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Resumen Cap 7 Arat y Marin

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"La organización del sistema educativo argentino (1853–1910): orígenes, debates y

proyecciones"

Por: Alegre, E. Gregorio, E. Jara, A. Paneinao, M. Rios, S. Sandoval, M. Verra, F.

Entre 1853 y 1910, la organización del sistema educativo argentino se fue


consolidando en un contexto de intensas transformaciones políticas, sociales e
institucionales. Este proceso estuvo marcado por la sanción de leyes fundamentales y por
profundos debates en torno a las características que debía asumir la educación formal. A
medida que el Estado nacional asumía un rol protagónico en la promoción de la educación
pública, se sancionaron normas claves como la Ley 888 de la provincia de Buenos Aires
(1875), la Ley 1420 para la Capital y los Territorios Nacionales (1884), y la Ley Láinez
(1905), destinada a intervenir en las provincias con fines de alfabetización.

Cabe señalar que estas leyes no surgieron en el vacío: existían ya antecedentes


provinciales, como los impulsados por Juan Bautista Bustos en Córdoba y Estanislao
López en Santa Fe en la década de 1820. Asimismo, la Constitución Nacional de 1853
estableció en varios artículos (como el 5, 14 y 67 inciso 16) la obligación del Estado de
fomentar la educación primaria, sentando las bases jurídicas que legitimarían la acción
estatal en este ámbito.

En este marco, el modelo educativo europeo (en especial el prusiano, con su estructura
centralizada y altos niveles de escolarización) tuvo una influencia considerable. Sin
embargo, en Argentina este modelo se adaptó a un escenario donde se enfrentaban dos
visiones: por un lado, los sectores liberales, que defendían una escuela pública, gratuita,
obligatoria y laica; por el otro, sectores conservadores y católicos que sostenían que la
educación debía seguir en manos de la Iglesia y la familia.

Estas tensiones encontraron un punto de inflexión en el Congreso Pedagógico de 1882,


convocado por el gobierno de Julio A. Roca. Este evento, celebrado en el marco de la
Exposición Continental de la Industria, reunió a diversos actores del mundo educativo y
fue escenario de debates clave sobre el papel del Estado, la laicidad, la coeducación, los
métodos de enseñanza y las condiciones laborales del magisterio. Allí se destacaron voces
como la de Clemencia Alió, quien abogó por la emancipación femenina a través de la
educación, y también surgieron críticas al autoritarismo pedagógico y a las prácticas
disciplinarias tradicionales.

No obstante, el punto más conflictivo fue la discusión sobre la inclusión de la religión


en la escuela pública. El desacuerdo fue tan agudo que el propio presidente Roca decidió
suspender el debate y trasladarlo al Congreso Nacional. Así, entre 1883 y 1884, el
Parlamento se convirtió en el escenario de una disputa ideológica de gran intensidad,
donde se enfrentaron el proyecto clerical promovido por la Comisión de Educación y el
proyecto liberal liderado por Onésimo Leguizamón.

Durante esos debates, se pusieron en juego dos concepciones opuestas sobre el vínculo
entre Estado, religión y educación. Los defensores del modelo laico argumentaban que
una Constitución que garantizaba la libertad de conciencia no podía sostener una escuela
confesional, especialmente en un país atravesado por la inmigración y la diversidad de
credos. En cambio, el bloque católico consideraba que la escuela debía formar
moralmente a las infancias en los valores del catolicismo, religión oficial del Estado.
Finalmente, tras largas discusiones, se sancionó la Ley 1420 en julio de 1884. Esta ley
consagró los principios de gratuidad, obligatoriedad, gradualidad y laicidad en la
enseñanza primaria. Si bien se permitió la enseñanza religiosa, esta debía impartirse fuera
del horario escolar y de manera optativa. La ley también reafirmó la centralidad del
Estado en la conducción del sistema educativo, aunque limitó su aplicación a la Capital
Federal y los Territorios Nacionales, respetando formalmente la autonomía provincial.

La Ley 1420 introdujo además una serie de innovaciones pedagógicas: estableció


planes mínimos de estudio con contenidos considerados “neutros” (como lectura,
escritura, historia, matemáticas y ciencias naturales), promovió la coeducación de niños
y niñas, y reconoció la importancia de formar a las mujeres como docentes. Asimismo,
consolidó una estructura escolar centralizada al reducir el poder de los Consejos Escolares
y fortalecer el rol de los inspectores estatales. En cuanto al financiamiento, se creó un
fondo permanente alimentado por recursos específicos para garantizar la estabilidad del
sistema.

Pese a los avances legislativos, la realidad educativa del país mostraba profundas
desigualdades. El Censo Escolar Nacional de 1884 reveló que solo el 29% de las infancias
en edad escolar asistía a la escuela, con enormes diferencias regionales: mientras en
Capital Federal la asistencia era del 72%, en provincias como Catamarca o Santiago del
Estero no superaba el 30%. Los índices de analfabetismo eran igualmente alarmantes.
Estos datos pusieron en evidencia las limitaciones del modelo federal, y justificaron una
creciente intervención del Estado nacional, especialmente a través de subsidios
condicionados.

La Ley Láinez, sancionada en 1905, profundizó esta línea de acción. Bajo el


argumento de combatir el analfabetismo en zonas relegadas, autorizó al Estado nacional
a crear escuelas primarias en las provincias, siempre que éstas solicitaran formalmente su
intervención. En la práctica, significó una fuerte nacionalización del sistema educativo,
al punto que, en 1936, las escuelas Láinez representaban el 39% de las escuelas primarias
fiscales del país.

Sin embargo, esta ley también generó polémicas. Algunos la consideraron una
herramienta de control centralista que vulneraba el federalismo, al tiempo que
denunciaban que las nuevas escuelas no siempre se establecían en zonas de mayor
necesidad, sino donde ya existían instituciones provinciales, generando competencia y
desplazamiento. Otros, desde una visión más centralista, criticaban a las provincias por
su ineficiencia administrativa y defendían la intervención nacional como única salida al
atraso educativo.

A medida que se acercaba el Centenario de la Revolución de Mayo, en 1910, las élites


argentinas comenzaron a usar la escuela como herramienta clave para la construcción de
la identidad nacional. En un contexto de creciente malestar social, marcado por conflictos
laborales y por la masiva inmigración, el Estado recurrió a la educación como medio de
homogeneización cultural. Se reforzaron contenidos patrióticos, se organizaron rituales
escolares y se promovieron valores republicanos a través de manuales cuidadosamente
regulados. Paralelamente, surgió una fuerte corriente higienista que buscaba clasificar y
disciplinar a las infancias, como parte de un proyecto de control social.
En definitiva, entre 1853 y 1910 se consolidó un sistema educativo nacional que, si
bien proclamaba la democratización del saber, también impuso una visión homogénea de
ciudadanía, basada en los valores de las élites gobernantes. Las tensiones entre
centralización y autonomía provincial, entre inclusión, neutralidad y disputa ideológica,
atravesaron todo el proceso. Y muchas de esas tensiones persisten en la actualidad.

Para concluir, pensamos que la escuela argentina de hoy se sigue enfrentando a


desafíos similares. La diversidad cultural y social no siempre es reconocida, las
desigualdades regionales persisten, y la idea de una educación “neutral” continúa siendo
objeto de debate, como ocurre con temas como la Educación Sexual Integral o la memoria
histórica. Aunque se promueve un docente reflexivo y crítico, muchas prácticas escolares
aún responden a un modelo tradicional. Así, la escuela contemporánea carga con una
herencia que aún interpela sus formas, sus contenidos y su capacidad real de incluir a
todos.

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