Virgen Maria
Virgen Maria
La tremenda simpleza de María. La santísima Virgen María, la nueva Eva, madre de todo el
género humano, supo escuchar la voluntad de Dios y responder con su valiente timidez a la
llamada que Él le hizo para colaborar en el misterio de la encarnación, su función se expresa de
manera muy simple, pero a la vez muy compleja, su tarea consistió simplemente en dejar que
Dios lo hiciera todo. Que el Poderoso hiciera sus grandes obras en ella. A continuación, cito la
manera en la que Bernanos, en su Diario de un cura rural, explica a su joven compañero: “la
virgen santa no tuvo triunfos ni milagros. Su Hijo no permitió que la gloria humana la rozara
siquiera. Nadie ha vivido, ha sufrido y ha muerto con tanta sencillez y en una ignorancia tan
profunda de su propia dignidad, que, sin embargo, la pone muy por encima de los ángeles.
Nació sin pecado, un arroyuelo puro y límpido. Los antiguos demonios familiares del hombre
contemplan desde lejos a esta criatura maravillosa que está fuera de su alcance”. (Diario de un
cura rural, Georges Bernanos). Así, ante este grande misterio, lo más inteligente que podemos
hacer es contemplar para tratar de sentir y pensar, al menos un poco, la profunda acción de Dios
en la historia de la humanidad.
La sorpresa de María. En aquella choza en la que, según los arqueólogos se pudo encontrar
María el día glorioso que lo cambió todo, aquel en el que un ángel entró a donde ella se
encontraba. Como afirma la Escritura, la jovencita se turbó de sus palabras, no de ver a esta
figura desconocidísima del ángel, cuyo nombre -Gabriel-, significa: “Dios se ha mostrado
fuerte”, y cómo no, si ante la débil apariencia de esta muchacha Dios irrumpe con una fuerza
implacable. Dios ha querido poner su morada entre los hombres, por amor se ha encarnado, no
ha venido a vengar la condena antigua de un pecado, sino a mostrar el caudal de amor que
esconde el corazón que tanto ha amado al mundo.
Llena de gracia. De nadie más se ha dicho lo que de María pronunció el ángel, “llena de
gracia”, ella era la mujer que Dios había elegido y la había colmado de todos sus dones y de
todas sus gracias, lo que esto quiere decir es que “Dios la poseía mucho más que el esposo
posee a la esposa”(cfr. José Luis Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazareth, pág.,
70), era Dios mismo quien la había elegido y la había inundado de todo lo que la quiso llenar
para, después, invitarla a formar parte de una misión grandísima, del cumplimiento de la
promesa por la que tanto esperaron los profetas.
LA CONSAGRACIÓN MARIANA
La misión que Jesús le dio a María. Jesús nos dio a su madre como nuestra madre espiritual
para que Ella nos conciba a la vida cristiana por obra del Espíritu Santo, nos alimente, nos cuide
y nos lleve a la plenitud de Cristo. Cuando Jesús miró por última vez a su Madre antes de morir
le dijo: "Mujer aquí tienes a tu hijo. Aquí tienes a tu Madre" (Jn 19, 26-27) ¿Qué quiso decirle
Jesús a María? Fórmalos como me formaste a mí. ¿Qué quiso decirle a Juan? (él nos
representaba a todos nosotros) Descansa en su regazo, confíate a sus manos maternales: Ella te
va a santificar por el poder Espíritu Santo, Ella se encargará de modelarte y transformarte
conforme a mi imagen.
San Luis María enuncia en su libro "los actos de caridad que la Virgen, como la mejor de todas
las madres, hace para con sus fieles servidores": Ella los ama, los mantiene, los guía y dirige,
los defiende y protege, intercede por ellos ante Dios. Y añade los frutos que esta devoción
produce en el alma: alcanza luz del Espíritu Santo para crecer en humildad y conocimiento
personal, la Sma. Virgen concederá parte de su fe, apartará del alma los escrúpulos y
ensanchará y abrirá el corazón para correr "por el camino de los mandamientos de su Hijo" con
gran libertad interior, los llenará de una gran confianza en Dios y en Ella misma, "el alma de la
Sma. Virgen María se os comunicará para glorificar al Señor" y "Ella dará su fruto a su tiempo
y este fruto suyo es Jesucristo".
Pertenecer a María. Por eso, cuando María nos ve a cada uno de nosotros, sus hijos, nos mira
con amor, anhelando el momento en que libremente le digamos: Madre, soy todo tuyo, te
pertenezco, fórmame como lo hiciste con Jesús, protégeme del Maligno, llévame al Paraíso. Si
Dios Omnipotente confió incondicionalmente en la Virgen María y puso a Su Hijo Unigénito en
sus brazos maternales, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros? Cuando le demos todo a María,
Ella se hará cargo de nosotros y de nuestros seres queridos. Cuando estemos como ciegos en las
horas oscuras, María escuchará nuestro grito desesperado: "Señor, que vea" (Mc 10,51) y se
encargará de decirle a Jesús: "Mira, no tienen vino" (Jn 2,3) y encontraremos una y otra vez la
salida de las tinieblas para entrar en su luz maravillosa (cfr. 1 P 2,9). A la hora del sufrimiento y
de la cruz, María estará allí, de pie a nuestro lado, abrazándonos con ternura. (Jn 19,25). En las
decisiones importantes, María nos mostrará el Camino, la Luz, la Verdad, la Vida. Ella será la
dulce y firme Pastora que nos conduzca por el buen Camino (Cfr. Jn 14,6). María nos lleva
siempre por el mejor camino a Jesús. En la vida cotidiana, María será nuestra educadora, la que
nos forme en las virtudes cristianas. María será nuestra maestra de oración. Nos conducirá
siempre al Sagrario y nos mostrará el costado traspasado de Su Hijo, nos enseñará a entrar en la
intimidad de Su Corazón traspasado. Es un maravilloso intercambio: le damos nuestro corazón
a María y Ella nos da su Corazón inmaculado. A María le gusta compartir, cuando le demos
nuestro corazón con absoluto abandono, Ella nos abrirá la intimidad del suyo, conoceremos
cómo es su amor a Jesús, cómo gusta Su palabra, cómo contempla los misterios de Su Hijo.
Sentiremos como Ella siente, amaremos como Ella ama, dejaremos que Jesús encuentre
consuelo y descanso en nosotros como lo encuentra en Ella. A la hora de nuestra muerte, María
será la que nos abra la puerta del hogar definitivo, nos abrace y nos lleve a la presencia del
Padre para entrar en su intimidad y permanecer allí para siempre.
Fiat. Hágase. Con esta palabra Dios creó el mundo, con todas sus maravillas. La tierra y el
cielo, los astros, las aguas, las plantas, los animales, el hombre. “Y vio que era bueno” (cf. Gn
1). El hombre canta con el salmista al contemplar la creación: ¡Grandes y admirables son tus
obras Señor! Esta primera creación, Dios la realizó sin depender de nadie. Por amor lo quiso así
y creó con su libre voluntad. Al hombre lo creó “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y le dio
el don de la libertad. Lo hizo capaz de responder ‘sí ’ o ‘no’ a su voz. Y el hombre pecó, se dejó
engañar por la serpiente y le volvió la espalda a su Dios. Entonces, de nuevo movido por el
amor, Dios emprendió la obra de una nueva creación, una segunda creación: decidió salvar al
hombre del pecado. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16). El
fiat de María fue la segunda la segunda creación, la obra redentora del hombre, provoca en
nosotros un asombro aún mayor que la primera. Porque ahora Dios no quiso actuar por sí solo,
aunque podía hacerlo así. Prefirió contar con la colaboración de sus creaturas. Y entre ellas, la
primera de la que quiso necesitar fue María. ¡Atrevimiento sublime de Dios que quiso depender
de la voluntad de una creatura! El Omnipotente pidió ayuda a su humilde sierva. Al ‘sí’ de
Dios, siguió el ‘sí’ de María. Nuestra salvación dependió en este sentido de la respuesta de
María. San Lucas, en el capítulo 1 de su Evangelio, traza algunas características del
asentimiento de la Virgen. Un fiat progresivo, en el que el primer paso es la escucha de la
palabra. El ángel encontró a María en la disposición necesaria para comunicar su mensaje. En la
casa de Nazaret reinaban la paz, el silencio, el trabajo, el amor, en medio de las ocupaciones
cotidianas. Después la palabra es acogida: María la interioriza, la hace suya, la guarda en su
corazón. Esa palabra, aceptada en lo profundo, se hace vida. Es una donación constante, que no
se limita al momento de la Anunciación. Todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras,
las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios: un ‘sí’ pronunciado en Nazaret y
sostenido hasta el Calvario. El fiat de María es generoso. No sólo porque lo sostuvo durante
toda su vida, sino también por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer
lo que Dios le pedía a cada instante. Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con
la ayuda que nosotros podemos prestarle. Como Dios anhelaba escuchar de sus labios
purísimos “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de
nuestro corazón brote también un ‘sí’ generoso. Del fiat de María dependía la salvación de
todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas
almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad. Cada día
es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un fiat lleno de amor a Dios, en las
pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María nos
ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de
Dios, nos llena de felicidad y de paz. Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o
no. Consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla. Recordemos que con esta
sencilla palabra: fiat, sí, dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros,
como lo hizo en María.
MARÍA, UNA ETERNA JUVENTUD
¿Cuántos años tiene hoy la Virgen? Dos mil...... y muchos. No le importa -al contrario- que sus
hijos le recordemos que cumple tantos. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha
alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo, donde
se participa de la juventud de Dios, quien, al decir de San Agustín, «es más joven que todos»1,
porque es inmutable y eterno, ¡no puede envejecer! ¡No tiene barbas blancas, por más que la
imaginación acuda a ellas para representar la eternidad!. Si Dios hubiera comenzado a existir,
ahora sería como el primer instante de su existencia. Pero, no. Dios no tiene comienzo ni
término, «es» eternamente, pero no «eternamente viejo», sino «eternamente joven», porque es
eternamente Vida en plenitud. Él es la Vida. Como María es la criatura que goza de una unión
con Dios más íntima, es claro que también es la más joven de todas las criaturas, la más llena de
vida humana y divina. Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando
andamos hacia Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de
alegría. Las limitaciones y deterioros biológicos han de verse con los ojos de la Fe, como
medios para la humildad que nos dispone al gran salto a la vida plena en la eternidad de Dios.
Desde su adolescencia –y quizá antes-, la Virgen gozó de una madurez interior maravillosa. Lo
observamos en cuanto aparece en los relatos evangélicos, «ponderando» todas las cosas en su
corazón, a la luz de su agudo entendimiento iluminado por la Fe. Ahora posee la madurez de
muchos siglos de Cielo -casi veinte-, con una sabiduría divina y una sabiduría materna que le
permite contemplarnos con un mirar profundo, amoroso, recio, tierno, que alcanza los entresijos
de nuestro corazón, nos conoce y comprende a las mil maravillas, mucho más que cualquier
otra criatura. Ella es -después de Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y
de nuestras alegrías. Por eso la sabemos siempre cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro lado,
confortándonos con su sonrisa indesmayable, disculpándonos cuando nos portamos de un modo
indigno de hijos suyos. Sus ojos misericordiosos nos animan -qué bien lo sabe- a ser más
responsables, a estar más atentos al querer de Dios. Comprende también ahora que no hallemos
palabras adecuadas para expresarle nuestro cariño. Le bastan nuestros deseos grandes, nuestros
corazones vueltos hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos -firmes y
concretos- de tratarla más asiduamente y quererla así cada día con mayor intensidad.
Admiramos en esta meditación a María, la mujer perfecta, la primera cristiana, el primer fruto
de la redención de Cristo. En Ella el Padre Celestial plasmó su pensamiento de lo que Él quería
del ser humano. Por eso, todos tenemos el orgullo y la satisfacción de contemplar en María lo
mejor de la humanidad. En Ella se unen la mujer perfecta en esta tierra, no exenta de luchas, de
sacrificios, de cruz, con la mujer salvada y celestial, que tiene ya su corazón en el cielo y nos
adelanta esa otra vida de los bienaventurados. Admiramos en María, por los datos evangélicos
de que disponemos, su pureza virginal, su humildad profunda, su sentido exquisito de la
Voluntad de Dios, su fe y confianza plenas en Dios, su fortaleza ante el dolor, su caridad sin
límites, su condición de mujer de oración, su espíritu de servicio silencioso, su sencillez de
vida, su desapego de las cosas materiales, su amor entrañable por su Hijo, su ejemplo de mujer,
de madre y de esposa, y otras muchas cosas.
MARÍA Y UN RÍO DE ROSAS
Durante estos días, en los que debí guardar cama por mi salud, he pensado muchísimo, Señora,
en el tema del Santo Rosario…, tú siempre nos dices que debemos rezarlo, la Iglesia misma nos
aconseja y yo… amiga mía, trato de hacerlo, pero… me falta constancia… es que entre el
trabajo, la casa, la familia, rara vez hallo el tiempo de rezarlo completo y… no te molestes
pero… a veces me baja sueño, es... tan monótono, decir siempre lo mismo, siento que termino
no diciendo nada… María, no te me enojes, por favor, es que no entiendo como ese simple
cordón lleno de cuentas iguales, sin nada en particular, puede ayudar a salvar mi alma… - No
quiero ni levantar mi mirada hacia ti, Señora, pues supongo que estarás muy desilusionada de
mí… todo es silencio en la Parroquia de Lujan, en esta tarde de domingo… - Hija querida ¡Si
supieras cuanto te amo! Sabrías que no puedo entristecerme por tan poco… Miro tu rostro y tu
sonrisa mansa me inspira confianza, como siempre… - Lo que sucede contigo, es que del
Rosario sólo ves las cuentas… - No entiendo, Señora… - Claro, hija, dejas que el árbol te
oculte el bosque…te quedas en las cuentas… en la repetición monótona… así ¡Hasta yo me
dormiría! - Y… ¿Qué debo ver, entonces? - Debes ver las rosas…- dices con voz angelical,
que, viniendo desde los comienzos del tiempo, parece un eco de tu respuesta al ángel… -
Perdón María pero... ¿Qué rosas? - Trataré de explicarte, el Rosario es… un río de rosas, un
hermoso, difícil, triste y glorioso río de rosas que, si puedes verlo en cada uno de sus misterios,
te aseguro te parecerán pocas las cuentas del cordón… - Enséñame, Señora, a ver tan bello río.
- Bien, comenzaré por decirte que este río tiene una fuente inagotable, que son los Misterios
Gozosos, y tres poderosos afluentes que son los misterios dolorosos, gloriosos y luminosos. El
río nace pleno de rosas blancas allá en Nazaret… aún recuerdo el perfume del Ángel Gabriel…
piensa, hija, siente y medita ese momento, acompáñame a la pequeña habitación, quédate
conmigo mientras repites los 10 Ave María... Escucha el saludo del ángel… escucha con el
alma como describe la Encarnación del Hijo de Dios en su más humilde esclava… - ¡Es cierto,
Señora!... Reina mía, es cierto, pocos resultan los diez rezos para acompañarte en semejante
momento… - Luego, hija mía, las rosas se van salpicando de arena, porque me acompañan en
la caravana a casa de Isabel, afrontan conmigo el viento y la soledad, y me cubren con sus
pétalos para que nadie sospeche el secreto…Mientras rezas este misterio, escucha el sonido del
viento, deja que me apoye en tu hombro, porque el viaje es largo y estoy un poco cansada… Ya
estamos entrando al tercer misterio, las rosas se han tornado rosadas y con una increíble
suavidad… muchas decidieron dejar sus pétalos en el pesebre, morir allí, para ser cuna de
Cristo, decidieron entregar sus pétalos, para que no lastimasen al niño las espinas
¿Comprendes, hija? Ya había espinas esperando a Jesús... Oye, mientras rezas, como cantan
los ángeles, percibe desde el alma como el cielo, expectante, espera en Belén… - Señora…
ahora voy comprendiendo, como debe mi alma entrar en cada misterio, conocerlo
profundamente, aprender de cada gesto, de cada palabra del Maestro y tuya… así, no soy yo
quien reza, sino mi alma, extasiada de amor, hace brotar de mis labios la oración hecha
alabanza… - Me alegras mucho, querida, me alegras al esforzarte por comprender… tú sólo
pon la voluntad de comprender, que mi Hijo te iluminará al alma, ni lo dudes… Sigamos
ahora, si miras las rosas con atención, veras que tienen fulgores plateados… me esperan
ansiosas a la puerta del Templo… Jesús es reconocido por Simeón, pero el color de las rosas
me habla de espadas que aún no puedo ver… En el último misterio las rosas están azuladas de
angustia… mi Hijo no está conmigo, son tres días de búsqueda desesperada, tres días que son
prefacio de los que llegarán después. Al tercer día las rosas se van dirigiendo al Templo, las
sigo, ya casi no razono pues un atroz dolor me desgarra el alma…, entro al Templo, tras José
¡Allí está! Bendito Dios, no entiendo, no importa, le abrazo, le pregunto, le miro, le beso… mi
hijo, mi querido amor. Volvemos a casa, las rosas nos siguen... por dieciocho años el río vivirá
oculto en mi corazón… serán largos y difíciles años, en los que la rutina contrastará con la
magnificencia del anuncio del ángel, pero será tiempo de aprendizaje para mí… valiosos años,
hija, muy valiosos. Dime ahora, querida mía ¿Te has aburrido rezando los misterios gozosos? -
Para nada, hermosa Madre mía, mil horas te escucharía… me has regalado una inmensa alegría
al despertar en mí esta forma de rezar el Rosario… - Pero aún nos queda un problema, hija…,
tú me decías que no hallabas tiempo entre las muchas tareas que realizas... piensa hijas, las
tareas, son eso, tareas, necesarias unas, superfluas otras, pero ¿Todas son beneficiosas para la
salvación de tu alma?... Trata de que nunca te falte tiempo para la oración… este tiempo es
más bien un estado interior…, verás como la oración es el camino para hallar la paz, sentirás
que tienes de donde aferrarte para superar las tormentas del alma… sólo la oración te acerca
al corazón amoroso de Dios… no existe sitio más bello…Te marchas ahora, María, me dejas tu
mejor sonrisa, un beso en el alma, y una profunda enseñanza… te vas y te quedas, siempre
estarás cuando te necesite… no, mejor decir, siempre estarás… no solo cuando te necesite, sino
siempre, siempre… querida madre mía… aún debes contarme como sigue este río de rosas,
como han llegado las rosas a ser cuentas y las cuentas oración… pero eso será otro día…
ahora… ahora sostengo el rosario entre mis manos… ya no será más un cordón con cuentas…
ahora, tú me has enseñado a ver en él un Río de Rosas….
Jesús, elevado en la Cruz, nos regaló una Madre para toda la eternidad. Juan, el Discípulo
amado, nos representó a todos nosotros en ese momento y luego se llevó a María con él, para
cuidarla por los años que restaron hasta su Asunción al Cielo. María se transformó así no sólo
en tu Madre, sino también en la Madre de nuestra propia madre terrenal, de nuestro padre, hijos,
de nuestros hermanos, amigos, enemigos, ¡de todos!. Una Madre perfecta, colocada por Dios en
un sitial muchísimo más alto que el de cualquier otro fruto de la Creación. María es la mayor
joya colocada en el alhajero de la Santísima Trinidad, la esperanza puesta en nosotros como
punto máximo de la Creación. La criatura perfecta que se eleva sobre todas nuestras debilidades
y tendencias mundanas. ¡Por eso es nuestra Madre!. La Reina del Cielo es también el punto de
unión entre la Divinidad de Dios y nuestra herencia de realeza. Nuestro legado proviene del
primer paraíso, cuando como hijos auténticos del Rey Creador poseíamos pleno derecho a
reinar sobre el fruto de la creación, la cual nos obedecía. Perdido ese derecho por la culpa
original, obtuvimos como Embajadora a una criatura como nosotros, elevada al sitial de ser la
Madre del propio Hijo de Dios. ¡Y Dios la hace Reina del Cielo, y de la tierra también!. Allí se
esconde el misterio de María como la nueva Arca que nos llevará nuevamente al Palacio, a
adorar el Trono del Dios Trino. María es el punto de unión entre Dios y nosotros. Por eso Ella
es Embajadora, Abogada, Intercesora, Mediadora. ¿Quién mejor que Ella para comprendernos y
pedir por nuestras almas a Su Hijo, el Justo Juez?. María es la prueba del infinito amor de Dios
por nosotros: Dios la coloca a Ella para defendernos, sabiendo que de este modo tendremos
muchas más oportunidades de salvarnos, contando con la Abogada más amorosa y
misericordiosa que pueda jamás haber existido. ¿Somos realmente conscientes del regalo que
nos hace Dios al darnos una Madre como Ella, que además es nuestra defensora ante Su Trono?
Si tuvieras que elegir a alguien para que te defienda en una causa difícil, una causa en la que te
va la vida. ¿A quien elegirías?. Dios ya ha hecho la elección por ti, y vaya si ha elegido bien: tu
propia Madre es Reina y Abogada, Mediadora e Intercesora. ¿Qué le pedirías a Ella, entonces?
Reina del Cielo, sé mi guía, sé mi senda de llegada al Reino. Toca con tu suave mirada mi duro
corazón, llena de esperanza mis días de oscuridad y permite que vea en ti el reflejo del fruto de
tu vientre, Jesús. No dejes que Tus ojos se aparten de mi, y haz que los míos te busquen siempre
a ti, ahora y en la hora de mi muerte.
Tanto a vosotros como a mí, estoy seguro de ello, se os habrá dicho o habréis oído que María es
ejemplo, maestra, de oración. Y esto no es una frase hecha, María al haber sido protegida del
pecado original, su sensibilidad para todo lo referente a Dios, es tan grande que, nosotros pobres
pecadores, apenas podemos entender. Pero baste recordar cómo eran esos momentos de Adán y
Eva en el paraíso, como se relacionaban con Dios antes de su caída, de su desobediencia. Era
una comunicación natural y espontánea, era una oración perfecta. Pues así debió de ser en la
Tierra también la de María, un dialogo con Dios de forma natural y continua. Un pasaje que
siempre me ha fascinado por su delicadeza y por su naturalidad es el de la Anunciación, en ese
episodio narrado por Lucas, autor del tercer Evangelio, se aprecia como debe ser nuestro orar a
ejemplo de María. “En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una
ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José,
de la casa de David, y el nombre de la virgen era María.” Lucas con esta introducción nos
pone en presencia de Dios, nos va preparando para lo trascendental. Cuando vamos a orar eso es
lo que tenemos que hacer en primer lugar, prepararnos para lo trascendental, vamos a dialogar
con Dios, que más trascendental que esto. Lucas como médico que es y cumpliendo lo que nos
dice en el Capítulo I de su Evangelio, de que se ha informado con exactitud de todo, nos da una
serie de datos para confirmar la veracidad de lo ocurrido, como son el dar el nombre de la
ciudad, el nombre de esa virgen, que estaba desposada con José aunque no vivían juntos, que
pertenecía a la casa de David. Es como darnos datos “científicos” para que creamos lo
sobrenatural que viene a continuación. María es su nombre, y es este nombre, al pronunciarlo,
es ya una forma de orar. María, el nombre de la virgen era María. Etimológicamente hay varias
propuestas a este nombre de María, me gusta la que lo relaciona de con los vocablos luz y mar
en hebreo, de ahí que en las letanías se la llame Stella Maris. Los padres de la Iglesia la
vinculan a otra palabra aramea que significa Señora, y si pensamos que puede tener origen en
Egipto, la hermana de Moisés llevaba ese nombre, derivaría del vocablo amada. Si las
reunimos, estas tres acepciones para invocarla, tendríamos: Amada Señora Estrella del Mar.
Esa es María, nuestra amada señora que nos ilumina en la travesía, no siempre fácil, de las
aguas, en ocasiones turbulentas, del mar que es la vida. Que buena forma de comenzar la
oración pues. invocando así a María, como Amada Señora que nos ilumina en este caminar de
la oración. Sigamos con Lucas en esta nuestra oración: “Y habiendo entrado donde ella
estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo” Y habiendo entrado…
¿dejamos tu y yo entrar a Dios en nuestro corazón?, estamos receptivos a lo sobrenatural a la
gracia de Dios. ¿Cómo esta nuestro corazón?, cerrado o abierto a las cosas de Dios. Tal vez lo
tenemos lleno de “cosas” y eso no nos permite la acogida de lo realmente importante que es
Dios. Que buen punto inicial de examen en presencia de Dios y de María, ver que sobra en
nuestro corazón, que cosas hay en el que, como espinas, ahogan a Dios en el. Puede ser que
sobren cosas materiales o afectos, amores impropios. Hay que saber vaciarse de todo ello y
aunque duela y aunque cueste, es algo que vale la pena, pues ese vaciarnos, ese tirar lastre nos
prepara para recibir la gracia, al Espíritu y de esa forma ser en verdad felices. Pidamos un
corazón grande para el amor, para saber ver en toda la bondad de Dios, ver a Dios en nuestro
caminar diario. El texto griego dice literalmente Alégrate, en vez de Dios te salve. Y es que lo
que le va a comunicar es motivo de gran alegría. Es la salutación que todos quisiéramos de
nosotros oír. Una salutación jamás dada a nadie en toda la historia de la humanidad. Llena de
gracia, María es la llena de gracia, y eso hace que se llene de Dios, que este llena de Él. Estar
con Dios, el tenerle en nuestro corazón, en nuestra vida como referente, nos da paz, alegría. Un
cristiano no puede ser una persona triste, si lo está, triste, es que la gracia de Dios no habita en
él. La alegría y Dios van de la mano. Que buen punto para examinarme en alegría pues ello me
indicara como es mi trato con Dios, cuáles son mis prioridades, como es mi amor a Dios y a los
demás. Cuando acudimos a la Confesión, Sacramento de la Reconciliación, reconciliación con
Dios y con nuestros semejantes, nosotros lo necesitamos por ser pecadores,: “el que esté libre
de pecado, que tire la primera piedra” Juan VIII, 1. “Siete veces cae el Justo” Proverbios, 24.
Allí nos llenamos de gracia al ser perdonados, reconciliados en este Sacramento hacemos más
santa a la Iglesia al aumentar la santidad de sus miembros. Así pues el acudir a este Sacramento
es ya de por si un acto de Caridad grande, un acto de amos, al hacer mas santos a los miembros
de la Iglesia por medio de la Comunión de los Santos. Esto nos permite que Dios habite en
nuestra alma de forma espiritual y también de una forma sacramental y real al comulgar.
Podemos decir como el Ángel a María: El Señor está conmigo. Si, el Señor está conmigo
mientras no lo expulse por el pecado, pero la salutación a María nos aporta algo nuevo, el Ángel
no le dice el Señor está contigo, sino, el Señor es contigo. Indica permanencia, no algo
temporal como en ti y en mí. Dios permanentemente estaba en María, en la sin pecado. Que
maravilloso es pues en nuestra oración meter a María, será señal cierta, clara, de que a pesar de
nuestra indignidad, Dios va a estar presente por María en nuestra oración. Quiero recordar, pues
ayuda a nuestra oración, que en algunos importantes manuscritos griegos y versiones antiguas
añaden: Bendita tú entre la mujeres. Es la exaltación de María como Mujer entre las mujeres,
es la nueva Eva, la que vence a la serpiente, al maligno, al Malo. Su dignidad es la más grande
por haber sido elegida para ser Madre de Dios. El evangelista nos sigue diciendo: “Ella se
turbo al oír estas palabras, y consideraba que significaría esta salutación.” Siempre me ha
sorprendido que María no se turbara ante la presencia del ángel sino por su saludo. Ello me hace
pensar que al ser inmaculada, al haber sido concebida sin pecado original la presencia o visión
de los ángeles no debía serle algo novedoso. Se turba por el saludo, enrojece ante esas palabras
de alabanza que le dedica. En su humildad esas palabras le generan confusión, pues se siente
ante Dios poca cosa. Qué ejemplo nos da también María de humildad, de que al orar nos
humillemos ante Dios, que nuestra actitud no sea de prepotencia sino de sabernos muy poca
cosa ante el Señor, somos humus, nada, hojarasca. Por eso en la oración no podemos dejar de
ser pedigüeños, no vamos a contar nuestros logros, lo importante que somos, sino a: Adorar,
Desagraviar, dar Gracias y Pedir. Orando así conoceremos nuestra vocación, lo que Dios espera
de nosotros, lo que nos tiene destinado desde siempre, desde la eternidad. “Y el ángel le dijo:
No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás
a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Sera grande y será llamado Hijo del
Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinara eternamente sobre la
casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.” Tu y yo, ante el descubrimiento de lo que Dios
espera de nosotros, el descubrimiento de la vocación, podemos perfectamente tener un miedo
inicial, es lógico, es miedo a lo que desconocemos, es miedo a no saber si seremos capaces de
hacer, de cumplir, lo que Dios nos pide. Es miedo a fracasar, es miedo de nuestras
inseguridades, de nuestras limitaciones. Miedo a nuestros miedos. No tener miedo, se repite en
la Biblia 365 veces, es como si el Señor nos lo dijera todos los días del año, nos lo recuerda a
diario pues nos conoce bien y sabe de nuestras limitaciones, pero ese no temas no es una
sugerencia, es una orden. Nos pide confianza ciega en Dios, Él nos da siempre su gracia ante lo
que nos pide, gracias suficientes para el cumplimiento de la misión encomendada, de ahí la
orden: no temas. Ese miedo inicial no nos ha de hacer sentir mal, es una reacción normal ante la
perspectiva de lo divino, de lo sobrenatural, pero hay que saber superarlo confiando en Dios,
orando y pidiendo consejo a la persona que nos puede ayudar y que Dios siempre pone cerca de
nosotros. En el caso de María es Gabriel, el ángel. María conocedora de las citas de las
Escrituras que el ángel da, reconoce que se le pide ser Madre de Dios, algo que la deja fuera de
los planes que creía que Dios esperaba de ella y por eso pregunta: “María dijo al ángel: ¿De
qué modo se hará esto, pues no conozco varón?. Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu
Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que
nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios.” María estaba convencida de su vocación a la
virginidad como algo que Dios le pedía, pero por las circunstancias de la época debía ser en el
matrimonio y este plan de Dios lo desbarata el anuncio del ángel, por eso no es que dude, sino
que pide como será eso, pero no es pregunta de duda sino de aceptación de la Voluntad de Dios
aunque no la entienda. No es la duda de incredulidad de Zacarías, ella esta pronta a cumplir lo
que se le pide aunque no entienda como. Es abandono en Dios. En María se cumple en perfecta
conjunción la vocación a la santidad mediante el celibato y la vocación a la santidad en el
matrimonio. La llamada, la vocación es en un instante, pero tiene sus propias dimensiones sus
escalones, como el Papa Juan Pablo II comentaba y son: El primer paso es la búsqueda, buscar
lo que Dios espera de nosotros. Un segundo paso es el de aceptación de la vocación, la acogida.
Un tercer paso sería el de la coherencia, el vivir con arreglo a esa vocación, el ser consecuentes
a lo que Dios nos pide. Y el cuarto paso, que junto con el tercero son los más difíciles, es el del
tiempo. La fidelidad. Ser coherente toda la vida, ser fiel siempre. María cumplió perfectamente
esos cuatro pasos en su vocación. Es momento de que tú y yo analicemos, nos examinemos,
también de la nuestra a ejemplo de Ella. Podemos dar por realizado los dos primeros pasos, el
de búsqueda y el de acogida o no estaríamos leyendo esto. Pero como vivimos el de la
coherencia, ¿vivimos de acuerdo a lo que creemos?. Aunque ese vivir de acuerdo a mi vocación
me acarree incomprensiones, habladurías, perdida incluso de amigos y ser calificado de
intolerante tan de moda hoy y que con ese calificativo se nos excluya, y pasemos a ser bichos
raros, gente a la que hay que descartar por creerse en posesión de la verdad en un mundo
relativista. Y el cuarto punto, la fidelidad. Podemos ser coherentes uno o dos días, un mes o un
año o alguno más, ¿pero siempre, toda la vida?. Esa es la fidelidad: para siempre. Algo
también hoy que no se comprende, pues si no se cree en la verdad como ser fiel a ella, como ser
fiel a una verdad cambiante, es algo imposible. Es esta una virtud que ya ni los mayores creen,
¿fidelidad?, ¿a qué y para qué?, si todo cambia. Y eso nos lleva a una vida sin cimientos, sin
valores y construir así la vida es ir hacia un mundo personal lleno de dudas, de trastornos
psicológicos, de infelicidad. Tomemos a María también de ejemplo de fidelidad a su vocación
desde el anuncio del ángel hasta al pie de la Cruz. “Dijo entonces María: He aquí la esclava
del Señor, hágase en mi según tu palabra” Y con este generoso Fiat, María se convierte en
Madre de Dios y por tanto también en madre de todos los vivientes. Se convierte en la nueva
Arca de la Alianza, donde Jesús es el único y perfecto mediador y también en la Puerta del
Cielo y así orando, comprendemos esa exaltación gozosa de piropos que nacen del corazón y
que constituyen las Letanías del Santo Rosario dirigidas a nuestra madre María. Pero antes del
Fiat, del hágase, María se define como la esclava del Señor. Es una entrega total a la voluntad
de Dios una vez ha comprendido lo que Dios espera de ella. No es una obediencia ciega
atolondrada. Es una obediencia de persona madura, reflexiva, que pregunta lo que no entiende y
luego acepta lo que Dios le pide, libremente, no de forma servil. Con ella descubrimos lo que en
Rom. VIII, 21 se nos dice que descubramos la: “libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Y como
rezamos en el ángelus: El Verbo se hizo carne” Y para que tengamos plena confianza en que
Dios no nos abandona, ese Verbo que se hizo carne, carne como la nuestra pero sin el pecado,
el discípulo amado del Señor nos recuerda en su Evangelio: “Y el Verbo era Dios”
Hoy celebramos una fiesta muy hermosa: la purificación de María y la presentación del Niño en
el templo. En esta fiesta se dan la mano la humildad de María y el amor a la misión de Cristo.
Ni María necesitaba ofrecerse al Padre, pues toda su vida no tenía otro sentido, otra finalidad
distinta de la de hacer la voluntad de Dios. Ojalá aprendamos en este día estos dos aspectos tan
bellos: la humildad y el sentido de la consagración, como ofrecimiento permanente a Dios ...
Humildad que es actitud filial en manos de Dios, reconocimiento de nuestra pequeñez y miseria.
Humildad que es mansedumbre en nuestras relaciones con el prójimo, que es servicialidad, que
es desprendimiento propio. María, como Cristo, quiso cumplir hasta la última tilde de la ley; por
eso se acerca al templo para cumplir con todos las obligaciones que exigía la ley a la mujer que
había dado a luz su primogénito. Este misterio, como los demás de la vida de Cristo, entraña un
significado salvífico y espiritual. Desde los primeros siglos, la Iglesia ha enseñado que en el
ofrecimiento de Cristo en el templo también estaba incluido el ofrecimiento de María. En esta
fiesta de la purificación de María se confirma de nuevo su sí incondicional dado en la
Anunciación: “fiat” y la aceptación del querer de Dios, así como la participación a la obra
redentora de su hijo. Se puede, pues, afirmar que María ofreciendo al Hijo, se ofrece también a
sí misma. María hace este ofrecimiento con el mismo Espíritu de humildad con el que había
prometido a Dios, desde el primer momento, cumplir su voluntad: “he aquí la esclava el Señor”.
Aunque la Iglesia, al recoger este ejemplo de María, lo refiere fundamentalmente a la donación
de las almas consagradas, sin embargo, tiene también su aplicación para todo cristiano. El
cristiano es, por el bautismo, un consagrado, un ofrecido a Dios. “Sois linaje escogido,
sacerdocio regio y nación santa” (1Pe 2, 9). Más aún, la presencia de Dios por la gracia nos
convierte en templos de la Trinidad: pertenecemos a Dios. La festividad debe recordarnos la
decisión de cumplir la voluntad de Dios con Espíritu de humildad: somos creaturas de Dios y
nuestra santificación depende de la perfección con que cumplamos su santa voluntad. (Cfr 1Ts
4, 3). Conforme al mandato de la ley y a la narración del evangelio, pasados cuarenta días del
nacimiento de Jesús, el Señor es presentado en el templo por sus padres. Están presentes en el
templo una virgen y una madre, pero no de cualquier criatura, sino de Dios. Se presenta a un
niño, lo establecido por la ley, pero no para purificarlo de una culpa, sino para anunciar
abiertamente el misterio. Todos los fieles saben que la madre del Redentor desde su nacimiento
no había contraído mancha alguna por la que debiera de purificarse. No había concebido de
modo carnal, sino de forma virginal.... El evangelista, al narrarnos el hecho, presenta a la
Virgen como Madre obediente a la ley. Era comprensible y no nos debe de maravillar que la
madre observara la ley, porque su hijo había venido no para abolir la ley, sino darle
cumplimiento. Ella sabía muy bien cómo lo había engendrado y cómo lo había dado a luz y
quien era el que lo había engendrado. Pero, observando la ley común, esperó el día de la
purificación y así ocultó la dignidad del hijo. ¿Quién crees, oh Madre, que pueda describir tu
particular sujeción? ¿Quién podrá describir tus sentimientos? Por una parte, contemplas a un
niño pequeño que tu has engendrado y por otra descubres la inmensidad de Dios. Por una
parte, contemplamos una criatura, por otra al Creador. (Ambrosio Autperto, siglo VIII,
homilía en la purificación de Santa María). ¡Oh tú, Virgen María, que has subido al cielo y has
entrado en lo más profundo del templo divino! Dígnate bendecir, oh Madre de Dios, toda la
tierra. Concédenos, por tu intercesión un tiempo que sea saludable y pacífico y tranquilidad a
tu Iglesia; concédenos pureza y firmeza en la fe; aparta a nuestros enemigos y protege a todo
el pueblo cristiano. Amén. (Teodoro Estudita, siglo VIII). El primer día del año...para María,
Madre de Dios. Hoy celebramos una fiesta que hace referencia al título más sorprendente que
puede tener una criatura humana: Madre Dios... Lo cual significa que el Salvador del mundo no
sólo nació "en" ella, sino "de" ella. El Hijo formado de sus entrañas es el mismísimo Hijo Dios,
nacido en la carne. El Evangelio nos narra los acontecimientos de la Navidad, remarcando la
imposición del nombre, dado por el ángel antes de la Concepción: JESÚS (que significa
YHWH [nombre sagrado e inefable de Dios en el A.T.] salva); nombre puesto por orden
divina... misterioso, cargado de significado salvífico [con todo y por todo lo que significa el
"nombre" para los semitas] (ver a este respecto lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica al
explicar el II mandamiento...). La invocación de ese nombre trae la salvación. Nosotros tenemos
el nombre del Señor sobre nosotros: somos cristianos... ¡No lo digamos con tanta ligereza! Así,
se abre el año con esa fórmula que pide la bendición y el favor de Dios. Él nunca se la ha
negado la humanidad; pero con Cristo esta Bendición es irrevocable. Comienza el año civil; y
se lo celebra de diversos modos: 1. En estas fiestas, se suele hacer mucho ruido (bailes, fuegos
artificiales, pirotecnia,...) mucho ruido ¿Y "pocas nueces"...? 2. Para muchos, las fiestas están
cargadas de melancolía (paso de los años; "los que ya se han ido"; nostalgias; recuerdos...).
Muchos desean "que las fiestas pasen pronto"... 3. Para los pobres (que no son pocos), el dolor
de no poder participar de las alegrías festivas... o de hacerlo con muchas limitaciones. Pensemos
cómo vivimos interiormente las fiestas. Sin interioridad, todo lo otro es vacío, pura exterioridad
e hipocresía: festejamos... nada. ¿Cuál es el motivo para alegramos por las fiestas? El Amor de
Dios, experimentado en estos días como una fuerza que quiere renovarnos incesantemente.
Navidad es el comienzo de una nueva creación (Dios a hecho con el hombre una Alianza
Eterna: Cristo). Todo comienzo de algo (también el del año civil) debe remitirnos a este
comienzo: al de la Alianza Nueva y Eterna... (la que no pasará jamás, y por ende radicalmente
diversa de lo que no permanece, lo que es pasajero, transitorio (tiempo; apariencias;
exterioridades). Éste es el fundamento de nuestra Paz, cuya Jornada mundial cada año
celebramos precisamente hoy. Volvamos a mirar las cosas que nos rodean, pero con esta
perspectiva: pensemos en las cosas que se fueron con el año y los años que pasaron... y
pongámoslas en manos Dios. Pero sepamos que todo lo que hayamos hecho con amor, y por
amor tiene un valor que permanece, y está "eternizado" en la presencia del Señor. Todo lo
hecho por amor, aunque pequeño, aunque los demás no lo noten, ha sido tomado en cuenta por
Dios, y lo encontraremos renovado en Él. También las personas que se han ido... Y así, nuestros
lazos de amor, lejos de perderse, serán renovados y glorificados en la Resurrección. "Nada se
pierde, todo se transforma..." también en el orden espiritual. Frente al año viejo, y al nuevo,
tengamos una mirada de Fe: evaluemos desde el amor que hemos puesto y hemos de poner para
hacer las cosas. El tiempo pasa, pero el amor permanece; y allí debemos encontrar el motivo de
nuestra alegría: en el amor vivido y en el "por vivir". "En el atardecer de la vida e juzgará el
Amor”, nos recuerda San Juan de la Cruz. Un nuevo año ha "atardecido"... Un año más de
vida... y un año menos para llegar al cielo. Un año con sus alegrías... y sus amarguras. En vista
a los acontecimientos de la vida de cada uno de ustedes, quiero hoy recordarles nuevamente que
con todos sus engaños, trampas y sueños rotos, éste sigue siendo mundo hermoso, que vale la
pena vivir como camino al cielo. En este valle de lágrimas, la alegría que da el Espíritu Santo es
más fuerte que cualquier pena... Esa alegría profunda, serena, misteriosa, radiante... (quien la
conoce, entiende lo que estoy diciendo... y a quien no la conoce, le repito con el salmo 33:
"prueben y vean qué bueno es el Señor..."). Pongamos hoy nuevamente nuestra vida en manos
de María Santísima. Ella pondrá el año que termina en manos del Padre Misericordioso, y la en
el que comienza en manos del Hijo Providente... ella que es Soberana de los Ángeles, pero
mucho más aún es nuestra: sangre y dolor de nuestra raza humana. Amén.
Las bodas de Caná. María recibió una invitación para acudir a unas bodas que se celebraban
en Caná de Galilea. Unas bodas, en Palestina y entre los judíos, era un acontecimiento
importante y revestía un carácter religioso, pues era el medio de perpetuar la raza hasta la
plenitud de los tiempos, es decir, hasta los días del Mesías. Los contrayentes eran amigos,
parientes quizá, y María aceptó la invitación y acudió a Caná. Fue también invitado Jesús con
sus discípulos, y de nuevo se encontraron reunidos, siquiera fuese transitoriamente y por breve
tiempo, Madre e Hijo. Y, ¿qué pasó? Vayamos también nosotros a Caná, pues hemos sido
invitados con María y Jesús. Petición: Señor, dame ojos y corazón para intuir las necesidades
de mi prójimo y en la medida de mis posibilidades, ayúdame a solucionarlas, a ejemplo de
María, que con su poderosa intercesión logró alegrar ese momento hermoso con el vino nuevo
de su Hijo. Fruto: Tener los ojos abiertos a las necesidades de mi prójimo. Tener el corazón
listo para conmoverme y las manos listas para ayudar. Veamos los detalles de caridad de María
en Caná. María estaba invitada: quien vive en la caridad y con caridad siempre es querido en
todas partes y, por lo mismo, fácilmente es invitado a estos eventos alegres, humanos y sociales.
Y allá fue, porque el amor trata de difundirse por todas partes. ¿Cómo no compartir la alegría de
los demás y felicitarles por esta boda? Ella, la madre de Jesús, no podía despreciar estas alegrías
humanas, como tampoco lo hará después Jesús, su Hijo. En muchos otros lugares de los
Evangelios vemos a Jesús compartiendo banquetes, tanto que los fariseos se escandalizan de eso
e incluso algunos le llaman “comilón y bebedor”. ¡Habráse visto! El corazón mezquino que no
rebosa amor se escandaliza de que el otro ame y derrame su amor. Sí, María fue invitada. Pero
¿en verdad fue a comer y aprovecharse del banquete? El que fuera la primera que captara la
insuficiente cantidad de vino sugiere que "estaba en todo", y esto supone atención, actitud
observadora, pensar en lo que ocurre y no en sí misma. ¡Otra vez, la caridad, amor al prójimo!
Sí, lo opuesto al egoísmo y a buscar la propia satisfacción. Quien se deja llevar por el impulso
natural en sus relaciones sociales corre el peligro de ser imprudente y pecar por exceso o por
defecto; está abocado a vivir para sí y no para los demás; a dejarse llevar por el egoísmo en
lugar de ejercer la caridad y el amor al prójimo. No hubiera sido igual en esa boda sin la
presencia de María. El amor todo lo transforma, incluso las situaciones adversas. La caridad no
deja indiferente el ambiente en que está. Al contrario, caldea el ambiente en que vive y alegra la
vida de quienes están a su alrededor. Quien tiene amor aumenta el grado de felicidad de los
demás en la tierra. Basta una sonrisa, una palabra de aliento, un gesto de servicio. ¿Qué hizo
María? ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar: ¿reclamar, protestar contra los novios y los
servidores? Se acabó el vino y María dijo a Jesús: “no tienen vino”. Aquí está el amor de
María, amasado de sencillez y de fe. Sea por la afluencia de invitados, sea por error de cálculo,
llegó un momento en que el vino comenzó a escasear de tal manera que era fácil prever su
insuficiencia para el tiempo que todavía había de durar la fiesta. Esto era grave, porque el apuro
iba a ser tal, cuando se descubriera, que bastaba para amargar a los novios el recuerdo de su
boda, que se iba a convertir en regocijado comentario del pueblo durante mucho tiempo. Y aquí
interviene María con su caridad intuitiva, ingeniosa y efectiva. Esto quiere decir que andaba
discretamente pendiente del servicio, ayudando quizá, sin inmiscuirse en lo que era tarea propia
de maestresala. En cuanto vio esto, pensó en el modo de remediarlo. Pensó en la violencia de la
situación de los novios. Su bondad le llevó a compadecerse de ellos y a buscar un remedio. Ella
sabía que no podía realizar un milagro, pero sabía que su Hijo sí podía. El amor intuye y se
adelanta y se cree con confianza para pedir a Dios la solución. ¡Es la madre! Y comunica su
preocupación a su Hijo. María se dirige a Jesús como a su Hijo, pero Jesús le contesta como
Mesías: no ha venido a remediar problemas materiales, pues es muy otra la misión que ha
recibido del Padre. Aclarado esto, no tiene inconveniente en adelantar su hora: la de hacer un
milagro que ponga de manifiesto su poder y dé testimonio de su divinidad. El amor todo lo
puede. El amor abre el corazón de Dios. El amor humilde y confiado de María realizó lo que
nadie podría hacer en ese momento: convertir el agua en vino. “No tienen vida”, ¡qué oración
tan sencilla de María! Ella expone la necesidad con la simplicidad de un niño. Los niños más
que pedir, exponen, y no es necesario más porque la compenetración es tan grande que los
papás saben perfectamente todo lo que la frase del niño encierra, y es para ellos más clara que
un largo discurso. María, siendo la más perfecta de las criaturas, o mejor todavía, la criatura
perfecta, su oración, sin duda, es la más perfecta de las oraciones, la mejor hecha, la que reúne
todas las cualidades en su máxima profundidad. Es el amor quien hace nuestra oración sencilla,
sin rebuscamientos ni artificios. ¿Si nosotros no conseguimos de Dios lo que le pedimos no será
porque nos falta sencillez en nuestra oración? Y si nos falta sencillez, ¿no será porque estamos
faltos de amor en el corazón? Sólo un corazón que ama sabe ser sencillo al pedir y todo lo
consigue. Como María. ¡Qué complicados somos los hombres a veces en nuestras relaciones
con Dios y con los demás! Aprendamos de María. "Haced lo que Él os diga". Es el amor de
María lleno de confianza y humildad. La mirada suplicante, confiada, sonriente y amorosa de la
Virgen no podía ser indiferente a Jesús en ningún caso. María obró con la seguridad de quien
sabe lo que hace, pues el amor da seguridad y abre las puertas del corazón de Dios. Se acercó a
los sirvientes y les dio unas instrucciones muy sencillas: "Haced lo que Él os diga". Tras esto, la
Virgen vuelve a confundirse entre los convidados. Sólo el que ama a Dios, ama a los demás y se
consume viendo cómo, por no poseerlo, no son felices. Esta vibración interior es lo que lleva a
acercarles a Dios, pero sin artificios ni convencionalismo, sin acosos ni insistencias, con la
tenacidad propia del amor, pero con su suavidad, haciendo que acaben queriendo, abriéndoles
horizontes que tienen cerrados. "Haced lo que Él os diga": es el imperativo que lanza quien
ama, porque conoce a quien es el Amor supremo. El amor aquí se hace humilde: Él es quien
cuenta, no yo. Sólo Él es el Salvador y Mesías. Pero su humildad sabe dar el tono y matiz
preciso a su imperativo. La oración que nace de la humildad siempre será escuchada y casi
"obliga" a Dios a escuchar y hacer caso. Lo que da intensidad a una oración, lo que hace poner
en ella toda el alma es la necesidad, y nadie como el humilde puede percibir hasta qué punto
está necesitado de que Dios se compadezca de su impotencia, hasta qué punto depende de Él,
hasta qué extremo límite es cierto que el hombre puede plantar y regar, pero que es Dios quien
da el incremento (cf 1 Cor 3, 6-7), es Dios quien puede convertir esa agua en vino. Quien no
ama no es humilde. Quien no es humilde trata a Dios con prepotencia y egoísmo, y lo usa para
que resuelva los problemas que nosotros mismos nos hemos planteado o sacarnos de los
atolladeros en que tercamente nos hemos metido. Pero María es humilde. Expone el problema y
la necesidad y deja todo en las manos de su Hijo.
Deja a Cristo el campo totalmente libre para que haga sin compromisos ni violencias su
voluntad, pero es porque Ella estaba segura de que su voluntad era lo más perfecto que podía
hacerse y de verdad resolvería el asunto. María confía en la sabiduría de su Hijo, en su superior
conocimiento, en su visión más amplia y profunda de las cosas que abarca aspectos y
circunstancias que Ella podía, quizá, desconocer. La fe y la humildad deja a Dios comprometido
con más fuerza que los argumentos más sagaces y contundentes. "Haced lo que Él os diga":
¡Qué conciencia tiene María de que su Hijo es el Señor y es quien debe mandar y ordenar, y no
ella! Nos pide que siempre escuchemos a su Hijo y después que hagamos lo que Él nos diga. El
amor escucha y hace lo que dice y pide el Amor con mayúscula. Hacer lo que Cristo nos dice es
obedecer. Por tanto el amor termina siempre en obediencia. Lo que María nos dice aquí es que
obedezcamos, que pongamos toda nuestra personal iniciativa, no en hacer lo que se nos ocurra,
sino al servicio de lo que Él nos indique. Como Ella, que fue siempre obediente. Quien no ama,
protesta y no obedece con alegría. Por tanto, este amor de María en Caná desemboca en
obediencia a Cristo. No es un amor que se queda sólo a nivel de sentimientos y emociones, o de
soluciones más o menos hermosas. El amor tiene que ser acrisolado por la obediencia. Con la
obediencia hemos encontrado lo único necesario y todo lo demás viene resuelto como
consecuencia. Y la obediencia consiste en cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida. Y fue
esta obediencia de María y de los servidores quien hizo que Cristo obrase el milagro. Y no fue
fácil lo que Cristo les mandó: "Llenen de agua esas tinajas" ¿No será esto absurdo? Los
servidores no protestan ni reclaman ni cuestionan. Obedecen, simplemente. Y obedecieron
inmediatamente. Y obedecieron hasta el final, llenando las tinajas hasta arriba. No puede
obedecerse a medias.
Hoy llego hasta ti, Madre mía, agobiada por el peso de mi cruz. Los ojos de mi alma, nublados
por el llanto, no alcanzan a ver caminos ni salidas. Es como, si de repente, el sendero fuese
cuesta arriba, escarpado el terreno y pesada la carga. Me he caído muchas veces, Madre, bajo el
peso del dolor, la tristeza o la soledad. Y siempre vi tu mano extendida, para levantarme. Pero
esta vez… esta vez no veo, Madre… esta vez vengo a tus pies y ni siquiera sé que pedirte. Pero
es grande la confianza en que tú sabes, mejor que yo, lo que necesita mi alma. - Necesitas un
cireneo, hija, un cireneo del alma… El perfume de los jazmines que rodean tu imagen en la
Parroquia, me inunda el alma. - ¿Un cireneo, dices? Pero ¿Quién es? ¿Dónde lo encuentro? - y
tu Corazón invita al mío a llegar, desde las Escrituras, a conocer a Simón de Cirene: En ese
momento, un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, volvía del campo; los
soldados le obligaron a que llevara la cruz de Jesús Mc 15,2. Tus ojos, tristísimos, ven caminar
a Jesús, sufriendo bajo el peso de la cruz, bajo el peso de mis pecados. Le consuelas con tu
silencio, con tu entrega, pero tu corazón es un grito: “Padre mío, ¿Porqué le has abandonado?”
En ese momento los soldados se detienen a la vista de Simón de Cirene, a quien la Iglesia se
referirá más tarde como “el cireneo”, y le obligan a llevar la cruz de Jesús. - Explícame Madre,
lo que debo aprender del cireneo-te pregunto entregándote mi dolor, para que saques de él
enseñanza y camino. Volvemos a los jazmines perfumados de la Parroquia. - Verás, hija- y te
quedas cerca de las flores, que ya no están orgullosas de su aroma, porque el tuyo es
infinitamente más bello- Cuando apareció ese hombre, camino del Calvario, sentí que era una
respuesta a mis oraciones. Cuando él volvía del campo nunca imaginó que su retorno quedaría
grabado en tantos corazones. Que su figura inspiraría luego muchas acciones generosas
¿Comprendes, hija? - Algo, Madre, te pido la gracia de comprender mejor. - El cireneo sigue,
cada día, volviendo de su trabajo a su casa y encontrando a Jesús sufriente. En aquel día le
obligaron a llevar la cruz, pero ahora ha comprendido que puede hacerlo voluntariamente. -
¿Cómo es eso, Madrecita? - Simón de Cirene te enseña que, cuando ayudas por obligación, sin
estar muy convencida de tu acción, el dolor ajeno te es pesado de llevar. Avanzas lento y tienes
tus dos manos ocupadas y no puedes extender una al hermano. Cuando devuelves la carga, el
hermano siente un sabor amargo… Pero cuando eres cireneo por amor, cuando decides
ayudar aunque sea un pequeño trecho, la carga es más liviana y te queda una mano libre para
sostener al hermano, y avanzan juntos. Y cuando le devuelves su carga, ésta le resulta más
liviana a tu hermano, porque el amor, hija, alivia las cargas y las deja perfumadas de dulces
recuerdos. - Entonces ¿Tú pides al Padre un cireneo para nosotros? - A cada instante, hija, a
cada instante. Y el Padre me deja escogerlos. Así, busco corazones generosos y los pongo en el
camino de un hijo que sufre. - ¡Claro, así nos alivias! Pero se te pone triste la mirada y susurras:
- No siempre, hija, no siempre. Yo pongo un cireneo en el camino del que sufre, pero respeto su
libertad. Cada “cireneo” que yo escojo es libre de aceptar o no. Todos mis hijos caminan en
este “valle de lágrimas” con su mochila de soledad, tristeza, miseria… pero también, todos mis
hijos fueron, alguna vez, invitados a ser cireneos. Me quedo en silencio y mis lágrimas mojan
el recuerdo de todas las veces que pasé de largo, que no quise, no pude o no supe ser cireneo. -
Te suplico, Madre, envíes muchos cireneos a aquellos hermanos para los cuales no tuve ni una
sonrisa, ni una palabra, ni siquiera un mate para compartir…Y por tu gran Misericordia,
mándame también uno a mi. - Del dolor se aprende, hija. Pero dime ¿Crees que no te he
mandado un cireneo? Una señora enciende las luces que rodean tu imagen y siento que se me
ilumina el alma: - Dame tu mano, Madre, y ayúdame a ver los cireneos. Y te vienes conmigo
por el valle de mis recuerdos. Los cercanos y los lejanos. De tu mano veo gestos, miradas,
palabras hechas racimo en bellas cartas…. “cireneos” que antes no vi. Siempre estuvieron allí,
solo que yo, cegada por mi propia visión de la realidad, no supe verlos. Y se quedaron con las
manos extendidas para ayudarme y me suavizaron el camino con su cariño, sus palabras, sus
pequeños gestos, que ahora, a la distancia, veo en su real grandeza. Ya es la hora de la Misa. Mi
corazón se trepa hasta tu imagen y besa tus manos juntas y tus mejillas suaves. Me cubres con
tu manto y el abrazo es infinito. Para despedirte, dices: - De todos los cireneos que viste en tu
vida, no me has nombrado al más importante- y corres presurosa al Sagrario y abrazas a
Jesús, que se desangra en esperas. - ¡Madre! ¡Oh Madre!- Y me quedo sin palabras al descubrir
que Jesús es el cireneo perfecto.
Si. Jesús estira sus brazos desde el Sagrario y me asegura: “Vengan a mí los que van cansados,
llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy
paciente y humilde de corazón y sus almas encontrarán descanso” Mt 11,28-29.
Vamos a empezaremos octubre y lo celebramos como el mes del rosario. Rezar el rosario para
algunas personas es un tiempo desperdiciado en una letanía de repetidas oraciones, que en la
gran mayoría, están dichas de una manera distraída y maquinalmente. Pero no es así. El hecho
de ponernos a rezarle ya es un acto de amor a la Madre de Dios. Es una súplica constante y
repetida para pedir perdón y rogarle por nosotros y por todos los hombres en el presente y
también en la hora de la muerte. Rezar el rosario es meditar en los Misterios de la Vida de
Cristo, de suerte que el rosario es una especie de resumen del Evangelio, un recuerdo de la vida,
los sufrimientos, los momentos luminosos y transcendentales y glorificación del Señor, siempre
acompañado de los momentos de grandeza de la Santísima Virgen, su Madre, siendo así una
síntesis de su obra Redentora. Rezar el rosario es un método fácil y adaptable a toda clase de
personas, aún las menos instruidas y una excelente manera de ejercitar los actos más sublimes
de fe y contemplación. El Padrenuestro con el que se empieza cada Misterio es la oración que
Cristo nos enseñó y quienes lo han penetrado a fondo no pueden cansarse de repetirlo. En
cuanto el Avemaría, toda ella está centrada en el Misterio de la Encarnación y es la oración más
apropiada para honrar dicho Misterio. Aunque en el Avemaría hablamos directamente a la
Santísima Virgen e invocamos su intercesión, esa oración es sobre todo una alabanza y una
acción de gracias a su Hijo por la infinita misericordia que nos mostró al encarnarse en Ella y
hacerse hombre para su Misión redentora. La Santísima Virgen en sus repetidas apariciones,
siempre ha sido la súplica más importante que en sus mensajes nos ha dado. Ella nos ha pedido
que recemos el rosario. Ella nos lo pide insistentemente porque tiene su rezo un GRAN
VALOR. Quiere que repitamos una y otra vez la súplica, la alabanza, con la esperanza puesta
en su gran amor por toda la Humanidad. Tal vez, por lo repetitivo del rezo, como decía Santa
Teresa, la "loca de la casa", nuestra mente, se nos vaya de aquí para allá en pertinaz distracción,
pero aún así nuestro corazón y nuestra voluntad está puesto a los pies de la Madre de Dios, y
esas Avemarías son como el incienso que sube en oscilantes volutas hasta el corazón de nuestra
Madre la Virgen Santísima. Nuestro mundo se está olvidando de rezar. Tenemos fe, creemos en
Dios pero no hablamos con El. El mundo actual, ahora más que nunca, necesita de muchos
rosarios. Hagamos un alto en nuestro diario vivir. Quince minutos tan solo...y con seguridad
que el mundo y "nuestro mundo" será mejor.
Madre... hoy necesito preguntarte acerca de las almas del purgatorio. - Bien hija. ¿Qué es lo que
quieres saber, exactamente?- contestas a mi alma desde tu suave imagen de Luján. En la
parroquia de mi barrio sólo escucho un sereno silencio. Un momento más y comenzará la Santa
Misa... - Madre, es tan grande mi ignorancia que ni siquiera sé que preguntarte. - Mira, antes de
responderte quiero que te respondas a ti misma una pregunta. ¿Mueve tu corazón la curiosidad
o el amor? - Quiero que sea el amor, Señora mía ¡Ayúdame a que sea el amor!... - Tus palabras
alegran mi corazón. Me preguntas acerca de las almas del purgatorio. Te propongo que
cierres los ojos y vengas conmigo. - ¿Adónde Madre? - A un lugar donde es grande la pena y
larga la espera. Mi imaginación dibuja, entonces, un sitio triste, solitario... en semipenumbras.
Como un grande y profundo valle al que no puedo bajar. María permanece a mi lado. Desde una
especie de acantilado diviso, en el fondo del valle, tantísimas almas suplicantes. La Misa
comienza en la Parroquia. Quiero oírla a tu lado, Madre. Pero necesito preguntar: - Señora, nada
soy y nada valgo. Ningún mérito tengo para pedirte ¡Oh Madre de Misericordia! ¿Puede mi
nada hacer algo para aliviar el gran sufrimiento de estas almas? Me miras con infinita ternura.
Te acercas a mi corazón y tomas de él algo que parece una cadena. - Pero ¿De dónde sacas esos
eslabones, María? - Esta cadena, hija mía, es la que has construido con tus oraciones de hoy.
Ella se acerca al borde del acantilado y arroja un extremo de la cadena pero... resulta demasiado
corta para llegar, siquiera, al alma más cercana. Mis oraciones fueron tan apuradas, tan frías, tan
débiles. María camina ahora hacia una persona entre los bancos de la parroquia y toma la
cadena que brota de su corazón. ¡Oh, sí! Ésta sí que alcanza. La pobre alma logra asirse de ella
y María comienza a rescatarla. El alma a ascendido unos pasos cuando la cadena ¡Se rompe!
¡Ay, Madre, se ha cortado! ¿Qué se hace ahora María? Mi amadísima Madre no se rinde. Se
dirige ahora a una señora mayor que sigue la misa con devoción. Esta simple mujer diariamente
reza el Santo Rosario en la Parroquia. También se preocupa de estar en estado de gracia,
confesando asiduamente, ora por el Santo Padre y no tiene afecto alguno al pecado. A este
último punto ella lo consigue a fuerza de gran lucha diaria con sus naturales inclinaciones,
pidiendo continuamente la asistencia del Señor, quien la fortalece en la diaria Eucaristía. María
toma, delicadamente, el Rosario que pende de su cuello y con él, como irrompible y eterna
cadena ¡Rescata un alma!. ¡Santo Dios! ¡Jamás vi algo semejante!¡Qué gratitud infinita la del
alma liberada!¡Que exquisita es ahora su belleza! - Explícame, Madre, por caridad. - Hija, lo
que acabo de tomar del alma de esa buena mujer, sencilla, callada y muchas veces inadvertida
es, sencillamente ¡Una indulgencia plenaria! ¡La indulgencia del Rosario! - Entonces, ¡Oh
Madre!¡Mira esa alma allí!¡Rescátala con ese Rosario! - Ya no puedo hija, pues sólo se puede
ganar una indulgencia plenaria por día... - Que pena, María, habrá que esperar, entonces, hasta
mañana. Cuando ella vuelva a rezar el Rosario y recibir la Eucaristía ¿Verdad? - Si querida,
pero no debería darte pena tener que esperar. Más bien debería darte pena que yo no tenga
otro rosario, con las debidas condiciones, que me regalara una indulgencia plenaria. Allí, con
profundo dolor por mis olvidos, me doy cuenta de que no tiene, mi corazón, el Rosario que
necesita María... ¿Cuánto tiempo me hubiese llevado el rezarlo con devoción?¿Media hora, tal
vez? ¡Oh alma mía! Te vas tras tantas preocupaciones vanas y descuidas las cosas eternas. - Mi
querida, tan grande es la misericordia de Dios que no sólo con el rezo del Rosario un alma
puede ganar indulgencias. Puedes ganarlas plenarias o parciales, es decir, puedes alcanzar la
remisión total o parcial de las penas debidas por los pecados de un alma, la tuya o la de un
difunto, mas no la de otra persona que aún camina en la tierra. - Dime, Madrecita dulce, de
qué otras maneras puedo regalarte cadenas largas y fuertes para que tú, entre tus piadosas
manos, las tornes santas y eternas. - Veamos ¿Recuerdas la enseñanza de Jesús? “El que busca
encuentra”... Busca hija, tómate el trabajo de averiguar, habla con tu párroco. Hallarás lo que
buscas si media de tu parte voluntad y esfuerzo. Se acerca la hora de la consagración. El coro de
la parroquia canta ¡Santo, Santo, Santo!. Miro a esas pobres almas angustiadas en el fondo del
valle. Sus miradas me dicen ¡Canta, hermana, canta fuerte!¡Canta por nosotras!¡Canta por todas
las veces que no supimos hacerlo! Canto entre lágrimas... canto por ellas... Voy a recibir la
Eucaristía. Vuelvo mis ojos al fondo del valle. ¡Qué miradas! ¡Cómo quisieran ellas estar, por
un segundo, en mi sitio... a escasos metros del Santísimo! Pobres almas, tantas veces olvidadas
por mi corazón. Si tan sólo pudiera, ahora, hacer algo por aliviar sus penas... - Puedes... puedes,
hermana.. –Claman a mi corazón las benditas almas del Purgatorio- Al menos escribe de nuestra
espera y nuestra angustia por no poder llegar aún a la presencia del Padre. Escribe acerca de
cadenas que se cortan y de cadenas que liberan. Pide a María, Madre de Misericordia, que tus
letras lleguen a las almas de los hermanos. Pide que ellos sientan compasión de nosotras y nos
alivien con sus oraciones y limosnas en nuestro nombre. Quizás esas almas hagan por nosotras
todo lo que querrían que hicieran por ellas cuando mueran. Así lo hice. Ya está escrito. Entre
tus manos queda, Madre. Ahora rezaré el Rosario. Pido a Dios que los eslabones que broten de
mi alma no defrauden las esperanzas de mi Reina y Señora.
Hoy, fiesta del nacimiento de la Virgen María, Estrella de la mañana, como la invoca San
Bernardo, quiero poner nombres a la constelación celeste que corona a la Mujer vestida de sol y
que tiene a la luna por pedestal, la dispuesta por Dios para ser madre suya. María es la
Inmaculada, la concebida sin pecado. Dios podía liberar a quien iba a ser madre de su Hijo de
toda mancha de pecado, lo quiso y lo realizó. Ella es la sin-pecado. María es la colmada de
gracia, la amada de Dios; así la llama el ángel Gabriel como nombre propio, y esa identidad
configura esencialmente la vida de la Nazarena. María es la mujer creyente, la que se fía de
Dios; así la saluda su prima Isabel: "Dichosa tu, que has creído". Ella es nuestra madre en la fe.
María es , que abandona su propio proyecto por el que le revela el Ángel de Dios: "Hágase en
mí según tu Palabra". María es la madre del Verbo encarnado: "Concebirás en tu vientre y
darás a luz un Hijo", el Hijo de Dios. Es la madre de Jesús de Nazaret, Dios y hombre
verdadero, es también verdadera Madre de Dios. María es la contemplativa por excelencia,
ella "guardaba todas estas cosas en su corazón". Maestra en acoger la Palabra, meditarla y
alumbrarla. María es la mujer servicial: "Subió deprisa a la montaña a servir a su prima". Ella
se tiene por esclava, servidora del Señor, y de cuantos tengan necesidad de su ayuda. María
es la mujer agradecida, sensible a los dones recibidos. No se cree con derechos y reconoce a
quien es la causa de su privilegio: "Proclama mi alma la grandeza del Señor". María es mujer
solidaria, sensible, social. La vemos actuar en el marco de una boda de manera comprometida
cuando le dice a su Hijo: "No tienen vino". María es la mujer fuerte, no se arredra frente a la
dificultad. "Junto a la Cruz estaba María, su madre". María es la mujer orante; dialogó con el
Ángel, acudió al templo con angustia buscando a su Hijo, se reunió con los discípulos a la
esperan del don del Espíritu Santo. María es la mujer ensalzada, gloriosa, colocada junto a su
Hijo en el cielo. Por todos estos motivos, a la vez que sentimos inmensa alegría, felicitamos a la
Virgen María en la fiesta de cumpleaños. Por el nacimiento de María se enciende nuestra
esperanza, el sentido de nuestra peregrinación. Ella, Medianera de todas las gracias, permanece
en el desierto como mujer entrañable.
La fiesta de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo está muy entrañada en el pueblo
cristiano. ¡Y cuántos misterios encierra y cuántas realidades nos descubre en nuestra Madre
querida! Se acabó el peregrinar por la tierra, y se ha abierto para siempre la frontera de la Patria.
La espera desde la Ascensión de Jesús ha sido larga, pero al fin ha llegado el momento de ir a
dar el abrazo definitivo e irrompible al Hijo adorado. Ya no queda más que un recuerdo lejano
de la espada de Simeón, porque se acabó del todo el sufrimiento, que no volverá a torturar más
el alma. Quien se unió como nadie a la pasión y muerte de Jesús, entra ahora a participar,
también como nadie, en su gloria inmortal. Sentada junto al trono de Jesús, María se ve
coronada como Reina de Cielo y Tierra, de los ángeles y de los hombres. La Iglesia, desde aquí
abajo, la va a mirar como su imagen y modelo en la peregrinación de la fe. ¡Así, así, igual que
la de María, será la consumación de la Iglesia al final de los tiempos! Ahora María, ya en el
Cielo, comprende en su totalidad la misión que Dios le ha confiado. Porque María, como Jesús,
no va a estar ociosa mientras goza en plenitud de la gloria de Dios. Ahora sabe bien lo que es
ser la Madre de aquellos hijos que Jesús le confiara desde la cruz. Madre de la Iglesia, ha de
vigilar con ojo atento a los pastores igual que a los fieles, a fin de que la Iglesia realice la obra
del Reino de Dios hasta llevarlo a término final. Madre de todos los hombres, tiene que tener el
cuidado de todos y de cada uno, hasta que los vea seguros a todos dentro del Cielo. Allí no
puede faltar ninguno de los elegidos. Para realizar esta su misión de Madre, Dios la constituye
Medianera de todas las gracias que nos mereció Jesús con su pasión y muerte redentoras. María
será también una poderosa Abogada nuestra ante Jesucristo el Redentor y ante el Padre. No
fallará María en su misión, porque nos ama con Corazón de Madre, y el corazón de una madre
infunde seguridad total. La Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, nos hace ver todo
esto sin más, de buenas a primeras. Pero, mirada la Asunción desde un punto de vista más
concreto, el Concilio nos la ha centrado en una dimensión eclesial verdaderamente grande y
consoladora. ¿Por qué Dios ha resucitado a María con tanta anticipación, que no ha querido
esperar al fin del mundo, en la resurrección universal? Dios no obra por capricho, y algún fin
habrá tenido en su providencia amorosa. Y lo primero que vemos es lo más natural de todo:
Dios ha querido glorificar a su Madre de una manera plena, sin retardar para Ella lo que hará
con los demás redimidos. Ha mirado a su Madre sin más. Pero el Concilio nos ha señalado el
otro fin de Dios al hacer Inmaculada a María y al resucitarla y subirla al Cielo en su Asunción:
ha sido para presentar a su Iglesia la imagen de lo que será la misma Iglesia en su consumación
final. Mirando a María, sabemos lo que vamos a ser cada uno de nosotros. Antes que nada, Dios
nos devolverá, después de eliminar todo pecado, aquella inocencia primera que tuvieron el
hombre y la mujer en el paraíso. La misma inocencia también con que salimos de las aguas
bautismales. Seremos santos e inmaculados, de modo que el amor a Dios será ardiente,
totalmente puro, y nuestras almas brillarán con una hermosura sin igual. En María Inmaculada
contemplamos ya nuestro propio retrato tal como seremos en el Cielo. Y en María Asunta al
Cielo en cuerpo y alma vemos también el término final que nos espera. Dejemos tranquilamente
que nuestros cuerpos mortales se vuelvan polvo en el sepulcro... La última que vencerá no será
la muerte, sino la vida. La vida de Jesucristo Resucitado, que ha avanzado ya su victoria final en
esta criatura privilegiada como es su Madre, y esto para infundirnos a nosotros una esperanza
grande. ¿Vemos lo que es María en el Cielo? Pues esto mismo, y no otra cosa, es lo que
seremos nosotros. Hemos visto antes cómo María no está ociosa en los esplendores de su gloria,
sino que se preocupa constantemente de la tierra. Y esto nos lleva a otra consideración muy
oportuna. ¿Podemos pensar que María, Madre de todos los hombres, ¿esté contenta de las
condiciones de vida en que se desenvuelven muchos hijos suyos? ¿Puede estar conforme con la
pobreza extrema de muchos? No. ¿Puede mirar indiferente las condiciones de muchas cárceles?
No. ¿Puede gustarle cómo se mata a tanto niño antes de que pueda nacer? No. ¿Puede
contemplar sin conmoverse la situación penosa de jóvenes que cayeron el la droga? No. ¿Puede
tolerar la explotación de hijas suyas, compradas como esclavas destinadas al vicio? No. Cuando
nosotros hacemos algo para remediar esos males y muchos más de los hijos e hijas de María, no
nos damos cuenta quizá de que somos instrumentos del amor materno de la Virgen, que se
preocupa desde el Cielo y cuenta con nosotros para que realicemos una obra de amor salida de
su Corazón... ¡Madre María! ¡Madre glorificada en el Cielo! En el día de tu nacimiento a la
Gloria te felicitamos de corazón. ¡Qué alegría para nosotros tus hijos el saber que tenemos una
Madre tan feliz, tan rebosante de gozo, tan colmada de privilegios, tan preocupada por nosotros,
tan impaciente por tenernos a su lado!... Danos una mano, ya que te cuesta tan poquito, y
arrástranos, a pesar de nuestras resistencias a veces, hasta donde Tú reinas inmortal....
Entre los muchos títulos con los que nos referimos a María está el de Madre del Amor
misericordioso. Es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios es amor. Dios quiso, sin duda,
escogerse una Madre adornada especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo define. Por eso
María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado elevadísimo. Fue, ciertamente, uno
de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la única creatura capaz de un amor perfecto y
puro, sin sombra de egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo
Ella ha sido capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.
Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no son palabras bonitas. Son obras. “El
amor es el hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es
entrega desinteresada a los demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la vida de la
Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí a Dios y a los demás.
María irradiaba amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a la redonda. La casa de la
sagrada familia debía estar impregnada de caridad. Como también su barrio, el pueblo entero e
incluso gran parte de la comarca... Las hondas expansivas del amor, cuando es real, se difunden
prodigiosamente con longitudes insospechadas.
El amor de la Virgen en la casa de Nazaret, como en las otras donde vivió, haría que allí oliese
de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo,
estaba entretejido con mil y un detalles.
Con qué sonrisa y ternura abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José y del niño con su
puntual y acogedor “buenos días”; y de igual modo lo cerraría con un “buenas noches” cargado
de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos aguardaban al Niño Dios detrás de
cada “feliz cumpleaños” seguido del beso y abrazo de su Madre.
Cómo sabía Ella preparar los guisos que más le agradaban a José; y aquellos otros que le
encantaban al niño Jesús. Qué bien se le daba a Ella eso de tener siempre limpia y arreglada la
ropa de los dos hombres de la casa. Con cuánta atención y paciencia escucharía las peripecias
infantiles que le contaba Jesús tras sus incansables aventuras con sus amigos; y también los
éxitos e infortunios de la jornada carpintera de José. Cuántas veces se habrá apresurado María
en terminar las labores de la casa para llevarle un refrigerio a su esposo y echarle una mano en
el trabajo.
Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos aparentemente normales y
banales. Donde hay amor lo más normal se hace extraordinario y no existe lo banal. En María
ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado o distraído, ningún beso de
repertorio, ninguna sonrisa postiza.
“En Ella -afirma San Bernardo- no hay nada de severo, nada de terrible; todo es dulzura”. Todo
lo que hacía estaba impregnado de aquella viveza del amor que nunca se marchita.
¡Qué mujer tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan
atenta y maravillosa!
No sería tampoco difícil encontrar a María en casa de alguna vecina. Hoy en la de una, más
tarde o mañana en la de otra. Porque a la una le han llovido muchos huéspedes y la Virgen
intuye que allí será bienvenida una ayudita en el servicio. Porque la otra está enferma en cama
y, con cinco chiquillos sueltos, la casa necesita no una sino dos manos femeninas que pongan
un poco de orden. Porque a la de más allá le llegó momento de dar a luz y la Virgen quería
estarle cerca y hacerle más llevadero ese trance que para Ella, en su momento y por las
circunstancias, fue bastante difícil.
Y todo eso lo adivinaba e intuía Ella y se adelantaba a ofrecerse sin que nadie le dijera o pidiera
nada. ¡Qué corazón tan atento el suyo!
En fin, que no era raro el día en que la Virgen prepararía y serviría no una sino dos o más
comidas. No era desusual que además de ordenar y limpiar en su casa, lo hiciese en alguna otra
de la vecindad. Como no era tampoco extraño comprobar que entre la ropa que Ella dejaba
como nueva en el lavadero del pueblo, había prendas demás; y a veces muchas...
Ni siquiera debió ser insólito sorprender a María consolando y aconsejando a una coterránea
que había reñido con su esposo; o visitando y atendiendo, en las afueras de la aldea, a los
indeseables leprosos; o dando limosna a los pobres, aun a costa de estrechar un poco más la ya
apretada situación económica de su hogar.
Todo eso lo aprendió y practicó María desde niña. La Virgen estaba habituada a preocuparse de
las necesidades de los demás y a ofrecerse voluntariosa para remediarlas. Sólo así se comprende
la presteza con la que salió de casa para visitar a su prima Isabel, apenas supo que estaba
encinta e intuyó que necesitaba sus servicios y ayuda.
Su exquisita sensibilidad estaba al servicio del amor. Da la impresión de que llegaba a sentir
como en carne propia los aprietos y apuros de todos aquellos que convivían junto Ella. Por eso
no es de extrañar que en la boda aquella de Caná, mientras colaboraba con el servicio,
percibiera enseguida la angustia de los anfitriones porque se había terminado el vino. De
inmediato puso su amor en acto para remediar la bochornosa situación. Ella sabía quién asistía
también al banquete. Tenía muy claro quién podía poner solución al asunto. Ni corta ni
perezosa, pidió a Jesús, su Hijo, que hiciera un milagro. Y, aunque Él pareció resistirse al inicio,
no pudo ante aquella mirada de ternura y cariño de su Madre. El amor de María precipitó la
hora de Cristo.
El amor de María no conoció límites y traspasó las fronteras de lo comprensible. Ella perdonó y
olvidó las ofensas recibidas, aun teniendo (humanamente hablando) motivos más que
suficientes para odiar y guardar rencor. Perdonó y olvidó la maldad y crueldad de Herodes que
quiso dar muerte a su pequeñín. Perdonó y olvidó las malas lenguas que la maldecían y
calumniaban a causa de su Hijo. Perdonó y olvidó a los íntimos del Maestro tras el abandono
traidor la noche del prendimiento. Perdonó y olvidó, en sintonía con el corazón de Jesús, a los
que el viernes Santo crucificaron al que era el fruto de sus entrañas. Y también hoy sigue
perdonando y olvidando a todos los que pecando continuamos ultrajando a su divino Jesús.
¡Cuánto tenemos nosotros que imitar a nuestra Madre! Porque pensamos mucho más en
nosotros mismos que en el vecino. A nosotros nos cuesta mucho estar atentos a las necesidades
de los demás y echarles una mano para remediarlas. Nosotros no estamos siempre dispuestos a
escuchar con paciencia a todo el que quiere decirnos algo. Nosotros distinguimos muy bien lo
que “en justicia” nos toca hacer y lo que le toca al prójimo, y rara vez arrimamos el hombro
para hacer más llevadera la carga de los que caminan a nuestro lado. Nosotros en vez de amor,
muchas veces irradiamos egoísmo. En vez de afecto y ternura traspiramos indiferencia y
frialdad. En vez de comprensión y perdón, nuestros ojos y corazón despiden rencor y deseo de
venganza. ¡Qué diferentes a veces de nuestra Madre del cielo!
María, la Virgen del amor, puede llenar de ese amor verdadero nuestro corazón para que sea
más semejante al suyo y al de su Hijo Jesucristo. Pidámoselo.
La Virgen María ocupa un lugar muy particular para los creyentes en Cristo. Ella fue concebida
inmaculada. Ella aceptó plenamente la voluntad de Dios en su vida. Ella, como Puerta del cielo,
dio permiso a Dios para entrar en la historia humana. Ella estuvo al pie de la Cruz de su Hijo.
Ella oraba con la primera comunidad cristiana en la espera del Espíritu Santo.
Por eso María está presente, de un modo discreto pero no por ello menos importante, en el
sacramento de la Eucaristía. Las distintas plegarias la mencionan, pues no podemos participar
en el misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo sin recordar a la Madre del
Redentor.
Sin embargo, aunque el rito no haga mención explícita de la Virgen, Ella está muy presente en
este sacramento.
En la tradición de la Iglesia María recibe títulos y advocaciones concretas que la relacionan con
el perdón de los pecados. Así, la recordamos como Refugio de los pecadores, como Madre de la
divina gracia, como Madre de la misericordia, como Madre del Redentor y del Salvador, como
Virgen clemente, como Salud de los enfermos.
A lo largo del camino cristiano, Ella nos acompaña y nos conduce, poco a poco, hacia Cristo.
La invitación en las bodas de Caná, “haced lo que Él os diga” (cf. Jn 2,5) se convierte en un
estímulo para romper con el pecado, para acudir al Salvador, para abrirnos a la gracia, para
iniciar una vida nueva en el Hijo.
Por eso, en cada confesión la Virgen está muy presente. Tal vez no mencionamos su nombre, ni
tenemos ninguna imagen suya en el confesionario. Pero si resulta posible escuchar las palabras
de perdón y de misericordia que pronuncia el sacerdote en nombre de Cristo es porque María
abrió su corazón, desde la fe, a la acción del Espíritu Santo, para acoger el milagro magnífico de
la Encarnación del Hijo.
La Virgen, de este modo, acompaña a cada sacerdote que confiesa y a cada penitente que pide
humildemente perdón. Su presencia nos permite entrar en el mundo de Dios, que hizo cosas
grandes en Ella, que derrama su misericordia de generación en generación (cf. Lc 1,48-50),
hasta llegar a nosotros también en el sacramento de la Penitencia.
La noche se alejó y la suave luz del amanecer empezó a iluminar un nuevo día. Un nuevo día
que parecía como uno más pero que sería el DÍA de todos los días. El gran día para la
Humanidad.
Fresca la mañana, limpia la brisa en ese día de días. Día de primavera, 25 de marzo. No hubo
trompetas, no hubo cañonazos, no hubo concentración de millares de personas como en los
grandes eventos. Fue discretamente, sencilla y naturalmente como suelen ser todas las cosas
grandes de Dios.
Una virgen en oración. Un lugar: Nazaret, ciudad de Palestina y el arcángel Gabriel como
embajador de Dios. Un saludo: - ¡Dios te salve María, llena eres de gracia! Y con este saludo,
una petición de colaboración.
Creo yo que todo quedó en suspenso. La naturaleza, el aire, el universo en pleno tuvieron que
contener su aliento vital en la espera de oír la respuesta de María. Los labios de la virgen se
movieron, primero para aclarar una duda, pero una vez que esta fue disipada, volvió a hablar
para dar su consentimiento a esa misión celestial.
María, la llena de gracia, aceptaba humildemente el Gran Designio para el que se le pedía su
cooperación, sin envanecimiento porque sabía que la realeza y la gloria de su gracia pertenecían
a Dios, venía de Dios.
Y María dijo: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según Tu Palabra".
Necesariamente tuvo que haber habido un estremecimiento en todo el orbe. Los cielos y la
tierra, la creación entera tuvo que conmoverse en ese grandioso momento. Y en ese instante, de
allá del Seno del Padre, el Espíritu Santo descendió y cubrió a la siempre virgen, a la llena de
gracia, con su sombra y el Verbo de Dios quedó para siempre unido a la raza humana.
El Hijo de Dios, el Hijo de María daba comienzo a su vida de hombre, sin dejar de ser Dios, en
el seno de esta mujer escogida por el Altísimo para cooperar, para cocrear con Dios con su libre
consentimiento y ser desde el instante de este ¡Fiat!, corredentora de la Humanidad.
Después ... después pasaron muchas cosas. Todas las que estaban escritas, pero los cristianos no
podemos, no debemos olvidar ese día, ese momento y mucho menos a la siempre virgen, a la
llena de gracia, a María la Madre de Dios y Madre nuestra.
Hoy te encuentro, mujer cananea, en un pasaje del Evangelio... (San Marcos 7, 24-30) Y me
quedo pensando en ti, en tu dolor de madre, en tu búsqueda de caminos para tu hija.
Pasan las horas y siento que sigues estando allí, en mi corazón, tratando de hacerme entender,
tratando de explicarme algo... Pero no te entiendo.
Y como mi corazón sabe que cuando no entiende debe buscar a su Maestra del alma, entonces
te busco, Madre querida, te busco entre las letras de ese pasaje bíblico que leo y releo una y otra
vez.
De pronto mi alma comienza a sentir tu perfume y me voy acercando al lugar de los hechos...
Allí te encuentro, Madrecita, mezclada entre la gente que hablaba de Jesús... me haces señas de
que tome tu mano. ¡Qué alivio para el alma tomar tu Mano, Señora Mía!!! ¡¡¡Como se abren
caminos santos cuando nos dejamos llevar por ti!!!
Así, aferrada a ti, te sigo hasta muy cerquita de una mujer de triste mirada… Esa mirada que
tiene una mama cuando un hijo no esta bien, sea cual sea el problema. Es la cananea. Pasa por
aquí, quizás va a buscar agua o comida… Ve la gente que habla y se acerca. Su dolor le pesa en
el alma.
Alguien habla de Jesús, de sus palabras, de sus enseñanzas, de sus milagros... Los ojos de la
cananea parecen llenarse de luz.
No alcanzo a divisar a quien habla, ni a escuchar lo que dice, pero, en cambio, puedo ver el
rostro de la cananea.
- Mira cómo cambia la mirada de ella, Madre- te digo como buscando tu respuesta.
- ¿Sabes que es ese brillo que va creciendo en sus ojos? Es la luz de la esperanza. Una
esperanza profunda y una fe incipiente que, como lluvia serena en tierra árida, va haciendo
florecer su alma. Dime, qué piensas de esto.
- No te entiendo, Madre
- Hija ¿Cómo iba a conocer a mi Hijo esa sencilla mujer si esa persona no hubiese hablado de
Él? Lee con atención nuevamente el pasaje del Evangelio, "habiendo oído hablar de Él, vino a
postrarse a sus pies..." habiendo oído, hija mía, habiendo oído…
Te quedas en silencio, Madre, y abres un espacio para que pueda volver, con mi corazón, a
muchos momentos en los que mi hermano tenía necesidad de escuchar acerca de tu Hijo, acerca
de ti... y yo les devolví silencio, porque estaba apurada, porque tenía cosas que hacer.
Trato de imaginar, por un momento, como fue aquel "habiendo oído". Cuáles fueron los gestos
y el tono de voz de quien habló, cuáles fueron sus palabras y la fuerza profunda de su propia
convicción. Cómo la fe que inundaba su corazón se desbordó hacia otros corazones, llegando
hasta uno tan sediento como el de la cananea.
¡Bendito sea quien haya estado hablando de tal manera! los Evangelios no recogen su nombre,
pero sí recogen su fruto, el fruto de una siembra que alcanzó el milagro. ¡Dame, Madre, una fe
que desborde mi alma y así, ¡llegue al corazón de mi hermano!
De pronto, veo que la cananea va corriendo a la casa donde Jesús quería permanecer oculto...
Tu mirada, Madre, y la de ella se encuentran. Es un dialogo profundo, de Mamá a mamá...
Entonces, con esa fuerza y ese amor que siente el corazón de una madre, la mujer cananea
suplica por su hija. Jesús le pone un obstáculo, pero este no es suficiente para derribar su fe....
Ella implora desde y hasta el fondo de su alma… Todo su ser es una súplica, pero una súplica
llena de confianza.
Entonces, María, entonces mi corazón ve el milagro, un milagro que antes no había notado… un
milagro que sucede un instante antes de que Jesús pronuncie las esperadas palabras...
- Pues... que Jesús no le dice a esa mujer que cura a su hija por lo que su hija es, por lo que ha
hecho, por los méritos que ha alcanzado, ni nada de eso. Jesús hace el milagro por la fe de la
madre.
- La oración de la cananea tiene dos partes. La súplica inicial, la súplica que nace por el dolor
de su hija, ese pedido de auxilio que nace en su corazón doliente. Pero su oración no termina
allí. Jesús le pone una especie de pared delante.
- Así es Madre, si yo hubiese estado en su lugar quizás esa pared hubiera detenido el camino de
mi oración...
- No si hubieses venido caminando conmigo. Pero sigamos. Jesús le pone una pared que ella
ve y acepta… y así, postrada a los pies del Maestro su fe da un salto tal que le hace decir a
Jesús "¡Anda! Por lo que has dicho, el demonio ha salido de tu hija". Ese salto de su fe es esa
oración que persevera confiada a pesar de que las apariencias exteriores la muestren como
"inútil" "para qué insistir"... por tanto, hija, te digo que no condiciones tu oración a actitudes
de otras personas...
- Cuando hagas oración por alguien, no esperes que esa persona ponga de sí "algo" para
alcanzar el milagro. Tú continúa con tu oración, que los milagros se alcanzan por la fe de
quien los pide más que por los méritos del destinatario. Suplica para ti esa fe, una fe que salta
paredes, una fe que no se deja vencer por las dificultades, una fe como la de la cananea...
Y vienen a mis recuerdos otras personas que han vivido lo mismo... desde Jairo (Mt 9,18; Mc
5,36; Lc 8,50) o ese pobre hombre que pedía por su hijo (Mt 17,15 Mc 9,24) hasta Santa
Mónica, suplicando tanto por su Agustín… y alcanzando milagros insospechados, pues ella solo
pedía su conversión y terminó su hijo siendo no solo santo sino Doctor de la Iglesia...
La fe de una mamá.
Te abrazo en silencio, Madre y te suplico abraces a todas las mamás del mundo y les alcances la
gracia de una fe como la de la cananea, esa fe que salta paredes y se torna en milagro.
Cuarenta largos y extraordinarios días han trascurrido, Madre querida, desde el glorioso
Domingo de Pascua.
Durante este tiempo, tu humilde corazón de madre repasó una y otra vez sus tesoros escondidos.
En ése volver del alma cada acontecimiento vivido cobra ahora, sentido diferente. Pero tú, dulce
Madre, a pesar de ser la elegida, la llena de gracia, la saludada por los ángeles y por los
creyentes, tú no quieres brillar por esos días, pues Aquél cuya luz es inextinguible aún debe
terminar la labor por la que había bajado del cielo a habitar en tu purísimo vientre. Por eso te
mantienes casi oculta, limitándote a ser una presencia orante en la Iglesia naciente. Así te
encuentro en los Evangelios, pero… necesito que me cuentes, Señora, lo que ha sido para ti el
día de la Ascensión.
Y cierro los ojos tratando de imaginar tu rostro, tu mirada, tu voz serena que me responde al
alma.
- El día de la Ascensión fue el final ansiado, presentido, mas nunca totalmente imaginado por
mí, de la historia de amor más bella que jamás haya existido. Una historia de amor que
comenzó un día, ya lejano, y al mismo tiempo tan cercano, en Nazaret. Una historia que
trascurrió durante treinta años, en el silencio y sumisión a mi amor materno, de Aquél por
quien el mundo debía salvarse.
- ¡Ah, Señora!, en esa sumisión a ti Jesús glorificó grandemente al Padre, por ello es que tus
hijos glorificamos al Padre sometiéndonos a ti (1).
Sonríes…
Recuerdo claramente el día de su partida… era casi mediodía, el sol brillaba con fuerza, y
hasta casi con alegría. Mi Hijo caminaba cerca de Betania con sus amigos, les pedía que
fuesen hasta los confines de la tierra enseñando su Palabra. Su voz sonaba segura, serena,
protectora, especialmente cuando les entregó aquella promesa que sería luego manantial de fe
y esperanza para tantos hijos de mi alma…” Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del
mundo”
Yo presentía la partida… y Él sabía que necesitaba abrazarlo… como cuando era pequeño,
como cuando le hallamos en el Templo, luego de aquella lejana angustia. Él lo sabía y vino
hasta mí, me miró con ternura infinita y me abrazó fuerte, muy fuerte, y susurró a mis oídos…:
- Gracias Madre, gracias… gracias por tu entrega generosa, por tu confianza sin límites, por
tu humildad ejemplar… gracias.
Cuando se alejaba ya de mí se acercó Juan, el discípulo a quien Jesús amaba mucho. Entonces
el Maestro le dijo, mirándome:
- Cuídala Juan, cuídala y hónrala… protégela y escúchala. Ella será para ti, y para todos,
camino corto, seguro y cierto hasta mi corazón. Hónrala Juan, pues haciéndolo… me honras.
Jesús y Juan volvieron con los demás. En ese momento mi Hijo, levantando las manos, los
bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y subió al cielo ante sus ojos y una nube
comenzó a cubrirlo, delicadamente.
Mientras yo levantaba mi mano en señal de despedida y mis ojos se llenaban de lágrimas, sentí
que me miraba… y su mirada me hablaba…
Los hombres tardaron un rato en reaccionar, luego, uno a uno, se fueron acercando a mí.
- Debemos volver a Jerusalén, tal como Él lo pidió- dijo Pedro, quien sentía que debía velar
por esa Iglesia naciente, hasta en el más mínimo detalle.
Los demás asintieron. Volvimos y subimos a la habitación superior de la casa. Nos sentamos
todos. Pedro comenzó a recitar, emocionado, la oración que Jesús nos enseñó, al finalizar dijo:
- Hermanos, permanezcamos en oración hasta que llegue el día en que, según la promesa de
Cristo, seamos bautizados con el Espíritu Santo.
Yo me retiré a prepararles algo para comer. Juan se acercó y me abrazó largamente. Yo sentía
que comenzaba a amarlos como a mis hijos… me sentía madre… intensamente madre… y
nacía en mí una necesidad imperiosa de repetir a cada hijo del alma, aquellas palabras que
pronunciara en Caná de Galilea: “...Hagan todo lo que él les diga”( Jn 2,5.
Así nos quedamos, hija, nos quedamos todos esperando Pentecostés, la Iglesia primera, en una
humilde casa de Jerusalén.
Espero haber contestado lo que tu alma me preguntó…
-Claro, Madre amada, claro que sí, como siempre, eres para tus hijos modelo de virtud, camino
seguro hacia Jesús… compañera y amiga . Una vez más y millones de veces te lo diría, gracias,
gracias por haber aceptado ser nuestra mamá, gracias por ocuparte de cada detalle relacionado a
la salvación de nuestras almas, gracias por enseñarnos como honrarte, porque haciéndolo,
honramos a Jesús… gracias por defendernos en el peligro… gracias por ser compañera,
compañera, compañera….
El nombre más repetido en las mujeres mexicanas es el de GUADALUPE. Por eso muchas
celebran su santo el 12 de Diciembre, fecha en que una mujer vestida de princesa, se le apareció
a un natural de esta tierra, a Juan Diego, en la Colina del Tepeyac.
Santa María de Guadalupe es el nombre de la celestial Señora. Ella pidió que se construyera un
templo, y el templo se construyó. Más aún, hace algunos años se construyó un nuevo santuario
más grande y moderno para dar cabida a un número mayor de peregrinos.
¿Para qué pidió un templo? Para que todos nos sintiéramos en su casa cuando fuéramos allí a
rezar, para poder decir a cada habitante de nuestro país las mismas palabras que dirigió a Juan
Diego: “No temas, ¿no esto yo aquí que soy tu Madre?”
Hermosas palabras que nos quiere decir a cada uno todos los días, pero sobre todo en esos días
amargos, días de dolor y desesperanza.
“No temas, ¿no esto yo aquí que soy tu Madre?...” Tenemos miedo de tantas cosas, miedo de
perder la salud, el dinero, a que nos roben, miedo al futuro. Existe mucho miedo en el ambiente.
“No temas...”, nos dice Ella.
El 12 de Diciembre hasta los más duros se ablandan, van de rodillas ante la Guadalupana.
Santos y pecadores, borrachos y mujeriegos, quizá hasta le juren a la Virgencita que van a
cambiar para siempre, y al día siguiente vuelven a ser los mismos. Pero hicieron el intento, y
cualquier intento es bueno. Ella se los toma en cuenta. Después de tantos intentos fallidos, basta
que uno de esos esfuerzos de resultado.
Yo me pregunto si México sería el mismo si no hubiera intervenido en su historia la Reina del
Cielo.
Me impresiona que los mismos inicios de México como nación, interviniera tan amorosamente
esa Persona a quién con santo orgullo se le llama “Reina de México”.
En aquel momento era necesaria la ayuda y protección de la Madre de Dios. Hoy es mucho más
necesaria. Los males de México son tantos y tan duros que se necesita la ayuda del cielo para
remediarlos. Creo que no bastan los buenos políticos y los buenos economistas.
¡Reza, México, a tu Reina!, para que puedas ser liberado de este naufragio. Esa Reina no ha
devaluado su amor a México ni a los mexicanos, hoy los quiere como entonces, pero se
necesitan millones de manos alzadas al cielo, millones de rodillas que toquen la tierra rezando,
millones de lenguas y corazones que unan su voz y su amor en una oración gigantesca y sonora
a la Reina de México, para que venga a auxiliarnos en esta hora difícil.
Para los que tienen fe, hay un faro de esperanza en la Colina del Tepeyac que se llama Santa
María de Guadalupe.
Podría ser interesante el tomar este texto desde el capítulo II de las lamentaciones de Jeremías, e
ir viendo cómo se va desarrollando este dolor en el corazón de la Santísima Virgen, porque
puede surgir en nuestra alma una experiencia del dolor de María, por lo que Dios ha hecho en
Ella, por lo que Dios ha realizado en Ella; pero puede darnos también una experiencia muy
grande de cómo María enfrenta con fe este dolor tan grande que Dios produce en su corazón.
Un dolor que a Ella le viene al ver a su hijo en todo lo que había padecido; un dolor que le viene
al ver la ingratitud de los discípulos que habían abandonado a su hijo; el dolor que tuvo que
tener María al considerar la inocencia de su hijo; y sobre todo, el dolor que tendría que
provenirle a la Santísima Virgen de su amor tan tierno por su hijo, herido por las humillaciones
de los hombres.
María, el Sábado Santo en la noche y domingo en la madrugada, es una mujer que acaba de
perder a su hijo. Todas las fibras de su ser están sacudidas por lo que ha visto en los días
culminantes de la pasión. Cómo impedirle a María el sufrimiento y el llanto, si había pasado por
una dramática experiencia llena de dignidad y de decoro, pero con el corazón quebrantado.
María -no lo olvidemos-, es madre; y en ella está presente la fuerza de la carne y de la sangre y
el efecto noble y humano de una madre por su hijo. Este dolor, junto con el hecho de que María
haya vivido todo lo que había vivido en la pasión de su hijo, muestra su compromiso de
participación total en el sacrificio redentor de Cristo. María ha querido participar hasta el final
en los sufrimientos de Jesús; no rechazó la espada que había anunciado Simeón, y aceptó con
Cristo el designio misterioso de su Padre. Ella es la primera partícipe de todo sacrificio. María
queda como modelo perfecto de todos aquellos que aceptaron asociarse sin reserva a la oblación
redentora.
¿Qué pasaría por la mente de nuestra Señora este sábado en la noche y domingo en la
madrugada? Todos los recuerdos se agolpan en la mente de María: Nazaret, Belén, Egipto,
Nazaret de nuevo, Canaán, Jerusalén. Quizá en su corazón revive la muerte de José y la soledad
del Hijo con la madre después de la muerte de su esposo...; el día en que Cristo se marchó a la
vida pública..., la soledad durante los tres últimos años. Una soledad que, ahora, Sábado Santo,
se hace más negra y pesada. Son todas las cosas que Ella ha conservado en su corazón. Y si
conservaba en el corazón a su Hijo en el templo diciéndole: "¿Acaso no debo estar en las cosas
de mi Padre?". ¡Qué habría en su corazón al contemplar a su Hijo diciendo: "¡Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu, todo está consumado!"
¿Cómo estaría el corazón de María cuando ve que los pocos discípulos que quedan lo bajan de
la cruz, lo envuelven en lienzos aromáticos, lo dejan en el sepulcro? Un corazón que se ve
bañado e iluminado en estos momentos por la única luz que hay, que es la del Viernes Santo.
Un corazón en el que el dolor y la fe se funden. Veamos todo este dolor del alma, todo este mar
de fondo que tenía que haber necesariamente en Ella. Apenas hacía veinticuatro horas que había
muerto su hijo. ¡Qué no sentiría la Santísima Virgen!
Junto con esta reflexión, penetremos en el gozo de María en la resurrección. Tratemos de ver a
Cristo que entra en la habitación donde está la Santísima Virgen. El cariño que habría en los
ojos de nuestro Señor, la alegría que habría en su alma, la ilusión de poderla decir a su
madre: "Estoy vivo". El gozo de María podría ser el simple gozo de una madre que ve de nuevo
a su hijo después de una tremenda angustia; pero la relación entre Cristo y María es mucho más
sólida, porque es la relación del Redentor con la primera redimida, que ve triunfador al que es el
sentido de su existencia.
Cristo, que llega junto a María, llena su alma del gozo que nace de ver cumplida la esperanza.
¡Cómo estaría el corazón de María con la fe iluminada y con la presencia de Cristo en su alma!
Si la encarnación, siendo un grandísimo milagro, hizo que María entonase el Magníficat: "Mi
alegría qué grande es cuando ensalza mi alma al Señor. Cuánto se alegra mi alma en Dios mi
Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y desde ahora me dirán dichosa
todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí, su nombre es
Santo". ¿Cuál sería el nuevo Magníficat de María al encontrarse con su hijo? ¿Cuál sería el
canto que aparece por la alegría de ver que el Señor ha cumplido sus promesas, que sus
enemigos no han podido con Él?
Y por qué no repetir con María, junto a Jesús resucitado, ese Magníficat con un nuevo sentido.
Con el sentido ya no simplemente de una esperanza, sino de una promesa cumplida, de una
realidad presente. Yo, que soy testigo de la escena, ¿qué debo experimentar?, ¿qué tiene que
haber en mí? Debe brotar en mí, por lo tanto, sentimientos de alegría. Alegrarme con María, con
una madre que se alegra porque su hijo ha vuelto. ¡Qué corazón tan duro, tan insensible sería el
que no se alegrase por esto!
Tratemos de imitar a María en su fe, en su esperanza y en su amor. Fe, esperanza y amor que la
sostienen en medio de la prueba; fe, esperanza y amor que la hicieron llenarse de Dios. La
Santísima Virgen María debe ser para el cristiano el modelo más acabado de la nueva criatura
surgida del poder redentor de Cristo y el testimonio más elocuente de la novedad de vida
aportada al mundo por la resurrección de Cristo.
Tratemos de vivir en nuestra vida la verdadera devoción hacia la Santísima Virgen, Madre
amantísima de la Iglesia, que consiste especialmente en la imitación de sus virtudes, sobre todo
de su fe, esperanza y caridad, de su obediencia, de su humildad y de su colaboración en el plan
de Cristo.
Podría ser interesante el tomar este texto desde el capítulo II de las lamentaciones de Jeremías, e
ir viendo cómo se va desarrollando este dolor en el corazón de la Santísima Virgen, porque
puede surgir en nuestra alma una experiencia del dolor de María, por lo que Dios ha hecho en
Ella, por lo que Dios ha realizado en Ella; pero puede darnos también una experiencia muy
grande de cómo María enfrenta con fe este dolor tan grande que Dios produce en su corazón.
Un dolor que a Ella le viene al ver a su hijo en todo lo que había padecido; un dolor que le viene
al ver la ingratitud de los discípulos que habían abandonado a su hijo; el dolor que tuvo que
tener María al considerar la inocencia de su hijo; y sobre todo, el dolor que tendría que
provenirle a la Santísima Virgen de su amor tan tierno por su hijo, herido por las humillaciones
de los hombres.
María, el Sábado Santo en la noche y domingo en la madrugada, es una mujer que acaba de
perder a su hijo. Todas las fibras de su ser están sacudidas por lo que ha visto en los días
culminantes de la pasión. Cómo impedirle a María el sufrimiento y el llanto, si había pasado por
una dramática experiencia llena de dignidad y de decoro, pero con el corazón quebrantado.
María -no lo olvidemos-, es madre; y en ella está presente la fuerza de la carne y de la sangre y
el efecto noble y humano de una madre por su hijo. Este dolor, junto con el hecho de que María
haya vivido todo lo que había vivido en la pasión de su hijo, muestra su compromiso de
participación total en el sacrificio redentor de Cristo. María ha querido participar hasta el final
en los sufrimientos de Jesús; no rechazó la espada que había anunciado Simeón, y aceptó con
Cristo el designio misterioso de su Padre. Ella es la primera partícipe de todo sacrificio. María
queda como modelo perfecto de todos aquellos que aceptaron asociarse sin reserva a la oblación
redentora.
¿Qué pasaría por la mente de nuestra Señora este sábado en la noche y domingo en la
madrugada? Todos los recuerdos se agolpan en la mente de María: Nazaret, Belén, Egipto,
Nazaret de nuevo, Canaán, Jerusalén. Quizá en su corazón revive la muerte de José y la soledad
del Hijo con la madre después de la muerte de su esposo...; el día en que Cristo se marchó a la
vida pública..., la soledad durante los tres últimos años. Una soledad que, ahora, Sábado Santo,
se hace más negra y pesada. Son todas las cosas que Ella ha conservado en su corazón. Y si
conservaba en el corazón a su Hijo en el templo diciéndole: "¿Acaso no debo estar en las cosas
de mi Padre?". ¡Qué habría en su corazón al contemplar a su Hijo diciendo: "¡Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu, todo está consumado!"
¿Cómo estaría el corazón de María cuando ve que los pocos discípulos que quedan lo bajan de
la cruz, lo envuelven en lienzos aromáticos, lo dejan en el sepulcro? Un corazón que se ve
bañado e iluminado en estos momentos por la única luz que hay, que es la del Viernes Santo.
Un corazón en el que el dolor y la fe se funden. Veamos todo este dolor del alma, todo este mar
de fondo que tenía que haber necesariamente en Ella. Apenas hacía veinticuatro horas que había
muerto su hijo. ¡Qué no sentiría la Santísima Virgen!
Junto con esta reflexión, penetremos en el gozo de María en la resurrección. Tratemos de ver a
Cristo que entra en la habitación donde está la Santísima Virgen. El cariño que habría en los
ojos de nuestro Señor, la alegría que habría en su alma, la ilusión de poderla decir a su
madre: "Estoy vivo". El gozo de María podría ser el simple gozo de una madre que ve de nuevo
a su hijo después de una tremenda angustia; pero la relación entre Cristo y María es mucho más
sólida, porque es la relación del Redentor con la primera redimida, que ve triunfador al que es el
sentido de su existencia.
Cristo, que llega junto a María, llena su alma del gozo que nace de ver cumplida la esperanza.
¡Cómo estaría el corazón de María con la fe iluminada y con la presencia de Cristo en su alma!
Si la encarnación, siendo un grandísimo milagro, hizo que María entonase el Magníficat: "Mi
alegría qué grande es cuando ensalza mi alma al Señor. Cuánto se alegra mi alma en Dios mi
Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y desde ahora me dirán dichosa
todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí, su nombre es
Santo". ¿Cuál sería el nuevo Magníficat de María al encontrarse con su hijo? ¿Cuál sería el
canto que aparece por la alegría de ver que el Señor ha cumplido sus promesas, que sus
enemigos no han podido con Él?
Y por qué no repetir con María, junto a Jesús resucitado, ese Magníficat con un nuevo sentido.
Con el sentido ya no simplemente de una esperanza, sino de una promesa cumplida, de una
realidad presente. Yo, que soy testigo de la escena, ¿qué debo experimentar?, ¿qué tiene que
haber en mí? Debe brotar en mí, por lo tanto, sentimientos de alegría. Alegrarme con María, con
una madre que se alegra porque su hijo ha vuelto. ¡Qué corazón tan duro, tan insensible sería el
que no se alegrase por esto!
Tratemos de imitar a María en su fe, en su esperanza y en su amor. Fe, esperanza y amor que la
sostienen en medio de la prueba; fe, esperanza y amor que la hicieron llenarse de Dios. La
Santísima Virgen María debe ser para el cristiano el modelo más acabado de la nueva criatura
surgida del poder redentor de Cristo y el testimonio más elocuente de la novedad de vida
aportada al mundo por la resurrección de Cristo.
Tratemos de vivir en nuestra vida la verdadera devoción hacia la Santísima Virgen, Madre
amantísima de la Iglesia, que consiste especialmente en la imitación de sus virtudes, sobre todo
de su fe, esperanza y caridad, de su obediencia, de su humildad y de su colaboración en el plan
de Cristo.
Ocho de diciembre de 1854. Toda la cristiandad vuelca el corazón hacia la Basílica Vaticana. El
cielo parece visitar la tierra en el repique vibrante de las campanas romanas. Pío IX, desde la
cáatedra, levanta la voz proclamando a toda la Iglesia Universal el dogma de la Inmaculada
Concepción. Todos sabemos que la primera “inmaculada” de la historia, creada sin el pecado
original, fue Eva. Su pureza permitía disfrutar de la presencia de Dios todos los días. ¡Qué gusto
era poder platicar con Dios en los atardeceres del jardín del Edén!
Sin embargo, aquella pureza de repente se volvió hoja arrastrada por el viento de la soberbia y
de la desobediencia. El demonio, en la figura de la serpiente, anestesió el corazón de Eva con
discursos grandilocuentes de conocimiento y de poder- “seréis como dioses”- presentándole un
camino bien fácil. La guía del camino tentador era: del árbol a la boca, de la boca al vientre y
así el fruto, una vez en el vientre de Eva, desató el triste destino de la humanidad: pecado y
muerte.
María, a su vez, fue concebida sin el pecado original, pues después de aquella nefasta tarde en
el jardín del Edén, Dios jamás se olvidó del hombre, obra de sus manos. Para salvarnos, desde
aquel instante, pensó también en María, la mujer pura que aplastaría la cabeza de la serpiente,
dando a luz al Salvador Jesucristo.
¡María es la verdadera Inmaculada! Es la Nueva Eva que floreció como flor de primavera del
poder redentor de Dios. En la Anunciación el ángel Gabriel podría perfectamente haber hecho
un juego de palabras: “¡Ave- Eva!”, pues la llena de gracia aceptó cumplir el camino contrario
de la primera Eva, un camino más arduo que era: de la boca al vientre, del vientre al Árbol. De
este modo, contemplamos una tenue luz del misterio de la Inmaculada, de tal forma que nuestra
oración recobra un sentido más profundo cada vez que rezamos: “¡bendita Tú eres entre todas
las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús!”.
De la boca al vientre: María Inmaculada no pretendió obtener conocimiento y poder delante de
la propuesta divina del ángel Gabriel, sino que acogió el Fruto en la pureza y la humildad de
una esclava, exclamando: “He aquí la esclava del Señor…”- “hágase en míii”. Aquí está: de la
boca al vientre, no con pretensiones egoístas como Eva en el Paraíso, sumergida en la tentación
del demonio, sino en la pequeñez de una sierva que acoge el Fruto de la Salvación en su vientre
puro.
Y del vientre al Árbol: María es la corredentora en el plano de la Salvación. Por eso, dio a luz a
Jesús, fruto bendito de su vientre, para devolver en la obediencia y la aceptación amorosa del
misterio redentor el Fruto al Árbol. Pero no a aquel árbol del Paraíso, tan lejos en el tiempo,
pero aunque aún tan atractivo, seductor, tentador y prohibido a los ojos y al corazón de
hombre…; María devuelve ese Fruto, Cristo, al árbol de la vida, a la Cruz, que para nosotros no
es tan atractiva, seductora y- claro está- jamás prohibida- pero he aquí que siempre huimos de
ella. María es Inmaculada porque está de pie adorando al Árbol de la Vida, donde la Vida, fruto
de su vientre inmaculado, está clavada por amor a los hombres.
Hoy, con toda la Iglesia, respirando el aire fresco de la apertura de este anhelado año jubilar de
la Misericordia, elevamos nuestra gratitud de hijos de María Inmaculada por haber recorrido el
difícil camino del Misterio en la fe y la pureza, el camino de la humildad de acoger a Dios en su
vientre puro, cooperando con nuestra redención, para luego adorarlo sobre el Árbol de la Vida,
que es la cruz de Jesucristo. Que María Inmaculada proteja la flor de la pureza en nuestra vida
cristiana, y, de modo especial, en la vida de todos los jóvenes.
- Muchas veces te has querido quedar allí arriba, en la montaña ¿verdad?- me susurras al alma
y me siento en paz por saber que no tengo secretos contigo.
- Así es, Madre, muchas veces el alma se siente tan plena y feliz de saberse tan amada por Tu
hijo, por Ti, que quisiera que el tiempo se detuviese allí ¿Porqué es tan difícil, María, seguir a
Jesús cuando baja de la montaña?
Alargas tu mano y me conduces al sitio donde Pedro mira, entre extasiado y atemorizado, la
bellísima escena de la Transfiguración y dice: “Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”(Mc 9,5).
- Ninguna, Señora, ninguna. Debí bajar de la montaña demasiado rápido. A veces hasta rodando
cuesta abajo y lastimándome con cuanto arbusto espinoso se cruzaba en mi camino. No supe
quedarme arriba, en la montaña… lo siento, Madrecita…
- No te angusties, amiga. Eso es lo que espero de ti. Espero que bajes, no que permanezcas. Se
te es permitido subir para que, cada vez que bajes, sientas que el ascenso no fue en vano.
- ¿Cada vez, Señora? ¿Como “cada vez”? ¿Es que, acaso, he de subir muchas veces yo a la
montaña a contemplar el esplendor de tu Hijo?
- Pues si, querida, si. Precisamente de eso se trata. Verás, subir la montaña no es fácil, es
camino escarpado, a veces árido y difícil. Aunque por momentos hallarás oasis perfectos. Es
camino largo y delicado, pero lo que te espera en la cima bien vale el esfuerzo ¿verdad?
- Madre, perdona mi gran torpeza, pero siento que hablas con palabras conocidas… siento que
son…. caminos conocidos, como si… ya los hubiese caminado.
- Busca, hija, busca en tu interior la respuesta. Busca hija, que el que busca encuentra.
- Madre, el camino a la montaña es... ¿El camino de la oración? ¡Oh Madre! Entonces…
entonces siento que mi corazón ha vivido lo que el de Pedro muchas veces.
Y las palabras de la plegaria de la Misa se tornan en pasos… pasos ascendentes hacia la cima.
Mi alma quiere estar muy atenta a tales pasos, porque cada uno, cada palabra de la plegaria,
prepara el alma para el encuentro.
Las vestiduras blancas de Jesús. La blancura del Pan que se lleva como ofrenda. Y canto el
“Santo”. Por la Bendita Comunión de los Santos, sé que no canto sola, que hermanos lejanos, en
distancia y tiempo, cantan conmigo.
Y el milagro llega.
Y los ojos del alma ven el esplendor de Su Amor entre las manos del sacerdote, en la
Consagración.
- Madre, Jesús brilla para mí, brilla para cada uno de los que aquí estamos, el brillo es interior y
sólo puede verse con los ojos del alma.
El abrazo.
Voy de Tu Mano, Madre. En Tu Corazón le recibo. ¡Oh Bendito Jesús Eucaristía!. El abrazo es
pleno, único. Conoces, Maestro, cada una de las súplicas de mi corazón.
Me abrazas, Jesús, en el Corazón de tu Madre. Quisiera detener el tiempo, aunque fuesen sólo
unos instantes. Sé que no es posible.
Bajar la montaña, Madre. Siento que no bajo sola. Como Jesús bajó con Pedro, Santiago y Juan,
siento que ahora también baja conmigo…. Y además, tengo tu compañía, Maria…. ¡Madre,
bajar así no es tan duro! Las espinas siguen estando, duelen María, pero tú curas las heridas…
-¿Has notado, hija, que hay en la cumbre flores que sólo crecen allí?
- Toma, hija, para que aspires su perfume cada vez que sientas que el encuentro ha quedado
lejano en el alma. Que la realidad del valle te supera y te lastima. Cada vez que sientas que
hay demasiadas paredes y ninguna puerta….
Y mientras acaricio los pétalos de tan dulce flor, doy los últimos pasos sobre la montaña. Ya
todo es valle. He de caminar en él con la misma alegría que sentí en la cumbre ¿Podré, Madre?
Ente mis manos la flor es respuesta. Flor de cumbre escarpada. Flor para algunos.
Cumbres escarpadas. Blanquísimo Pan. Carpas sin lienzo. Descenso con Cristo. Todo junto en
el alma va tomando su lugar…
Gracias, Maestra del alma. Cuan experimentadísima alpinista, me esperas en cada Misa para
subir hasta el milagro, para bajar fortalecida, para enseñarme a ser luz para los que aun no han
subido, para los que ni siquiera imaginan que hay montaña.
Amigo mío, amiga mía que subes con Maria tantas veces la montaña. No temas el descenso, no
bajas sola. Aquel cuya luz es inextinguible, baja contigo… Y si te apresuras tanto que le dejas
lejos, no te angusties, siempre puedes volver. La oración hará que halles tus pasos en la arena,
que encuentres el camino, que vuelvas a subir…
Esta poesía de María –el «Magníficat»– es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo,
es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de
Dios.
Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía
de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras
de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus
palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida,
tan buena; por eso irradiaba amor y bondad.
María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en
la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz
interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien,
tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al
mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al
mal y promueve el bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a
amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y
podemos hacerlo de muy diversas maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo
participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de
la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.
Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está
cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta
cercanía de Dios.
Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón,
puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada
como "madre" –así lo dijo el Señor–, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos
escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder
del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que
siempre está cerca de cada uno de nosotros.
María es una mujer alegre. La alegría es la virtud de los resucitados, de los que tienen a Dios, de
los que han puesto su corazón en el cielo. Vemos esta alegría en María Magdalena cuando
descubre al Resucitado, en los discípulos de Emaús cuando reconocen a Cristo en la fracción
del pan, en los apóstoles cuando Cristo resucitado se les presenta en el Cenáculo.
La alegría no puede abandonar nunca a quien cree en Dios. Y éste debería ser el rostro de
nosotros los cristianos que ya vivimos de alguna forma nuestra fe en la resurrección. Por el
contrario, la tristeza, como vivencia habitual y permanente, no entra nunca, pase lo que pase, en
la vida de quien cree en Cristo.
María es una mujer con el corazón en el cielo. María veía todo a través del cielo. ¿Qué
importancia tenían el sufrimiento, las carencias, las luchas, los sacrificios, los esfuerzos, las
renuncias, los momentos difíciles, cuando todo eso se ve desde el cielo? Ninguna. Todo es parte
de ese camino hacia el cielo, ese camino estrecho que tanto asusta al ser humano, que conduce a
Dios. Ella ha sido nuestra precursora en este camino, dándonos ejemplo. Sigamos a María en
esta vida que sin duda es para todos "un valle de lágrimas", pero tengamos siempre el corazón
arriba, junto a Dios, con espíritu de resucitados.
Dios nos ha dado a María como Madre, Abogada, Intercesora, Mediadora, Amiga y Compañera.
En la espiritualidad cristiana debe haber un gran sitio para María en el corazón de cada
cristiano. De lo contrario nuestra espiritualidad estaría incompleta, sería muy pobre. Podríamos
proponer algunos caminos o medios de espiritualidad mariana para nuestro corazón de
cristianos.
El amor tierno y filial a María. María debe convertirse en la vida de un cristiano en objeto de
ternura, de cariño, de afecto. A María hay que quererla como se quiere a una madre. Lejos de
nuestra espiritualidad una actitud seca, austera, distante, fría hacia quien nos ama tanto, hacia
quien aboga tanto por nosotros ante Dios, ante quien tanto nos cuida, ante quien vigila nuestros
pasos para que no caigamos en el mal. De ahí la necesidad de tener con María momentos de
encuentro, diálogos cordiales, intimidad y confianza. No puede pasar un día en nuestra vida que
no nos dirijamos a Ella con la sencillez de un niño a contarle a nuestra Madre del Cielo nuestros
problemas, nuestras alegrías, nuestras luchas, nuestros planes.
Pero la devoción a María no debe quedarse sólo en un afecto y amor, porque entonces se
empobrecería. Debe convertirse en imitación de sus virtudes. Para nosotros María es la obra
perfecta de Dios y en Ella resaltan con luz muy especial todos aquellos aspectos de una vida
que agradan a Dios. Aunque nunca seremos tan perfectos como Ella, sin embargo podemos
seguir sus pasos para llegar a Cristo a través de María. Su mayor deseo es que amemos a su
Hijo, que seamos como Él, que vivamos su Evangelio. ¡Qué María sea nuestra guía en este
camino!
Y no olvidemos esas formas de oración particular centradas en María como pueden ser el Santo
Rosario. Una devoción que hay que llegar a gustar y gozar, metiendo el corazón en cada
Avemaría, en cada invocación, en cada recuerdo de María. En casa en familia, ante el
Santísimo, en los viajes, el rosario debe ser nuestro acompañante.
Si seguimos a Jesús no es posible hacerlo sin pensar, sin volver el corazón y la mente a la
imagen de su Madre, una mujer como tu, como yo, de la misma especie humana que tu, hombre
que me lees...
Por Ella, por su decir ¡SI!, Cristo se formó en sus entrañas por obra del Espíritu Santo y ahí, en
ese momento único, grandioso y sublime, empezó a crecer en su seno virginal hasta hacerse
hombre el Hijo de Dios, que un día, y en una cruz de madera, moriría por la Salvación de toda
la humanidad, donde estabas tu, donde estaba yo.... ¡Oh, incógnita divina!
Ella supo de despedidas. Ella supo de soledades, de ausencias del que era todo el amor de su
vida. Ella sin comprender nada aceptó que su amado hijo Jesús, vivía del gran misterio de Dios
y se alejaba de ella cada vez más... para cumplir una MISIÓN.
Y al pie de la cruz, mientras lo veía agonizar, con el amado rostro desfigurado, con los pies
clavados y los brazos extendidos, como queriendo abrazarnos, aceptó, porque El se lo pedía,
que lo sustituyera como hijo por el discípulo Juan y a si convertirse en una Madre Universal.
El Padre Ignacio Larrañaga dice: "Madre del silencio y de la Humanidad, tu vives perdida y
encontrada en el mar sin fondo del Misterio del Señor. Eres disponibilidad y receptividad, eres
fecundidad y plenitud, eres atención por los hermanos, estás vestida de fortaleza"
Cuando tenemos miedo acudimos a Ti porque eres valiente, cuando dudamos volvemos los ojos
a Ti porque eres Verdad, cuando la tristeza nos invade acudimos a Ti que fuiste Madre de
dolores y recibimos tu fuerza, cuando el creer se nos hace difícil… nos sentimos seguros porque
tu, eres Virgen Fiel, Espejo de Justicia y Trono de sabiduría y estás llena de Gracia, de
Consuelo y Misericordia.
Por eso el rezo del santo Rosario es una comunicación con María, virgen y Madre. Con él
vamos repasando todos los momentos de su vida y la de su Hijo Jesús. En el rezo de sus Ave-
Marías, le pedimos insistentemente que, seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo y
también le decimos que nos ampare ahora y en la hora de nuestra muerte, tal vez, cuando nos
llegue ese momento, Ella, María la Madre de Dios y Madre nuestra, recuerde las veces que se lo
pedimos y venga a buscarnos, auxiliadora, solícita y llena de amor para llevarnos al Padre como
buena mediadora, y a si obtendremos el amoroso y esperado abrazo de Dios.
¡Madre y Virgen, Reina de la Paz, ¡ruega por nosotros y por el mundo entero!
Decía san Juan Crisóstomo que "no sería necesario recurrir tanto a la palabra, si nuestras obras
diesen auténtico testimonio". Y con verdad, pues está claro que muchas veces los hechos son
más elocuentes que los dichos.
También María, nuestra Madre, recurrió poco a la palabra. Era callada Ella. Realmente, cuántas
palabras se ahorró. Pero, cuánto dejó dicho sin palabras. Cuánto dejó escrito con su vida.
Cuánto testificó con sus obras.
María, la Virgen del Silencio, nos enseña el valor de un silencio fecundo y humilde, cuajado de
obras y realizaciones. Nos alecciona magistralmente en el difícil arte de decir poco y hacer
mucho.
Sí, cuántas veces calló María, para que hablasen sus obras, y para que hablase Dios en Ella y en
los demás. Era el suyo un silencio hecho oración y acción. Un silencio lleno, no vació ni hueco.
Un silencio colmado de Dios, de sus palabras, de sus maravillas. María “guardaba todas las
cosas meditándolas en su corazón”, afirma el Evangelio. Porque sólo en silencio se pueden
comprender las palabras de Dios y “sus cosas”.
Entonces María, ante el asombro de José, no comenzó a explicarle lo de la aparición del ángel,
ni lo del mensaje del cielo, ni que el Niño era de Dios... No. María prefirió callar.
José estaba confundido. Y no era para menos. Sin embargo, miró a los ojos a María y los vio tan
puros, tan limpios, tan inocentes, que creyó más a los ojos de María que a los suyos propios.
José amaba a María y confiaba en Ella, pero no alcanzaba a comprender lo que ocurría.
La Virgen no estaba segura de la reacción de José. Por eso es conmovedor este silencio suyo.
Ella intuyó que Dios se lo daría a entender a José mejor que Ella misma, como Él sabe y cuando
Él lo juzgase oportuno.
María guardaba silencio sin culpa alguna. Callaba aun a costa de su propia honra. De hecho
José, que era bueno y justo, decidió repudiarla en secreto.
La Santísima Virgen, al no excusarse, al no decir nada a José, a nosotros nos está diciendo
mucho. Nos está diciendo que nos sobran muchas palabras y demasiadas veces. Nos sobran
muchos “es que”, muchos “es que yo no tuve la culpa”, “es que yo no era el único”, “es que yo
no tengo nada que ver”, ante nuestros fallos y deficiencias. Nos falta más silencio y resignación
y nos sobran excusas. Y eso que la mayoría de las veces somos culpables de verdad...
María era inocente. Y no es fácil callarse ante la calumnia, ante la injusticia, ante la
incomprensión cuando uno es inocente. Ella calló ante la posibilidad todo eso...
¡Qué admirable el largo silencio de María en Nazaret! Ella poseía el secreto más grande de la
historia: la llegada de Dios al Mundo. Y sin embargo, calla.
Ni una palabra, ni la más mínima alusión o referencia a su enorme secreto durante los treinta
años en Nazaret. Treinta años de continua convivencia con los vecinos y vecinas del pueblo sin
decirles nada al respecto.
Treinta años con algo tan grande entre manos y ni una palabra. Y vaya si habrá tenido mil
ocasiones, durante todo ese tiempo, para hacerle saber a más de alguno o alguna quién era Ella
y quién era su Jesús. Sin embargo no, no quiso decir nada. Se mantuvo callada.
¡Qué ejemplo de discreción de nuestra Madre! Ejemplo para nosotros que nos sentimos más
cuando sabemos algo que otros no saben. Sobre todo si es algo bueno acerca de nosotros
mismos... Ejemplo para nosotros que apenas logramos callar por unos minutos (no treinta años)
el chismecillo que acabamos de escuchar entre los amigos o amigas en la tertulia. Ejemplo para
nosotros que nos preocupamos tanto a veces de hacer ver a los demás a quién se están
dirigiendo, a quién están molestando, a quién le están pidiendo un favor, a quién le están dando
una indicación...
No. Ella no fue así. La Virgen escogió el silencio. María, la Madre de Dios, quiso pasar
desapercibida. Sin decir nada teniendo al Hijo de Dios en casa. Durante treinta años...
Lo asombroso de este episodio es que estaba allí, con Ella, el mismo Dios Omnipotente, que en
un instante podría haber curado a José y haber acabado con aquella pesadilla. Pero María no
pidió nada a Jesús en esa ocasión. Volvió a guardar silencio. Quiso pasar el trago amargo de la
muerte de su esposo, pidiendo a Dios, sin palabras, que se cumpliese su voluntad. Esto fue
templando su delicada alma de mujer para poder sufrir, también en silencio y oración, algunos
otros momentos terribles que llegarían...
La fama de Jesús se extendía por doquier. Se hablaba de Él por todas partes. Sí, también en
Nazaret. Y a María le llegarían diariamente muchos y muchas para hablarle de su Jesús y
contarle lo que de Él se decía.
Y Ella, ante todo eso, mantuvo silencio y discreción. Lo mantuvo en las buenas y en las malas.
Lo mantuvo cuando veía y escuchaba los éxitos de Jesús, sus milagros, sus predicaciones
irresistibles. No andaba diciendo a todo el mundo que Ella era la madre de ese Jesús. Y lo
mantuvo también cuando a su Hijo Jesús le tildaban de loco, de endemoniado, de comilón y
bebedor, de amigo de publicanos y pecadores... Todo eso llegaría a Nazaret puntualmente
(como todos los chismes)...
Y La Virgen también callaba entonces. No salió a su defensa gritando por las calles. No
organizó manifestaciones con pancartas de protesta ante tales calumnias. Eso lo hubiéramos
hecho nosotros. Ella volvió a preferir el silencio aun a costa de su humillación.
María, además, seguía el derrotero de la vida de su Hijo, desde lejos, en segundo plano.
Apoyando con sus oraciones y sacrificios la obra de su Hijo. Como tantas de nuestras madres. A
las que sólo Dios sabe cuánto les debemos...
Sin duda a la que más debemos es a María. Ella sigue en silencio tan pendiente de nosotros
como lo estuvo de Cristo.
No la vemos en las plazas públicas predicando la Buena Nueva a grandes voces y en decenas de
lenguas. No la sorprendemos haciendo milagros por las cercanías del templo ante el asombro de
media Jerusalén.
Ella seguía callando y oraba. Oraba mucho. Y ese silencio-oración sostenía la Iglesia naciente y
le daba pujanza y fecundidad. Precisamente por esa intercesión silenciosa, María era la
Mediadora de todas las gracias. Sí, de todas esas gracias que estaba Dios concediendo a
raudales a través de la predicación y milagros de los apóstoles.
Toda vida humana es una llamada no solamente a la existencia, sino que encierra en sí misma
una misión determinada, aunque a veces escondida para nosotros. María es el ejemplo más
noble de una creatura que recibe una misión de Dios y la lleva a término de modo acabado y
perfecto.
Al nacer se nos da una misión. Nuestra vida comienza más auténticamente cuando recibimos la
gracia del bautismo. ¿De qué nos hubiera valido nacer -dice S. Agustín- si no hubiéramos sido
redimidos? Con el nacimiento de María quedó marcado, de modo singular, en la historia el plan
de Dios, el misterio escondido desde todos los siglos. Ella, como todos nosotros, fue elegida
antes de la creación del mundo para ser santa en el amor. Pero María tiene una misión muy
particular y única: La de hacer posible la presencia del Verbo entre nosotros. Gracias a que
María aceptó la misión de ser Madre del Salvador, pudo realizarse la redención del género
humano.
Dios elige nuestra misión. No somos nosotros los que hemos decidido vivir, ni tampoco quienes
escogimos las circunstancias de nuestro nacimiento. No nos define, por tanto, en primer lugar,
la libertad, sino la dependencia de Dios. “El mundo y el hombre -nos dice el Catecismo de la
Iglesia católica, n.34- atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin
último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin”. Hemos sido
elegios en Cristo y “destinados de antemano según el designio de quien todo lo hace conforme
al deseo de su voluntad” (Ef 1,11). Esta es la elección general. Dios providente nos presenta a
cada cual el modo como tenemos que llevar adelante esa elección. En María se manifiesta de
una forma muy patente: Dios envió a su ángel, a una ciudad de Nazaret, en el sexto mes, a una
doncella llamada María. Dios sabe el cuando de cada una de nuestras vidas y de un modo u otro
nos descubre la forma de llevar adelante nuestra vocación: Amarle en esta vida y gozar de El
eternamente en el cielo.
Responsabilidad en el cumplimiento de la misión. Este plan de salvación de Dios para cada uno
de nosotros exige una respuesta responsable y madura. En ella nos jugamos el destino de
nuestras vidas. No es, por tanto, una cuestión de poco más o menos. Es la cuestión fundamental
de la vida. “El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino
porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente
según la verdad, si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su creador” (Gaudium et
Spes, n. 19). María escucha con atención el plan que el Señor le propone en el mensaje del
ángel y con plena conciencia, confiando en la palabra de Dios, responde: “Aquí está la esclava
del Señor, que me suceda según dices”.
Pedirle a María que nos conceda la fuerza para saber responder a Dios cada día con mayor
autenticidad y responsabilidad.
María junto a la cruz muestra más claramente el papel que juega María en la misión de su Hijo.
Vimos antes que María, en su piedad, nunca fue una persona que se aislaba de su pueblo: al orar
ella lo hacía como una hija de Israel. Ahora es miembro del nuevo "Israel" que es la Iglesia o
nuevo pueblo de Dios fundado por su Hijo.
¿Cuál va a ser la función de María en este nuevo pueblo de Dios? Tenemos la gran ventaja de
tener a nuestras espaldas más de 2000 años de reflexión teológica sobre esto. La Tradición de la
Iglesia responde espontáneamente que es ser "Madre". La Iglesia tiene una Madre, pero ¿por
qué era necesario que la Iglesia tuviera una Madre?
Con la ausencia visible de Jesús a través de su muerte, los discípulos iban a quedarse huérfanos.
Para suplir esa orfandad forzada por la muerte de Jesús, Él mismo los encomendó a su Madre.
Lo que cada uno tiene que hacer con María es "recibirla en su casa" al estilo de San Juan
Evangelista.
Este recibir a María "en su casa" es sólo una imagen para indicar una realidad más profunda:
hay que tener a María como Madre, como intercesora, como ejemplo... Esto es todo lo que
viene a nuestra mente al pensar en la analogía de "Madre".
No podemos pasar por alto el hecho mismo de que María estaba junto a su cruz, acompañando a
su Hijo. Aquí nos muestra una faceta que ya conocemos bastante bien de su personalidad: su
gran fortaleza de espíritu. El hombre delante del sufrimiento se dobla fácilmente. No aguanta
ver el sufrimiento, especialmente de sus seres queridos. Es común que la mujer se afecte ante
escenas sangrientas y ciertamente es bien comprensible, tomando en cuenta la gran finura de
alma de la mujer.
La imagen que nos da el Evangelio de María junto a la cruz ciertamente no es de una mujer
histérica, maldiciendo a los verdugos y torturadores de su Hijo. Tiene dominio de sí misma,
tratando de comprender el por qué su Hijo se dejaba tratar así. Es como si la madre de un
soldado contemplara a su hijo dejándose torturar por personas muy inferiores a él en fuerza
física, sin hacer nada por defenderse. María sabía que Él podía liberarse como supo que podía
cambiar el agua en vino en Caná.
La fortaleza de María puede decir mucho al hombre moderno tan acostumbrado a lo fácil y lo
muelle. El hombre trata de erradicar la cruz de su vida. No sólo desaparece de las paredes de las
casas y de las escuelas, sino especialmente de los corazones de los hombres. Parece ser que para
muchos es un símbolo de poco progreso, reminiscencias de la edad media, de tiempos
superados... Sin embargo, la Virgen junto a la cruz nos da otro mensaje: la cruz todavía vale, es
absolutamente necesaria para ser feliz.
Asunción de María
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de
Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo
de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando
con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí
que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo,
saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor! Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se
alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso
desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor
maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en
generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios
en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los
hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia- como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham
y de su linaje por los siglos. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Reflexión
Celebramos hoy una de las fiestas más grandes de la Sma. Virgen: la festividad de su Asunción
a los cielos.
Todos conocemos el contenido del misterio del día de hoy: María fue llevada al cielo con su
cuerpo y con su alma. Ella es el único ser humano - a excepción de su Hijo Jesús - que está en
el cielo con su cuerpo. Esa es la verdad de fe que el Papa Pio XII ha dogmatizado en el año
1950.
Pero, ¿por qué este privilegio? Sabemos que María ha tenido en su cuerpo inmaculado a Cristo,
el Hijo de Dios, y le ha dado un cuerpo humano. Y el Hombre-Dios está con su cuerpo glorioso
en el cielo. Conviene, por eso, que también su Madre participe en esta incorruptibilidad y
glorificación del cuerpo. Y así está también Ella con su cuerpo transfigurado en el cielo.
La Asunción es así como la coronación de su vida y nos da una visión más clara de Ella. Es
compañera y ayudante de Cristo durante toda su vida: desde la encarnación hasta la cruz, y
ahora también lo es en el cielo. Y así participa en el Reino de Cristo y de la Sma. Trinidad.
Por eso es la más poderosa abogada del cielo. Y como está con su cuerpo, está también con su
corazón humano, con su corazón maternal. Y porque no solo es la Madre de Cristo, sino
también nuestra Madre, entendemos cómo y por qué actúa siempre desde el cielo por nosotros,
sus hijos. Y entendemos también por qué nos acoge y nos arraiga en su corazón de Madre.
Y ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decirnos Dios por medio de este dogma de la Asunción?
La Virgen glorificada en el cielo es un signo de esperanza y de promesa para todos nosotros. En
Ella podemos ver prefigurado nuestro propio destino.
La idea de la muerte hace temblar a muchos hombres, incluso a muchos cristianos. Es natural
cierto temor ante lo desconocido, como también el dolor por la separación de una persona
querida.
Pero para muchos no se trata sólo de esto: En el fondo no creen que también nuestros cuerpos
resucitarán como el de Cristo. Piensan que después de la muerte llevaremos una especie de vida
a medias, como hombres incompletos, como ánimas.
María, en el misterio de su Asunción en cuerpo y alma, nos recuerda que la plenitud del hombre
se alcanzara precisamente más allá de la muerte. Recién allá Cristo colmará nuestra alma y
nuestro cuerpo de su vida nueva. Recién allá se alcanzará nuestra liberación definitiva, que
incluye también la liberación de la muerte. Por eso, sólo Cristo es nuestro verdadero liberador,
que nos resucitará a todos.
La Sma. Virgen fue la primera. Ella mereció seguirle a Cristo antes que nadie en su
Resurrección, porque como nadie le siguió aquí en la tierra. Por eso, desde el cielo, María nos
recuerda también la importancia de esta vida terrenal. Es en nuestra lucha diaria, en medio de
este mundo, donde se va conquistando poco a poco nuestra propia Resurrección. Así habrá una
continuidad total entre nuestra vida en la tierra y nuestra vida en el cielo.
Por lo demás, podemos preguntarnos también: ¿por qué Dios quiso proclamar este dogma de la
Asunción recién en el siglo XX? Porque consta, que esta fe en su glorificación corporal es de lo
más antiguo en la Iglesia.
Me parece que Dios quiso manifestar, en la imagen de la Asunta, la dignidad del cuerpo
humano y, muy especialmente, la dignidad del cuerpo de la muerte. Cada mujer nació para ser
un reflejo de María, para irradiar esa nobleza y realeza de Ella. Cuando encontramos niñas y
mujeres así, nos emocionan, porque son como un recuerdo de María.
Sin embargo, nuestro mundo de hoy se esfuerza por destruir esta imagen noble de la mujer.
Trata de reducirla a la simple categoría de instrumento de placer. Basta mirar los quioscos de
revistas o la propaganda de las películas, para ver la imagen de mujer que se le vende hoy a las
personas.
No podremos construir un país más cristiano, si no forjamos también un tipo nuevo y digno de
mujer, según la imagen de María. El idealismo, la moral y la fecundidad de un pueblo se
mantiene o desmorona con sus mujeres.
Queridos hermanos, hoy en esta fiesta queremos pedirle a la Asunta que Ella siempre nos
recuerde la dignidad y nobleza a que toda mujer está llamada.
Con Ella, la mujer revestida del Sol y coronada de estrellas, queremos estar, un día todos juntos
en el cielo. Pidámosle, por eso, también que Ella vele maternalmente por cada uno de nosotros
y nos conduzca a la Casa del Padre.
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia en la fe", nos dice el
Catecismo de la Iglesia (n. 148). Muchos cristianos encuentran difícil el ejercicio de la fe. El
Espíritu Santo nos ha dejado en María un modelo cercano para vivir la fe. Ella nos invita a
abandonarnos en Dios, como lo hizo en el momento en que el ángel le anunció el plan que el
Señor tenía para Ella. Juan Pablo II habla del "claro oscuro" de la fe de la Virgen María y de
una peregrinación en la fe. Cuando pensamos en la fe de los grandes personajes del Antiguo
Testamento, de María, de José quizás tenemos en mente la fe de unos "gigantes", que, en
comparación con nosotros, hombres y mujeres de poca fe, son muy superiores a nosotros.
Es cierto que ellos vivieron de fe, pero su fe, fue como la nuestra sometida a la prueba. No fue
una fe fácil, sino siempre en camino, siempre abierta a las grandes sorpresas de Dios. María, a
quien el ángel Gabriel llamó "llena de gracia" y llena de la presencia del Espíritu Santo, una vez
que el mensajero celeste la dejó, se quedó sola con la carga de misterio que llevaba en su
corazón y en su cuerpo. Muchas preguntas se haría dentro de su alma y muchas preguntas le
podrían poner los otros a las que Ella no sabría responder. Vivió toda su vida con el misterio y
lo aceptó abandonándose en manos del Padre. Por ello, Isabel al saludarla la llama dichosa
porque ha creído (Lc 1, 45).
Isabel, quizás sin saberlo, nos está dando la clave de la felicidad, de la dicha, que tanto
buscamos los hombres y tan difícil nos es acercarnos a ella y poseerla en plenitud. Isabel pone
en relación la felicidad, con la fe. En la medida en que tenemos más fe, somos más dichosos. A
veces pensamos lo contrario, que la fe nos hace infelices, que nos obliga a someternos a una
serie de reglas insoportables, que nos encierra en una prisión llena de preceptos, que no nos deja
disfrutar de la vida. Y no es así. La fe nos da la verdadera dimensión del ser humano que es la
dimensión espiritual. Es cierto que tenemos un cuerpo, pero este mismo cuerpo está como
permeado por el alma. Y la fe nos abre a la dimensión del espíritu que, junto con el cuerpo,
constituye la unidad el ser humano en su ser personal.
María fue una mujer libre y liberadora porque vivió de fe. Fue dichosa en la fe. Abrió
horizontes nuevos a su vida gracias a la fe. Ella nos enseña que creer es sencillo aunque ser fiel
a la fe comporta una espada que traspasa el alma, "para que se descubran los pensamientos de
muchos corazones" (Lc 2, 35).
El cristiano es, como María, hombre de fe y por eso es dichoso. "Santo triste, triste santo", decía
la gran santa de Ávila. La fe nos da la clave de la felicidad, de esa plenitud de una existencia de
quien se sabe amado por un Amor infinito que nunca fallará. María llevó en su corazón y en su
cuerpo ese Amor, el Emmanuel, el Dios con nosotros que nos acompaña en cada instante. Ella
lo dio al mundo y nos lo da a cada uno de nosotros para que, acogiéndolo en la fe, se nos abran,
también a nosotros, las puertas de la felicidad.
Muchas son las advocaciones con las que invocamos a María. La Virgen del Carmen ha sido
una de las devociones más populares durante setecientos años. Muchos cristianos se han sentido
protegidos por María con el Escapulario. El escapulario es un signo especial de la protección de
María, madre y hermana nuestra. El Escapulario del Carmen nos compromete a vivir como
María, a ser personas orantes, a estar abiertos a Dios y a las necesidades de los hermanos.
María fue la favorecida de Dios, la "llena de gracia". Sabía que el Señor estaba con ella, sentía
su presencia. Dios se había fijado en su humildad y cuidaba de ella. Estaba arropada por la
fuerza de Dios. No podía temer a nada ni a nadie. María conocía el corazón de Dios, sabía de su
infinita misericordia. Por eso, lo alababa y adoraba. Vivía de Dios, con Dios y para Dios.
Concibió y dio a luz a su hijo, "el Hijo del Altísimo" a quien puso por nombre Jesús, Salvador
de cada pueblo y de todos aquellos que creen en él. En su vientre había llevado a Jesús y facilitó
que estuviera en su corazón durante toda su vida.
María fue una mujer sencilla. Se ubicó entre los socialmente considerados inferiores, entre los
que no tienen ni voz ni voto. Todos los necesitados tenían cabida en su corazón. Sin demora ni
tardanza se puso en camino para atender a su pariente Isabel, para llevarle al Dios de la vida,
para asistirla y ayudarla.
María tiene muchos títulos. Entre todos ellos, todos hermosos y grandes, sobresale el de ser
Madre de Cristo y Madre nuestra. María es Madre de la Iglesia. Como dice Pablo, sufre por ella
dolores de parto hasta ver a Cristo formado en cada uno de los creyentes. Ella cuida de sus
hijos, como buena madre, durante la vida y en la hora de la muerte. Ella ayuda a caminar con
Jesús y a esperar hasta el final.
María estuvo junto a su hijo en todos los momentos de su vida. En las alegrías y, sobre todo, en
el momento de la cruz. Lo acompañó hasta la tragedia final del Calvario. Ella, la Dolorosa,
también está cercana a nuestras penas y sufrimientos cotidianos. Los pobres, los enfermos, los
que sufren, alcanzan de María la fuerza y ayuda para sobrellevar con fe una vida plagada de
dificultades.
La historia y la leyenda nos han mostrado a la Virgen del Escapulario siempre cercana a todos
aquellos que, viviendo momentos difíciles y amargos, han acudido a ella pidiendo su
protección.
Llevar el Escapulario de la Virgen del Carmen es ponerse, como ella, un vestido nuevo, el
ropaje de la fe, de la alegría...
Sí, hemos sido revestidos de Cristo y, como María, debemos permanecer fieles a Dios hasta el
final.
El dolor y el sufrimiento que una madre pasa en una prueba familiar es palpable. Desearía poder
dar una respuesta fácil.
Desafortunadamente, temo que no va a gustar mucho mi respuesta porque es muy difícil y creo
que por eso su alma está buscando certezas.
¿Por qué Dios no responde a mis plegarias de la manera que yo quiero que lo haga?
Después de todo, usted está pidiendo algo que no sólo es razonable, sino bueno y, tal parece,
necesario. Entonces, ¿por qué Dios se demora? Permítame contestar a esa pregunta con otra
pregunta: ¿Qué tan firmemente cree usted que Dios ama a sus hijos, incluso mucho más que
usted? Sabemos que Él los ama – no porque el amor de usted sea insignificante, sino porque su
amor es infinito. El amor que usted tiene por sus hijos, tan fuerte y apasionado, es sólo un
reflejo del amor infinito que Dios tiene por ellos. Al mismo tiempo, Dios es todopoderoso.
Entonces, por la fe sabemos que si Dios está permitiendo esta cruz, Él tiene sus motivos y les
dará una serie de gloriosos domingos de resurrección a partir de lo que parece esta sucesión sin
fin de viernes santos.
Ayudas prácticas
Usted siente que su fe está siendo probada por su situación actual. Esto debe ponerla de rodillas
más frecuentemente – y tal parece que eso es lo que Dios le está pidiendo al empujarla fuera de
su zona de confort espiritual. Él está purificando su fe y una fe más pura la llevará hacia una
mayor unión con el Sagrado Corazón. Como el apóstol Santiago lo explica: Considerad como
un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas, sabiendo que la
calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento; pero la paciencia ha de
ser acompañada de obras perfectas para que seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que
desear. (Santiago 1,2-4).
En este período de sufrimiento, puede encontrar ánimo leyendo algunos escritos espirituales.
Usted no está sola en esta prueba, es miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Inspirarse en las
vidas de los santos, y de otros cristianos, quienes han sobrellevado sufrimientos tremendos en
su camino hacia la santidad le dará ánimo, la guiará y la edificará. Lea, por ejemplo Mártires del
siglo veinte, de Robert Royals o Ven, sé mi luz, de la Madre Teresa de Calcuta o He Leadeth
Me del Padre Walter Ciszek, S.J. Debemos, a propósito, llenar nuestra imaginación con
recordatorios de que Dios trabaja a través del sufrimiento, de otra manera nuestra fe y nuestra
esperanza disminuirán y caeremos en el espiral cegador de la frustración y el desánimo donde
somos vulnerables del más mortífero de los pecados: el orgullo.
¿Qué puede decirles a sus hijos, qué puede usted hacer por ellos para que su fe no decaiga?
La respuesta a esta pregunta va a gustarle menos que la que le di anteriormente. Permítame
comenzar citando palabras de Nuestro Señor a san Pedro al final del Evangelio de Juan, cuando
Pedro le preguntó a Jesús sobre qué le iba a pasar al otro discípulo (san Juan): ¿Señor, y éste,
¿qué? San Pedro quería saber que era lo que le esperaba al discípulo más joven, quizá debido a
que lo quería tanto y estaba preocupado por él y Jesús responde de manera cortante Si yo quiero
que se quede hasta que yo venga ¿qué te importa? Tú, sígueme (Juan 21,22). Jesús frenó la
preocupación y ansiedad de Pedro diciéndole que permaneciera concentrado en su propio
apostolado y confiara en que Jesús se haría cargo del resto.
Su corazón de madre anhela consolar a sus hijos, salvarlos del sufrimiento, rodearlos de luz,
afecto y éxito. Esto es correcto, es saludable y es verdad, y aun así, al final no puede usted
determinar cómo responderán ellos a la gracia de Dios. Por más que usted quiera asegurar que
ellos conserven la fe, busquen a Dios y crezcan en santidad, no puede hacerlo, sólo puede hacer
lo que a usted le toca. Al final, cada uno de sus hijos es responsable de su propia relación con
Dios, cada uno de ellos es responsable de cómo enfrenta la crisis actual, cada uno es libre para
crecer en paciencia, humildad, sabiduría y valor, o para rebelarse contra Dios, quien nos ama
tanto que rehúsa evitarnos las dificultades...Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a
todos los hijos que acoge. (Hebreos 12,6).
Cuando sus hijos eran pequeños, usted podía controlar más directamente lo que los rodeaba e
incluso sus reacciones. Entonces dependían más de usted. Pero ahora sólo puede influir en ellos
y sus circunstancias de manera indirecta. Aceptar tranquilamente las limitaciones de su
influencia dará gran gloria a Dios, porque elevará su confianza en Él a un nuevo nivel. Y si, en
medio de esta prueba, alguno de sus hijos se revela contra Dios, usted debe conservar su paz
interior a través de la oración y la confianza, mientras ofrece a Dios el sufrimiento que pueda
experimentar. Después de todo, aun si en ellos hubiera una rebelión violenta, éste no es el final
de la historia – la historia sólo termina el día del Juicio.
Recuerde, Dios ama a sus hijos aún mas de lo que usted los ama y Él honrara su amor de
madre por ellos mucho más de lo que puede imaginar, siempre y cuando sea un amor puro, y su
amor por Dios y su confianza en Él permanezcan en el primer lugar. Así que continúe haciendo
lo que pueda para dar apoyo y valor a sus hijos y para ayudarlos a llevar sus cruces, a través de
sus oraciones, su ejemplo y cualquier palabra y obra que las circunstancias le permitan.
Pero –cuantas veces sea necesario- renuncie en su corazón y en su mente al control que le
gustaría tener. Salvarlos no depende de usted, sólo puede ser un instrumento de la gracia de
Dios hasta donde Él lo permita.
Dios es Dios, nosotros no somos Dios, y con Dios de nuestro lado ¿quién contra
nosotros? (Romanos 8,31). Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio (Romanos 8,28). Ésa es
nuestra seguridad, nuestra esperanza, nuestra roca y nuestro refugio.
Podríamos decir que María es el lado misericordioso y tierno del amor de Dios.
"Tú sola, Virgen María, le curas a Dios de todas las heridas que le hacemos los hombres. Por ti
sola valió la pena la redención, aunque, afortunadamente, hay otras y otros que se han tomado
en serio la redención".
Este amor tuyo que, por un lado, sube hasta Dios y, por lo tanto, tiene toda la gratitud de una
creatura, toda la profundidad de una madre, toda la pureza de una virgen; por otro lado, se
dirige a nosotros, hacia la tierra, hacia tus hijos.
Cómo me impresionó -y aparte al principio no lo creí- leer aquellas palabras de San Alfonso
María de Ligorio: "Si juntáramos el amor de todos los hijos a sus madres, el de todas las madres
a sus hijos, el de todas las mujeres a sus maridos, el de los santos y los ángeles a sus protegidos:
todo ese amor no igualaría al amor que María tiene a una sola de nuestras almas". Primero, no
lo creí porque era demasiado grande para ser cierto. Hoy, lo creo, y posiblemente estas palabras
de San Alfonso se quedaron cortas.
Yo me pregunto: si uno de veras cree en este amor que le tiene María Santísima como madre
¿podrá sentirse desgraciado? ¿Podrá sentirse desesperado? ¿Podrá vivir una vida sin alegría, sin
fuerza, sin motivación? ¿Podrá alguna vez, en su apostolado, llegar a decir "no puedo, me doy"?
¿Podrá algún día decir : "renuncio al sacerdocio y lo dejo"? Si Cristo, por nosotros, dio su
sangre, su vida, ¿qué no dará la Santísima Virgen por salvarnos? Ella ha muerto crucificada,
espiritualmente, por nosotros. A Cristo le atravesaron manos y pies por nosotros; a ella una
espada le atravesó el alma, por nosotros. Si Él dijo: "He ahí a tus hijos" ¿cómo obedece la
Santísima Virgen a Dios? Entonces, cuánto nos tiene que amar. Y si somos los predilectos de su
hijo: "vosotros sois mis amigos", somos también los predilectos de Ella.
El amor de María llena nuestro corazón, debe llenarlo. El amor de una esposa no es el único que
puede llenar el corazón de un hombre como yo. El amor de María Santísima es muchísimo más
fuerte, rico, tierno, confortante, que el de todas las esposas de la tierra. El amor de mi madre
celestial llena, totalmente, mi corazón. Una mirada, una sonrisa de María Santísima, me ofrecen
más que todo lo que pueden darme todas la mujeres de la tierra juntas.
Como San Juan Pablo II debemos decir cada uno de nosotros, también, "totus tuus": todo tuyo y
para siempre. Aquella expresión que el Papa nos decía: "Luchando como María y muy juntos a
María", que le repitan siempre: "totus tuus".
Visitación de María
Toda nuestra vida, cuando es auténticamente cristiana, está orientada hacia el amor. Sólo el
amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la salvación eterna.
Y sabemos que ese amor cristiano tiene dos dimensiones. La dimensión horizontal: amar a
los hombres, nuestros hermanos. Y la dimensión vertical: amar a Dios, nuestro Señor.
Es fácil hablar de amor y de caridad, pero es difícil vivirlos, porque amar significa servir, y
servir exige renunciar a sí mismo. Por eso, el Señor nos dio como imagen ideal a la Sma.
Virgen. Ella es la gran servidora de Dios y, a la vez, de los hombres.
En la hora de la Anunciación, Ella se proclama la esclava del Señor. Le entrega toda su vida,
para cumplir la tarea que Dios le encomienda por el ángel. Ella cambia en el acto todos sus
planes y proyectos que tenía, se olvida completamente de sus propios intereses.
Lo mismo le pasa con Isabel. Se entera que su prima va a tener un hijo y parte en seguida, a
pesar del largo camino. Y se queda tres meses con ella, sirviéndole hasta el nacimiento de Juan
Bautista. No se le ocurre sentirse superior. Y no busca pretextos por estar encinta y no poder
arriesgar un viaje tan largo. Hace todo esto, porque sabe que en el Reino de Dios los primeros
son los que saben convertirse en servidores de todos.
También nuestra propia vida cristiana debe formarse y desarrollarse en estas mismas dos
dimensiones: el compromiso con los hermanos y el servicio a Dios. Y no se puede separar
una dimensión de la otra. Por eso, cuanto más queremos comunicarnos con los hombres, tanto
más debemos estar en comunión con Dios. Y cuanto más queremos acercarnos a Dios, tanto
más debemos estar cerca de los hombres.
¿Qué más nos dice el Evangelio? Nos cuenta de algunos sucesos milagrosos en el encuentro de
las dos mujeres: el niño salta de alegría en el vientre de su madre; Isabel se llena del
Espíritu Santo, reconoce al Señor presente y comienza a profetizar.
Y nos preguntamos: ¿Es la Sma. ¿Virgen la que hace esos milagros? Ello se puede explicar sólo
por la íntima y profunda unión entre María y Jesús. Esa unión comienza con la Anunciación y
dura por toda su vida y más allá de ella. Y por primera vez se manifiesta en el encuentro de
María con Isabel.
María no actúa nunca sola, sino siempre en esta unión perfecta entre Madre a Hijo. Donde
está María, allí está también Jesús. Es el misterio de la infinita fecundidad de su vida de madre.
Y si nosotros queremos ser como Ella, entonces debe ser también el misterio de nuestra vida.
¿En qué sentido? Nos unimos, nos vinculamos con María, nuestra Madre y Reina. Y entonces,
¿qué hace Ella? Ella nos vincula, con todas las raíces de nuestro ser, con su Hijo Jesucristo.
Porque María es la tierra de encuentro con Cristo, nos conduce hacia Él, nos guía, nos cuida y
nos acompaña en nuestro caminar hacia Él.
Pero, María no solo nos conduce hacia Cristo, sino trae, ante todo, a Jesús al mundo y a los
hombres. Es su gran tarea de Madre de Dios.
Y en su visita a la casa de Isabel realiza, por primera vez, esta gran misión suya: le lleva a su
Hijo. Y el Señor del mundo, encarnado en su cuerpo maternal, manifiesta su presencia por
medio de aquellos milagros.
La Encarnación. No hay duda de que la vida de la Sma. Virgen estaba, desde su inicio, bajo la
fuerte influencia del Espíritu de Dios. La Virgen es la “Todasanta” porque desde el primer
momento de su existencia fue “sagrario del Espíritu Santo”.
Pero su gran encuentro con el Espíritu fue la Anunciación del ángel que culminó con la
encarnación. Allí María tuvo su primer Pentecostés: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el
Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). A partir de ese acontecimiento, Ella es
llamada sagrario, tabernáculo, santuario del Espíritu. Con ello se indica la inhabitación del
Espíritu Santo en María de un modo del todo singular y superior al de los demás cristianos.
Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la Virgen y a través de Ella.
Pero aquí hay algo más, algo nuevo y único: el Espíritu Santo quiere actuar junto con la Virgen.
¿Y para qué? Quiere unirse y atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de Dios.
Y quiere que la Sma. Virgen diga su Sí totalmente voluntario y libre, para entregarse al Espíritu
de Dios, para convertirse en Madre de Dios.
Su crecer en el orden del Espíritu. No debemos pensar que la Virgen haya entendido todo
desde el primer momento. Evidentemente comprendió mucho más que nosotros. Porque tenía,
como dice Santo Tomas de Aquino, la luz profética que le regaló un conocimiento mayor de las
cosas de Dios.
Sin embargo, como ser humano, Ella crecía en sabiduría y desarrollaba su entendimiento a lo
largo de la vida. Por eso dice el Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, que
María iba adentrándose crecientemente en el orden del Espíritu.
¿Y que quiere decir eso? María tenía que ir comprendiendo, paso a paso, lo que quería Jesús y
lo que debía hacer Ella a su lado. Tenía que entrar progresivamente en ese mundo de su Hijo
Divino, en el que sólo el Espíritu Santo podía introducirla.
En diálogo con el Espíritu de Dios, tenía que recorrer su propio camino de fe. Pensemos en la
pérdida de Jesús, al cumplir los doce años. Cuan difícil fue para Ella cuando su Hijo los
abandonó y después les dijo:
“¿No saben que tengo que preocuparme de los asuntos de mi padre?” (Lc 2, 49). Como agrega
el texto, María no entendió lo que Jesús acababa de decirles. Pero seguramente se dio cuenta de
que su Hijo llevaba en su interior otro mundo, el mundo del Padre, en el cual también Ella tenía
que adentrarse de un modo más perfecto.
Otro momento difícil surgió en las bodas de Cana. “Mujer, Tú no piensas como yo: todavía no
ha llegado mi hora” (Jn 2.4). El pensar de María es todavía muy humana: quiere ayudar a los
novios en su necesidad. Jesús mira más allá, piensa en su gran Hora, la hora de la Cruz. Y, sin
embargo, cumple el deseo de su Madre.
Y cuando llegó la gran Hora, sobre el monte Calvario, ya callan en Ella los deseos y
necesidades naturales. Todo queda sujeto a la voluntad del Padre. Ya no quiere otra cosa que
cumplir perfectamente con su rol en el plan de salvación.
Cumbre de ese insertarse en el orden del Espíritu fue la espera de Pentecostés. Allí María se
convirtió en instrumento perfecto del Espíritu Santo. Condujo a los apóstoles y discípulos a la
sala del Cenáculo. Les transmitió su anhelo profundo por el Espíritu Divino. E imploró con
ellos la fuerza de lo alto sobre toda la Iglesia reunida.