca que no
compartan al nivel mínimo la devoción de sus parejas por ese deporte. Podrán no
pronunciar los nombres europeos ni memorizar las tediosas estadísticas (incluso se les
permite soñar algunas noches con Beckham) pero que resulten indiferentes al Mundial
sólo las conducirá al divorcio o al celibato.
5. Los partidos de balompié han venido a sustituir a las guerras, dicen los entusiastas. No
preguntemos entonces por qué cada una de esas heroicas batallas necesita un grupo de
rapsodas que las inmortalice. El camino que conduce del anonimato a la celebridad está
siempre legitimado por los medios masivos. El ídolo deportivo se erige sobre una leyenda
que el cronista describe jugada tras jugada. Por eso, los comentaristas de futbol sienten el
deber moral de analizar cada movimiento con la ética minuciosa de un auditor.
Ejerciendo un auténtico marcaje personal, la televisión no sólo maximiza el talento de los
héroes sino que proporciona pruebas irrefutables para aborrecer los arbitrajes. Al hombre
de negro se le escapa todo lo que para la cámara lenta es determinante. Ahí radica la
diferencia de apreciar un mismo partido en televisoras distintas. La pasión no parte
solamente de quienes juegan en la cancha, sale también de quienes gritan a todo pulmón
los goles.
Si pierdo lejos de ti
La madrugada del 17 de junio transcurrió del entusiasmo a la desilusión sin escalas
intermedias. México perdió dos a cero ante los Estados Unidos y con ello, nuestras
esperanzas de cruzar de una vez por todas el muro de los octavos de final quedaron
nuevamente tendidas en el pasto. Nadie parece entender con exactitud qué sucedió en
aquellos noventa minutos, pero no hubo mexicano que careciera de una explicación para
tal misterio. Más allá de un análisis erudito, he reunido 10 puntos de vista, recolectados a
lo largo de esa trágica mañana y que bien pueden servir para diagnosticar el estado de
ánimo colectivo que un partido de futbol puede generar.
Masoquista: “La derrota mexicana debe interpretarse como un inevitable regreso a la
realidad. La inseguridad, el desempleo, la corrupción y otros problemas sociales no
pueden relegarse a un segundo plano por culpa del futbol. Qué lamentable que el deporte
sirva como analgésico para la terrible situación de nuestro país. La pobreza no se alivia
con goles, a pesar de lo que diga la televisora. Tenemos que dejar de festejar cada victoria
como si nuestra economía creciera a gritos.”
Globalifílico: “México perdió porque la mayoría de sus jugadores han preferido volverse
estrellitas en la liga nacional y no han salido a exponerse al mejor futbol del mundo en
Europa. Lo mismo sucede con el país: no puede darse el lujo de anteponer su soberanía
–ese orgullo artificial– sobre su necesidad de desarrollarse. El Fondo Monetario
Internacional es como la FIFA: hay que aceptar todas sus reglas para poder aspirar al
primer mundo.”
Globalifóbico: “Estados Unidos actuó en la cancha de la misma manera que lo hace
fuera de ella: sin dejar jugar al rival. Debemos entender que EUA no quiso tanto ganar el
partido como hacer que México lo perdiera. Obsérvalo: sus jugadores golpearon con tal
violencia a los nuestros que las persecuciones de la Migra parecían las caricias de una
geisha. Pese a lo que digan Fox y sus secretarios, yo estoy seguro de que él vendió el
encuentro, porque más allá del pase a los cuartos de final, ahí se disputaba el agua del río
Bravo.”
Esotérico: “Existe algo incuestionable: el futbol no sólo requiere técnica y estrategia sino
también una notable dosis de suerte. Eso, entendiendo como ‘mala suerte’ sucesos
inexplicables, como tiros que se desviaron misteriosamente al travesaño o la aparición
casi paranormal de Alberto García Aspe sobre el terreno de juego. En un principio, confié
en que la lógica nos favoreciera; sin embargo, el ingreso a la cancha del americanista
Luis Hernández confirmó mi sospecha de que había fuerzas ocultas a favor de los
gringos.”
Enemigo de la TV: “Después de ver a Rocío gritar como lunática que Sí se podía y de
contemplar a la Selección demostrando que Otra vez no se pudo, lo mejor que uno puede
hacer es dejar de creer tanto en la Televisión. Me causa terror sintonizar los canales
porque no sé en qué momento saldrá un tipo haciendo afirmaciones tales como ‘Ésta es la
mejor alineación que hemos tenido jamás’ o ‘Nuestro partido político tiene la razón
histórica de su lado’.”
Político: “El futbol, como la política, te enseña muchas cosas. La lealtad, la obediencia,
el compañerismo, la resignación, pero sobretodo la certeza de que para los
norteamericanos siempre existirán caminos por donde chingarnos.”
Sexagenario: “Lo único que me satisface es que en México las tradiciones (las fiestas
religiosas, el partido oficial, perder en futbol) están siempre por encima de cualquier
protagonismo.”
Fresa: “Lástima, güey, que nuestra selección, güey, haya perdido con un equipo equis
como son los Estados Unidos. Realmente me causa tristeza. O sea, no he dejado de
chupar desde que terminó el partido, güey. No manches. La neta es que sólo Torrado (que
tiene un corte de pelo así como el mío) sacó la casta. ¿Sí me entiendes, verdad? Me cae
que del enojo voy a cancelar mis vacaciones en Orlando.”
Vendedora del mes “Tupperware”: “Primero que nada, hay que erradicar la mentalidad
derrotista del jugador y pensar que si otros pueden, ¿por qué nosotros no? Quiero ver un
México de triunfadores. ¡México: atrévete a ser grande! Me parece indispensable que los
seleccionados sepan cómo llegar a la ‘excelencia’: si hoy son buenos, mañana deben ser
mejores. El poder está en ellos; en su confianza en sí mismos. No hay límites, ya lo dijo
Rocío, la del Big Brother. En la vida, como en los partidos de futbol, hay que aprovechar
cada minuto.”
Místico: “Al equipo mexicano le faltaron las cuatro virtudes que brillantemente ha
expuesto nuestro maestro Bhaktivedanta Mahabaratha: uno: la paciencia, dos: la
tenacidad, tres: el conocimiento y cuatro: la expansión espiritual. Los deportes, como
sabemos, son un método antiguo para la liberación del yo. El balón es redondo porque la
esfera representa la perfección, el siddhi. El jugador mexicano aún no ha podido
personificar la energía interna para un propósito superior: ganar el partido.”
CUATRO:
¿ESCRIBES O TRABAJAS?
Disculpen la modestia
La técnica del autoelogio representa una guía para aquellos críticos encargados de
sustentar nuestra trascendencia. A través de ella se concretan los caminos que han de
seguirse para un futuro análisis de nuestra obra.
Los críticos y los escritores comúnmente no comparten la misma óptica de apreciación,
eso origina discordancias entre lo que espera el autor que digan de él y lo que, al final,
aparece escrito.
A lo largo de su vida, el escritor va tejiendo el aparato crítico que lo consagre. Este
aparato, huelga decirlo, obedece a una pantomima de narcisismo que es sólo evidente
para sí mismo. Toda literatura es polisémica y esta peculiaridad sirve de pretexto para
que cualquiera (tachado de mediocre) diga de sus críticos:
–En verdad, no comprendieron la unidad interna del texto– y a continuación cite a los
grandes maestros de la semiología y la hermenéutica que ni él mismo comprende.
El error de estos escritores reside en esperar a la réplica para aclararlo todo, cuando
debieron partir de otro lado: trazando el camino de análisis de su propia obra utilizando
las obras ajenas.
Al escribir un ensayo literario, uno tiene que “ver” en sus autores favoritos aquello que
quisiera fuese evidente en su propia obra. A esto se le llama “sentar guías”. Es decir, que
se deben construir verdaderos monumentos de elogio hacia los autores analizados para
establecer las reglas en este juego de espejos:
“De Eduardo Huchín podríamos decir lo que él mismo opina de Ibargüengoitia: ...”
Que utilicen nuestros párrafos es enteramente agradable, siempre y cuando señalemos la
manera en que deben ser citados. Por supuesto, que el juicio anterior es una muestra del
grado máximo del autoelogio: el que hacen los otros con nuestras propias palabras.
Hay otras maneras menos cínicas para, si no emitir juicios “pertinentes”, escribir las vías
de acceso a nuestros libros analizando otros:
“Al libro de (aquí se pone cualquier nombre) se llega a través de un estudio exhaustivo
del lenguaje que revela su aparente sencillez verbal. Las distintas voces enunciativas
establecen una atmósfera inusitada en nuestra literatura. Cada palabra ocupa el lugar que
le corresponde; no existen elementos gratuitos...etc.”
Repetido eso en dos o tres reseñas sobre dos o tres libros distintos, la reflexión se asienta
en el subconsciente del crítico que las lea y que al revisar nuestros textos halle en ellos
ese supuesto “estudio exhaustivo del lenguaje, etc.”
Pero el método más elegante (y literariamente plausible) se encuentra en esa técnica
narrativa conocida como “construcción en abismo” o “sistema de cajitas chinas”. Esto es:
escribir un cuento donde un personaje escriba también un cuento que tenga, a su vez, a un
personaje escribiendo un cuento. Lo anterior con la finalidad de que en la narración que
haga nuestro personaje se dejen evidentes las mismas características de la narración que
nosotros mismos hemos escrito. O que simplemente, el personaje de nuestra historia haga
una crítica favorable a un escritor ficticio que presumiblemente seríamos nosotros.
Onomástica
Después de ver una aburridísima película europea, entre unos amigos y yo enunciamos
una regla hasta entonces inédita de todo videófilo comercial: “Nunca rentes una cinta
cuando el nombre de su director tenga más de cuatro consonantes consecutivas”. La frase
viene a colación porque desde niño he tenido la inquietante intención de leer al
dramaturgo noruego (premio Nobel en 1903) Björnsterne Björnson (1832-1910). Deseo
incumplido hasta ahora por una sencilla razón: jamás he tenido el valor para pronunciar
tal nombre frente a mi librero, que incluso duda ante títulos tan sencillos como los de
Jonathan Swift:
–¿Tiene en existencia Los viajes de Gulliver?
–Déjeme lo busco en la computadora. “L-o-s v-i-a-j-e-s d-e O-l-i-v-e-r” dijo, ¿verdad?
–Mmm...mejor vea qué tiene de Octavio Paz.
En estos tiempos, la trascendencia nos puede tocar un día cualquiera y si tenemos la
oportunidad de salir del anonimato (aun cuarenta años después de nuestra muerte) no
podemos arriesgarnos a ser intraducibles. Meg Brown, que ha analizado el éxito de los
latinoamericanos en Alemania (The reception of Spanish American Fiction in West
Germany 1981-1991, cuya referencia me entero por un artículo de Alberto Vital,
“Nombres y marcas”) señala las dificultades de la pronunciación alemana en nombres
como Isabel Allende o Gabriel García Márquez. (Pienso en esa pequeña venganza cada
que intento pedir al dependiente el Simplicissimus de Christoph von Grimmelhausen).
Pero lo importante es no aferrarnos a la modestia ni guardar en el baúl los poemas para
nuestros futuros críticos. ¿O alguien cree que Neftalí Ricardo Reyes hubiera ganado el
Nobel en 1971 con el nombre de Neftalí Ricardo Reyes? El valor del pseudónimo transita
entre la mercadotecnia y la universalidad fonética ¿Quién lo imaginaría?
Como sabemos, existe un alfabeto fonético internacional que indica los rasgos de cada
sonido. Conociendo la fonemática más universal podemos determinar las restricciones
con respecto a la organización de las secuencias de segmentos. Una secuencia tan común
en castellano como “jua” provoca dificultades entre los alemanes. No añadamos lo que
sucede con otras lenguas. En el mismo español actúa cierto carácter de eufonía
memorable en el éxito y el renombre de algunos autores. Quien se percató a tiempo optó
por el pseudónimo o por las variantes de su nombre propio. No es lo mismo Jorge Borges
(la cercanía entre dos “rg” lo vuelve cacofónico) que Jorge Luis Borges. Esta nueva
secuencia fonética suena a erudición, a premio Nobel no reconocido. El “Luis” agrega la
sana distancia y efectúa el milagro.
Ahora, que si queremos ser autores de elite, el nombre complicado es indispensable.
Podemos sentirnos orgullosos de alimentar la vanidad ajena; es esa satisfacción que ha de
sentir desde su tumba Kostas Papaioannou cada vez que algún intelectual pronuncia su
nombre sin tartamudear. (Algo parecido sucede si el nombre incluye alguna regla básica
del idioma natal). Supremo placer es aquel de corregir a quien diga “German Gis” cuando
se refieran a Hermann Hesse o el de poner en aprietos a medio mundo (como Nietzsche a
quien todos citan con la misma libertad interpretativa con la que dicen su nombre).
¿O elitiza igual hablar de Albrecht Dürer que de Alberto Durero, de Tomás Moro como si
fuera el mismísimo Thomas More?
En vista del éxito no obtenido
I
Los recitales o lecturas de obra literaria son el medio más barato de difundir la existencia
de las instituciones culturales, justificar el presupuesto de la gestión, el incremento no
imaginario en 50% al apoyo a creadores, el fortalecimiento de una identidad en
construcción a través de la nostalgia y, sobre todo, para dejar a los autores “a solas” con
el enemigo.
El gasto económico disminuye si el equipo de sonido y el lugar pertenecen a la
institución; la captación de oyentes crece si el evento se efectúa junto a una librería o
lugar transitado donde todo visitante constituya una porción involuntaria del auditorio. A
partir del equilibrio entre estas dos variables, la lectura es exitosa a medida que aumenta
la segunda y se inmoviliza la primera. Cosa obvia, pero que nos sirve de pretexto para
analizar las justificaciones presupuestales y sus problemas: la inversión se da en pesos y
el resultado no puede ser evaluado con parámetros monetarios. La calidad de un libro de
cuentos o poemas no admite decir que hubo 15% de pérdida o ganancia cuando el
incentivo fue de mil quinientos pesos mensuales. Parece que las únicas salidas
económicas son:
a) producir libros con bajos tirajes y en ediciones únicas,
b) crear nuevos premios o aumentar el monto de los ya existentes,
c) organizar lecturas.
La opción A se sustenta en la esperanza de que todo a largo plazo es redituable (como los
pudrideros naturales que en miles de años se vuelven petróleo), o sea, imprimir libros que
aspiren a volverse costosos por raros; claro, todo esto en los siglos subsecuentes. Las
opciones B y C si bien no son consagratorias, agregan líneas al currículum y
proporcionan dos o tres recortes de periódico para la egoteca.
Lo referente a la identidad tiene que ver con el horizonte de expectativas del mecenazgo
y su imposibilidad en la práctica, pues entre el beneficiario y la institución siempre
existen diferencias, ataques mutuos y esa santa paz que proporciona el cheque mensual.
Pero lo que me interesa por el momento es tratar al escritor en ese espacio social que es la
lectura y las consecuencias psicológicas de tales actos.
Veamos: si la literatura es un exhibicionismo entre visillos, las lecturas son un table
dance donde los autores llevamos todas las de perder, porque como “espectáculos de un
solo hombre” requieren de una preparación que no todos admitimos como válida. Si las
presentaciones de libros son misas de cuerpo presente (donde cada elogio esconde su
respectivo pésame), las lecturas son mentiras en el confesionario y por ello necesitamos
conocer las proporciones perfectas del protagonismo escénico: 25% de esfuerzo en el
fingimiento de la voz –como cuando se compra una revista pornográfica–, 25% de
actuación de intelectual –como cuando se conquista a una mujer–, 25% de paciencia para
sostener cinco páginas de lectura del Declamador sin maestro, 25% de postura de oyente
–la mano extendida sobre la mejilla– como fotografía de autor de Alfaguara.
Bastante mala fama tienen los poetas como lectores en voz alta de sus creaciones, y así
podemos observar que:
-José Emilio Pacheco arremete contra los recitales en uno de sus libros:
Si leo mis poemas en público
Le quito su único sentido a la poesía:
Hacer que mis palabras sean tu voz
Por un instante al menos.
-Dámaso Alonso los considera una “expresión de la hipocresía esnobista y de la incurable
superficialidad de nuestra época”.
-Gabriel Zaid los compara con cócteles de galería donde la dificultad consiste en intentar
“leer de oídas”.
-Edmund Wilson los enumera dentro de los 20 principios enemigos de un escritor.
Porque, reconozcámoslo: todo encuentro literario donde la página conduce a una relación
silenciosa, produce decepción ante la cita personal. Uno es bastante descuidado en su
apariencia física o por lo menos eso intenta. El escritor, convencido de su sacralidad ante
los oyentes, asume ponerse en la cabeza un laurel que le queda demasiado grande. Peor
resulta cuando los oyentes son otros escritores, porque cada uno se cree rey del mundo y
considera que la “revolución estética” no le ha hecho justicia. El “joven creador” inventa
su lugar en la mesa de lectura y es como si recitara una ofrenda poética para
quinceañeras. Quiero decir: está consciente de que lleva un texto para la ocasión, sin
muchas dificultades técnicas, dispuesto a impresionar a quien se deje impresionar en esta
nueva presentación social donde gustosos lo contemplan sus padrinos de gremio, de
grupo, de mafia.
Como marginado, como excepción a la regla, como soy garrick cambiadme la receta, el
joven creador vive su verdad a medias a través de la imagen personal. La importancia de
la misma varía según los gustos: tengo un amigo que prefiere comprar libros sin
fotografía de autor, porque –dice– le deprime imaginarse al de la foto escribiendo el
discurso que se halla entre sus manos. La imagen es un arma de doble filo porque añade a
la perspectiva única de cada lector, puntos a favor o puntos en contra.
La lectura en voz alta no admite la distracción propia de la somnolencia –derecho
inalienable del auditorio- y nos obliga a decir “cito” y “fin de la cita” en los extremos de
la trascripción, ahí donde cursivas y comillas se vuelven inútiles, así como ineficaces las
innovaciones tipográficas. Nuestras complejidades verbales se van a la basura, porque
nadie del público va a levantarse a buscar un diccionario; a menos que al escritor le
importe un comino la inteligibilidad posible en una lectura y crea devotamente en esa
expresión de Baudelaire: “Hay cierta gloria en no ser comprendidos”.
Y sin embargo, se dan casos: alguno de los asistentes se fastidia y se va. No gozamos ya
del privilegio de ignorar si alguien en algún punto de la ciudad lee nuestros textos, le
asquean sus contenidos, los quema y anota nuestro nombre en su Index personal de
autores prohibidos. Tendremos que enfrentarnos a las reacciones de la concurrencia: en
una lectura, el autor intenta decir algo, los asistentes escuchan otra cosa y con ello se
experimenta una nueva forma de polisemia literaria.
En poesía, la aversión contra todo lo que suene a Declamador sin maestro, hace del
espectáculo de ruptura un hecho risible, plausible y fascinante. Escoger un poema propio
para leer en público es casi tan tortuoso como escuchar el resultado de dicha elección.
Desatendemos, entonces, la voz, la dicción, el énfasis y nos aferramos al comentario
piadoso de algún oyente:
–De todas maneras es buen escritor, no podemos exigir que lo sea como lector en voz
alta.
Mal y consuelo de todos, el micrófono espera para convencernos de que hablar con la
intromisión de Evolution, Korg, Peavey y JBL obedece a un arte para el que no todos
estamos lo suficientemente entrenados.
II
Si la ganancia económica de una lectura se reduce comúnmente a cero, es porque no se
han vislumbrado los alcances de las mismas. Claro que tienen que verse en otros rubros,
porque intentar cobrar en lecturas sería poco menos que un suicidio por no decir una
tomadura de pelo.
La oferta aumenta geométricamente mientras la demanda es inmóvil: ésa es la gran
verdad. Todo el mundo quiere escribir pero nadie escuchar o leer. Y los dispuestos a
escuchar quizás no descubren aún su vocación de confesores y andan vagando por ahí
sin darse cuenta del nulo crecimiento que provocan.
Las lecturas, si son colectivas, se enfrentan a la dificultad de no distinguir la aportación
individual de cada escritor. No se recomienda dividir, por ejemplo, el número de
asistentes –descontando escritores e invitados de la institución– entre el número de
autores que leen. El promedio –aunque matemáticamente posible– no refleja la realidad
del ejercicio presupuestal.
Para ser concretos en la aplicación de un capital sería aconsejable hacer segmentaciones,
verbigracia:
De una beca mensual de $1, 500.00 M. N. :
30% de gastos varios
25% de formación intelectual (libros, revistas, encuentros)
25% de imagen social (mujeres, bohemia, bailes)
20% de publicidad al gusto
Lo cual obligaría al escritor a tener un poder de convocatoria resultante del 20% de su
ingreso pecuniario.
Otra alternativa podría ser la utilizada por el INEA: es decir, pagar por cada grupo de
diez fans incondicionales que lleve el escritor a todas las lecturas y presentaciones de
libros, y un gran bono por cada aprobado en un examen que se aplicará para verificar si
ese público está completamente condicionado para consumir libros, discos, revistas y
lecturas de autores campechanos.
Post scriptum: El anterior ensayo fue escrito con motivo de una “mesa de lectura” (17agosto-2000) donde los jóvenes creadores mostramos los avances de nuestros respectivos
proyectos. El espacio usurpado para tal cometido (“La voz de la poesía”) registró su
asistencia más raquítica. El público convocado por los jóvenes creadores resultó tan
escaso que sólo pudo ser superado por el que asistió a la muestra de “Creadores con
trayectoria” (con un resultado de -2, porque ni los creadores se presentaron). De esta
manera, se me ocurrió que podría haber una escala descendente de público acorde al
tiempo que uno tenga como “creador”:
JOVEN CREADOR.........................CREADOR CON TRAYECTORIA
15 asistentes
-2 asistentes
Diferencia: 17 personas
Sólo divídase el número de personas entre los años de trayectoria del creador y se
obtendrá la “disminución de asistencia por año”. Más investigaciones estadísticas nos
llevarán a determinar si ese número obedece a una CONSTANTE DE PÉRDIDA DE
PÚBLICO o depende únicamente de que a nadie interesa ya el arte.
Sufro, luego escribo
“A los diecisiete años comencé a escribir porque una compañera no me hacía caso.
Entonces yo era particularmente trágico. Lloraba todas las tardes.
Empecé, como casi todos con la poesía. Textos extraños, de manera alguna
autobiográficos, ¿cursis? Sentimentalismo puro, frases reinventadas a partir de canciones
en inglés. Como por arte de plagio, variantes nuevas de esos rompecabezas desmontables
que son los poemas herméticos. De Soundgarden a Allen Ginsberg, de Octavio Paz a
Rollins Band. Sufrimiento de primera línea, pesimismo teórico. La inutilidad existencial
según Nirvana, según Camus, según Smashing Pumpkins. Y en medio de ese vértigo de
palabras: mi desencantada vida amorosa.”
H. A., Joven creador
“Intentar ser escritor, a estas alturas, resulta conflictivo en la familia. ‘Si estudias
literatura –me advertían mis padres– vas a traicionar los ideales de esta casa’...Bueno, en
realidad, no decían eso. Decían algo así como: ‘¿En verdad existe una licenciatura en
literatura?’”
J. S., Estudiante de literatura
“Te voy a ser sincero, jovencito. Comúnmente, veo a mis colegas y disiento de sus
obsesiones. No creo en el redencionismo de las putas, ni en la vida dedicada a la bohemia
(palabra con la que pretextan su alcoholismo inevitable), ni en las virtudes del
hermetismo, ni en nuestro patético lugar dentro de la sociedad. Pero, sobretodo, desconfío
de esa amargura detrás de la inmortalidad. ¿O.K.? Y te dejo que ya se acerca la hora de
mis lobotomías.”
J. E. P., Poeta consagrado
“Desde luego que ansiamos ser como Pessoa, tener la libertad de Pessoa, pero no toda la
suerte de Pessoa. Si después de un recital alguien no se acerca a felicitarme, me siento un
perfecto idiota. Ya me cansé de que sólo me lean los jurados de concurso”.
B. R., Escritor
“Debido al nulo caso que me han hecho las mujeres desde siempre, mis primeros poemas
los dedicaba a Porn Superstars (Chasey Lain, Jenna Jameson, Sylvia Saint, Eva Roberts).
Después, a las compañeras de la preparatoria con quienes tenía sueños húmedos
(particularmente con una llamada Maria Elena y con otra, Irma). Y mira ahora, mi
literatura erótica está a la altura de un Sade, de un Masoch. ¿Sabes? Si no escribiera, por
lo menos, una vez al día mis fantasías, ya me habría vuelto un maniático sexual”.
S. K., Poeta
“El motivo principal por el cual escribo proviene de una decepción amorosa. En aquella
ocasión entregué a la interesada un poema. Estoy convencido de que no lo conserva: era
un mal poema. Pero, de esa experiencia pude sacar dos valiosas enseñanzas:
a) Declarar un amor es empezar lentamente a perderlo.
b) Escribimos precisamente porque no le interesamos a quien está al lado
nuestro, al prójimo próximo.”
C. L., Poeta y profesor
“La única actividad ficcionadora que les conozco a los escritores campechanos es la de
hacer creer que ejercen correctamente el presupuesto. Se desenvuelven bajo la máxima:
‘Vivir fuera del FECA es vivir en el error’. El resultado de eso son libros que a nadie le
interesan, noticias de periódico que bien pudieran ser suprimidas y la vida seguiría
igual... (¿vas a poner sólo mis iniciales, verdad?)”
C. M., Encargado de X
Departamento cultural
“Ahora estoy en mi etapa de levedad intelectual. Antes, leía a Martha Harnecker y tenía
un póster del Che Guevara en mi cuarto. La vida me parecía injusta y participé en la toma
de tres escuelas y en cuatro marchas. Escribía poesía de protesta. Después, pasé al
existencialismo: Camus, Sartre, Kafka, tú sabes. Intenté el suicidio tres veces: pastillas,
una cuerda y las venas. Mis poemas decían: la vida no tiene sentido. Últimamente fue el
ateísmo: leía Nietzsche, a Feuerbach y a Rius. Me alejé de la Iglesia y la vida me ofrecía,
según esto, toda la libertad para mis excesos: poesía hermética, me volví bisexual. Ahora
me siento huérfana, no sé a qué atenerme; no escribo nada. Un día de éstos, voy a
terminar de burócrata y con seis hijos acólitos”.
S. B., Escritora radical
“No le recomiendo a ningún joven que se interese por la literatura. Es muy ingrata; es lo
peor del mundo. Te guía de una sufrimiento a otro, de una marginación a otra. Llevo
decenas de ensayos tratando de explicarme las consecuencias de ser escritor. Y tengo una
respuesta: es la vida dedicada al desempleo”.
N. B., Escritor, Director de X Departamento cultural,
Profesor de tres escuelas, Diputado local y becario vitalicio del
Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FECA)
“Acabo de llegar de El Caguamayo. Ahí baila una striper que se llama Tamara (bueno,
ayer se llamaba Michelle y anteayer, Shirley). Me enamoré de ella desde el primer
momento. Llevo cerca de cuarenta poemas escritos donde el tema principal son las
regiones de su cuerpo”
G. C. I., Poeta y alcohólico anónimo
“Yo no sé que vaya a suceder con la literatura campechana, porque no es redituable. Si
para los próximos meses no sale a la venta un Frijol con puerco para el alma o algo por
el estilo, se avecina una catástrofe. En una sociedad donde lo mismo cuestan tres
cajetillas de cigarros y un libro de la colección Tierra Adentro, todavía sorprende que el
número de fumadores no disminuya con una nueva cruzada de salud pública a través de
la cultura”.
N. E., Escritor
“La venta de libros va de mal en peor. Los textos de autores locales, sobretodo. Es más, si
hubiera que poner una advertencia en cada edición hecha por el Instituto de Cultura, sería
algo así como: ‘Prohibido usarse con fines de lucro’. Ignoro qué vayan a hacer los demás;
yo, por mi parte, ya firmé con Ediciones Selectas Diamante... libros que transforman
vidas”.
C. C. S., Escritor
“Imagínate lo que es para mí vivir atado a la provincia. De nada valen mis quinientos
haikús, ni los tres volúmenes de décimas, redondillas y madrigales que he publicado. De
nada valen los veinte premios internacionales ni mi prestigio alrededor de todo el país.
¡Carajo! ¿Qué tipo de sociedad es ésta que usa mis antologías como pisapapeles?”
R. P., Poeta Laureado
“Guíate de la siguiente reflexión: si son capaces de volver a Carlos Cuauhtémoc Sánchez
en bestseller son capaces de llevar a Hitler al poder. Entiéndelo: el infierno son los otros,
la derrota de la cultura son los demás. De ahí que no me lean”.
J. M., Narrador
“qué le sucede a esta pinche sociedad, cabrón
Uno saca todas sus vísceras para
exhibirle al lector sus propios malestares
Somos una herida putrefacta
es cierto
pero esta ciudad es la enfermedad el cáncer
No mames nadie quiere darse cuenta
de la realidad
prefieren idiotizarse frente al televisor u oyendo las canciones de la
efe/eme
Puta que si me preocupa la recepción de mis libros?
La verdad : no
Gano bien con las baladas que vendo a Los Acosta”.
M. M., Poeta y guitarrista de
un grupo de rock
Lujuria de la lectura
Samuel Thuz, Las ideas como orgasmo, Taurus, 2002, 456 p.
“El conocimiento es inducción, deducción y seducción”
Samuel Thuz
Definido por el mismo Thuz como una “autobiografía intelectual”, este libro busca
revisar de manera poco ortodoxa la Historia, el arte y la cultura, “conceptos manoseados
excesivamente por todas las épocas y que representan de cierto modo nuestra versión
bibliómana del eterno retorno” según comenta el autor en su “Nota aclaratoria”. Después
de Lujuria de la filosofía (respuesta implacable a Historia de la sensualidad de Alphonse
Dupont), muchos esperábamos esta nueva obra que Thuz había anunciado en una
entrevista concedida a Time, en octubre del año pasado.
“Un libro totalmente revelador” manifestó no hace mucho Carlos Fuentes. Su juicio,
dudas aparte, resulta mesurado para un trabajo de estas magnitudes. Sin embargo, pese a
nuestra admiración por el autor, no podemos admitir que un crítico como Marcos
Bleinmann diga que le pareció “un auténtico hallazgo dentro del pensamiento
contemporáneo”, porque pecaríamos de desinformados. Quienes hemos seguido de cerca
la producción ensayística de Samuel Thuz, sabemos mejor que nadie lo mucho que su
obra tiene que agradecerle a libros como el Pequeño diccionario de perversiones de
Heitor Ma. Laveira.
Numerosos fundamentos íntimos, debiera yo decir “confesionales”, forman la columna
vertebral de este libro. El filósofo Thuz habla de su vida personal con la misma
congruencia con la que ha explicado su pensamiento a lo largo de los años. Por lo tanto,
la presencia constante del erotismo en estas páginas no debe tomarse como una
artificialidad sino, al contrario, como una evidencia de que la práctica no está reñida con
la teoría. El epígrafe que abre la lectura, concentra estupendamente el tono provocador y
la atmósfera de todo el libro:
¿Qué es la vida sino el lapso de tedio que existe entre un orgasmo y otro?
Desde el principio, Thuz admite las particularidades de “su caso” y denomina a una de las
etapas más importantes de su vida –“aquel misterioso impulso por leer completamente 15
o 20 libros por semana”– como “lactancia intelectual”; periodo aquel, altamente
aprehensivo donde la preferencia de Thuz por los ejemplares voluminosos lo condujeron
a determinar condicionantes sexuales para aquello que generalmente se considera
exclusivo del campo intelectual: la lectura. Esta observación, aplicada a experiencias
pasadas, ocupa todo su primer capítulo y representa el punto de partida para sus
argumentos teóricos más consistentes1.
A través de una notable prosa analítica, el maestro Thuz reconstruye aquella infancia
donde su madre le contaba historias cargadas de una extraña fascinación2. “En los
cuentos de Hadas todo era excitante, lo era el sentido irreal y también la feminidad de las
heroínas, lo era la fálica nariz de Pinocho y la falsa inocencia de Caperucita”. Su niñez
resultó ser una época que siempre se resistiría al olvido. “Aún en la actualidad, al
comenzar una lectura cualquiera, los sonidos que resuenan en mi cabeza junto a las
palabras escritas provienen indudablemente de mi madre”.
En su pubertad, se obsesiona por leer revistas y catálogos de libros. Esta lujuriosa
contemplación (“a escondidas, en el desván de la casa”) distinguía dos tipos de revistas:
las que únicamente mostraban libros (Thuz elogia a la prestigiosa Playbook®) y otras,
más explícitas, que enseñaban a “verdadera gente en el acto de la lectura” (No menciona
a ninguna, pero suponemos que se refiere a los anuncios de la Reader’s Digest).
Sin embargo, la eclosión de esa concupiscencia la descubre cuando se enamora de una
maestra de la Preparatoria. Eso no tendría nada de extraordinario si no fuera porque Thuz
sólo se excitaba cuando ella daba clase; el motor de su libido (librido en la nueva
terminología) era la clase, el acto de enseñanza como sometimiento sexual y la
subversión del sometido como producto de la rebeldía del ello3. “La profesora llegaba y
nos ponía a leer capítulo tras capítulo un enorme libro que nunca se dignó en explicar. Yo
me acercaba a su escritorio y la cuestionaba en voz baja. Nunca respondía. Ése era
nuestro pacto.”
Aunque ya Marcuse ha expuesto brillantemente la relación entre las represiones social y
sexual (Eros y Civilización), Samuel Thuz amplía ese hallazgo a su propia vida y deduce
los mensajes cifrados de su cotidiana lubricidad. Cuando define la desinhibición sexual
como antecedente a la libertad creativa parece retomar su clásica reflexión: “El principal
obstáculo para que el hombre sea libre es su concepto de libertad” (Aforismos) y que
coincide con aquella frase que Petterson le atribuye y cuya paternidad nuestro filósofo ha
negado hasta el cansancio: “La literatura sólo puede ser real a través de una doble
perversión: el autor esencialmente como exhibicionista y el lector consecuentemente
como voyeur”4.
1
Aunque solo veremos un aspecto del libro, existen en él otras propuestas igual de interesantes, como la
del análisis histórico: según Thuz nos encontramos en un periodo de la historia correspondiente a la
posición sexual del “misionero”. Asimismo estudia los modos de producción marxistas como desviaciones
sexuales: “Marx es el Sade de los teóricos” afirma. Para una referencia más amplia, consúltese el libro de
W. Norton, De Tucídides a Thuz.
2
Llamar a este periodo “etapa oral” originará una polémica clasificación en su capítulo “Las etapas
bibliosexuales del sujeto débil”.
3
“Los alumnos que desafían en clase a sus maestros presuponen un enamoramiento frustrado, una
inconformidad ante su castración didáctica. Como aquel personaje griego Aertes, que mata a sus padres y
se casa con su maestro Demócrates, a quien después venció en una controversia” (Cap. II: “Pedagogía y
Pederastia”).
4
Petterson, Roger. “Thuz: The Last Hedonist” in Erotic Alternatives, University of California, San Diego,
1998, p. 58.
Inspirado inicialmente por Henri Duvarrier (autor de La posmodernidad post-mortem),
quien considera que “la Humanidad no evoluciona al galope de la escritura sino con las
transformaciones que han hecho de la lectura un placer”, Samuel Thuz asegura:
Hay una contradicción esencial entre la perpetuidad de la creación y la efimeridad de la
contemplación. Los que han nacido para el sufrimiento, escriben. Los que lo han hecho para
el placer, leen. [...] El leer no puede (ni debe) simplificarse a la sencillez de esta palabra: es
necesario mantener auténticas relaciones textuales; experimentar desde zoofilia literaria
(gusto por las fábulas) hasta la más desquiciada preferencia por la “literatura juvenil”5.
Dado el carácter improductivo de la auténtica lectura6, Samuel Thuz detesta los trabajos
de tesis y otros “laboriosos instrumentos para sublimar la lujuria”:
Cuando recuerdo aquella frase de Hanna Berg (“De qué sirve leer tantos libros si no puedo
citarlos”) me sobreviene un escozor en la piel. Justificar la lectura produciendo hojarasca
(tesis, tesinas, reseñas, artículos) es como seguir creyendo que el coito sólo sirve para la
procreación7.
Paradójica afirmación para quien ha publicado diez libros. Y ante la pregunta formulada
por Silvia Beristáin “¿Es su grafomanía una especie de ninfomanía?”, el filósofo
responde algo que bien podría utilizarse para concluir este artículo:
–En definitiva, no. Soy un sexual demócrata, un masoquista, un voyeur. La ninfomanía se la
dejo a mis lectores, porque la ninfomanía no admite la fidelidad: y en ese sentido, te digo que
mis libros sólo alcanzan su auténtica validez cuando establecen un contacto textual con la
literatura de los otros.
–Y entonces, ¿por qué escribe?
–No lo sé. Quizás porque escribir sea el único remedio que conozco contra la decencia8.
No se encuentran fácilmente palabras para rebatir tal consideración.
Apéndice A:
Para no hacer más extensa la aproximación al libro de Samuel Thuz, nos bastará
enumerar algunas de las perversiones que él exhaustivamente explica en su capítulo III y
que son extraídas obviamente de su experiencia personal:
a) El placer que percibe al romper el nylon de un libro (para convencerse de que
nadie lo ha leído antes).
b) El goce de espiar cuando otros leen; especialmente cuando son libros que él ha
dado prestados.
5
Thuz, Samuel. Cap. III “Erótica de la Lectura”.
Cfr. Samuel Thuz, Aforismos: “Sólo lo verdaderamente inútil se hace por amor”.
7
Cfr. Juan Antonio Mendoza: Bajo la mata del aguacate (Diez entrevistas con Samuel Thuz), Ed. Diana,
México, 2001, Col. “Vidas para leerlas”, p. 65.
8
Beristáin, Silvia: “Samuel Thuz: Un viaje entre Sodoma y Utopía” en Terra Nostra, No. 54, Mayo de
2002, p. 23-32.
6
c) La necesidad de usar algún fetiche: “Cervantes no puede leerse sin un separador
de látex negro”
d) Determinar y hacer un inventario de ciento diez posiciones para la lectura, según
el tipo de libro, el estado de ánimo y el lugar.
e) Oscilar entre las dos tendencias de lectores: los heterotextuales y los
homotextuales.
f) En ocasiones, para sentir deleite, verse obligado a deshojar el libro, maltratar su
cubierta o mutilarlo.
Apéndice B:
Samuel Thuz: Erotografía literaria. Filósofo y pensador nacido en Líbano (1956) pero
naturalizado mexicano. Su nombre empezó a ser notable cuando publicó Economía y
sociedad: consideraciones intempestivas. Pero sin duda el libro que lo catapultó a la
fama fue Carroña para Zopilotes, una inteligente diatriba contra la modernidad que
establecía por primera vez los cuatro elementos de la dialéctica posmoderna: tesis,
antítesis, síntesis y prótesis. Fue discípulo de Chevrier hasta 1983 cuando rompieron por
diferencias ideológicas. Otras obras suyas son: Aforismos, Ética para Savater, Pubis y
Praxis, Seducción y revolución, Inventario de obscenidades imaginarias, Lujuria de la
filosofía y Las ideas como orgasmo.
El placer de leer
A Clara
Ningún estudiante está obligado a leer por completo un libro y sin embargo, todos están
moralmente comprometidos a escribir uno: la tesis. Y es que cualquiera pensaría que una
actividad conduce a otra: se necesita ser primero un buen lector para pretender por lo
menos ser un escritor medianamente aceptable. Errónea apreciación: la escritura de un
texto puede ser, en casos lamentables: a) Aparente (Los políticos hablan con palabras
asombrosas, pero nadie puede asegurar que sepan el significado de cada una de ellas). b)
Ininteligible (Muchos aspirantes a títulos universitarios presentan tesis brillantes, pero
algo sucede que no saben explicarlas a la gente común y corriente. Hay vida más allá de
los sinodales y muchos estudiantes aún no han entendido por completo esa condición.
Son los peligros del autismo académico: escribir exclusivamente para los iguales.)
La lectura de un libro no admite manipulaciones, salvo aquellas que desembocan en esas
perversas formas de demostrar que uno ha leído: la cita textual y el pie de página. La
tradición académica nos ha enseñado a ser productores en mayor medida que
consumidores. Nadie obtiene reconocimientos por haber leído un libro, pero cada nueva
publicación (no importa si buena o mala) se presenta como un acontecimiento. La lectura
de una obra maestra se desarrolla en la esfera de lo privado, la presentación de un libro
mediocre siempre necesitará de los medios masivos. Esta es la aparente desventaja que
siempre han padecido los consumidores: la ausencia de cámaras. El currículum, la
manera socialmente correcta de publicitar nuestros conocimientos, no concentra lecturas
sino productos: exámenes, constancias, certificados. La lectura no expide comprobantes
más que la satisfacción personal.
Cuando un placer empieza a sufrir las justificaciones del progreso pedagógico, esto no
siempre constituye un total acierto. Mucho se habla actualmente de las ventajas de la
lectura. En otros tiempos ya se habían escrito tratados “científicos” sobre sus desventajas.
Ni el elogio ni la detracción, en cada época, han afectado a los auténticos lectores. Quien
lee por gusto, por el simple placer de escuchar a un prójimo lejano, realiza su actividad
con cierta desconfianza en los programas educativos. Y nadie afirma que dichos
programas no tengan buenas intenciones y estudios costosos que los respalden. Lo que se
afirma es que el amor a los libros se aprende fuera del aula, en la búsqueda íntima,
siguiendo el propio instinto. Obligar a los niños a leer El Principito puede ser
medianamente fructífero porque es posible que algunos de esos niños “encuentren” el
valor vital de Saint-Exupéry hasta que cumplan veinte años.
No se pueden tener lecturas obligatorias (salvo La Constitución y eso bajo una cultura
cívica bastante lejana) sino panoramas generales sobre qué leer. Podremos compartir
cierta información literaria para entendernos (mitología clásica, por ejemplo) pero no
podemos leer todos lo mismo. Leer es otra forma de encontrarnos y ningún hallazgo
puede ser igual a otro. Un mismo libro puede despertar juicios distintos. Cada libro tiene
su tiempo y su lector. Es esa “atracción mutua” de la que hablaba Walter Benjamin. Un
libro puede estar años empolvándose en una biblioteca hasta que aparezca la persona que
considere reveladora su lectura y lo saque de ese letargo.
Ahora el gobierno pretende convertirnos a todos los mexicanos en buenos lectores.
Después de que el país obtuvo el penúltimo lugar en comprensión de lectura, la actual
administración busca a cualquier precio subsanar ese rezago. Pero la lectura trasciende la
mera comprensión del texto. Existen asignaturas muy serviciales (como “Análisis de
textos” y otras afines) para sufragar insuficiencias educativas, pero esas metodologías no
enseñan el amor a los libros. En literatura no sólo es importante preguntar “qué se dice”
sino “cómo está dicho”. Una música, inadvertida para muchos, corre por las páginas de
los buenos libros. El placer de leerlos radica también en la secuencia que tienen las
palabras, en las imágenes que sugieren, en los vértigos que provocan. Es chocante ver a
maestras de primaria preguntando a sus alumnos “¿Qué nos enseñó el cuento?” como si
la moraleja, lo que no ocurre en la mayoría de los casos, fuera la mejor parte de una
narración. ¿Qué enseñanza puede haber, por ejemplo, en Amadís de Anís, Amadís de
condorniz sobre un niño que come mucho y una mañana descubre que es comestible?
Supongo que algunas de estas señoras dirán: “el cuento nos enseña que debemos ser
moderados al comer”, cuando lo verdaderamente importante del relato está en otro lado:
en su hilaridad, su irrealidad, su originalidad. Enrique Jardiel Poncela decía: “Sólo los
padres dominan el arte de educar mal a sus hijos” y no es de extrañarse lo poco que
pueden progresar los niños con progenitores y maestros que no alcanzan a percibir
nuevas realidades en los mismos cuentos que les leen.
Las estadísticas hablan y sus números son preocupantes: Los mexicanos leemos en
promedio sólo dos libros al año, la venta de libros en México ha disminuido en 10.6% y
la producción de títulos en 11.6% y sólo el 1% de los alumnos nacionales alcanzaron el
máximo nivel de lectura. El problema es más profundo de lo que los números dejan ver,
porque los mexicanos sí leemos, sólo que no leemos libros que exijan una mayor
participación como lectores ni que cuestionen prejuicios sostenidos por la tradición. Un
buen libro nos deja al término de su lectura más preguntas que las que teníamos al
principio. Por eso los habitantes de ese futuro aterrador que Ray Bradbury describe en su
novela Fahrenheit 451 son felices a la fuerza: porque les han prohibido leer. Los buenos
libros hacen pensar y el pensar parece en nuestra época una actividad para la que no hay
ni habrá ya más tiempo.
El arte en nuestras vidas
A Gabriela, por supuesto
1. En 1915, el escritor norteamericano Ezra Pound hizo la versión de un poema de Wang
Wei escrito cerca de 1200 años antes. El punto central es que Pound no sabía chino en ese
entonces y se basó en unas traducciones literales hechas por un orientalista apellidado
Fenollosa. Quienes leen y escriben poesía saben que una traducción palabra por palabra
no encierra la verdadera esencia de un poema. Fenollosa podría saber chino, pero Ezra
Pound era poeta y tenía sensibilidad poética. Lo curioso es que tiempo después, el
también poeta y crítico Win-lim Yip demostró que Pound, sin saberlo, corrigió los errores
que tenía la versión de la cual se valió. Es decir, que Pound intuitivamente entendió la
poesía de Wei y la trasladó a su lengua sin comprender siquiera los caracteres chinos.
Hay algo misterioso en sentir el arte sin ser experto, sin conocer los andamiajes, sin
analizar metódicamente los elementos. El arte no sólo se reduce a una técnica impecable,
sino que es además un sacudimiento, un nudo en la garganta, una comezón en las
vértebras. Puedo ser un ignorante en las innovaciones orquestales, pero Stravinsky me
deja sin aliento. Puedo no entender cuál es la diferencia entre un poema sinfónico o un
lied, pero Así habló Zaratustra de Richard Strauss me aísla de mi cotidianidad. Es el arte
lo que no puede definirse simplemente con decir que una pieza es perfecta o que un texto
está bien escrito. Hay algo detrás de la buena redacción o la ejecución precisa: por eso las
obras maestras siguen siéndolo a pesar de las tesis universitarias. Es el arte lo que
sobrevive a la disección más erudita.
El talento puede estar hasta detrás de los errores ortográficos: José Lezama Lima los tuvo
y eso quizás lo hace más grande todavía. El talento asoma como un desconocido e
inexplicable sabor después de la lectura: me entusiasma Ibargüengoitia a pesar de que
José de la Colina lo acusó de no saber utilizar los gerundios. Si hasta los expertos se
equivocan (lo han hecho muchas veces) sólo queda la alternativa de nuestras propias
exigencias vitales. Nadie es el mismo después del “encuentro” con un gran libro, con una
gran pintura o con una maravillosa melodía. Nuestra mirada de la realidad es diferente
cuando Dalí o Cortázar se han entrometido en ella. Y es que se necesita talento también
para apreciar las genialidades artísticas; se necesita sensibilidad para comprender lo
expresado en otros lenguajes. Por eso decía Octavio Paz que “cada lector es un poeta y
cada poema es un poema distinto”. Quizás nuestra novela preferida no sea la mejor
novela de tal o cual autor, pero si representa una referencia ineludible para entender
nuestra vida, sí lo es. Comencé a enterarme de esto cuando leí que Ibargüengoitia y yo
teníamos más coincidencias que la simple frustración amorosa; cuando me reí con él
porque tácitamente me reveló mi propia estupidez en materia sentimental. “La poesía no
es de quien la escribe sino de quien la necesita” dice el cartero de Neruda en la película
del mismo nombre. Y no es para menos si pensamos en la cantidad de reproducciones
manuscritas que tienen los poemas de Sabines o en las populares canciones compuestas a
partir de letras de Mario Benedetti.
El arte está donde menos lo imaginamos: Pessoa anuncia chocolates Carlos V y la
“Sinfonía 40” de Mozart suena hasta en los celulares. Pero, el arte supera lo mero
memorizable. No está en que escuchemos Pompa y circunstancia y pensemos
automáticamente en un comercial de Doritos. El arte es una vibración. Un
reconocimiento. El arte nos revela lo que no sabíamos que sabíamos. Aunque ciertamente
el arte tiene sus propios límites (los límites de la literatura son los límites del lenguaje) las
obras maestras parecen demostrarnos que la imaginación es infinita. En ciencia,
Copérnico corrige a Ptolomeo, pero en literatura Homero tiene tanta validez como Joyce.
No son cuestiones de intemporalidad sino de esencia humana. La vida misma es una
novela bien escrita.
2. Oliver W. Sacks describe en su libro El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero, el singular caso de Rebeca, una retardada mental que no sabía leer ni escribir
pero que era poeta. Su incapacidad para manejar conceptos abstractos la obligaba a
utilizar metáforas sorprendentes para expresarse. Cuando murió su abuela dijo: “Es
invierno. Me siento muerta. Pero sé que vendrá de nuevo la primavera”. No se trata de
una artificialidad. Rebeca no podía definir la tristeza ni el pesar porque dichas palabras
pertenecen al universo de los abstractos. Su única manera de comunicarse era a través de
elementos concretos que conocía y que amaba (la naturaleza, por ejemplo). Resulta
paradójico que una mujer incapaz de abrir una puerta con la llave y de distinguir la
derecha con la izquierda, pudiese en cambio comprender la poesía más profunda. Pero
eso nos lleva a reflexionar sobre la misma naturaleza de aquello que denominamos
“normalidad”. Sacks demuestra que nuestra intención de adaptar a los retardados a la vida
cotidiana es un tanto megalómana. ¿Por qué no intentamos en lugar de eso comprender
sus mundos propios? Y es precisamente a través del arte que Sacks encuentra a los
“humanos” detrás de los enfermos. A los “humanos” detrás de las fichas clínicas. Me
parece entonces que el arte es de las pocas formas que tenemos las personas para
encontrar al “humano” detrás del “prójimo”. Más allá de la inteligencia, de la capacidad
laboral, de la aptitud para un empleo o para una carrera, el arte es un elemento que debe
valorarse con mayor insistencia. No sé de dónde se origina la postura de ver a los artistas
en la familia como una calamidad, porque tal consideración se extiende como estigma en
una sociedad obsesionada por el trabajo. Somos lo que trabajamos. Es la visión
desencantada que expone Laurent Cantent en su película L’emploi du temps (Tiempo de
mentir): la de la dignidad humana sometida al tipo de empleo que desempeñamos.
Cuando el personaje Vincent va a visitar a un amigo músico que es mantenido por su
mujer, siente un vacío enorme. Un malestar que le dice que no podrá experimentar esa
experiencia de autenticidad, porque él vive atado a una obligación: ostentar un puesto
importante. En una sociedad que no te pregunta “¿quién eres?” sino “¿en dónde estás
trabajando?”, la posición del artista puede llegar incluso a ser asfixiante. Es un
sobreentendido social que el escritor no trabaja, porque algo como la literatura, que cause
tanto placer, no puede ser un trabajo. Es un hobby. Quizás el hobby perfecto para la
burguesía, pero no para quienes el futuro no está definido por el apellido. En un chiste de
Condorito encontramos el siguiente diálogo:
–¡Qué rápido ha madurado Coné!
–¡Sí, padre, hasta tiene decidido lo que piensa hacer cuando sea grande!
–¿Qué cosa?
–¡Poeta!
–¿Y tiene vocación para eso?
–Indudablemente... ¡Puede resistir tres días sin comer!
El cuento es al mismo tiempo cómico y amargo porque evidencia una valoración social
mínima a la actividad poética. “El amor y la poesía son marginales” decía Paz. Por eso
tanto amor como poesía pueden redimirnos de ser unos autómatas. Por eso mi confianza
absoluta en el arte para dejarnos ver la porción de humanidad que aún nos sobrevive.
Epílogo: ¿Sirve de algo escribir?
Dicen los profetas de lo irremediable repetitivo: “No hay nada nuevo bajo el sol” o lo que
es lo mismo “Todos nos bañamos más de dos veces en las mismas palabras”. Fernando
Pessoa escribe: “Cada poema mío dice lo mismo, / Cada poema mío es diferente, / Cada
cosa es una manera distinta de decir lo mismo.”¿Por qué entonces esta obsesión tan
humana de “añadir uno más a los demasiados libros”? ¿Qué mueve a los escritores a
pasarse horas corrigiendo borradores, consultando diccionarios o desperdiciar su tiempo
pensando en la mejor manera de abordar una idea? ¿Y sobre todo cuando sus libros no se
leen, cuando sus poemas son ignorados y está convencido de que su nombre no lo
recogerá la posteridad?
No todos somos un Rabelais para quienes exista un Bajtín que nos rescate dentro de
quinientos años. Nuestra conciencia de lo efímero nos ha llevado a buscar la inmortalidad
dentro de los límites que ésta permite. Pero la originalidad no existe. Buscar la
originalidad de la literatura es una tarea tan inútil como buscar sólo la belleza de la poesía
o la moraleja del cuento; la literatura está hecha de repeticiones porque desde el primer
libro escrito, el hombre ha padecido los mismos defectos y las mismas virtudes: el
hombre también está hecho de repeticiones y “hasta cuando huimos de la sociedad lo
hacemos como alguien más lo ha hecho” (Heidegger).
“La Ilíada y La Odisea –afirman quienes saben al respecto– han dicho todo”; entre estos
dos libros y nosotros han transcurrido tres mil años y en esos tres mil años se han escrito
otro número impresionante de libros –entre buenos y malos–. Actualmente en el mundo
se publica un libro cada medio minuto y otras consideraciones de ese tipo deberían frenar
la explosión creativa. Pero escribir y leer nos hacen más humanos y por ende más finitos,
más ilusionados, más esperanzados. Escribir y leer nos rescatan de la frivolidad del
mundo, de la masa consumidora de lo instantáneo, de la estupidez que rige nuestra
realidad. Escribir y leer, como mentar madres, quizás no sirva para nada; pero qué bien se
siente uno después.
Noticia editorial
Algunos de los artículos y ensayos que conforman este libro fueron originalmente
publicados en periódicos y revistas de Campeche:
“Sin pecado concebidas”, Crónica, 22 de octubre de 2000.
“Dios y yo”, Crónica, 26 de noviembre de 2000.
“Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia”, Crónica, 31 de diciembre de 2000.
“Que se mueran los guapos”, Magazine Universitario, núm. 11, Diciembre de 2001.
“Maitros Inc.”, Magazine Universitario, núm. 14, Marzo de 2002.
“A la comunidad universitaria”, Diálogos Postmodernos, núm. 2, Marzo de 2002.
“Queremos tanto a Diego”, Tribuna, 29 de abril de 2002.
“Eduardo Huchín Superstar”, Magazine Universitario, núm. 15, Abril de 2002.
“Los caballeros las prefieren rubias”, Magazine Universitario, núm. 17, Junio de 2002.
“Prohibida su venta a menores”, Diálogos Postmodernos, núm. 3, Junio de 2002.
“Si pierdo lejos de ti”, Tribuna, 8 de julio de 2002.
“El arte en nuestras vidas”, Tribuna, 8 de agosto de 2002.
“Asunto: el que se indica”, Tribuna, 12 de agosto de 2002.
“El placer de leer”, Tribuna, 16 de agosto de 2002.
“Una película de miedo”, Tribuna, 30 de agosto de 2002.
“No se deje al alcance de los niños”, Magazine Universitario, núm. 19, Agosto de 2002.
“Cuerpos perfectos”, Tribuna, 10 de septiembre de 2002
“Aguanta que bajan”, Tribuna, 12 de septiembre de 2002.
“No me preguntes cómo pasa el tiempo”, Tribuna, 18 de septiembre de 2002.
“El círculo de los mentirosos”, Xanum, núm. 2, Octubre de 2002.
“Partitura para una ciudad”, Xanum, núm. 3, Noviembre de 2002.
“Días de campaña”, Tribuna, 24 de diciembre de 2002.
“Lujuria de la lectura”, Diálogos Postmodernos, núm. 4, Abril de 2003.
“Gracias por tramitar”, Universidad de México, No. 623, Mayo de 2003.
“Fuera del área de servicio”, Xanum, núm. 10, Junio de 2003.
“Las caricaturas me hacen llorar”, Xanum, núm. 12, Agosto de 2003.
“Todo lo que siempre quiso saber acerca del cable”, Xanum, núm. 13, Septiembre de 2003.
CONTENIDO
Preámbulo: Del voyeurismo considerado una de las bellas artes
Uno: Visitas guiadas
Aquí no pasa nada
Maitros Inc.
Cuerpos perfectos
Aguanta que bajan
No me preguntes cómo pasa el tiempo
Gracias por tramitar
Fuera del área de servicio
Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia
Días de campaña
Partitura para una ciudad
Dos: Exámenes de conciencia
Herética para economistas
A la comunidad universitaria
Sin pecado concebidas
Una película de miedo
Dios y yo
Tres: Tediósfera
Mientras bostezo
Asunto: el que se indica
Eduardo Huchín Superstar
El círculo de los mentirosos
Todo lo que siempre quiso saber acerca del cable
Nosotros los feos
Las caricaturas me hacen llorar
Queremos tanto a Diego
Los caballeros las prefieren rubias
Prohibida su venta a menores
No se deje al alcance de los niños
Su majestad, el Futbol
Si pierdo lejos de ti
Cuatro: ¿Escribes o trabajas?
Disculpen la modestia
Onomástica
En vista del éxito no obtenido
Sufro, luego escribo
Lujuria de la lectura
El placer de leer
El arte en nuestras vidas
Epílogo: ¿Sirve de algo escribir?
Noticia Editorial