MISIÓN
Revista
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internacional
de orientación Artículos
cristiana
Diciembre de 1984 SHALOM Y MISIÓN DE LA IGLESIA / por
Vol. 3 - N° 4 Mervin Breneman
_____________________ JUSTICIA Y PAZ / por C. R. Padilla
DIRECTOR LECCIONES DE BONHOEFFER PARA LA
C. René Padilla IGLESIA EN AMÉRICA LATINA/ por
JUNTA DE Mauricio Chenlo
REDACCIÓN
Jorge Atiencia
Plutarco Bonilla
Notas
Jorge Chao EDITORIAL
Orlando Costas
Más allá de 1984 / C. René Padilla
Samuel Escobar
Nelly García de NOTA BÍBLICA
Mendoza Los profetas, la justicia y la misión / Mervin
Jorge Maldonado Breneman
Marta Márquez
Marcos Antonio Ramos PANORAMA TEOLÓGICO
W. Dayton Roberts El ministerio docente de la iglesia / C. René
Elsa Romanenghi de Padilla
Powell
Pedro Savage PERSPECTIVA HISTÓRICA
Pedro Vega Misioneros a pesar de todos / Pablo A. Deiros
Rodrigo Zapata
FAMILIA
COMISIÓN
La familia cristiana / Jorge Maldonado
EDITORIAL
Mervin Breneman EDUCACIÓN
Pablo Deíros Capacitación para el ministerio personal /
Victor Griffiths Elvira E. Zukowski de Ramírez
Eduardo Ramírez
Norberto Zaracco DOCUMENTO
Elvira Zukowski de La vida en el Espíritu
Ramírez
© ORIENTACIÓN LITURGIA
CRISTIANA Principios litúrgicos de 1 Corintios 11.17-22,
27-34/ Eduardo Ramírez
JUSTICIA Y PAZ
C. René Padilla
LA PAZ es un bien deseable tanto para los individuos como para
naciones. El corazón humano anhela la paz, y ésta, por lo tanto, se
impone como un objetivo político prioritario que ningún gobierno
responsable puede descuidar. Sea en el Este o en el Oeste, en el
Norte o en el Sur, la visión profética de un mundo en el cual las
espadas sean convertidas en arados y las lanzas en hoces suscita una
respuesta positiva.
Sin embargo, la paz tiene sus condiciones. A menos que se
cumplan, el ideal de la paz no pasa de ser un mero deseo sin
posibilidades de realización. ¿Cuáles son las condiciones de la paz?
Islas 32.7 señala la más importante de ellas: la justicia. Dice: “Y el
efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y
seguridad para siempre”. La paz se relaciona con la justicia como el
fruto con el árbol que lo produce. Donde no hay justicia, no puede
haber paz. La injusticia y la paz no pueden coexistir.
Recordemos que el profeta Isaías habla desde una situación de
injusticia y opresión. Las clases dirigentes se han corrompido y están
usando su poder para explotar a los pobres. Son “rebeldes y amigos
de bandidos. Todos se dejan comprar con dinero y buscan que les
hagan regalos” (Is. 1.23). Su tarea, dada por Dios, es hacer el bien,
esforzarse en hacer lo que es justo, ayudar al oprimido, hacer justicia
al huérfano, defender los derechos de la viuda (cf. 1.17). En lugar de
ello, están ocupados comprando casas y acumulando tierras “hasta
no dejar a nadie más... como si fueran los únicos en el país” (Is. 5.8).
Han reemplazado el respeta a la ley de Dios por asesinatos y la
justicia por gritos de dolor (cf. Is. 5.7). Han dictado leyes injustas y
decretos intolerables y “no hacen justicia a los débiles ni reconocen
los derechos de los pobres... explotan a las viudas y roban a los
huérfanos” (cf, Is. 10.1, Z). Y no se puede esperar justicia del sistema
judicial, ya que “acusan de crímenes a otros, y ponen trampas al
juez, y con engaños niegan justicia al inocente” (Is. 29.21).
La injusticia es pan de cada día. Sin embargo, la injusticia no
viene sola. Donde hay olvido de la justicia, reina la anarquía. “La
situación será tal en el pueblo, que unos a otros, aun entre amigos se
atacarán. Los jóvenes la emprenderán contra los viejos, los
despreciados contra la gente importante” (Is. 3.5). La ley y el orden
son esenciales para el bienestar de cualquier sociedad. Pero cuando
se los invoca para defender intereses creados, la ilegalidad y el
desorden se institucionalizan y, como resultado, se destruyen los
fundamentos morales de la sociedad. Como racionalizaciones para
justificar a los opresores, la ley y el orden inevitablemente pierden el
respecto de parte de los oprimidos, las víctimas del sistema que los
invoca. Los valores éticos pierden entonces vigencia y se crea una
situación como aquella que el profeta describe cuando dice: “¡Ay de
ustedes, que llaman bueno a lo malo, y malo a lo bueno; que
convierten la luz en oscuridad, y la oscuridad en luz; que convierten
lo amargo en dulce, y lo dulce en amargo!” (Is. 5.20). Se pierde toda
noción del bien y el mal, y el caos social toma control de la situación.
Para complicar el problema todavía más, en el tiempo de Islas el
pueblo de Israel está satisfecho, inconsciente de su pecado. El
mensaje del profeta, por lo tanto, encuentra oídos sordos. A causa de
su rebelión –dice el profeta–, Asiria, una nación pagana, será usada
como vara de la ira de Dios; por no querer entender, irán al exilio,
“todo el pueblo, con sus jefes, morirá de hambre y de sed” (Is. 5.13).
Su advertencia, sin embargo, es recibida con burla e indiferencia. El
sonido de la destrucción está en el aire, pero en lugar de
arrepentimiento y lamentación “lo que hay es diversión y alegría,
matar vacas y ovejas, comer carne y beber vino. ‘Comamos y
bebamos, que mañana moriremos’, dicen” (Is. 22.13). El hedonismo
va de la mano con la falsa seguridad.
La falsa seguridad de los líderes de Israel en tiempos de Isaías es
una expresión de confianza en el poder militar de Egipto. En vez de
arrepentirse y confiar en el Dios de justicia, han hecho alianza con el
Faraón, olvidándose que “los egipcios son hombres, no dioses; sus
caballos son de carne, no espíritus” (Is, 31.3). ¡Qué advertencia para
quienes inclusive hoy día buscan la paz y la seguridad por medio de
la fuerza bruta, pero no muestran preocupación por la justicia!
El capítulo 32, en que aparece nuestro texto, comienza con la
promesa de un reino en el cual “habrá un rey que reinará con
rectitud y gobernantes que gobernarán con justicia” (v. 1). En
contraste con la situación de violencia institucionalizada que
actualmente existe en Jerusalén, en ese reino venidero “la gente no
llamará noble al canalla ni tratará al pícaro como persona de
importancia”; el hambriento no volverá con las manos vacías o el
sediento sin agua, ni los pobres serán perjudicados con mentiras (vv.
5-8). Jerusalén, “la ciudad amiga de las diversiones”, va a ser
destruida. Las mujeres despreocupadas que la habitan, por lo tanto,
son exhortadas a dejar de lado su falsa seguridad y reconocer el
juicio que se avecina (vv. 9-13).
Después de esta exhortación el profeta vuelve sus ojos a los
cambios que se van a llevar a cabo cuando el juicio de Dios se
cumpla. El Espíritu de Dios –dice– será derramado y surgirá una
nueva sociedad y una nueva creación. “La rectitud y la justicia
reinarán en todos los lugares del país. El efecto de la justicia será la
paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre. Mi
pueblo vivirá en un lugar pacifico, en habitaciones seguras, en
residencias tranquilas, aunque el bosque sea talado y humillada la
ciudad. Ustedes vivirán felices, con riego abundante para sus
sembrados y pastos seguros para el burro y el buey” (vv. 16-20).
PARA ENTENDER mejor esta visión profética de un mundo de
paz hay que verla en contraste con la situación caótica descrita
anteriormente. La paz a la cual se hace referencia aquí no es una
mera ausencia de guerra, sino shalom, es decir, armonía, bienestar,
integridad, abundancia, prosperidad, salud, felicidad, plenitud tanto
para los individuos como para la sociedad. Nuestro texto la
relaciona con tranquilidad, quietud o reposo (sheket) y con confianza
o seguridad (batah). En medio de una situación de injusticia a la vez
que de tensión social e inseguridad, el profeta vislumbra una nueva
era en la historia de su nación, y la describe en términos que nos
recuerdan el Año del Jubileo según Levítico 25: “En este año de
liberación todos ustedes volverán a tomar posesión de sus tierras...
No abuse nadie de nadie. Muestren reverencia por su Dios, pues yo
soy el Señor su Dios. Cumplan mis leyes, pongan en práctica mis
decretos. Cúmplanlos y vivirán tranquilos en el país; la tierra dará
frutos, y ustedes vivirán tranquilamente en ella y comerán de sus
frutos hasta quedar satisfechos” (vv. 13, 17-19). La relación que Isaías
ve entre la justicia y la paz, entre la obediencia a la ley de Dios y la
seguridad, aparece ya en la antigua revelación dada a Moisés en el
Monte Sinaí, según la tradición.
El anhelo de un mundo en que la gente disfrute de la vida en
todas sus dimensiones, sin verse amenazados por la violencia o el
infortunio, es una característica común de la humanidad. No es de
sorprenderse, por lo tanto, que la promesa de paz y seguridad sea
frecuentemente un importante elemento de la retórica política en
todos los países. Sin embargo, nuestro texto, en línea con la
revelación mosaica, coloca la justicia y la paz en una relación de
causa y efecto: “el efecto (o resultado) de la justicia será la paz”.
La justicia (tzedaká) a que se refiere el profeta no es ni más ni
menos que la justicia de Dios: la justicia que Él ama y Él demanda;
no meramente una convención social o un valor humano, sino un
mandato divino. “No es sólo una relación entre el hombre y su
prójimo, es un acto que implica a Dios, una necesidad divina”.[1] Y
está íntimamente vinculada a la compasión por los oprimidos, los
débiles, los marginados. Es una “opción por los pobres”. Tiene que
ver con la preocupación especial de Dios por los necesitados y
desheredados. Porque Él es un Dios de justicia, es pecaminoso
permanecer indiferentes hacia quienes sufren por causas ajenas a su
propio control.
Tzedaká es una condición esencial para la existencia de shalom. Sin
justicia, no hay paz. La justicia y la paz son inseparables; están
indisolublemente unidas. En palabras del salmista: “El amor y la
verdad se darán cita; la paz y la justicia se besarán” (Sal. 85.10).
En ausencia de la justicia sólo es posible una paz espuria. La falsa
seguridad de los opresores, basada en la coerción, o la modorra de
los oprimidos, resultante del temor, pero una paz real. La paz de un
cementerio, o de un campo de concentración, o de un país bajo
ocupación militar, pero no una paz genuina y duradera.
Shalom nunca puede ser la experiencia de una sociedad
corrompida. De una sociedad materialista obsesionada por la
riqueza e indiferente a la situación de los pobres. De una sociedad
hedonista orientada hacia la satisfacción de necesidades creadas
artificialmente y ciega al sufrimiento de las masas en el Mundo de
los Dos Tercios. De una sociedad de consumo entregada a la
idolatría de las modas y dura frente a la miseria de los marginados.
De una sociedad de desperdicio puesta al servicio de la ideología del
crecimiento económico ilimitado y sin compasión por las multitudes
hambrientas.
Tampoco puede shalom ser una realidad en un mundo
caracterizado por la injusticia a nivel internacional. Un mundo
dominado por la ambición de poder político y olvidadizo de los
derechos humanos. Un mundo en que se arrebata el pan de la boca
de los menesterosos a fin de engordar a una elite con problemas de
obesidad. Un mundo en que las futuras generaciones de las naciones
pobres nacen ya hipotecadas por los países ricos.
La única paz posible en esta clase de sociedad y esta clase de
mundo es la paz impuesta por los gobiernos de seguridad nacional.
Una paz que depende totalmente de la persecución y el exilio, el
arresto arbitrario y la tortura, las desapariciones forzadas, las
mutilaciones y los asesinatos. Una falsa paz desafiada para una elite
privilegiada, comprada con la sangre de los oprimidos. Una falsa
paz que los pobres aborrecen y los ricos no pueden disfrutar
totalmente. Una paz que amenaza destruir totalmente la civilización
moderna.
SI EL FRUTO de la justicia es la paz, el fruto de la injusticia es la
violencia y el caos social, la enemistad y la inseguridad, el odio y el
temor. Cada injusticia que se comete contra los pobres lleva en sí la
semilla de la subversión. La justicia conduce a la vida, la injusticia
desemboca en la muerte. La injusticia no es meramente una
violación de derechos humanos, sino un pecado contra el Dios vivo.
Por lo tanto, quienes persisten en la injusticia se colocan bajo el juicio
de Dios. “El que se burla del pobre ofende a su Creador; el que se
alegra de su desgracia no quedará sin castigo” (Pr. 17.5).
Se sigue que la manera más eficiente de trabajar contra la paz es
trabajar por la injusticia. Siembra injusticia y cosecharás violencia.
En palabras de Robert Kennedy, “quienes imposibilitan la
revolución pacífica, hacen inevitable la revolución violenta”.
Dondequiera, cuando explota la violencia la explicación común
de parte de quienes son beneficiados por el sistema es que los
causantes de los problemas son agitadores ajenos a la situación. La
pregunta que debe plantearse a los defensores del statu quo es: ¿Qué
lograrían tales agitadores si no fuese porque el terreno está ya
abonado por el resentimiento y el odio causados por la injusticia?
América Latina es una buena ilustración del problema. Parecería
que los últimos cincuenta años de nuestra historia están atados a un
circulo vicioso de empobrecimiento de las masas seguido por
explosión social seguida por represión seguida por un mayor
empobrecimiento de las masas seguida por una mayor explosión
social seguida por una mayor represión, y así sucesivamente. Cada
vez que se repite el ciclo, aumenta el costo social. ¿Hay salida,
especialmente si se toma en cuenta que cada intento de cambio es de
inmediato convertido en el blanco de las sospechas de quienes
mantienen el control de las estructuras de poder?
La situación se complica todavía más en vista del juego de
intereses económicos a nivel internacional. La política externa de los
Estados Unidos funciona en base al presupuesto de que la
democracia y la libertad son valores que deben preservarse a toda
costa en todo el mundo. El hecho innegable es, sin embargo, que el
gobierno de los Estados Unidos ha sido compañero de cama de los
gobiernos más represivos en la historia de la humanidad.
¿Qué explicación tiene esta espantosa contradicción? Por lo
menos parte de la respuesta es que los dictadores latinoamericanos
han aprendido bien cómo funcionan los mecanismos del poder. Su
fórmula es sencilla: (1) Convencer al gobierno de Estados Unidos
que ellos también valoran la democracia y la libertad; que ellos
también están involucrados en la batalla cósmica contra el
marxismo, y que todas las violaciones de los derechos humanos son
sólo una medida temporaria para impedir el avance de los
comunistas y evitar que destierren para siempre a la democracia y la
libertad, no sólo de sus respectivos países sino de todo el continente
y de todo el mundo. (2) Proteger los intereses económicos de Estados
Unidos y (¡por supuesto!) los suyos propios. ¡De este modo se
mantiene feliz al elefante! Por cierto, el elefante queda feliz, pero no
nos engañemos: ese camino conduce a la destrucción porque deja sin
resolver el problema de la injusticia, y donde hay injusticia no puede
haber paz.
En contraste, la manera más eficiente de trabajar por la paz es
luchar contra la injusticia. ¿Anhelas la paz? Entonces, “que fluya
como agua la justicia, y la honradez como un manantial inagotable”
(Am. 5.24). ¿Anhelas “reposo y seguridad para siempre”? Entonces,
“¡no más violencia y explotación! ¡Actúen con justicia y rectitud!”
(Ez. 45.9). ¿Deseas vivir “en un lugar pacífico, en habitaciones
seguras, en residencias tranquilas”? Entonces, “el Señor ya te ha
dicho, Oh hombre, en qué consiste lo bueno y qué es lo que él espera
de ti: que hagas justicia, que seas fiel y leal y que obedezcas
humildemente a tu Dios” (Mi. 6.8).
Emilio Brunner ha observado correctamente que si las naciones
no están dispuestas a poner de lado sus intereses egoístas por causa
de la justicia, por lo menos podría esperarse que cumplan los
requisitos mínimos de la justicia internacional por causa de la paz.
Dice:
Sería fantástico y utópico contar con la posibilidad de que naciones y
estados que por miles de años en sus relaciones internacionales han
sido guiados por el egoísta principio del poder, de pronto se
conviertan en convencidos adherentes del principio de la justicia.
Pero no es fantástico creer en la posibilidad de que, en vista de los
horrores de una guerra total, las naciones y los estados estén
dispuestos a hacer sacrificios a fin de preservar la paz, que no den por
sentado el egoísta punto de vista del poder, sino que en la
distribución de la tierra, de los intereses y beneficios económicos, de
la influencia política, dejen espacio para las necesidades y los
derechos de otros. Quien condene esta posibilidad como utópica debe
darse cuenta que está declarando que la siguiente guerra mundial es
inevitable.[2]
Tales palabras mantienen ciertamente su vigencia. El dilema
frente al cual se encuentra América Latina no es o el capitalismo y la
libertad, por un lado, o el marxismo y el totalitarismo, por otro lado,
como si el capitalismo y el marxismo fuesen realidades últimas. El
dilema es, más bien, o la justicia y la paz, por un lado, o la injusticia
y la violencia, por otro lado. Por causa de la paz, rechacemos el mito
de que puede haber paz sin justicia y sigamos a Aquel que fue
ungido para proclamar buenas nuevas a los pobres, libertad a los
cautivos, vista a los ciegos y liberación a los oprimidos (cf. Lc. 4.16-
21). “Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo
y seguridad para siempre”.
_______
[1] Abraham J. Heschel, Los profetas: II. Concepciones históricas y teológicas, Buenos
Aires: Editorial Paidós, 1973, p. 75.
[2]Justice and the Social Order, New York and London: Harper and Brothers, 1945,
p. 238.
FAMILIA
LA FAMILIA CRISTIANA
Jorge Maldonado
A FIN DE ENTENDER qué es una familia cristiana, en primer
lugar pensemos en la pregunta: ¿Qué significa ser cristiano? Por
cierto que a nadie le hace cristiano el pertenecer a un grupo social
con tradición cristiana, o simplemente asistir a los servicios
religiosos de una iglesia en particular, o el haberse criado en un
hogar cristiano (aunque esto en sí sea una gran bendición). Sabemos
que una persona llega a ser cristiana porque reconoce a Jesucristo
como su Señor. Es decir, que su vida está bajo el señorío de Cristo,
Esto significa que sus impulsos, sus deseos personales y sus
aspiraciones están subordinados a la voluntad y a la dirección del
Señor y a sus propósitos en esta tierra.
Si ser cristiano significa haber puesto la vida bajo el señorío de
Cristo, una familia también es cristiana por tener a Cristo como su
Señor. Esto significa que las normas y los principios de un hogar
cristiano no están dados primariamente por el medio ambiente, sino
por las demandas y bendiciones del evangelio del Reino de Dios. En
el hogar cristiano, Cristo no es un cuadro en la pared, ni sólo un
personaje histórico que se respeta, sino una persona viva y real con
quien se mantiene contacto personal, a quien se obedece y se sirve.
Al hacer esto, la familia cristiana vive para la gloria de Dios.
A continuación queremos proponer algunas características
esenciales de la familia cristiana. Señalaremos cuatro: (a) La familia
cristiana reconoce que está “en Cristo” y que esta realidad afecta
todas sus relaciones. (b) La familia cristiana refleja el amor de Dios
en sus relaciones, (c) La familia cristiana reconoce un orden
establecido por Dios para su buen funcionamiento, y lo respeta. (d)
La familia cristiana participa de la misión de Dios en el mundo. En el
presente artículo consideraremos las dos primeras características,
dejando las otras dos para el siguiente número de MISIÓN.
El Nuevo Testamento indica que la familia cristiana está
constituida, formada y establecida “en Cristo”. Es “en Cristo” que
cada persona llega a ser una nueva criatura (2 Co. 5.17). “En Cristo”
hemos sido bautizados (Ro. 6.3) y estamos “vivos para Dios” (Ro. 6.
11). Ya “ninguna condenación hay para los que están vivos en
Cristo” (Ro, 8.1), y “en Cristo” las diferencias entre judíos y griegos,
esclavos y libres, varones y mujeres han quedado abolidas (Gá. 3.28),
La expresión “en Cristo” aparece ciento sesenta y nueve veces en
el Nuevo Testamento, lo que señala la importancia que se da a la
relación con Cristo como la base inconmovible de toda relación y
actividad cristiana. Consecuentemente, una familia es cristiana
cuando los miembros que la componen están “en Cristo”. Y cuando
sus relaciones se establecen “en Cristo”, la vida de cada persona y de
la familia en general se nutre de la vida de Dios, como las ramas de
la planta de uvas descrita en Juan 15. 1-10.
La familia que está “en Cristo” puede hablar con seguridad de
Cristo en la familia. Cristo, que es el único “mediador entre Dios y
los hombres” (1 Ti. 2.5), llega a ser también el mediador entre los
miembros de la familia cristiana. Esto afecta la totalidad de las
relaciones de la familia que vive “en el temor del Señor” (Ef. 5.21;
Col. 3.18-21).
Esto significa que el esposo cristiano no tiene derecho de ver a su
esposa aparte de Cristo y viceversa, es decir, es como si Cristo
estuviera siempre en medio de los dos, no separándolos, sino más
bien uniéndolos y acercándolos como nunca antes. Asimismo, los
padres cristianos no tienen el derecho de ver a los hijos que Dios les
ha encomendado sino “en el Señor”, o sea, como que Cristo está
realmente en medio de ellos.
Recordemos que la relación “en Cristo” es mucho más fuerte y
permanente que la relación establecida por los lazos de sangre y
parentesco. “Los lazos de sangre no son ya más el factor principal
que constituye una familia cristiana”.[1] La familia cristiana es
cristiana porque primeramente pertenece a “la familia de Dios” (Ef.
2.19) en donde Cristo es el “primogénito entre muchos hermanos”
(Ro. 8.29).
En segundo lugar, la familia cristiana refleja el amor de Dios en
sus relaciones. El vocabulario griego distingue varios tipos de amor
que nuestra palabra “amor” no alcanza a distinguir. Se habla de
“afecto” o “cariño” (storge, en griego). También de “amistad” o
“amor entre amigos” (filia). La “atracción física” o erótica (Eros) es
también otro tipo de amor. Y, por supuesto, el “amor sobrenatural”
(ágape), como el de Dios, se da sin esperar recompensa.[2] En la
familia humana todos estos tipos de amor se hacen presentes: el
afecto, la amistad, la atracción física y la bondad o ágape. Esto es
posible sólo porque “el amor es el corazón de todas las cosas, ya que
Dios es amor”.[3]
En este sentido, según el Nuevo Testamento el amor en el que se
asienta la relación familiar es un misterio que abarca la totalidad de
la vida. Por eso “en la concepción cristiana del matrimonio se tiene
buen cuidado de no separar el sexo del Eros ni a ambos del amor
sobrenatural (ágape) que mana de Dios y a Dios conduce”.[4]
Ya que el amor proviene de Dios, los esposas no fundan la familia
simplemente en el amor que se profesan, como si éste fuera invento
de ellos o solamente el resultado de la tendencia instintiva de
procrear, sino que el Amor – Dios mismo – fundamenta la familia en
amor. El marido y la esposa, los padres y los hijos cristianos están
llamados a “andar en amor... como imitadores de Dios” (Ef. 5.1-2).
El amor no es simplemente un afecto, sino una actitud del ser más
profundo, por medio del cual una persona llega a ser responsable
por otra, y hace a la otra persona motivo de preocupación y cuidado
mayor que uno mismo (Mt. 5.43-48; Fil. 2.115; 1 Jn. 4.7-21).
El amor en la familia cristiana es al mismo tiempo un don y un
arte. Como don se lo acepta, ya que proviene de la providencia de
Dios, y en la familia cristiana es un aspecto del fruto del Espíritu
Santo (Gá. 5.22). Como arte, necesita aprenderse y requiere
conocimiento y esfuerzo. Esto nos hace pensar que el amor no es un
sentimiento incontrolable que surge espontáneamente. Está sujeto a
la voluntad más de lo que generalmente estamos habituados a
pensar. De otra manera Dios no mandaría al esposo a amar a la
esposa (Ef. 5.25) ni a todos a que amemos a los hermanos en Cristo (1
Jn. 4.21) e incluso a los enemigos (Mt. 5.44). Aun como parte de
nuestra vida emotiva, “el amor es un sentimiento que debe
aprenderse”.[5]
________
[1] Herbert T. Meyer, “Family Relationships in the New Testament”, en Oscar
Feucht, ed., Familia Relationships and the Church (St. Louis, Mo,: Concordia
Publishing House, 1970), p. 61.
[2] Cf. C.S. Lewis, Los cuatro amores (San José y Miami: Editorial Caribe, 1977). El
traductor de Lewis usa “caridad” para traducir agave, pero esta palabra ya no
transmite el sentido del término griego.
[3] Bernhad Haring, El matrimonio en nuestro tiempo (Barcelona: Editorial Herder,
1973), p. 93.
[4]Ibíd., p. 97.
[5] Cf. Walter Trobisch, El amor: un sentimiento que hay que aprender (Buenos Aires:
Ediciones Certeza, 1973), p. 35.