La doctrina social de la iglesia y su desarrollo postconciliar
Franz J. Hinkelammert
La doctrina social postconciliar arranca desde la constitución pastoral
Gaudium et spes del Concilio Vaticano II. Sin embargo, este Concilio todavía
no elabora un nuevo cuerpo doctrinal. Introduce elementos discordantes con
la doctrina preconciliar, los que son desarrollados en documentos
posteriores. No obstante, la Gaudium et spes es ya una profunda
transformación de la doctrina preconciliar.
1. La encíclica Populorum progressio de Pablo VI
Es Pablo VI quien elabora a partir de allí una visión del desarrollo que, si bien
debe mucho a los análisis del desarrollo que habían sido presentados sobre
todo desde los años sesenta, despliega a la vez una doctrina social que
desde el Concilio había pasado por una profunda transformación, y cuyas
consecuencias todavía hoy se hacen sentir.
Toda la encíclica es concebida para superar un concepto de desarrollo
reducido a un desarrollo económico cuantitativo, medido por las tasas de
crecimiento económico. Sin negar la relevancia de tal desarrollo cuantitativo,
busca un nuevo tipo de desarrollo, que llama "desarrollo integral", que
amplia el concepto de desarrollo a los ámbitos social y cultural:
CITA El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser
autentico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo
el hombre (n. 14).
Con esto, la encíclica sigue la discusión sobre el desarrollo que en el período
de su publicación —se publica en l967— se está llevando a cabo
especialmente en América Latina. Este desarrollo integral la encíclica lo
expresa en los términos: "tener para ser más" (n. 6). Al reanudar la discusión
sobre la cuestión social, constata que "la cuestión social ha tomado una
dimensión mundial":
CITA Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los
pueblos opulentos (n. 3).
La aspiración al desarrollo la ve con la siguiente amplitud:
CITA Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia
subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las
responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que
ofenden la dignidad de los hombres; ser más instruidos; en una palabra,
hacer, conocer y tener más para ser más; tal es la aspiración de los hombres
de hoy, mientras que un gran numero de ellos se ven condenados a vivir en
condiciones que hacen ilusorio este legítimo deseo (n. 6).
Vinculando esto con el desarrollo económico, dice:
CITA ...un crecimiento autónomo y digno, social no menos que económico, a
fin de asegurar a sus ciudadanos su pleno desarrollo humano y ocupar el
puesto que les corresponde en el concierto de las naciones (n. 6).
Promover este tipo de desarrollo, es una tarea de solidaridad universal:
CITA La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es
también un deber (n. 17).
La encíclica vincula esta exigencia del desarrollo integral con la enseñanza
tradicional del bien común y de la justicia. Realizar este desarrollo es una
tarea de la justicia en función del bien común:
CITA Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de
subsistencia y los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el
derecho de encontrar en ella lo que necesita (n. 22).
Pablo VI enmarca esta reflexión acerca del desarrollo en una visión del sujeto
humano que corresponde a la reformulación de la doctrina social por la
Gaudium et spes, y que prepara el ambiente posterior para las reflexiones
sistemáticas de Juan Pablo II.
Todos los demás derechos, sobre todo el mundo de la propiedad y del
mercado, están subordinados a este derecho fundamental —derecho natural
en la tradición:
CITA Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos
los de propiedad y comercio libre, a ello están subordinados: no deben
estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social
grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera (n. 22).
Esto incluye, en el grado necesario para garantizar el derecho fundamental,
tanto la exigencia de la planificación como la de la expropiación (n. 24). Esta
es la primera formulación nítida de lo que posteriormente Juan Pablo II
llamará la “subjetividad de la sociedad”. Pablo VI la concibe como un deber
que surge a partir del derecho fundamental, que es el derecho a la vida.
Como tal derecho a la vida, es un derecho-deber de vivir que incluye el
derecho-deber a la resistencia. La encíclica cita una famosa frase de San
Ambrosio:
CITA No es parte de tus bienes la que tú das al pobre; lo que le das le
pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo
apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los
ricos (23).
La encíclica interpela por tanto la situación extrema producida por un
liberalismo extremo de la persecución de ganancias, que no se somete y no
es sometido a este derecho-deber fundamental:
CITA Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad ha
sido construido un sistema que considera el lucro como motor esencial del
progreso económico; la concurrencia, como ley suprema de la economía; la
propiedad privada de los medios de producción, como un derecho absoluto,
sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este liberalismo sin
freno, que conduce a la dictadura, justamente fue denunciado por Pío XI
como generador del "imperialismo internacional del dinero" (n. 26).
La encíclica vincula el sistema capitalista mismo con los orígenes del
subdesarrollo. Por eso insiste en que la industrialización no es la razón del
subdesarrollo, sino una de las condiciones para que el desarrollo integral
pueda tener lugar. Su sometimiento al lucro como "motor esencial del
progreso económico" crea el subdesarrollo:
CITA Necesaria para el crecimiento económico y para el progreso humano, la
industrialización es al mismo tiempo señal y factor del desarrollo (n. 25).
CITA Pero si es verdadero que un cierto capitalismo ha sido la causa de
muchos sufrimientos, de injusticias y luchas fratricidas, cuyos efectos duran
todavía, sería injusto que se atribuyera a la industrialización misma los males
que son debidos al nefasto sistema que la acompaña (n. 26).
Luego, la encíclica ve la necesidad de un cambio del sistema económico y
social. Según ella, en términos del capitalismo vigente no se puede lograr
ningún desarrollo integral. Hay que tomar en cuenta que la encíclica se
refiere al capitalismo de los años sesenta, que todavía era un capitalismo de
reformas. El capitalismo actual es aún mucho más extremo que aquél al cual
se refiere la Populorum progressio. Sin embargo, ella está preocupada por
las tendencias al futuro del capitalismo y las consecuencias catastróficas que
puede tener sobre los países subdesarrollados del Tercer Mundo, y percibe
estas tendencias:
CITA La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no
serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que
arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia de
los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndola a la
servidumbre de los oprimidos (n. 33).
La encíclica se enfrenta duramente con este tipo de capitalismo:
CITA Es evidente que la regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella
sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son sin duda evidentes
cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales de
potencia económica... Por eso, los países industrialmente desarrollados ven
en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones
son demasiado desiguales de país a país: los precios que se forman
"libremente" en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos.
Es, por consiguiente, el principio fundamental del liberalismo, como regla de
los intercambios comerciales, el que está aquí en litigio (n. 58).
Advierte también sobre la problemática de las alternativas:
CITA Pero han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas
privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una
colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la
libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona
humana (n. 33).
La Populorum progressio se opone a la idea de la autosuficiencia de la
economía mercantil capitalista, para buscar el sometimiento de los mercados
a la tarea integral del desarrollo, sin excluir el aporte de la iniciativa
privada. El medio para ello sería un tipo de planificación no extendida de
forma arbitraria, sino limitada racionalmente por las metas del desarrollo
integral por conseguir. Esta planificación la llama, siguiendo una manera de
hablar que en este tiempo surge en Francia, el establecimiento de
programas [programación]:
CITA Los programas son necesarios para "animar, estimular, coordinar, suplir
e integrar". Toca a los poderes públicos proponerse las metas que hay que
fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las
fuerzas agrupadas en esta acción común (n. 33).
La encíclica da a esta su búsqueda de una alternativa a la lógica del capital,
que está imponiéndose, un acento dramático. Anuncia para el caso de no
hacerlo, a los ricos:
CITA Si no, su prolongada avaricia no hará más que suscitar el juicio de Dios
y la cólera de los pobres, con imprevisibles consecuencias (n. 49).
Sin embargo, deja una gran perspectiva de esperanza:
CITA No se trata sólo de vencer el hambre, ni siquiera de hacer retroceder la
pobreza. El combate contra la miseria, urgente y necesario, es insuficiente.
Se trata de construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza,
religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana,
emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres y
de la naturaleza insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no
sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma
mesa que el rico (n. 47).
Aquí aparece la exigencia de un mundo en el cual quepan todos, y que hoy
es quizás la formulación más corriente del anhelo del mundo popular en
América Latina. Se trata de una exigencia que el movimiento zapatista llevó
a la conciencia latinoamericana al hablar de este sueño de un “mundo, en el
cual quepan todos”.
La encíclica prevé los reproches, que hoy también se hacen. Reproches de
utopía y de exigir sacrificios demasiado grandes de parte del mundo rico:
CITA Algunos creerán utópicas tales esperanzas. Es posible que el sentido
realista de quienes así piensan sea defectuoso, porque no perciben el
acelerado curso de esta época, en la que los hombres quieren vivir más
fraternalmente y, a pesar de sus ignorancias, sus errores, sus pecados, sus
recaídas en la barbarie y sus alejados extravíos fuera del camino de
salvación, se acercan lentamente, aun sin darse cuenta, hacia su Creador.
Este camino hacia más y mejores sentimientos de humanidad pide esfuerzo
y sacrificio, pero el mismo sufrimiento, aceptado por amor hacia nuestros
hermanos, es portador de progreso para toda la familia humana. Los
cristianos saben que la unión al sacrificio del Salvador contribuye a la
edificación del Cuerpo de Cristo en su plenitud: el pueblo de Dios reunido (n.
79).
2. La conceptualización de la doctrina social postconcilar por Juan
Pablo II
El intento hasta ahora más conceptualizado de formular esta nueva
inquietud, en términos de un cuerpo doctrinal transformado, se percibe con
claridad en la encíclica Laborem exercens, publicada en 1981. Por lo tanto,
voy a basarme sobre todo en ella para mostrar la línea en la que tal doctrina
social parece estar siendo formulada.
El cambio ya se hace notar a través de un cambio significativo de las
palabras. En el centro de la doctrina preconciliar está la propiedad privada
vinculada a la persona humana; en el centro de la doctrina postconciliar está
el sujeto. Se insiste en que el ser humano es sujeto de su vida y que, como
sujeto, es trabajador. El ser humano que trabaja es persona, pero en cuanto
persona es sujeto del trabajo, un sujeto que decide sobre sí mismo.
Este sujeto que decide sobre sí mismo, es sujeto en comunidad con todos los
otros. En cuanto sujetos de su actividad, que ahora es vista como trabajo,
todos tienen la misma dignidad. Recolector de basura, intelectual,
empresario, obrero, campesino o presidente, todos tienen esta dignidad en
cuanto sujetos, y por ende, igualmente en su trabajo. Este tiene que servir a
la realización de la humanidad de todos y cada uno. Por eso, todos tienen
que poder trabajar y derivar de su trabajo propio un sustento digno. El tipo
de trabajo que hacen o el producto que producen no debe originar la
negación de su dignidad como sujetos. Esto es condición para que una
sociedad sea humanizada, y lo es por el carácter intrínseco de la solidaridad
entre los seres humanos. De nuevo se trata de una solidaridad existencial,
incluso ontológica. Las muchas solidaridades humanas voluntarias existen en
función de esta solidaridad existencial, contenida de manera intrínseca en la
propia subjetividad del ser humano.
Esta visión del sujeto es sumamente activa. El punto de partida es el sujeto
como ejecutor del trabajo, y por medio de éste el ser humano se proyecta
sobre el mundo exterior. Lo hace para transformarlo en productos que sirven
a la satisfacción de sus necesidades. El trabajo hace disponible el mundo
exterior para un sujeto, cuya dignidad debe orientar la producción y
distribución del conjunto de los productos producidos por el trabajo del
conjunto de los sujetos. Pero el propio sujeto —cada uno de los sujetos— es
el punto de partida y el punto de llegada de este trabajo.
Este es el concepto de subjetividad que aparece ahora en la doctrina social.
Proviene del enfoque que había desarrollado la Gaudium et spes y elaborado
Pablo VI, si bien la palabra subjetividad es introducida por Juan Pablo II. El
concepto de subjetividad tiene analogías con el concepto de persona en la
doctrina preconciliar, no obstante ha experimentado una profunda
transformación. El trabajo que el sujeto efectúa para la satisfacción de sus
necesidades ha pasado a primer plano. El sujeto se proyecta sobre el mundo
exterior. Sólo que la persona de la doctrina preconciliar se proyecta sobre el
mundo para transformarlo en propiedad privada, y el punto de vista de la
satisfacción de las necesidades es secundario en relación a esta
personalización por la propiedad privada. El sujeto en la doctrina
postconciliar, en cambio, se proyecta sobre el mundo exterior para
transformarlo mediante su trabajo en función de la satisfacción de sus
necesidades. La reflexión sobre la propiedad es algo posterior, inclusive
secundario. Por eso la doctrina preconciliar puede hablar todavía del derecho
natural de la propiedad privada, expresión que desaparece por completo en
la doctrina postconciliar. Igualmente desaparecen las referencias a alguna
anterioridad del mercado al Estado, y a la anterioridad de la persona, en
cuanto individuo, al Estado. Son sustituidas por la “primacía del trabajo al
capital” y la subjetividad de la sociedad. Por otro lado, la doctrina
preconciliar tiene mucha dificultad para concebir la solidaridad existencial
entre los seres humanos, su necesaria sociabilidad. La doctrina postconciliar
la establece por la dignidad de cada uno de los sujetos como sujeto del
trabajo y del consumo de un producto producido en común en una tierra que
es de todos. Respetándose mutuamente en esta su dignidad, el producto
producido es un producto común por el hecho de que hay un destino
universal de los bienes. Por consiguiente, rigen relaciones solidarias sobre su
producción y distribución.
Esto implica una reconceptualización del bien común. En la Gaudium et spes
se lo define como
CITA ...el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las
asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de
la propia perfección (n. 26).
Con eso el significado implícito de la definición del bien común cambia. En la
concepción preconciliar, el bien común afirma la institución específica de la
propiedad privada y de la economía capitalista del mercado, a la cual tiende
a subordinar la satisfacción de las necesidades humanas. Ahora, la relación
se invierte y no se afirma ninguna institución especifica. Se parte de la
satisfacción de las necesidades humanas como criterio insustituible de
cualquier organización social. La sociedad tiene que ser organizada de
manera tal que cada uno pueda, a partir de su trabajo, derivar el sustento de
una vida digna para sí y para los suyos. (La Gaudium et spes destaca, por lo
tanto, "la vida y los medios necesarios para vivirla dignamente" como el
elemento que está en "el primer lugar" del respeto al ser humano, n. 7). Con
esta valoración de la vida humana concreta ya no es compatible la fijación a
priori de una institución específica como exigencia del bien común. De este
modo, la fijación en una institución específica es sustituida por un criterio
sobre el conjunto de las instituciones y se habla de la necesaria subjetividad
de toda 1a sociedad. El conjunto de las instituciones tiene que ser
conformado de tal manera que esta subjetividad concreta sea respetada. Eso
implica, por supuesto, la vigencia insustituible de la propiedad privada, pero
ésta no tiene una especificación a priori. La propia y necesaria subjetividad
de la sociedad determina en qué términos rige y establece sus límites.
El bien común es ahora esta exigencia de conformar el sistema institucional
de tal forma que la subjetividad del ser humano quede asegurada y
respetada. Esto implica, indefectiblemente, que la vida y los medios para
vivirla con dignidad tengan el primer lugar en la vida social, a partir de lo
cual el conjunto de la sociedad tiene que ordenarse. La sociedad no se
reduce a esta función; lo que se exige es que sea formada de tal manera que
esta subjetividad concreta tenga lugar en ella.
3. La reformulación del principio de subsidiaridad: la subjetividad de
la sociedad
Lo anterior implica una reformulación del propio principio de subsidiaridad.
Ya no se trata de una subsidiaridad del Estado en relación al mercado y a la
propiedad privada, sino de una subsidiaridad de todas las instituciones en
relación a la subjetividad del ser humano. El Estado no es subsidiario en
relación al mercado, sino que tanto el mercado como el Estado son
subsidiarios en relación al sujeto humano concreto. El sujeto humano es
ahora anterior a toda institucionalidad, sea ésta el mercado o el Estado. Se
habla, por lo tanto, de la primacía del trabajo humano sobre el capital, de la
persona sobre las cosas.
La Laborem exercens se refiere a la sociedad orientada hacia su finalidad
expresada en el bien común, como la subjetividad de la sociedad. El camino
para llegar a esta subjetividad de la sociedad lo llama socialización.
No obstante, se trata siempre de una subsidiaridad del conjunto institucional
en relación al sujeto. En la Centesimus annus, Juan Pablo II vuelve a insistir
en este significado de la subsidiaridad:
CITA En medio de esa múltiple interacción de las relaciones vive la persona y
crece la "subjetividad de la sociedad". El individuo hoy día queda sofocado
con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En efecto, da la
impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de
mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se
olvida que la convivencia de los hombres no tiene como fin ni el mercado ni
el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben
estar el Estado y el mercado (n. 49).
En relación al orden económico, el conjunto institucional se polariza entre
plan [Estado] y mercado. Si ambos son subsidiarios en relación al sujeto, la
relación entre ellos no puede ser de subsidiaridad. Aparece más bien un
pensamiento de equilibrio entre ambos. En esta relación equilibrada, al
mercado le corresponde el abastecimiento de los mercados particulares, y a
la planificación un ordenamiento tal de los mercados que los grandes
desequilibrios macroeconómicos del desempleo y la pauperización sean
dominables. Se trata del problema de un equilibrio interinstitucional entre
mercado y plan que asegure el pleno empleo, una distribución de los
ingresos que permita a todos una vida digna y un equilibrio ecológico en la
relación del trabajo humano con la naturaleza. La planificación tiene que ser
en tal grado, que dichos equilibrios sean efectivamente logrados. Más allá de
esta función de la planificación opera el mercado en el abastecimiento de
mercados particulares. Si se guardan estos límites, tanto del plan como del
mercado, la relación entre ambos puede ser equilibrada.
Esta nueva visión del equilibrio entre mercado y plan, explica que la doctrina
social postconciliar hable de la planificación económica como una función
ordinaria del Estado para salir al paso del peligro del desempleo. Esto vale
de modo especial para la Populorum progressio y la Laborem exercens. La
extensión de este criterio a la distribución del ingreso y al equilibrio
ecológico es una consecuencia obvia. Según la Laborem exercens, este
equilibrio mercado-plan se puede perder en dos 1íneas. La encíclica habla de
la posibilidad de una inversión del orden, la cual puede aparecer por cada
uno de los dos polos. Por un lado, el apriorismo de la propiedad privada, y
por consiguiente del mercado, que rompe el equilibrio al negar la
planificación. Por otro, el apriorismo de la eliminación de la propiedad
privada y un exceso de planificación, que lleva a la excesiva burocratizacion
y la paralización de las iniciativas. En ambos casos la encíclica habla del
economicismo, que es siempre una ruptura del equilibrio mercado-plan que
tiene que asegurar la subjetividad de la sociedad. Rompiendo el equilibrio en
dirección al mercado, negando la planificación, se desarrollan los
desequilibrio macroeconómicos del desempleo, la pauperización y la
destrucción de medio ambiente. Rompiéndolo hacia la planificación, negando
el mercado, se desarrollan los desequilibrios de desabastecimiento de los
mercados particulares. El bien común, en cambio, exige la búsqueda de una
institucionalidad que asegure lo mejor posible el equilibrio mercado-plan.
4. Los equilibrios interinstitucionales
Luego, se trata ahora de un pensamiento de equilibrios interinstitucionales.
Las condiciones de estos equilibrios se formulan a partir de la tesis general
de la subsidiaridad del conjunto institucional en relación al sujeto concreto.
Sin embargo, la problemática no aparece sólo en relación al equilibrio
mercado-plan. Vuelve a aparecer en todos los ámbitos de la sociedad en la
relación entre actividades públicas y actividades particulares. La actividad
pública se legitima siempre a partir de una exigencia universal de la
satisfacción de determinadas necesidades. Los campos de la salud o de la
educación son ejemplos obvios. Se trata de actividades que tienen que llegar
a todos de forma universal, sin ser discriminadas para algunos. Sobre todo,
no debe haber una discriminación en función de los ingresos privados de sus
usuarios. Eso da una importancia clave a la salud y educación públicas.
Unicamente ellas pueden llegar a un servicio eficiente para todos sin
mayores discriminaciones. No obstante, también son subsidiarias. Pero la
salud pública no es subsidiaria en relación a las instituciones privadas de
salud, ni la educación pública subsidiaria en relación a la educación privada.
La institución salud y la institución educación son subsidiarias al sujeto, a
cuyo servicio trabajan. Dentro de estos conjuntos institucionales aparece de
nuevo una relación de equilibrio interinstitucional, en la cual el carácter
universal del servicio empuja hacia sistemas públicos tanto de salud como de
educación, mientras que razones muy particulares pueden justificar
instituciones privadas. La razón del servicio universal puede incluso excluir
en determinadas circustancias la conveniencia de instituciones privadas.
Esto se repite en relación a las instituciones de beneficencia. También ellas
son subsidiarias en relación a un sujeto que ayuda de manera espontánea a
otro sujeto. Sin embargo esta ayuda espontánea no es suficiente.
Subsidiariamente hacen falta instituciones caritativas, y, de nuevo, la
exigencia universal de ayudar a todos lleva a que aparezca un servicio
público de beneficencia. Tampoco en este caso, por ejemplo, el Ministerio de
beneficencia pública es subsidiario a la institución Caritas, como institución
privada de la Iglesia. Ambas instituciones son subsidiarias en relación al
sujeto que ayuda con espontaneidad a su prójimo donde lo encuentre. No
obstante son necesarias, porque la ayuda espontánea no llega a todas las
partes adonde tendría que llegar. De nuevo, la relación entre ellas es de
equilibrio, en la que la exigencia universal del apoyo al desgraciado orienta
hacia la promoción de una beneficencia pública, en tanto que condiciones
particulares rigen sobre la necesidad de instituciones privadas.
En todos los niveles institucionales se presentan problemas parecidos, y
según el objetivo concreto, los equilibrios institucionales tienen sus
características propias. En el propio campo de los medios de comunicación
tenemos el mismo problema de la subsidiaridad de la institución a la
subjetividad. Cada vez más los medios de comunicación se introducen en la
vida subjetiva para aplastarla. Tendrían que ser subsidiarios a la subjetividad
y la vida interna y subjetiva del hogar. También aquí existe un problema de
equilibrio interinstitucional. Es evidente que muchas veces es más fácil
asegurar esta subsidiaridad en relación a la vida subjetiva en los medios
públicos de comunicación que en los medios privados. Ocurre un robo de la
subjetividad, precisamente de parte de los medios privados de comunicación
que aplastan la vida subjetiva. Por eso se necesita una presencia, por lo
menos significante, de los medios públicos de comunicación. El principio de
subsidiaridad lo exige.
Este pensamiento en equilibrios interinstitucionales que reciben su criterio
de la subsidiaridad del conjunto institucional en relación al sujeto, implica
asimismo un cambio en las consideraciones sobre la relación entre la
centralización y la privatización. Muchas veces se identifica, sin más,
centralización con intervención de los poderes públicos y descentralización
con privatización. La doctrina postconciliar relativiza en muchos sentidos
este punto de vista. Los poderes públicos no necesariamente centralizan,
pueden descentralizar. Los mecanismos privados de acción a veces
descentralizan, pero otras veces tienden a altos grados de centralización.
Este punto de vista, sin embargo, no es exclusivo de la doctrina social
postconciliar. Pío XI, en su encíclica Quadragesimo anno, dice lo mismo:
CITA Se pueden legítimamente reservar a los poderes públicos ciertas
categorías de bienes, aquellos que llevan consigo tal preponderancia
económica que no se podría, sin poner en peligro el bien común, dejarlos en
manos de particulares.
La privatización puede centralizar. Por eso, la propiedad pública puede tener
—y muchas veces tiene— un carácter descentralizador. Es exigida entonces
precisamente por el principio de subsidiaridad. Esta posición de Pío XI
muestra que no hay que construir un abismo entre la doctrina preconciliar y
la postconciliar. Lo que ocurre con la doctrina postconciliar es más bien un
cambio de acento.
La centralización por la privatización es un problema clave del mundo de
hoy. Grandes burocracias privadas centralizan poderes que solamente por
medio de actividades públicas podrían ser descentralizadas. El equilibrio
interinstitucional, por lo tanto, no es un equilibrio entre centralización y
descentralizacion sino entre polos, cada uno de los cuales tiene dentro el
problema de la tensión entre la centralización y la descentralización. Surge
así el problema de la descentralización interna de instituciones centralizadas.
Este problema no se soluciona con la privatización. Las grandes instituciones
privadas tienen este problema, al igual que lo tienen las instituciones
públicas. Una gran empresa no es una entidad descentralizada por el hecho
de ser de propiedad privada. Una administración pública no es
necesariamente un mecanismo centralizado, sino que puede ser altamente
descentralizado en sus niveles de municipalidad, provincia, etc. Sólo en
propiedades privadas muy pequeñas coincide el efecto descentralizador con
la propiedad privada. Sin embargo, la propiedad privada de la actualidad es
muy centralizadora. Muchas veces, tiene una capacidad centralizadora
mayor que los propios Estados.
La Laborem exercens se refiere a este problema con el nombre de
"argumento personalista" (n. 15). Se trata de un argumento dirigido de
preferencia, precisamente, a la descentralización dentro de las instituciones
centralizadas. Ya no es un argumento en favor de la propiedad privada,
excepto en el caso de la pequeña producción. Es un argumento que insiste
en una organización tal de la institución centralizada, que cada uno que
trabaja en ella pueda sentirse trabajando "en algo propio". Sin esta
descentralización, la institución centralizada corre el riesgo de hacer sentirse
a sus trabajadores como meros instrumentos, lo que daña tanto al ser
humano como a la propia economía.
Recién de esta manera el pensamiento en términos de equilibrios
interinstitucionales se completa. Orientado por la subsidiaridad del conjunto
institucional en relación al sujeto, se llega al criterio sobre el equilibrio de
instituciones públicas y particulares, de Estado y mercado. El circulo
completo define la subjetividad de la sociedad, que es la exigencia del bien
común. No se trata de un proyecto político sino de un criterio, a la luz del
cual los proyectos políticos deben orientarse para ser proyectos de
humanización.
5. Sujeto y persona
Teniendo esta definición del bien común como subjetividad de la sociedad,
podemos volver a la discusión del concepto de persona en la doctrina
postconciliar. Se descubre ahora la propia subjetividad de la persona. En la
doctrina preconciliar la persona no es subjetiva, sino un simple derivado de
una estructura de propiedad privada. La propiedad privada sustituye la
subjetividad de la persona, con el resultado de que aparece la anterioridad
de esa propiedad al propio sujeto. Esto cambia en la doctrina postconciliar,
donde la persona se constituye a partir del reconocimiento del ser humano
como sujeto. El sujeto es ahora anterior a la persona; ésta se forma en el
proceso de reconocimiento del sujeto. Al lograr la subjetividad de la
sociedad, se consigue estabilizar al ser humano como persona.
Que el ser humano sea reconocido en su subjetividad, implica que se puede
formar autónomamente como persona. En la tradición del personalismo el
concepto de persona implica el otro de la autonomía. Para que el ser
humano sea persona, tiene que ser reconocido en su autonomía. No
obstante este reconocimiento de la autonomía de la persona se basa en el
reconocimiento de su subjetividad, que se lleva a cabo por la subjetividad de
la sociedad. El ser humano llega a ser persona en el grado en que puede
vivir de manera autónoma su subjetividad.
También la doctrina preconciliar une el concepto de la autonomía con el de
persona. Sin embargo, no toma en cuenta la subjetividad del ser humano en
su anterioridad tanto a la sociedad como a la persona. De modo
predominante hace descansar la autonomía de la persona en la propiedad
privada. Entonces, de la necesaria autonomía de la persona se deriva la
necesidad de la propia economía capitalista de mercado como su sustento.
Pero tal autonomía de la persona existe apenas para unos, porque para otros
no existe, al igual que la propiedad privada capitalista sólo existe para unos.
Se trata de una autonomía que es esencialmente elitista e impide un
reconocimiento universal del ser humano como persona.
Por eso, en la doctrina postconciliar la persona y su autonomía están
basadas más bien en la subjetividad de la sociedad, y por ende en los
derechos sociales de la persona, y no en la propiedad privada. Se trata de
los derechos sociales —derechos asegurados por la sociedad orientada por la
subjetividad— que surgen del reconocimiento de la subjetividad de la
persona: el derecho al trabajo, a una vida digna, a la salud, a la educación. Al
constituir derechos efectivos aseguran la autonomía de la persona y hacen
posible que el sujeto humano exista como persona. Y como tal, puede ser
libre. A la subjetividad de la sociedad, por consiguiente, corresponde una
persona autónoma por el reconocimiento de sus derechos sociales. La
propiedad privada deja de ser considerada como el sustento básico de la
autonomía de la persona, con el resultado de que el reconocimiento del ser
humano como persona puede ser ahora universal y no apenas para una élite.
Se trata siempre de constituir el sistema de propiedad entre sus varias
formas de propiedad pública, cooperativa o privada, de tal manera que sea
compatible con esta subjetividad de la sociedad, y la apoye. La subjetividad
de la sociedad ya no puede definirse por un determinado sistema de
propiedad, sino solamente por el equilibrio interinstitucional que impone las
condiciones que el sistema de propiedad tiene que cumplir.
La categoría clave es el ser humano como sujeto, que es sujeto en
comunidad, lo que se expresa por el principio de solidaridad. Del sujeto en
comunidad surge el bien común, que orienta la sociedad hacia la
subjetividad por los equilibrios interinstitucionales que se constituyen en
subsidiaridad al sujeto. Estos equilibrios definen a la persona en su
autonomía, basada primariamente en los derechos sociales y,
secundariamente, en el sistema de propiedad. De la subjetividad de la
sociedad, junto con la autonomía de la persona, surge la libertad.
El bien común orienta toda la institucionalidad del Estado, el plan y el
mercado, hacia una relación subsidiaria con el sujeto. De esta manera, la
1ógica de la subjetividad de la sociedad resulta ser una 1ógica de las
mayorías.
6. La repercusión de la doctrina social postconciliar
Ahora bien, es notable el hecho de que la formulación de la doctrina social
postconciliar, antes analizada, haya tenido muy poco impacto, tanto en la
enseñanza dominante de la doctrina social en el mundo actual como en las
sociedades en las cuales existe la Iglesia. Ciertamente, tomada en serio, la
doctrina postconciliar es sumamente conflictiva. Es por lo menos tan
conflictiva hoy, como lo fue la doctrina preconciliar en el comienzo del siglo
XX, aunque ya no lo sea. En consecuencia, hay corrientes muy fuertes que
tratan de recuperar la doctrina preconciliar. Inclusive en el propio Juan Pablo
II se nota cierta reticencia frente a algunos conceptos a cuya elaboración él
mismo ha aportado en gran medida, si bien en ningún caso se ha retractado
en relación a ellos. En todo caso, el miedo a esta conflictividad puede
explicar que se siga enseñando una doctrina social sumamente reducida y
decapitada. La doctrina social “realmente existente” en las cátedras de
doctrina social resulta ser algo muy diferente de la doctrina social válida.
Pero, por otro lado, no hay duda de que ha surgido una doctrina social muy
coherente, la cual podría ser hoy un aporte substancial en la búsqueda de
alternativas frente a un capitalismo que nos amenaza a todos. Se trata de un
aporte no sólo a los cristianos católicos, sino inclusive a la humanidad en
general en sus esfuerzos de asegurar no únicamente su sobrevivencia, sino
también la vida digna de todos. La tesis de la “subjetividad de la sociedad”
constituye su centro.