Clase 8 EL SENTIDO POLÍTICO DE LA TAREA DOCENTE
Clase 8 EL SENTIDO POLÍTICO DE LA TAREA DOCENTE
Isabelino Siede
La escuela es una configuración institucional específica que podemos abstraer de las organizaciones
concretas en las que intervienen personas: alumnos, familias, directivos, docentes, personal auxiliar,
etcétera. Pero cada una de ellas es un componente necesario para que la escuela sea lo que es y también
puede ser un camino para transformarla en otra cosa. Por eso, puestos a pensar alternativas para el
futuro de las escuelas, necesitamos ineludiblemente pensar en los sujetos que las integran. Cada cual
piensa, siente y actúa en la cotidianidad escolar aportando direcciones y contrapesos, colaborando en la
conformación de un proyecto que será necesariamente colectivo, pero no por eso indiscriminado.
La mirada de cada docente sobre la tarea y sobre su modo particular de vivirla se asienta en
representaciones sobre lo que la escuela puede y tiene que hacer y comunica una concepción del espacio
público escolar. Por eso, en este caso, nos interesa indagar la trama subjetiva de los docentes. En sus
historias de vida, en sus preguntas abiertas y respuestas narrativas, el carácter político de la educación
puede hallar un anclaje específico.
EN LA MEMORIA DE LA TIZA
Las biografías de muchos docentes argentinos muestran cuán atravesados estarnos por contradicciones
estructurantes que configuran nuestra identidad. Ingresar a la docencia implica siempre elegir y
renunciar, iniciar la construcción de una apuesta que el tiempo dirá si puede durar y consolidarse o se
derrumba ante el menor tumbo. El derrotero personal de cada uno está lleno de tensiones y dudas,
marchas y contramarchas, que nos molestan, nos movilizan y nos dan la oportunidad de reorientar
nuestros pasos. Podemos creer que sólo nos ocurre a nosotros o sólo sucede hoy, pero la memoria de la
tiza guarda numerosos recuerdos de docentes crispados por los avatares de una profesión que nunca es
tan dulce como parece desde fuera.
En la vida de Rosario Vera Peñaloza, por ejemplo, no es un hecho menor haber sido sobrina del caudillo
que levantó en armas al noroeste para resistir la embestida mitrista. Diez años antes de que ella naciera,
el gobernador de San Juan fue uno de los principales instigadores del crimen de Olta y lo celebró
ostensiblemente. Pocos años después, ese mismo personaje daría orientación intelectual a la creación y
expansión del sistema educativo obligatorio, por el cual trabajó afanosamente Rosarito. En su insondable
memoria quedó archivado cómo enhebró la contradicción de ser maestra sarmientina y sobrina del
Chacho, de pertenecer a los sectores derrotados y luchar por los vencedores. Este pasaje de bandos es
una tensión común en docentes que llegan a este rol a contrapelo de sus historias familiares o de sus
tradiciones culturales. Para muchos, la docencia implica un ascenso o un descenso social que modifica el
mapa de las relaciones y el modo de posicionarse ante el mundo. Algunos miembros de grupos culturales
minoritarios o marginados escogen la docencia con la expectativa de representar desde allí a los suyos,
pero luego se ven tensionados por las demandas de la comunidad y del rol, en un vaivén en el que cada
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bando parece reprocharles su escasa adhesión. ¿Cómo articular ambas pertenencias? ¿Cómo resolver la
puja entre lealtades contradictorias que nos demandan?
Rosario y sus contemporáneas salieron a trabajar por una causa cuya nobleza no siempre hallaba
comprensión en los hogares regidos por la potestad de un varón. Algunas, como Rita Latallada, optaron
por extremar su feminidad y sostener con esfuerzo equivalente los roles de maestra, fiel esposa y madre
abnegada. Se dice de ella que «tan joven comenzó a enseñar, que cambió sin transición sus últimas
muñecas por los primeros alumnos del jardín de infantes de Paraná» (Capizzano y Larisgoitía, 1982:
119). Casada con Maximo Victoria, docente como ella, dejó de ejercer por varios años para criar a sus
siete hijos, mientras seguía a su marido por todos los destinos donde él ejercía la dirección de las escuelas
normales. Para otras mujeres, la voluntad de enseñar coadyuvó a la ruptura del vínculo matrimonial y,
como Juana Manso, tendieron a endurecer su carácter para enfrentar la hostilidad del medio viril
(Southwell, 2006). Después de que una patota desbaratara su conferencia en Chivilcoy, arrojando piedras
al techo de chapa donde iba a hablar, Sarmiento le escribió desde los Estados Unidos: «Una mujer
pensadora es un escándalo. ¡Ay, pues, de aquel por quien el escándalo venga! Y Ud. ha escandalizado a
toda la raza» (citado en Santomauro, 1994: 90). Nada fue fácil para las maestras en tanto mujeres
trabajadoras. Esta marca de género es un rasgo identitario de la docencia argentina, desde que el
normalismo bregó por feminizar el magisterio.
Ser maestra significó una vía de dignificación e independencia para muchas mujeres, pero también marcó
los límites de la libertad permitida. Lo advirtieron aquellas que, como Cecilia Grierson y Alicia Moreau, se
animaron a pasar de la escuela normal a la Facultad de Medicina, en tiempos en que ése era un territorio
patriarcal: la sociedad toleraba los estudios de las mujeres que eran funcionales a proyecto gubernativo,
pero no las carreras de quienes osaban trascender los límites. ¿Cuánto y cómo estas luchas de género
tiñen aún las biografías docentes? ¿Cómo opera esta memoria y las nuevas tensiones en las
representaciones y en las prácticas de las educadoras actuales?
Algunos maestros, como Pedro Bonifacio Palacios (conocido corno Almafuerte en sus escritos
periodísticos y literarios), encontraron en la docencia la posibilidad de redimir sus vidas por la vía del
dolor y entendieron que la educación era en sí misma un modo de militancia, como también podían serlo
la escritura y el comité. Almafuerte habitó la escuela como exiliado de la vida, tratando de generar allí un
inundo alternativo al que lo había maltratado fuera de sus muros. El conocimiento circulaba en su aula
sin orden ni mesura, tal como lo había aprendido Palacios, quien sólo cursó la escuela primaria y fue
luego un ávido autodidacta. Años después, recordaba: «Los dos años que ejercí el magisterio en Trenque
Lauquen, me llenan de una satisfacción inefable. Mi escuela estuvo abierta durante ellos todos los días,
desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche. Pasaron por mi enseñanza gratuita y siempre
entusiasta, no solamente casi todos los niños de esa localidad, sino también sus artesanos, sus
comerciantes, sus rentistas. Todo lo que yo sé y que pudiera serles útil, lo desparramé sobre aquellas
cabezas a plenas manos» (citado por Barcos, 1935: 64). Como puede apreciarse, comprendía la tara
docente como dilución de su vida privada en la entrega a la enseñanza. Mientras) muchos
contemporáneos denostaban su tarea, los alumnos veneraban su personalidad y reconocían en él ciertos
gestos de curiosa generosidad. Uno de ellos, Silvestre Monferran, evocaba escenas de su infancia en el
diario de Trenque Lauquen en 1931: «Tenía preferencia por los niños muy pobres y miserables, de la más
baja capa social; así como por los débiles de cuerpo y de carácter. A todos los auxiliaba moral y aun
materialmente. Entre ellos distribuía sus recursos pecuniarios, cuando, después de seis u ocho meses de
atraso, cobraba algo de sus sueldos, y a veces, se complacía en hacerles regalos a los mismos niños de
familias pudientes. Así, a los dos o tres días de percibir un par de meses de sueldo ya no le quedaba un
centavo para sus más apremiantes necesidades. En una palabra, el maestro vivía para sus discípulos a
toda hora del día y aun de la noche, si ocurría algo extraordinario, y nosotros le profesábamos todo
nuestro cariño y veneración» (citado por Barcos, 1935: 65). Como éstas, muchas anécdotas dan cuenta de
la entrega de Almafuerte a quien lo necesitara, pues siempre estaba dispuesto a defender al débil y
ayudar al carente.
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Ahora bien, si tamizamos esos gestos desde una mirada política, ¿cómo se interpreta esta entrega casi
«apostólica»? En la elección profesional de muchos docentes, el «sacrificio» ha sido un componente clave.
Quien puede escoger otras carreras o alternativas de trabajo, ¿por qué optaría por una que se caracteriza
por sus bajas remuneraciones? Puede daba muchas respuestas a esta pregunta, pero una de ellas es, sin
duda, la vocación de sacrificarse por una buena causa. Almafuerte es, sin duda, el emblema de la docencia
entendida como «sacerdocio laico». Esta modalidad se aleja considerablemente tanto del docente-
trabajador como del docente-técnico, pues no hay remuneración que pague la entrega ni propósito
evaluable que la justifique. Así lo comprende Julio Barcos, que compara al poeta con Jesús y con el viejo
Tolstoy, en su versión más mística: «Tolstoy dio tierra, pan y espíritu a sus colonos. Feliz de que podía
repartir todos los bienes terrenales y espirituales entre sus semejantes. Dentro de su pobreza, nuestro
cristiano Poeta hizo lo propio, dando a veces, no ya lo que le sobraba, sino lo que le era imprescindible:
techo, mesa y cama a sus discípulos» (1935: 63). Almafuerte fue sumamente crítico de la política de su
época en su tarea periodística, pero este modo de ejercer la docencia cuestiona poco del orden social
vigente. Por el contrario, para el docente con vocación de sacerdote laico siempre es necesario que haya
gente sufriendo para sentirse un ángel que desciende a salvar vidas ajenas. En la docencia como
sacerdocio hay cierto tono de martirio, que probablemente esconda una considerable soberbia travestida
en entrega: «Yo me sacrifico por ustedes porque soy tan bueno y generoso que doy mi vida para que
ustedes estén mejor». ¿Puede ser éste el soporte de un vínculo pedagógico emancipador?
Cuando el régimen político empezó a mostrar sus grietas y dejó entre-ver las contradicciones entre el
discurso escolar y la moralidad de los gobernantes, se hizo difícil mantener la cohesión dentro del
sistema. Muy tempranamente hubo voces de cuestionamiento a la educación normalizadora y a la
burocratización de la enseñanza. Algunos docentes, como el mismo Julio Barcos, siguieron trabajando
dentro del Estado pero lo criticaban con ahínco, considerándose fuera de él. Tras simpatizar con ideas
libertarias, Barcos se volcó al radicalismo, pero mantuvo una mirada cuestionadora de la centralidad del
Estado en la educación escolar y de las actitudes de sus colegas docentes:
No es un secreto para nadie que nuestra escuela para ricos y pobres, está subrepticiamente
animada del sentimiento de clase. Especialmente las mujeres se pagan mucho del rango social
que ocupan las familias de sus alumnos. Conozco Más de una directora de la capital, que le llama
tener «buen elemento» a tener hijos de gentes acomodadas. De acuerdo con ese inicuo
prejuicio, he aquí la consigna dada a las maestras que hacen en el comienzo del curso la
inscripción de alumnos: no olviden que hay que seleccionar el elemento. Los niños de las
escuelas «modelos», que reciben de reflejo esta sugestión de sus maestras, están generalmente
impregnados de ese sentimiento burgués que se traduce en persecución y desprecio a los niños
pobres. El delantal blanco impuesto a todos los escolares para evitar los contrastes que ofrece el
lujo de los niños ricos con la astrosa miseria de los niños pobres, no alcanza a corregir el mal. Las
maestras distinguen ostensiblemente con sus mimos y preferencias a los hijos de fulano y
perengano (Barcos, 1928: 178).
La denuncia es precisa y pertinente, porque desnuda una práctica que aún hoy corroe los circuitos
aparentemente igualitarios del sistema. Sin embargo, no es menos «burgués» el sentimiento que Barcos
valora en Almafuerte: su preferencia por los chicos pobres, como vimos más arriba. Tanto él como estas
docentes que «seleccionan el elemento» se consideran con derecho a elegir quién merece su enseñanza y
quiénes no. ¿Es ésta una potestad del educador? ¿Podemos decidir quién es educable y quién quedará
fuera de nuestra escuela? Difícilmente podríamos sostener argumentalmente esta práctica sin
contradecir la aspiración universal de una pedagogía emancipatoria.
Barcos ocupó puestos de dirección y supervisión, pero no se incluye en su crítica la educación que el
Estado brinda a las familias. «El sistema» es algo ajeno a sí mismo, que lo agobia e impide que realice su
tarea. Según sus palabras, Un inspector general de escuelas que acaba de jubilarse, declaraba antes de
irse, en un impulso de sinceridad, que la enseñanza oficial no es sino «la organización de la rutina».
Eso está comprobado por la inmutabilidad histórica de nuestro régimen educacional que es hoy
sustancialmente [...] lo que era hace cien años. [...] Comprobado el cargo que le hace a la enseñanza oficial
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uno de sus altos jefes técnicos, de que ésta no es sino la organización de la rutina, por nuestra parte nos
encargaremos de demostrar que es, también, desde la escuela a la universidad, la más perfecta
organización del parasitismo; y por sobre ambas cosas, la organización de la esclavitud mental de la
juventud por la tiranía dogmática del espíritu» (1928: 27). Es probable que el inspector al que alude haya
sido él mismo o alguien con sus mismos sentimientos. Según esta caracterización, «el sistema» ahoga,
esclaviza, embrutece e impide. Nuestra tarea sería mucho mejor si «el sistema» nos dejara en paz, nos
diera la posibilidad de operar a nuestro antojo. En definitiva, si cambiaran las condiciones, la realidad y el
mundo, podríamos ser libres y felices, pero creo que esta mirada puede ser, en sí misma, un impedimento
para cualquier transformación. Concebir la libertad como una concesión y aspirar a una coherencia sin
conflictos de arriba hacia abajo postula una imagen armónica y burocrática del espacio público. ¿No será
inherente a la tarea docente estar siempre en contradicción con el mismo «sistema» que integramos? ¿No
será parte de la tarea educativa mantener siempre abierta una disputa por las condiciones materiales y
simbólicas de nuestro trabajo? Suena muy ingenuo pedirle al sistema que nos deje tranquilos, pero esta
actitud vuelve a encontrarse periódicamente en las salas de maestros y profesores, en voces divorciadas
del ámbito público en el que se encuentran y al cual representan frente a los grupos familiares.
Como podemos apreciar, la queja no es invento de las generaciones recientes de maestros, aunque quizá
hoy abunda más que nunca. Se trata de una letanía que rara vez genera cuestionamiento real y tiende a
desdeñar cualquier intento de transformación. Esta visión política aparentemente crítica resulta sólo un
tranquilizador de conciencias con sentido ético adormecido. Es fácil desresponsabilizarse de los actos
propios adjudicando los fracasos a un tercero inasible y enarbolando intenciones nunca practicadas, pero
más fácil aún es hacerlo sin renunciar a las mieles de un sueldo estable. El docente quejoso, de ayer y de
hoy, construye una escisión que preserva su conciencia tanto como limita su actuación concreta para
modificar algo. ¿Qué educación política podría fundarse en la queja paralizante?
Estas y otras historias muestran modos de ser docente en la Argentina. No propongo juzgar a nadie, ni
establecer altares e inflemos con nuestros juicios de valor, sino aproximarnos a nuestras propias
tensiones a través de escudriñar estas historias personales. En ellas hay un espejo donde vemos
reflejadas algunas ideas y sensaciones que nos habitan. Detrás de cada nombre hay una biografía y, en
ella, las tensiones constitutivas de un rol docente que es quizá difícil en todas partes, pero encuentra
dificultades particulares en nuestro país. ¿Será más difícil aquí que en otras latitudes? Imposible
mensurarlo, pero podemos dar cuenta de algunas sensaciones. Quienes transitamos las últimas décadas
de la historia nacional sentimos que para vivir aquí hay que tener el cuero duro, y más aún para
representar a la generación adulta en el proceso de transmisión educativa. En un contexto de
instituciones frágiles y exclusión de vastos sectores de la población, la escuela ha sido, en muchos casos,
la única cara visible del Estado, la que queda para recibir el cachetazo. No es sorprendente que haya
aumentado la sensación de malestar en la sala de profesores, la queja hacia los estudiantes y hacia sus
grupos familiares, la sospecha hacia cualquier política que se presente como transformadora. Percibimos
el agobio en nuestros cuerpos y también, por supuesto, se resiente el vínculo pedagógico, el soporte
básico para cualquier proyecto de enseñanza.
Las referencias a docentes que transitaron las escuelas argentinas nos permitieron mostrar algunas de
las intenciones y modalidades de resistencia que adoptaron distintos enseñantes al elegir y al desarrollar
nuestro oficio. ¿Cómo operan hoy en nosotros las tensiones que describimos en los colegas de
generaciones anteriores? ¿Qué modalidades subjetivas encontramos en la sala de profesores del siglo
XXI? Para pensarlo, podemos utilizar algunas figuras literarias que nos distancien de los personajes
reales, al tiempo que nos den elementos para evaluar nuestras representaciones y prácticas.
En un texto de bella pedagogía, Philippe Meirieu (1998) compara la tarea educativa con la historia del Dr.
Frankenstein. Según su visión, la tentación de un docente-Frankenstein es fabricar a los estudiantes con
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retazos que cobrarán vida por su artificio y que serán la repetición de nosotros mismos. La propuesta que
nos ha legado la tradición enciclopedista (sobre todo en la escuela media) se parece mucho a esta idea: se
trata de moldear las mentes, los cuerpos y las emociones hasta que los niños lleguen a ser «el perfil del
egresado», predefinido de antemano como una sumatoria de saberes y virtudes. En niveles dirigidos a
edades más tempranas, esta sumatoria no se refiere a materias sino a hábitos y cualidades que
pretendemos inculcar a los alumnos cuando están todavía inmaduros en sus emociones y en su voluntad.
El Dr. Frankenstein fabrica y moldea, da forma a su gusto y tiene en mente una imagen de lo que busca.
Esta reducción del acto educativo a un proceso de fabricación del otro conlleva, claro está, el signo del
autoritarismo. Pero Meirieu avanza aún más y dice que hay otro gesto autoritario en el temible doctor:
cuando ve su obra, se asusta y no se hace cargo de seguir adelante. Esa criatura librada a sí misma, a la
que nadie le enseña a hablar, a leer, a relacionarse con otros, se transforma en un monstruo. Hay allí un
segundo gesto autoritario de Frankenstein quien, cuando entiende que no puede imprimir al otro los
rasgos que se le antojan, lo abandona y renuncia a orientarlo. Desde la historia reciente de nuestras
escuelas, esta imagen puede ayudarnos a pensar el péndulo autoritario en el que estamos tentados de
caer: fabricar o abandonar. O bien los estudiantes aceptan lo que la escuela les propone o no sirven para
la escuela. Nuestra pedagogía cotidiana sigue muy apegada a la idea de que los alumnos son «lo que
deben ser o no son nada», como reminiscencia de la estoica máxima sanmartiniana.
La figura que propone Meirieu es rica y sutil, porque permite encontrar en ella nuestras propias miserias,
las grietas en que se cuelan nuestras flaquezas. En ese mismo sentido, podríamos postular otros
personajes que distorsionan el vínculo político-pedagógico. Así como la matriz clásica nos tienta a
convertirnos en el Dr. Frankenstein, hay otras tentaciones que desvirtúan la función docente en su
sentido político. Analizaremos cuatro de ellas, que llamamos: Superman, Peter Pan, Sandokán y el genio
de la botella.
La imagen del docente-Superman es una comparación habitual desde hace décadas, tan criticada como
difícil de erradicar de nuestras representaciones. La tentación de Supermán consiste en ofrecernos como
modelos infalibles a ser imitados. Es el riesgo habitual de la pedagogía tradicional y su vigencia echa
raíces en la soberbia de quienes elegimos la docencia con intención de transformar el mundo, con
expectativa de contribuir a mejorar las vidas de nuestros alumnos. Esta intención loable nos encorseta en
una imagen que tiene como principales enemigas a las debilidades y las incoherencias, pues el maestro-
Supermán debe saberlo todo, debe ser siempre coherente y debe estar disponible para resolver de buen
ánimo las vicisitudes que le presente su vida profesional. Ahora bien, ¿cuál es su mensaje político?
Umberto Eco señala que Supermán no cuestiona nada de la sociedad en que vive, pues emplea su
extraordinario poder para preservar intacto el orden social: «Supermán nunca estacionará su auto en una
zona de estacionamiento prohibido y nunca será un revolucionario. [...J Este héroe ultrapoderoso emplea
sus extraordinarios poderes para plasmar un ideal de absoluta pasividad, rechazando cualquier proyecto
que no esté aprobado por su sentido común y convirtiéndose así en parangón de los elevados parámetros
morales ajenos a toda preocupación política» (citado por Bauman, 2001: 110). Del mismo modo, el
docente-Supermán es un educador moralista, que pregona la continuidad de la moralidad de su tiempo,
que identifica toda transgresión con un peligro, toda incoherencia corno una debilidad, toda
incertidumbre como un problema. Es fuerte y exige que lo sean sus alumnos, está siempre atento y
reclama atención permanente, no pide ni da tregua. A partir de esta caracterización, Bauman señala las
implicancias de esta figura en la posición de los intelectuales: «El mensaje de "no hay alternativa" que
emana de cada aventura exitosa de Supermán y de las de sus muchos imitadores y múltiples secuelas, y la
necesidad de no hacer nada en particular respecto del mundo –más allá de atenerse a la ley y a la
observancia del orden y, ocasionalmente, ayudar a los uniformados o a los civiles cuya tarea es asegurar
el cumplimiento– pueden ejercer un efecto consolador y reconfortante sobre la mayoría de los
observadores, pero resulta un mensaje más bien apocalíptico y una profecía de condenación para todos
los que todavía aspiran –por nostalgia u otra razón– a desempeñar los roles y asumir las
responsabilidades antes asociadas con la posición del intelectual» (2001: 110). En tal sentido, el docente-
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Supermán reniega del pensamiento para operar sobre la sociedad, renuncia a la reflexión ética y política
sobre la herencia cultural, los patrones morales y los criterios legales. Supermán es un hacedor, con los
pies más ligeros que el cerebro. Del mismo modo, el docente-Supermán rehúye la deliberación sobre el
sentido y los propósitos de su tarea, pues está concentrado en realizarla sin pausa y sin errores, sin dudas
ni fisuras. Supermán quiere ser adulto viviendo entre niños-adultos o adultos-niños, siempre consistente,
imperturbable frente al dolor y a la adversidad, seguro de lo que puede, identificando lo que quiere con lo
que debe. Desprecia a los colegas imperfectos y a los niños todavía inmaduros, pues a todos supera con el
ejemplo de su invulnerabilidad constante. El docente-Supermán avanza por el patio investido de una
coraza que lo mantiene inmune a los avatares de la historia. Ocupado en predicar con el ejemplo, se ha
perdido como sujeto viviente, sintiente y pensante. Su único temor es que alguna vez lo traicione la
kryptonita verde del deseo, de su propia subjetividad atrapada pero no exhausta, sujetada pero no
inerme.
Diferente (y quizá opuesta) es la tentación de Peter Pan: hacernos niños y negamos a crecer. Peter es un
niño que escapó de su casa y vive con otros niños en el «País de Nunca Jamás'». Su historia puede
entenderse como expresión del deseo de permanecer eternamente infantil, con la ventana cerrada al
mundo adulto, despreocupado del país real, donde todo es «siempre-quizá» porque la historia no está
escrita de antemano. Peter no puede crecer porque no tiene memoria, no recuerda lo que ha vivido. Él y
sus adláteres renuncian a crecer luego de recibir un claro desprecio de sus mayores, un abandono, y
descubrir que la supervivencia en conjunto es posible. Si creciera, dejaría de haber pares, pues el
colectivo se desarma-ría en individualidades enfrentadas con diversas responsabilidades. La psicología
norteamericana ha definido el «Síndrome de Peter Pan», descripto con rasgos de inmadurez emocional e
irresponsabilidad en adultos que buscan permanecer adolescentes. Si Supermán intenta ser puro adulto,
Peter Pan renuncia a la adultez como quien se niega a vestir una armadura demasiado pesada. Algo
semejante sucede en las escuelas. El docente-Peter Pan no trabaja con niños sino que es uno de ellos,
comparte sus alegrías, sus temores y sus tristezas. Afirma Perla Zelmanovich (2003) que «Los adultos, en
estos tiempos, al estar más vulnerables, corremos el riesgo de equiparar la vulnerabilidad de niños y
jóvenes con la nuestra. Un signo de esta equiparación es la inversión de la vulnerabilidad, esto es, que se
entienda que la vulnerabilidad del adulto es mayor que la del niño o se la ponga por delante.» El riesgo es
que esta inversión o equiparación arroje como consecuencia que el adulto deje de ofrecer a los niños y a
los jóvenes su mediación para significar la realidad, con los efectos que esto puede generar, en cuanto a
las dificultades para soportarla así como para acceder a pautas y normas de la cultura.
El docente-Peter Pan puede ser tierno y divertido, pero no propone ni protege. Elige ser tan vulnerable
como sus alumnos. Desconoce el mundo adulto y se solaza en una infancia inmanente y eterna. Por eso
mismo, no les transmite un legado ni les presenta desafíos, sino que espera que ellos avancen «solitos»
por la vida y por el conocimiento. Quizá se plantea las mismas preguntas que sus alumnos, pero se niega a
comunicar las respuestas provisorias que el mundo se ha dado hasta aquí, porque cree que las preguntas
se mantienen abiertas si nunca hallan respuestas. Por el contrario, lo que ocurre es que todas las
preguntas que abre su enseñanza son ficticias y fugaces, no incluyen una búsqueda auténtica. Ajeno al
mundo, la enseñanza que propone el docente-Peter Pan no moviliza ni convoca a recorrer el mundo, sino
que explora en la inmanencia de lo que cada uno puede aportar. Pero el viaje es un elemento casi
indispensable de los cuentos clásicos infantiles y, según sostiene Fernando Savater, permite al personaje
alejarse de la seguridad familiar, abrirse a lo imprevisto, enfrentar sus miedos y madurar: «EI hogar no
basta: si el joven aventurero no lo abandona, nunca sabrá lo que es el miedo, conocimiento indispensable
para la maduración; ni siquiera conocerá la nostalgia, algo que le hace aún más falta, si cabe» (citado en
Tosi, 2006: 7). El primer gesto político de la educación escolar es invitar a los estudiantes a romper el
cascarón, elevar el ancla que los ata a la orilla de lo que su propio medio social les ofrece para explorar lo
otro, lo lejano, lo distinto. Si el docente no propone a sus alumnos realizar un viaje por el mundo, nada
hay para conocer ni para transformar la educación política carece de sentido.
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La tercera tentación la describe Emilio Salgari cuando narra la historia del célebre Sandokán, un noble
malayo a quien los ingleses le quitaron su reino y mataron a sus padres. Sandokán se transforma en jefe
de los piratas de Malasia y tiene su guarida en Mompracem (cerca de Borneo), donde prepara sus
expediciones justicieras. Sus hombres son una verdadera legión de demonios (malayos, dayakos,
siameses, cochinchinos, indios, javaneses, duguises, tagalos de Filipinas y negros) en espera de una orden
para embarcarse en las naves y lanzarse a la lucha. El Tigre de Malasia, secundado siempre por Yáñez de
Gomera, su leal lugarteniente portugués, es el pirata caballeresco, audaz y constante, tanto en los odios
como en la amistad, siempre dispuesto a cualquier riesgo, siempre confiado en su buena estrella y en la
fuerza de su brazo. El docente-Sandokán es un luchador empedernido, que se erige en representante de
sus pares y los estudiantes para enfrentar a las autoridades y al sistema. Su gesto conlleva un mensaje
propositivo y transformador, lo que no es poco en un contexto de desesperanza política. Es una figura de
resistencia a toda opresión y dominación. Sin embargo, también está teñido de cierta prepotencia y
altivez que desnaturalizan sus esfuerzos. Sólo ve la realidad desde la lógica binaria de amigos y enemigos.
Puede luchar denodadamente, pero es incapaz de escuchar razones, de negociar con otros intereses
legítimos, de respetar los ritmos y estilos que le plantean sus propios compañeros (a quienes
frecuentemente sólo ve como seguidores). La autosuficiencia del docente-Sandokán lo aleja de sus pares
porque él sólo mira la realidad en blanco y negro, sin matices ni posibilidad de que los sujetos cambien.
Es cierto que la propia lucha lo ha endurecido, pero perder ternura en la batalla es una sutil derrota que
lo transforma en semejante a] sistema que combate. La tentación de Sandokán lleva a que un docente
Tuche a brazo partido por los chicos, por la comunidad en que trabaja, por sus ideales, dejando la propia
vida en cl intento. Ese docente enarbola una pedagogía de la resistencia, valiosa por cierto, aunque el
carácter romántico de su lucha le quita potencia y, más de una vez, enceguece su proyecto político.
Frecuentemente no percibe que han cambiado las condiciones y supone que se enfrenta a un Estado
burocrático y opresor, cuando tiene enfrente un Estado desdeñoso y abandónico. Su lucha requiere un
enemigo consistente y visible, pero suele hallarse en la intemperie y la desolación que generan las nuevas
figuras de la dominación, ante las cuales no tiene más respuesta que bronca ciega. No encuentra
estudiantes rebeldes sino aburridos,' y le cuesta mucho entenderlos, por-que cree que no viven su ciclo
vital como deberían, según cánones que su propia historia lo ha marcado. Poco a poco, comienza a
amargarse y se victimiza. Se ha acostumbrado más a combatir que a construir, a denunciar que a
reconocer, a desconfiar que a generar confianza. El docente-Sandokán es coherente y comprometido,
aunque rara vez sale ileso de su epopeya: se agota y se desgarra, cayendo en las trampas generadas por
una lucha con más coraje que cabeza.
Finalmente, podemos mencionar la tentación del genio de la botella, según un relato de Las mil y una
noches. Un pescador preocupado porque no tenía nada para llevar a su casa, tira su red al mar y atrapa en
ella un recipiente cerrado cuyo contenido desconoce. Lo abre y lo sacude para ver si lleva algo en su
interior. De allí sale una enorme humareda que tras disolverse deja ver un hosco genio que enfrenta con
mirada desafiante al pescador. Le explica que es un efrit rebelde; encerrado allí desde hace siglos, que
ahora se dispone a matar al pescador. Cuando éste le pregunta cuál es el motivo por el cual quiere matar
a quien lo ha liberado, el genio responde:
«Permanecí más de cien años en el fondo del mar y me decía a mí mismo: "Voy a enriquecer eternamente
a quien consiga libertarme". Pero pasaron todos estos años y nadie lo consiguió. Durante otros cien me
decía: "Descubriré y daré todos los tesoros de la tierra a quien logre libertarme". Pero nadie lo consiguió.
Pasaron cuatrocientos años y entonces decidí: "Voy a conceder tres cosas a quien me liberte". Y nadie
vino a salvarme. Entonces, furioso, dije de todo corazón: "Ahora voy a matar a quien me libere, pero antes
le dejaré elegirla clase de muerte que prefiera". Y tú, ¡oh pescador!, viniste a liberarme, por lo que te
permito que elijas la clase de muerte que prefieras» (Anónimo, 1985: 36-37). El pobre pescador, que se
ve amenaza-do por un motivo que considera injusto, atina a formular una artimaña que le salva la vida: le
dice al genio que cree imposible que él haya vivido dentro de la botella, por la desproporción entre su
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tamaño y el recipiente; el efrit vuelve a meterse en ella para demostrar su relato y el pescador tapa la
boca, atrapándolo nuevamente en su interior.
El docente-genio de la botella es alguien que ha tenido ilusiones y apostó su esfuerzo y su tiempo a que
alguna vez mejorarían las condiciones de su tarea. Una larga experiencia de desencantos fue desgastando
su optimismo hasta tomarlo ácido y descreído. Por eso mismo, cuando llega un colega nuevo, un directivo
o un capacitador que quiere mostrarle nuevas posibilidades, descarga sobre él toda su furia. Sólo la
impasibilidad de cualquier cambio le permite justificar la amargura que sufre desde hace años, así que
está dispuesto a combatir cualquier argumento que postule expectativas de transformación. «Al oír al
efrit, el pescador dijo: — ¡Por Alá, que la suerte es prodigiosa! ¡Y debía ser yo quien te liberase!»
(Anónimo, 1985: 37). Algo parecido siente y piensa ese colega nuevo, ese directivo o ese capacitador que
se acercó al docente «genio de la botella» con las mejores intenciones de incluirlo en un proyecto, pero
recibe de él un odio inmerecido, junto con la descalificación de cualquier intento renovador. Ha
renunciado a cambiar nada, cree que el futuro será irremediablemente igual o peor que el presente y
encarna sin hesitar los postulados de una pedagogía de la reproducción. General-mente se trata de
alguien cuyas ilusiones alimentaron la elección de la carrera docente, que abrigó esperanzas durante
años y bregó por ellas con expectativas quizá desmesuradas, pero sintió luego las injusticias del sistema,
sus dolorosos sinsentidos, sus olvidos desgarradores. Y la misma ilusión devino espanto, desazón y
desconsuelo. Quizá diga, con reminiscencias cartesianas, «Yo no pude, luego no se puede». La resistencia
a toda propuesta innovadora es el modo que elige para justificar su propio fracaso. Puede decir, como
Nicanor Parra, en su ácido autorretrato de un docente que reproducimos al iniciar este texto, que tuvo
ideales y tos perdió.' Quizá este docente fue antes Sandokán, pero las batallas perdidas y la soledad de las
derrotas le quitaron energía y voluntad, hasta arrasar con sus sueños. El maestro-genio de la botella nos
muestra que la tarea docente, como la actividad política, consume la subjetividad de quienes la abordan
con expectativas demasiado cándidas.
El docente-Frankenstein, el docente-Supermán, el docente-Peter Pan, el docente-Sandokán y el docente-
genio de la botella son imágenes del fracaso y la desolación, muestran los rumbos equívocos que nos
llevan a tropezar habitualmente con piedras ya conocidas. Seguramente no son los únicos, pero son
algunos de los personajes que un docente puede reconocer dentro de sí o en el diálogo con colegas que
transitan las mismas búsquedas. Más allá de estas figuras, sigue abierta la pregunta por la subjetividad
del docente. ¿Qué elige alguien que decide ser maestro o profesor?
Al inicio de nuestra formación, muchos manifestamos haber escogido la carrera por «amor a los niños»,
pero pocos años después de recibidos pocos hablamos de amor en la sala de maestros y profesores.
¿Tiene cabida el amor en la tarea docente? ¿Puede el amor dar sustento a un largo recorrido profesional?
¿Qué puede aportar el amor a la educación política?
Hannah Arendt ha dicho que «el amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más
que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas
antipoliticas humanas» (1993: 261). Es una caracterización taxativa que, en la pluma de una filósofa
política, parece expulsar el amor de la esfera pública. No ingresa allí porque no es mundano sino fruto de
un milagro; no está teñido de intereses e intencionalidades como la política, sino que es pura entrega.
Ahora bien, ella misma afirma en otro texto que la educación es el punto en el cual decidimos si amamos
al mundo lo suficiente como para asumir una responsabilidad por él, y de esa manera salvarlo de la ruina
inevitable que sobrevendría sino apareciera lo nuevo, lo joven. Y la educación también es donde
decidimos si amamos a nuestros niños lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y
dejarlos librados a sus propios recursos, ni robarles de las manos la posibilidad de llevar a cabo algo
nuevo, algo que nosotros no previmos; si los amarnos lo suficiente para prepararlos por adelantado para
la tarea de renovar un mundo común» (1954). Aquí la educación echa raíces en un amor de dos caras: al
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mundo y a los niños. Amar el mundo es, para Arendt, salvarlo de la inercia conservadora, de la
naturalización de lo que ha sido, mediante el ingreso de lo nuevo. Amar a los niños es, en cambio, abrirles
las puertas de «nuestro» mundo (ese posesivo da pistas sobre la existencia de más de un mundo posible)
para que ellos tomen los materiales que les permitan construir el mundo de la nueva generación. En la
confrontación entre ambos textos, parecería que algún tipo de amor es pertinente para fundar el vínculo
pedagógico, aunque no quedan claros sus rasgos específicos. Aparentemente, se trata de un amor no
personalizado, que no tiende un puente de sujeto a sujeto (como la amistad o el amor romántico), sino
que posiciona al sujeto docente entre el mundo y la humanidad (puntualmente las jóvenes generaciones).
¿Puede haber tal amor impersonalizado? Parece un amor sin destino, como una flecha disparada hacia el
cielo. ¿Qué tipo de prácticas éticas, políticas y pedagógicas se sustentan en un amor de tales
características?
Zygmunt Bauman, en su texto sobre el amor en tiempos de liquidez, ofrece un ejemplo muy interesante
del amor más grande de un maestro a sus niños: el que dio Janusz Korczak (llamado en realidad Henryk
Goldszmit), quien murió eh el campo de extermino de Treblinka, junto con casi doscientos niños que
estaban a su cuidado. «Korczak amaba a los niños como pocos de nosotros somos capaces de amar, pero
lo que amaba en los niños era su humanidad. [... Los potenciales portadores de esa humanidad nacen y
crecen en un mundo más propenso a cortarles las alas que a alentarlos a desplegarlas para volar, y por
eso, según Korczak, sólo en los niños se podía encontrar humanidad, y preservarla (por un tiempo, sólo
por un tiempo) en estado prístino y completo» (2005: 112. Subrayado en el original).
Sin duda, la obra pedagógica de Korczak es notable y trasluce amor en cada gesto cotidiano, pero lo que
rescata Bauman y puede ayudarnos a pensar en el amor docente es su gesto último de entrega. Siendo él
director del Asilo de Huérfanos Judíos de Varsovia, cuando se ordenó el traslado del asilo a la zona del
gueto, mantuvo la responsabilidad de su funcionamiento. Cuando los nazis dispusieron el envío de todos
los niños al campo de exterminio de Treblinka, Korczak permaneció junto a ellos pese a no estar obligado
a viajar, diciendo «soy el preceptor y debo acompañarlos». El 5 de agosto de 1942 fue asesinado en
Treblinka junto a los docentes y los 200 niños del Asilo de Huérfanos Judíos de Varsovia. Según testigos
del hecho, ninguno trató de huir, ninguno trató de escapar. Se aferraban a su maestro, quien los protegía
y marchaba con la frente en alto. Se dice que un oficial de la SS reconoció a Korczak como autor de los
libros que leían sus hijos y le ofreció ayuda para escaparse. Él sin embargo rechazó la oferta y abordó el
tren hacia su destino final. En el gesto final de Korczak, se observa un amor que no busca ninguna
eficacia, pero sí encuentra apoyo en convicciones fuertes. Es un gesto de resistencia y de construcción de
un poder alternativo, allí donde los márgenes de libertad estaban reducidos al mínimo. No se trataba de
lograr objetivos sino de desplegar el sentido de lo que toda su obra había pregonado. Hay aquí un rasgo
de lo que podríamos llamar amor político»: intenta transformar el mundo sin fundar su acción en la
expectativa de lograrlo. Podría alegarse que fue una entrega estéril, ya que no salvó vidas y perdió la
propia, pudiendo escapar. Esta objeción apunta a evaluar si su estrategia fue suficientemente inteligente,
pero basa esa evaluación en el resultado y pierde de vista el carácter provocador del gesto de Korczak:
ante la institucionalización de la muerte por parte de los nazis, ante la estrategia de horror que ellos
desplegaban, él pudo resistir desde la dignidad, que desarma cualquier argumento.
Por mi parte creo que la tarea de un educador se funda en este «amor político», que es amor a la
humanidad del otro, que incluye amor a la dignidad del sujeto y al valor del mundo. Quien elige enseñar,
sólo puede sostener su tarea si mantiene abierta la convicción de que vale la pena conocer el mundo y
que cada niño es merecedor de ese legado; así como también si sostiene la idea de que el mundo puede
ser mejor de lo que ha sido y esa transformación no está en sus manos, pero sí está en sus manos dar
herramientas para que otros construyan. No es un amor personal, sostenido en el vínculo primario con
cada alumno, sino un amor que siempre mantiene el sentido del vínculo secundario donde el docente no
es un amigo o una madre, sino el responsable de generar proyectos a partir de roles diferenciados con
intereses comunes. Es un amor que se parece mucho a la justicia. El amor político se traduce en dos
convicciones clave que orientan la tarea docente. Una de ellas es el derecho de educabilidad: la
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posibilidad de que cada niño ingrese en la escuela y que no se cuestione su derecho a permanecer en ella.
Esto exige que el maestro confíe en las posibilidades de cambio de cada estudiante, en que puede
aprender, en que puede avanzar sin límites preestablecidos desde afuera. La segunda convicción es el
derecho de educatividad, que atañe a la relación del docente con el mundo. Implica que el maestro enseñe
algo que considera valioso para sí y para los demás, no algo anodino o delegado heterónomamente, algo
que le resulta ajeno e irrelevante. La educatividad del objeto de enseñanza se percibe en la pasión de cada
maestro por conocer y enseñar, porque algo valioso del mundo que construyeron las generaciones
anteriores está en sus manos y siente la necesidad de comunicarlo a las generaciones que siguen.
La responsabilidad de un docente que funda su tarea en el amor político es ofrecer al máximo sin esperar
eficiencia en los resultados. Para bien o para mal (por mi parte creo que esto es bueno porque nos aleja
de Supermán) la vida de los alumnos no depende de nosotros. Si depende de nosotros ofrecerles las
mejores herramientas para que ellos hagan algo con su vida, y ofrecerles algo valioso nos aleja de Peter
Pan. Valoramos lo que enseñamos pero también valoramos la libertad de quienes reciben ese legado,
para que hagan otra cosa con él (y eso nos aleja de Frankenstein). La responsabilidad es siempre
oportunidad de construir una respuesta y hacernos cargo de ella, más allá de los mandatos y los
preconceptos, más allá de que hallemos o no eco en nuestras inquietudes, pero con aspiración de sumar
nuestra potencia a la de otros que comparten nuestros propósitos (y esta apertura a construir con otros
nos aleja de Sandokán). La responsabilidad no necesita certezas, pero se funda en convicciones: creemos
que todo ser humano puede aprender, con los medios adecuados; creemos que todo ser humano merece
ser educado en lo que es relevante para la sociedad en la que vive. Algunas certezas nos atan al suelo,
mientras que estas convicciones nos empujan a andar, al menos mientras sigamos encontrando sentido
en ellas.
Los docentes somos trabajadores intelectuales, pero intelectuales que «ponemos el cuerpo» (las
emociones, el contacto físico, el espacio compartido) por delante o por detrás de nuestras ideas. Renuncia
a ser docente quien se aparta a refunfuñar porque el mundo no lo reconoce (gesto esperable en el genio
de la botella). Asumir una responsabilidad implica leer las condiciones del contexto y tomar posición en
ellas. A mi modo de ver, en el horizonte en que desarrollamos las prácticas educativas, se plantea el
desafío de incorporar tres virtudes básicas de la ciudadanía (criticidad, creatividad y compromiso), corno
«virtudes» de un rol que tiende a disolvernos en mandatos diversos y frecuentemente contradictorios.
Con la intención de posicionarnos como sujetos políticos:
• los docentes necesitamos desarrollar criticidad, para abrir la mirada a un mundo social complejo y
cambiante, generalmente difícil de comprender, donde no es sencillo distinguir qué lugar ocupa cada uno
y cuáles son las implicancias de los discursos que nos atraviesan y constituyen, pues docentes críticos son
quienes pueden analizar los problemas y desafíos del presente;
• los docentes necesitamos crecer en creatividad, para encontrar respuestas adecuadas a problemas
viejos y nuevos, frente a los cuales las respuestas anteriores resultan insuficientes, para formular nuevas
categorías explicativas y desarrollar nuevos proyectos colectivos, pues los docentes creativos siempre se
muestran interesados por encontrar articulaciones nuevas y replantear las preguntas desde lugares
inexplorados hasta el momento;
• Los docentes estamos convocados a dar muestras de nuestro compromiso, para involucramos en la
renovación de una sociedad que dejó de creer en sí misma, para vigilar que los poderosos, los interesados
y los necios no impidan la vida digna de los demás, no degraden su búsqueda de felicidad. En los docentes
comprometidos se ve la voluntad de actuar en consonancia con lo que pensamos y deseamos individual y
colectivamente.
Pero necesitamos desplegar las tres cualidades juntas, porque la criticidad sola se toma ácida y paraliza;
la creatividad sola se torna estúpida y no tiene anclaje en la realidad; el compromiso solo es peligroso,
porque se alimenta de nuestras angustias. Desde la sociedad y desde las expectativas del Estado, muchos
sectores esperan docentes a quienes les vibre el alma pero no les tiemble el bolsillo, que se olviden de su
cuerpo y que se confundan con los niños. ¿No es hora de recrear ese imaginario? Si hay maestras y
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maestros que van a la milonga o la bailanta, que estudian, que se recrean, que exploran su sexualidad, que
en la vida apuestan y fallan, que dudan y buscan con pasión, ¿por qué habríamos de armamos una
máscara literaria para habitar la escuela? Más allá de Frankenstein, Supermán, Peter Pan, Sandokán y el
genio de la botella, está cada uno de nosotros abriendo en el aula una oportunidad para pensar otros
modos de vivir en el mundo. Ése es nuestro desafío en la educación política: quebrar los destinos
predefinidos y disolver las máscaras que nos separan. Las tensiones que encontramos en la memoria de
la tiza son también nuestras tensiones y con ellas podemos avanzar. En nuestras manos está construir
otros modos de ser docentes, apostando a que ser maestros no sea una mascarada compartida sino una
aventura de radical autenticidad y un proyecto político cotidiano. Desde la sala de maestros y profesores,
tenemos oportunidad de reconocer y valorar nuestras diferencias, de apostar a la riqueza de la
heterogeneidad del equipo docente. Eso puede llevarnos a la discusión y el disenso, una confrontación
que nos muestra humanos y falibles, pero una educación emancipatoria no teme al conflicto sino a su
ausencia, pues los ángeles no hacen historia. Es cierto que son coherentes y puros, que están exentos de
contradicciones y dudas, pero también están lejos del deseo y la lucha que caracterizan toda acción
política.
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