Hormigas Entre Gigantes
Hormigas Entre Gigantes
ENTRE GIGANTES
Las infancias y sus experiencias ante la desaparición
y el asesinato extrajudicial de sus madres y padres
Alicia • 1
2 • Alicia
Alicia • 3
HORMIGAS
ENTRE GIGANTES
Las infancias y sus experiencias ante la desaparición
Primera edición
Marzo de 2025
ISBN 978-607-59723-8-1
6 • Alicia
ÍNDICE
Presentación • 9
Prólogo • 13
Alicia • 21
Cristian y Gabriel • 35
Luis Miguel • 49
Heber y Kim • 61
Ricardo • 77
León • 89
Dana y Vania • 101
Marakorea • 105
Epílogo • 127
Alicia • 7
Presentación
9
una población no escuchada e invisibilizada, cuyos derechos han sido vulnerados
en extremo.
Desde Artículo 19 y la Fundación Heinrich Böll hemos trabajado por preser-
var la memoria de las víctimas y sus familiares frente a crímenes y violaciones
a los derechos humanos. Como parte de dichos esfuerzos consideramos que las
niñas y niños no solo son víctimas del entorno de violencia que se ha vivido en
México, sino que también han sido un sector invisibilizado en la lucha de los
movimientos sociales.
En México, se estima que por lo menos 159,383 niños y niñas podrían vivir
sin sus padres y/o madres por el delito de desaparición, sin embargo, la “orfandad
por desaparición” no es un concepto reconocido por el Estado mexicano. Con
esta publicación pretendemos abrir espacios para escucharles y conocer de for-
ma directa las afectaciones que les han provocado las violencias, pero sobre todo,
aprender las formas de resistencia que les han permitido continuar ante la desa-
parición y el asesinato extrajudicial de sus padres y madres.
La memoria se ha convertido en una herramienta en la lucha social que nos
permite seguir problematizando los impactos de la desaparición, ahora desde
el enfoque de las infancias. Esta publicación no es la interpretación de personas
expertas, sino directamente de aquellas niñas y niños que van construyendo me-
moria, muchas veces en el silencio. Por ello, esperamos que este libro nos acerque
a conocer, empatizar y reflejarnos en las experiencias de niñas, niños y adoles-
centes que viven y vivieron la desaparición y asesinato de manera extrajudicial
de sus madres y padres. Sobre todo, esperamos que este libro sea un apoyo a otras
infancias que están transitando por caminos similares a los aquí narrados.
10 • Presentación
Prólogo
13
Alicia de los Ríos es, entre muchas otras cosas compañera, madre, historiadora,
amiga entrañable, hija de dos militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre
(LC23S): Alicia de los Ríos (madre), desaparecida por el gobierno de México el 5 de
enero de 1978, y Enrique Pérez Mora, asesinado durante un enfrentamiento con
las fuerzas armadas del Estado el 16 de junio de 1976. Como historiadora y como
hija misma, Alicia entendió que cuando las personas militantes dejaron de ser
perseguidas y volvieron a la vida pública, que cuando la sociedad quiso superar
(y a veces para superar se niega), pocas personas voltearon a ver a las hijas e hi-
jos, a esas infancias y adolescencias de sus compañeras y compañeros. “El mundo
ignoró muchas veces a esas infancias y me parece que habrá otras infancias en
circunstancias donde no podemos dejar de ver a esas comunidades huérfanas”.
Esta inquietud de Alicia es semilla de este libro.
Preocupadas por cómo la desaparición trastoca la vida de quienes quedan,
Alicia de los Ríos y Jéssica Alcázar, como historiadora también, tienen la curiosi-
dad de acercarse y preguntarles cómo viven la desaparición de su madre o su pa-
dre, en su cotidiano, en su universo, cómo se la explican y la habitan, más allá de
la palabra grandota y pesada y totalitaria de las personas adultas; más allá de lo
que las y los adultos queremos que vivan.
Se lo preguntan a esas infancias que hace cuarenta años vieron a su madre o
su padre salir de casa y nunca volver porque estaban estudiando en el extranjero,
o al menos eso les decían, aunque en murmullos las personas adultas decían que
habían sido llevadas por la policía, el Ejército, el gobierno. Se lo preguntan también
a las infancias que hoy tratan de entender qué significa que a su papá se lo hayan
robado unas personas malas, porque eso no puede ser; a las mamás y papás no
se los roban, se roban a los niños, eso nos han dicho las y los adultos que todo lo
saben. Leemos la voz de las infancias, porque incluso aquí las y los adultos hablan
desde su ser niño o niña en el periodo de la contrainsurgencia, represión por parte
del Estado, también llamado “Guerra Sucia”. Aquí se incluye también la palabra de
las hijas e hijos cuyos padres y/o madres, luchadores sociales, fueron asesinados y
asesinadas de manera extrajudicial por el gobierno mexicano, que con estos crí-
menes perseguía la misma lógica que con la desaparición: acabar, aniquilar, borrar
todo rastro de la oposición política a su sistema de control y dominación social.
Este libro, realizado por Artículo 19 Oficina para México y Centroamérica y
la Fundación Heinrich Böll, oficina para México y el Caribe, acoge la palabra de
14 • Prólogo
Alicia, Cristian y Gabriel, Luis Miguel, Heber y Kim, Ricardo, León, Dana y Vania
y Marakorea; acerca sus historias, a pesar de los cuarenta años de distancia que
pueda haber entre las desapariciones forzadas -desapariciones cometidas por ele-
mentos del Estado- y las desapariciones así sin más -desapariciones cometidas por
particulares, personas que pueden o no pertenecer al crimen organizado-. Este
libro con sus preguntas abre un espacio de conversación y teje un relato que nos
cuenta dos momentos de violencia en el país y también formas diversas de ser
infantes y de vincularse con la desaparición.
Este libro invita a conversar con las infancias y adolescencias del pasado y del
presente. Esas generaciones que están atravesadas por la violencia de Estado y la
criminal, quieren conversar con ellas, con esa comunidad que se revela ante nues-
tros ojos, antes desconocida por no escuchada. Las autoras y las organizaciones
defensoras de derechos humanos que realizan este libro tienen ese gesto de no dar
por hecho, de no asumir que las personas adultas sabemos lo que quieren, ni lo
que piensan. Menos lo que necesitan. Intentan, con sus preguntas, no desaparecer
a las infancias y adolescencias, no anular su experiencia, no sobreprotegerlas. Y
a través de esa curiosidad, el libro nos abre un universo particular, no sólo hecho
del miedo (que anticipamos y asumimos como madres y padres), sino también de
generosidad, de amor, de ternura, de silencio, de cuidados, de confianza.
Mientras pensaba este prólogo abrí (por enésima vez) el libro “Infancia en dicta-
dura”, de la psicoanalista y amiga Patricia Castillo Gallardo que escucha, a través
de la revisión de archivo, cómo las infancias y adolescencias vivieron esos años de
terror durante la dictadura chilena. Patricia inicia la conversación con una frase
que ella pensó tiempo atrás, refiriéndose a su propia infancia en dictadura: “Tuvi-
mos problemas como todos. A veces no entendíamos por qué nos decían que no;
porque esos no, no siempre tenían que ver con la dictadura, sino más bien con las
arbitrariedades en las que los adultos construyen familia”. Y es que a la torpeza de
nuestro adultocentrismo se le suma la duda de no saber qué hacer ante la desapa-
rición. A veces las emociones son tan grandes que las confundimos y donde hay
miedo reaccionamos con enojo; donde hay duda, reaccionamos con desesperación.
Dice Gabriel, cuya madre Rebeca fue desaparecida en el año 2018, en Torreón,
Coahuila: “Me gustaría que me pusieran atención, pero sólo me ponían atención
cuando hacía las cosas mal; cuando las hacía bien nadie se daba cuenta que yo
Prólogo • 15
estaba ahí”. La escucha de Alicia y Jessica a estas experiencias nos permite ver co-
sas sobre nuestro ser adulto y adulta que no alcanzamos a ver o no consideramos
importante en la urgencia de encontrar a la persona desaparecida. Es verdad que
las y los adultos intentamos hacer las cosas bien, lo mejor que podemos, pero a
veces -muchas veces- lo mejor que podemos no es lo que las infancias y adoles-
cencias necesitan. ¿Qué necesitan para transitar, para habitar este camino de la
desaparición o del asesinato extrajudicial de sus padres o madres? Quizá podamos
aprenderlo si les preguntamos, escuchamos y acompañamos.
Porque lo saben, porque las infancias y adolescentes saben cuidarse, incluso
de nuestras fallas. Y saben cuidarnos. Observan, sienten, aprenden. Aprenden que
la búsqueda de la persona desaparecida o asesinada afecta el entorno familiar, y
que a todas las personas nos toca aportar, ya sea con trabajo físico, con recursos
económicos, con tiempo, con imaginación, con entendimiento, con aceptación. Las
infancias y adolescencias aprenden que las personas adultas esperamos de ellas
que aporten con entender nuestras ausencias o tristezas, con guardar silencio,
con no molestar, con aguantar, con no preguntar porque su pregunta nos rompe-
ría, nos confrontaría con eso que más tememos, nos haría pronunciar lo que no
podemos aún. Aportan, colaboran con recibir nuestro “no pasa nada” del que in-
tentamos convencerles, convencernos. Como nos enseñó Valentina Glockner, an-
tropóloga y amada amiga, hay que mirar estos gestos como prácticas de resistencia
de las infancias y adolescencias, como prácticas también de cuidado hacia las per-
sonas adultas que no sabemos qué hacer, que también tenemos miedo y dudas.
Alicia y Jessica preguntan a quienes hace 40 años fueron niños, niñas, hijas e
hijos de militantes y combatientes. ¿Cómo lo viviste? ¿Qué te dijeron? ¿Cómo te
enteraste de la desaparición? ¿Cómo enfrentaste la ausencia tras el asesinato de
manera extrajudicial? Luis Miguel Corral recuerda una infancia en brazos de una
mujer que siempre lo amó aunque ella no era su madre; esa mujer le contó que
sus papás habían muerto en un accidente y querían que ella lo criara. Cuando Luis
Miguel cumplió siete años vio en la televisión a su abuela dando una entrevista y
así se enteró que su padre no murió en un accidente, sino que fue asesinado por
el gobierno. Al interior de las familias, los crímenes de Estado -asesinato o desa-
parición- y las ausencias obligadas consecuencias de aquellos, solían explicarse
16 • Prólogo
con argumentos como “murió en un accidente”, “estudia en el extranjero”, “se fue
a trabajar”.
Esas suelen ser algunas de las respuestas con las que intentamos salir del
paso ante la sombra de la ausencia, ya sea por desaparición o por asesinato. Dana
y Vania perdieron a su mamá Pamela cuando fue desaparecida en el año 2010. A
Alicia y Jessica las hermanas les cuentan cómo su familia las protegía de la ausen-
cia de su madre. Vigilaban lo que veían en la tele y escuchaban en el radio, salían
poco, las cambiaron de escuela. “Todo nos controlaban, prohibidos los teléfonos.
Cuando salían anuncios de búsqueda nos apagaban la tele; periódicos no podía-
mos ver” dice Vania. Dana y Vania supieron que su madre fue desaparecida tres
años después de que sucedió el crimen, durante ese tiempo sabían que se había
ido a trabajar fuera. “Nos lo dijeron tres años después y en ese tiempo, según yo,
teníamos la confianza para contarnos todo y no lo hicieron y nos tuvieron dis-
tanciadas en el mundo verdadero, todos sabían en la escuela menos yo. Me sentía
muy mal”, dice Dana.
¿Qué nos hace ocultar o enmudecer? ¿Es el deseo de protegerles o falta de con-
fianza? ¿Por qué no confiamos en las infancias como quien participa y acompaña?
Pienso en cómo reclamamos la verdad al Estado, pero nos cuesta trasladar, respon-
der a esa demanda de las infancias. En el derecho internacional la verdad sobre las
desapariciones o las ejecuciones extrajudiciales está ligada al conocer el paradero
de quienes fueron víctima de ese crimen, la suerte que habrían sufrido. La verdad
busca saber qué pasó con las personas desaparecidas o asesinadas, quién lo hizo y
cuáles fueron sus motivos; en qué contexto se dieron esos crímenes. Es real que las
familias, en su gran mayoría, no tienen acceso a esa verdad en términos de lo que
plantea el derecho internacional. Pero existen cosas ciertas, pequeñas verdades,
por llamarlas de alguna manera, que las y los adultos administramos y no com-
partimos del todo a las infancias: tu papá, tu mamá, fue desaparecida. No, no sa-
bemos dónde está. No, no sabemos quién se la llevó. No, no sabemos si va a volver.
“Explicar a los niños y las niñas no es tarea fácil, pues las y los adultos tam-
bién se encuentran abrumados por tratar de entender la información y luego
compartirla, de tal forma que llega a las infancias con miedo y dudas. Esto tam-
bién como un efecto normal frente a un hecho donde no se sabe qué ocurrió́ ni
porqué”, escribió Edith Escareño en el informe “Yo sólo quería que amaneciera”,
editado por Fundar y que se enfoca en el impacto psicosocial de la desaparición
en los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa. Es real que no sabemos la
Prólogo • 17
verdad, pero tenemos estas pequeñas verdades, estas pequeñas certezas. ¿Cómo
administramos la verdad? ¿Cuándo decidimos compartirla, entregarla, a las in-
fancias y adolescencias? ¿Cómo la socializamos? ¿Cómo decidimos a quién le
pertenece?
La importancia de compartir esas pequeñas verdades, esa cosa cierta, tiene
que ver con responder a la confianza que las infancias han depositado en las
personas adultas -en nosotras-, porque ser su lugar seguro es nuestra tarea en la
vida. Dice León sobre el momento en que se enteró de la desaparición de su papá
Arturo, sucedida en el año 2010: “Mi mamá me lo platicaba, nunca comencé a
preguntar. Mi mamá, más bien, tomaba tiempo para platicarme. A mí me gustaba
escuchar pero me daba mucho misterio, ¿dónde estará? ¿qué habrá pasado? Solo
sé que un día fueron a Estados Unidos y volvieron y estaban en Tamaulipas y se
pararon por unos tacos y se los llevaron”.
Ven aquí, yo tampoco sé y también quiero saber. Ven aquí, yo también tengo
miedo.“No sabemos dónde está, no sabemos si va a volver, pero vamos a aprender
a vivir en la duda juntos”, le dijo Liliana a su hijo León. Vamos a aprender a vivir
en la duda juntos, vamos a aprender a buscar juntos, vamos a contar su vida jun-
tos. Esa es la verdad, la pequeña verdad con la que contamos. La pequeña verdad
que podemos heredar. Herencia viene del latin haerentia, que significa “estar ad-
herido”. Padres, madres, hijas e hijos, adheridos por la herencia. Unidos.
En su obra “El maestro ignorante” Jacques Rancière propone que en el proce-
so de aprendizaje hace falta reconocerse y reconocer que el otro tiene el mismo
poder; que en este acto la igualdad es imprescindible. Recordando a Rancière en
el contexto de las ausencias obligadas, ¿cómo se comunica la verdad o cómo se
hereda? Podemos hacerlo desde el terror y un intento extremo de protección, que
implica ocultar esa verdad; podemos hacerlo desde la duda, ese lugar compartido,
es decir, desde la igualdad. La igualdad no como fin, sino como punto de partida.
Así es, podemos compartir o heredar esa verdad, esa pequeña verdad de la au-
sencia como un “estar unidos” -pensando en la etimología de herencia-, diluyendo
las líneas que nos aíslan. Adultez e infancias, “estar unidos”. Heredar desde allí.
Como hija de la dictadura y como madre de dos adolescentes que heredan,
de alguna forma, su propia historia, Patricia Castillo se pregunta en “Infancia en
dictadura” qué pueden hacer las y los hijos con esa herencia. “Una forma de de-
cirles a nuestros hijos que también se pueden hacer otras cosas con esa historia,
que no sabemos qué es lo que realmente se hereda y que, de alguna manera, son
18 • Prólogo
libres; que sus síntomas les pertenecen”. Porque también es cierto que sus gestos,
sus actos, sus decisiones, sus silencios y llamados, generosos, sensibles, sinceros,
son una forma de querer cambiar las cosas que les duelen, que no debieron suce-
der. Este libro pone en el centro las vivencias de las infancias y adolescencias, sus
diversas formas y aprendizajes para afrontar las ausencias obligadas. No disputa
el protagonismo de las personas desaparecidas y asesinadas extrajudicialmente,
pues ellas están presentes en las vidas de los primeros: Alicia, Cristian y Gabriel,
Luis Miguel, Heber y Kim, Ricardo, León, Dana y Vania y Marakorea, quienes no
serían las personas que son ahora sin sus padres y sus madres y sin que ellos y
ellas hubieran sido desaparecidos o asesinados extrajudicialmente.
Este libro propone una perspectiva histórica para dialogar sobre la desapari-
ción y el asesinato extrajudicial entre las generaciones de los 70 y 80, y las genera-
ciones que viven la desaparición en los años recientes; propone una perspectiva
emocional que recibe la palabra de Alicia, Cristian y Gabriel, Luis Miguel, Heber
y Kim, Ricardo, León, Dana y Vania y Marakorea. Su palabra se teje a través de su
experiencia, sus miedos, sus imaginaciones y sus deseos. Su sabiduría. A nosotras
y a nosotros, lectores, nos toca acudir también y poner atención. Poner al cen-
tro su experiencia y aprender de ella. No dejarla desaparecer con las personas
desaparecidas.
Prólogo • 19
Alicia de los Ríos abraza un suéter
que perteneció a su padre, Enrique
Pérez Mora, asesinado por el Estado
mexicano el 16 de junio de 1976.
Alicia
21
Cuando yo tenía un mes de nacida mi mamá llamó a casa de su madre, en
Chihuahua, y dijo: “Vengan por ella, por la bebé”. Marta, su hermana, tomó un vue-
lo a la Ciudad de México y se encontró con mi mamá en un parque, y esta escena
la he escuchado muchas veces a lo largo de mi vida: mi tía Marta llega al parque
y encuentra a mi mamá sentada en una banca, ella me da pecho y llora mientras
me alimenta, a su lado hay una cunita azul y una maletita con algo de ropa y se
la entrega a Marta y me entrega a Marta y le dice que por favor me hablen de ella
y que por favor le prometa que ni la vida ni la muerte harán que se dejen de que-
rer. Era el 6 de marzo de 1977. Ese día llegué a Chihuahua a vivir con mis abuelos
en Chihuahua. Ese día nevaba.
Mi abuela materna eligió para mí el nombre de mi madre y me registró como
la sexta hija de la familia Ríos Merino. Mi mamá era integrante de la Liga Comu-
nista 23 de Septiembre y por su vida insurgente me entregó a su familia para que
me cuidaran y me criaran.
Mi mamá Alicia de los Ríos Merino, creció en una familia tradicional con antece-
dentes muy interesantes. Mi tatarabuelo Heliodoro Olea se opuso al gobernador
Creel, a inicios de 1900; se carteó con Flores Magón y fue preso político en San
Juan de Ulúa. Mi bisabuela Casilda Figueroa y mi bisabuelo Miguel Merino se de-
cían a sí mismos agraristas. Mi abuelo Gilberto siempre contaba estas historias en
la sobremesa, eran parte de la historia familiar. Mi tía Marta, hermana mayor de
mi mamá, se integró a las Juventudes Comunistas en 1966 y viajó a la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) a formarse, a aprender de la lucha.
Todo eso permeó en la vida de mi mamá, de Alicia, que para entonces termi-
naba la prepa. En esos momentos, en Chihuahua, sucedieron cosas importantes
políticamente, hubo un triple asalto bancario, una huelga en la Universidad, otra
huelga en la Escuela Normal y luego otra más del Tecnológico de Chihuahua, don-
de estudiaba Alicia. Entonces se sumó a la huelga y se integró al Comité de Lucha
que redactó el documento del fin de la huelga con el gobernador. Este grupo pasó,
de manera natural, a formar la Liga Comunista 23 de Septiembre, en 1973.
Alicia tenía unos 20 años cuando ingresó a ella. En ese mismo 1973, a muchos
kilómetros de distancia, en Guadalajara, Jalisco, Enrique Pérez Mora se sumaba
también a la Liga Comunista 23 de Septiembre. Enrique había sido parte de la
pandilla los Vikingos, en el barrio de San Andrés, un grupo de chavos y chavas de
22 • Alicia
clase humilde y trabajadora, además se había sumado al Frente Estudiantil Revo-
lucionario (FER) en la prepa y fue preso dos veces: la primera en 1970 al ser parte
de ese grupo, y la segunda en 1974, ya como integrante de la Liga. Enrique cayó
preso en el Penal de Oblatos.
El 22 de enero de 1976 Alicia y Enrique se conocieron cuando ella formó par-
te del comando armado que ayudó a la fuga del Penal de Oblatos, donde Enrique
estaba preso. Alicia era la única mujer que participó en la fuga y para mí ese día,
el 22 de enero, es su aniversario de amor. El aniversario de mis padres.
Enrique y Alicia vivieron su historia de amor muy corta, estuvieron juntos unos
4 meses. En mayo de 1976, Enrique fue enviado a Culiacán, Sinaloa, donde sufrió
una emboscada y fue asesinado con otros 3 compañeros insurgentes. Cuenta la
historia que “El Tenebras”, como le decían a Enrique, ya herido y con sus últimas
fuerzas, apuntó desde la casa hasta afuera de ella, donde Max Gerardo Toledo Sán-
chez, dirigente de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), comandaba el operativo
contra los muchachos, y le dio un disparo en la cabeza.
Gracias al testimonio de Amanda, que fue compañera de lucha de mi papá,
pude saber que por mi mamá él sentía una profunda atracción, pero sobre todo
una profunda admiración. Y que era recíproco.
En ese corto tiempo que estuvieron juntos mi mamá se embarazó y en esos
meses habló por teléfono a sus padres, Gilberto y Alicia, para que la visitaran en
Ciudad de México. Ellos viajaron y la encontraron en un parque y ella les pidió
que cuando yo naciera me adoptaran y me cuidaran. También les dijo que si no
estaban de acuerdo, ella me encargaría con María, la mamá de Enrique, mi abue-
la paterna.
Siempre pensé en cómo había sido el parto de mi mamá en la clandestini-
dad. Cuando nació Sebastián, mi primer hijo, tuve mucha tristeza de imaginarla
sola, de imaginar que no tuvo la experiencia de parir acompañada por alguien,
una hermana, una amiga. Ese pensamiento me puso muy triste hasta que supe,
gracias a una tía, que no estuvo sola, que su primo Pepe estudiaba ginecología en
la Ciudad de México y la acompañó. Eso me puso feliz, que su primo hermano la
haya acompañado, me dio un descanso no imaginarla pariendo sola.
Después de mi nacimiento, mi mamá volvió a la acción de calle y se convirtió
en la responsable militar de la Liga. En noviembre de 1977, mi mamá se fue a vi-
Alicia • 23
La memoria de Alicia y Enrique vive
en su familia: Sebastián, Alicia,
Nikolás, Mima e Irene.
24 • Alicia Alicia • 25
vir a la casa del Polígono y ahí coincidió con Álvaro Cartagena, El Guaymas, com-
pañero militante. Se hicieron grandes amigos, ella limpiaba la casa, él cocinaba.
En enero de 1978 hubo varias detenciones de integrantes de la Liga que le
permitieron al gobierno preparar una emboscada. El 5 de enero los compañeros
tenían una cita en la zona de Vallejo Industrial, ahí los esperaban. En la embosca-
da le dispararon a mi mamá, le dieron en la clavícula, pero ella logró huir. Corrió y
entró a una casa donde tomó el teléfono y marcó a su familia en Chihuahua. Marta
contestó del otro lado y alcanzó a escuchar la voz de su hermana Alicia: “Marta,
búscame, me van a detener”. Mi mamá siempre intentó dejar mensajes, pistas de
su paradero, siempre intentó avisar dónde estaba, siempre nos mandó señales.
Mi mamá fue llevada al Campo Militar No. 1 y lo que hemos podido encon-
trar en las circulares, en el archivo, es que a ella la sacaron de ahí y la llevaron a
la calle para reconocer casas de seguridad, que es lo que hacían con la mayoría
de los detenidos. Pero después de su detención no hubo más detenciones de sus
compañeros, lo que significa que ella no dió información que los comprometiera,
que los pusiera en riesgo.
Al Campo Militar también llegaron Cirilo, Juan Manuel y Ramón, que fueron
detenidos en Culiacán. Ellos pasaron casi un mes con mi mamá, entre golpes, in-
terrogatorios y tortura. Mi mamá les pidió que si alguno salía, que por favor dijera
que la vio y dónde la vio. Al Campo llegó también El Guaymas y él la reconoció,
a pesar de encontrarla muy delgada y lastimada. Luego a él lo llevan al hospital
militar por su estado de salud.
Todavía a finales de mayo de 1978, cuatro meses después de haber sido de-
tenida, Florencio, Lorenzo, Jesús Elizalde, Alfredo y Reyes Ignacio la vieron en el
Campo Militar. Alfredo contó que a él junto con mi mamá y Reyes Ignacio, los lle-
varon del aeropuerto Santa Lucía, en la Ciudad de México, a la base aérea militar
en Pie de la Cuesta, los trasladaron a las instalaciones conocidas como “el Bunga-
low”, ahí los separaron. El 5 de junio a Alfredo y Reyes Ignacio los regresaron al
Campo Militar, luego a una prisión en Chihuahua, donde Alfredo testimonió los
lugares donde la vio, como ella se lo había pedido. Alfredo y Reyes Ignacio son
sobrevivientes de los vuelos de la muerte. De mi mamá no volvimos a saber más.
Enrique y Alicia, mis padres, eran un par de jóvenes que querían transformar este
mundo con métodos radicales, que respondieron a experiencias previas de into-
26 • Alicia
lerancia, autoritarismo, que actuaron en su tiempo y en su espacio, que actuaron
de manera histórica, política y consecuente en su tiempo. Ahora tengo muy claro
que mi papá, al ser un joven revolucionario, iba a morir en combate, pero con mi
mamá se rompieron todos los aspectos legales, éticos, morales por parte del Esta-
do mexicano. Ella ha sido víctima sistemática de la desaparición forzada. Acceder
a la justicia ha sido transitar los círculos del infierno. Nosotros llevamos más de
20 años en la judicialización de su caso y la mayoría del expediente es nada. La
desaparición se realiza no sólo por quien la cometió, sino también por las resis-
tencias institucionales, tanto militares como civiles, para acceder a la justicia y
saber dónde está.
No alcanzo a imaginar, no me planteo cómo hubiera sido crecer con mis pa-
dres si no hubieran sido asesinado y desaparecida, porque soy hija de dos insur-
gentes que nunca iban a vivir conmigo. Reivindico a mis padres como un par de
jóvenes insurgentes, revolucionarios. Me cuesta pensarlos como un papá y una
mamá, reivindicarlos en términos de paternidad y maternidad, porque ellos fue-
ron una pareja muy, muy, muy efímera. Se encontraron en la lucha en la Liga
Comunista 23 de Septiembre, vivieron muy poco tiempo juntos, se amaron y se
admiraron, pero no eran un matrimonio.
Yo tuve un papá llamado Gilberto, y tres mamás, Alicia mi abuela, Mima mi
tía que me cuidaba y Alicia, mi mamá, desde su retrato, en un gran marco dorado,
elegante, en la sala. Tuve mi figura paterna y materna, tuve familia, casa, escuela,
vacaciones. Tuve cuidados. Lo que no tuve fue a las dos personas que me hicie-
ron, esos jóvenes que un día se unieron y me concibieron y cuya ausencia no supe
cómo llenar en relación a los otros, al deber externo de responder dónde estaban
mi papá y mi mamá, mi papá muerto y mi mamá desaparecida.
Mis abuelos, mis tías nunca intentaron suplir la existencia de mi mamá. Pero
al inicio no supe la verdad. De mi mamá me decían que estudiaba en la universi-
dad, que estaba en otro país, en una escuela, yo siempre la esperé y hasta le com-
pré unos aretitos con todo el deseo de verla, de conocerla, de tener un encuentro
con ella. Pero quien me faltaba era mi papá. No conocía su nombre, su cara, sólo
sabía que había muerto.
Un día, cuando yo tenía como siete, ocho años, supe la verdad: que mi mamá
no estaba estudiando, que mi mamá tampoco estaba en una cárcel. Ese momento
lo recuerdo con mucho ruido, mucho llanto de parte de todos, muchas personas
hablándome, diciendo cosas. Pero dentro de mí, lo que pasaba en ese momento,
fue que entré en una profunda desolación. Yo tenía la esperanza de poder visitar-
Alicia • 27
Alicia de los Ríos en los brazos de su abuela Alicia Merino.
28 • Alicia
Alicia de los Ríos posa con sus primas Irene y Yuriria, junto con su abuelo Gilberto
de los Ríos.
Alicia • 29
la en una cárcel o en algún lugar y eso se desvaneció. Esa esperanza grandota de
que existiera la posibilidad de tomar un avión y viajar a Estados Unidos a verla
a la universidad, como lo creía de niña; o de agarrar un camión y visitarla en la
cárcel, como lo creí más grande. Todo eso desapareció de mi vida.
Cuando apareció la palabra desaparición se me fue la esperanza.
Desaparición, que era no estar.
No encontrarla.
Esos sucesos me daban mucho miedo, desconfianza. Pero nueve o diez años des-
pués, las señoras del Comité ¡Eureka! viajaron a Guadalajara y allá vivía El Guay-
mas. Él buscó a mi abuela y a mi tía Marta y les dijo: “Usted y tu, gorda -refiriéndose
a mi abuela y a mi tía Marta- se van a quedar con su familia, con los Pérez Mora”.
Y las llevó directo con mi abuela María, la mamá de mi papá. Cuando mi abuela
Licha y mi abuela María se conocieron, fue amor a primera vista y no se soltaron
nunca. Hay una foto de ellas en Bachíniva, sentadas, agarradas de la mano.
Cuando me gradué de secundaria mi abuela María viajó a Chihuahua. Ella
llegó, abrió la puerta de la casa y se sorprendió de verme, de encontrar a una ado-
lescente grande. Esa fue la primera vez que nos vimos. Y ahí comenzó mi relación
con la familia de mi papá. Cuando cumplí 15 años viajé a Guadalajara a conocer
a toda su familia, mi familia, los Pérez Mora. Me sentí en confianza, como si los co-
nociera de toda la vida, además de que físicamente nos parecemos mucho, de que
tenemos la risa, la carcajada fácil. Al poco tiempo conocí a Luz María Villavicencio,
que fue novia de mi papá desde que eran chavos en el barrio y durante todo el
tiempo que mi papá estuvo preso en el Penal de Oblatos. Y a los dos años conocí
a mi hermano mayor Ernesto Marx.
30 • Alicia
Mi abuela María guardó en un frasco, hasta su muerte, el corazón de mi papá.
Cuando él murió en Culiacán, su cuerpo fue trasladado a Guadalajara sin embal-
samar. Ahí sus amigos del barrio lo llevaron a la casa de estudiantes donde vivían
y lo comenzaron a limpiar y tomaron el corazón y lo colocaron en un frasco de
café y se lo entregaron a mi abuela, porque a ellos “El Tenebras” les dijo que su
corazón era de su madre.
Ella tenía un lazo afectivo indescriptible con el corazón y siempre pidió que
cuando se muriera, le dejaran el corazón de su hijo para estar juntos, ahora sí en la
muerte, ya completamente juntos. Alguna vez le pedí el corazón porque no tenía
nada de mi papá y ella no aceptó, a cambió me regaló una camisa y un pantalón
que eran de él, que quedaron después de su muerte, ropa que ella lavó y planchó
todo este tiempo. Cuando mi abuela María murió, mi tío Jorge -hermano de mi
papá- me pidió que llevara el corazón en mis manos en el trayecto a la funeraria
y ahí lo coloqué junto a ella, en el féretro. Y así se cumplió su petición de estar
nuevamente junto a su hijo.
Alicia • 31
espaldas mías, cuchicheaban, que si mi mamá estaba presa, que si era delincuen-
te, que si no era delincuente. Yo era la comidilla y creo que bloqueé esa sensación
porque después me resistí a ir a las manifestaciones, a la plaza, me escondía atrás
de algún árbol. Me resistía a ponerme el cartel con su foto y la leyenda “Secuestra-
da por el gobierno”. Pero mi amiga Mónica se la ponía por mi.
Con el tiempo ese malestar se fue yendo y seguí acompañando a mi abuela
y a Marta a oficinas de gobierno a reuniones; me tocó estar con el procurador Ig-
nacio Morales Lechuga, con el secretario de Gobernación Sergio Granados, con el
general Luis Montiel en la Quinta Zona Militar, con quien mi tía Marta tuvo bue-
na relación. Incluso él alguna vez cenó en la casa. Años después, cuando llegué al
Archivo General de la Nación (AGN) encontré que ese general, Luis Montiel, que
había cenado en la casa, que era muy amable con las doñas del Comité, que gestó
los encuentros con autoridades militares en la Ciudad de México, ese hombre era
parte del grupo de los generales Arturo Acosta Chaparro y Francisco Quiroz Her-
mosillo, cercanos a la Brigada Especial.
Y no sólo acompañé a mi abuela y Marta, sino que lo asumí como una res-
ponsabilidad mía. En el año 2002 me hice cargo de la investigación documental
en el Archivo General de la Nación y ante la Fiscalía Especial para el Movimiento
Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP). En ese momento asumí ya no sólo la
denuncia y búsqueda de mi mamá, sino la de todos los compañeros de Juárez y
Chihuahua y me convertí, digamos, en la profesional del Comité.
32 • Alicia
Solemos poner atención en quiénes luchan y las razones de su lucha. En las
personas y lo que representan, inspiran, simbolizan. Al lado de los héroes, más
cercano al olvido, van quedando sus familias, sus hijos e hijas, sus compañeras o
compañeros que quedan aquí después de la desaparición.
Cuando los compañeros volvieron del exilio, cuando salieron de las cárceles,
cuando dejaron de ser perseguidos, se dedicaron a sus familias, a sus hijos, pero
los hijos e hijas de quienes no volvieron, de quienes fueron asesinados o están des-
aparecidos, quedaron en el olvido por parte de los compañeros y de la sociedad.
Y lo pienso no como un reclamo, sino como una reflexión, para pensar también,
y ahora, en las comunidades huérfanas de las más de cien mil personas que hoy
están desaparecidas.
Alicia • 33
Cristian y Gabriel se miran
risueñas sosteniendo el retrato de
su mamá, Rebeca Cortinas Rueda.
Cristian y Gabriel
Cristian: Antes que nada, decirles que nuestra mamá se llama Rebeca Cortinas
Rueda y tiene 35 años. Que sepan que ella existe.
Gabriel: Era una mujer fuerte y era muy sonriente, muy alegre. Eso me gustaría
decir de ella.
35
Cristian: Es, es. Mi mamá, nuestra mamá todavía es.
Gabriel: Quiero que sepan que la necesitamos mucho y que la extraño todos los
días, que no hay un día en la vida que no la necesite y que la quiera, que la extra-
ño, que me hace falta. Anoten eso. Sepan eso.
Gabriel: Hay muchas cosas que ya no sabemos pero no se nos olvida que siempre
se reía, que sonreía mucho, mucho mucho. No hay una foto en donde no esté con
una sonrisa porque era muy alegre.
Cristian: No, nunca fue una mala mamá, nunca nos pegó, nunca nos gritó, nunca
nos hablaba feo, no. O sea, siempre estaba ahí.
36 • Cristian y Gabriel
Madre de 3 hijas, Cristian, Gabriel y Ariel. Tenían 13, 11 y un año 8 meses cuando
fue desaparecida. Ariel aún tomaba pecho. Seña particular: una cicatriz de cesárea.
Yo me llamo Gabriel Elen Navarro Cortinas, nací el 15 junio del 2006 en Torreón,
Coahuila, tengo 15 años y estudio. Me gusta escribir y estar en el celular. Casi no
me gusta leer, el hábito por escribir me lo pegó Cristian, escribo lo que se me vie-
ne a la mente.
Cristian: Pasó por muchas cosas muy feas antes de que desapareciera, se veía
triste.
Gabriel: Y sus ojos estaban tristes, no brillaban, había cosas que no nos decía.
Cristian: Aún así ella siempre intentaba sonreír enfrente de nosotras, aunque es-
tuviera muy triste. Y cuando lloraba, trataba de limpiarse las lágrimas para que
no la viéramos.
Gabriel: Y nos decía que teníamos que ser fuertes, que nos quería mucho y que
aunque hubiera muchas cosas malas en el mundo, teníamos que ser fuertes…
Como ella… Ella era muy fuerte y cuando dejó de serlo fue porque alguien le qui-
tó su fuerza.
Gabriel: Y yo creo que cuando te quitan tu luz o con lo que tú brillas, te quitan
todo… Me gustaría que no le hubieran quitado su fuerza.
Cristian y Gabriel • 37
Cristian: Su última pareja… Había muchos golpes, muchos gritos, a nosotras casi
no nos tocó un golpe de su pareja, no. Fue algo peor: ver a mi mamá, que la gol-
peaba muy seguido… Fue algo muy difícil.
Gabriel: Cuando pasó la primera ocasión de que le pegó, me acuerdo que yo es-
taba acostada, dormida y de repente escuché gritos, mi mamá estaba pidiendo
ayuda y nosotras fuimos al otro cuarto y su pareja de mi mamá estaba arriba de
ella, ahorcándola y nosotras nos abalanzamos contra él e intentamos quitárselo
y pues yo, con mi mente de niña, quería agarrar la llave y abrir la puerta e irme
corriendo a casa de mi abuelita. Era una distancia grande para una niña, pero yo
me sabía la distancia, cruzar carreteras, cruzar montes, yo sí sabía por dónde irme.
Cristian: Es que pasaron muchas cosas… hubo muchas ocasiones en las que te-
níamos que pedir más ayuda porque nosotras no podíamos. Una vez llamamos
a la policía y cuando llegaron me acuerdo mucho de que mi mamá les dijo que
no pasaba nada, porque él tenía a la bebé adentro, y la estaba amenazando y mi
mamá le dijo a la policía que todas estábamos bien y yo sentí mucho coraje.
Nosotras queríamos que se separara de él, si ella ya no podía o algo, que le ayuda-
ran, que le ayudaran a ello, que nos ayudaran a nosotras, pero fue todo lo contra-
rio. Nos mandaron a vivir a casa de mi abuelita, para protegernos.
Gabriel: Yo creo que aunque ella nos amara, yo nunca me sentí como niña, como
que alguien me cuidara. Como que sentía “tengo que cuidar a mi mamá”. Porque
aunque yo estaba más chiquita que mi hermana como que yo las veía más débiles
y a mi mamá también la veía más débil…
Cristian: …
38 • Cristian y Gabriel
Gabriel: Pero cuando ella desaparece fue más difícil aún porque me sentía sola,
sin nadie, al menos con mi mamá me sentía segura. Si yo no tenía dónde ir, pues
estaba mi mamá. Donde estuviera ella era nuestro lugar, pero ahora ¿dónde es
nuestro lugar, si no está mi mamá? Aunque esté tu tía y tu abuelita, ahí no es tu
lugar, porque ahí no está tu mamá.
Gabriel: Y con mi tía… Pues no termina de ser mi mamá, ella tiene a sus hijos y
a veces veo a mis primos con mi tía y yo quisiera abrazar a mi mamá otra vez, o
estar con ella. Se siente feo, pero intentas no pensar tanto para no estar todo el
tiempo así…
Gabriel: Cuando estás niña, necesitas a alguien que te cuide, que te diga: “Ve a la
escuela”, “¿ya comiste?”, que te esté cuidando, que te esté diciendo: “No está bien
que hagas esto”, para que te enfoques en lo que realmente te necesitas enfocar.
Porque tienes a alguien que te está respaldando, que te está cuidando, que te
está aconsejando, que se está preocupando por las cosas que tú no te deberías de
preocupar.
Cristian: Sí, para que no te descarriles, para que no te pierdas. Para que tengas tus
prioridades. Para que sientas que importas. Para que te quieras.
Cristian y Gabriel • 39
Cristian y Gabriel posan
con sus retratos de niñas.
Cristian: Nos dijo que le había echado un ingrediente secreto porque habían que-
dado bien bonitos los hot cakes.
Gabriel: Y llevábamos dos días y no estaba mi mamá en la casa y así es como nos
dimos cuenta de que ya no estaba… y nos dijo que iba a volver…
Cristian: Mi abuelita no nos podía explicar nada, qué nos explicaba si ella tenía
la cabeza en la misma, como nosotras, llena de dudas: qué pasó con su hija, cómo
pasó, quién fue.
42 • Cristian y Gabriel
nos cansamos de decirles de la pareja de mi mamá, ahí hay algo, vayan por él. Pero
se limitaron a sacar fotos de la cama donde ella dormía.
Gabriel: Nos refugiábamos entre las cuatro, nuestra abuelita y nosotras sus tres
hijas, pero como que igual eso no terminaba de servirnos, porque mi abuelita nos
decía: “Ustedes son mis fuerzas” y pues no, abuelita es que yo no puedo, yo soy
una niña.
Cristian y Gabriel • 43
Rebeca Cortinas
Rueda. Madre de
Cristian, Gabriel
y Ariel.
Cristian y Gabriel
siendo niñas
44 • Cristian y Gabriel
Cristian: Recuerdo en una situación haberme sentido sola, una vez que tenía mi
primer torneo de taekwondo, iba para otra cinta y cuando llegué estaban los pa-
pás de mis compañeros apoyándolos y la neta eso me bajoneó, me dije estoy aquí
yo sola y la verdad es que ni siquiera me esforcé, me sentí triste, ya no quiero, y
ya dejé de ir.
Gabriel: A veces te sientes como desorientada, como que a veces quieres hacer
algo y tú lo haces esperando que alguien esté ahí, orgulloso de que tú estás hacien-
do algo grande y no tienes a nadie que te reconozca, pero cuando tú haces cosas
malas es cuando la gente en verdad te pone como que la atención que según ellos
tú necesitabas, pero ya lo necesitabas desde antes… El daño ya lo tengo, o sea no
sé, no sabría cómo echarle pegamento a una herida o hacer la cicatriz, no siempre
se puede sola porque no sabes cómo.
Cristian: Era, es nuestra luz. Como una lucecita que nunca se apagará.
Gabriel: Ella era como nuestro barco. Un barco en el que yo estaba adentro, na-
vegando sobre el mar, y si el barco ya no está, tú te vas al fondo del océano y te
ahogas y pues así estoy, así me siento ahorita. Como ahogada porque ya no está
nuestra mamá y porque la necesitamos.
Cristian: Me gustaría tener una vida tranquila, no sé, llegar a mi casa, a una casa
mía, llegar y recostarme, dormir, que nadie me levante, que nadie me diga qué
hacer. Llegar a mi casa, sentirme tranquila, tener paz. Deseo la paz, sentirme libre
adentro, no sentir como si tuviera algo negro dentro de mí que no me deja ser fe-
liz, que no me deja vivir bien. Que me tapa los ojos y no me deja ver bien. No me
deja ver bien y no termino de saber quién soy yo. O que no me deja seguir porque
no me deja pensar, no sé cómo decirlo. Eso se va haciendo más grande y como
que me consume, y me siento mal. Muchas veces me siento muy sola, que no ten-
go a nadie, que todo el mundo es muy grande en comparación de mí, porque me
siento muy chiquita.
Hemos sentido que debemos sostener a los adultos. Los adultos piensan que por
ser adultos ellos han vivido más y tienen más conocimiento y no nos escuchan y
se equivocan. También los niños somos personas, o sea, también podemos opinar.
Los niños no somos débiles, pero creemos que los adultos no deberían descargar
Cristian y Gabriel • 45
tanto en los niños, que sean más considerados y escucharlos. Y decirles a los niños
que no tienen a sus papás, que de todo lo malo que venga, va a haber algo bueno.
De todo eso malo van a sacar algo bueno y tienen que ser fuertes, más fuertes de
lo que ya son porque van a venir cosas peores, mucho peores que eso y tienen que
aprender a sobrellevarlo y tienen que ser fuertes. Y a veces alguien te va a decir
aquí está mi mano, ven agárrala. Pero a veces no habrá nadie.
Cristian: Muchas veces sientes que no tienes un lugar y tienes que buscar otro
como si fueras una mariposa buscando flores, pero no encuentras tu lugar y te
sientes muy fuera de todo. Entonces tienes que buscar la manera de estar bien.
Pero no siempre he estado bien. Yo creo que a mi mamá le daría mucha tristeza
vernos porque no lo hemos llevado nada bien y no la hemos pasado bien y creo
que no es algo de lo que ella se sentiría orgullosa. No hemos hecho cosas muy
buenas, cosas de las que ella debería estar orgullosa. Yo siento que se sentiría de-
cepcionada, se sentiría triste. Se sentiría triste de vernos.
Gabriel: Hemos aprendido a ser fuertes y no rendirnos. Todo esto que estamos
sufriendo y que estamos llevando nos va a llevar a algo mejor y en un futuro tal
vez, con mi mamá o sin ella, yo me veo bien, me veo fuerte, me veo grande y me
veo bien porque todo esto es el amor. Y sé que donde esté ella, ella lo ve.
46 • Cristian y Gabriel
Feliciana, la madre de Rebeca. Cuando Rebeca estaba en casa,
le gustaba cocinar para sus hijas y ver juntas Los Simpson
mientras cenaban. Un periódico de Torreón solía pedir a sus
lectores que compartieran en línea fotos de momentos feli-
ces: el 3 de febrero del 2010, Rebeca compartió una foto de
Cristian y Gabriel de bebés, vestidas con un mameluco azul
y uno rosa, en la foto Cristian mira a la cámara y sonríe
tímidamente, Gabriel mira hacia el frente. Para Rebeca esa
imagen de sus hijas fue un momento feliz.
Cristian y Gabriel • 47
Luis Miguel Corral cargando su cunita y
su retrato de cuando era bebé.
Luis Miguel
Soy Luis Miguel Corral García, homónimo de mi padre: Luis Miguel Corral García.
Nací el 29 de mayo de 1977, en algún lugar de la Ciudad de México.
Un día de junio de ese año una persona joven tocó a la puerta de una casa, al-
guien abrió y ese joven le entregó un moisés amarillo con una cartita, dijo “aquí les
mandan” y se fue corriendo. Era la casa de la hermana de mi abuela paterna por-
que la casa familiar estaba vigilada. Yo tenía 15 días de nacido y 15 días después
asesinaron a mi padre. Él era militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre.
Hoy tengo 45 años y he vivido siempre en Ciudad Juárez con mi familia pater-
na, mi abuela Concepción y mi tía Adela, ambas me criaron, son mis madres. De
mi abuelo Telésforo Corral tengo recuerdos borrosos, como cuando yo era peque-
ño y jugaba con sus pies mientras él estaba acostado. Aunque nunca se lo diagnos-
ticaron, mi abuelo se habrá enfermado de Alzheimer o demencia senil después de
lo sucedido con mis tíos y mi papá: mi papá Luis Miguel y mi tío Salvador fueron
asesinados, mi tío José de Jesús fue desaparecido.
En aquella época, mientras mi abuelita se aferraba a buscar a su hijo José de
Jesús, mi abuelito se perdió, era mucho lo que había pasado con sus hijos. La fa-
milia me ha contado que cuando llegué, él mejoró; tenía motivos para levantarse
49
cada día. Cuentan que todos los días iba a comprar naranjas y me preparaba un
jugo fresco. Murió cuando yo tenía tres años y medio.
El ambiente familiar Corral García siempre ha sido muy amoroso, a la casa
llegaban mis tíos y muchas otras personas, todas pendientes de mi mamá (mi tía
Adela), de mi abuelita y de mí. Era el niño más consentido de los tíos, recibía más
regalos y acaparaba la atención de todo el mundo, yo creo que por mi condición
de orfandad. Fue una buena niñez, no tuve carencias ni afectivas ni económicas, a
lo mejor de tiempo, porque mi mamá siempre fue una mujer muy trabajadora, y
pasaba mucho tiempo solo. Aunque para ser sincero, a pesar que siempre estuve
rodeado de cariño, en mi niñez y mi adolescencia sentí una ausencia porque crecí
sin la figura de mi padre. Yo creo que por esa ausencia, desde adolescente quise ser
padre, y ser un padre presente para cumplir con lo que yo tanto anhelé de niño.
Mi infancia transcurrió entre la escuela y la calle, en donde jugaba hasta la
medianoche con los niños del barrio. Fui vago como pocos, pero sin problemas,
aunque era el menor de todos mis amigos que me llevaban cuatro o cinco años.
Siempre fui feliz.
Desde muy chiquito mi mamá Adela me explicó: “Su papá murió, su mamá tam-
bién y yo a usted lo quiero como si fuera mi hijo”. Si ellos vivieran mi nombre se-
ría Luis Miguel Corral Montoya. De mi mamá, Cruz Elena Montoya, conozco muy
poco. Su hermana Rosy me encontró a los dos años y me llevó a conocer a mi
abuelo materno, con quien recuerdo estar contento platicando. Murió cuando yo
tenía cinco años.
Recuerdo que mi tía Rosy me invitaba a comer una nieve, o a visitar a la fa-
milia, pero nunca hablamos sobre mi mamá. De niño no sabía cómo preguntarle,
nunca indagué qué le gustaba, cómo era mi madre, nunca supe. Aún no sé, es un
pendiente que traigo conmigo.
Mi mamá Adela mandó pintar al óleo un cuadro familiar con nosotros tres:
los rostros de mi papá Luis Miguel Corral, mi mamá Cruz Elena Montoya y yo en
medio de ambos. En mi primera infancia conocí las fotografías familiares de mi
papá y las pocas que teníamos de mi mamá. Sin embargo, la versión oficial sobre
la ausencia de mis padres era que ellos habían muerto en un accidente.
Cuando tenía siete años, cambiando los canales de televisión, vi a mi abue-
lita Concepción dando una entrevista al Canal 26 de Juárez, narrando cuando
50 • Luis Miguel
mataron a sus hijos Salvador y Luis Miguel, y la exigencia para encontrar a mi
tío desaparecido José de Jesús. Fue ahí cuando me enteré de qué le había pasado
realmente a mi papá. Escuché la noticia asombrado y enojado, pues mi familia me
había contado puras mentiras.
A partir de ahí, puse más atención en lo que decía y hacía mi abuelita. Si an-
tes de ese momento cuando venían las doñas me iba a jugar, después comencé
a escuchar las pláticas y a parar la oreja. Comencé a preguntar a mis tíos Eloy y
Martín, los hartaba con muchas preguntas, mientras armaba y desarmaba mis ju-
guetes para entender cómo funcionaban.
Fue hasta el día que me animé a reclamar a mi abuelita y ella me contó lo
que ocurrió con mis padres. Recuerdo estar muy enojado porque no me habían
dicho la verdad. Cuando confronté a mi abuela, relacioné que mi mamá Adela era
la hermana de mi papá Luis Miguel. Adela es la tercera de once hermanos y mi
papá era de los más chicos, el octavo. Soy su único hijo, ella nunca tuvo un compa-
ñero de vida, ella siempre estuvo para mí.
Luis Miguel • 51
Luis Miguel con su esposa Enedina, su hijo Jorel y Adela,
su tía y madre de crianza, sostienen dos retratos, el
primero con sus padres Luis Miguel Corral y Cruz Elena
Montoya; el segundo con la familia Corral García completa.
54 • Luis Miguel
Cuando mi abuela Concepción salió en la tele, empecé a poner mucha atención
en lo que decía. Unos meses después, recuerdo que estaban encerrados hablando
mi abuela, Marta de los Ríos, Juan Aquino, no recuerdo si la señora Irma Coronel
y alguien más del Comité de las doñas. Desde el patio, yo los escuchaba por una
ventana. Recuerdo que antes me decían: “vete a jugar a la calle” y me iba, pero des-
pués de esa entrevista, ya no era el mismo niño despreocupado. Me acuerdo que
en esos días conocí a Alicia de los Ríos, desde chiquitos, de toda la vida. Ella es la
única persona en mi misma situación con quien he convivido. Conozco más pero
no he convivido con todos. Nosotros nos convertimos en una familia.
Con mi abuelita siempre hablé mucho y la admiré porque no se quejó de en-
terrar a cinco hijos y un esposo, y seguir tras el hijo desaparecido. Me conmovía la
forma en que comprendía a sus hijos guerrilleros. La búsqueda no fue un estilo de
vida para la familia, porque mi abuela siempre se movilizó por su hijo sin involu-
crar al resto. Cuando preguntaba, mi abuela me decía que mi tío Salvador desde
muy chico salía a la periferia a tomar fotos de las casas de la gente más necesitada
y le decía a mi abuela que él iba a hacer algo para cambiar eso.“Órale, ahí está la
historia”, me dijo un día que me entregó un montón de periódicos viejos y de revis-
tas “Alarma!”, en donde leí la versión oficial de la historia de mi padre y mi madre.
De esos años tengo un recuerdo intenso. Fue un día de noviembre de 1988 y
muchas señoras llegaron a dormir a la casa, arrinconaron los sillones de la sala
y los muebles del comedor para tender cobijas en el suelo, en el pasillo y en las
recámaras, había gente dormida por todos lados. Era una aventura pasar al baño,
porque había que saltar a todas las personas acostadas en el piso. Mi mamá Con-
cepción hizo una olla de muchos litros de frijoles con queso, y varias carteras de
huevo para alimentarlas a todas. La mitad de las señoras salían a fumar en la ca-
lle, aquello era todo un show.
Tengo el recuerdo que había un vecinito mayor que yo, como cinco años más,
él era mi amigo y su papá trabajaba en la entonces Policía Judicial. Esa tarde vino
a preguntarme qué pasaba en mi casa, nada, le dije, y pregunté por qué. Él insis-
tió: “¿De verdad no ocurre nada? es que mi casa está llena de federales, de la judi-
cial, del Ejército y están cuidando tu casa”. Le aseguré que no, que sólo estaban las
amigas de mi abuelita. Así quedó. Al día siguiente, todas las huéspedes salieron de
madrugada, pero al mediodía, cuando regresé de la secundaria, vi en la televisión
que mi abuela y las doñas cerraron la carretera Panamericana durante horas, por
más de medio día. Ocasionaron un desastre, las imágenes eran impactantes. An-
tes de eso ellas se movilizaron en huelgas en Catedral, protestas en el Zócalo y en
Luis Miguel • 55
Luis Miguel Corral en los brazos de su abuelo Telésforo Corral.
56 • Luis Miguel
Luis Miguel Corral en su bautismo, cargado en los brazos de su tía Adela Corral,
su madre de crianza.
Los Pinos, pero ese día cerraron la carretera Panamericana para que el presiden-
te Miguel De La Madrid las recibiera. En la manifestación las apoyaron traileros
quienes atravesaron sus camiones para impedir el desvío de los automovilistas. Me
acuerdo y aún me emociono. Otra anécdota parecida fue en el 2006, en los últimos
días de vida de mi abuelita, el Subcomandante Marcos vino a la casa y también se
hizo un escándalo con los vecinos, porque cerraron la calle y había mucha policía.
Sé que por sobre todas las cosas, mi abuela quiso saber de su hijo Jesús. No
lo logró y no puedo imaginar qué es guardar la esperanza de encontrar a una
persona desaparecida, porque en el caso de mi papá y mi tío Salvador, ellos están
muertos, los sepultaron, se acabó.
Luis Miguel • 57
De niño no tuve problemas por no tener papá, me daba igual, sólo estaba enojado
por la mentira. Con la rebeldía de la adolescencia, el sentimiento de abandono
me afectó porque anhelaba la presencia de él y me hizo falta con quien hablarlo.
Entre los 15 y los 19 años iba mucho a su tumba, más a la de mi papá que a la de
mi mamá. Me saltaba la barda de madrugada y me sentaba a platicar lo que sen-
tía. Desde esa edad tuve muy claro que quería ser papá, no futbolista ni ingeniero,
sino papá. Hoy, con dos hijos no entiendo a mi padre. A mi madre menos, pero
como no experimenté la carencia de la maternidad, lo he problematizado menos.
Sin embargo, no me puedo quejar, me fue bastante bien, más que a otras per-
sonas que viven con su familia nuclear completa, pero no conocí lo que era tener
un papá. Lo más cercano a ese rol lo ejerció mi tío Eloy.
Valoro mucho lo que hicieron Luis Miguel y Cruz Elena porque no tenían ne-
cesidad de cambiar el mundo, porque se les estaba acomodando a ellos. Entiendo
que deseaban transformar lo que estaba mal, y que el mundo cambió gracias a lo
que hicieron, cuando menos hay un México antes y otro después, un México dife-
rente. Seguramente no hubieran sucedido muchas cosas si ellos no abren esa caja
de pandora, pero me inquieta pensar que supieron con antelación que iban a per-
der y, aun así, decidieron hacerlo. Admiro su determinación, que no actuaron por
carecer de opciones, sino por decisión. Ojalá todos tuviéramos opciones, porque el
mundo sería más equilibrado. Como humanos les admiro, pero como hijo, no fue
la mejor decisión, yo hubiera elegido ser padre, no guerrillero.
Antes mi mayor reclamo era hacia mis papás, porque decidieron no estar con-
migo. Hoy comprendo que se vulneró mi derecho a crecer con mis padres. Si el Es-
tado considera correcto que les emboscaran y asesinaran, debe decirle al país por
qué lo merecían. Como sociedad necesitamos que esas violaciones se esclarezcan,
que digan cómo sucedió y garantizar el acceso a la justicia. Me parece increíble el
desconocimiento de este período, ningún papá de mis amigos sabe lo que sucedió,
aunque son contemporáneos de mis padres.
Cuando estaba en la preparatoria, una amiga me escuchó platicar sobre mi
papá. Un día le di un aventón a su casa y me dijo: “Quiero platicártelo yo. Mi papá
fue de la Brigada Blanca”. Órale, pero ni tú ni yo tenemos la culpa, le contesté. Ni
siquiera pregunté quién era su papá, ¿para qué? No queremos venganza, sólo es-
peramos justicia.
58 • Luis Miguel
Hoy todavía tengo mis conflictos, pero ya no estoy tan enojado. La familia con-
tinúa orgullosa de mis tíos y de mi papá, si bien no hablábamos de ellos en todos
lados, tampoco los ocultamos. Mi esposa Enedina y yo nombramos a nuestro hijo
mayor Luis Miguel, como su abuelo. Desde que mis hijos eran pequeños y pregun-
taban por sus abuelos, intenté responder con la verdad. A mis padres Luis Miguel
y a Cruz Elena nunca los he soñado, pero cuando he estado en peligro y no me ha
pasado nada, sé que su fortaleza es lo que me ha protegido.
Luis Miguel • 59
Kim y Heber sostienen un
retrato de su infancia.
Heber y Kim
61
Kimberly: A mí me gusta leer, escuchar música, pero no tengo tiempo para eso.
También me gusta dibujar, me ayuda a distraerme del estrés de la escuela, del tra-
bajo. No hago más que estudiar y trabajar, trabajo para mantener mis estudios y
estudio para lograr mis metas. Pero a veces no sé si voy a lograr mis metas. Es difí-
cil, porque cuando pasó lo de mi papá, yo tenía 8 años, aún me acuerdo un poco…
En lo personal no me gusta el lugar donde vivo.
Heber: Lo de mi papá… Mi papá fue a Coahuila, se fue con Adrián Rodríguez Mo-
reno, que era como nuestro hermano, y con José María Plancarte, que era amigo
de la familia.
Kimberly: Se fueron por cuestiones de trabajo. Nosotros esperamos que ellos re-
gresaran, pero pasaba el tiempo y no regresaban. Nosotros estábamos en Rosarito,
él había ido a Coahuila, faltaba poco para el aniversario de bodas de mis papás y
él quería llegar a tiempo, hicieron un viaje de 3 días en carretera, pero nunca lle-
gó, no supimos nada de él.
Heber: Yo recuerdo a mi papá como un superhéroe. Era como un James Bond, tenía
muchas habilidades, era muy inteligente, muy bueno en hacer negocios, cuando
desapareció él se dedicaba a la importación de autos. Él trabajó desde muy chico,
también fue maestro comunitario en la sierra, les enseñaba a los niños que no te-
nían acceso a la educación. Me acuerdo mucho de que nos contaba del estrés que
sentía cuando iba en una avioneta junto con otros maestros comunitarios. Y aun-
que era de un pueblo pequeño de Durango, era sofisticado, le gustaba vestir bien,
tenía muchos perfumes. Hoy, justo que vine aquí, me quise vestir como él se vestía.
62 • Heber y Kim
Kimberly: Saliendo del pueblo pararon en una gasolinera, una patrulla los detuvo,
nunca supimos por qué. Los detienen, los privan de su libertad y le llaman a una
persona de los Zetas, un halcón, él estaba avisando por radio qué carros pasaban,
las placas…
Heber: Así fue como pasó y de ahí ya nadie sabe de ellos, ni de mi papá, ni de
Adrián, ni Plancarte. Los tres quedaron desaparecidos. Fue en el año 2009, estaba la
guerra contra el narco del presidente Calderón, una guerra sanguinaria en el norte
del país, las carreteras estaban muy vigiladas por los grupos delictivos, que a su vez
empleaban fuerzas federales, municipales y estatales como sicarios o mandaderos.
Kimberly: Me acuerdo que mi mamá nos sentó en la sala y nos dijo:”No sé dónde
está su papá, no sé qué pasa, no sé dónde están, no sé nada, no entiendo, no en-
tiendo nada, estoy haciendo todo lo posible por encontrarlo, tal vez esté acciden-
tado, tal vez lo mandaron a la cárcel, tal vez está muerto, pero voy a hacer todo lo
posible por encontrarlo”.
Heber: En ese momento no sabíamos tanto los detalles, pero ya después nos fui-
mos enterando cómo había sido su desaparición. Por estar tan pequeños no po-
díamos estar del todo involucrados, ni ir a la fiscalía, ni al MP, no podíamos ver
muchas cosas… siempre nos quedábamos en la sala de espera (y ahí hice muchos
amigos), sólo sabíamos lo que nos decía mi mamá y ella no nos decía todo.
A veces, la gente que nos cuidaba se distraía y nos escapábamos y entrábamos
de contrabando a mirar, a escuchar lo que pasaba ahí…
Heber y Kim • 63
Kim, Heber y su mamá Estela, sostienen
a sus perritas Chiquis y Luna.
Heber: Aprendimos los términos legales, desde muy pequeños aprendimos. Re-
cuerdo que en las juntas con el colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desapa-
recidos en Coahuila y en México, escuchábamos de leyes, de cómo teníamos que
dirigirnos a las autoridades. Desde muy pequeñitos tuvimos que estar muy cerca
de las autoridades, de los gobernadores. Yo leía el discurso del colectivo, hablaba
frente al micrófono, frente al gobernador y todo mundo se maravillaba, ¡cómo un
niño tan chiquito! Me acuerdo cuando hablaba de mi sentir con el gobernador, lo
hacía sin tapujos y él me daba un abrazo… Ahí aprendimos cómo se comportan
los políticos, me daba un abrazo que era el abrazo de Judas. Él tenía que quedar
bien porque estaban las cámaras. Un día hasta nos dijo que hiciéramos una lista
de las cosas que necesitábamos.
66 • Heber y Kim
mi hermano, porque cuando a mi papá lo desaparecen nuestras formas de lidiar
con las emociones fueron muy diferentes. Nos fuimos apartando como familia, nos
fuimos apartando como hijos, como hermanos.
Heber: Yo quisiera dar un mensaje a los padres: cuando busquen a sus desapare-
cidos, intenten, dentro de lo que cabe, intenten darles una infancia a esos niños.
Heber y Kim • 67
Tenemos sed y hambre de justicia.
Heber: Nos gustaría que capaciten a las autoridades, que haya personal calificado,
que las sensibilicen, que no nos vean como números. Es increíble cómo las mamás,
las esposas, dirigen las investigaciones con los recursos que tienen.
Kimberly: Es increíble que una persona con menos estudios, como un familiar
de víctima de desaparición, les diga a las autoridades qué hacer, cómo tratar a un
resto humano que ellas mismas han encontrado.
No somos números.
Kimberly: Fue ahí que mi mamá tomó la decisión de movernos. Eligió Texcoco
porque ahí vivían unas tías. Fue una decisión muy radical, perdimos todo. Llega-
68 • Heber y Kim
mos con dos maletas. Era el 2010, un año después de la desaparición de nuestro
padre.
Heber: Mi mamá siempre fue un roble, fuerte, grande, vigoroso. Pero una noche,
una madrugada, no recuerdo qué hizo despertarme, había una ventana por donde
entraba la luz de la luna, una ventana grande, me paré a contraluz de esa ventana
y la vi, vi a mi mamá, vi su sombra. Fue la primera y última vez que la vi llorar de
esa manera, descontrolada, como una niña pequeña. Ella, mi roble, se convirtió y
lloraba como una niña pequeña. Y justo una semana después de ese evento, deci-
dimos mudarnos a Texcoco.
Heber: Recuerdo la primera vez que leí en un documento sobre lo que le pasó a
mi papá, yo tenía nueve años, nunca se me van a olvidar esas palabras. Le habían
tomado la declaración a esta persona, al halcón. Él decía que a mi papá y a los de-
más los habían cocinado. En ese momento algo se rompió dentro de mí.
Lo dejaron ir.
Heber: Incluso la palabra “papá” es extraña. Me extraña que salga de mi boca. Por-
que tiene añísimos que no la pronuncio. Una oración que implique “papá” no está
en mi vocabulario actual.
Heber y Kim • 69
La vida con un padre desaparecido es difícil y los niños aprendemos que so-
litos debemos salir del lodo. Es crudo, es fuerte, pero es lo que es. Sería una uto-
pía decirnos que todo va a estar bien porque no es así, va a ser complicado, van a
llorar, van a sangrar, pero estar cerca de la familia, mantener viva la memoria de
nuestro desaparecido, eso ayuda bastante a sobrellevar el proceso.
Heber: Una vez llegó muy apurado a la casa y comenzó a poner comida en topers
y sacó ropa de su clóset, pantalones, camisas. Mi mamá se asustó y él le explicó que
había visto a un señor debajo de un puente, que todo eso era para él. También re-
cuerdo que una vez en Tijuana fue al penal a sacar a un señor que fue detenido
intentando cruzar a Estados Unidos, era indígena y no hablaba español y aunque
no podía comunicarse mi papá entendió que necesitaba ayuda y pagó su fianza
y lo sacó y le compró comida y lo llevó a que agarrara camión a su casa. A veces
cuando encontraba gente en la calle les daba comida, les daba ropa, a veces los
recogía y los llevaba a la casa para que se bañaran y ya ellos tomaban su camino.
70 • Heber y Kim
Heber: A mi papá le gustaba tener gente en nuestra casa. Los fines de semana ha-
cía carne asada, invitaba a familia y amigos, teníamos las condiciones.
También le gustaba llevarnos a la playa. Mi mamá, en ese momento fue diag-
nosticada con lupus, así que siempre estaba cubierta del sol, pero no nos prohibía
que fuéramos al mar.
Heber: Antes de la desaparición todo era distinto. Recuerdo que cuando tenía
como 6 años me regaló una moto, era una moto pequeña, un día él se subió a la
moto y aceleraba y se le volaba la chaqueta de cuero, se veía muy rudo.
Antes de la desaparición íbamos al súper en su auto amarillo. Yo me sentaba
al frente con él y comprábamos muchas botanas, le gustaban las semillas de sé-
samo y los pistachos. Me acuerdo de la carretera, cuando íbamos a recoger autos,
pues siempre íbamos comiendo eso.
A mi papá le gustaba pasar momentos con nosotros.
Kimberly: Ahora somos unidos, pero no tanto, cada quien está en sus cosas. Sin
embargo tratamos de tener un tiempo juntos como familia, por ejemplo comer o
cenar, cuando se puede.
Kimberly: Nos ha costado sudor cada cosa que tenemos, derechos básicos.
Heber y Kim • 71
Kim y Heber construyen a través de fotos y diarios la memoria de sus vidas.
Kimberly: ¿A quién le voy a decir que logré entrar en la universidad? ¿o que ten-
go un trabajo o que necesito un consejo? ¿cómo le hago? No se puede. No tengo a
quién decirle eso. Ha sido difícil crecer así.
Heber: Coincido con Kim, es frustrante no poderle mostrar nuestros logros. Tene-
mos a nuestra mamá y su vida es nuestra y nosotros somos de ella, ella ha sido
un ejemplo. Ella nunca se rindió, siempre nos incluyó en el proceso, nos dijo qué
pasaba con mi papá y eso nos permitió procesarlo, tener una base más firme para
construirnos.
Kimberly: Yo siento que estábamos muy chiquitos para saber… creo que hubiera
sido mejor esperar a crecer, pero fue importante que nos incluyera como hijos.
Heber: Me gustaría que mi papá viera la persona que soy hoy en día. Pienso que
él se sentiría a gusto de ver a sus hijos bien, haciendo cosas buenas, rodeados de
gente buena. Me gustaría que conociera a mi novia. Creo que le caería muy bien.
He pensado mucho en el futuro, me gustaría terminar mi carrera, trabajar, estu-
diar un doctorado, ser docente. Pero también tengo incertidumbre del futuro y
es muy abrumador. Creo que tengo en mis hombros una carga, el arquetipo del
“hombre proveedor”, es una de mis preocupaciones no poder llenar ese lugar que
dejó mi papá.
Heber: Me gustaría darle un cierre a esta odisea que hemos vivido. Es necesario
74 • Heber y Kim
tener algo, algún un indicio, algo físico, algo tangible de mi padre. Ha sido un pro-
ceso muy complicado, pero hemos sabido, dentro de lo que cabe, sobrellevarlo.
Heber y Kim • 75
Ricardo posa con el único retrato
que tiene de su madre, Marina
Herrera, y su padre, Carlos Dorado.
Ricardo
“Una vecina contó una vez que, tras matar a mis papás,
un militar salió sujetando a un bebé del piecito y gritó
a los mirones: ‘¿Alguien quiere a este bebé? Porque si no
lo vamos a echar a la fosa común’. Una mujer dijo:
‘Dénmelo a mí, yo me lo quedo’. Así logré sobrevivir”.
- Ricardo Rodrigo Dorado Herrera
Mi nombre es Ricardo Rodrigo Dorado Herrera, tengo cuarenta y seis años y soy
originario de Ciudad Juárez. Mi madre Marina me parió el 14 de febrero de 1976,
en una pequeña clínica de la ciudad.
Crecí con Brígido Dorado y María de la Luz López, mis abuelos paternos, a
quienes siempre reconocí como mis padres. Él era carpintero y ella ama de casa.
Tengo muchos recuerdos de cuando era chiquito e intentaba hacer juguetes con
retazos de madera y mi abuelo me jalaba para enseñarme a clavar correctamente.
O de mi abuela enseñándome a cocinar “por si algún día se casa con una mujer
que no sabe”. Era una crianza típica de la época.
Mis abuelos paternos no hablaban de mis padres. Sólo me decían que Carlos
era el tercero de sus siete hijos y cuando murió quedaron seis, pero cuando llegué
fuimos siete otra vez. Mi abuela nunca me dijo: “Él es tu padre o ella es tu madre”.
Me decía: “Él es mi hijo y ella (Marina) era su esposa”.
A los cinco años la hermana de mi mamá llegó por mí y me llevó de visita
a casa de mis abuelos maternos Adolfo y Fortunata. Luego las visitas se hicieron
constantes, ahí dormía algunos fines de semana. Como en la escuela aprendí so-
77
bre los parentescos familiares, no entendía por qué unos eran mis abuelos y otros
mis papás si eran de la misma edad, sin una relación consanguínea entre sí. A di-
ferencia de mis abuelos paternos que me llamaban Ricardo, mi primer nombre,
los maternos me llamaban Rodrigo.
Ser yo era una confusión horrible y no tenía un lugar seguro en dónde
preguntar.
Crecí en la calle Coral, en la colonia La Libertad. Esa calle era la línea de división
entre tres barrios: Molino 13, El Perdido y Los Vagos. Era una comunidad pequeña
cuidada por cholos muy territoriales, recelosos de su barrio. Aunque se les relacio-
naba siempre con alcohol y drogas eran quienes ayudaban a las viejitas a bajar del
camión y cargaban sus bolsas de mandado. Mi calle era el escenario de los pleitos
a pedradas, los bandos se colocaban frente a frente y las piedras volaban. La tien-
da estaba frente a mi casa, cruzando la calle. Un día me mandaron por leche y al
salir de la tienda inició la batalla. Como en la escuela había leído sobre el Pípila,
ese personaje de la Independencia que cubrió su espalda con una gran piedra para
sobrevivir al ataque, agarré los galones de leche, me agaché y salí corriendo. Crucé
la calle oyendo las piedras sobre mi cabeza y llegué asustadísimo, pero era la hora
de la cena y se necesitaba la leche ¿verdad? Yo crecí en un ambiente humilde, con
decir que la señora de la tiendita era la que tenía más dinero del barrio, era la rica
del barrio, era la única que tenía teléfono. ¡Era un barrio, barrio!
En esa misma calle hubo un momento que marcó mi vida, tenía seis años y
jugaba con un grupo de niños a “los quemados”, aventábamos la pelota, uno de
nosotros la agarraba y el resto salía corriendo. De repente, el juego paró y, no re-
cuerdo cómo ni por qué razón, empezó una plática sobre el día que mataron a mis
padres. Los narradores tendrían como once años y recordaban que ese día por la
mañana llegaron camiones con soldados y un cerco militar se posicionó frente
y a los lados de mi casa. Los padres metieron a los niños y empezó una balacera.
Uno de los compitas decía que varios años después una de las ventanas de su casa
todavía tenía un cristal quebrado por una bala. Los niños hablaban de la balacera,
de las personas que mataron y del niño que sobrevivió. En ese momento, entendí
que ese niño era yo.
No me acuerdo de lo que se dijo con exactitud pero recuerdo el impacto del
momento, me quedé en shock, sin nada que decir, porque ¿qué dices? Tampoco
78 • Ricardo
hice nada, ¿qué podía hacer? ¿a quién le preguntaba? ¿a esos viejitos que me que-
rían mucho y que me cuidaban? Si los vecinos decían que los militares mataron
al hijo de esos viejitos, ellos no deseaban que un niño preguntón les recordara ese
pasado del que no hablaban.
A los seis años supe que era un tema que no debía tocarse en casa porque
me iba a meter en problemas o les iba a generar broncas a los chavos del barrio.
Lo que menos quería era ocasionarle un problema a nadie. Ese día que escuché el
relato de los niños vecinos, recuerdo permanecer serio, mirándolos a todos.
Cuando iba a entrar a la secundaria y tramitaba mi admisión, advertí que en
el acta de nacimiento, en el apartado de “padres”, estaban los nombres de Carlos
y Marina y enseguida se leía “finados”. No conocía el significado de esa palabra
por lo que pregunté al maestro. Él me explicó que finado es una persona que ya
falleció, luego me preguntó quién está finado y yo le señalé los nombres de mis
papás sobre el documento. Mi profe se desconcertó y me preguntó con quién vivía.
Le respondí: “con mis padres”, que en realidad eran mis abuelos paternos. Ese fue
otro shock que al decirlo, lo relacioné de inmediato con la historia narrada por
mis amigos del barrio años atrás.
En la secundaria les platiqué a unos amigos sobre el ataque militar en el ba-
rrio y ellos me dijeron que su profe les había hablado de ese evento, “¡tú eres ese
niño, el de esa casa!”, me dijeron y yo me entusiasmé pensando que él sabía algo
y fuimos a preguntarle.“¿Qué onda profe? cuénteme, yo soy el niño”, lo abordé con
mucha confianza pero él parecía nervioso y no me dijo nada. La historia lo con-
frontó y no atinó a responderme.
En preparatoria, cuando yo tenía unos 18 años, le platiqué a un par de ami-
gos. Una de ellas, que poseía una intuición de reportera, me dijo: “Vente, vamos a
investigar”. Pero, ¿por dónde empezar si era un tema ausente en los libros de histo-
ria? Ella me llevó a la hemeroteca del “Diario de Juárez” donde agarramos valor y
fingimos investigar una tarea. Mientras hojeamos los periódicos nos dimos cuenta
que faltaban dos meses de información. Le preguntamos los posibles motivos al
encargado, le platiqué qué buscaba y le dejé mi teléfono por cualquier novedad.
Pasó el tiempo, olvidé la búsqueda emprendida hasta que el archivista me
llamó meses después. Nos encontramos y me platicó la historia que difundieron
los periódicos de la época: que a una casa de la colonia La Libertad arribaron los
militares, que mis padres abrieron fuego y los militares respondieron. Que mamá
me cargaba y herida de muerte, me tiró de cabeza. Que me recogieron y entrega-
ron a la familia de mi padre. Oírlo me provocó un nudo en el estómago y se quedó
Ricardo • 79
Ricardo con sus hijas, Alejandra Quetzaly y Michá Dalí y su esposa
Nadia Villaseñor, con el retrato de sus padres Carlos Dorado y Marina
Herrera y un ejemplar del periódico Madera.
80 • Ricardo Ricardo • 81
resonando dentro de mi cerebro. No tenía evidencia ni forma de comprobar la ver-
sión narrada, me faltaba la astucia o sagacidad para enfrentarme a mis abuelos o
formular siquiera una pregunta, ¿qué les iba a preguntar? En ambas casas siempre
me dijeron que mis padres habían muerto en un accidente.
Intenté comprender qué hicieron unos jovencitos para que el Ejército fuera
por ellos y los asesinara, porque para entonces conocía a muchos cholos que se pa-
raban frente al policía y le gritaban y lo insultaban y lo retaban a darse un tiro, ob-
viamente los policías se negaban porque los cholos eran buenísimos para pelear,
pero ni por eso les disparaban o los buscaban a media noche para desaparecerlos.
Sí los llevaban a la comisaría pero al día siguiente andaban otra vez en el barrio.
Pensaba todo eso y me preguntaba qué hicieron Carlos, de 22 años, y Marina, de
23, para que enviaran al Ejército a matarlos.
Para contestar mis preguntas debí descubrir quiénes eran mis padres. Carlos
Javier Dorado López era un estudiante del Tecnológico de Juárez que pertenecía
al equipo de box. Cuando estudiaba se fue a trabajar por una temporada con un
tío en Ciudad Jiménez y desde entonces se interesó por la situación de los cam-
pesinos y jornaleros. Así decidió ingresar a la Liga Comunista 23 de Septiembre.
Marina Alejandra Herrera Flores trabajó desde muy pequeña para auxiliar a sus
padres con la crianza de los hijos más pequeños, pues era la mayor. Fue obrera en
la empresa “Nielsen”, por lo que defendía los derechos de las obreras de las ma-
quiladoras en Juárez. También ingresó a la organización insurgente, junto con sus
compañeras y amigas obreras.
Por razones de seguridad se organizaron en brigadas desconocidas unas de
otras. Creo que por eso existen muy pocas fotos de ellos, porque no podían retra-
tarse en la clandestinidad. No sé cuándo coincidieron mis papás y desconozco
cuándo se enamoraron como para decidir formar una familia y procrear un hijo.
La suya la pienso como la historia de amor más bonita de todos los tiempos, su
cotidianeidad, las promesas de amor hechas en la soledad. No se casaron pero vi-
vieron juntos en su casa, que fue casa de seguridad de la Liga, y cuando nací yo
también viví con ellos, hasta que cumplí dos años y ellos fueron asesinados. Carlos
y Marina eran los responsables de la imprenta del periódico clandestino Madera
en Ciudad Juárez.
El 8 de noviembre de 1977 la Brigada Blanca inició una serie de aprehensio-
nes en esta ciudad. Mi papá acudió a una cita que tenía programada con una pare-
ja de militantes, sin enterarse que ella había sido ejecutada y él ya estaba detenido.
La versión oficial dice que mi padre fue detenido al llegar al lugar de reunión y
82 • Ricardo
que él condujo a los agentes de la Brigada hasta nuestra casa. Sé que eso no suce-
dería, como papá sé que la primera opción es decir “mátenme” antes de poner en
riesgo a la familia. Mi conclusión es que, al no llegar sus compañeros mi padre se
retiró y los agentes lo siguieron hasta la casa de la calle Coral. Por eso los vecinos
vieron arribar a militares.
No sé en qué lugar me escondieron para protegerme de las balas. Una vecina
contó alguna vez que tras matar a mis papás, un militar salió sujetando a un bebé
del piecito y gritó a los mirones: “¿Alguien quiere a este bebé? Porque si no lo va-
mos a echar a la fosa común”. Una mujer, la dueña de la tiendita, dijo: “dénmelo a
mí, yo me lo quedo”. Así logré sobrevivir. Luego contactó a mis abuelos y acordaron
que la señora me dejaría en una guardería ubicada muy lejos de la casa, a donde
fueron por mí. Los cuatro abuelos hablaron para acordar qué familia me criaría,
si los Dorado o los Herrera. Decidieron que viviría con los abuelos paternos y me
registraron como Ricardo Rodrigo Dorado Herrera, hijo de Carlos y Marina.
Ricardo • 83
Diversos ejemplares del Periódico Madera, impresos en Ciudad Juárez
por la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S).
84 • Ricardo
Ricardo con el archivo de sus padres, asesinados por el Estado mexicano en la década
de los setenta.
Ricardo • 85
a mi grito, mi abuelo y mis tíos salieron del taller y en medio del llanto les conté
lo sucedido. Corrieron a buscar al señor pero no lo encontraron. Me percaté de que
esa casa podía generar odio. Viví ahí hasta que cumplí veintidós años. Ahora, cada
vez que regreso, volteo a ver las paredes y me parece ver incrustaciones de bala y
me pregunto en qué cuarto estaría yo al momento del ataque. Es una carga bien
pesada, por eso voy muy poco.
Cuando tenía diecisiete años tenía mucha curiosidad por ir a Estados Unidos,
país vecino que veía desde aquí pero no podía cruzar por carecer de visa. Empecé
el trámite para la visa americana. Como era menor de edad necesitaba la firma
de uno de mis padres o tutores, por lo que pedí a mi abuela que me acompaña-
ra. En la oficina le dijeron: “Usted no es la madre, aparece como abuela y para ser
tutora debió promover un juicio de adopción”. Ella se entristeció y por primera
vez me confesó que no era mi verdadera madre. Le pedí que no se preocupara,
que ya lo sabía y que estaba bien. Nunca lo habíamos platicado, nuestra relación
cambió, nos hicimos más cercanos y no volvimos a tocar el tema. Murió de cáncer
dos años después, en 1996.
A los dieciocho años viajé con unos vecinos a Bahía de Kino y conocí el mar.
Imaginé que si mis padres vivieran habríamos viajado por todos lados. Su ausen-
cia provocó una falta de identidad porque desconocía quién era, mi origen y el pa-
rentesco en las familias con las que crecí, aspectos que construyen a los individuos.
De manera involuntaria generé la sensación de no pertenencia. Era un sen-
timiento muy personal, íntimo, que no compartía con nadie porque siempre fui
muy tímido. No preguntaba y me quedaba con muchas dudas guardadas.
Hoy sé que se vulneró el derecho a mi propia historia, a mi identidad y a la
tutela legal. Me continúo preguntando, ¿Qué tan grave fue para toda una Nación la
militancia de estos jovencitos? ¿Realmente estaban amenazando a la patria entera
para que todo un Ejército fuera a masacrarlos? ¿Qué justificaba herir a mi mamá
con veintitrés balazos? ¿Por qué sus cuerpos sin vida fueron objeto de golpizas?
Si es que existe un proceso de verdad y de justicia, las autoridades deberán de
revelar las responsabilidades de todas las personas involucradas, participantes y
cómplices. La verdad generará un conflicto porque no estamos listos para conocer
las violaciones perpetradas y confrontarlas.
Sé que mi caso se diferencía de quienes buscan a sus padres desaparecidos,
tengo la certeza de sus sepulcros en el panteón del Tepeyac gracias a que mi tía
recuperó sus cadáveres, que ya estaban en la fosa común. Visité sus tumbas como
86 • Ricardo
a los ocho o nueve años de edad. Me da mucha tristeza ir porque ahora sé por qué
lo hicieron, por qué se fueron y por qué el resto no hizo nada. No los valoraron
en ningún lugar, ni sus padres tuvieron el orgullo de reivindicar los ideales de sus
hijos, los sueños del bien común por su patria y de una vida común sin opresión.
La relación con mis papás ha sido un viaje. Ahora yo tengo más edad que la
que ellos tenían al ser asesinados. Para mí ahorita ellos son unos chavitos. Alejan-
dra, mi hija mayor, ya superó la edad en la que murió su abuela.
Mi esposa me hizo entender la importancia de contar mi historia a tantas
personas fuera posible, para que no desaparezca. Es muy complicado contar esas
historias frente a un espectador que se niega a conocerlas. Pero narrar es develar
la paciencia de la memoria: contar una y otra vez en un lugar y un tiempo en el
que el desinterés es muy grande. Narrar para evitar que las memorias se diluyan.
Debemos construir una identidad fuerte y común, para que otras personas las
sigan transmitiendo, aunque tú ya no estés. Esta historia la compartí con mis hijas
Alejandra y Micha desde que eran muy pequeñas. Saben que no sólo es mi histo-
ria sino la suya, la de sus abuelos, la única herencia con valor que les voy a dejar.
Ricardo • 87
León sosteniendo con una fotografía
de cuando era un bebé.
León
Soy León Gutiérrez Martínez, tengo 11 años y voy a pasar a secundaria. Voy a la
escuela, aunque a veces me aburre la escuela. Hago máscaras y manualidades que
me gustan mucho, pero a veces también me aburre hacerlo; salgo con mis perros
o con mis amigos, pero a veces se pelean y me desesperan. Y otras veces no sé qué
hacer con mi vida. Y mejor me duermo.
En la escuela me gusta echar relajo y a veces me distraigo, pero si algo conoz-
co bien en mí, es que si me intereso por algún tema o actividad, la hago, la hago
bien y le echo ganas porque me interesa. El problema es que casi todo me aburre
y como casi todo me aburre, pues no hay nada que me anime a decir ¡wow! voy
a hacer esto porque me interesa. Hay veces en que me interesa la historia, otras
que me interesan las matemáticas, otras en las que me interesa mucho el arte y
me prendo y digo ¡wow! sí, lo voy a hacer. Pero hay veces que me pregunto: ¿qué
es esto? ¿qué estoy haciendo con mi vida?
También, a veces me preocupa sentirme atrasado en la escuela, siento muy
feo. Hay veces en las que también me preocupa que no me preocupo de muchas
cosas porque a veces las dejo pasar tranquilamente y por eso a veces me va mal,
por dejarlo pasar.
Me gustan los cómics, me gusta crear personajes. Me gusta coleccionar super-
héroes, me gusta la idea de tener cosas, ahí, acumuladas y me gusta cómo se ven
89
en grupo. Estoy empezando a formar dos colecciones, una más grande, como de
70, 80 cómics y otra más pequeña, de figuras y muñecos articulables. Me gusta el
cine, mi mamá me enseña algunas películas de autores de culto, como Quentin
Tarantino, o la de Joker. Las disfruto porque están muy bien, generalmente me
gusta el cine de acción, pero no cuando sólo hay tipos disparándose. Me gusta
cuando hay trama.
Me gustaría estudiar cine y aprender a hacer películas, también hay veces
que me gustaría estudiar artes plásticas y aprender a pintar o hay veces en las
que me gustaría estudiar música o hay veces en las que también me gustaría es-
tudiar historia.
Vivo con mi mamá. Me gusta pasar tiempo con mi mamá, a veces no estamos
de acuerdo y discutimos, pero me gusta estar con ella. Me gusta estar con ella por-
que me importa. Mi más grande preocupación es perder a los que quiero y por
eso quiero estar con ella, disfrutar con ella.
No sé de dónde viene esta preocupación, siempre he tenido mucho miedo
a perder a quienes quiero. Hay mucha gente que deja ir las cosas fácil, a mí me
cuesta mucho más. Por ejemplo, dejan ir la muerte de sus mascotas y yo no, a mí
me da mucho miedo. Cuando se murió mi gato Sargento Pimienta estuve triste y
me costó mucho tiempo superarlo.
Soy Liliana Gutiérrez Martínez, tengo 41 años y soy mamá de León, junto con Ar-
turo Román García.
A Arturo lo conocí por unos amigos en común, él tenía una tienda donde
vendía cosas que traía de Estados Unidos, de patinetas y así, y yo comencé a dis-
tribuir en ella diseños que hacía. Un día, en una fiesta, nos encontramos y lo reco-
nocí y él también me reconoció. En esa fiesta pude ver que lo quiere mucha gente
y luego comenzamos a salir y nos enamoramos mucho, muy rápido y decidimos
tener un bebé. Un día, cuando nos enteramos que estábamos embarazados, fuimos
a una fiesta de cumpleaños donde vimos a todos nuestros amigos y les dimos la
noticia y Arturo estaba muy feliz, muy feliz. Suele ser muy cotorro y hacer bromas
y reír mucho, pero ese día estaba especialmente contento.
Arturo y yo nos embarazamos de León, pasamos los cinco primeros meses de
embarazo muy felices, muy tranquilos, muy emocionados de este deseo. Él estaba
90 • León
ilusionado, quería estar presente cada instante del embarazo, quería percibir cómo
iba cambiando, cómo me iba creciendo la panza.
Cuando yo tenía cinco meses de embarazo Arturo viajó a Estados Unidos,
como lo hacía desde hacía 13, 14 años atrás, para traer la mercancía a su tienda en
México. Era agosto del 2010 y su hermano Axel lo acompañó al viaje. Además de
su mercancía, Arturo había comprado una cuna para nuestro bebé y otras cosas
como ropita, juguetitos. Cuando acabaron el trabajo cruzaron la frontera de vuelta
a México y pararon a cenar en San Fernando, Tamaulipas. Desde ahí me marcó por
teléfono para contarme que ya venían de camino. Pero nunca llegó.
Yo tenía muchísimo miedo de imaginar qué le habría pasado y aunque mi
familia me cuidaba mucho, no podía cuidar lo que estaba pasando dentro de mí.
Por un lado la angustia, el miedo, el dolor por su desaparición, por otro lado, el
deber y el compromiso por intentar controlar esos sentimientos para cuidarlo a
él. A mi bebé. A nuestro bebé.
León nació el 31 de diciembre del 2010, a las 41 semanas de gestación, una
semana después de lo programado. Fue como si él se hubiera querido quedar ahí,
dentro de mí. Seguro y a salvo.
Mi mamá es maestra desde hace un tiempo, es una persona que considero traba-
jadora y responsable. Mi papá, pues sé que era alguien tranquilo y amoroso, pero
no sé mucho de él.
Sé que se dedicaba a la venta de patinetas y ese tipo de artículos. Sé que le
gustaba patinar, le gustaba estar con sus amigos, le gustaba la fiesta, le gustaban
los tacos, le gustaba disfrutar de la vida y le gustaba viajar, viajaba como cada fin
de semana.
Esto lo sé gracias a mi mamá. Mi mamá siempre me ha hablado de mi papá,
yo nunca he tenido que preguntar, ella siempre se hacía un tiempo para platicar-
me sobre él y a mí me gustaba, me gusta escuchar esas historias.
Aunque a veces me duele escucharlas, a veces me da mucho misterio ¿dónde
estará? ¿qué le habrá pasado? Solamente sé que un día fue con su hermano a Es-
tados Unidos y de regreso pararon en Tamaulipas por unos tacos y unos hombres
se los llevaron porque, según que buscaban a alguien de bermudas o algo así. Mi
papá ese día traía unas bermudas, porque hacía mucho calor.
León • 91
Liliana con León posando con la fotografía de Arturo
desaparecido el 25 de agosto de 2010.
92 • León León • 93
Desde que tengo memoria mi mamá me ha hablado de mi papá, de lo que le
pasó. Solo que siempre fue una idea muy vaga, “mi papá está desaparecido, unas
personas malas se lo llevaron”. Era una idea vaga, pero al menos yo tenía una ex-
plicación, aunque fuera incompleta, no iba a tener la duda de qué le pasó.
Pero un dia fue como darme cuenta que mi papá no estaba conmigo, fue du-
rante una celebración del Día del Padre, yo tenía como 5 o 6 años y en la escuela
hicieron un desayuno y yo no sabía a quién invitaría porque decía, pues no ten-
go papá, ¿qué hago? Entonces mi mamá me dijo: “Invita a tu abuelo porque es lo
más parecido que tienes”. Había otros compañeros que su papá no había podido
ir, había otros que no tenían papá. Entonces no me sentía tan distinto.
Ahí me di cuenta de la ausencia de mi papá y también me di cuenta de que
mi abuelo materno es prácticamente mi papá, lo único que tenía como un papá.
Él ha sido mi figura paterna, me ha acompañado siempre.
Alguna vez, cuando estaba embarazada de León y yo no sabía qué hacer con todo
el dolor que sentía, pero también con el deseo de proteger a mi bebé que esta-
ba dentro de mí, alguien me dijo: “Habla con él, habla con tu hijo y dile cómo te
sientes”. Entonces eso hice, le dije bebé me sientes así porque esto es lo que está
pasando, me sientes con miedo porque tengo mucho miedo. Y así empecé a esta-
blecer una comunicación con él que sigue hasta ahora.
Durante sus primeros meses de vida siempre pensé cómo sería decirle lo que
había sucedido, se me hacía muy traumático que pasara el tiempo y él cumpliera
seis, siete, diez años y yo le dijera ahora sí León, te voy a contar qué pasó con tu
papá. Yo sentía que el impacto sería menor si crece sabiendo una realidad, si nace
en una familia y crece con esa familia y con la historia de esa familia. También
pensé que los niños antes de los 5 años sienten el amor, pero no lo racionalizan.
Así reflexioné y me dije bueno, si desde el principio sabe que su papá no está y
sabe por qué no está, pues entonces él va a crecer con esa realidad y no va a ser
una realidad traumática. Sí será dolorosa y fuerte, pero no traumática. Por eso de-
cidí hacerlo, hablarle de la desaparición de su papá desde que era pequeño.
Cuando tenía como dos años yo le dije León, tu papá no está con nosotros,
¿sabes por qué no está con nosotros? Porque un día se fue de viaje y unas perso-
nas se lo llevaron y no sabemos si va a volver.
94 • León
Pero alguna vez él lo contó en la escuela y sus compañeros le dijeron: “No, a
los papás no se los roban”, y él decía: “Sí, al mío se lo robaron”. Para los niños fue
un shock y yo siento que para León ese fue el verdadero golpe de realidad, cuando
sus amigos dimensionaron que eso les podía pasar a los papás.
Yo siento que a los niños hay que decirnos las cosas, no se me hace chido que pen-
semos que una cigüeña nos trajo al mundo; a los niños hay que decirles, y en este
caso hay que visibilizar esto que sucede, las desapariciones, para que a la gente le
caiga el veinte de que esto sucede. Este tipo de testimonios ayudan a que la gente
diga, no pues sí, sí pasa.
Una vez lo hablé con un amigo a quien le desaparecieron a su tío, lo soltaron
y volvió a las dos semanas porque lo confundieron con otro, pero lo golpearon
bien feo. Por eso me puse a hablar con él. Él me platicó lo que le pasó a su tío y
yo le platiqué lo que le pasó a mi papá. Pero no es un tema del que yo disfrute
hablar. Si la gente me pregunta por mi papá yo digo que no está o que no tengo
o que está muerto. Es la manera más sencilla de decirlo, sobre todo a personas a
quienes no les tengo mucha confianza. Y si son personas a quienes les tengo con-
fianza, les digo lo que sé.
Cuando León nació siempre durmió pegado a mi pecho, hasta que cumplió 5 o 6
años. Dormía en mi pecho, dormíamos juntos y siempre lo dormía con historias,
con canciones. Recuerdo una noche, cuando estaba recién nacido, le costó mucho
trabajo dormir y yo le canté todas las canciones que me sabía, todas las que me
acordaba, todas las que imaginé hasta que le canté “La Barca de Oro”, no sé por
qué pero la canté y fue con esa canción que se calmó y se durmió. Hasta la fecha
cuando él se siente mal, cuando se siente enfermo o se siente triste, me pide que
le cante “La Barca de Oro”, es como nuestra canción, aunque no sea una canción
de cuna y sea una canción súper triste, de despedida, es la canción con la que pu-
dimos hacer conexión.
Antes León me decía: “Quisiera verlo, aunque sea una vez quisiera que me
hablara, quisiera decirle ´hola, soy tu hijo´, aunque fuera una vez”. Hace unas se-
manas León me dijo que le hacía falta tener un papá.
León • 95
Arturo sonriendo. Padre de León
y pareja de Liliana.
96 • León
León abrazado y durmiendo en los brazos de su abuelo, Sergio Gutiérrez.
León • 97
A veces me gustaría que encontraran a quien desapareció a mi papá y a su
hermano, para que se hiciera justicia, porque no se me hace justo que ese tipo de
personas estén ahí, en la calle, agarrando más personas. Pero han pasado tantos
años que ya no veo posible encontrar a mi papá y dudo, la verdad, que esté vivo.
Sé que otras personas buscan y esperan encontrarlos, yo realmente no, yo ya no
haría una búsqueda para encontrar siquiera su cuerpo porque ya no… porque a
veces me rindo.
Elegir el nombre para mi hijo fue complicado porque yo sentía que su papá
tenía que estar conmigo para elegirlo. Arturo desapareció sin saber siquiera que
su hijo sería un niño.
Días antes de que naciera mi papá me dijo: “Liliana nombra a tu hijo. Arturo
confía en ti para que elijas su nombre”. Y eso me hizo confiar. Y mi hermana me
preguntó: “¿Cómo te lo imaginas cuando sea grande?”. Y yo imaginé un hombre
gigante, grande, así como su papá. Esa imagen lanzada al futuro, esa imagen de
fuerza, de resistencia. Entonces dije “León es el nombre”.
98 • León
Yo no puedo extrañar algo que no tuve jamás, pero tal vez puedo ir cambian-
do de opinión.
León • 99
Dana y Vania posan con una foto que muestra
uno de tantos momentos felices durante su
infancia con su mamá, Pamela Portillo.
Dana y Vania
Nuestros días favoritos eran los sábados. Los sábados nuestra mamá descansaba
de sus dos trabajos y su escuela. Los sábados eran para nosotras. Nos levantábamos
muy de mañana y nuestra mamá nos mandaba a la tienda por miel de maple para
hacernos los tosten, así le decimos al pan francés. El sábado de tosten era nuestro
y almorzábamos juntas. A nuestra mamá le gustaba estar con nosotras. Le gustaba
de verdad, no lo hacía por ser nuestra madre, sino que de verdad le gustaba. Lo
disfrutaba, la veíamos feliz.
Era como nuestra hermana mayor, tuvo a Vania a sus 16 años, muy jovencita,
y luego a Dana y éramos como sus hermanitas y siempre estábamos jugando y
siempre se estaba riendo. Cuando íbamos a la escuela caminando, íbamos baile y
baile y cante y cante, nos gustaban muchas canciones, nos gustaba “Niña bonita”.
Una vez mi mamá abrió la cajuela de su coche azul y nos metimos adentro y nos
puso música a todo lo que daba y bailamos mucho, frente a todos y reímos frente
a todos. Otra vez nos llevó a una fiesta de Halloween y se vistió de vampiro, a Va-
nia la vistió de vampiro y a Dana de diablito y nos reímos mucho. Así era con ella.
Íbamos al cine, a la Deportiva, hasta a la playa nos llevó.
A la playa, fue nuestro último viaje.
Yo soy Vania, mi nombre es Vania Odeth Hernández Alarcón, tengo 18 años y soy
de Chihuahua y estudio enfermería en la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Somos hermanas, aunque de un tiempo para acá nos hemos convertido en me-
jores amigas.
Pamela Leticia Portillo Hernández, tiene 23 años… Tenía 23 la última vez que la
vimos, nació en Chihuahua, Chihuahua. Ella es hija de Luly, de Lourdes Hernán-
dez Alarcón.
Vivimos en casa de Lucy, nuestra tía abuela, y aunque cada quien tiene su cuarto,
Dana siempre viene a mi cuarto.
Nos da miedo pensar en las mujeres, cualquier mujer, cualquier persona que no
puede volver a su casa y abrazar a su familia. La vida de una mujer vale mucho.
Dana iba en tercero de primaria, Vania iba en quinto. Una mañana estábamos en
la escuela y llegaron por nosotras al salón y nos dijeron que nos íbamos con nues-
tra abuela. No nos avisaron que nos recogerían antes y eso nos desconcertó, ¿qué
habrá pasado? Nos recogieron y nos llevaron a las oficinas del Centro de Derechos
Humanos de las Mujeres (CEDEHM), que ahí apoyan a nuestra abuela Luly a bus-
car a nuestra mamá, aunque eso nosotras aún no lo sabíamos.
Nos recibió una mujer llamada Cony, nos la presentaron como la psicóloga de
nuestra abuela Luly, y ahí comenzaron a hablar.
Empezaron a decirnos que nuestra mamá no se había ido a trabajar a otra
ciudad, como nos lo hicieron creer desde que éramos chiquitas y la dejamos de
ver; nos dijeron que eso no era real, que lo real era que a mi mamá se la habían
llevado y no sabían nada de ella. Ese fue el momento en el que Dana se enteró.
Vania ya tenía una idea de lo que había pasado porque un día estábamos en la
mercería de Luly, nuestra abuela, y un señor se acercó y le preguntó si ella era la
mamá de la muchacha perdida. Nuestra mamá, la muchacha perdida. Y aunque
Vania se puso a investigar a escondidas, nunca dijo nada porque no sabía cómo
tocar el tema, le daba miedo decir algo de más.
Vania: Y me sentía con la responsabilidad de cuidar a Dana porque era muy chi-
quita. Me sentía como si estuviéramos solo ella y yo y mi deber era cuidar su ino-
cencia, que siga creyendo, pues, que nuestra mamá está de viaje, que siga creyendo,
pues, que ella está bien. Y no, nunca hablamos de eso porque no sabíamos cómo
hacerlo. Me sentía muy incómoda hablando de mi mamá.
Tardaron tres años en decirnos la verdad, que mi mamá no se había ido a traba-
jar, sino que se la habían llevado. Que estaba desaparecida. Siempre que le pre-
Vania: Yo le guardé rencor a mi mamá, me preguntaba ¿por qué se fue sin no-
sotras?, hasta que entendí que no se fue. Me sentía muy enojada con ella porque
siempre estuvimos juntas y las únicas veces que nos separábamos era cuando se
iba al trabajo y a la escuela. Pero cuando me dijeron la verdad de lo que había
pasado me sentí culpable. Pasé del enojo a la culpa porque ella no se fue porque
quisiera. Hasta la fecha trato de perdonarme el haberla culpado.
Un día después de que nos dijeron la verdad hubo una manifestación por los des-
aparecidos y nosotras quisimos ir, pero nos dijeron que no. Aunque ya sabíamos
la verdad, aún nos tenían en nuestra burbuja y entendimos que era por cuidar-
nos; que no nos habían dicho porque estábamos muy chiquitas e iba a ser muy
fuerte y quizá no lo íbamos a entender. Pero también nos molestó, nos incomodó
que no nos dijeran detalles.
Hasta ahora hemos ido a muy pocas manifestaciones por lo mismo, por cui-
darnos. Luly va a rastreos y no nos avisa y no quiere que vayamos. Para nosotras
Dana: Cuando voy a una marcha me siento incluída, siento que estoy ayudando
en algo. Me gustaría que nos dejaran acompañar a Luly a las manifestaciones, a
los rastreos que va y a todo eso.
Antes de que nuestra mamá fuera desaparecida, al ver las marchas, las manifes-
taciones de la gente en las calles, creíamos que era gente que trataba de llamar la
atención, pero entendemos que es llamar la atención de buena forma, con el fin
de la justicia, para que no vuelva a pasar. Nos ha tocado que gente desconocida
vea la foto de nuestra madre y de otros desaparecidos y lo primero que piensan
es que estaba en malos pasos o que ella se lo ganó.
Hace poco fuimos a la marcha del 8M, nos sentimos muy protegidas, como si
todas ellas, todas las mujeres de la marcha del 8M, fueran otra familia, nuestra fa-
milia, porque todas estábamos ahí por lo mismo: defender la vida de las mujeres.
Hemos imaginado muchas veces cómo sería nuestra vida si nuestra mamá es-
tuviera. Vania piensa que sería muy diferente, porque el miedo está presente y
también la sensación de su ausencia, que se hace más fuerte cuando platicamos
Un nombre
Me llamo Marakorea. De niña se burlaban de mí por mi nombre, Mara Corea, Mara
Tailandia, Mara Japón, Mara China. Mi nombre me lo pusieron mis padres, mis
padres biológicos. ¿Qué significa mi nombre? No lo sé. Alguna vez le pregunté a
mi abuela materna y ella a su vez me contó que un día le preguntó a su hija, mi
madre, por qué me había puesto este nombre. Ella, mi madre, le respondió: “Lue-
go le digo”.
Soy Marakorea, hija de Jorge Hermelindo Varela Varela y María Olga Navarro Fie-
rro. Y también soy hija de Santos Navarro Chávez y María Luisa Fierro.
Me llamo Marakorea Navarro Fierro, pero también soy Marakorea Varela Navarro.
115
Un encuentro
Mi papá es Jorge Hermelindo Varela Varela, nació en Parral, Chihuahua, en 1952.
Mi mamá es María Olga Navarro Fierro, nació en Delicias, Chihuahua, en 1956. Vi-
vían a 215 kilómetros de distancia. Él es el mayor de dos hermanos, ella la mayor
de siete. Mi papá vivió en una casa del estudiante, estudiaba ingeniería en el Tec-
nológico de Chihuahua. Mi mamá estudió enfermería.
En 1974 sus caminos se encontraron en la ciudad de Chihuahua. Se encon-
traron en la Colonia Barrio de Londres, ahí mis abuelos paternos tenían una tien-
dita de abarrotes y ahí la familia de mi mamá iba a comprar. Se enamoraron y
decidieron hacer vida juntos en Ciudad Juárez. En el año 1976 nací en aquella
ciudad chihuahuense.
Una ausencia
A inicios de noviembre de 1977 mis padres Jorge y María Olga se preparaban
para celebrar mi primer año de vida, yo estaba en Chihuahua con mis abuelos
maternos. Faltaban diez días para mi fiesta y mis abuelos me cuidaban mientras
mis papás trabajaban en la maquila. Un día a mi abuelo materno le reportaron
en la maquila que mi madre no se presentó a laborar. Entonces mi abuelo fue a
la vivienda de su hija para indagar el motivo de su ausencia laboral y encontró
la casa que rentaban vacía, sin muebles, ropa, nada. Tampoco estaba el Mustang
amarillo de mi papá.
Mis padres fueron desaparecidos el 8 de noviembre de 1977. Días después yo
cumplí mi primer año de vida.
Me crió mi familia materna, mis abuelos terminaron registrándome como
su hija y mis tíos terminaron siendo mis hermanos legalmente, yo era la más pe-
queña de siete. Era la séptima, pero también, contando a mi mamá, era la octava.
Mi abuela materna era ama de casa y mi abuelo materno era obrero, vigilante de
una empresa maquiladora.
No sé cómo habría sido mi vida si mis papás no hubieran sido víctimas de
desaparición forzada por parte del Estado. Quizá hubiera sido un poquito rebel-
de, quizá me hubiera atrevido a hacer muchas cosas. Sin embargo, mi vida fue
diferente ya que de una u otra manera siempre estuvimos vigilados por el Estado
mexicano, nos sabíamos vigilados porque el mismo Ejército nos hizo tener cono-
cimiento de la vigilancia.
De niña supe que había familias de desaparecidos; supe que los militares
entraban a las casas de esas familias, de las doñas que buscaban a sus hijos, y las
116 • Marakorea
desbarataban. Nosotros no sufrimos eso, pero siempre existió el temor de que fue-
ran a llegar.
Mi infancia fue bonita, en un entorno muy seguro, fui una niña muy protegi-
da, crecí dentro de los límites de la condición de los desaparecidos. Crecí tranquila
dentro de esos límites, aunque no los asimilaba. Hay cosas que vi normal porque
viví tan cotidianamente, por ejemplo, para mí era normal tener a mis papás desa-
parecidos y tener a otros papás: mis abuelos maternos. Y cuando escuchaba en la
escuela o en la calle que no a todos los papás los desaparecen, me quedaba pen-
sando bueno, pero ¿por qué a mí sí me pasó? Yo lo asimilé a finales de primaria y
principios de secundaria, me di cuenta de que no todo es como lo vivía yo.
Crecí en el Barrio de Londres, en el Chihuahua de los ochenta. Me iba cami-
nando a la escuela, salíamos a la calle a jugar, a jugar al avioncito, al lazo, a los ho-
yitos, hacíamos unos pequeños hoyos en la tierra, agarrábamos la pelota y cada
quien tenía el hueco designado y si caía en donde decía tu nombre tú tenías que
agarrar, corretear a las personas, similar a los encantados. Me encantaba jugar a
ser reportera, una de las hermanas de mi abuela paterna trabajaba en Estados
Unidos y me regaló un grabador, era como de uno 30 centímetros y se ponía el
cassette y yo me ponía a grabar mis programas.
Hoy soy reportera.
Una pregunta
Crecí, como muchos de nosotros hijos de desaparecidos, con la idea de que mis
papás estaban en México, en la Ciudad de México, pero luego esa certeza no fue
suficiente. Me entró una tristeza de ver que llegaba el cartero con recibos o con
cartas para otros y yo decía bueno, pero si pueden escribir ¿por qué no me man-
dan cartas? Si tengo unos papás ¿por qué nunca vienen? ¿por qué no me hablan?
Y pues entré en depresión, aunque en aquellos tiempos no se decía así, no se tra-
taba así, nada más le decían tristeza.
Entonces mis abuelos tuvieron que responderme y me contaron una historia:
“Es que a tus papás se los robó, se los robó el gobierno”, porque era la manera que
tenían de darme a entender por qué ellos no estaban.
Yo, chiquita como estaba de ocho, diez años, les agarré coraje a los políticos, a
los que estaban en el poder. Es cuando comencé a tener consciencia de las manifes-
taciones, de lo que era ir a tomar la Plaza de Armas, a manifestarnos con nuestras
fotos para pedir la presencia de los desaparecidos. Dentro de mi ingenuidad yo iba
a manifestarme, pero no tenía una conciencia o no tenía una información de todo
Marakorea • 117
Marakorea sosteniendo el retrato de sus padres, Jorge
Varela y Olga Navarro, desaparecidos por el Estado
mexicano el 8 de noviembre de 1977.
Una búsqueda
¿Qué significaba eso de que el gobierno los había sustraído? Sé que mi papá era
militante, pero no hubo juicio, no hubo respeto a los derechos humanos; él, mi
mamá y sus compañeros fueron capturados y privados de su libertad y sin que su
familia tuviera conocimiento de ello, sin tener el más mínimo respeto a sus dere-
chos humanos.
Para mi abuela materna era mucho sufrimiento el que le dijeran que su hija
era integrante de La Liga Comunista 23 de Septiembre, y cuando preguntábamos
y nos decían que a ella no la ubicaban en el movimiento, sólo a mi papá, para mi
abuela era un orgullo que la desaparición no haya sido por su mentalidad, por-
que ella a su hija la educó de una forma y saber que no estuvo en el movimiento
le daba una especie de liberación; ella nunca quiso que ahondara en el tema. Mi
familia materna siempre se mantuvo alejada. Y mi familia paterna tenía un poco
de conocimiento sobre el tema.
De mi mamá tengo un vestido, lo usó en 1975 o 1976. Lo usó cuando fue dama
de honor en la boda de un tío. Me gustaría que quien lo viera, supiera que este
120 • Marakorea
traje tuvo una dueña, quien está desaparecida. Y que seguimos exigiendo su apa-
rición y el esclarecimiento de su caso.
Sé que les gustaba la trova, como a mí. Sé que a mi mamá le gustaba Serrat,
también a mí. A mi mamá le gustaban los frijoles con mole, como a mí. A mi papá
le gustaban las fresas con leche de clavel (se lo dijo a Ramón, su compañero de
lucha cuando estuvieron detenidos en el Campo Militar, platicaban de algunas
cosas cuando dejaron abierta una de las celdas y Ramón pudo salir un momento,
en el que comentaron de lo que les gustaría tomar al salir libres de ahí). No las he
probado, trataré en un futuro de probarlas porque quizá fue su último deseo de
comer. La comida que quiso y no pudo tener.
En 2017 mi abuela materna falleció, yo tendría unos 41 años. Durante su vida
siempre respeté su dolor de que su hija haya sido desaparecida y respeté su miedo
de que vinieran por la hija de su hija, que vinieran por mí. Me mantuve alejada
de toda investigación y todo conocimiento, hasta su muerte. Y me dije: bueno, ya
está, ya cumplí con el no saber. Ahora quiero saber. Y empecé un poco, y empecé
más de lleno.
Y supe que su último paradero fue en el Campo Militar No. 1, donde Ramón
Galavíz Navarro, un ex compañero militante de la Liga, vio a mi papá Jorge, y Juan
también los vio.
Una ausencia
La ausencia de mis padres siempre estuvo presente. La bebé que fui y los conoció
no tiene recuerdos. Crecí con la incertidumbre de qué sería de ellos, pero a la vez
con la esperanza de que al no encontrar sus restos, quizá no existía evidencia de
su muerte. Quizá, quizá estuvieran con vida. Las familias de personas desapare-
cidas siempre añoramos saber qué pasó y con ese deseo hay también una culpa.
Culpa de estar bien, de estar por ejemplo en la cena de Navidad y que de pronto
te asalten los pensamientos de que quizá estés disfrutando y ellos probablemen-
te no tienen qué comer o quizá tienen frío, mientras yo me estoy comprando una
chamarra. ¿Cómo estarán? ¿Estarán vivos? Es una situación que no te deja vivir
una normalidad completa, porque cuando no hay ni su presencia, ni restos, ni pa-
radero es una zozobra que no sabes cómo manejar.
Mis abuelos vivieron más de 40 años esperando que se viera ese llegar, el lle-
gar de sus hijos, el recibir a sus hijos en casa. Me educaron en la espera, en la fe de
que van a volver. En la esperanza.
Marakorea • 121
Marakorea cuando cumplió tres años, junto con sus abuelas
María Luisa Fierro y Socorro Varela.
Olga Navarro y Jorge Navarro abrazados cuando eran novios en la ciudad de Chihuahua.
122 • Marakorea
Marakorea sosteniendo amorosamente el vestido de su madre Olga Navarro Fierro,
desaparecida por el Estado el 8 de noviembre de 1977.
Marakorea • 123
Yo crecí en las marchas, exigiendo que regresaran a mis papás. Me gustaría
dar a conocer la vida de mis papás para que sepan que se tiene que respetar todo
derecho, que si alguien sea como fuere, haga lo que haga, que se juzgue, pero que
no se le prive a ninguna familia de uno de sus miembros, porque es una tortura.
Quien no sabe su pasado, está condenado a repetir. Como sociedad hay que
conocer sus historias para que no se vuelva a repetir este delito de Estado. Cual-
quier delito. Mujeres que mueren, mujeres que desaparecen… Si no se visibiliza,
no se hace consciente a la ciudadanía. Y si no se hace consciente, no se lucha por
la no repetición. Para que no haya otra persona, otras niñas que tengan que ir a
manifestarse exigiendo al gobierno les regrese a sus papás.
Como periodista y reportera he visto cuando a las familias les devuelven a
sus hijos, a sus hijas desaparecidas, ya sea sus restos o localizados, descansan tan-
to. Y es algo que me hubiera gustado tanto que tuvieran mis abuelos. Un descan-
so real. Un cierre de ciclo. El que, de repente, sus heridas, sus dolores, sus tristezas
concluyeran al tener un lugar dónde llorarles. Es una deuda del Estado no solo
con mis abuelas, sino con todas las madres de los desaparecidos y presos políticos
de México.
Una identidad
Me llamo Marakorea. De niña se burlaban de mi nombre. Ahora atesoro este,
mi nombre, abrazo mi nombre porque me lo pusieron mis padres, mis padres
biológicos.
No sé el secreto de mi nombre, hay personas que dicen que a lo mejor me
llamo así porque mi papá inició su militancia en el Movimiento Armado Revolu-
cionario (MAR) o porque a él le gustaba Corea, o porque él se fue a Corea a entre-
nar. Son versiones que me dan los que fueron compañeros de lucha de mi papá.
Soy Marakorea Varela Navarro, hija de mi padre Jorge Hermelindo Varela Va-
rela y mi madre María Olga Navarro Fierro. Hoy desaparecidos.
Ese fue mi nombre durante 11 años. Luego, cuando el Ejército se llevó a mis
padres, mis abuelos maternos me criaron. Y un día que no tenían dinero para ga-
rantizarme una seguridad médica buscaron adoptarme, sin embargo, no pudie-
ron hacerlo ya que requerían autorización de mis padres o sus actas de defunción
por lo que alguien les sugirió que me registraran con su nombre para acceder a
su seguro social.
Soy Marakorea Navarro Fierro, hija de mis abuelos maternos Santos Navarro
Chávez y María Luisa Fierro.
124 • Marakorea
Soy ambas, porque al final de cuentas soy Varela y soy Navarro y soy Fierro.
Soy mis padres biológicos y mis abuelos, soy mis ancestros.
Marakorea • 125
Epílogo
127
Cristian y Gabriel nos presentan, con su relato, cómo la desaparición no es un
crimen aislado, sino que representa el cúmulo de muchas violencias superpues-
tas, violencias -en su caso- por la condición de ser mujer, de vivir en contextos
precarizados e ignorados por el Estado. Y su palabra, tejida con otras, nos enseña
también que hay distintos tiempos para la enunciación de la experiencia y que
la enunciación misma ayuda a construir sentidos, aprendiendo de esa palabra
propia. Este espacio, este libro, es la primera vez que Cristian y Gabriel hablan en
público sobre la desaparición de su mamá y el impacto en sus vidas: el dolor y la
incertidumbre que están en la superficie parecen abarcarlo todo. Pero cobijadas,
escuchadas por la experiencia de otras, como Alicia, como Dana y Vania, como
Marakorea, el dolor cederá espacio para que otras cosas surjan.
Luis Miguel, Dana y Vania, desde dos épocas distintas, coinciden en reclamar
a las personas adultas la confianza para hablarles de la desaparición, y en el caso
de Luis Miguel de la ejecución extrajudicial de sus padres. Nos hablan de la im-
portancia de hacerles partícipes de la duda y de la búsqueda de verdad y justicia.
Porque la búsqueda por sus desaparecidos y conocer sus orígenes, es también la
búsqueda de su identidad.
Heber y Kim se abren espacio entre gobernadores, funcionarios y ministerios
públicos con su curiosidad y con su deseo de aportar a la búsqueda del padre, por-
que saben que mantener viva la memoria de su padre, es también una forma de
acompañarse por él.
Ricardo y León, sin conocerse, se acompañan en esta búsqueda de identidad,
en esa exploración que se hace contando la historia propia, tejiéndola con la me-
moria de sus padres, la cual está presente en las cosas que les son importantes hoy
en día, como el amor y la pertenencia a sus familiares. Como dice Ricardo: “Narrar
es develar la paciencia de la memoria”.
Y Marakorea, quien con su historia nos cuenta lo que implica aprender a
nombrarse, sobre todo aprender que las personas somos construidas por las he-
rencias de nuestros ancestros. Y con este aprendizaje que tuvo en su propia vida,
Marakorea nos dice también que, como país, estamos construidos por esas heren-
cias, por ese legado que nos dejaron los y las luchadores sociales en busca de un
país más digno para quienes lo habitamos.
Este libro en su título adopta una frase pronunciada por Heber, al contar
cómo se sentía durante la búsqueda de su padre: “Uno siendo pequeño se siente
vulnerable y chiquito. Con la desaparición de nuestro padre nos sentimos más pe-
queños. Como hormigas entre gigantes”. Como hormigas entre gigantes.
128 • Epílogo
Existe en la literatura infantil y juvenil una tradición de relatos que abordan
la lucha contra los autoritarismos de adultos y de Estados, la tradición del peque-
ño contra el grande, del David contra Goliat. Este libro bien podría pertenecer a
esa tradición, con la salvedad de que aquí no hay un “contra” sino, como dice He-
ber, un “entre”. Podría pertenecer a esa tradición porque recupera la palabra de las
infancias para, frente al autoritarismo y al adultocentrismo, permitirnos imaginar
otras posibilidades, otros aprendizajes, otras relaciones con las y los niños, otras
recuperaciones y conversaciones con la memoria.
Epílogo • 129
Agradecimientos
131
Dedico este texto a Nikolás, Sebastián y Abby, los gigantes que amplificaron y re-
sonaron mi idea del futuro. También a Naira y a Emilia. A Mima, mi matria. Con
especial agradecimiento a Jessica y a Dani quienes hicieron suyo este sueño, ahora
convertido en un libro dedicado a las infancias y adolescencias.
Alicia
Dedico este libro a todas las infancias y adolescencias, para mi sobrino Inti y mi
sobrina Estrella. Dedico con especial cariño a las infancias y adolescencias, aque-
llas que han transitado las ausencias obligadas de sus padres y madres. Les agra-
dezco profundamente a cada una de esas infancias o personas adultas (que desde
la evocación de su niñez) nos brindaron sus historias, sus testimonios, sus viven-
cias, sus consejos a otras infancias y adolescencias que están transitando o pueden
transitar por una experiencia parecida. Les agradezco profundamente la confianza
para compartirnos sus palabras llenas de cariño, risas, lágrimas, pero sobre todo
de empatía y aprendizajes. Sus valiosos testimonios narrados nos aportan ense-
ñanzas invaluables de escucha y comprensión a la niñez.
Jessica
132 • Agradecimientos
Hormigas entre gigantes
Las infancias y sus experiencias ante
la desaparición y el asesinato extrajudicial
de sus madres y padres
134 • Agradecimiento
Agradecimiento • 135
136 • Agradecimiento
La memoria se ha convertido en una herramienta
en la lucha social que nos permite seguir
problematizando los impactos de la desaparición,
ahora desde el enfoque de las infancias.