[go: up one dir, main page]

Academia.eduAcademia.edu

¿Escribes o trabajas

Recopilación de crónicas del autor Eduardo Huchín Sosa

Eduardo Huchín Sosa ¿Escribes o trabajas? ¿ESCRIBES O TRABAJAS? Eduardo Huchín Sosa Primera Edición: 2003. ISBN: 968-5400-68-7 Diseño de cubierta y fotografía de autor: Miguel Ángel García Peña (magp_34@hotmail.com) Corrección: Gabriela Aguilar Nah © Todos los errores ortográficos son propiedad del editor. Este libro fue publicado gracias a una beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en su edición 2003. ENSAYO: “Una fantasía banal de la mente; una obra inhabitual y sin forma; una composición que no es habitual y ordenada”. Samuel Johnson, Dictionary (1755) Del voyeurismo considerado una de las bellas artes Los ensayos y artículos de este libro provienen de una pequeña perversión de adolescente: escribir cuentos eróticos. Mientras pornografiaba a mis amigas de la preparatoria, pretendí que sus acciones, absolutamente ficticias, convivieran con sus nombres auténticos para cumplir con eficacia mis motivaciones emocionales. Para llevar a cabo tal propósito tuve que observarlas con tanto detenimiento que terminé por sistematizar sus comportamientos. A partir de esta revelación estética, no encontré otra alternativa para mi literatura que disfrutar las transgresiones comunitarias al círculo de la cotidianidad: fue entonces cuando descubrí que era un voyeur. Un voyeurista es un lector de la realidad; alguien capaz de descubrir en el exhibicionismo colectivo el grado exacto de la perversión literariamente explotable. Bienaventurados los ridículos en masa porque ellos serán el paraíso de los voyeuristas. Soy, en definitiva, eso que los franceses llaman un flaneur: “alguien que pasea por las calles disfrutando muchísimo todo lo que ve, sin rumbo muy fijo y disponible siempre a la sorpresa”. Igualmente, estos artículos son un itinerario del desempleo: durante los cuatro años que me llevó escribirlos, mi vida transcurrió entre admirar psicólogas de la facultad donde estudiaba, leer libros que nunca me marcaron en clase y observar a las personas desde el lugar donde estuviera. Por eso, la mirada de este libro busca a todos: en peregrinaciones y quinceaños, en fiestas particulares y celebraciones patrias. Soy plagiario confeso de los anónimos: me gusta escuchar conversaciones en los camiones y en las esquinas; descubrir las pequeñas historias, las ideas espontáneas de los borrachos, el humor evasivo de maitros, burócratas y la gente bien. De los fresas a los waras, de los individuos decentes a los poetas malditos. No busco ser totalitario sino virtuoso de mi voyeurismo. ¿Cultura del desmadre? ¿Crítica por el simple placer de la iconoclastia?, quizás. Mi percepción artística de la vida es ésa: una especie de autobiografía con amplias digresiones. Me inicié en la literatura como poeta. Pronto comprendí que tanta escritura clorhídrica no podía ser expresada con la poesía, que tanta desventura amorosa a flor de piel no era reductible a un poemario, que tanta lubricidad intelectual no era digerible en el erotismo de unos versos sino en la pornografía del ensayo. La poesía es una insinuación; el ensayo, una provocación. Propuesta indecorosa donde estamos expuestos a que nos abofeteen por desvergonzados. Patricia Medina lo sentenció con palabras más crueles durante un taller literario: “como poeta es usted buen ensayista.” No busco la última palabra ni el hilo negro; esto sería un contrasentido para el género mismo. Sólo aporto mi particular visión de las situaciones y espacios que me interesan: la ciudad, la sociedad y la cultura. Debiera decir como Montaigne: “Yo mismo soy la materia de mi libro”. UNO: VISITAS GUIADAS Aquí no pasa nada Del centro histórico a la periferia anónima. Aquí hasta los muertos del obituario son conocidos o parientes. De cantantes enmascarados a ladrones de imágenes sacras. Cada vez que sucede un embotellamiento me pongo feliz, porque así parecemos más ciudad y menos pueblo. Entre devoradores de perros y maestras que hipnotizan a sus alumnos. Si México pertenece al tercer mundo, Campeche pertenece al inframundo. De un arca construida para salvarnos del nuevo diluvio a un terodáctilo caído en las redes de unos pescadores. Faltan héroes: tenemos que disputar con Yucatán el natalicio de Crescencio Rejón, nos vemos obligados a inaugurar las obras públicas con los nombres de siempre. Faltan espacios: de tocadas de rock aspirantes a la subversión a una universidad tomada por policías disfrazados. Del centro histérico a la parafernalia política: una resistencia civil anclada por varios meses frente al palacio de gobierno o un mitin de celebración por ser el último bastión priísta (para nuestro “orgullo”). Entre la poesía convertida en programa vial (En Campeche de corazón, primero el peatón) y la nota del periódico vuelta poesía (Salomón: devuelve todo lo que le robaste a Campeche, donde creaste un paraíso de impunidad). Del centro histriónico a las pintas de los normalistas (¿Dónde está la juventud rebelde de la Universidad?). Entre las discotecas y los centros de vicio, los table dances y las cantinas. Entre las efímeras revistas culturales y los poetas amurallados en sus propios vicios; el luz y sonido que termina en muertos y los embriagantes partidos de beisbol. No sólo conocemos la ciudad: la padecemos. Ciudad de paso, de recorridos de un día, de fascinantes provocaciones. En un punto intermedio entre la autoflagelación (los yucatecos son mejores) y el reconocimiento (Campeche: mi orgullo); entre el rescate de la tradiciones y la manipulación de las tradiciones, hay que atenerse a la definición del diccionario, soportar la pesantez de la historia. ¿Campechano puede resumirse solamente en “amabilidad a huevori”? “Quien se separa de la tradición es víctima de la excepción; quien se mantiene en la tradición es esclavo de ella. En ambos casos, el individuo se encamina hacia la perdición” (Nietzsche). Y los juegos florales. Y peor que eso: las reinas de juegos florales. / “El carnaval más antiguo de México” decimos para darle algún calificativo que lo redima de la mediocridad. / Un venado estuvo a punto de poner a Campeche en los titulares del mundo; un venado que no se atravesó a tiempo para evitar el despegue de un avión ¿lo puedes creer? / “Pobre Campeche: tan lejos del centro y tan cerca de Yucatán”. Sabines tenía razón: aunque no seamos poetas, se nos vuelve imposible renunciar a ser peatones: PUTO YO dicen las paredes (para las generaciones venideras, dejamos la más apreciable huella de nuestro hoy irrenunciable), ESTE HOGAR ES CATÓLICO advierten las puertas (quien pone primero su letrero es dueño de la última palabra), SE PONCHAN LLANTAS GRATIS ofertan los garajes (nos adueñamos de los espacios para vengarnos de las usurpaciones en nuestra contra), NO SE VENDE O SE RENTA avisan algunas viviendas, HOY GRAN BAILE CON LOS INTERNACIONALES SOCIOS DEL RITMO seducen los carteles. La ciudad nos habla con voces tan diversas que la campechanidad no puede tolerar tanto sentido de lo heterogéneo. Indefinibles, intraducibles, misteriosamente agresivas, las palabras se disparan a nuestro paso, nos toman por sorpresa, asaltan nuestra mirada. Campeche es tan pequeño que apenas piensa uno mal de alguien, nos lo encontramos al doblar la esquina. Mientras observo ciertas arquitecturas recuerdo a Ibargüengoitia, quien decía que algunas casas antiguas eran semejantes a señoras de edad que en lugar de lucir su vejez con decoro, querían verse como veinteañeras. “Todas las ciudades son hermosas si vamos sólo de visita; incluso Campeche”. Después de todo me gusta esta ciudad. Amo sus montañas de cd’s piratas y sus cientos de mochilas Tommy Halfmaker; las botellas de Tatich tiradas junto a sus consumidores y los niños bien preguntándose cómo se puede ser fresa en el subdesarrollo. Amo pertenecer a la tercera división de futbol y ese chiste de los cangrejos que se impiden unos a otros la salida del balde. En Campeche, todo puede perdonarse salvo el éxito, explican algunos. Supongo, que en estos casos, el amor tiene algo de resignación. Y después de todo, ¿cómo diseccionar la monotonía de esta ciudad? ¿cómo hacer la crónica de una cotidianidad implacable, el recuento de un puñado de días estériles? Maitros Inc. Para Marrufo 1. Cuando decimos “Maistro” existe una disminución intencional al sustantivo “Maestro”, pero cuando calificamos a alguien de “Maitro” posiblemente haya un guiño de simpatía hacia el referido. Maitro1 no es un peyorativo social sino una condición existencial. Son maitros tanto taxistas como licenciados, tanto albañiles como diputados federales; los hay unos más jóvenes que otros, pero todos tenemos esa condena sobre nuestro futuro: la maitridad es un inevitable callejón de los milagros. 2. Para ser maitro se requiere de un notable conformismo con el propio estilo de vida. La inspiración del maitro es la filosofía de la inmovilidad: el que se mueve no sale en la foto. Consume libros de superación personal como quien lee novelas de amor: para embelesarse en las utopías (“se oye tan bonito que hasta parece posible”). Reconoce su papel en este mundo y lo representa con el mayor convencimiento de que es capaz: si en cierta fiesta se rieron cuando relató aquel chiste de “Lalo-la-lona”, para la próxima reunión prepara unos cuentos colorados con el sello de garantía “Polo Polo”. Si por el contrario, nadie le regaló una carcajada al nivel mínimo aceptable, se transforma en el tipo más antipático de la familia, en el profesor más estricto de la facultad o en ese señor que cuida las puertas de las preparatorias. 3. El maitro encierra además un mito. Detrás de él se extiende una leyenda más delirante que El señor de los anillos. Reviviendo las viejas formas juglares, el maitro se convierte en propagandista de sus propias hazañas. Le apodan nada menos que “El rey de los vergazos”: argumenta que aún viene gente de Estados Unidos a pedirle pelea como si viajaran al Tepeyac a esperar una aparición. Durante un etílico desvarío confiesa: “Yo a esta mano (su derecha) la odio, ¿sabes por qué? Porque esta mano puede matar a alguien”. Por otro lado, es el Gran Amante, porque las mujeres así se lo han hecho saber y él se da el lujo de creerles. Con una frecuencia preocupante recurre a la nostalgia: si existió un tiempo mejor en este país, fue, sin duda, cuando él todavía estaba joven. 4. El Maitro considera a su Familia una responsabilidad social y un castigo divino. Pone a sus hijos nombres de ciudades que no ha visitado o de personajes históricos que no identifica. Suyas son las erratas que comúnmente adjudicamos al Registro Civil. Ama los nombres de farándula o, en apariencia, extranjeros. El otro día leí en el periódico que un niño se llamaba “Dorly Officer”, seguramente su progenitor todavía no se había dado cuenta que procreó un hijo y no un software. Para el maitro, trabajo y familia forman un todo irrenunciable. Si pertenece al aparato gubernamental, el padrino del primogénito es su superior. Si es político, la guayabera es una segunda piel. Como siempre llega cansado al hogar, mantiene a sus familiares en una especie de arresto domiciliario. Nadie sale de 1 Aclaración: la palabra Maitro no se traduce al francés como Maître. casa pero todo mundo entra, principalmente los desconocidos. Para el maitro, trabajar días festivos y levantarse a las siete de la mañana es contra natura: ya de por sí, el empleo es una condena que tiene que penar por culpa de su mujer. 5. El Maitro profesionista venera el lenguaje del Oficio. Habla con la respetabilidad propia de las peticiones interinstitucionales. Tiene su pirámide de vocativos: no todos son dignos de ser llamados “estimado licenciado”. Porque recordemos que el maitro titulado, pero a fin de cuentas maitro, es un devoto de su licenciatura. El anillo de graduación junto al de matrimonio conforman un cetro íntimo pero también una corona de espinas. Los cuatro o cinco años de su carrera constituyeron un camino pleno de sacrificios autoimpuestos. La redención de ese calvario fue un papel firmado por el rector y una fotografía ovalada. Seguramente no recuerda nada de lo estudiado, pero su título le confiere el derecho a regañar a esos tres sobrinos suyos que quieren ser músicos. 6. El maitro no universitario es un diamante en bruto. Su lucidez transita de una plática sobre política mexicana a una sobre balatas, mujeres o enfermedades. Hace de las respuestas inesperadas una actividad casi artesanal. Tiene la capacidad para ingresar a un sitio y sentenciar: “Este lugar es elegante sólo porque estoy aquí”. El deporte lo reconforta cuando se limita al territorio de las gradas. Insulta a los ampáyers no sólo en cumplimiento a una tradición sino como parte de un código moral. El triunfo de “su” equipo lleva siempre inherente el espíritu del corporativismo: la victoria tendrá a todas horas el sabor a “Nosotros”. 7. La cumbia concentra sus principios de cotidianidad, su despreocupada versión del arte de vivir. El ídolo tropical parte de un desenfado que parece nunca agotarse. Es requisito indispensable que la música esté en formato pirata y preferentemente que se trate de una recopilación de grandes éxitos. La carátula del audio-casete en cuestión debe mostrar los glúteos de una mujer en bikini. 8. El table dance puede considerarse un criadero de maitros. La cantina funciona, en cambio, como un santuario de preservación. El alcohol descubre la fraternidad subyacente de toda una especie. Nada más conmovedor que ver a un maitro diciendo a otro: “¿Qué habremos hecho tú y yo para ser tan chingones?”. La bohemia, entre otros prodigios, propicia algo mayor que el milagro de la transubstanciación: convertir cada trago de cerveza en una mentada de madre. 9. Los momentos estelares de la historia particular de cada maitro arrojan siempre souvenirs: su boda, la primera comunión del niño, los quince años de la hija adolescente. Los servilleteros que colecciona de eventos ajenos se encuentran distribuidos asimétricamente por toda la casa: sólo salen a relucir cuando llega algún invitado. 10. El desmadre, por el simple hecho de que oxigena, le resulta vital. Incluso, la expresión “Como maitro en un baile” es más precisa que el lugar común “Como pez en el agua”. El baile, el mitin, los partidos de la Selección y todas esas formas de relajo organizado lo nutren de propósitos y alimentan su exhibicionismo. Tiende a disfrazarse de mestiza durante el carnaval o a ir arrodillado el diez de mayo a casa de su madre. Llamar la atención deriva en él como una segura alternativa de supervivencia. 11. La ilusión empresarial del maitro es un expendio clandestino de cervezas. Aquellas cosas que puedan calificarse de “prohibidas” le apasionan. Ojea el Alarma! con la excitación de quien lee una publicación pornográfica: no es casual que en las páginas centrales de esa revista aparezca una otoñal bañista con celulitis. De cualquier manera, en los tugurios que frecuenta, los desnudos y los muertos van constantemente de la mano. 12. Por último, el maitro parte de un bautizo de fuego que no se practica ni en las logias masónicas: cuando su nombre queda inscrito en un brazalete de oro, empieza a existir. Cuerpos perfectos Para Adriana y Virginia Antonio se levanta una mañana con la sospecha de que ha engordado. No es algo que le preocupe en gran medida, pero ¿por qué diablos no le cierra el pantalón? Lucrecia, su joven esposa, le dice que no se angustie, que así lo quiere de todas maneras. Claro, eso puede opinar ella que hace 300 abdominales todos los días, come verduras en lugar de carne y toma agua con bacilos búlgaros. En fin, que más allá de una ligera molestia en las rodillas, un rápido diagnóstico personal determina que es posible ir a trabajar. Cuando Antonio sube a su coche algo no lo deja respirar. ¿Qué podría ser? Las veintisiete cuadras que recorre a toda velocidad en su automóvil le causan un cansancio semejante a caminar con una losa como la del Pípila en la espalda. Sudor a mares. Martínez le dice a la entrada del edificio “Te veo algo subido de peso”. Terror: ¿quién más se dará cuenta hoy? “Es la vida que me trata bien” se justifica. Llega a su buró para revisar algunas contabilidades y encuentra sobre su escritorio una revista Hombre Saludable, repleta de consejos que él nunca se molestaría en seguir. La ojea mientras pregunta irónicamente si alguno de sus empleados ha cambiado de preferencias sexuales. “La dejó su mujer ayer que vino por usted” le aclara el intendente. Tose. A las once menos cuarto, Antonio ha determinado que debe hacer algo con su sobrepeso. Se inscribe en el gimnasio de un amigo suyo y después de los primeros veinte minutos en la bicicleta decide probar otras alternativas. “El Gimnasio roba mucho tiempo” pone de pretexto. Al anochecer, ya en su casa, recibe tres llamadas consecutivas de un tal Juan Hernández que aprovecha la ocasión sólo para decirle que está gordo. Duerme intranquilo. A la mañana siguiente no está muy convencido de ir a trabajar. A mitad del camino a su oficina, Juan Hernández le habla al celular para atormentarlo. Llora. Cambia de ruta y asiste a una consulta con cierto acupunturista. El doctor, un tipo que dice llamarse Ishiguro Yamasaki, pero que parece más norteño que un narcocorrido, llena su cuerpo de pequeñas agujas. Poco dolor, diría él, en su mayoría ocasionado por el nerviosismo. Se siente extraño pero con más hambre que al principio. Después de aquella sesión, desayuna cinco grasientos sopes en un puesto del mercado y se limpia la boca con el recetario vegetariano que le regala un sordomudo. Intenta volver a su vida cotidiana. Coincide en el banco con un excompañero de la preparatoria. “Antonio ¡Cuántos kilos sin vernos!” saluda el otro. Antonio deja la fila sin responder, se dirige a la salida y pretende escapar. Una voz monótona retrasa su acción: “Estimado cliente, espere a que cierre la puerta”. Compra una Diet Coke para el camino y unas galletas integrales. Se sienta en un parque a leer el periódico. Suena el celular, pero él no contesta por miedo a que sea otra vez Juan Hernández. Entonces se da cuenta que el diario parece dirigido a su persona: habla en su mayoría sobre obesidad, riesgos cardíacos y alimentación balanceada. Además, todas las páginas tienen anuncios de cuerpos esculturales y abdómenes de gente que no tiene rostro. Empieza a desesperarse. Un repartidor de propaganda le extiende el aviso de un tratamiento contra el exceso de grasa. Inyecciones. Asume el riesgo y va con el mencionado médico. “La mitad de lo que usted logre tendrá que ver con el cambio de vida que se proponga efectuar” dice una placa en la sala de espera del consultorio. “¿Quién diablos trabaja en este lugar? ¿Miguel Ángel Cornejo?" se pregunta Antonio. El médico y nutriólogo lo recibe con cortesía, pero Antonio ya no se siente dispuesto a soportar amabilidades. El galeno quiere enseñarle un catálogo de fotografías para ejemplificar la eficacia del tratamiento pero, en lugar de eso, le ofrece un muestrario de películas obscenas que renta para un negocio clandestino. Ambos se sienten ofendidos por la confusión. Termina por pincharlo. Antonio tiene ansias enormes de comerse una vaca. Entra a un restaurante naturista llamado “El mole prohibido” y lee detenidamente el menú: no es posible, hasta los tacos de cochinita pueden reproducirse a base de soya. Ordena. No se siente bien, él lo sabe. Come despacio. Alguien le aconsejó masticar un promedio de diez veces por caloría ingerida. “En cada nueva investigación los científicos intentan convencernos de que somos unos cerdos” piensa en voz alta. Sale insatisfecho del lugar y con esperanzas de no encontrar a nadie sobre su propia acera. Toma un taxi y concierta una cita con el Niño Remigio, descendiente directo de los antiguos Itzáes y a quien los pobladores del Camino Real quieren volver santo. El sabio hombre le pide que se desnude hasta la cintura y Antonio obedece. Después, aplica sobre su cuerpo una serie de yerbas de olor desagradable. Antonio estornuda. “La gordura y el pecado son males hermanos. Seis oraciones serán suficientes para solucionar su problema” murmura el curandero. Fin de la sesión. Llega a su casa y se prepara un té de hojas. Duerme. No ve el noticiario. Es madrugada cuando su esposa le descubre manchas en la piel: está intoxicado. Llaman urgentemente al doctor Arjona, quien le advierte que cobrará trescientos pesos por la consulta y cien más por haberle interrumpido un sueño húmedo. Aceptan. El médico llega en diez minutos y arremete su primer diagnóstico: “Está usted obeso. Coma menos grasa.” Antonio descubre por vez primera que tiene instintos asesinos. El doctor le receta cuatro costosos medicamentos. Se marcha. Antonio reposa durante tres días y a partir del incidente se somete a una dieta de guayabas. Come diversos vegetales verdes según los movimientos de las lunas de Júpiter y toma agua cada ciento cincuenta respiraciones. Para quemar calorías los expertos le recomendaron bailar la Guelaguetza tres veces por semana. Cuatro médicos supervisan su alimentación y para pagar esos honorarios, Lucrecia ha tenido que vender sus propiedades de La Sierra a una guerrilla colombiana asentada en nuestro país. Antonio se siente feliz, en forma y lo más importante, ya no recibe llamadas de Juan Hernández. Aguanta que bajan A la memoria de los “Profetas” Viajando en los minibuses uno aprende muchas cosas: que la humanidad se divide en cuatro grupos económicos (los niños, los estudiantes, los adultos y los senectos), que las “palabras obsenas” se diferencian de las “obscenas” en que las primeras no deben pronunciarse arriba de un transporte urbano y que la expresión “Avancen hacia atrás, por favorcito” es gramaticalmente posible. Para quienes no tenemos otra alternativa que utilizar el transporte colectivo municipal, las velocidades que llegan a alcanzar sus unidades nos aterrorizan menos que la música de sus caseteras. Se podría hacer una antología con todas las canciones románticas que comienzan con una llamada telefónica. Además, los conductores tienen una particular predilección por las grabaciones defectuosas, aquellas donde los mensajes subliminales se escuchan sin necesidad de volver la cinta. Equipados, en ocasiones, con esferas de discotheque, los camiones urbanos han hecho de la música a todo volumen un fanatismo de identidad. El día en que haya un autobús completamente silencioso será tan triste como un teatro carente del ruido de celulares. En los minibuses, a fuerza de amontonar gente, las paralelas se unen, lo imposible sucede y uno puede hacer de todo excepto practicar el sutil arte de la intimidad. A diferencia de otros vomitivos, los minibuses vienen sin contraindicaciones. Los mexicanos veneramos nuestra propensión por los lugares incómodos como si con ella se estableciera una prueba evidente de unidad nacional. No conozco a nadie que no tenga por lo menos una historia sobre cómo doce familiares suyos viajaron todos en un volkswagen al que le fallaban los frenos. En tal fascinación por nosotros mismos se fundamenta la existencia de los minibuses: dado que sólo matan a los menos aptos, fortalecen la especie. El minibús ha demostrado que la historia también la escriben los que no tienen nada qué hacer: ningún templo prehispánico tiene inscripciones tan enigmáticas como los asientos de un minibús. El jeroglífico trazado por un estudiante de secundaria tiene la misma probabilidad de ser una declaración de amor que una mentada de madre. No en balde, la voluble personalidad adolescente ha encontrado en el transporte diario un escaparate sobre ruedas. Y sin embargo, no todos esos mensajes obedecen a la simple proliferación de barros en la cara. De vez en cuando aparecen acusaciones graves, dignas de una conspiración: “Fulano de Tal padece eyaculación precoz”. En esos casos, conviene aceptar que el sistema tiene todas las armas. Encontrar penes de tinta dedicados a quien se llama como nosotros causa el mismo estupor de descubrir una amenaza en la contestadora. Como si fuésemos a experimentar una especie de abducción, abordamos el transporte colectivo con el miedo secreto de no regresar a casa. Modernizados con cláxones que relinchan, los minibuses desafían a cada momento nuestra capacidad de asombro. Una vez arriba, las imágenes corren con tanta vertiginosidad al otro lado del cristal que el único paisaje que nos parece auténtico es el interior: calcomanías, altares mínimos, ofertas de trabajo, fotografías de mascotas que se han extraviado, reglas básicas de Urbanidad y Buenas Maneras. A veces, alguna tragedia humana nos interrumpe la somnolencia propia de un viaje: el niño con pandero cantando “Alzad las manos y dadle la gloria a Dios” o Chorepas, el trovador solitario, entonando en perfecto re menor “No te metas con mi cucu”. En cierta ocasión leí que, para ciertos sectores políticos, los estudiantes no éramos todavía considerados seres humanos porque, entre otras cosas, nos faltaba llenar dos requisitos indispensables: a) tener un título universitario, b) pagar el pasaje completo. Nada molesta más que soportar ese ritual cotidiano de identificación donde una fila de jóvenes uniformados enseñamos al chofer nuestras credenciales. No basta con cargar diez libros de Literatura Clásica sobre nuestros brazos, una regla T en la mochila o una bolsa de súper llena de trabajos engargolados. El conductor es tan escéptico como el ateo frente a una aparición: hay que demostrar hasta donde sea posible que no somos unos impostores. No sé por qué las alzas en el transporte lo toman siempre a uno por sorpresa. Encabezamos una fila de diez personas en las escaleras del minibús cuando alguien nos informa que el dinero está incompleto. A veces, una moneda en el bolsillo del pantalón resulta más difícil de encontrar que el punto G y llegamos a retrasar a tal grado el abordaje de un camión que los demás pasajeros terminan por bajarnos a empujones. Entonces nos damos cuenta de qué frágil es una economía, como la mexicana, que no permite transitar de estudiantes a senectos sin pasajes intermedios. Los camiones son el último reducto para saludar a gente que uno desconoce. En la era del individualismo a ultranza, los automóviles empiezan donde “los demás” terminan. Como si se tratara de un importante movimiento bursátil, las personas intentan no dejarle al azar las peripecias de sus encuentros. La mayoría apuesta a la seguridad de saber quién se acomoda en el asiento de al lado. Los autobuses, como aquellas máquinas aleatorias de concertar citas, sobreviven sólo como un cúmulo de malos ratos. No me preguntes cómo pasa el tiempo Para Emilio, Uri, Hugo y Miguel Uno se da cuenta que envejece cuando escucha sus propias conversaciones en las fiestas de reencuentro. La madurez no sólo influye en la cantidad de alcohol que ingerimos sino en el número alarmante de cosas de las cuales nos empezamos a quejar. Hubo un tiempo en nuestras vidas en que lo único importante era si una mujer nos hacía caso. Ahora no. Pasan los años y los dolores que antes provenían del alma extienden su mórbido territorio a nuestro sistema digestivo y producen estreñimiento. Cuando conocimos a Ramiro, éste lloraba constantemente por una mujer que estaba a punto de casarse: ahora se lamenta de que su lapso de titulación se haya vencido. Alfredo quería en su anarquista adolescencia dinamitar la estatua de Benito Juárez en el cerro: lo hemos visto reducido a un humilde empleado de mostrador que todos los dieciséis de septiembre toca una corneta en las celebraciones mexicanas. Pedro Ángel, que tenía un tatuaje de Satanás en la espalda y cantaba en una banda de rock con voz de tuberculoso, fue sorprendido hace unos días bailando “Aserejé” en una discoteca. Los años son implacables, no hay duda: Andrea y Emmanuel, aquella angelical pareja de enamorados, terminaron frente al altar y desde entonces, no existe lugar público que no sea escenario de sus discusiones: –Me duele mucho la garganta –dice ella con evidente molestia. –¡Por qué no te tomaste las pastillas, caramba! –reclama él, muy enojado, como si aún estuviera leyendo los análisis del último embarazo. Mientras Emmanuel corta el jamón y Andrea prepara las botanas, los demás invitados que están en la cocina empiezan a platicar acerca de sus respectivos sueldos. Yo me abstengo siempre de hacer comentarios. En cambio Renato, que trabaja eventualmente como secretario particular de una diputada, esgrime una frase digna de una placa conmemorativa: “La única manera de salir de pobres es haciendo pobres a los otros”. No somos pocos quienes descubrimos que la palabra “otros” se refiere precisamente a nosotros; así que secuestramos a Renato en uno de los cuartos para lapidarlo con las aceitunas del almuerzo. Nuestras ansias de justicia musulmana no llegan demasiado lejos: lo rescata Margarita, que siempre ha estado enamorada de él. El clímax de la fiesta comienza a gestarse cuando Gualberto saca su teclado Casio e intenta tocar los dos únicos temas que se ha aprendido desde que lo conocemos: “Lambada” y “Amigo”. Gualberto es de esos muchachos que todos los años se propone dos cosas: ir al gimnasio y leer Los miserables. Desde pequeño su padre lo mandaba a tomar clases de piano con una viejecita que le jalaba las orejas cuando no ejecutaba con precisión una escala. Nunca ha podido superar el trauma, pero lo soportamos porque es el único que tiene un BMW. Si pudiéramos resumir en un aforismo ese sentimiento de deterioro que experimentamos cada vez que lo oímos tocar, usaríamos un pensamiento del filósofo Hernández, a quien todas las fiestas terminan por provocarle irritación del colon: “Cada vez que nos juntamos me doy cuenta que no hemos hecho nada importante con nuestras vidas”. Sarricolea, el mejor de nuestra clase, me separa entonces del grupo y me dice preocupado: –Ayer llegó a mi correo electrónico un cuestionario, medio en broma medio en serio, para determinar si uno se encuentra en alguna etapa de la vejez. –¿Y cómo saliste? –Ha sido el mejor examen que he presentado jamás. Don Sonio, el dueño del expendio de licores, lo dice con mayor elegancia: “La vejez es una cosa muy hermosa... sobre todo si llega a su tiempo”. Este año sobró más comida de la que un recalentado puede admitir. Susana me explica que lamentablemente tres cuartas partes de nuestros ex compañeros tienen indicaciones explícitas de sus médicos: “Lo único que no les han prohibido comer son las gelatinas”. Siento que toda la casa huele a sanatorio, pero disimulo mi malestar ante la posibilidad de que alguien pida un vaso de cloroformo en las rocas. Roberto interrumpe mi meditación cuando pone en el estéreo un casete de Nirvana y comenta hundido en el alcohol: “Los grupos actuales son una basura”. Su amargura parece la de un sexagenario: habla como su padre lo hacía mientras escuchaba vinilos de La Sonora Dinamita. El primero en despedirse es Genaro, que por alguna extraña razón siempre tiene cita a las siete. Una vez que alguien ha inaugurado la ceremonia del adiós, los demás invitados formamos un círculo pequeño alrededor de la anfitriona para agradecer sus atenciones y pedir disculpas por las migajas en sus muebles. Ella responde que no tiene importancia y, limpiándose las lágrimas, nos desea la mejor de las suertes. Cantamos a coro “La célula que explota” (algo así como nuestro himno) y después cada quien parte hacia su casa con la misma indiferencia con la que marcha el primero de mayo. Seguramente nos volveremos a ver las caras cuando el más viejo de nosotros cumpla treinta años. Desde la última fiesta fracasada, unos amigos y yo hemos decidido reunirnos con religiosa puntualidad solamente para reconstruir viejos capítulos de Los Simpson. Nuestro ejercicio de nostalgia ha llegado a veces a ser tan terapéutico que uno que otro termina confesando sus padecimientos urinarios. En el colmo de la ancianidad precoz, nos vamos a tomar café y a jugar dominó a un restaurante, convencidos de que el mundo entero está en decadencia. Gracias por tramitar Entender las hojas que envían las secretarías de estado a nuestros hogares produce más dolores de cabeza que resolver el problema de la cuadratura del círculo. Nuestra lectura de los citatorios oficiales precisa de, por lo menos, un curso básico sobre criptografía de la burocracia; pero además, como requerimientos implacables presagian siempre una catástrofe sin sentido. Tal condición kafkiana me quedó más que clara el jueves que asistí a una secretaría por un trámite de regular importancia. 1. Dos esferas del infierno le faltaron enumerar a Dante: el salón de secundaria de una escuela católica y la oficina amueblada del licenciado Pereda. –Mi estimado: existe un pequeño problema para dar continuidad a su papeleo. Aquí dice que su señor abuelo era Justo Sierra. Hay momentos en la vida en que uno desearía creer que el destino está en manos de Dios y no del funcionario que revisa nuestra acta de nacimiento: –Pero eso es absurdo – respondo. –Absurdo o no, eso lo obliga a donar todas las llaves de su casa para el nuevo busto que pensamos colocar en la escuela que lleva su ilustre nombre... Me refiero al nombre de su abuelo, no el de usted... –Evidentemente, se trata de una equivocación. –Sí, yo también quisiera creer que usted actúa de buena fe, pero los documentos son sagrados, sobre todo cuando tienen errores que ameriten una cuota voluntaria... Sin embargo... –¿Sin embargo qué? –Conozco una persona que le puede ayudar. Se apellida Góngora y trabaja en el edificio de enfrente. Vaya a verlo... Ah, una cosa más: por ningún motivo mencione mi nombre. 2. Mi idea del averno tiene mucho que ver con la imagen de un inmueble gubernamental: un edificio integrado por pequeños cubículos de torturas particulares. Góngora es un tipo robusto y con bigote. Se encuentra rodeado de papeles que esperan a que él les eche un vistazo. Tiene una secretaria obesa que se llama Nicté, más inexpresiva que una cabeza olmeca. –Su problema es de lo más común en esta dependencia –me dice–. Para que usted se dé una idea: yo desde niño sabía que mi abuelo se llamaba Augusto y que por eso tenía yo ese nombre. Pues hace dos años descubrimos que su verdadero nombre es Armando. Y eso no es lo peor: mi abuela Antonia, resultó llamarse Josefina. Mi tío Lucio se llama realmente Rafael. Mi esposa no es Ifigenia sino Eugenia. Imagínese usted qué tan complicado se ha vuelto el asunto que ya ni mis hijos me dicen “papá”. Después de un viaje alucinante por su historia familiar, Góngora me pide que redacte un oficio dirigido a su persona y firmado por tres testigos con los que yo no comparta ningún parentesco, que vaya con el contador Josué a solicitar una estimación pecuniaria del trámite y que vuelva con todo a las dos. Me acompaña hasta la puerta. Antes de abandonar aquel piso, se me ocurre preguntarle a Nicté por el nombre completo de su jefe. –Sinceramente no lo sé. Aquí todos lo conocemos simplemente por “el ingeniero”. 3. Camino laberínticos corredores que parecen no llevar a ninguna parte. Encuentro la puerta correcta. Decepción: el contador Josué no está en su oficina porque se encuentra tomando una terapia psicológica. –Figúrese que aquí lo conocemos como el Rey de las Terapias –me confiesa un empleado– últimamente anda muy asustado porque dice que lo persigue un espíritu sodomita llamado Natanael. Regreso de inmediato a ver a Pereda. Lo encuentro en un rincón del cuarto, hablando en voz baja con el payaso “Cotonete”. Cuando por fin puede atenderme, se excusa: –Disculpe. Es que estoy preparando la fiesta de cumpleaños de mi hijo menor. Le explico las dificultades en que me ha metido su recomendado. Sonríe. Pide por el interfono una taza de café. Aspira el humo de su cigarrillo. Entrelaza sus dedos detrás de la nuca. Exhala. No hay duda: es “un emperador”, alguien capaz de estacionar su automóvil a media calle sólo para bajarse a retirar dinero del cajero. –Comprendo. En todo caso, necesitará la ayuda de un amigo mío. No va a ser un camino muy legal que digamos, pero su desesperación me ha conmovido. ¿A qué se dedica usted? –Soy escritor. –Ya, en serio. Observa mis ojos al borde del llanto. Convencido acaso de mi respuesta, murmura para sí: “caramba”. Escribe sobre un papelito mis datos. –El amigo del que hablo se llama Tannhäuser Medina. 4. Un individuo que tiene el nombre de una ópera de Wagner tiende a ser sospechoso y más cuando nos habla al celular para citarnos en la barra de una cantina. –Usted no me conoce y no trate por ningún medio de investigar quién soy yo. Deje sus papeles con Eleuterio, el dueño del tugurio. Y por favor, pague por adelantado tres cervezas que voy a pedir. Contesto como una señorita con escrúpulos: –Pero es que quisiera saber más de usted. –Sólo haga lo que le dije. Asisto a la cantina indicada. Me recibe un corpulento hombre de patillas prominentes. Ordeno un vodka “de caballero”. Coloco encima de la mesa mi carpeta con documentos y un sobre lleno de dinero. El tipo aquel sonríe mientras recibe el paquete. Diez policías uniformados toman por sorpresa el bar. Tienen la orden de arrestar al dueño por vender licor adulterado y a los asistentes por concertar tratos fuera de la ley. A lo lejos, se escuchan gritos y ruido de golpes. Me aprehenden en el preciso instante en que intento recobrar mis papeles. Es decir, mientras azoto al tal Eleuterio contra la caja registradora. 5. El licenciado Pereda me observa como si acabara yo de asesinar a Gandhi. Recorre los amplios espacios de su oficina mientras acaricia lentamente una botella de Whisky. Afuera hay más personas que en una terminal de autobuses, pero a él parece no importarle. Su andar es sigiloso: da la impresión de estar reflexionando sobre el ser y la nada. Por fin habla: –Su situación se complica, señor poeta. No sólo su abuelo sigue siendo Justo Sierra sino que su declaración en el ministerio público ha sido sumamente comprometedora. Lo más sano que puede hacer usted es dejar todos sus trámites por la paz y encomendarse a una “macumba brasileira”. Conozco a un brujo que le puede dar este último servicio. Desde luego que en respuesta guardo todo el silencio de que soy capaz. Me retiro, no sin antes obsequiar una última mirada a ese universo de papeles irresolubles. Pienso en el escritor Bret Easton Ellis y en su más célebre novela: ignoro por qué la palabra “burópata” me viene a la mente. Bajo las escaleras con el amargo sabor de quien ha perdido una patria potestad. Alguien se acerca y me pregunta por una dependencia que desconozco. Su voz me aturde y contesto sin pensar: –A la derecha, en la tercera puerta; pregunte por el licenciado Pereda. Fuera del área de servicio Hay ocasiones en que la gente hace sentirnos poco menos que unos neandertales. La otra vez, mientras hacía un trámite, la secretaria me pidió mi número telefónico. Empecé la secuencia: “Ochenta y uno, seis...” Ella me interrumpió: “¿Cero cuarenta y cuatro dijo, verdad?” “No, dije ochenta y uno.” “Ah, comprendo.” En esos pocos segundos, su expresión me hizo parecer un partidario de la comunicación obsoleta: un tipo que aún usaba el télex o que tenía en su casa un teléfono de disco. Salí tosiendo de la oficina. No era para menos. La anécdota me hizo pensar un poco sobre la forma en que los celulares han cambiado nuestra vida. En pocos años, de ser un lujo han pasado a ser un artículo de primera necesidad. No importa tener el crédito en ochenta centavos, poseer un celular significa ser necesitado por alguien más. Hace algún tiempo eran un cetro de poder, un equivalente para la calle del control remoto; ahora han llegado a considerarse (junto a los cuadros en el abdomen) una cuota de sociabilidad. Me encontré de repente en la disyuntiva de comprar un móvil o abstenerme de hacerlo. No quise sentirme un apocalíptico, alguien que desdeña la tecnología por el simple placer de decir que no es un enajenado; pero, tampoco quise ser un integrado, alguien que acepta la tecnología precisamente para que no lo tachen de apocalíptico. Opté por un cambio en mi vida: fui a una tienda de teléfonos móviles. “¿Quiere un Efe cuatrocientos diez o un Zeta siete seis siete?”, dijo el dependiente. “Disculpe”, respondí, “las funciones algebraicas se quedaron en mi adolescencia.” “Mire, el Efe cuatrocientos diez es una belleza de teléfono celular: envía mensajes escritos, tiene un juego de La Leyenda de Zelda integrado, acceso a Internet y televisión por satélite.” “¿Y no tiene un teléfono que sólo sirva para hablar con la gente?” “Por supuesto. Mire este otro: el Zeta siete seis siete tiene la particularidad de platicar con uno si no hay nadie que conteste en el número que hemos marcado”. Salí un momento a la puerta y regresé. “Disculpe, quise asegurarme de que llegué a una tienda de celulares y no a un centro de terapias.” El tipo puso una expresión de odio. “¿Y el servicio de telefonía?”, pregunté. Pareció recuperar de inmediato la jovialidad. “Mmm, ni se imagina: en algunos planes incluso se podía decir que el teléfono sale gratis.” Ese sentido del desprendimiento me hizo desconfiar. Pedí que me explicara. “Por ejemplo, es posible que usted, al pagar cuatrocientos pesos, obtenga un teléfono y quinientos pesos de tiempo al aire.” ¿Qué clase de negocio era ése? “Claro, ese plan lo obligaría a consumir doscientos pesos al mes en llamadas.” Empezaba a comprender “¿Y si no lo hago?” “Le quitamos el saldo de tenga y aparte lo desconectamos. Así que tendría que pagar la reconexión y el crédito que usted quisiera tener.” Hice cuentas: en dos meses, la generosidad de la empresa quedaba reducida a cero. “¿Qué le parece?”, me inquirió. “Huy”, comenté, “una película de Cecil B. De Mille hubiera salido más barata.” “¿Cómo?” “Nada.”, respondí. Obviamente, ignoraba quién demonios era Cecil B. De Mille. Compré un móvil acorde a mi economía. Cabía en la palma de mi mano pero un amigo me dijo que en realidad era tan grande como un walkie talkie. Reflexioné un poco: los amantes de la telefonía celular han adquirido una obsesión tan preocupante por el tamaño que alguien podría asegurar que eso tiene connotaciones sexuales. Cuando quise hacer mi primer llamada experimenté mi primer problema. ¿Se marca o no cero cuarenta y cuatro para comunicarme con otro celular? Le pregunté a una amiga que pasaba por la calle. “Mira”, me explicó con esa voz paciente con que las educadoras se dirigen a los niños lentos, “el cero cuarenta y cuatro no se marca si el celular fue activado en la ciudad, pero si no es así tienes que marcar, además, un número de entrada y el código de área del lugar donde fue activado el otro teléfono.” Una explicación en arameo me hubiera resultado más inteligible. Le mostré mi directorio donde tenía apuntado el número al que pretendía marcar. “¡Por favor!”, exclamó, “¡un directorio de papel!” A continuación, me explicó que mi celular tenía la suficiente memoria para almacenar tres cuartas partes de la Sección Amarilla. Para probar por lo menos la recepción de la señal, le pedí a mi amiga que marcara mi número, aun así estuviéramos el uno frente al otro. Cuando sonó el teléfono casi me golpea. “¡No puede ser que tu teléfono suene a... a celular! Me refiero a que suena como un móvil convencional, como si no fuera realmente tuyo.” Nunca me había cuestionado de que para que algo fuera realmente mío tendría que sonar a otra cosa. “Te voy a enseñar la manera de integrarle una canción. No sé, alguna melodía que te guste”. “¿Qué tal música clásica?”, propuse. “¡Estás loco! La gente va a pensar que eres uno de esos mamarrachos que se creen intelectuales.” Recordé a todos mis conocidos que tenían programada la Tocata y Fuga de Bach en sus celulares. “Bueno, pues escoge una tú”, sugerí. Media hora después mi teléfono interpretaba una canción del grupo Intocable. Quise distribuir mi nuevo número entre algunos ex compañeros de clase. Todos me decían: “Sabes qué, para que no me andes dictando, háblame mejor al celular y así queda registrado tu número en la memoria.” Se fueron tres quintas partes de mi crédito en ese procedimiento. Después, alguien misericordioso me habló de los mensajes escritos. “Son más baratos, por supuesto. Al final, te queda una ampolla en el pulgar de tanto que lo usas, pero si toda tu vida has jugado Game Boy no es para alarmarse.” En tres semanas nadie habló. Una tarde, miré el aparatito con absoluta desesperanza. “Velo por el lado positivo”, dijo mi novia para sacarme de la depresión; “por lo menos, así puedo saber dónde te encuentras.” Inmediatamente se desdijo: “Lo dudo. Diez días anduve localizando a un tipo apellidado Turrubiates y cada vez que marqué a su celular, me contestó una persona distinta. Terminé por tirar el maldito teléfono a un lote baldío... Por otro lado, ahora que lo pienso, nunca barajé la posibilidad de que sufriera de personalidad múltiple.” Yo no fui tan drástico. Después de escucharla a través del auricular, me conformé con venderle el móvil a un desconocido. Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia Para el grupo de teatro “La Cicuta” “La navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo”. Edmundo O’Gorman “La navidad, como el matrimonio, pierde su encanto cuando la bajas del altar y la colocas en el presupuesto”. Tomado de una revista El ritual se ensancha. El instante se amplía al máximo. No cabe en esta hora todo el tiempo del mundo. Los comerciantes se cuidan unos de otros, razonan precios. Las empresas se preparan para el madruguete publicitario. Una que otra casa presume ya sus adornos y luces multicolores. Comienza la repartición de calendarios, las ofertas se anuncian ya. Las Iglesias retoman sus posturas abandonadas por once meses. Las hojitas parroquiales propagan sus ideas. El protestante afila sus garras desmitificadoras y el católico prepara su escudo contradesmitificador. Cada quien se aferra a su tradición familiar: se buscan los recetarios de los abuelos olvidados (los recetarios y los abuelos) y las fotografías empolvadas recobran algunos nombres. Se ríe. Las abuelas ríen por la futura visita de sus hijos y nietos, los hijos ríen por sus futuros aguinaldos y los nietos ríen por sus futuros regalos. ¿Cabría aquí otra gota de felicidad? Las transnacionales ríen, los gobernantes y los gobernados ríen. Ahí están los árboles navideños en espera de un padre consciente de que la felicidad estriba en algo nuevo. Ahí están los niños en espera de Santa Claus y los Reyes Magos. Ahí están los alumnos en espera de su último día de clase en diciembre, rezando para que los exámenes sean “entrando de vacaciones”, ahí están los maestros ansiosos de que esos festivales obligatorios terminen pronto. Ahí están las capillitas en espera de su fiestecita. La Navidad, palabra redentora por el sólo hecho de decirla. ¡Feliz Navidad!, con eso llenamos nuestra obligación con el mundo y de paso, aseguramos la felicidad ajena. Nuestras palabras son proféticas: con decir “próspero año”, las energías y las vibras se transmiten por el aire y como gripe se contagian en el otro, que tendrá que agradecernos nuestra consideración y misericordia. La Navidad: oportunidad para concursos (de ramas, de canciones, de ensayos y tarjetas). Las discotecas se pelean el derecho de ofrecer la mejor party navideña, donde el incienso se propaga por la pista como lo hizo alguna vez por el establo, el pesebre es importado y los pañales son desechables. Los nuevos Reyes Magos son los que invitan la botella y los cigarros, que vienen en Cavalier o BMW en lugar de elefante y ofrecen tickets de entrada en lugar de mirra. Los pastores son la multitud que invade los minibuses y se forma en la cola a las puertas del antro. Esa multitud que usa Mike, Tommy Highlander o Ríbuk, que se aglutina en los bailes para bautizarse unos a otros con licor adulterado. Aquí el Rey Mago es el que pasa sin hacer fila, sin mezclarse con la “raza”; el Rey Mago que se postra ante el influyente. La multitud va tras una “oferta” como si fuera la Estrella de Belén. Aquí los “hijas” piden posada a las puertas de la fiesta y el conjunto musical tropiloco es más armonioso que el coro de ángeles cantando Hossanna al ritmo de Chico Che (q.e.p.d.). Los hombres de buena voluntad son los jefes que dan buenos aguinaldos, los maestros que ponen buenas calificaciones, los padres que dan buenos regalos, los sacerdotes que ofician misas breves, las esposas que sirven buena cena, los hijos que se portan bien. El buen cristiano, el buen católico, la buena familia, “la buena de tu hermana”, el buen reventón y los buenos etcéteras. Las huidas a Egipto son las juergas de dos o tres días. Todos los embarazos ya se le atribuyen al Espíritu Santo. El rey Herodes es el pinche gobierno, el pinche jefe, el mal año, la pinche materia reprobada y hay que olvidar, aunque sea a tragos lentos. Recurrimos al recuerdo: lo que fuimos, lo que no, lo que pudimos ser. Nos recomiendan examen de conciencia sólo para encontrar que hasta en ése salimos reprobados. Prometemos superarnos, cambiar, buscar trabajo, tener novia, pasar de grado, y no, simplemente, no. Uno que otro va a aporrearse el pecho a su iglesia predilecta; se visten santos, se ponen flores, ¡SE VA A MISA! En la misa de Nochebuena, la multitud reclama su derecho al espacio, y como se le niega por ley física, lo toma a la fuerza; todos hacen como que escuchan al sacerdote, unos duermen, niños juegan, las puritanas señoras nos dicen “cállese, jovencito”, uno que otro liga, por ahí alguien va a ver a las hijas de su vecino, y al final –como de película– las personas se recuerdan que no hay que amarse sólo en Navidad sino todo el año. La gente se abraza, se felicita mutuamente (por haber sobrevivido a la asfixia), la alegría inunda los rostros, los compadres se saludan casi de beso cuando ayer se mentaban la madre, las comadres se cuentan el último chisme de su grupo parroquial, los perros ladran: la noche se despliega en sus manifestaciones más diversas. La Navidad: esa mágica palabra que provoca ocultarnos los nombres y jugar a los anónimos –el amigo secreto–, que nos hace llenar nuestras “cartas” de colores y ornamentos para sustituir el vacío del contenido, la Navidad que nos lleva de tienda en tienda para buscar un regalo que después nos rechacen. La Navidad dientes de sable que nos motiva a escribir “hola-cómo estás-espero que bien” en el lugar más común de todo el género epistolar. La Navidad, ese ritual que se prolonga a gusto del público consumidor, cuya fecha de inicio está sujeta a cambio sin previo aviso y que nos dice “antisociales” cuando no le entramos al jueguito o “portadores de ideas exóticas” cuando le somos indiferentes. La posada y esa reconstrucción del pasado y el crimen. La tarjeta y esa imagen redentora marca Hallmark, el versículo atrapado en un slogan según San Lucas. El árbol y esa terapéutica visión de la perinola invertida: toma uno, deja dos, pierde todo; el verde tucasa-ya-no-se-ve-tan-vacía, la esfera refleja-mi-cara y la enredadera de focos donde siempre falla uno. La Navidad, esa época de los especiales televisivos (la navidad de los Muppets, los Pitufos y el oso Yogui; las Chicas Superpoderosas y los artistas de Televisa), esa temporada de discos ad hoc, las canciones sobre la navidad de los pobres, el fin de año de los jodidos, el teletón, el disco de Hanson, los Tigres del Norte, Mariah Carey y el Tri. Nadie escapa al festejo. Es el momento en que “yo le gusto al gusto y el gusto me gusta a mí”. Ante el laberinto de la cotidianidad calendarizada, hacen falta las salidas: la “salida” en la aceptación ceremonial, la “salida” en el repudio ante costumbres paganas, la “salida” en el rescate de las tradiciones netamente mexicanas, la “salida” en el sermón sacerdotal, la “salida” en el discurso protestante en la puerta de tu casa, la “salida” en el artículo del periódico y la enésima versión del cuento de Dickens, la “salida” en el juego del “amigo secreto” para olvidarnos un poco de la monotonía escolar y laboral, el juego caótico de una preposada. Del tiempo del ocio al tiempo del vicio. Tiempo de yuxtaposiciones y contratiempos, de disculpas, pretextos y congratulations. Tiempo de costumbres traducidas y adaptadas, del apretón de manos y la llamada de larga distancia, de la pastorela y ese paraíso reconquistado de la fe popular. Tiempo de “ven a Confía esta navidad” y de “regala afecto, no lo compres”; y entre este tiempo y el otro: la “dicha inicua de perder el tiempo” y la común tendencia por desconocerlo. Entre este tiempo y el otro, la bocanada de aire y exceso, la frase redentora y el levántate y anda y saluda y reza y pon tu arbolito y canta la rama y compra tarjeta y regala algo bueno y consume cerveza y ve a la “barra libre” y olvídate del año que termina –el fin del ciclo–; híncate para recibir los nuevos fracasos y las nuevas asfixias, grita ¡¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO!!, grita los silencios que te cubren el rostro por un año, muestra tu cara de fecha en busca de fiesta, de personaje en busca de parlamento. Desconoce este pasado que te niega la esperanza para un nuevo respiro. Que si la Navidad es o no un rito pagano, eso siempre sale sobrando: los pretextos abundan. Y desde que se inventaron los pretextos, siguió la fiesta. Días de campaña Tengo la impresión de que nuestra sociedad vive el apego partidista con la misma pasión de una guerra santa. La política del nuevo siglo exige una convicción más ostensible que genuina, sobre todo cuando dos o tres individuos se declaran en abierta contienda por un puesto de elección popular. No basta con tener una simpatía: hay que profesar una devoción enfermiza. Por fortuna, en mi casa no hay un sólo indicio de preferencia política (salvo el retrato de Labastida que sirve para tapar una ventana sin cristal), pero mis vecinos entienden los nuevos tiempos de otra manera. La mitad de ellos ansían ser directores técnicos, la otra mitad, estrategas de campaña. La noche de ayer hubo una escandalosa junta de partido en la casa de doña Soledad. No había visto tanta gente en ese domicilio desde el último velorio. Las reuniones ordinarias en casa de doña Soledad tienen la peculiaridad de concluir siempre con el claxon del repartidor de pizzas. Sin embargo, las asambleas con alma de adhesión unánime terminan con el periódico de la mañana siguiente. A las seis, me despierta un coro de voces tan desafinadas como las de una peregrinación. –Es que los del partido están componiendo un himno de apoyo al candidato.– me dice después el vendedor de diarios. –Pero la tonada de esa canción me parece conocida. –Le atinó usted: originalmente se llamaba “La cumbia del Osito Polar”. Dios sabe cómo se llamará ahora. Por cierto, ¿sabe usted cuál es el nombre del candidato? –No. –José Nabucodonosor Martínez. Ha de ser por eso que aún no terminan la canción. ¿No cree? El tipo del periódico me mira como si esperara la respuesta de una pitonisa. Sólo puedo devolverle un casi inaudible “así parece”. –Las lideresas de colonia –concluye– piensan que las elecciones son como los hipódromos y que siempre hay que apostarle al caballo ganador. –Indudablemente –le digo mientras recibo mi cambio. Las campañas políticas, como las temporadas de futbol, no sabe uno cuándo empiezan ni cuándo diablos terminan. En lo particular, sólo me resultan interesantes esas efusivas muestras de aprecio que publican algunas personas en los periódicos de mayor circulación. Al igual que ciertas condolencias impresas, las felicitaciones de media plana poseen un aura de generosidad absolutamente sospechosa. Algo de eso pensé cuando abrí al azar el diario de la mañana y encontré un texto que decía: LAVATIVAS ORDÓÑEZ (Lo último en lavativas estomacales) felicita al LIC. JOSÉ NABUCODONOSOR MARTÍNEZ Por su registro como candidato a diputado por el II Distrito, etc. Esas exhibiciones de simpatía corporativa son sintomáticas precisamente en la medida que ocupan los espacios que antes pertenecían a los obituarios. Una epidemia de solidaridad con el candidato se desata a partir de su designación oficial. Es desalentador observar la manera en que organizaciones llamadas “Amigos del Amaranto” o “Centinelas de la Tortuga Caguama” manifiestan su adhesión a un determinado aspirante. Y como si la frustración no fuera suficiente, minutos después me habla un reconocido poeta para invitarme a ser parte de la “Asociación de Escritores A Favor de la Cultura”. –Mira –me dice–, la agrupación no tiene ninguna intención partidista. Claro que, como la protesta va a ser en el edificio del PRI y ante autoridades del PRI, al final del evento (y sólo de manera protocolaria) nos harán llenar una ficha de afiliación. Pero de ninguna manera vayas a pensar que... Lo dejo hablando solo por teléfono mientras me dirijo hacia la entrada porque alguien llama a la puerta. Es la señora Graciela: una mujer bigotuda de lunares en los cachetes. No me recupero por completo del estupor de verla sin maquillaje, cuando me anuncia con la mayor satisfacción que ya comprometió la barda de mi casa para la campaña de su candidato. –Él no es un político que ambicione el poder –me explica mientras veo con espanto a los pintores trazando unas letras gigantes en una de mis paredes–. Su auténtica vocación es el servicio. Observe estas fotos –me extiende unos trípticos de propaganda–. El licenciado es un hombre que aprecia a la Familia. Ésta es su hija Flor y este niño, el que está sosteniendo la banderita blanquiazul, es el pequeño Ildefonso. Me pregunto si todos los políticos se toman sus fotos familiares sentados en el mismo sillón. He visto por lo menos a seis interpretando el papel de seres humanos acompañados por señoras con claras tendencias al infanticidio. Los niños de la imagen aparentan tener facultades hipnóticas. Le doy las gracias a doña Graciela por su evangelizadora visita, cierro la puerta y después uso el tríptico para encender un calentador de la estufa. Mi tranquilidad hogareña parece derrumbarse a partir de este momento: me entero que el tipo de la esquina ya contrató a la charanga del estado porque hoy en la tarde llega el candidato. (La última vez que hubo mitin en la colonia, un taxista terminó desnudo sobre un árbol de naranja agria). Los conductores de la radio no se han cansado de anunciar dicha visita y unos automóviles con bocinas recorren todas las calles vitoreando un nombre que no identifico. Con seguridad no habrá servicio de microbuses. A las seis de la tarde, unas señoras morenas de vestido floreado invaden la calle de mi casa. He querido concentrarme en la lectura de un libro, pero es imposible ignorar los gritos enloquecidos de allá afuera. Opto por salir a ver, aunque sea por única vez, al futuro representante de este distrito. Cuatro policías vestidos de civiles despejan el área cuando la camioneta del candidato llega a la colonia. El licenciado Martínez desciende de ella entre vivas y música de quinceaños. Con presteza, los representantes de su partido en la colonia se acercan a saludarle. Es un tipo encorvado y pequeño que sonríe como si acabara de visitar al ortodoncista. El recibimiento adquiere en pocos minutos tintes de verbena popular. La gente grita frenética: “¡Nacubosonodor, estamos contigo!” o “¡Nasunobodosor, nunca nos falles!” Don Heliotropo, uno de los organizadores, ordena que inmediatamente se sirva la comida y los refrescos antes de que su hija menor empiece a recitar el poema “Raza de bronce” y sus sobrinitos marchen como revolucionarios portando metralletas de juguete. Doña Carlota, la rezadora del barrio, se levanta entonces para presentar el currículo del licenciado. Enumera los puestos burocráticos del visitante: “Presidente del partido, Subsecretario de Recursos Agrícolas, Subdelegado de Ecología, etc.” con la misma voz agónica con la que dice: “Torre de marfil, Arca de la Alianza, Estrella de la mañana...” Para cuando termina su intervención, más de la mitad de los asistentes ya está cantando “Perdona a tu pueblo, Señor”. Una sonora fanfarria de la orquesta señala que el discurso del candidato va a iniciar. Nadie se ha movido de aquel sitio a la espera de obtener, por lo menos, una playera para regalarle a sus parientes. Cuando el licenciado Martínez toma el micrófono ya es demasiado tarde. Una mujer en ropa interior empieza a gritar improperios desde el techo de una combi. El candidato entrecierra los párpados para identificar a la manifestante: no vaya a resultar su hija o su querida. Se escucha un murmullo general y ante la mirada atónita del auditorio, veinte personas completamente desnudas entran a escena con pancartas de repudio hacia nuestro visitante. Pregunto a una joven de lunar en el ombligo qué sucede. –No estoy muy segura –me responde–; yo sabía que marchábamos para protestar por la imposición del candidato, ahora me dicen que es por la muerte de un cachalote. Intento decirle que en la política contemporánea, los cetáceos y los comicios tienen una importancia paralela, pero el equipo de seguridad del candidato los detiene antes de que yo pueda articular palabra alguna. El operativo desemboca en un desastre mayúsculo. No son pocos los vecinos que también son arrestados por supuestos actos de impudor. Parece que los guaruras son incapaces de distinguir entre un bóxer y un short a cuadros. Me refugio en casa antes de que algo peor acontezca: un walkie talkie a velocidad deslumbrante deja sin rostro al Labastida de mi ventana. Todos buscan al candidato pero nuestro invitado ha desaparecido con la misma facilidad del Gato de Cheshire. Ningún periodista en cien metros a la redonda: mañana los diarios dirán que la visita fue todo un éxito. Partitura para una ciudad Para Juan Daniel Caminas por las calles de Campeche y la música que sale de las casas se mezcla en una prodigiosa sinfonía vanguardista. Si tomas el transporte urbano o un taxi, qué importa: las canciones te siguen. Hay voces predecibles: las del microbús o las de las tiendas de autoservicio, pero esta ciudad a veces se revela insospechada y te regala una sorpresa. La vida es tan generosa como para obsequiarte un taxista que escucha a Verdi, una cantina donde se oyen Los Beatles o un tecladista que hace un interludio entre cumbia y cumbia para interpretar “Europa” de Carlos Santana. Desde sus propias trincheras, los habitantes de esta ciudad también emiten un grito cantado por otros. Convierten sus salas de visitas en salones de baile, sus escobas en micrófonos o parejas imaginarias. Yo me admiro desde fuera, desde unas butacas que finalmente no aparecen por ninguna parte. Quiero aplaudir pero me abruma mi propio entusiasmo. Más allá, rumbo al colegio de mi hermana menor, un pianista ensaya. Más acá, en una borrachera familiar, un tenor interpreta un aria. De uno a otro lado, chóferes desafinados cantan a capella. En la radio, se escucha un deficiente himno de unidad y optimismo. En casa, mi hermanita inventa una lengua intraducible para las canciones de Britney Spears. Hay composiciones que aspiran a describir ciudades, calles, gente. Pero una música acaso más auténtica concentra el inglés mal pronunciado de las fiestas karaoke y el español repetitivo de las discotecas, los ruidosos ensayos de los grupos principiantes y la exactitud pedante de los músicos profesionales, una chica bailando slam a ritmo de Chico Che y una pareja que en medio de su sesión de caricias se permite cantar desde un baluarte oscurecido. Siempre pido ventana en los automóviles. Afortunado intruso de cualquier transporte, no profeso la obligación de mirar sólo al frente. Las señales viales no me dicen nada: veo tantos signos indescifrables de una acera a otra. Puede uno hasta encontrar tipos que sienten placer por ahogar melodías con la asesina vibración de sus cristales. Pero hay noches en que las imágenes del exterior son la película perfecta para el soundtrack de un autoestéreo. Y hay ocasiones en que los gritos estridentes de mis amigos siguiendo la línea melódica de una canción importan toda la fraternidad de la vida. Siento entonces que la realidad armoniza con nuestros arrítmicos compases, con aquellas notas inalcanzables que nos dejan sin voz a la mañana siguiente. Me siento entonces con la responsabilidad de escribir. De trazar una redonda en los cuadernos pautados de la cotidianidad citadina. DOS: EXÁMENES DE CONCIENCIA Herética para economistas UNO (Las citas de Marx provienen de El Capital, “El proceso de producción de capital”, traducción de Wenceslao Roces. La idea de este análisis proviene de una sugerencia de Héctor Malavé.) ¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo? Martín Lutero replicó: “Se hallaba sentado bajo un abedul cortando varas para quienes hacen preguntas impertinentes.” Dios, al crear el universo, ejerce un trabajo; a tal grado eso es verdad que descansa el séptimo día (y sacrifica el 14.3% de su capacidad productora, dice Gabriel Zaid). El trabajo produce mercancías. “La mercancía es, en primer término, un objeto externo, una cosa para satisfacer las necesidades (...), de cualquier clase que ellas sean”. A menos que nos confesemos panteístas (y por tanto, herejes) estamos convencidos de la diferencia sustancial entre el Creador y la creación. Teniendo como válida tal afirmación, somos mercancía y satisfacemos una necesidad celestial. “La utilidad de un objeto lo convierte en su valor de uso (...) Es algo que está condicionado por las cualidades materiales de la mercancía y que no puede existir sin ellas”. Entonces, el valor de uso es “la encarnación o materialización de un trabajo”. La cantidad de trabajo medida por tiempo de duración (6 días) nos arroja nuevas perspectivas. La medición de tiempo es de acuerdo a “las condiciones normales de producción”. Dejemos claro: “Mercancías que encierran cantidades de trabajo iguales o que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo representan, por tanto, la misma magnitud de valor”. Diseccionemos el trabajo del Génesis por magnitud de tiempo: Primer día: Los cielos y la tierra, la luz y las tinieblas. Segundo día: Las aguas y los cielos. Tercer día: Los mares y tierras, las hierbas, árboles y semillas. Cuarto día: El sol y la luna, las estrellas. Quinto día: Los seres vivientes acuáticos y aéreos. Sexto día: Los seres terrestres, el hombre y la mujer. Lamentablemente, la Biblia no es tan específica para indicar el valor de cambio por unidad. Conocemos qué cosas creó Dios por día, pero no cuánto tiempo invirtió Dios por cosa creada. Si tuviéramos este último dato, podríamos determinar el valor de cambio, “la proporción en que se cambian los valores de uso de una clase por valores de otra”, la equivalencia entre mercancías: x seres terrestres = y árboles x hombres = y animales aéreos 1 hombre = y / x simios, etc. DOS A fines del siglo XII, junto al surgimiento de la época mercantil, se propaga en Europa la idea de una relación entre Dios y los hombres semejante al intercambio comercial donde Yahvé ofrece expiación de culpa y los hombres dan buenas acciones. El purgatorio es una invención de ese tiempo: el grado mediocre de la productividad humana. Observemos que la oferta divina, en un principio exclusiva para israelitas (Isaías 43:15), crea su propia demanda a través de una mayor oferta (“ley de Say”) y precozmente se autoproclama monopolio universal en Zacarías 14:9. La mercadotecnia ha propiciado una explosión consumista hereditaria. Algunas épocas de mucha demanda han sido acompañadas con fuertes despliegues publicitarios (pestes, sequías, hambrunas, fenómenos inexplicables). El anuncio del apocalipsis que surge cada fin de siglo produce crisis de conciencia: el hombre no sabe ya qué ofrecer en el intercambio, surgen nuevos productos humanos para ese trueque, se revisan los estatutos bíblicos que rigen esta economía de la salvación. Ahora, pensemos que son ciertas las siguientes consideraciones: a) Una mayor demanda de salvación va precedida de una mayor carga de culpas por parte de los hombres. b) Una mayor demanda de expiación de culpas provoca reventas e intermediarios, burocracias que con esa actividad están cometiendo nuevas culpas. c) Una mayor demanda de expiación de culpas necesita una mayor productividad de buenas obras para el intercambio. Con esos tres incisos, estamos dando por hecho que la oferta se mueve según la demanda. ¿Y si no fuera así? El argumento de una oferta divina inmóvil es el sustento de aquellas Iglesias que se erigen como las únicas vías de redención. Pero, ¿no estamos siendo demasiado egoístas (y con ello cometiendo un nuevo pecado)? ¿No es de mayor solidaridad humana disminuir la demanda de salvación per cápita para que alcance a un mayor número de personas? ¿No es altruismo puro la creación del Purgatorio, la acción de los ateos, los cuestionamientos de los librepensadores? NOTA: Las distintas Iglesias son como las diversas áreas de una misma empresa de Dios. La mayoría de ellas tiene una estructura piramidal como la de cualquier burocracia. Como en toda una empresa, cada área quiere abarcar la clientela de otra: venden eficiencia, legitimidad y pertinencia de la oferta. Dicen no obedecer sus propios intereses sino los intereses de la empresa y ven en los errores históricos de las otras Iglesias / Departamentos, un atentado contra la regla máxima de la productividad: no equivocarse. A la comunidad universitaria: Tomando en cuenta los problemas que origina la educación laica, gratuita y obligatoria (la UNAM y el CGH son un triste ejemplo), el Comité General de Huelga de la UAC, con el fin de evitar conflictos similares, hace la siguiente PROPUESTA PARA LA MEDIEVALIZACIÓN DE LAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS. Consideramos que al volver religiosas a las diversas facultades se obtendrán los siguientes beneficios: a) b) c) d) El rigor evitará paros y quejas. Podrán aumentarse las cuotas sin mucha preocupación. Los altos funcionarios por fin mandarán a sus hijos a la UAC Cuando la situación esté al borde del caos, traeremos al Papa para disfrazar los posibles disturbios. Con el propósito de aclarar muchas dudas, proporcionamos el siguiente cuadro comparativo de lo que será nuestra Máxima Casa de Dios... perdón, de Estudios: CUADRO COMPARATIVO UAC Universidad Autónoma de Campeche Rector Directores Secretarias Maestros Conserjes Bachilleres UCT Universidad Católica Teocrática Cardenal Obispos Monjas Sacerdotes Ministros Novicios FACULTADES Medicina Exorcismo Derecho Inquisición Ingeniería Arte gótico Literatura Estudio de Salmos Contaduría (Posgrado) Especialización en la enseñanza de... Administración eclesiástica Catecismo ASIGNATURAS OBLIGATORIAS Filosofía Inglés Matemáticas Análisis de texto Historia Teología Lenguas muertas Cabalística Hermenéutica bíblica Hagiografía OTRAS ANALOGÍAS Reglamento escolar Requisito: haber terminado la preparatoria Colegiatura Calificación Himno Universitario Graduación Tesis Seminario de titulación Titulación automática Consejo Universitario Federación Estudiantil Semana del estudiante Grupo “Raíces Antillanas” Gaceta Universitaria “Del enigma sin albas a triángulos de luz” Diez mandamientos Requisito: haber recibido por lo menos cuatro sacramentos Diezmo Indulgencias Ángelus Ordenación Prueba del ayuno Retiro Espiritual Aparición de estigmas Concilio Pastoral Juvenil Semana de las vocaciones y la caridad Martín Valverde L’Osservatore “En caso de que faltase a mi misión, que se me arranque el corazón y que se lo coman los buitres” ATENTAMENTE El Comité General de Huelga La Diócesis de Campeche, a través de su programa evangelizador y Eduardo Huchín Sosa / Héctor Malavé, autores intelectuales. Sin pecado concebidas Las escuelas católicas son lugares donde las “horas” tienen 50 minutos; los semestres, cuatro meses y frecuentemente llevan el nombre de algún héroe excomulgado (como Miguel Hidalgo) o algún masón presidente (como Guadalupe Victoria). Una vez fui a suplir a la maestra de una preparatoria católica. Llegué al diez para las ocho. –Buenos días –dije a la madre directora que me interceptó. –¿Buenos días? ¡Buenas noches dirá! Ayer le pedí que viniera al diez para las siete y vea a qué hora se me presenta. Yo, que en mi vida había visto a la madre, puse cara de duda. Ella se enojó más: –¡Y no me ponga esa cara de que no sabe nada! ¿Cuál es su nombre? –Eduardo Huchín Sosa. –Huchín...Huch...Huchín –buscaba en una lista– ¡Huchín Sosa! ¡Aquí está! Le toca en el quinto semestre. –Sí, vengo a suplir a una maestra. Una imagen mariana que estaba cerca desprendió una luz que llenó el rostro de la madre. –¡Ah! ¿Usted es el de la suplencia? Es que hay un alumno que se le parece mucho. ¿Viene de la Universidad, verdad? –Efectivamente. Luego, me guiaron al salón donde iba a dar mi clase y me presentaron ante los alumnos: –Él es el licenciado Eduardo y da clases en la Universidad, igual que su maestra. Huelga decir que no era ni licenciado y venía de la Universidad porque era estudiante, no porque fuese maestro: me sentí diez años más viejo. Comencé la clase. La gente que asiste ahí es bastante curiosa. Hablarles de cultura popular es como hablarles de astronáutica; comentar sobre “maitros” es como platicar de ovnis. Uno no sabe si sentirse fascinado o ridículo. Se oyen ruidos orgásmicos, gástricos y tétricos. Nunca faltan aquellos que para demostrar su existencia recurren al exhibicionismo y a su necesidad de transgredir las reglas para sentirse intocables. Además, los jóvenes tienen la sana manía de sacar a relucir alguna costumbre falsa: –Es que la maestra nos deja salir veinte minutos antes de la hora. Llegó el receso y fui al salón de maestros. Mientras contemplaba a las futuras damas de sociedad, oía a dos profesores que platicaban de sus respectivas vidas: –Mi padre fue muy estricto durante mi etapa de estudiante. Cada vez que regresaba de la escuela tenía que hacer la tarea en su presencia. Me obligó a dejar el deporte hasta terminar mi preparatoria y mi carrera...Yo le agradezco que haya sido así...etc. El otro respondía “GRACIAS A DIOS” con tal convicción que nadie puso en tela de juicio su catolicismo. Yo pensaba: qué fácil se confunde la Obra Divina con el fascismo paternal. –¿Quiere usted un café, maestro?– me preguntaron. –No, gracias. Mis creencias no me lo permiten. Todos me miraron como si acabara de confesar algún crimen. Aclaré mi postura de inmediato: –Sí, YO CREO que el café es malo para la salud. Alguien, a lo lejos, suspiró aliviado. El resto del día también fue algo turbio. En otra ocasión, fui a dar clase a la secundaria de esa misma escuela católica: fue un infierno –paradoja permitida–. Ahí, si al final no quedas afónico es que no intentaste hablar. Los alumnos te preguntan de todo. “¿Dónde estudia?”, “¿Cuántos años tiene?”, “¿Puedo ir al baño?”. Incluso: –Oiga, ¿es usted el novio de la maestra? –Eso quisiera ella– respondía entonces, categórico. Oyendo a los chicos, uno cae en cuenta de que agresión más grave es la de naco, aunque nadie sepa a ciencia cierta qué significa esa palabra. La pobreza es una injuria. El lenguaje coloquial es un imperdonable acto de servidumbre. En cierto salón, hablé de cumbias; un estudiante calificó todo ello de “corriente” y prefirió mencionar a Eminem y a Limp Bizkit. Bueno, sólo era cuestión de aclararle que hablar de estilos musicales como si fueran el producto de una marginación social sólo se le ocurriría a quien tuviera desperfectos en el cerebro. Quienes sólo ven MTV y quienes sólo escuchan “La hora del taxista” están unidos por el mismo hermetismo apreciativo: la intolerancia hacia lo diferente. Dejé de enojarme porque no valía la pena. Empecé a disfrutar el extraño y pequeño mundo de la gente bien. Mientras me retiraba de mi última clase, contemplé a una Virgen de Fátima al lado de una bandera nacional. Me acordé de Hidalgo, aunque el estandarte fuera otro. ¿Qué pensaría el Padre de la Patria sobre el exclusivismo educativo que ahora nombra y que en vida combatió? ¿Qué diría Guadalupe Victoria? ¿Quién se moriría de risa y quién de vergüenza? Una película de miedo José María siempre se había considerado un buen católico: cumplía hasta donde podía los mandamientos, iba a misa todos los domingos, celebraba las festividades de su iglesia, etc., sin embargo esa tarde quiso ir a ver la polémica cinta El crimen del Padre Amaro, publicitada hasta el cansancio en la televisión. Almorzó y se bañó temprano, porque le habían contado cómo se llenaban las salas de exhibición para aquella película. Temió que alguien lo reconociera y fuera con la noticia a su confesor, por ello se compró un bigote y unas cejas postizos, tomó prestados los lentes negros de su hijo adolescente y unos pantalones anchos de su cuñado, el vándalo. Llegó una hora antes de la primera función pero la gente había formado ya una fila bastante larga que se extendía desde la ventanilla hasta el estacionamiento. Tomó su lugar detrás de una muchacha rubia que suspiraba cada vez que veía el póster de Gael García Bernal en el aparador del cinema. José María preguntó a un jovenzuelo si las entradas no estaban aún agotadas. No hubo quien le diera respuesta. Todo el ambiente se tornaba confuso: nadie podía decir con certeza si había boletos y si los había, para qué función. Se oyeron protestas y un agente de seguridad del cine salió para llevarse a un ebrio escandaloso. “Deberían hacer las salas más amplias” oyó José María a sus espaldas. Cuando volvió el rostro, se encontró con un viejecito de aproximadamente ochenta años. “¿Vino usted por el padre Amaro?” le inquirió el anciano. José María quiso disimular y pretextó que en realidad iba a ver Spirit, el ratoncito aquel que hablaba. “No, ése es Stuart Little” corrigió un niño que escuchaba con atención la plática. “Sí, claro” reconoció José María, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo y consultó la hora de su reloj: parecía que el tiempo se hubiera detenido. Algo le decía que las cosas no iban a marchar bien aquella tarde, ¿por qué no le hizo caso a su horóscopo? La fila avanzó lentamente. Rechiflas: al parecer había gente sin escrúpulos que compraba más boletos de lo que la decencia permitía: diez, quince, veinte. Se estableció de emergencia no vender más de una entrada por persona. La situación se normalizó y José María respiró profundamente: por fin veía cerca la ventanilla. Entonces se apareció un líder ultraderechista llamado Carlos Carrera (como el director de la cinta), que en días anteriores había prometido demandar al Registro Civil porque no podía seguir siendo homónimo de un sacrílego. Repartió volantes que explicaban por un lado las fallas artísticas de la película y por otro sus violaciones a la ley de Cultos Públicos. José María leyó aquellas hojas con atención: entre otras cosas decían que El crimen del Padre Amaro nunca llegaría a ser un filme de la talla de Casablanca o El Acorazado Potempkin. “Fíjese nada más –comentó el octogenario en voz baja– sólo falta que se pongan a comparar las encíclicas papales con las epístolas de San Pablo.” El ultraderechista intentó subirse a una silla para explicar su postura al respecto, pero fue absorbido inevitablemente por la multitud. Personal de Seguridad Pública tuvo que intervenir para rescatarlo de la turba. Sin embargo, con el desorden, hubo personas que ingresaron a la fila clandestinamente. Nuevas protestas. “Quedan pocas entradas” anunció el encargado. José María no sabía si sentirse indignado o redimido. Cuando llegó su turno el sistema de cómputo sufrió los embates de un virus informático. Su boleto, ya impreso, no especificaba la sala ni la hora. El encargado escribió con bolígrafo esos datos y cobró. Al revisar su cambio, José María se dio cuenta que faltaban veinte pesos. Quiso ir a reclamarlos pero temió correr la suerte del ultraderechista. Entró al cine y se quitó los lentes, compró palomitas grandes y un refresco de cola. Contempló los anuncios de otras películas y se dirigió a la sala correspondiente. Intentó ingresar pero un empleado se lo impidió. “Lo siento, pero su boleto pertenece a otra sala”. “¡No puede ser!” se indignó José María. “Sí, aquí lo dice claramente”. “¡Esto es un atropello!” alzó la voz. “Como usted quiera llamarlo, señor, pero usted no entra a esta función”. Algunas personas empezaron a exigir silencio a través de silbidos. José María, que era pacífico al fin al cabo, se dirigió resignado a ver la película que por error le habían asignado: unos horrorosos dibujos animados llamados “Oye Arnold”. La película ya había comenzado. Buscó en la oscuridad un asiento confortable y se sorprendió de que, a pesar de ser una cinta infantil, no advirtiera la presencia de algún niño en la sala. Guardó las cejas y el bigote. Comió lentamente sus palomitas e hizo un recuento de aquellos momentos catastróficos. Cuando las luces se encendieron descubrió con horror que la sala estaba ocupada por todos los feligreses de su parroquia. “Es que no pudimos entrar a ver al Padre Amaro” le explicaron. Las palomitas supieron esa tarde muy amargas. Dios y yo Últimamente leí Al filo del agua de Agustín Yáñez para mi clase de “Narrativa mexicana del siglo XX”. La novela desarrolla historias alrededor de un pueblo marcado implacablemente por la religión. Cuando noté la importancia que atribuye Yáñez a la Iglesia, incluso en la vida íntima de los personajes, pensé que exageraba. Un suceso vino a corregirme. Mientras esperaba el minibús en una esquina, oí que una señora y su hijo discutían: –¿Por qué llevas tantos juguetes? No vas a una fiesta ¡vas a la doctrina! –No me gusta la doctrina, ahí nada más se habla de Dios. –¿Y de quién querías que hablen? ¿del Diablo? ¡Por gracia de Dios estás aquí! Ahora por blasfemo, vas a misa de diez... y de seis de la tarde y... etc. Después de esta revelación, comprendí que Dios quería decirme: “Eduardo, hijo, reflexiona la relación que has tenido conmigo y con mis representantes en la Tierra”. Acatando dicha orden, observo que la historia comienza desde muy lejos. Durante mi niñez, predicadores de toda clase de sectas e iglesias venían a mi casa y yo los recibía. Ellos me hablaban de la decadencia del mundo, de los “últimos días”, del número de la bestia, de la caída del imperio católico, etc. Un pasaje bíblico quedó marcado en mi memoria: aquél que dice “porque a la hora que no penséis, el hijo del Hombre vendrá” (Lucas 12:40, Mateo 24:44). A partir de entonces, antes de acostarme, decía: mañana se acaba el mundo. La lógica de esta reflexión es: si Dios dice que llegará cuando nadie lo sepa, no puede venir mañana porque yo lo sé y habría contradicción y en Dios no puede haber contradicción. De adolescente, me salvé del ateísmo porque me inscribieron en la escuela marista. Yo era el encargado de preparar las vinajeras y las hostias para cada misa; lo hacía tan bien, que un día llegó un sacerdote de visita al colegio y me mandó a buscar: deseaba saber si estaba yo dispuesto a “responder al llamado de Dios”. Sobra reproducir mi respuesta. Dejé de ir a misa porque me daba flojera (y no soportaba los formalismos), leí La “tournée” de Dios de Jardiel Poncela y me volví panteísta. Mi madre, que estaba espantada por mi indiferencia hacia el catolicismo, me envió a un retiro. Ésa fue mi segunda gran experiencia. En dicho retiro espiritual, me enamoré de una de las organizadoras, lo que me libró de evidenciar a gritos las prácticas medievales con que ellos pretendían “ablandar mi corazón”. Entre los asistentes había uno convencido de que Cristo hablaba por su boca y otro al que le aparecían nombres escritos con sangre en todo su cuerpo. Entre tanta gente extraña me daba por afirmar: –Pues, yo veo manchas de colores cuando me despierto. Incluso había quien aseguraba ser la reencarnación de Carlos Monsiváis. –Oye, pero si Carlos Monsiváis aún no ha muerto. Nunca lo pude sacar de su error. Gracias a mis amoríos con la organizadora de retiros, ingresé a un grupo parroquial. Hacíamos pastorelas, íbamos juntos a misa, éramos guadalupanos de antorcha y nopal en el pecho. También rezábamos el rosario y teníamos reuniones donde una señora nos aconsejaba cada domingo: –...y pídanle a San Clodomiro, patrono de los grupos, y al Espíritu Santo que es el encargado de ver por los jóvenes...etc. En una ocasión, pensé decirle que no había por qué tratar a los santos como si fueran burócratas y a cada una de las tres personas divinas como departamentos administrativos, pero me contuve el comentario. Fue el primer instante en que el amor chocó con la ideología. Una revolución de fe provocó mi salida del grupo. ¿Quieren que sea más explícito? La muchacha que me gustaba dejó de ir. Comencé a enamorarla en serio. Un día le mandé flores con una tarjeta (“Te amo”) y ella me envió un rosario con otra tarjeta (“Cristo te ama”). Ahí terminé la relación: no sé dónde acabó su recuerdo. Ingresé a la facultad de Humanidades. Leyendo a San Agustín me volví ateo y analizando a Nietzsche regresé al buen camino. Ahí me enamoré de una joven que pertenecía (o pertenece) a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (que la economía verbal ha obligado a llamar “mormones”). Por una especie de simbiosis religiosa, mientras anduve con ella, dejé de tomar café y refrescos de cola, iba de camisa blanca y corbata a la escuela y llamaba “hermano” a medio mundo. Las cosas no funcionaron por X o por Y razones y el primer día de desamor, ingerí café hasta el arrepentimiento. La otra mañana vinieron los “testigos de Jehová” a mi casa. Me hablaron de Dios, yo les hablé de Gibrán (ese dios libanés) y de Marx. No han regresado, pero me dejaron algunos ejemplares de sus revistas. Un artículo llamado “¿Cómo puede dejar de gustarme?” (sobre el amor entre “creyentes” y “mundanos”), me llamó tanto la atención que aún lo guardo en mi mochila. Después fui a dar clase a una preparatoria católica y publiqué una crónica sobre lo que ahí aconteció: casi me excomulgan. Si hubiera estado en sus manos, las monjas me queman a mitad de un homenaje cívico. Ésa fue mi última experiencia con Dios y sus emisarios. Actualmente doy catecismo amateur a mi hermanita de nueve años y confío en ese pequeño recurso llamado “eclecticismo”, que es como la unión libre: nos pone fuera de compromisos y deja complacidos a los interesados. Lo uso para declarar mi fe, para librarme de las sospechas, para tener una respuesta certera a cualquier acusación de herejía. TRES: TEDIÓSFERA Mientras bostezo Chuang Tzu sueña que es una mariposa y despierta. Según dice la historia en ese momento “se pregunta si es un hombre que soñó ser una mariposa o una mariposa que ahora sueña ser un hombre”, pero en esta ocasión la historia es otra y Chuang Tzu se levanta de mi hamaca y mira en el espejo mi rostro deslavado. “Después de todo, me digo con palabras de Chuang Tzu, la vida no es sueño” y salgo a la calle. Me espanto: estoy en un mundo poblado por insectos horrorosos, todos llamados Gregor. Formulo la pregunta adecuada: ¿por qué soñamos lo que soñamos? Posiblemente nunca obtenga una respuesta satisfactoria, pero tal tarea me ha obligado a recopilar mis sueños más interesantes: 1. Estoy en la cena de graduación de una prestigiosa y cara Universidad. En el escenario un grupo llamado Toulouse-Lautrec empieza a tocar la Obertura 1812 de Tchaikovsky. A mi alrededor están exgobernadores y mafiosos (no sé distinguir unos de otros), un gran número de empresarios saudíes y una exmiss mundo (maya). Los graduados y los invitados de los graduados beben con poca prudencia y uno de ellos grita: “Lo acepto: soy un naco, pero un naco rico”. Todos bailan y después de elegantes melodías (como River of Moon, Oh my darling) el grupo termina su actuación con canciones del gusto universal (Quen pompó de Chico Che y Perdóname mi amor por ser tan guapo de Rigo Tovar). El rector de la Universidad intenta hablar pero nadie presta atención: sólo logra emitir leves graznidos. 2. Me encuentro en una Iglesia. Al parecer la ceremonia que ahí se realiza es mi boda porque estoy frente al sacerdote y frecuentemente no me siento tan adelante en las misas. No conozco a la novia y los invitados danzan en torno nuestro cantando en lenguas. Antes de concretar esa sagrada unión, pregunto al sacerdote si Dios es hombre o mujer, pero unos inesperados ruidos interrumpen la posible respuesta: es Jorge Luis Borges que entra a la Iglesia golpeando con su bastón a los feligreses más próximos a él. 3. Sueño con extraños descubrimientos: mi vecino que compone máquinas de escribir es Juan Villoro pero él todavía no se ha dado cuenta. Lo mismo pasa con el velador de una sala de fiestas cercana: es Vicente Leñero, pero actúa como si verdaderamente lo ignorase. Me paso la mañana hallando nuevas celebridades; mi madre exige que dedique mi tiempo a cuestiones más productivas, pero no la oigo porque de repente descubro en mi vecina que lava ropa ajena nada menos que a Chasey Lain. 4. Soy el Príncipe Azul y tengo entre mis brazos a la Bella Durmiente. La beso. Cuando ella despierta y me mira, se da cuenta que me he convertido en el dinosaurio que aún sigue ahí. 5. Unos estudiantes revisan mis libros completos. Sus tesis tienen títulos deslumbrantes como “Mito y poesía: incursiones metafóricas en la narrativa fantástica del segundo periodo (periodo rosa) en la obra literaria de Eduardo Huchín”. Al fondo del cuarto, se advierte un pequeño altar con veladora donde una fotografía mía se encuentra junto a una de Marco Antonio Solís (el Buki). Para evitar cualquier tipo de vergüenza me hago a la idea de que no es Marco Antonio Solís sino Julio Cortázar con pelo largo. La otra estudiante tiene un proyecto que según la portada trata sobre “El sueño como pretexto para el narcisismo en los artículos de Eduardo Huchín”. 6. Estoy acostado en un diván. A mi lado está un reconocido sicoanalista apuntando detalles en su libretita. Le cuento a ese hombre mis sueños más extraños (como aquél en que Juana de Arco y Juana Gallo eran la misma persona) y él los interpreta con maestría y prontitud: si aparece un árbol que da frutos metálicos es sexo, si sueño con cataratas púrpuras es sexo, si surgen peces cantantes de la alcantarilla, sexo; si me hallo entre ornitorrincos que salvan a la ciudad de la catástrofe es sexo. Luego le interrogo sobre ese último sueño que tuve donde veía a una pareja durante el coito. El sicoanalista, después de una rápida reflexión, me habla del mito del eterno retorno. Asunto: el que se indica Todo burócrata sabe esencialmente tres cosas: que sus palabras sólo pueden aspirar a una clase de inmortalidad: la del expediente, que su habilidad principal proviene de distinguir al licenciado “querido” del licenciado “estimado” y que el oficio constituye la única prueba tangible de que existe vida más allá del escritorio. En tierra de trámites, el oficio lo es todo y como en este país la tortuosidad adquiere proporciones de Santo Oficio, sus patologías no son menos interesantes que sus autores. En El laberinto de la Soledad, por ejemplo, Octavio Paz escribió que el mexicano “es un hombre que se esfuerza en ser formal y que muy fácilmente se convierte en formulista.” Ese mexicano que expone cada día su higiene personal ante la traicionera tinta del sello y que sólo ofrece la cortesía estipulada por el sindicato, tiene el traje a la medida del servidor público. Y como tal, tiende a regirse por el grosor del minutario y por las seducciones del papel oficial. Es bien sabido que cuando una formalidad se impone lo hace para solventar la condición sordomuda de las instituciones y que es precisamente esa naturaleza condenatoria del oficio (o su afinidad con lo irremediable) lo que nos molesta y también lo que nos deja a su merced. Como muchas tesis universitarias, no sabe uno qué es más estéril: escribir un oficio o descifrarlo. Entre el “Asunto” y el “C.c.p.” se extiende, casi por definición, un territorio de incalculable vacuidad. Por lo menos a nivel comunicativo, porque en un oficio no importa qué se dice o cómo se dice sino quién lo firma y bajo la bendición de quién se envía. Una campaña ecológica debería frenar la explosión demográfica de estos documentos; pero como hacer legal dicha campaña exigiría también una serie interminable de oficios, la inconformidad acabaría otra vez transformándose en silencio. Y si bien los únicos beneficiados de esta excesiva papelería son los historiadores (que pueden utilizarla para constatar la intemporalidad de la estupidez humana) todos hemos tenido, alguna vez, la sensación de que en un oficio no hay redacción sin padecimiento. En fin, que para los propósitos que se convengan, he integrado algunas claves básicas para entender un poco el lenguaje de las siete copias y las dos firmas. Coadyuvar: Hablar de “coadyuvancias” en la burocracia es como hablar de “números” en las matemáticas. La palabra “coadyuvancia” sobre el papel membreteado tiene una capacidad reproductiva más eficaz que la de las bacterias en un estanque. Comisión: Para efectuar el trabajo que bien podría realizar una persona, los grandes organismos educativos y gubernamentales organizan “comisiones” para tales fines. Todo ello en provecho del consenso pero en detrimento de la eficiencia y principalmente para reafirmar que un presidente, un secretario y dos vocales sirven para algo, aunque sea para demostrar una perogrullada. Día inhábil: Llámese de esa manera a la oportunidad de seguir no haciendo en casa lo que no se hace en la oficina. El Licenciado: El licenciado es omnipotente, omnisapiente y omnívoro. La singularidad del vocablo es obligatoria (no se confunda con el término “los licenciados”). En todo caso, carece de nombre, pero posee un título y un apellido: el título para hacer efectiva su pertenencia a la clase política y el apellido para constatar su grado de influencia dentro del sistema. Las instancias pertinentes: Todos los funcionarios recurren a ellas cuando algún oficio necesita tres palabras que lo den por terminado. Es indispensable que dichas instancias nunca estén lo suficientemente definidas o limiten su existencia al lenguaje burocrático que las vio nacer. De hecho, como el reino de “las instancias pertinentes” no pertenece a este mundo, las peticiones que se les canalizan son, digámoslo así, oraciones al Altísimo. Los abajo firmantes: Las misivas colectivas son casi cartas anónimas. La adhesión o la protesta tienen por finalidad capturar el carácter multitudinario de las marchas, y el sentido de las aglomeraciones establece que no hay que ser del montón sino ser el montón, como bien apuntara Fernando Manzanilla. Las planas completas en el periódico o la recolección de firmas conducen a la sospecha de que el mundo cabe en un papel o que los pensamientos actualmente se suministran en sólidos monolitos. Oficio: Es la institucionalización del diálogo, con la opción, siempre beneficiosa, de que las respuestas no sean inmediatas. Política: El camino más corto entre el erario y las fortunas particulares. Presupuesto: Lo temible del presupuesto no es que sea insuficiente para las obras públicas sino que siempre alcanza para financiar la maquinaria del trámite. Proyecto: Es la institucionalización de las ideas o la estimación presupuestal de las utopías. Los proyectos tienen la ventaja de que todo puede ser rechazable hasta por una coma de menos. Algunos los consideran la modernización de aquello que alguna vez se llamaron ideales y otros piensan que son la forma elegante del No definitivo: “Envíame tu proyecto y luego ya veremos”. Título universitario: Diría Aristóteles: “Para sobrevivir sin un título, o se es una bestia o se es un dios”. El título es como el acta de nacimiento pero menos fidedigna, porque esta última por lo menos verifica un parto, mientras la otra no garantiza que se haya aprendido algo en una universidad. Trámite: Es el proceso (con fuertes tendencias al infinito) que da origen a su vez a otro proceso también llamado “trámite” y cuyo único fin (junto a la continuidad del primer “trámite”) es la perpetuación del Trámite en sí mismo. “Venga dentro de una semana”: Tradúzcase como “Espere a la próxima glaciación para volver a esta dependencia”. Vocales A y B: Yo tampoco acierto a determinar para qué existen. Eduardo Huchín Superstar A Estephanía Gregor Goethals dice que “los rituales y la formación de símbolos son dos de nuestras actividades humanas más fundamentales” y Niebuhr considera que “Es un hecho curioso e inevitable de nuestras vidas...que no podamos vivir sin una causa, sin algún objeto de devoción, algún centro de dignidad”. Todo parece indicar que los ídolos forman parte indispensable en nuestra sociedad. Es más, si yo fuera un ídolo popular, ¿qué pasaría? * Supongamos en primer lugar que esto lo imaginé hace cincuenta años, con lo cual la cronología quedaría de la siguiente manera: 1920 Nazco en la humilde cuna de una ranchería de provincia (digamos que el pueblo se llamaba Tuxkimal y que ahora se llama Huchinciti). 1928 – 1935 Crezco entre ganado y plantaciones de henequén. Asisto con frecuencia a un cine rural que proyecta películas lacrimógenas; ahí obtengo mis primeras imágenes del mundo y aspiro a ser un artista de aquéllos. 1937 - 1941 Parto a la capital en busca de fortuna y trabajo como bolero, repartidor de periódicos, cocinero, portero de un edificio y policía. En un concurso de la radio para aficionados sorprendo al público con mi interpretación de “La inmensa noche” de Fernando “Cuate” Calderón y don Gonzalo de Córdova visita mi humilde hogar para proponerme una pequeña participación en una película suya. El apellido Huchín es tan poco apropiado que termino siendo Eduardo Arozamena. 1942 – 1963 Participo en un número considerable de cintas como estelar: en ellas soy de nuevo bolero, repartidor de periódicos, cocinero, portero de edificio y policía, aunque obviamente gano muchísimo más y mis compañeras protagonistas son unas hermosísimas damas con las que inicio célebres romances. Me caso tres veces y procreo seis hijos, que todavía en la actualidad se siguen disputando mi fortuna. 1966 Protagonizo mi última cinta donde encarno a un technicolor indígena maya que se enamora de la hija de un rico hacendado durante la guerra de las castas. 1967 Me estrello en un avión comercial con destino a Alemania donde asistiría a la entrega del Oso de Berlín, nominado por mi actuación como Jacinto Cohuó en el filme antes mencionado. La multitud se vuelca a las calles cuando mi cadáver llega a la ciudad de México para ser transportado al Panteón Español. 1999 El crítico de cine Gustavo García y el novelista Enrique Serna escriben para la editorial Clío una biografía (en tres tomos) que se titula: “La inmensa noche: la vida de Eduardo Arozamena”. * Digamos ahora que voy a ser un ídolo kleenex de finales de siglo: 1977 Nazco en el seno de una familia defeña de la clase media alta: mi padre es gerente de una empresa y mi madre es una retirada actriz de cintas a gogó. 1980 – 1993 Crezco entre programas de televisión, el cine sobre asesinos múltiples y el atari; estudio en un colegio marista donde tengo contacto con mis primeras revistas eróticas y una maestra de cincuenta y cuatro años me inicia en los placeres más extravagantes; es gracias a ella (que en su juventud fue amante de Emilio Larrosa) que ingreso al centro de actuación de Televisa. El apellido Huchín suena tan provinciano que termino llamándome como mi abuelo materno: Eduardo Ferrara. 1994 – 1996 Luis de Llano me integra a un grupo coreográfico-vocal llamado “El signo” y tenemos con él nuestro primer hit: “Mueve tu cuerpo”. Sacamos un disco más, sin pena ni gloria. 1997 Crecen los conflictos entre los integrantes del grupo y nos separamos definitivamente con un concierto de despedida para el programa televisivo conducido por el payaso Chiflón. Me integro a la telenovela “Siempre te esperaré” junto a Ana Bonet y a otras atractivas mujeres. A partir de entonces, me llaman para encarnar a ricos jóvenes que se enamoran de sirvientas. Comienzo una relación con María Shua que dura tres semanas, porque ella repentinamente se fuga con Michelle Valley (miss México) de la que siempre estuvo enamorada. 1998 Me retiro de la actuación y me dedico a promover a nuevas cantantes: una de ellas, Felly, se vuelve mi novia y le produzco un disco “Aún sigo aquí” que obtiene doble platino. 2000 Sin previo aviso Felly y yo desaparecemos de México ante las acusaciones de Patricia López (17 años) de perversión a menores. Doce niñas más declaran en nuestra contra y la PGR emite un comunicado donde nos califican de “Prófugos de la justicia”. Se dicta inmediata orden de aprehensión. Un video íntimo nuestro circula por Internet . 2001 Nos capturan en Colombia mientras intentamos introducir quince guacamayas (especie protegida) a Brasil para venderlas en el mercado negro de Río. Comienza nuestro juicio de extradición que se ha prolongado indefinidamente. Tanto Televisa como TV Azteca transmiten largos programas sobre el clan “Felly–Ferrara”. Sorpresivamente me caso con una brasileña de cincuenta y seis años que me recuerda a mi maestra de la secundaria y vendemos nuestra boda desde el reclusorio a la cadena estadounidense Univisión. El círculo de los mentirosos En el mIRC la vida es más sabrosa Si alguno, como yo, ha ocupado los últimos doce años de su vida en aprender a escribir correctamente, entrar a un chat puede ser riesgoso, en virtud de que terminará escribiendo peor de como habla. La escritura instantánea (tan proclive a las erratas sin fe) y el malabarismo de conversaciones simultáneas nos obligan al descuido ortográfico, a la sumisión a ciertas variaciones lingüísticas y lo más importante: a escribir pésimamente, pero eso sí, sin remordimientos de conciencia. Una de esas veces en que entré al mIRC (para los no enterados, el mIRC puede definirse como “la capacidad de mantener relaciones a distancia con decenas de personas de las que conocemos sólo el pseudónimo”) encontré a una mujer que se asombró ante la confesión de que era mi primera vez en esas salas de discusión. Me dijo desilusionada: “pues no te has perdido de nada bueno”. La pregunta obligada en este caso es: “¿Permanecía ella en el chat para darle sentido a su propio desencanto por el chat?” La respuesta, lo siento amigo, no está flotando en ninguna parte. Padre, en tus manos encomiendo mi nick name Si describiéramos al chat como una especie de carnaval de nombres falsos, tendríamos que recurrir a la máxima de que el disfraz también desnuda. Aceptando lo anterior, el nick (pseudónimo que nos identifica) en toda ocasión evidencia muchas de nuestras obsesiones y establece ciertas jerarquías de necesidades: <pornstar>, <kamasutra> y <Seductor_69> ejercen su derecho a la lujuria; <paracelso>, <nostradamus> y <estigma> son vigías de la Noche de los tiempos; <korn>, <chico_che> y <Bizkit> transitan de la pantalla de TV al monitor de la “compu” (porque el chat es el paraíso de los apócopes) y viceversa. El mIRC es ese pequeño intento de sociabilidad para un acto tan solitario como el uso de la Internet, es la caza de citas y el prozac contra la timidez, el menage a trois, a quatre, a cinq, a six. Tan lejanamente cerca En el canal “Campeche” (que es como decir la ciudad de Campeche) están hablando en este momento 128 personas. (De acuerdo con nuestra habilidad casanova podemos conversar con cinco o diez mujeres a la vez.) Comienzo la plática con una que se hace llamar <Diabólica>; su principal atractivo es que le anda mentando la madre a medio mundo. Descubro que fuma marihuana, es bisexual y cree en la supremacía del demonio. Oye black metal y su personaje favorito es el asesino serial Berkowitz. Mantengo una conversación también con <Nice Girl> que es la antítesis de <Diabólica>: está escuchando ahora “I’m slave 4 you” mientras localiza páginas web de la serie estadounidense “Friends”. El trauma de su infancia fue la “injusta” muerte de Anthony, aquel personaje de la teleserie Candy Candy. Adora a su novio Andrew (que en realidad se llama Andrés) y pregunta a cada rato “¿Qué es el amor?” “No lo sé, niña babosa” responde un individuo que firma como <IgnorAdO>. Perdónalos, Señor, porque no saben lo que escriben. La conversación se complica un poco porque a veces mando a <Diabólica> los mensajes rosas de <Nice Girl> y a esta última envío las invocaciones demoníacas de aquélla. Terminan ambas botándome del chat, pero yo, entusiasmado, ingreso con un nuevo nick: <Elisys>. Ahora platico con <M4ry>. Pregunta: “En verdad te llamas Mary?”. Respuesta: “En realidad me llamo Issis”. Comienzo una táctica que no me conocía hasta el momento: el sutil recurso del engaño. <Elisys> ¿Sabías que Elisys e Issis son dos dioses esposos en la religión doménica de las Islas Malviki? <M4ry> No. <Elisys> En serio. En el principio de los tiempos, Issis vivía en los infiernos del Gobi y Elisys en los jardines de Malabad; para casarse con ella, Elisys tenía que vencer al demonio rojo Belamí <M4ry> Sigue contando... <Elisys> Belamí era la encarnación de los temores humanos, la forma en que Elisys lo derrotó fue luchando contra sí mismo, contra todo aquello que se ocultaba bajo su aparente valentía, se reconoció humano y de esa manera pudo acceder a Issis. En el fondo, esa fábula es una alegoría del amor. <M4ry> Qué interezante. Grasias. <Elisys> ¿Por qué el agradecimiento? <M4ry> Es ke estava haciendo una tarea sobre mitolojías lejanas ke me marcaron para la klase de mañana <Elisys> Okas. De nada Los placeres de la mitomanía <Bonita> cree que soy un incomprendido, que la semana próxima voy a escaparme de la casa de mis padres para vivir bajo los puentes. <Darketa> está convencida de que soy yonqui, que amo la música oscura y que toco en una banda de sadometal llamada Profanatum. <Nostálgica> quiere conocerme porque le dije que adoro las canciones de Mario Pintor y de Camilo Sesto: sospecha que soy el enmascarado cantante que ameniza los festivales del parque principal. Con <Sentimental> tuve una interesante conversación sobre las telenovelas y prometió enviarme por e-mail la edición electrónica de las Obras Completas de Corín Tellado. <Freddy> cree que soy homosexual y <Ashley> alucina porque voy al Gym tres veces al día. <Alexandra> asegura ya haberme reconocido en mi BMW rondando por las avenidas y <Xiomara> ofrece lo que sea por ver “de cercas” mi colección de discos autografiados por Joan Sebastian. Echo un vistazo en el recuadro principal (ése donde todos hablan al mismo tiempo) y los mensajes generales conforman un auténtico mercado público o para ser más ilustrativos, una original asamblea de maestros sindicalizados. Los diálogos transitan de la agresión a la seducción, de la desinhibición que proporciona el anonimato a la trivialidad a la que obliga la lejanía: <S3ductor> está invitando al público en general a formar una gran orgía cibernética y <Tímido> pregunta “¿Alguna chica guapa que quiera platicar conmigo?”. El alto contraste: <Silvi@> cree en la verdadera amistad por Internet y <{SuicidA}> ya declaró su absoluta aversión contra un mundo “hipócrita y superficial” (la cita es textual). Mientras <Camal3on> y <Caguamo> intercambian direcciones de licorerías y expendios clandestinos, uno tiene que convivir en esta fiesta a la que todo mundo ingresa sin invitación. Ni modo. Todo lo que siempre quiso saber acerca del Cable pero temía preguntar a su proveedor Así como el televisor no merece más ejercicios que los de nuestro dedo pulgar, los programas de televisión no requieren más atención que la de un parpadeo. Recorremos canales como quien recuenta un patrimonio que amenaza con desaparecer. El esparcimiento se limita a la suma de escenas –a la adición de realidades dispersas– y el televidente moderno parece conformarse con quedar al borde del vértigo. “El control remoto mide las pulsaciones de la noche” debiera decir la greguería de Ramón Gómez de la Serna. Con las antenas de conejo, estas contabilidades son peligrosamente cercanas al sopor: nadie que yo conozca se jacta de la televisión abierta como un itinerario recomendable. Actualmente, el entretenimiento se define sólo a través del número de canales disponibles; por eso las compañías de Cable ofertan sus paraísos en virtud de la aritmética. Los promotores del servicio nos venden la idea de que tantos canales más en el televisor suponen posibilidades mayores de sobrevivir al tedio. Pero en el Cable, al igual que en los matrimonios por embarazo, nunca sabemos las consecuencias de la diversión hasta después de haber firmado la hoja de contrato. Las salas de espera dejan esa amarga sensación de ser una metáfora de la vida: cualquier agonía es soportable si tenemos cerca un televisor. Hay que contemplar de lo estúpido a lo insulso con tal de justificar la comodidad o, en el peor de los casos, el entumecimiento. Salvo en las angustiosas ocasiones en que lo estúpido y lo insulso suceden en emisiones simultáneas, sólo con sesenta canales podemos reducir la realidad a una sucesión de ventanas que adivinan nuestros apetitos. Cualquier aparato que no cumpla esas exigencias de la diversidad estará condenado al menosprecio. En un futuro no muy lejano, la televisión por Cable terminará siendo simplemente la Televisión, aún así admita verdades no especificadas en sus trípticos promocionales: 1. Tres canales religiosos equivalen a tres predicadores en la sala. No hace falta que los protestantes toquen a la puerta de la casa para sentir las dimensiones de su evangelización: los domingos, todas las televisoras hispanas se ven invadidas por ancianos que sermonean al borde de la laringitis. Del lado católico, las cosas no mejoran: jóvenes devotos usan canciones de moda para entonar los salmos y un tipo pasa horas tratando de explicar el Pentateuco a sus camarógrafos. La insistencia con que los consorcios de Cable integran canales religiosos a sus servicios locales quizás termine por demostrar la omnipresencia de Dios; pero por ahora sólo causa la resignación de un acontecimiento inevitable. 2. La televisión comienza cuando el infomercial termina. En la programación nuestra de cada día, la ficción sobre las personas (en series, películas y telenovelas) se ha convertido en la ficción sobre los objetos. En cable, las ofertas multiplican sus similitudes como en un juego de espejos. El escaparate mediático, que antes sólo resentían los madrugadores, ha invadido nuestras horas del desayuno con extractores de jugo que parecen tan serviciales como sus presentadores. En la aldea global, nada representa mejor el fastidio que un tipo vendiendo cuchillos desde una cocina integral a distancia. 3. Las mejores cosas de la vida suceden fuera del Paquete Básico. El HBO es como la revista Forbes: exhibe todo aquello que no tenemos, no nos hace falta, pero ansiamos apenas descubrimos que existe. Movie City está ahí para recordarnos que hay una película que todavía no hemos visto. Nada tan común como desear lo que sucede en el canal donde no estamos de la misma manera que deseamos la vida que no hemos vivido. Es cierto, la falta de codificador hace que las chicas del Playboy Channel parezcan pinturas de Edvard Munch, pero eso qué importa cuando la insinuación de estar ahí gana prácticamente por nocaut. 4. La nostalgia a nadie satisface, pero a todos reconforta. De las películas de Joaquín Pardavé al “Six Million Dollar Man”, las personas necesitan creer que el pasado no es algo enteramente irrecuperable. Sobre todo cuando vivimos en una época donde apenas son necesarios diez años para hacer de un producto materia del recuerdo. Con excepción de mi prima (quien odiaba las caricaturas clásicas porque la risa de Pulgoso le recordaba sus días de asma) la mayoría de nosotros le apuesta a los efectos sedantes de la nostalgia. El Cable alimenta la idea (incuestionable a cierta edad) de que todo tiempo pasado será siempre mejor. 5. Existen más películas homónimas de las que imaginamos. Buscar algún filme en la Guía de Programación puede llevar a resultados decepcionantes. Las animaciones japonesas con doblajes madrileños tienden a llamarse como las películas de Disney. Los thrillers de baja calidad, donde los asesinos masacran parejas después del coito, admiten títulos de superproducciones. Las películas de Golden Choice cumplen la máxima de los medicamentos similares: “Ser lo mismo pero más barato”. 6. El videoclip es la mejor forma de no olvidar una canción. ¿En qué momento las canciones se volvieron el soundtrack de una película que a veces es nuestra vida y otras una secuencia visual de MTV? Cualquiera que sea la respuesta, lo cierto es que las relaciones entre el artista y su público parten ahora de un pretexto que no es precisamente la música. Hay imágenes (como el beso entre Britney Spears y Madonna) que migran directamente del televisor a nuestros sueños húmedos. Y los dueños de los canales de música saben que los fanatismos no se sostienen sólo con vibraciones sonoras. 7. El Cable está diseñado para encontrar la parafilia oculta que todos llevamos dentro. Las obsesiones más perversas, como el amor a los Teletubbies o el interés por las decoraciones, encuentran en el Cable su sex shop ideal. No digamos las películas sobre narcotraficantes o los debates entre congresistas. No digamos los chismes internacionales o la liga libanesa de futbol. No digamos Wild On. Creo que lo único que el Cable no puede complacer es la adicción a las telenovelas de televisión abierta. Nosotros los feos La denominación “las mujeres” no incluye a las mujeres feas Adolfo Bioy Casares Dice Adriana Marchán que Corín Tellado (esa fabuladora de las utopías femeninas) ha creado en sus novelillas cerca de 5 000 hombres inencontrables: altos, guapos, superdotados, inteligentes y millonarios todos ellos. Yo sólo añadiría que no es que la señora Tellado haya poblado su jardín del Edén con 5 000 muestras de superhombres maravillosos sino que ha repetido un mismo hombre (técnicamente imposible) 5 000 veces a lo largo de su trayectoria folletinesca. Estadísticamente, encontrar al hombre perfecto es una pérdida de tiempo, porque o a la mujer que lo intente nunca le alcanzará el tiempo para concluir tal tarea o el hombre perfecto es tan perfecto que posiblemente viva con otro hombre. Sin embargo, los hombres y las mujeres perfectas sí existen: viven en un universo virtual llamado telenovela mexicana. Si Schultz (aquel siniestro personaje de la novela Que se mueran los feos de Boris Vian) hiciera su sueño realidad (el de crear un mundo exclusivo para gente bella) ese planeta estaría al mando de Emilio Larrosa, Juan Osorio u otro magnate de la estética televisiva actual. En todo caso, la ilusión de la belleza como orden mundial no es algo nuevo (Don Quijote se encuentra, cada vez, con una doncella más hermosa que la anterior) pero en el universo televisivo esto llega a extremos preocupantes por su nivel de trivialidad. Con la proyección de la teleserie Yo soy Betty la fea por el canal 2, la supervivencia semanal de Beatriz Pinzón en la empresa Ecomoda ha alcanzado a últimas fechas tintes de gesta heroica. Cada sábado, miles de espectadores contemplan las peripecias de una nerd en una realidad no apta para inteligentes de gafas y frenos. Además, la irrupción de una fea en un mundo de gente bella propone, y creo que es lo más interesante, devolverle a la telenovela su justa dimensión: la ridiculez. Renunciando al maniqueísmo excesivamente explotado por Televisa, Yo soy Betty la fea explora con plausible humor las estupideces del género folletinesco: 1. La correspondencia amorosa ya no se da por generación espontánea (amor a primera vista) sino que tiene un posible inicio en los intereses económicos (la difícil situación de la empresa obliga a Armando Mendoza a enamorar a Betty). 2. No existen buenos sin fecha de caducidad ni malos de tiempo completo: todos se comportan según sus pasiones, intereses o inteligencia. Eso los vuelve más creíbles y, podríamos arriesgarnos a decir, más humanos. 3. Quien ha hecho algo malo no expía sus culpas en el último capítulo, volviéndose loco o matándose en un choque automovilístico. En la telenovela colombiana se van creando y solucionando conflictos conforme avanza la historia, para no provocar en el espectador una innecesaria acumulación de rencores contra tal o cual personaje. 4. En Betty la fea se terminaron (te damos gracias, Señor) las amnesias del protagonista precisamente cuando se encontraba en la cima de su felicidad, los orígenes sanguíneos por completo desconocidos, las chicas pobres que ignoran ser hijas de empresarios moribundos, las sirvientas que conquistan la fama y no pierden la sencillez, los filántropos que vagabundean de incógnitos, los sacerdotes que por medio de la confesión conocen toda la historia de los personajes, la gemela que venga a su sufrida hermana ya difunta, y esa maravillosa deuda con un pasado (origen de todo mal) del que nadie sabe nada, salvo el villano. 5. Etcétera. La mayor virtud (a mi parecer) de Yo soy Betty la fea, resulta la inteligente conformación de una telaraña de situaciones y personajes caricaturescos que, no por eso, dejan de ser reales. “El arte de hacer reír, nos dice Jardiel Poncela, se basa en exponerle al público, cara a cara, sus propios defectos.” Desde el delicioso barroquismo de Freddy (perdóneme pero discúlpeme) hasta las risibles penurias de Patricia por conservar su acomodado estilo de vida. Desde la fascista sobreprotección de don Hermes hasta el carácter irascible de doña Sofía. Esta realidad plena de parodia incluye a un diseñador homosexual (siempre ácido en sus comentarios), a una recepcionista de liviandad evidente, a un abogado siempre al borde de la congestión alcohólica y hasta a la poeta Delmira Agustini reetiquetada ahora como modelo argentina. El ansia high society por deformar los nombres (de Marcela a Marce a Marge), el poder empresarial siempre representable en la virilidad casanova, el chisme disfrazado como solidaridad femenina y todos esos mecanismos que mueven nuestros actos en una sociedad superficial son el blanco perfecto para la sátira eficaz, para los diálogos mordaces, para esas escenas que nunca llegan a la cursilería romántica. El éxito de Betty la fea reside en el talento de un guionista (Fernando Gaitán) que ha sabido rescribir el cuento de hadas y en una idea desarrollada a la perfección por sus creadores: la exposición de un mundo tan real que hasta provoca risa. La telenovela no varía en su tema universal (“los ricos también lloran”) e incluso entrecomilla su supuesto mensaje (“los feos también triunfan”), sin embargo, la frescura con la que cuenta la historia de siempre y la acertada autocrítica al género folletinesco la rescatan de toda esa basura televisiva que rige los horarios estelares. Ya hacía falta. Las caricaturas me hacen llorar Para Olga Dinorah Un catálogo de gustos televisivos puede servir para entender ciertos comportamientos (tengo un vecino alcohólico que dice ser Mazinger Z durante sus delirium tremens), porque, al igual que otras traiciones de la memoria, la nostalgia televisiva es proclive al psicoanálisis. En particular cuando proviene de una generación tan decididamente catódica como la mía. A lo largo de nuestra infancia, descubrimos los polos de la existencia a través de los dibujos animados. Por un lado, un conjunto de historias lacrimógenas nos mostraron a personajes padeciendo una tragedia tras otra para definir ese proceso al que llamamos crecimiento. De Remi a José Miel, el aprendizaje de una realidad aplastante sólo podía soportarse a través de la esperanza o el exceso de ingenuidad. No me extraña que la melodía estúpida ejecutada por uno de esos seres lamentables todavía provoque náuseas: el creador de La ranita Demetán parecía armar sus historias con la pesadumbre de quien ha leído “La niña de las cerillas” decenas de veces. En el otro extremo de nuestras preferencias, había protagonistas que distaban mucho de ver la vida como una sucesión de pequeñas derrotas cotidianas. Los héroes de mi niñez necesitaban cumplir una cuota de acontecimientos extraordinarios para conservar su status. Si eran robots transformables o dinosaurios venidos del espacio, no importaba tanto como que representaran el uso justificado de la violencia. En ellos no había triunfos mínimos ni victorias interiores: en cada batalla se salvaba a la humanidad y, como en la política exterior estadounidense, cada guerra significaba una oportunidad de seguir preservando la paz. Respecto a las animaciones hechas para hipocondríacos emocionales, Candy Candy ostenta el privilegio de ser el referente melodramático por excelencia. Cualquiera pudo haber escrito Del sentimiento trágico de la vida después de contemplar un capítulo suyo. No sé cuántos desarrollaron miedo a los equinos después de que Anthony cayera de un caballo, pero lo cierto es que marcó infancias como ninguna. La más célebre habitante del hogar de Pony preparó a las jóvenes generaciones para las telenovelas de Televisa y nos hizo ver que al fin de al cabo los niños de ese entonces sí teníamos corazón. Candy, la huérfana creada por Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi, cuyos enormes ojos temblorosos reflejaban la tragicomedia de la vida, definió la nostalgia del nuevo siglo. Más tarde, la historia de mi generación empezó a dividirse en A. C. y D. C.: “Antes de los Caballeros” y “Después de los Caballeros”. Cada vez que confieso no haberlos visto, mis amigos se extrañan de tal manera que terminan preguntándome si además no me orinaba en la cama y maltrataba a los animales. En efecto, fui uno de esos adolescentes subnormales que no conoció la epopeya zodiacal más célebre de nuestra pubertad y que, al final, gracias a ese trauma, terminaron haciendo cosas inexplicables como estudiar Literatura. Por tal motivo, nunca supe cuál era la diferencia entre una batalla y la siguiente, cómo era posible que una lucha sangrienta pudiera llamarse “El torneo galáctico”, quién diablos era Seiya y qué problema edípico tenían los dibujantes japoneses que sólo creaban héroes huérfanos. Ni siquiera en las cercanías de mi edad adulta me libré de atestiguar la persistencia de las caricaturas. Tengo un amigo que perdió la preparatoria por ver tarde tras tarde aquella serie denominada Supercampeones. Que yo recuerde se trataba de unos partidos interminables con balones que se expandían por la velocidad y estrategias imposibles donde dos gemelos se impulsaban uno al otro. Lo más interesante de su caso es que veía Supercampeones no por gusto sino por masoquismo. Odiaba su desarrollo absurdo y esos encuentros donde la cancha se curveaba de tan inmensa. Mi hermanita descubre ahora esa misma serie pero con personajes que ya tienen conflictos debidos al acné. Las hazañas deportivas del equipo estrella mantienen el tono de épica ridícula, pero el añadido de sus cambios hormonales busca atraer a un nuevo público. Para cuando escribo este artículo, los niños actuales están descubriendo unos dibujos extrañamente atractivos comandados por una esponja marina que parece scotch brite. No me considero tan viejo como para descalificar sus contenidos, pero el creador de Bob Esponja tuvo que haber ideado ese personaje durante un viaje de LSD o no podría yo explicarme ciertas cosas. Estas hilarantes animaciones tienen la particularidad de establecerse de principio en el plano de lo absurdo: con una ardilla que vive en una campana de cristal submarina o una ballena que es hija de un cangrejo, con una playa debajo del mar o un pez que se ahoga en sus aguas. Otros ejemplos de la programación actual harían temblar a un tradicionalista: la vaca hermana de un pollito o el perro que es mitad gato. En una época que ha elevado a la oveja Dolly al rango de figura pública, toda mutación genética va acompañada siempre de una ética discutible. Cualquiera diría que nuestra biografía puede dividirse en perfectos capítulos televisivos; como si la nitidez del recuerdo pudiera depender de si teníamos cable o no. ¿Qué tienen las caricaturas que definen nuestra vida? No lo sé, pero ciertos individuos inauguraron su adolescencia cuando descubrieron que Batman y Robin no se llamaban Bruno Díaz ni Ricardo Tapia y no los culpo. Los nombres correctos e higiénicos de Bruce Wayne y Richard Grayson parecen sacados de un noticiero de la CNN; integrarlos al universo de una caricatura puede ser tan definitorio como el primer barro en la nariz. Incluso conozco a una pequeña que de haber nacido varón se llamaría ahora Peter Parker Cruz. Afortunadamente, el fanatismo de su padre se vio disminuido en parte por el color rosa de la nueva habitación. Y no le fue tan mal: terminó llamándose Mary Jane Cruz. Queremos tanto a Diego Para quienes hemos asistido a un retiro espiritual o tenemos vecinos pendientes siempre de la privacidad ajena, Big Brother nos causa la misma excitación que ver crecer el pasto. Unos diálogos tan censurados que parecen clave Morse, una galería de individuos que se copian demasiado entre sí, una idea de “aislamiento” que en lugar de inspirarse en Robinson Crusoe se inspira en La Isla de Gilligan, forman este peculiar programa que ha enriquecido nuestras discusiones (predominantemente políticas) con encendidas polémicas sobre la dignidad humana, el derecho a la intimidad, etcétera. En primer lugar, yo no creo que Big Brother atente contra la dignidad humana. Sí lo hacen, en cambio, todos esos telejuegos que recurren a preguntas tan obvias (por no decir estúpidas) para reducir al televidente a su nivel mínimo de sinapsis. Lo hace el programa Cien mexicanos dijeron por premiar el peor de los sentidos comunes y lo hace Vida TV (que bien pudieron llamar Tedio TV) por elevar la pérdida de tiempo a rango de entretenimiento masivo. Exhibir al espectador en semejantes condiciones de sonambulismo denigra mucho más que escuchar a un grupo de jóvenes mentarse la madre unos a otros. Y es que esto de los insultos sobrepasa la simple contemplación de un sacrilegio contra la lengua. Me preocupa que los integrantes del Big Brother recurran a los eufemismos televisivos en lugar de desarrollar creativamente el empleo de las malas palabras. La tan atacada proliferación del “güey” obedece a una cultura donde la televisión lo ocupa todo. Adal Ramones ha contribuido al desarrollo de este lenguaje porque su léxico (tan particularmente propenso a disminuir la intensidad de un insulto) ha educado a niños, jóvenes y viejos en el uso de la “palabrota televisivamente permitida”. La repetición excesiva desvirtúa las bondades de una grosería y eso en verdad sí es un crimen contra el castellano. De hecho, el vacío en las conversaciones del Gran Hermano no demuestra la superficialidad de la juventud sino el miedo que todos tienen (no importa la edad) de ser vulnerables públicamente. Por otro lado, el programa es, sin duda, un éxito, pero a nivel de telenovela: porque las telenovelas mexicanas son tan aburridas como la cotidianidad misma y porque excluyen de su trama los problemas políticos y las discusiones de contexto. En todo caso, el voyeurismo que nos vendía en un principio Big Brother está resultando cada vez menos perverso y eso no sólo se debe al peso de nuestro moralismo sino a que la realidad doméstica siempre llega a un punto de tediosa calma. Por eso los talk shows no exploran sino la epidermis de un conflicto y por eso los noticieros se engolosinan tanto con los pequeños errores de las personalidades públicas. La cotidianidad no vende. La rutina acaba por agobiar, a pesar de que emisiones como Hoy expongan esa llana rutina sin remordimientos. La transmisión ininterrumpida de un fragmento de vida en grupo me parecía sólo realizable para una película como The Truman Show y sin embargo se hizo posible en México gracias a las bendiciones del sistema Sky. Hace falta mucho aburrimiento para seguir las 24 horas el desempeño diario de estos jóvenes en el encierro y vaya que sí existen quienes se olvidan de sus propias vidas para contemplar las de otros. Los integrantes del juego han alcanzado la celebridad en un corto tiempo; por lo menos los expulsados, porque recordemos que el más elevado nivel de rating lo poseen precisamente esos mediáticos mecanismos de destierro. En una especie de tribuna pública donde los nominados son expuestos en sus defectos y virtudes, la vox populi dictamina, vía telefónica, quién debe permanecer y quién no. Sobre el jugador de mayor puntuación no sólo pesa la condena de salir de la casa sino la de terminar actuando en telenovelas como Salomé, donde sólo falta que aparezca un extraterrestre o el anticristo. Por ese motivo, los únicos tres nombres que ubico en el conjunto son Azalia, Diego y Denisse. Sus incursiones en el mundo exterior (lo que eso signifique) han sido por demás publicitadas y bien recibidas. Verdaderamente, sí nos importan qué sucede con sus vidas porque se han entrometido en nuestra intimidad de la misma manera que nosotros nos hemos entrometido en la de ellos. Por ejemplo, un vecino mío, al enterarse de la expulsión de Diego, gritó con tal angustia que en mi casa pensamos que alguien le practicaba la circuncisión. Este fanatismo no pertenece únicamente a un simple adepto a la persona de Diego sino a un legítimo partidario de aquello que Diego representa. ¿Es la simpatía o el rechazo por una actitud el diagnóstico social que nos deja Big Brother? Quizás. Lo importante, en todo caso, es saber leer las tendencias de opinión y desconfiar de ellas cuando sólo comprueban los lugares comunes. Porque una cosa es cierta: los espectadores ven a los integrantes de Big Brother como la televisión misma quiere que los vean: Denisse es la grosera; Azalia, la intrigante; Carla, la calmada, etc. En esos esquemas se sostiene el melodrama de nuestra tradición televisiva: saber con certeza quién es quién. Con quién identificarse y a quién odiar. La gente habla de Big Brother, no importa que sea para criticarlo: ahí radica su mayor fortuna. El Gran Hermano es el gran control: nos dice qué pensar, sobre qué discutir, en qué entretenernos. La TV ha introducido en nuestras pláticas un tema ya irremediable, porque la TV es el auténtico Gran Dictador. La TV proporciona la existencia y decreta los límites de la realidad (los artículos que no gozan del anuncio televisivo están en constante peligro de extinción, las personalidades que se ocultan de la cámara por mucho tiempo se tienen ya por muertos). No es necesario que la TV “nos vea” para sentir el peso de su intimidación. Big Brother lo prueba. Nadie se arriesga, total, todo es un juego. Y en ese otro juego que es la vida, se repite con tanta frecuencia la expresión “¿me entiendes?” que a veces termino por no entender. Los caballeros las prefieren rubias Toda lujuria es música Salomón de la Selva Un encabezado del periódico dice algo que parece un axioma: “Todos quieren ver a Britney”. Nada más cierto. La intrusión de esta lolita en nuestro catálogo de sueños húmedos ha sido tan contundente como para perdonarle su desafinada voz de niña con gripe. Antes de “Baby one more time”, su primer video, muchos pensamos que nuestras ilusiones rubias se habían extinguido con la Ludwika Paleta de Carrusel y que la televisión nunca había sido tan aburrida como la programación de ese entonces. Dado que una melodía pegajosa es siempre el preámbulo de las idolatrías adolescentes, a partir de “Baby...” el número de admiradores de Britney Spears ha crecido con la magnitud de una epidemia. Incluso, individuos totalmente escépticos terminaron por incluirla en su repertorio de perversiones después de escuchar una canción en la que se musicalizan tantos gemidos como “I’m slave for you”. Britney Spears: mientras las mujeres se fijan en cosas tan insignificantes como sus cuerdas vocales, muchos hombres fotografiamos mentalmente cada uno de sus videos para acabar escribiendo artículos como éste. La verdad es que su vestido de señora en “Overprotected” la hace parecerse a Lucía Méndez, pero con Britney pasa lo que con las cervezas: después de rendirle la primera devoción lo demás es pura inercia. Aunque en cada video salga haciendo unas sufridas gesticulaciones como las que hacía Dolores del Río en sus mejores dramas, la prensa comúnmente la califica como la Nueva Reina del Pop. El trono, que se erige cada vez que el pop muere y renace de sus cenizas, no es, digamos, la responsabilidad más grande del mundo, pero nos da una idea de lo fácil que es actualmente reinventar las monarquías. Protagonista ya de una película, la rubia estadounidense disfruta el ábrete sésamo de su celebridad, haciendo tangibles sus ilusiones. Si en México hasta Félix Salgado Macedonio es actor, en Estados Unidos esos portentos cinematográficos se producen con mucha mayor frecuencia. De entrevistas exclusivas a romances dignos de una fotonovela rosa, Britney Spears realiza buena parte de sus sueños haciendo pública su propia historia. No se conforma con escribir un libro o vestir Dolce & Gabbana sino que, a fuerza de compartir su vida, nos obliga a contemplar el mundo como si fuera un parque de diversiones. La gran aportación de esta intérprete no son sus canciones (perfectamente olvidables) ni su apariencia (fácilmente sustituible) sino la sensación multitudinaria de vivir una pubertad oxigenante. Los artistas plásticos siempre surgen para un momento preciso: sus modas definen una época pero no la trascienden. Muchos lamentamos que Shakira cante en inglés pero más nos incomoda que a veces se parezca tanto a Britney. En estos tiempos donde los tintes conforman personalidades, la última de sus metamorfosis terminó siendo una mimesis. La polémica más representativa de este nuevo siglo sugiere elegir entre Christina Aguilera y Britney Spears como su primera diva. El desenvolvimiento escénico de Aguilera, pero sobre todo su desafortunado maquillaje en “Lady Marmalade”, deja esta controversia ya resuelta. Nadie duda de sus clases de solfeo, pero la sensualidad no puede someterse a semejantes decepciones. En un medio como la televisión, donde las estrellas se producen con la misma rapidez con la que se casan y divorcian, la imagen representa una porción importante de la fama. Cuestión diferente es ver, por ejemplo, los comerciales de Pepsi en los que Britney canta una tonada tan elemental como sus habilidades futbolísticas pero que satisfacen perfectamente la libido del consumidor. La Britney navideña y la Britney mundialista son figuras lo suficientemente excitantes como para crearles un nicho de amor en cualquier tienda de abarrotes. Educados, como somos los mexicanos, a considerar desde pequeños que Ricitos de Oro era la buena del cuento, no resulta extraño que los integrantes de esta nueva generación hayan encontrado en Britney lo que sus antecesores soñaron con Marilyn o Briggite Bardot. Enfundada en su traje rojo espacial, la intérprete de “Oops, I did it again” es heredera de una concepción mediática que condiciona la felicidad a tres requisitos: “los amigos, una buena comida y mis rubias” ¿Qué más quiere uno en la vida? Pero fuera de estas esenciales recomendaciones (que hubiera envidiado el buen Confucio) se encuentra la idea nacionalista de no ver a las extranjeras más que con los ojos de la lujuria. La insistencia con que la señorita Spears aparece en los kioscos de revistas y en los canales de música obliga a preguntarnos ciertas cosas: ¿Por qué un joven de quince años dedica sus tardes libres a colocar el rostro de Britney sobre una modelo desnuda de Playboy? ¿Por qué hay en mi barrio un grupo de niñas que bailan “Stronger” cada vez que su familia celebra una fiesta? ¿Por qué estoy escribiendo estas líneas en lugar de dedicar mi tiempo a terminar mi tesis de licenciatura? Quizás el mundo nunca lo sabrá. Pero por lo pronto, nuestras navegaciones visuales seguirán siendo asediadas por la presencia cada vez más agobiante de la diva estadounidense. La veneración de las rubias puede evidenciar cierta sumisión ante los esquemas occidentales de belleza, pero también significa que las muñecas Barbie no nacieron en vano. En una realidad como la nuestra, la imagen de Mena Suvari bañándose en una tina con pétalos es igual de importante que el argumento de American Beauty. Prohibida su venta a menores No he visto un sólo ser humano que no esté preocupado por el sexo. Aldous Huxley La disneylandia de Eros Si Mickey Mouse, el Pato Donald y el resto de personajes solitarios, enguantados y cabezones que la industria Disney puso a nuestra disposición representan la posibilidad de una felicidad global, la pornografía apunta a una felicidad personal y a un placer sin riesgos. Dice Guillermo Cabrera Infante que todo concurso de belleza es un harén rápido; habría que añadir que una colección pornográfica es (a condición de volvernos eunucos) un harén efectivo. El éxito de las publicaciones del erotismo gráfico radica también en la idea no siempre consciente de que es posible establecerse en un mundo donde el sexo nos redima. Páginas y páginas hiladas bajo el argumento de que el único requisito para sostener relaciones coitales es dar los buenos días, nos hablan de cierto aislamiento de la realidad. Pero además, la pornografía vende la probabilidad de que la simpleza de ese sistema (buenos días>lleva a>sexo) sea una cara no reconocida de esta realidad. El pornoaficionado consume el absurdo sexual de la misma manera que el televidente contempla el ridículo humano de las telenovelas: para concebir la vida desde la comodidad. La tan atacada cosificación de la mujer conviene en tanto deja sin complicaciones el acercamiento al otro(a). Cuando se afirma que el único sexo cien por ciento seguro es la masturbación también estamos aceptando que el otro(a) es inaccesible, que la parte más difícil del sexo es su esencia: la incursión en el otro(a). Por eso la pornografía abre los caminos del instinto pero abrevia los espacios del erotismo y del amor. “Para que la pornstar sea excitante debe parecerse, al menos, a una de tus vecinas” Cabrera Infante titula a unos de sus textos “Ojo que toca”, definición que me parece perfecta para ese acto de consumo visual llamado pornografía. Como una especie de voyeurismo permisible (y compartido) el pornovidente explora las acciones ajenas pero se proyecta como protagonista, como el superhombre que puede disponer de un número notable de mujeres a su alcance. La pornografía es la posesión de la mujer como cuerpo y género (el rostro múltiple y la variabilidad del nombre) pero también es la reverencia a la mujer inalcanzable. La adoración de imágenes (pornstars) produce un singular mercado de lo inasible: Chasey Lain, Sylvia Saint, Jenna Jameson, Asia Carrera, Dyanna Lauren, Chloe Jones, Nikki Tyler y otras actrices, son idolatradas si sólo pueden llegar a nosotros a través de ese “ojo que toca”. Estas estrellas del exhibicionismo industrializado son personalidades de culto en las web sites de Internet: espacios dedicados sólo a ellas inundan la red (sus fan clubs ofertan escenas inéditas, películas inconseguibles, fotografías exclusivas, entrevistas conmovedoras), sus nombres se pelean por ocupar el Olimpo del mercado libidinal. Desde que Linda Lovelace (con el film Deep Throat de 1972) y Marilyn Chambers (con Behind the green door, del mismo año) alcanzaron la celebridad absoluta, la promoción del culto a la diva ha mostrado sus ventajas económicas1. La veneración de la superstar es, como todo en la pornografía, también una forma de masoquismo. Sicalípticos e integrados Ante la monotonía sexual (que es el enemigo principal del género erótico) la industria del entretenimiento para adultos necesita de variantes (paródicas, mediáticas, detallistas) para sobrevivir. 1. Variantes paródicas: El humor (ya sea vulgar o involuntario, trasgresor o ingenioso) es un antídoto suficientemente atractivo contra la uniformidad del sexo. Basándose en el sobreentendido de que el cine pornográfico es una imitación risible (por su argumento, por su dirección, por su actuación) del cine convencional, los productores sexualizan las historias hollywoodenses y los rumores de farándula. Películas como El silencio de los indecentes, Licencia para coger y esa joya llamada Frankespenis (con John Bobbit, il castrato, en el papel estelar) no escatiman esfuerzos en llegar a la broma erótica. La industria llega a su chiste cúspide con la entrega de los Adult Video Awards, los óscares del cine porno, con su glamour sui géneris y esos inconcebibles reconocimientos a la trayectoria de sus estrellas: categorías extraordinarias que van de la Mejor escena de chicas solas a la Mejor escena de sexo en grupo, chismes tras bambalinas publicados en las revistas, etc. Algunas pornoactrices no resisten la tentación (¿existirá alguna tentación a la que se resistan?) de copiar nombres célebres para sí mismas: Demi Moore se vuelve de repente Demia Moor, Drew Barrymore es Dru Berrymore y en ese tono la imitación alcanza tintes hilarantes. Si el cine para adultos es la parodia del cine convencional, la sexycomedia mexicana (que bien podría ser un título para José Agustín) resulta una parodia de la parodia. Con la intención estética de explicitar las fantasías sexuales del macho mexicano, crea un subgénero (el cine de “arrabal” cuyo antecedente son las cintas sobre “ficheras”) que representa por sí solo la decadencia de la cinematografía nacional. En esas cintas, el máximo logro además de la seducción de las “bellas” es el triunfo en la batalla de los albures. El protagonista, entonces, se impone ante las mujeres con la supremacía casanova (es feo pero irresistible) y ante los hombres con la dominación verbal. La funcionalidad de la mujer es la de ser atractiva (que no bonita sino “buena”) y el hombre, que no puede ser atrayente físicamente (su papel de feo no admite tampoco eso de ser fuerte y formal) tiene que representar al Gran Simpático. Si el personaje principal del cine eroticómico es una sexualización de Gordolfo Gelatino, la muerte protagónica de los guapos representa el verdadero milagro mexicano. 1 Es común en las imágenes pornográficas hacer visible el rostro femenino y ocultar la cara masculina. El hombre es sólo válido de la cintura para abajo y la mujer es la única que tiene la capacidad para aspirar al superestrellato (salvo en casos excepcionales y legendarios como John Holmes, “Mr. 35 cms.”). Por cierto que Chambers y Holmes actuaron juntos en la cinta de Godfrey Daniels, Insatiable (1980). 2. Variantes mediáticas: a) La insuficiencia de las imágenes impresas (aunque valgan más que mil palabras) desarrolló otras formas de difusión. Incluso la vuelta a una literatura pornográfica sin imágenes replantea el uso de la imaginación para sufragar las limitantes de la fotografía. La estética de las revistas llega a puntos notables con el tratamiento fotográfico (la publicación Private se exhibe a sí misma como “The best erotography”): acercamientos explícitos, escenografías lujosas, combinaciones de luz y sombra, etc. Los “diálogos” son una maravilla del sinsentido: la complementariedad de una provocación ilustrada. b) Las sex lines nutrieron nuestra lubricidad de otro modo: a través del oído. El escritor Óscar de la Borbolla narra su decepción con las encargadas de brindar placer auditivo. Se las imagina poseedoras de un talento comparable al de Sherezade, pero al oír únicamente una serie disparatada de jadeos termina enojado de perder su tiempo y su dinero en estupideces. Lo realmente impresionante de las sex lines es su capacidad para inventar variantes memorizables de números telefónicos (después del 1-800 el resto es imaginación pura) y unos anuncios en las revistas que hacen por demás ofrecimientos verdaderamente espectaculares. c) La película Boogie Nights cuenta, entre otras cosas, la transición del cine porno exclusivo para salas a la reveladora incursión del género en los videotapes. La nueva industria ha sobrevivido junto al nacimiento (e inmediata explotación) del DVD y ha aprovechado la Internet para difundir sus “bondades”. Y si Disney tiene su propio canal para contagiar su visión de un mundo sin preocupaciones, el Playboy Channel y el Venus-TV hacen lo propio para implantar la ilusión de que el sexo puede constituir un universo no problem, digno de contar con nuestro visto bueno. 3. Variantes detallistas: Una matemática combinatoria para el cine adulto nos diría que existe un número limitado de posiciones sexuales, de perspectivas de filmación, de rostros para grabar. La industria del video XXX, sin embargo, se ha empeñado en demostrar abiertamente lo contrario. Si el sexo convencional deja de ser vendible, se recurre entonces a una amplia galería de perversiones que compensen esa deficiencia. Sade propone (Los 120 días de Sodoma, por ejemplo) y los pornógrafos disponen. Desde las confusiones entre dolor y placer hasta los desnudos falsos de celebridades, desde las gangbangers (variaciones al tema de la orgía) hasta las caricaturas manga, de chicas vestidas como “cheerleaders” a lesbianismos fingidos, de jóvenes asiáticas a fotografías amateurs2, de senos grandes a mujeres fornidas; el comercio de la especialización de la lujuria hace posible detallar las perversiones hasta los límites que sólo el hartazgo impone. El consumo del sexo inusual comprueba lo dicho: un rostro aburrido es el enemigo a vencer para toda industria del entretenimiento. La última tendencia que ha adoptado al parecer la pornografía es la circense: disfrazar el freak show de sex shopping. La alternativa que inspirara al empresario Barnum hace siglo y medio en su espectáculo de fenómenos nos alcanza y sobrepasa en la difusión no ya del sexo inverosímil (que siempre ha existido) sino en la explotación de la “pecaminosidad 2 La girl next door (la chica que promueve sus propios desnudos no profesionales en las revistas) juega con la lúbrica ilusión de que posiblemente nuestra vecina sea una exhibicionista no reconocida o de que aquella muchacha cruzando la acera sea una modelo Gallery en potencia. anómala3”. Y aunque la excitación se anula con la sorpresa, los productores se han preocupado mucho en explorar la lubricidad de quien va a la feria para ver a “la mujer de dos cabezas”. Es decir: no importa en la actualidad que las chicas lleven a la práctica nuestras más íntimas perversiones sino que ejerciten el viejo oficio de tragaespadas (ideepthroat.com). No importa que seduzcan con la mirada sino que realicen actos acrobáticos en el tubo de los table dances. Uno no sabe si está frente al Private o al Semanario de lo Insólito. En todo caso, que una mujer haya sostenido una relación coital con 620 hombres (la pornstar Houston tiene ese récord) es tan admirable que a nadie se le ocurriría faltarle ya al respeto. Donde dice “lujurioso” debe decir “lujoso” Tommy Lee y Pamela Anderson en plena cópula rondando por Internet representan nuestro sentido voyeurista del escándalo. El singular caso de Lorena Bobbit (elevado a la categoría de símbolo) taja, además de un órgano sexual, todo intento de intimidad. Hasta Rubén Olivares “el Púas” anuncia con bombo y platillo su ingreso al celuloide pornográfico. ¿A quién más podíamos añadir sino al expresidente Clinton reflexionando sobre si las felaciones son o no un acto sexual? Culpar a la pornografía de hacer reduccionismos con la idea del sexo es casi tan inútil como denunciar que Sanrio Smiles comercia con la imagen de la ternura (entre Sylvia Saint y Pochacco, nos quedamos con Sylvia Saint)4. Lo interesante, en todo caso, es revisar los alcances de las concepciones pornográficas en la percepción de la realidad. Que la pornstar italiana Cicciolina haya alcanzado como candidata por el Partido del Amor un puesto de elección popular es casi tan sintomático como que Irma Serrano “La Tigresa” haya llegado al Senado. La incursión de Jenna Jameson en la película comercial Private Parts de Howard Stern, la renuncia de Traci Lords a su trabajo de pornoactriz para irrumpir en el medio musical o la difusión de la canción “The ballad of Chasey Lain” del grupo estadounidense Bloodhound Gang demuestran los espacios ganados por el mundo porno5. La penetración de la industria se trasluce, además, en la implantación de sus curiosas perspectivas y en la creación de un mundo con leyes y sistemas propios. Pero no todos son puntos negros: quiérase o no, la pornografía ha sembrado la idea acertada de que el sexo también es un acto de imaginación y no sólo un elemento más de la mecánica reproductiva. Observación paradójica si tomamos en cuenta que la pornografía expende simulacros, pero importante si devuelve al medio erótico la existencia de un espectador creativo. Incluso aceptando aquella apreciación que define al erotismo como música y a la pornografía como ruido, resultaría ingrato desconocer las aportaciones que en los últimos tiempos ha hecho el ruido a la música vanguardista. 3 Un peculiar antecedente me parece el poeta francés Théophile Gautier, quien en su Carta a la Presidenta (1850) asumía como “ensoñadora quimera” sexual, encontrar a la mujer de “tres tetas”. 4 La comparación pudo haber sido entre la gatita Kitty y la actriz erótica también llamada Kitty. 5 Sobra agregar las cintas Boogie Nights (nominada al Oscar) y The people vs Larry Flint (de Milos Forman). Dicen que la inocencia (digna de protección) sucumbe a los dieciocho, que el mundo es otro a partir de los dieciocho; que nadie debe engrosar la voz para disimular su pubertad en el puesto de revistas, que nadie debe comer del fruto private.com en el paraíso de la Internet. Que si la pornografía es uno de los vicios permisibles o si es unas de las concesiones de la mayoría de edad, qué importa: el Sólo para adultos es una recomendación tan vaga que nunca se obedece. APÉNDICE: PRINCIPALES ESTRELLAS INVITADAS (POR ORDEN DE APARICIÓN) GUILLERMO CABRERA INFANTE: Escritor cubano, autor de la novela Tres tristes tigres. El ensayo “Ojo que toca” proviene de su libro O, donde también aparece el texto “Corín Tellado, una inocente pornógrafa”. CHASEY LAIN: Actriz porno. Ha aparecido en The Original Wicked Woman. Dentro de sus incursiones comerciales está un episodio de Tales from the crypt y un filme de Spike Lee (He got game). La canción “The ballad of Chasey Lain” de Bloodhound Gang, se encuentra en el disco Hooray for the bubbies. SYLVIA SAINT: Nació en Kyjov (República Checa) en 1976. Su verdadero nombre es Silvia Tomcalova. Ha actuado en Irresistible Silvie, Extreme Desires y Call girl, entre otras. Su libro favorito es La insoportable levedad del Ser de su compatriota Milan Kundera. Vive actualmente entre Los Angeles y la ciudad checa de Brno. Protagonizó The Uranus Experiment (dirigida por John Millerman), cuya segunda parte fue nominada, junto a The Matrix, al premio de ciencia ficción “Nebula 1999” en la categoría de mejor guión. JENNA JAMESON: Nació en Las Vegas en 1974. Es una de las estrellas más populares del género. Ha atravesado las publicaciones eróticas para aparecer incluso en Glamour, Cosmopolitan, Esquire, Allure, Jane y FHM (donde fue nombrada una de las 100 mujeres más atractivas del mundo). En televisión ha sido presentada en el E! Channel, Comedy Central’s, The Man show, Nash Bridges, Entertainment Tonight, Extra y HBO. ASIA CARRERA: Actriz asiamericana nacida en 1973. Sin duda, una de las mujeres más inteligentes de la industria XXX. Cuando tenía 15 años dio conciertos de piano clásico en el Carnegie Hall y a los 16 enseñó Inglés coloquial en la Universidad de Tsuruga (Japón); cursó su secundaria en artes (con énfasis en Música y Artes Visuales) y fue ganadora de una beca para estudiar en la Universidad de Rutgens (una doble especialidad en Empresas y Japonés). Actualmente es miembro de la Organización MENSA (que admite únicamente a personas con elevado coeficiente intelectual). LINDA LOVELACE (o LOVELANCE): Nació en 1949 y murió en un accidente automovilístico el 22 de abril del 2002. Dirigida por Gerard Damiano (cuya Memories within Miss Angie fue alguna vez postulada a tres Óscares), protagonizó la célebre cinta Deep Throat en 1972. Aunque su producción sólo necesitó de 24 000 dólares, el filme logró recaudar 600 millones. Su impacto social ha sido de tal magnitud que el escritor Ernesto Sabato incluyó una breve intervención de la felactriz en su novela Abaddón el exterminador. MARILYN CHAMBERS: Diva porno de los 70’s y 80’s. Después de hacer comerciales para el talco Ivory Snow (que la contrató porque transmitía una imagen de pureza e ingenuidad), fue llevada a la fama por los hermanos Jim y Art Mitchell con su película Behind the green door (1972). JOHN BOBBIT: Ciudadano norteamericano que se volvió célebre cuando su esposa Lorena Bobbit le cortó el pene. Las mujeres vieron en ese acto una rebelión contra la dominación masculina. Los médicos pudieron reimplantar el órgano. Incluso, el cantautor Ricardo Arjona lo menciona en su tema “Si el norte fuera el sur”. RUBÉN OLIVARES “EL PÚAS”: Boxeador mexicano. El escritor Ricardo Garibay lo retrata magistralmente en Las glorias del gran Púas. Sus excesos fueron tan famosos que hasta “Los Polivoces” hicieron una parodia suya basada en los desmanes que provocaba. No se deje al alcance de los niños El jueves 20 de junio de 2002, nuestro flamante Secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, declaró que la mayoría de los mexicanos sólo leen pornografía. (En realidad, no conozco literalmente la afirmación, porque durante la noticia estuve concentrado en la comprensión del Semanario de lo Erótico). Dicho comentario levantó variadas reacciones porque además de su natural carga polémica coincidió con un reportaje de Televisa llamado “Ladrones de inocencia” (que no vi completo porque me encontraba adivinando los sonidos del Playboy Channel). Supongo que, como sucede siempre, muchos alzaron la voz para exhortarnos a proteger a los hijos de semejante basura visual y yo me pregunto si no será más saludable proteger a los niños del Secretario de Hacienda o de las telenovelas vespertinas del Canal Dos. Pero como no quiero hacer de este texto una defensa de la pornografía (para que el secretario Abascal no me rebaje al nivel de Carlos Fuentes) sólo aprovecho la ocasión para examinar algunos de sus más representativos productos impresos. Como toda industria, la pornografía satisface su demanda gracias a la diversidad. Existen revistas para todas las economías: desde el más costoso lujo fotográfico hasta las más austeras historietas sexuales. Y son estas últimas, que se venden al precio que vale una licenciatura en la UNAM, las que consumen el tiempo de lectura-contemplación de muchísimos mexicanos. Yo recuerdo que cuando era niño había una que me parecía el acceso directo a Sodoma y Gomorra: se llamaba Las aventuras del Teniente Botija. Nunca pude ojear algún número, pero cada una de sus “provocativas” portadas me sugerían cualquier cantidad de pecados genitales. Se entiende que en ese entonces mi experiencia erótica se limitaba a la contemplación de catálogos de lencería y que, por lo tanto, todos esos juicios expresados al respecto resultaban más inocentes que las peripecias semanales de Memín Pingüín. Tengo la impresión de que los “Sensacionales” (de Chafiretes, de Luchadores, de Traileros, etc.) aspiraban a transportar al papel lo que las Sexycomedias de los años ochenta presentaban en las pantallas del cinema: una serie de fantasías sexuales cuya trama se debatía entre la ridiculez y la lubricidad. No han sido definitivamente una radiografía del México contemporáneo pero pueden servir para establecer los territorios imaginarios de la libido nacional: una voluptuosidad más inflada que los senos turgentes de sus protagonistas. Nuestros dibujantes tienen una fijación por trazar los pechos femeninos con el mismo detallismo obsesivo que tienen los japoneses para diseñar un par de ojos. Ignoro si el axioma principal de estas revistas (“Todos los mexicanos son lujuriosos”) tiene cabida por lo menos en el inconsciente colectivo, pero, por si las dudas, mientras dicha afirmación siga vendiendo y haciendo felices a algunos, se seguirá imprimiendo cada semana. Tampoco es cuestión de subestimar el carácter didáctico de los monitos: una vez vi un Sexacional de colegialas cuyo título bien podría figurar en el próximo plan de estudios de la Universidad: “Nomás le vieron el Pitágoras y ya querían echársela al Platón”. A mí me sorprende que, tachadas como han sido estas publicaciones de basura editorial, tengan referencias literarias tan notables (como por ejemplo a Mark Twain o Shakespeare) y que algunas de sus historias (del Sexacional de Cariñosas) estén inspiradas en cuentos de Giovanni Boccaccio. Las últimas ediciones que he encontrado de esta clase de semipornografía han olvidado su carácter hilarante y se han preocupado mayormente por describir la geografía corporal con la meticulosidad de un anatomista. Sus títulos son, por ejemplo, Relaciones obscenas o Sexacional de sábanas mojadas y a lo largo de esas historias no encontramos eufemismos ni siquiera a favor de los albures. Más que los dibujos explícitos, me asombra su oferta psicológica: “Todos ocultamos un vicio: aquí lo ponemos al descubierto.” Bajo tal pretensión estética, los argumentistas construyen un diván por cada entrega y nos extienden la invitación abierta para ser nosotros los pacientes ilusorios. En vista de esa mecánica, resulta una tomadura de pelo que, mientras sus relatos se definen a sí mismos como “narraciones de la perversión humana” tengan al pie de cada página más imperativos morales que un minibús: “Come frutas y verduras”, “No maltrates a las mujeres y a los niños”, “No tires papeles en la calle”, etc. Quizás el antecedente más fiel de estas historietas sea una fotonovela de mi niñez que se llamaba Casos Reales! (no sé si se sigue editando) y que era una derivación sexual del Alarma!: con frecuencia salía un malviviente (juraría que lo interpretaba “Chatanuga”) acosando con violencia y vulgaridad a una señora que nunca alcancé a distinguir si era Lin May o “La Chiquitiboom”. Y es que, sin duda, vivimos tiempos sexuales y no habría motivos para alarmarse. La vida moderna nos brinda la oportunidad de satisfacer nuestras fantasías no sólo con la invención del uniforme escolar y su uso obligatorio sino con la exhibición comercial de ropa interior en los autobuses. ¿Quién puede en esos casos enfadarse cuando el paisaje nos resulta tan agradable? Sólo los guardianes del pudor en turno. Paradójicamente, ahora que las cadenas de televisión no tienen remordimientos en que sus comediantes exploten los chistes sexópatas que muchos ya habíamos leído en el Mil Chistes, parece asunto de risa que sus recientes aspiraciones inquisitoriales se hayan encaminado a la cultura de la higiene mental. No tienen la calidad moral para hacerlo, pero en este México nuestro, donde hasta Roberto Madrazo se da el lujo de exigir democracia, tal objeción de mi parte pasará desapercibida. Post scriptum: Después de publicar este artículo, aventuré en algunas pláticas la hipótesis de que posiblemente los autores de las revistas “sexacionales” habían sido en un principio literatos sin trabajo. Mis argumentos se sustentaban en sus particulares referencias literarias (Boccaccio, Shakespeare, Twain, etc.) y que habían puesto al personaje hermafrodita de una de sus historias el significativo nombre de Guadalupe Amor. Pero, sin duda, la evidencia más sólida de aquella hipótesis la encuentro en Calor entre las piernas No. 63, págs. 2-4: “Cada vez que Mariana se reunía con sus viejas amigas de la prepa sucedía lo mismo: –Para una mujer no hay nada más fácil que llevarse a la cama a un hombre. Las tres veinteañeras eran solteras que tenían calor entre las piernas. [...] Si algo les encantaba era platicar con pelos y detalles de todos sus destrampes. [...] –Pues fíjense que yo me acabo de ligar a mi profesor de literatura. –¿No me digas, aquel rubio guapísimo? –¡Y no sólo está guapo sino que la tiene así de brutal! (la mujer separa sus manos).” ¿No serían estos mismos argumentistas quienes se dedicaban anteriormente a publicar adaptaciones de obras famosas para una serie llamada Joyas de la Literatura? Su majestad, el Futbol La pelota es como la mujer: hay que tocarla mucho y tenerla poco. Fernando Manzanilla sobre una frase de Valdano 1. Más que contra cualquier equipo mundialista, la selección mexicana lucha siempre contra su propio destino catastrófico. Su historia no sólo es el itinerario del desastre sino el amplio escaparate de nuestras angustias domésticas. De nuestras frustraciones históricas. Cada quien sabe qué estaba haciendo cuando perdimos en los cuartos de final de México 86. Y sabe repetir ese hormigueo en los intestinos cada que los mexicanos tiran un penal para decidir el partido. Sin embargo, a pesar de esos resultados, el aficionado rinde a su equipo una fidelidad que no le merece ni su esposa. La selección podrá perder a cada rato, pero siempre habrá que ver cada encuentro como si en él se disputara el futuro de nuestras hipotecas. 2. En México, los juegos del tricolor desatan más discusiones que la política fiscal porque el futbol en sí mismo es una forma de política mexicana (estrategia, juego sucio, teatralidad) profundamente ligada a la economía familiar y más inteligible que las disposiciones de Hacienda. Y no es para menos. Vivimos en una época donde los fracasos futbolísticos se justifican con discursos presidenciales (“No fue el equipo, fueron las malditas circunstancias”) y donde los partidos semiprofesionales arrojan más detenidos que las redadas policíacas. 3. Cada cuatro años, ninguna ceremonia es tan puntual como reunirse a ver la Copa del Mundo con los amigos y estropearse el estómago a base de frituras. Algo tiene el futbol por televisión que excita nuestra ansiedad por la comida chatarra. Posiblemente, las derrotas encuentran su amargura precisa en las cervezas mexicanas y los pretextos son más creíbles si uno se los repite con el convencimiento propio del mal aliento. Ciertamente, la esperanza vale todas esas ritualidades porque el auténtico móvil del aficionado es su necesidad de sufrimiento. El dolor en el balompié puede ser tan falso dentro de la cancha como tan real fuera de ella. A cada fingimiento dentro del área chica por parte de un jugador corresponde una aflicción verdadera debida a un espectador. Al igual que la lucha libre, el futbol necesita un público recién salido de la sala de torturas. Un fanático es capaz de perder todo su salario apostándole a unos delanteros que confundan los tiros a gol con los despejes de media cancha. Llevado por una enfermiza confianza en sus ídolos, el auténtico aficionado no conoce otra forma de experimentar esa variante del riesgo a la que llama “pasión”. Su masoquismo establece vasos comunicantes entre su porvenir quincenal y un juego suscitado a kilómetros de distancia. Sin embargo, la lejanía de cualquier partido pasa desapercibida ante la atmósfera familiar de una apuesta amistosa. Ganar no es tan importante como ver sufrir a su vecino. 4. A las mujeres se les puede perdonar que no sepan de futbol pero nunca que no compartan al nivel mínimo la devoción de sus parejas por ese deporte. Podrán no pronunciar los nombres europeos ni memorizar las tediosas estadísticas (incluso se les permite soñar algunas noches con Beckham) pero que resulten indiferentes al Mundial sólo las conducirá al divorcio o al celibato. 5. Los partidos de balompié han venido a sustituir a las guerras, dicen los entusiastas. No preguntemos entonces por qué cada una de esas heroicas batallas necesita un grupo de rapsodas que las inmortalice. El camino que conduce del anonimato a la celebridad está siempre legitimado por los medios masivos. El ídolo deportivo se erige sobre una leyenda que el cronista describe jugada tras jugada. Por eso, los comentaristas de futbol sienten el deber moral de analizar cada movimiento con la ética minuciosa de un auditor. Ejerciendo un auténtico marcaje personal, la televisión no sólo maximiza el talento de los héroes sino que proporciona pruebas irrefutables para aborrecer los arbitrajes. Al hombre de negro se le escapa todo lo que para la cámara lenta es determinante. Ahí radica la diferencia de apreciar un mismo partido en televisoras distintas. La pasión no parte solamente de quienes juegan en la cancha, sale también de quienes gritan a todo pulmón los goles. Si pierdo lejos de ti La madrugada del 17 de junio transcurrió del entusiasmo a la desilusión sin escalas intermedias. México perdió dos a cero ante los Estados Unidos y con ello, nuestras esperanzas de cruzar de una vez por todas el muro de los octavos de final quedaron nuevamente tendidas en el pasto. Nadie parece entender con exactitud qué sucedió en aquellos noventa minutos, pero no hubo mexicano que careciera de una explicación para tal misterio. Más allá de un análisis erudito, he reunido 10 puntos de vista, recolectados a lo largo de esa trágica mañana y que bien pueden servir para diagnosticar el estado de ánimo colectivo que un partido de futbol puede generar. Masoquista: “La derrota mexicana debe interpretarse como un inevitable regreso a la realidad. La inseguridad, el desempleo, la corrupción y otros problemas sociales no pueden relegarse a un segundo plano por culpa del futbol. Qué lamentable que el deporte sirva como analgésico para la terrible situación de nuestro país. La pobreza no se alivia con goles, a pesar de lo que diga la televisora. Tenemos que dejar de festejar cada victoria como si nuestra economía creciera a gritos.” Globalifílico: “México perdió porque la mayoría de sus jugadores han preferido volverse estrellitas en la liga nacional y no han salido a exponerse al mejor futbol del mundo en Europa. Lo mismo sucede con el país: no puede darse el lujo de anteponer su soberanía –ese orgullo artificial– sobre su necesidad de desarrollarse. El Fondo Monetario Internacional es como la FIFA: hay que aceptar todas sus reglas para poder aspirar al primer mundo.” Globalifóbico: “Estados Unidos actuó en la cancha de la misma manera que lo hace fuera de ella: sin dejar jugar al rival. Debemos entender que EUA no quiso tanto ganar el partido como hacer que México lo perdiera. Obsérvalo: sus jugadores golpearon con tal violencia a los nuestros que las persecuciones de la Migra parecían las caricias de una geisha. Pese a lo que digan Fox y sus secretarios, yo estoy seguro de que él vendió el encuentro, porque más allá del pase a los cuartos de final, ahí se disputaba el agua del río Bravo.” Esotérico: “Existe algo incuestionable: el futbol no sólo requiere técnica y estrategia sino también una notable dosis de suerte. Eso, entendiendo como ‘mala suerte’ sucesos inexplicables, como tiros que se desviaron misteriosamente al travesaño o la aparición casi paranormal de Alberto García Aspe sobre el terreno de juego. En un principio, confié en que la lógica nos favoreciera; sin embargo, el ingreso a la cancha del americanista Luis Hernández confirmó mi sospecha de que había fuerzas ocultas a favor de los gringos.” Enemigo de la TV: “Después de ver a Rocío gritar como lunática que Sí se podía y de contemplar a la Selección demostrando que Otra vez no se pudo, lo mejor que uno puede hacer es dejar de creer tanto en la Televisión. Me causa terror sintonizar los canales porque no sé en qué momento saldrá un tipo haciendo afirmaciones tales como ‘Ésta es la mejor alineación que hemos tenido jamás’ o ‘Nuestro partido político tiene la razón histórica de su lado’.” Político: “El futbol, como la política, te enseña muchas cosas. La lealtad, la obediencia, el compañerismo, la resignación, pero sobretodo la certeza de que para los norteamericanos siempre existirán caminos por donde chingarnos.” Sexagenario: “Lo único que me satisface es que en México las tradiciones (las fiestas religiosas, el partido oficial, perder en futbol) están siempre por encima de cualquier protagonismo.” Fresa: “Lástima, güey, que nuestra selección, güey, haya perdido con un equipo equis como son los Estados Unidos. Realmente me causa tristeza. O sea, no he dejado de chupar desde que terminó el partido, güey. No manches. La neta es que sólo Torrado (que tiene un corte de pelo así como el mío) sacó la casta. ¿Sí me entiendes, verdad? Me cae que del enojo voy a cancelar mis vacaciones en Orlando.” Vendedora del mes “Tupperware”: “Primero que nada, hay que erradicar la mentalidad derrotista del jugador y pensar que si otros pueden, ¿por qué nosotros no? Quiero ver un México de triunfadores. ¡México: atrévete a ser grande! Me parece indispensable que los seleccionados sepan cómo llegar a la ‘excelencia’: si hoy son buenos, mañana deben ser mejores. El poder está en ellos; en su confianza en sí mismos. No hay límites, ya lo dijo Rocío, la del Big Brother. En la vida, como en los partidos de futbol, hay que aprovechar cada minuto.” Místico: “Al equipo mexicano le faltaron las cuatro virtudes que brillantemente ha expuesto nuestro maestro Bhaktivedanta Mahabaratha: uno: la paciencia, dos: la tenacidad, tres: el conocimiento y cuatro: la expansión espiritual. Los deportes, como sabemos, son un método antiguo para la liberación del yo. El balón es redondo porque la esfera representa la perfección, el siddhi. El jugador mexicano aún no ha podido personificar la energía interna para un propósito superior: ganar el partido.” CUATRO: ¿ESCRIBES O TRABAJAS? Disculpen la modestia La técnica del autoelogio representa una guía para aquellos críticos encargados de sustentar nuestra trascendencia. A través de ella se concretan los caminos que han de seguirse para un futuro análisis de nuestra obra. Los críticos y los escritores comúnmente no comparten la misma óptica de apreciación, eso origina discordancias entre lo que espera el autor que digan de él y lo que, al final, aparece escrito. A lo largo de su vida, el escritor va tejiendo el aparato crítico que lo consagre. Este aparato, huelga decirlo, obedece a una pantomima de narcisismo que es sólo evidente para sí mismo. Toda literatura es polisémica y esta peculiaridad sirve de pretexto para que cualquiera (tachado de mediocre) diga de sus críticos: –En verdad, no comprendieron la unidad interna del texto– y a continuación cite a los grandes maestros de la semiología y la hermenéutica que ni él mismo comprende. El error de estos escritores reside en esperar a la réplica para aclararlo todo, cuando debieron partir de otro lado: trazando el camino de análisis de su propia obra utilizando las obras ajenas. Al escribir un ensayo literario, uno tiene que “ver” en sus autores favoritos aquello que quisiera fuese evidente en su propia obra. A esto se le llama “sentar guías”. Es decir, que se deben construir verdaderos monumentos de elogio hacia los autores analizados para establecer las reglas en este juego de espejos: “De Eduardo Huchín podríamos decir lo que él mismo opina de Ibargüengoitia: ...” Que utilicen nuestros párrafos es enteramente agradable, siempre y cuando señalemos la manera en que deben ser citados. Por supuesto, que el juicio anterior es una muestra del grado máximo del autoelogio: el que hacen los otros con nuestras propias palabras. Hay otras maneras menos cínicas para, si no emitir juicios “pertinentes”, escribir las vías de acceso a nuestros libros analizando otros: “Al libro de (aquí se pone cualquier nombre) se llega a través de un estudio exhaustivo del lenguaje que revela su aparente sencillez verbal. Las distintas voces enunciativas establecen una atmósfera inusitada en nuestra literatura. Cada palabra ocupa el lugar que le corresponde; no existen elementos gratuitos...etc.” Repetido eso en dos o tres reseñas sobre dos o tres libros distintos, la reflexión se asienta en el subconsciente del crítico que las lea y que al revisar nuestros textos halle en ellos ese supuesto “estudio exhaustivo del lenguaje, etc.” Pero el método más elegante (y literariamente plausible) se encuentra en esa técnica narrativa conocida como “construcción en abismo” o “sistema de cajitas chinas”. Esto es: escribir un cuento donde un personaje escriba también un cuento que tenga, a su vez, a un personaje escribiendo un cuento. Lo anterior con la finalidad de que en la narración que haga nuestro personaje se dejen evidentes las mismas características de la narración que nosotros mismos hemos escrito. O que simplemente, el personaje de nuestra historia haga una crítica favorable a un escritor ficticio que presumiblemente seríamos nosotros. Onomástica Después de ver una aburridísima película europea, entre unos amigos y yo enunciamos una regla hasta entonces inédita de todo videófilo comercial: “Nunca rentes una cinta cuando el nombre de su director tenga más de cuatro consonantes consecutivas”. La frase viene a colación porque desde niño he tenido la inquietante intención de leer al dramaturgo noruego (premio Nobel en 1903) Björnsterne Björnson (1832-1910). Deseo incumplido hasta ahora por una sencilla razón: jamás he tenido el valor para pronunciar tal nombre frente a mi librero, que incluso duda ante títulos tan sencillos como los de Jonathan Swift: –¿Tiene en existencia Los viajes de Gulliver? –Déjeme lo busco en la computadora. “L-o-s v-i-a-j-e-s d-e O-l-i-v-e-r” dijo, ¿verdad? –Mmm...mejor vea qué tiene de Octavio Paz. En estos tiempos, la trascendencia nos puede tocar un día cualquiera y si tenemos la oportunidad de salir del anonimato (aun cuarenta años después de nuestra muerte) no podemos arriesgarnos a ser intraducibles. Meg Brown, que ha analizado el éxito de los latinoamericanos en Alemania (The reception of Spanish American Fiction in West Germany 1981-1991, cuya referencia me entero por un artículo de Alberto Vital, “Nombres y marcas”) señala las dificultades de la pronunciación alemana en nombres como Isabel Allende o Gabriel García Márquez. (Pienso en esa pequeña venganza cada que intento pedir al dependiente el Simplicissimus de Christoph von Grimmelhausen). Pero lo importante es no aferrarnos a la modestia ni guardar en el baúl los poemas para nuestros futuros críticos. ¿O alguien cree que Neftalí Ricardo Reyes hubiera ganado el Nobel en 1971 con el nombre de Neftalí Ricardo Reyes? El valor del pseudónimo transita entre la mercadotecnia y la universalidad fonética ¿Quién lo imaginaría? Como sabemos, existe un alfabeto fonético internacional que indica los rasgos de cada sonido. Conociendo la fonemática más universal podemos determinar las restricciones con respecto a la organización de las secuencias de segmentos. Una secuencia tan común en castellano como “jua” provoca dificultades entre los alemanes. No añadamos lo que sucede con otras lenguas. En el mismo español actúa cierto carácter de eufonía memorable en el éxito y el renombre de algunos autores. Quien se percató a tiempo optó por el pseudónimo o por las variantes de su nombre propio. No es lo mismo Jorge Borges (la cercanía entre dos “rg” lo vuelve cacofónico) que Jorge Luis Borges. Esta nueva secuencia fonética suena a erudición, a premio Nobel no reconocido. El “Luis” agrega la sana distancia y efectúa el milagro. Ahora, que si queremos ser autores de elite, el nombre complicado es indispensable. Podemos sentirnos orgullosos de alimentar la vanidad ajena; es esa satisfacción que ha de sentir desde su tumba Kostas Papaioannou cada vez que algún intelectual pronuncia su nombre sin tartamudear. (Algo parecido sucede si el nombre incluye alguna regla básica del idioma natal). Supremo placer es aquel de corregir a quien diga “German Gis” cuando se refieran a Hermann Hesse o el de poner en aprietos a medio mundo (como Nietzsche a quien todos citan con la misma libertad interpretativa con la que dicen su nombre). ¿O elitiza igual hablar de Albrecht Dürer que de Alberto Durero, de Tomás Moro como si fuera el mismísimo Thomas More? En vista del éxito no obtenido I Los recitales o lecturas de obra literaria son el medio más barato de difundir la existencia de las instituciones culturales, justificar el presupuesto de la gestión, el incremento no imaginario en 50% al apoyo a creadores, el fortalecimiento de una identidad en construcción a través de la nostalgia y, sobre todo, para dejar a los autores “a solas” con el enemigo. El gasto económico disminuye si el equipo de sonido y el lugar pertenecen a la institución; la captación de oyentes crece si el evento se efectúa junto a una librería o lugar transitado donde todo visitante constituya una porción involuntaria del auditorio. A partir del equilibrio entre estas dos variables, la lectura es exitosa a medida que aumenta la segunda y se inmoviliza la primera. Cosa obvia, pero que nos sirve de pretexto para analizar las justificaciones presupuestales y sus problemas: la inversión se da en pesos y el resultado no puede ser evaluado con parámetros monetarios. La calidad de un libro de cuentos o poemas no admite decir que hubo 15% de pérdida o ganancia cuando el incentivo fue de mil quinientos pesos mensuales. Parece que las únicas salidas económicas son: a) producir libros con bajos tirajes y en ediciones únicas, b) crear nuevos premios o aumentar el monto de los ya existentes, c) organizar lecturas. La opción A se sustenta en la esperanza de que todo a largo plazo es redituable (como los pudrideros naturales que en miles de años se vuelven petróleo), o sea, imprimir libros que aspiren a volverse costosos por raros; claro, todo esto en los siglos subsecuentes. Las opciones B y C si bien no son consagratorias, agregan líneas al currículum y proporcionan dos o tres recortes de periódico para la egoteca. Lo referente a la identidad tiene que ver con el horizonte de expectativas del mecenazgo y su imposibilidad en la práctica, pues entre el beneficiario y la institución siempre existen diferencias, ataques mutuos y esa santa paz que proporciona el cheque mensual. Pero lo que me interesa por el momento es tratar al escritor en ese espacio social que es la lectura y las consecuencias psicológicas de tales actos. Veamos: si la literatura es un exhibicionismo entre visillos, las lecturas son un table dance donde los autores llevamos todas las de perder, porque como “espectáculos de un solo hombre” requieren de una preparación que no todos admitimos como válida. Si las presentaciones de libros son misas de cuerpo presente (donde cada elogio esconde su respectivo pésame), las lecturas son mentiras en el confesionario y por ello necesitamos conocer las proporciones perfectas del protagonismo escénico: 25% de esfuerzo en el fingimiento de la voz –como cuando se compra una revista pornográfica–, 25% de actuación de intelectual –como cuando se conquista a una mujer–, 25% de paciencia para sostener cinco páginas de lectura del Declamador sin maestro, 25% de postura de oyente –la mano extendida sobre la mejilla– como fotografía de autor de Alfaguara. Bastante mala fama tienen los poetas como lectores en voz alta de sus creaciones, y así podemos observar que: -José Emilio Pacheco arremete contra los recitales en uno de sus libros: Si leo mis poemas en público Le quito su único sentido a la poesía: Hacer que mis palabras sean tu voz Por un instante al menos. -Dámaso Alonso los considera una “expresión de la hipocresía esnobista y de la incurable superficialidad de nuestra época”. -Gabriel Zaid los compara con cócteles de galería donde la dificultad consiste en intentar “leer de oídas”. -Edmund Wilson los enumera dentro de los 20 principios enemigos de un escritor. Porque, reconozcámoslo: todo encuentro literario donde la página conduce a una relación silenciosa, produce decepción ante la cita personal. Uno es bastante descuidado en su apariencia física o por lo menos eso intenta. El escritor, convencido de su sacralidad ante los oyentes, asume ponerse en la cabeza un laurel que le queda demasiado grande. Peor resulta cuando los oyentes son otros escritores, porque cada uno se cree rey del mundo y considera que la “revolución estética” no le ha hecho justicia. El “joven creador” inventa su lugar en la mesa de lectura y es como si recitara una ofrenda poética para quinceañeras. Quiero decir: está consciente de que lleva un texto para la ocasión, sin muchas dificultades técnicas, dispuesto a impresionar a quien se deje impresionar en esta nueva presentación social donde gustosos lo contemplan sus padrinos de gremio, de grupo, de mafia. Como marginado, como excepción a la regla, como soy garrick cambiadme la receta, el joven creador vive su verdad a medias a través de la imagen personal. La importancia de la misma varía según los gustos: tengo un amigo que prefiere comprar libros sin fotografía de autor, porque –dice– le deprime imaginarse al de la foto escribiendo el discurso que se halla entre sus manos. La imagen es un arma de doble filo porque añade a la perspectiva única de cada lector, puntos a favor o puntos en contra. La lectura en voz alta no admite la distracción propia de la somnolencia –derecho inalienable del auditorio- y nos obliga a decir “cito” y “fin de la cita” en los extremos de la trascripción, ahí donde cursivas y comillas se vuelven inútiles, así como ineficaces las innovaciones tipográficas. Nuestras complejidades verbales se van a la basura, porque nadie del público va a levantarse a buscar un diccionario; a menos que al escritor le importe un comino la inteligibilidad posible en una lectura y crea devotamente en esa expresión de Baudelaire: “Hay cierta gloria en no ser comprendidos”. Y sin embargo, se dan casos: alguno de los asistentes se fastidia y se va. No gozamos ya del privilegio de ignorar si alguien en algún punto de la ciudad lee nuestros textos, le asquean sus contenidos, los quema y anota nuestro nombre en su Index personal de autores prohibidos. Tendremos que enfrentarnos a las reacciones de la concurrencia: en una lectura, el autor intenta decir algo, los asistentes escuchan otra cosa y con ello se experimenta una nueva forma de polisemia literaria. En poesía, la aversión contra todo lo que suene a Declamador sin maestro, hace del espectáculo de ruptura un hecho risible, plausible y fascinante. Escoger un poema propio para leer en público es casi tan tortuoso como escuchar el resultado de dicha elección. Desatendemos, entonces, la voz, la dicción, el énfasis y nos aferramos al comentario piadoso de algún oyente: –De todas maneras es buen escritor, no podemos exigir que lo sea como lector en voz alta. Mal y consuelo de todos, el micrófono espera para convencernos de que hablar con la intromisión de Evolution, Korg, Peavey y JBL obedece a un arte para el que no todos estamos lo suficientemente entrenados. II Si la ganancia económica de una lectura se reduce comúnmente a cero, es porque no se han vislumbrado los alcances de las mismas. Claro que tienen que verse en otros rubros, porque intentar cobrar en lecturas sería poco menos que un suicidio por no decir una tomadura de pelo. La oferta aumenta geométricamente mientras la demanda es inmóvil: ésa es la gran verdad. Todo el mundo quiere escribir pero nadie escuchar o leer. Y los dispuestos a escuchar quizás no descubren aún su vocación de confesores y andan vagando por ahí sin darse cuenta del nulo crecimiento que provocan. Las lecturas, si son colectivas, se enfrentan a la dificultad de no distinguir la aportación individual de cada escritor. No se recomienda dividir, por ejemplo, el número de asistentes –descontando escritores e invitados de la institución– entre el número de autores que leen. El promedio –aunque matemáticamente posible– no refleja la realidad del ejercicio presupuestal. Para ser concretos en la aplicación de un capital sería aconsejable hacer segmentaciones, verbigracia: De una beca mensual de $1, 500.00 M. N. : 30% de gastos varios 25% de formación intelectual (libros, revistas, encuentros) 25% de imagen social (mujeres, bohemia, bailes) 20% de publicidad al gusto Lo cual obligaría al escritor a tener un poder de convocatoria resultante del 20% de su ingreso pecuniario. Otra alternativa podría ser la utilizada por el INEA: es decir, pagar por cada grupo de diez fans incondicionales que lleve el escritor a todas las lecturas y presentaciones de libros, y un gran bono por cada aprobado en un examen que se aplicará para verificar si ese público está completamente condicionado para consumir libros, discos, revistas y lecturas de autores campechanos. Post scriptum: El anterior ensayo fue escrito con motivo de una “mesa de lectura” (17agosto-2000) donde los jóvenes creadores mostramos los avances de nuestros respectivos proyectos. El espacio usurpado para tal cometido (“La voz de la poesía”) registró su asistencia más raquítica. El público convocado por los jóvenes creadores resultó tan escaso que sólo pudo ser superado por el que asistió a la muestra de “Creadores con trayectoria” (con un resultado de -2, porque ni los creadores se presentaron). De esta manera, se me ocurrió que podría haber una escala descendente de público acorde al tiempo que uno tenga como “creador”: JOVEN CREADOR.........................CREADOR CON TRAYECTORIA 15 asistentes -2 asistentes Diferencia: 17 personas Sólo divídase el número de personas entre los años de trayectoria del creador y se obtendrá la “disminución de asistencia por año”. Más investigaciones estadísticas nos llevarán a determinar si ese número obedece a una CONSTANTE DE PÉRDIDA DE PÚBLICO o depende únicamente de que a nadie interesa ya el arte. Sufro, luego escribo “A los diecisiete años comencé a escribir porque una compañera no me hacía caso. Entonces yo era particularmente trágico. Lloraba todas las tardes. Empecé, como casi todos con la poesía. Textos extraños, de manera alguna autobiográficos, ¿cursis? Sentimentalismo puro, frases reinventadas a partir de canciones en inglés. Como por arte de plagio, variantes nuevas de esos rompecabezas desmontables que son los poemas herméticos. De Soundgarden a Allen Ginsberg, de Octavio Paz a Rollins Band. Sufrimiento de primera línea, pesimismo teórico. La inutilidad existencial según Nirvana, según Camus, según Smashing Pumpkins. Y en medio de ese vértigo de palabras: mi desencantada vida amorosa.” H. A., Joven creador “Intentar ser escritor, a estas alturas, resulta conflictivo en la familia. ‘Si estudias literatura –me advertían mis padres– vas a traicionar los ideales de esta casa’...Bueno, en realidad, no decían eso. Decían algo así como: ‘¿En verdad existe una licenciatura en literatura?’” J. S., Estudiante de literatura “Te voy a ser sincero, jovencito. Comúnmente, veo a mis colegas y disiento de sus obsesiones. No creo en el redencionismo de las putas, ni en la vida dedicada a la bohemia (palabra con la que pretextan su alcoholismo inevitable), ni en las virtudes del hermetismo, ni en nuestro patético lugar dentro de la sociedad. Pero, sobretodo, desconfío de esa amargura detrás de la inmortalidad. ¿O.K.? Y te dejo que ya se acerca la hora de mis lobotomías.” J. E. P., Poeta consagrado “Desde luego que ansiamos ser como Pessoa, tener la libertad de Pessoa, pero no toda la suerte de Pessoa. Si después de un recital alguien no se acerca a felicitarme, me siento un perfecto idiota. Ya me cansé de que sólo me lean los jurados de concurso”. B. R., Escritor “Debido al nulo caso que me han hecho las mujeres desde siempre, mis primeros poemas los dedicaba a Porn Superstars (Chasey Lain, Jenna Jameson, Sylvia Saint, Eva Roberts). Después, a las compañeras de la preparatoria con quienes tenía sueños húmedos (particularmente con una llamada Maria Elena y con otra, Irma). Y mira ahora, mi literatura erótica está a la altura de un Sade, de un Masoch. ¿Sabes? Si no escribiera, por lo menos, una vez al día mis fantasías, ya me habría vuelto un maniático sexual”. S. K., Poeta “El motivo principal por el cual escribo proviene de una decepción amorosa. En aquella ocasión entregué a la interesada un poema. Estoy convencido de que no lo conserva: era un mal poema. Pero, de esa experiencia pude sacar dos valiosas enseñanzas: a) Declarar un amor es empezar lentamente a perderlo. b) Escribimos precisamente porque no le interesamos a quien está al lado nuestro, al prójimo próximo.” C. L., Poeta y profesor “La única actividad ficcionadora que les conozco a los escritores campechanos es la de hacer creer que ejercen correctamente el presupuesto. Se desenvuelven bajo la máxima: ‘Vivir fuera del FECA es vivir en el error’. El resultado de eso son libros que a nadie le interesan, noticias de periódico que bien pudieran ser suprimidas y la vida seguiría igual... (¿vas a poner sólo mis iniciales, verdad?)” C. M., Encargado de X Departamento cultural “Ahora estoy en mi etapa de levedad intelectual. Antes, leía a Martha Harnecker y tenía un póster del Che Guevara en mi cuarto. La vida me parecía injusta y participé en la toma de tres escuelas y en cuatro marchas. Escribía poesía de protesta. Después, pasé al existencialismo: Camus, Sartre, Kafka, tú sabes. Intenté el suicidio tres veces: pastillas, una cuerda y las venas. Mis poemas decían: la vida no tiene sentido. Últimamente fue el ateísmo: leía Nietzsche, a Feuerbach y a Rius. Me alejé de la Iglesia y la vida me ofrecía, según esto, toda la libertad para mis excesos: poesía hermética, me volví bisexual. Ahora me siento huérfana, no sé a qué atenerme; no escribo nada. Un día de éstos, voy a terminar de burócrata y con seis hijos acólitos”. S. B., Escritora radical “No le recomiendo a ningún joven que se interese por la literatura. Es muy ingrata; es lo peor del mundo. Te guía de una sufrimiento a otro, de una marginación a otra. Llevo decenas de ensayos tratando de explicarme las consecuencias de ser escritor. Y tengo una respuesta: es la vida dedicada al desempleo”. N. B., Escritor, Director de X Departamento cultural, Profesor de tres escuelas, Diputado local y becario vitalicio del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FECA) “Acabo de llegar de El Caguamayo. Ahí baila una striper que se llama Tamara (bueno, ayer se llamaba Michelle y anteayer, Shirley). Me enamoré de ella desde el primer momento. Llevo cerca de cuarenta poemas escritos donde el tema principal son las regiones de su cuerpo” G. C. I., Poeta y alcohólico anónimo “Yo no sé que vaya a suceder con la literatura campechana, porque no es redituable. Si para los próximos meses no sale a la venta un Frijol con puerco para el alma o algo por el estilo, se avecina una catástrofe. En una sociedad donde lo mismo cuestan tres cajetillas de cigarros y un libro de la colección Tierra Adentro, todavía sorprende que el número de fumadores no disminuya con una nueva cruzada de salud pública a través de la cultura”. N. E., Escritor “La venta de libros va de mal en peor. Los textos de autores locales, sobretodo. Es más, si hubiera que poner una advertencia en cada edición hecha por el Instituto de Cultura, sería algo así como: ‘Prohibido usarse con fines de lucro’. Ignoro qué vayan a hacer los demás; yo, por mi parte, ya firmé con Ediciones Selectas Diamante... libros que transforman vidas”. C. C. S., Escritor “Imagínate lo que es para mí vivir atado a la provincia. De nada valen mis quinientos haikús, ni los tres volúmenes de décimas, redondillas y madrigales que he publicado. De nada valen los veinte premios internacionales ni mi prestigio alrededor de todo el país. ¡Carajo! ¿Qué tipo de sociedad es ésta que usa mis antologías como pisapapeles?” R. P., Poeta Laureado “Guíate de la siguiente reflexión: si son capaces de volver a Carlos Cuauhtémoc Sánchez en bestseller son capaces de llevar a Hitler al poder. Entiéndelo: el infierno son los otros, la derrota de la cultura son los demás. De ahí que no me lean”. J. M., Narrador “qué le sucede a esta pinche sociedad, cabrón Uno saca todas sus vísceras para exhibirle al lector sus propios malestares Somos una herida putrefacta es cierto pero esta ciudad es la enfermedad el cáncer No mames nadie quiere darse cuenta de la realidad prefieren idiotizarse frente al televisor u oyendo las canciones de la efe/eme Puta que si me preocupa la recepción de mis libros? La verdad : no Gano bien con las baladas que vendo a Los Acosta”. M. M., Poeta y guitarrista de un grupo de rock Lujuria de la lectura Samuel Thuz, Las ideas como orgasmo, Taurus, 2002, 456 p. “El conocimiento es inducción, deducción y seducción” Samuel Thuz Definido por el mismo Thuz como una “autobiografía intelectual”, este libro busca revisar de manera poco ortodoxa la Historia, el arte y la cultura, “conceptos manoseados excesivamente por todas las épocas y que representan de cierto modo nuestra versión bibliómana del eterno retorno” según comenta el autor en su “Nota aclaratoria”. Después de Lujuria de la filosofía (respuesta implacable a Historia de la sensualidad de Alphonse Dupont), muchos esperábamos esta nueva obra que Thuz había anunciado en una entrevista concedida a Time, en octubre del año pasado. “Un libro totalmente revelador” manifestó no hace mucho Carlos Fuentes. Su juicio, dudas aparte, resulta mesurado para un trabajo de estas magnitudes. Sin embargo, pese a nuestra admiración por el autor, no podemos admitir que un crítico como Marcos Bleinmann diga que le pareció “un auténtico hallazgo dentro del pensamiento contemporáneo”, porque pecaríamos de desinformados. Quienes hemos seguido de cerca la producción ensayística de Samuel Thuz, sabemos mejor que nadie lo mucho que su obra tiene que agradecerle a libros como el Pequeño diccionario de perversiones de Heitor Ma. Laveira. Numerosos fundamentos íntimos, debiera yo decir “confesionales”, forman la columna vertebral de este libro. El filósofo Thuz habla de su vida personal con la misma congruencia con la que ha explicado su pensamiento a lo largo de los años. Por lo tanto, la presencia constante del erotismo en estas páginas no debe tomarse como una artificialidad sino, al contrario, como una evidencia de que la práctica no está reñida con la teoría. El epígrafe que abre la lectura, concentra estupendamente el tono provocador y la atmósfera de todo el libro: ¿Qué es la vida sino el lapso de tedio que existe entre un orgasmo y otro? Desde el principio, Thuz admite las particularidades de “su caso” y denomina a una de las etapas más importantes de su vida –“aquel misterioso impulso por leer completamente 15 o 20 libros por semana”– como “lactancia intelectual”; periodo aquel, altamente aprehensivo donde la preferencia de Thuz por los ejemplares voluminosos lo condujeron a determinar condicionantes sexuales para aquello que generalmente se considera exclusivo del campo intelectual: la lectura. Esta observación, aplicada a experiencias pasadas, ocupa todo su primer capítulo y representa el punto de partida para sus argumentos teóricos más consistentes1. A través de una notable prosa analítica, el maestro Thuz reconstruye aquella infancia donde su madre le contaba historias cargadas de una extraña fascinación2. “En los cuentos de Hadas todo era excitante, lo era el sentido irreal y también la feminidad de las heroínas, lo era la fálica nariz de Pinocho y la falsa inocencia de Caperucita”. Su niñez resultó ser una época que siempre se resistiría al olvido. “Aún en la actualidad, al comenzar una lectura cualquiera, los sonidos que resuenan en mi cabeza junto a las palabras escritas provienen indudablemente de mi madre”. En su pubertad, se obsesiona por leer revistas y catálogos de libros. Esta lujuriosa contemplación (“a escondidas, en el desván de la casa”) distinguía dos tipos de revistas: las que únicamente mostraban libros (Thuz elogia a la prestigiosa Playbook®) y otras, más explícitas, que enseñaban a “verdadera gente en el acto de la lectura” (No menciona a ninguna, pero suponemos que se refiere a los anuncios de la Reader’s Digest). Sin embargo, la eclosión de esa concupiscencia la descubre cuando se enamora de una maestra de la Preparatoria. Eso no tendría nada de extraordinario si no fuera porque Thuz sólo se excitaba cuando ella daba clase; el motor de su libido (librido en la nueva terminología) era la clase, el acto de enseñanza como sometimiento sexual y la subversión del sometido como producto de la rebeldía del ello3. “La profesora llegaba y nos ponía a leer capítulo tras capítulo un enorme libro que nunca se dignó en explicar. Yo me acercaba a su escritorio y la cuestionaba en voz baja. Nunca respondía. Ése era nuestro pacto.” Aunque ya Marcuse ha expuesto brillantemente la relación entre las represiones social y sexual (Eros y Civilización), Samuel Thuz amplía ese hallazgo a su propia vida y deduce los mensajes cifrados de su cotidiana lubricidad. Cuando define la desinhibición sexual como antecedente a la libertad creativa parece retomar su clásica reflexión: “El principal obstáculo para que el hombre sea libre es su concepto de libertad” (Aforismos) y que coincide con aquella frase que Petterson le atribuye y cuya paternidad nuestro filósofo ha negado hasta el cansancio: “La literatura sólo puede ser real a través de una doble perversión: el autor esencialmente como exhibicionista y el lector consecuentemente como voyeur”4. 1 Aunque solo veremos un aspecto del libro, existen en él otras propuestas igual de interesantes, como la del análisis histórico: según Thuz nos encontramos en un periodo de la historia correspondiente a la posición sexual del “misionero”. Asimismo estudia los modos de producción marxistas como desviaciones sexuales: “Marx es el Sade de los teóricos” afirma. Para una referencia más amplia, consúltese el libro de W. Norton, De Tucídides a Thuz. 2 Llamar a este periodo “etapa oral” originará una polémica clasificación en su capítulo “Las etapas bibliosexuales del sujeto débil”. 3 “Los alumnos que desafían en clase a sus maestros presuponen un enamoramiento frustrado, una inconformidad ante su castración didáctica. Como aquel personaje griego Aertes, que mata a sus padres y se casa con su maestro Demócrates, a quien después venció en una controversia” (Cap. II: “Pedagogía y Pederastia”). 4 Petterson, Roger. “Thuz: The Last Hedonist” in Erotic Alternatives, University of California, San Diego, 1998, p. 58. Inspirado inicialmente por Henri Duvarrier (autor de La posmodernidad post-mortem), quien considera que “la Humanidad no evoluciona al galope de la escritura sino con las transformaciones que han hecho de la lectura un placer”, Samuel Thuz asegura: Hay una contradicción esencial entre la perpetuidad de la creación y la efimeridad de la contemplación. Los que han nacido para el sufrimiento, escriben. Los que lo han hecho para el placer, leen. [...] El leer no puede (ni debe) simplificarse a la sencillez de esta palabra: es necesario mantener auténticas relaciones textuales; experimentar desde zoofilia literaria (gusto por las fábulas) hasta la más desquiciada preferencia por la “literatura juvenil”5. Dado el carácter improductivo de la auténtica lectura6, Samuel Thuz detesta los trabajos de tesis y otros “laboriosos instrumentos para sublimar la lujuria”: Cuando recuerdo aquella frase de Hanna Berg (“De qué sirve leer tantos libros si no puedo citarlos”) me sobreviene un escozor en la piel. Justificar la lectura produciendo hojarasca (tesis, tesinas, reseñas, artículos) es como seguir creyendo que el coito sólo sirve para la procreación7. Paradójica afirmación para quien ha publicado diez libros. Y ante la pregunta formulada por Silvia Beristáin “¿Es su grafomanía una especie de ninfomanía?”, el filósofo responde algo que bien podría utilizarse para concluir este artículo: –En definitiva, no. Soy un sexual demócrata, un masoquista, un voyeur. La ninfomanía se la dejo a mis lectores, porque la ninfomanía no admite la fidelidad: y en ese sentido, te digo que mis libros sólo alcanzan su auténtica validez cuando establecen un contacto textual con la literatura de los otros. –Y entonces, ¿por qué escribe? –No lo sé. Quizás porque escribir sea el único remedio que conozco contra la decencia8. No se encuentran fácilmente palabras para rebatir tal consideración. Apéndice A: Para no hacer más extensa la aproximación al libro de Samuel Thuz, nos bastará enumerar algunas de las perversiones que él exhaustivamente explica en su capítulo III y que son extraídas obviamente de su experiencia personal: a) El placer que percibe al romper el nylon de un libro (para convencerse de que nadie lo ha leído antes). b) El goce de espiar cuando otros leen; especialmente cuando son libros que él ha dado prestados. 5 Thuz, Samuel. Cap. III “Erótica de la Lectura”. Cfr. Samuel Thuz, Aforismos: “Sólo lo verdaderamente inútil se hace por amor”. 7 Cfr. Juan Antonio Mendoza: Bajo la mata del aguacate (Diez entrevistas con Samuel Thuz), Ed. Diana, México, 2001, Col. “Vidas para leerlas”, p. 65. 8 Beristáin, Silvia: “Samuel Thuz: Un viaje entre Sodoma y Utopía” en Terra Nostra, No. 54, Mayo de 2002, p. 23-32. 6 c) La necesidad de usar algún fetiche: “Cervantes no puede leerse sin un separador de látex negro” d) Determinar y hacer un inventario de ciento diez posiciones para la lectura, según el tipo de libro, el estado de ánimo y el lugar. e) Oscilar entre las dos tendencias de lectores: los heterotextuales y los homotextuales. f) En ocasiones, para sentir deleite, verse obligado a deshojar el libro, maltratar su cubierta o mutilarlo. Apéndice B: Samuel Thuz: Erotografía literaria. Filósofo y pensador nacido en Líbano (1956) pero naturalizado mexicano. Su nombre empezó a ser notable cuando publicó Economía y sociedad: consideraciones intempestivas. Pero sin duda el libro que lo catapultó a la fama fue Carroña para Zopilotes, una inteligente diatriba contra la modernidad que establecía por primera vez los cuatro elementos de la dialéctica posmoderna: tesis, antítesis, síntesis y prótesis. Fue discípulo de Chevrier hasta 1983 cuando rompieron por diferencias ideológicas. Otras obras suyas son: Aforismos, Ética para Savater, Pubis y Praxis, Seducción y revolución, Inventario de obscenidades imaginarias, Lujuria de la filosofía y Las ideas como orgasmo. El placer de leer A Clara Ningún estudiante está obligado a leer por completo un libro y sin embargo, todos están moralmente comprometidos a escribir uno: la tesis. Y es que cualquiera pensaría que una actividad conduce a otra: se necesita ser primero un buen lector para pretender por lo menos ser un escritor medianamente aceptable. Errónea apreciación: la escritura de un texto puede ser, en casos lamentables: a) Aparente (Los políticos hablan con palabras asombrosas, pero nadie puede asegurar que sepan el significado de cada una de ellas). b) Ininteligible (Muchos aspirantes a títulos universitarios presentan tesis brillantes, pero algo sucede que no saben explicarlas a la gente común y corriente. Hay vida más allá de los sinodales y muchos estudiantes aún no han entendido por completo esa condición. Son los peligros del autismo académico: escribir exclusivamente para los iguales.) La lectura de un libro no admite manipulaciones, salvo aquellas que desembocan en esas perversas formas de demostrar que uno ha leído: la cita textual y el pie de página. La tradición académica nos ha enseñado a ser productores en mayor medida que consumidores. Nadie obtiene reconocimientos por haber leído un libro, pero cada nueva publicación (no importa si buena o mala) se presenta como un acontecimiento. La lectura de una obra maestra se desarrolla en la esfera de lo privado, la presentación de un libro mediocre siempre necesitará de los medios masivos. Esta es la aparente desventaja que siempre han padecido los consumidores: la ausencia de cámaras. El currículum, la manera socialmente correcta de publicitar nuestros conocimientos, no concentra lecturas sino productos: exámenes, constancias, certificados. La lectura no expide comprobantes más que la satisfacción personal. Cuando un placer empieza a sufrir las justificaciones del progreso pedagógico, esto no siempre constituye un total acierto. Mucho se habla actualmente de las ventajas de la lectura. En otros tiempos ya se habían escrito tratados “científicos” sobre sus desventajas. Ni el elogio ni la detracción, en cada época, han afectado a los auténticos lectores. Quien lee por gusto, por el simple placer de escuchar a un prójimo lejano, realiza su actividad con cierta desconfianza en los programas educativos. Y nadie afirma que dichos programas no tengan buenas intenciones y estudios costosos que los respalden. Lo que se afirma es que el amor a los libros se aprende fuera del aula, en la búsqueda íntima, siguiendo el propio instinto. Obligar a los niños a leer El Principito puede ser medianamente fructífero porque es posible que algunos de esos niños “encuentren” el valor vital de Saint-Exupéry hasta que cumplan veinte años. No se pueden tener lecturas obligatorias (salvo La Constitución y eso bajo una cultura cívica bastante lejana) sino panoramas generales sobre qué leer. Podremos compartir cierta información literaria para entendernos (mitología clásica, por ejemplo) pero no podemos leer todos lo mismo. Leer es otra forma de encontrarnos y ningún hallazgo puede ser igual a otro. Un mismo libro puede despertar juicios distintos. Cada libro tiene su tiempo y su lector. Es esa “atracción mutua” de la que hablaba Walter Benjamin. Un libro puede estar años empolvándose en una biblioteca hasta que aparezca la persona que considere reveladora su lectura y lo saque de ese letargo. Ahora el gobierno pretende convertirnos a todos los mexicanos en buenos lectores. Después de que el país obtuvo el penúltimo lugar en comprensión de lectura, la actual administración busca a cualquier precio subsanar ese rezago. Pero la lectura trasciende la mera comprensión del texto. Existen asignaturas muy serviciales (como “Análisis de textos” y otras afines) para sufragar insuficiencias educativas, pero esas metodologías no enseñan el amor a los libros. En literatura no sólo es importante preguntar “qué se dice” sino “cómo está dicho”. Una música, inadvertida para muchos, corre por las páginas de los buenos libros. El placer de leerlos radica también en la secuencia que tienen las palabras, en las imágenes que sugieren, en los vértigos que provocan. Es chocante ver a maestras de primaria preguntando a sus alumnos “¿Qué nos enseñó el cuento?” como si la moraleja, lo que no ocurre en la mayoría de los casos, fuera la mejor parte de una narración. ¿Qué enseñanza puede haber, por ejemplo, en Amadís de Anís, Amadís de condorniz sobre un niño que come mucho y una mañana descubre que es comestible? Supongo que algunas de estas señoras dirán: “el cuento nos enseña que debemos ser moderados al comer”, cuando lo verdaderamente importante del relato está en otro lado: en su hilaridad, su irrealidad, su originalidad. Enrique Jardiel Poncela decía: “Sólo los padres dominan el arte de educar mal a sus hijos” y no es de extrañarse lo poco que pueden progresar los niños con progenitores y maestros que no alcanzan a percibir nuevas realidades en los mismos cuentos que les leen. Las estadísticas hablan y sus números son preocupantes: Los mexicanos leemos en promedio sólo dos libros al año, la venta de libros en México ha disminuido en 10.6% y la producción de títulos en 11.6% y sólo el 1% de los alumnos nacionales alcanzaron el máximo nivel de lectura. El problema es más profundo de lo que los números dejan ver, porque los mexicanos sí leemos, sólo que no leemos libros que exijan una mayor participación como lectores ni que cuestionen prejuicios sostenidos por la tradición. Un buen libro nos deja al término de su lectura más preguntas que las que teníamos al principio. Por eso los habitantes de ese futuro aterrador que Ray Bradbury describe en su novela Fahrenheit 451 son felices a la fuerza: porque les han prohibido leer. Los buenos libros hacen pensar y el pensar parece en nuestra época una actividad para la que no hay ni habrá ya más tiempo. El arte en nuestras vidas A Gabriela, por supuesto 1. En 1915, el escritor norteamericano Ezra Pound hizo la versión de un poema de Wang Wei escrito cerca de 1200 años antes. El punto central es que Pound no sabía chino en ese entonces y se basó en unas traducciones literales hechas por un orientalista apellidado Fenollosa. Quienes leen y escriben poesía saben que una traducción palabra por palabra no encierra la verdadera esencia de un poema. Fenollosa podría saber chino, pero Ezra Pound era poeta y tenía sensibilidad poética. Lo curioso es que tiempo después, el también poeta y crítico Win-lim Yip demostró que Pound, sin saberlo, corrigió los errores que tenía la versión de la cual se valió. Es decir, que Pound intuitivamente entendió la poesía de Wei y la trasladó a su lengua sin comprender siquiera los caracteres chinos. Hay algo misterioso en sentir el arte sin ser experto, sin conocer los andamiajes, sin analizar metódicamente los elementos. El arte no sólo se reduce a una técnica impecable, sino que es además un sacudimiento, un nudo en la garganta, una comezón en las vértebras. Puedo ser un ignorante en las innovaciones orquestales, pero Stravinsky me deja sin aliento. Puedo no entender cuál es la diferencia entre un poema sinfónico o un lied, pero Así habló Zaratustra de Richard Strauss me aísla de mi cotidianidad. Es el arte lo que no puede definirse simplemente con decir que una pieza es perfecta o que un texto está bien escrito. Hay algo detrás de la buena redacción o la ejecución precisa: por eso las obras maestras siguen siéndolo a pesar de las tesis universitarias. Es el arte lo que sobrevive a la disección más erudita. El talento puede estar hasta detrás de los errores ortográficos: José Lezama Lima los tuvo y eso quizás lo hace más grande todavía. El talento asoma como un desconocido e inexplicable sabor después de la lectura: me entusiasma Ibargüengoitia a pesar de que José de la Colina lo acusó de no saber utilizar los gerundios. Si hasta los expertos se equivocan (lo han hecho muchas veces) sólo queda la alternativa de nuestras propias exigencias vitales. Nadie es el mismo después del “encuentro” con un gran libro, con una gran pintura o con una maravillosa melodía. Nuestra mirada de la realidad es diferente cuando Dalí o Cortázar se han entrometido en ella. Y es que se necesita talento también para apreciar las genialidades artísticas; se necesita sensibilidad para comprender lo expresado en otros lenguajes. Por eso decía Octavio Paz que “cada lector es un poeta y cada poema es un poema distinto”. Quizás nuestra novela preferida no sea la mejor novela de tal o cual autor, pero si representa una referencia ineludible para entender nuestra vida, sí lo es. Comencé a enterarme de esto cuando leí que Ibargüengoitia y yo teníamos más coincidencias que la simple frustración amorosa; cuando me reí con él porque tácitamente me reveló mi propia estupidez en materia sentimental. “La poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita” dice el cartero de Neruda en la película del mismo nombre. Y no es para menos si pensamos en la cantidad de reproducciones manuscritas que tienen los poemas de Sabines o en las populares canciones compuestas a partir de letras de Mario Benedetti. El arte está donde menos lo imaginamos: Pessoa anuncia chocolates Carlos V y la “Sinfonía 40” de Mozart suena hasta en los celulares. Pero, el arte supera lo mero memorizable. No está en que escuchemos Pompa y circunstancia y pensemos automáticamente en un comercial de Doritos. El arte es una vibración. Un reconocimiento. El arte nos revela lo que no sabíamos que sabíamos. Aunque ciertamente el arte tiene sus propios límites (los límites de la literatura son los límites del lenguaje) las obras maestras parecen demostrarnos que la imaginación es infinita. En ciencia, Copérnico corrige a Ptolomeo, pero en literatura Homero tiene tanta validez como Joyce. No son cuestiones de intemporalidad sino de esencia humana. La vida misma es una novela bien escrita. 2. Oliver W. Sacks describe en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el singular caso de Rebeca, una retardada mental que no sabía leer ni escribir pero que era poeta. Su incapacidad para manejar conceptos abstractos la obligaba a utilizar metáforas sorprendentes para expresarse. Cuando murió su abuela dijo: “Es invierno. Me siento muerta. Pero sé que vendrá de nuevo la primavera”. No se trata de una artificialidad. Rebeca no podía definir la tristeza ni el pesar porque dichas palabras pertenecen al universo de los abstractos. Su única manera de comunicarse era a través de elementos concretos que conocía y que amaba (la naturaleza, por ejemplo). Resulta paradójico que una mujer incapaz de abrir una puerta con la llave y de distinguir la derecha con la izquierda, pudiese en cambio comprender la poesía más profunda. Pero eso nos lleva a reflexionar sobre la misma naturaleza de aquello que denominamos “normalidad”. Sacks demuestra que nuestra intención de adaptar a los retardados a la vida cotidiana es un tanto megalómana. ¿Por qué no intentamos en lugar de eso comprender sus mundos propios? Y es precisamente a través del arte que Sacks encuentra a los “humanos” detrás de los enfermos. A los “humanos” detrás de las fichas clínicas. Me parece entonces que el arte es de las pocas formas que tenemos las personas para encontrar al “humano” detrás del “prójimo”. Más allá de la inteligencia, de la capacidad laboral, de la aptitud para un empleo o para una carrera, el arte es un elemento que debe valorarse con mayor insistencia. No sé de dónde se origina la postura de ver a los artistas en la familia como una calamidad, porque tal consideración se extiende como estigma en una sociedad obsesionada por el trabajo. Somos lo que trabajamos. Es la visión desencantada que expone Laurent Cantent en su película L’emploi du temps (Tiempo de mentir): la de la dignidad humana sometida al tipo de empleo que desempeñamos. Cuando el personaje Vincent va a visitar a un amigo músico que es mantenido por su mujer, siente un vacío enorme. Un malestar que le dice que no podrá experimentar esa experiencia de autenticidad, porque él vive atado a una obligación: ostentar un puesto importante. En una sociedad que no te pregunta “¿quién eres?” sino “¿en dónde estás trabajando?”, la posición del artista puede llegar incluso a ser asfixiante. Es un sobreentendido social que el escritor no trabaja, porque algo como la literatura, que cause tanto placer, no puede ser un trabajo. Es un hobby. Quizás el hobby perfecto para la burguesía, pero no para quienes el futuro no está definido por el apellido. En un chiste de Condorito encontramos el siguiente diálogo: –¡Qué rápido ha madurado Coné! –¡Sí, padre, hasta tiene decidido lo que piensa hacer cuando sea grande! –¿Qué cosa? –¡Poeta! –¿Y tiene vocación para eso? –Indudablemente... ¡Puede resistir tres días sin comer! El cuento es al mismo tiempo cómico y amargo porque evidencia una valoración social mínima a la actividad poética. “El amor y la poesía son marginales” decía Paz. Por eso tanto amor como poesía pueden redimirnos de ser unos autómatas. Por eso mi confianza absoluta en el arte para dejarnos ver la porción de humanidad que aún nos sobrevive. Epílogo: ¿Sirve de algo escribir? Dicen los profetas de lo irremediable repetitivo: “No hay nada nuevo bajo el sol” o lo que es lo mismo “Todos nos bañamos más de dos veces en las mismas palabras”. Fernando Pessoa escribe: “Cada poema mío dice lo mismo, / Cada poema mío es diferente, / Cada cosa es una manera distinta de decir lo mismo.”¿Por qué entonces esta obsesión tan humana de “añadir uno más a los demasiados libros”? ¿Qué mueve a los escritores a pasarse horas corrigiendo borradores, consultando diccionarios o desperdiciar su tiempo pensando en la mejor manera de abordar una idea? ¿Y sobre todo cuando sus libros no se leen, cuando sus poemas son ignorados y está convencido de que su nombre no lo recogerá la posteridad? No todos somos un Rabelais para quienes exista un Bajtín que nos rescate dentro de quinientos años. Nuestra conciencia de lo efímero nos ha llevado a buscar la inmortalidad dentro de los límites que ésta permite. Pero la originalidad no existe. Buscar la originalidad de la literatura es una tarea tan inútil como buscar sólo la belleza de la poesía o la moraleja del cuento; la literatura está hecha de repeticiones porque desde el primer libro escrito, el hombre ha padecido los mismos defectos y las mismas virtudes: el hombre también está hecho de repeticiones y “hasta cuando huimos de la sociedad lo hacemos como alguien más lo ha hecho” (Heidegger). “La Ilíada y La Odisea –afirman quienes saben al respecto– han dicho todo”; entre estos dos libros y nosotros han transcurrido tres mil años y en esos tres mil años se han escrito otro número impresionante de libros –entre buenos y malos–. Actualmente en el mundo se publica un libro cada medio minuto y otras consideraciones de ese tipo deberían frenar la explosión creativa. Pero escribir y leer nos hacen más humanos y por ende más finitos, más ilusionados, más esperanzados. Escribir y leer nos rescatan de la frivolidad del mundo, de la masa consumidora de lo instantáneo, de la estupidez que rige nuestra realidad. Escribir y leer, como mentar madres, quizás no sirva para nada; pero qué bien se siente uno después. Noticia editorial Algunos de los artículos y ensayos que conforman este libro fueron originalmente publicados en periódicos y revistas de Campeche: “Sin pecado concebidas”, Crónica, 22 de octubre de 2000. “Dios y yo”, Crónica, 26 de noviembre de 2000. “Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia”, Crónica, 31 de diciembre de 2000. “Que se mueran los guapos”, Magazine Universitario, núm. 11, Diciembre de 2001. “Maitros Inc.”, Magazine Universitario, núm. 14, Marzo de 2002. “A la comunidad universitaria”, Diálogos Postmodernos, núm. 2, Marzo de 2002. “Queremos tanto a Diego”, Tribuna, 29 de abril de 2002. “Eduardo Huchín Superstar”, Magazine Universitario, núm. 15, Abril de 2002. “Los caballeros las prefieren rubias”, Magazine Universitario, núm. 17, Junio de 2002. “Prohibida su venta a menores”, Diálogos Postmodernos, núm. 3, Junio de 2002. “Si pierdo lejos de ti”, Tribuna, 8 de julio de 2002. “El arte en nuestras vidas”, Tribuna, 8 de agosto de 2002. “Asunto: el que se indica”, Tribuna, 12 de agosto de 2002. “El placer de leer”, Tribuna, 16 de agosto de 2002. “Una película de miedo”, Tribuna, 30 de agosto de 2002. “No se deje al alcance de los niños”, Magazine Universitario, núm. 19, Agosto de 2002. “Cuerpos perfectos”, Tribuna, 10 de septiembre de 2002 “Aguanta que bajan”, Tribuna, 12 de septiembre de 2002. “No me preguntes cómo pasa el tiempo”, Tribuna, 18 de septiembre de 2002. “El círculo de los mentirosos”, Xanum, núm. 2, Octubre de 2002. “Partitura para una ciudad”, Xanum, núm. 3, Noviembre de 2002. “Días de campaña”, Tribuna, 24 de diciembre de 2002. “Lujuria de la lectura”, Diálogos Postmodernos, núm. 4, Abril de 2003. “Gracias por tramitar”, Universidad de México, No. 623, Mayo de 2003. “Fuera del área de servicio”, Xanum, núm. 10, Junio de 2003. “Las caricaturas me hacen llorar”, Xanum, núm. 12, Agosto de 2003. “Todo lo que siempre quiso saber acerca del cable”, Xanum, núm. 13, Septiembre de 2003. CONTENIDO Preámbulo: Del voyeurismo considerado una de las bellas artes Uno: Visitas guiadas Aquí no pasa nada Maitros Inc. Cuerpos perfectos Aguanta que bajan No me preguntes cómo pasa el tiempo Gracias por tramitar Fuera del área de servicio Cualquier parecido con la navidad es pura reincidencia Días de campaña Partitura para una ciudad Dos: Exámenes de conciencia Herética para economistas A la comunidad universitaria Sin pecado concebidas Una película de miedo Dios y yo Tres: Tediósfera Mientras bostezo Asunto: el que se indica Eduardo Huchín Superstar El círculo de los mentirosos Todo lo que siempre quiso saber acerca del cable Nosotros los feos Las caricaturas me hacen llorar Queremos tanto a Diego Los caballeros las prefieren rubias Prohibida su venta a menores No se deje al alcance de los niños Su majestad, el Futbol Si pierdo lejos de ti Cuatro: ¿Escribes o trabajas? Disculpen la modestia Onomástica En vista del éxito no obtenido Sufro, luego escribo Lujuria de la lectura El placer de leer El arte en nuestras vidas Epílogo: ¿Sirve de algo escribir? Noticia Editorial